No se puede hablar del realismo en la ficción norteamericana sin ...

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WILLIAM DEAN HOWELLS La crítica y la ficción

Introducción, traducción y notas de Constante González Groba Taller de Estudios Norteamericanos

Universidad de León

Introducción No se puede hablar del realismo en la ficción norteamericana sin mencionar a William Dean Howells (1837-1920), el más ardiente promotor y defensor de una corriente que llegó a la nueva nación después de la pérdida de la inocencia y la entrada definitiva en la historia que supuso la Guerra de Secesión (1861-1865). Al igual que en otras literaturas de naciones occidentales, el realismo constituyó en Norteamérica el período de transición entre el romanticismo y el modernismo. El impulso realista que predominó en la narrativa estadounidense posterior a la Guerra de Secesión fue un movimiento internacional, y el origen y la fuente de sus técnicas y principios se suele situar en París a partir de 1845. La llegada a las costas norteamericanas fue relativamente tardía (a menudo se sitúa en 1872, año en el que Howells publicó Their Wedding Journey), ya que la nueva corriente significaba algo radicalmente distinto de las tendencias hasta entonces predominantes en la narrativa estadounidense, que había primado lo mítico, lo intemporal y lo abstracto, así como la relación entre el ser humano y la naturaleza, en detrimento de la preocupación por lo histórico y lo social. El mundo intemporal de una modalidad narrativa cuyos autores habían denominado romance, para distinguirla de la novela realista que se hacía en la Europa del siglo XIX, sufrió la invasión de la poderosa maquinaria del período de industrialización rápida y masiva que siguió a la Guerra de Secesión. Y William Dean Howells fue uno de los autores con mayor convencimiento de que la América posterior a dicha tragedia era un mecanismo social fluido y cambiante que exigía una nueva narrativa que observase y reflejase los detalles de dicho proceso. El espíritu de cambio que se apoderó de la sociedad estadounidense requería una novela que prestase atención a las preocupaciones materiales que estaban cambiando tanto a la nación como a sus habitantes, y que confrontase los dilemas éticos provocados por las nuevas circunstancias. El realismo vino a significar, entre otras cosas, un medio para asimilar, tanto las nuevas fuerzas que estaban conformando la historia y la sociedad, como las duras lecciones proporcionadas por una guerra civil devastadora.

Para Howells y sus seguidores, el objetivo del realismo consistía en ver lo heroico en las vidas ordinarias, en tomar en serio tanto los temas de la vida cotidiana como la experiencia individual, y someterlos a un tratamiento riguroso y fidedigno. Ello implicaba dejar de considerar la ficción como un medio de explorar verdades abstractas y simbólicas. Howells nació en 1837 en Martin's Ferry, un pueblo de Ohio, en el seno de una familia de un estatus económico medio. Trabajó desde muy pequeño en las imprentas de su padre, que publicó periódicos en Ashtabula y Columbus y, al no poder beneficiarse de una educación universitaria, adquirió por su cuenta una buena instrucción cultural. De su padre heredó las sólidas convicciones morales que plasmaría después en sus obras de ficción. El autor nunca perdería su identificación con la sociedad de su infancia y juventud, una sociedad preindustrial e igualitaria en la que predominaba la gente honrada y nadie era ni muy rico ni muy pobre. En The Rise of Silas Lapham (1885), la novela que le convirtiría en un autor consagrado, Howells plasmó su visión nostálgica de la Norteamérica rural anterior a la Guerra de Secesión como una sociedad moralmente superior. La "peregrinación" de Howells a los centros literarios del Este en 1860 constituyó uno de los eventos más importantes en la historia cultural norteamericana, y se consideró el comienzo oficial de la literatura estadounidense, pues, como dijo el mismo Howells, hasta entonces había habido únicamente una literatura de Nueva Inglaterra. Con Howells, el futuro de la literatura norteamericana, que iba a tener mucho que ver con el Oeste del que aquél procedía, llegó a Nueva Inglaterra, cuyo dominio literario del presente pasaría muy pronto a convertirse en pasado. Las cosas no pudieron ir mejor para Howells en Boston, entonces el centro literario indiscutible de la nación, tanto con el escritor y editor James T. Fields, como con J. R. Lowell, entonces editor de la revista Atlantic Monthly. Este último llevó a Howells a una cena con Oliver Wendell Holmes, cofundador del Atlantic junto con Lowell en 1857. Holmes habló medio en broma de una sucesión apostólica encarnada en Howells. Parece que Howells no tuvo tanto éxito en Concord, entonces la Atenas estadounidense, en donde se agrupaban autores de la talla de Emerson, Thoreau y Hawthorne. Howells tuvo algún

contacto con Hawthorne, al que siempre miró con admiración, aunque lo consideró una influencia que se debía superar, pero los grandes transcendentalistas no disimularon una frialdad que ponía de manifiesto el abismo generacional existente entre la prometedora estrella y los principales escritores de la generación y la mentalidad de su padre. La enorme preocupación de Howells por la justicia social y el igualitarismo tuvo mucho que ver con su confección de una biografía para la campaña presidencial de Abraham Lincoln. La suculenta recompensa fue el consulado estadounidense en Venecia (1861-1865), ciudad que, según J. R. Lowell, constituyó la universidad en la que Howells consiguió el título de Master. Allí escribió ensayos sobre literatura italiana que publicó en la North American Review, lo que hizo que su nombre sonase cada vez más fuerte en Cambridge, Massachusetts. Durante su estancia en Italia, Howells aumentó ostensiblemente su conocimiento de lenguas y literaturas clásicas y modernas. Allí descubrió también las comedias realistas de Cario Goldoni, un dramaturgo del siglo XVIII, cuya obra generó en Howells un ardiente interés por una ficción que reflejase a los individuos tal como son y se comportan en la vida real. Después de establecerse en Boston en 1866, Howells presidió el mundo literario de Nueva Inglaterra durante veinte años. Durante su década como director del Atlantic Monthly (1871-1881), entonces el arbitro cultural del país, Howells convirtió dicha revista en el principal promotor del realismo, el movimiento literario que estaba conformando la narrativa de los escritores europeos que él admiraba, y que consideraba el más adecuado para reflejar la nueva realidad de su país. Desde las páginas del Atlantic se promovió durante la década de 1870 una gran diversidad geográfica de literatura estadounidense, en detrimento de la inglesa. Las contribuciones de los autores de Nueva Inglaterra, que habían dominado la revista en sus primeros años, disminuyeron considerablemente, para dar paso a autores del Oeste y del Sur, a la vez que aumentaban las subscripciones a la revista más alia de los Apalaches. Howells hizo de sí mismo y del Atlantic el punto de enlace entre la cultura de Nueva Inglaterra y el Oeste, entre una generación de autores que tocaba a su fin y otra que surgía con fuerza.

Siempre habrá que reconocer los esfuerzos ingentes de Howells por democratizar la literatura estadounidense, hasta entonces excesivamente elitista, y por ampliar el público lector, tanto en la dimensión geográfica como en la social y cultural. Su intención era hacer accesible la nueva literatura estadounidense a capas sociales cada vez más amplias, a nuevos territorios y a nuevos grupos, como las mujeres jóvenes y las clases medias que habían accedido a la educación pero carecían de la sofisticación que había caracterizado a las de Nueva Inglaterra. El editor del Atlantic estaba convencido de que el realismo cerraría la brecha que había separado la alta cultura norteamericana de las principales corrientes de la vida social y cultural del país 1. Howells disfrutó de un poderío que le permitía encumbrar o hundir a otros escritores, y hay que decir que mostró siempre una encomiable disposición para descubrir y promocionar autores noveles de talento, incluso aquellos que disentían de la preocupación de su mentor por la moralidad en la literatura. Fue Howells el que dio un impulso decisivo a las carreras de Harold Frederic, Henry Fuller, Robert Herrick, Frank Norris y Hamlin Garland, entre muchísimos otros. Alabó con fervor los poemas de Emily Dickinson inmediatamente después de la primera edición de una selección en 1890, aunque la lírica de la reclusa de Amherst no iba a ser realmente admirada hasta la década de 19202. En 1915 fue Howells el que dio los nombres de los poetas que liderarían el renacimiento de la lírica norteamericana: Edgar Lee Masters, Edwin Arlington Robinson, Vachel Lindsay, John Gould Fletcher y Conrad Aiken. Y en 1919, cuando prácticamente nadie se acordaba de Hermán Melville, Howells hablaba de él como el mejor creador de romances. Howells conoció y ejerció su influencia sobre prácticamente todos los escritores importantes de su época, y desde 1870 a 1890 fue el crítico literario más influyente de su país, tanto que sus 1

Sobre la etapa de Howells como director del Atlantic, véase el capítulo 4 de Ellery Sedgwick, A History of the Atlantic Monthly, 1857-1909: Yankee Humanism at High Tide and Ebb (Amherst: U of Massachusetts P, 1994). 2

Edwin H. Cady dice que parece ser cierto que Howells liberó la creatividad poética de Stephen Crane al leerle los poemas de Emily Dickinson (Howells as Critic [Londres: Routledge and Kegan Paul, 1973], p. 189).

ensayos dictaron y determinaron los estándares del gusto literario en los Estados Unidos. Un público lector cada vez más numeroso recibía de Howells las instrucciones, no sólo sobre qué libros leer, sino también sobre cómo y por qué leerlos. Fue también Howells el que reconoció la importancia que suponía para la literatura estadounidense el éxito consolidado de autores de tendencias tan dispares como Mark Twain y Henry James, aunque Howells nunca alcanzó el calibre ni el poderío artístico de ninguno de los dos maestros incompatibles que representan tendencias opuestas: humor / sofisticación, espíritu fronterizo / gusto europeo, democracia / tradición. Y no sabemos el grado de integración y reconciliación que alcanzaron ambas tendencias en la mente de Howells, al que Mark Twain recordaba sus propios orígenes en el Oeste fronterizo, mientras que Henry James representaba para él el ideal literario del Este. Y mucho antes de que se consolidasen en la historia literaria norteamericana los conceptos antitéticos de "highbrow" / "lowbrow", piel roja / rostro pálido o popular / elitista, Howells subrayó la existencia de las dos corrientes aparentemente opuestas, pero probablemente paralelas e interrelacionadas: One a tendency toward an elegance refined and polished, both in thought and phrase, almost to tenuity; the other a tendency to grotesqueness, wild and extravagant, to the point of anarchy 3. Howells hizo lo indecible para que el público lector aceptase a Henry James, que resultaba difícil de asimilar por negarse a colmar las expectativas de unos lectores acostumbrados a los finales con matrimonio feliz de las novelas románticas. Otro empeño de Howells fue el conseguir que Mark Twain fuese considerado no sólo un buen humorista, sino también un buen realista que combina el humor con las más profundas cuestiones morales. En 1888 el sultán de las letras norteamericanas abandonó un Boston que le resultaba un tanto anémico y estéril para trasladarse a Nueva York, que había suplantado a la capital de Massachusetts como centro de la actividad literaria, y mostraba todo el vigor y la crudeza de la inusitada competitividad de la 3

"Editor's Study", Harper's Monthly, Nov. 1891.

cultura norteamericana. Es como si Howells quisiese encontrar un equilibrio entre las tendencias idealistas de Nueva Inglaterra y las más realistas de Nueva York4. En Nueva York, Howells encontró unas tendencias intelectuales más radicales y se hizo más consciente todavía de la necesidad imperiosa del realismo, ahora con tintes humanistas debido a la influencia de Tolstói, tanto en la narrativa como en la crítica. Fue justamente el período en el que Howells alcanzó la cumbre en ambos campos con la publicación de A Hazard of New Fortunes (1890) y Criticism and Fiction (1891). Durante más de medio siglo Howells fue el crítico que más influyó sobre el gusto literario estadounidense. El ayudó al lector de su país, tanto al urbano como al de provincias, a liberarse de una pleitesía mal entendida a los "clásicos", sobre todo los de tendencias románticas, y a adquirir interés por los autores realistas de Italia, Francia, Rusia, España y los países escandivavos. Howells y la novela Howells desarrolló y propagó un nuevo concepto de la novela, que él concebía como una modalidad seria de observación social, y no como aventura romántica, y ello tuvo mucho que ver con el hecho de que la narrativa, y no la poesía, fuese la forma literaria dominante en los Estados Unidos desde la Guerra de Secesión hasta finales de siglo. Para Howells la novela no se propone otro objetivo que no sea reflejar la verdad. Como buen seguidor de Aristóteles, concibe el arte de la ficción como una representación mimética de la realidad empírica, un retrato vivido de los individuos en relación con las circunstancias externas. Y el test al que hay que someter la novela es el de la verosimilitud, la capacidad para reflejar fielmente la vida; de ahí su famoso aserto de que la pregunta que nos hemos de hacer sobre una obra de ficción es:

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Malcolm Bradbury, "'Years of the Modern': The Rise of Realism and Naturalism", capítulo 13 de American Literature to 1900, ed. Marcus Cunliffe (Vol. 8 de Sphere History of Literature. Londres: Sphere Books, 1986), p. 332.

Is it true? — True to the motives, the impulses, the principies that shape the life of actual men and women?5 El mayor empeño de Howells consistió en promover y exigir el realismo y la objetividad, la fidelidad a los hechos observables de la experiencia humana, que él admiraba en autores como Balzac, Flaubert, Tolstói o Palacio Valdés. En uno de los pasajes más citados de su obra ensayística, el autor hacía la siguiente exhortación: But let fiction cease to lie about life; let it portray men and women as they are, actuated by the motives and the passions in the measure we all know; let it leave off painting dolls and working them by springs and wires; let it show the different interests in their true proportions; let it forbear to preach pride and revenge, folly and insanity, egotism and prejudice, but frankly own these for what they are, in whatever figures and occasions they appear; let it not put on fine literary airs; let it speak the dialect, the language, that most Americans know — the language of unaffected people everywhere — and there can be no doubt of an unlimited future, not only of delightfulness but of usefulness, for it6. La batalla de Howells por una ficción realista que reflejase las características de la vida de su país le acarreó la desaprobación de numerosos críticos, tanto ingleses como estadounidenses, para los que la ficción debería reflejar una vida idealizada que ofrezca modelos dignos de imitación. Tal era el caso de Hamilton Wright Mabie, adalid de la "Genteel Tradition" 7, que detestaba el realismo por su falta de idealismo, y decía de The Rise of Silas Lapham: 5

Criticism and Fiction, sección XVIII.

Ibid. El término se originó con la publicación del famoso ensayo de Santayana "The Genteel Tradition at Bay" (1931). En este ensayo Santayana critica el absolutismo moral del Nuevo Humanismo, al que considera un producto de la decadencia de la tradición cultural "gentil" de la sociedad democrática occidental. 6

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Realism is crowding the world of fiction with commonplace people; people whom one would positively avoid coming in contact with in real life; people without native sweetness or strength, without acquired culture or accomplishment, without that touch of the ideal which makes the commonplace significant and worthy of study8. Por otra parte, los defensores del romance 9, como Robert Louis Stevenson, proclamaban que, puesto que todo arte es selectivo, la narrativa no puede ser nunca verdaderamente realista, y que la novela, como obra de arte que es, existe, no en virtud de sus semejanzas, sino de sus diferencias, con la vida. Como dice Lionel Trilling, Howells hizo de lo ordinario y lo trivial prácticamente el objeto exclusivo de su fe literaria 10. El autor habla claramente por boca del Reverendo Sewell en The Rise of Silas Lapham: Commonplace? The commonplace is just that light, impalpable, aerial essence which they've never got into their confounded books yet. The novelist who could interpret the common feelings

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Citado en James W. Tuttleton, "William Dean Howells and the Practice of Criticism", The New Criterion (June 1992), p. 29. 9

En la tradición anglosajona el término "romance" se viene utilizando desde los comienzos de la novela. El romance utilizaba un estilo elevado y describía hechos fantásticos, mientras que la novela se distinguía por su realismo y el tratamiento de temas contemporáneos. En relación con la ficción moderna, el término adquirió dos significados: comúnmente se utiliza para designar ficciones con personajes extraordinarios, escenarios remotos y exóticos, acontecimientos heroicos, amor apasionado, o sucesos misteriosos o sobrenaturales. Según otro significado más sofisticado, el romance designa una obra narrativa que huye de las restricciones de la verosimilitud realista y expresa verdades profundas o transcendentales. Esta modalidad floreció en los EE. UU., con autores como Hawthorne o Melville, que la utilizaron para explorar ideas o actitudes filosóficas. 10

Lionel Trilling, "W. D. Howells and the Roots of Modern Taste", Partisan Review 18 (Sept.-Oct. 1951), p. 524.

of commonplace people would have the answer to the "riddle of the painful earth" on his tongue"11. Lo trivial es en Howells a veces tan excesivo como los seis primeros capítulos de A Hazard of New Fortunes (1890), dedicados a los pormenores y angustias de la búsqueda de vivienda por parte de Basil March y su esposa en Nueva York. Fue precisamente su intenso moralismo el que llevó a Howells a detestar y atacar con todas sus fuerzas el excesivo y falso sentimentalismo que caracterizaba a la novela popular de los años posteriores a la Guerra de Secesión. En una conferencia decía al respecto: When I began to write fiction we were under the romantic superstition that the hero must do something to win the heroine; perform some valorous or generous act; save her from danger. . . . but after [my first novel] I began to look about me and consider. I observed that none of the loved husbands of the happy wives I knew had done anything to "win" them except pay a certain number of visits, send them flowers, dance or sit out dances with them at parties, and then muster courage to ask if they would have them12. En su novela The Rise of Silas Lapham, Howells utiliza al personaje del Reverendo Sewell como portavoz de sus propias ideas sobre la ficción, y sobre la verdadera relación entre ésta y la vida. Durante la memorable cena que los Corey dan para conocer formalmente a los Lapham, algunos invitados hablan sobre una novela sentimental, Tears, Idle Tears, que está causando sensación entre el público lector femenino. Según Sewell, estas novelas son perniciosas y hacen un daño incalculable. Este clérigo, que da soluciones a los dilemas que atormentan más 11

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The Rise of Silas Lapham (Harmondsworth: Penguin, 1983), p. 202.

"Novel Writing and Novel Reading: An Impersonal Explanation", en The Norton Anthology of American Literature (2nd. edition), vol. II: (Nueva York: Norton, 1985), p. 294. El ensayo es una transcripción corregida de una conferencia que Howells dio en 1899.

tarde a los personajes de la novela, sostiene, al igual que su creador, que The novelists might be the greatest possible help to us if they painted Ufe as it is, and human feelings in their true proportion and relation, but for the most part they have been and are altogether noxious13. Y es que para Sewell = Howells la cuestión de la proporción o justa medida es fundamental en la ficción: The whole business of love, and love-making and marrying, is painted by the novelists in a monstruous disproportion to the other relations of life14. A pesar de considerarse a sí mismo como el adalid del realismo, que para él era la mejor expresión de la democracia norteamericana, Howells no pudo evitar un cierto grado de idealismo, condicionado por su falta de contacto con las facetas de la realidad de su país situadas fuera de los confines de la clase media, a la que aquél pertenecía. Y, así, continúa todavía siendo víctima de su famoso y desafortunado pronunciamiento sobre los novelistas de su país: Our novelists, therefore, concern themselves with the more smiling aspects of life, which are the more American, and seek the universal in the individual rather than in the social interests. It is worth while, even at the risk of being called commonplace, to be true to our well-to-do actualities15. Este comentario, que le acarrearía un sinnúmero de descalificaciones, identificó a Howells con la llamada Tradition". Las palabras fueron sacadas de contexto, en culpa del propio Howells, debido al descuido con el 13

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The Rise of Silas Lapham, p. 197. The Rise of Silas Lapham, p. 198. Criticism and Fiction, sección XXI.

críticas y "Genteel parte por que unió

diversos ensayos, a veces incompletos, en el proceso de compilación de Criticism and Fiction. En The Ordeal of Mark Twain (1920, rev. 1947), Van Wyck Brooks utilizó a Howells como chivo expiatorio al que acusó de representar el optimismo y el conformismo Victorianos que, según dicho crítico, anularon la visión trágica de Mark Twain. Aunque hoy veamos como una contradicción la coexistencia en Howells de la defensa del realismo y la verdad en la ficción con el rechazo de los aspectos más feos y sórdidos de la realidad, y la defensa de la ficción como vehículo de instrucción, no hemos de perder, sin embargo, la perspectiva histórica. Y la verdad es que Howells fue criticado por muchos coetáneos debido a su pesimismo, e incluso por alabar y recomendar autores como Dostoievski. Precisamente la frase manipulada y descontextualizada pertenece a un ensayo en el que Howells introduce y recomienda Crimen y castigo al lector norteamericano. Y no debemos olvidar que Howells se hizo cada vez más crítico para con la realidad social de su país. Sirva como ejemplo este pasaje de otra entrega del "Editor's Study", de Agosto de 1889: Especially in America, where the race has gained a height never reached before, the eminence enables more men than ever before to see how even here vast masses of men are sunk in misery that must grow every day more hopeless, or embroiled in a struggle for mere life that must end in enslaving and imbruting them16. Como apostilla Edwin H. Cady: As a realist [Howells] saw that American reality was "more smiling" than the reality of Dostoevski's Russia and that flction must register the truth. But as a socialist Howells saw that the American "more smiling aspects," far from warranting the sleep of inwit, demanded more sensitivity, more responsibility, perhaps even more alarm17. 16

Criticism and Fiction, sección XXVIII. El pasaje refleja el pensamiento de los Socialistas Cristianos, organización a la que Howells estaba entonces afiliado. 17

Howells as Critic, p. 90.

Fueron precisamente los autores que más se beneficiaron de la apertura de las nuevas sendas conseguida por el empeño de Howells los que más le atacaron por no ser lo suficientemente realista, sobre todo en el tratamiento de la sexualidad en la ficción, a la que Howells siempre mostró serios reparos. En "A Plea for Romantic Fiction", Frank Norris defendía a los naturalistas que, como él, seguían a Zola, e identificaba el realismo con "the drama of a broken teacup, the tragedy of a walk down the block, the excitement of an afternoon cali, the adventure of an invitation to dinner." Los escritores naturalistas abogaban por la libertad de expresar lo que Norris describía como: the unplumbed depths of the human heart, and the mystery of sex, and the problems of Ufe, and the black, unsearched penetralia of the soul of man18. Elizabeth Stevens Prioleau, en The Circle of Eros: Sexuality in the Work of W. D. Howells, recordó, sin embargo, que, a pesar de que las escenas amorosas de las novelas de Howells resultan obviamente remilgadas desde nuestra perspectiva, éstas fueron consideradas arriesgadas por sus contemporáneos. Según Prioleau, Howells fue un escritor erótico poderoso y eficaz, con una considerable dimensión pasional tanto en su vida como en su obra: With a preternaturally sharp eye for sensual details, he used every conceivable literary device to portray the sexual drama: dialogue, allusion, symbolism, choreography, euphemism, and the entire "novel of manners" repertoire. He focused so tightly and lingeringly on phallic and coital images, infused his love scenes with such palpable tensión, and built his erotic climaxes with such finesse, that no sexual overreading is really ever necessary 19. 18

"A Plea for Romantic Fiction" (18 de diciembre de 1901). En The Literary Criticism of Frank Norris, ed. Donald Pizer (Austin: The U of Texas P, 1964), p. 78. 19

Elizabeth Stevens Prioleau, The Circle of Eros: Sexuality in the Work of William Dean Howells (Durham: Duke UP, 1983), pp. xv-xvi. Sobre Howells y el sexo en la literatura, puede verse: Edwin H. Cady, ed. Howells as Critic, pp. 147-149.

El realismo de Howells estuvo siempre subyugado por interpretaciones moralistas. Los ambientes y aspectos más sórdidos, que tanta atención recibían en las novelas de realistas europeos como Zola, apenas tienen cabida en la ficción de Howells. Y cuando aparecen, ocupan el lugar marginal y restringido que según él ocupaban en la sociedad norteamericana. Para Howells, el realismo consistía en escribir acerca de la gente con la que uno se relaciona a diario, gente que se enamora y se casa, gente con problemas sentimentales o familiares, que está preocupada por su trabajo y su posición social, gente que se enfrenta a dilemas morales, a menudo de tipo doméstico20. Un objetivo fundamental de la ficción de Howells era la búsqueda de maneras de infundir vigor espiritual a la cotidianidad de la vida social. Con W. D. Howells la ficción norteamericana se apartó de los mares abiertos de Herman Melville y del río Misisipí de Mark Twain, para adentrarse en los despachos de los nuevos hombres de negocios y las salas de estar de las clases medias. El interés principal de Howells está en el círculo familiar, que se convierte en el objetivo primario de su comedia de costumbres, algo que distingue a Howells de prácticamente todos los novelistas norteamericanos decimonónicos de renombre. No es de extrañar que Jane Austen fuese la escritora inglesa preferida de Howells, cuyos métodos son a veces similares a los de aquélla. En The Rise of Silas Lapham, el famoso capítulo de la cena desempeña un papel similar al de los bailes y otras celebraciones sociales en las novelas de Jane Austen. Son acontecimientos en los que el lector

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Frank Norris, a pesar de ser admirador de Howells, consideraba la narrativa de éste limitada por la negativa a explorar el instinto y las profundidades sicológicas que dan origen a lo trágico en las vidas ordinarias: "Howells's characters live across the street from us, they are 'on our block.'(...) One can go even further. We ourselves are Mr. Howells's characters (...) so long as we are not adventurous or not rich or not unconventional. If we are otherwise, if things commence to happen to us, if we kill a man or two, or get mixed up in a tragic affair, or do something on a large scale (...) Mr. Howells cuts our acquaintance at once." ("Zola as a Romantic Writer", en Wave, vol. XV [27 de junio de 1896], p. 3).

puede presenciar la interacción de diversos personajes, reunidos oportunamente en aras de la sátira social y la comedia de costumbres. Las novelas de Howells, igual que las de Jane Austen, exigen del lector una exquisita atención y sensibilidad al tono y al detalle, así como la capacidad de percibir y aceptar las más sutiles indicaciones morales. Howells fue, sin ninguna duda, el agente más importante de la transición entre la literatura norteamericana de mediados del siglo XIX y la moderna, de la literatura de inspiración romántica producida en Nueva Inglaterra a una literatura que presta atención a los cambios sociales y ayuda a la nación americana a entenderse y percibirse a sí misma en el devenir histórico. Al mostrar su rechazo por los narradores omniscientes de la novela dieciochesca y victoriana, que irrumpen en sus relatos para dirigirse abiertamente al lector y hacer sus propios comentarios sobre cuestiones vitales o morales, Howells inicia también una cierta transición hacia las nuevas técnicas que perfeccionaría Henry James. Howells prefiere la presentación dramática, lo que Percy Lubbock en The Craft of Fiction (1921) denominaría como showing, en oposición al telling de la novela más tradicional, e intenta que los personajes se den a conocer por lo que dicen y hacen. En este sentido es revelador el comentario sobre George Eliot que Howells, en The Rise of Silas Lapham, pone en boca de Penelope, que está leyendo Middlemarch: "I wish she would let you find out a little more about the people for yourself' 21. En este aspecto Howells tuvo, al igual que James, a Turguenev como maestro, y decía que el método del autor ruso era lo máximo que podía alcanzar el arte de la ficción: His fiction is to the last degree dramatic. The persons are sparely described, and briefly accounted for, and then they are left to transad their affair, whatever it is, with the least possible comment or explanation from the author22. 21

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The Rise of Silas Lapham, p. 88.

La cita, de My Literary Passions, está tomada de Clara Marburg Kirk and Rudolf Kirk, eds., Criticism and Fiction and Other Essays by W. D. Howells (New York: New York UP, 1959), p. 111.

A pesar de su empeño declarado en favor del realismo, y de su intención de desaparecer de sus narraciones, muchos de los libros de Howells rezuman didactismo, pues él los utiliza en parte como medio para transmitir e ilustrar su propia escala de valores. Así, hace que sus personajes hablen de los temas sobre los que el autor quiere pronunciarse implícitamente, y la cena del capítulo 14 de The Rise of Silas Lapham constituye el mejor ejemplo posible de ello. El propósito de las novelas de Howells no es, pues, el mero entretenimiento, sino la instrucción, y en ello tiene mucho que ver la ineludible influencia puritana. El autor estaba convencido de que el idealismo exacerbado de la narrativa sentimental y popular proporcionaba modelos y ejemplos falsos de conducta, enfermedad para la que el realismo contenía la medicina más eficaz. Así, pues, para Howells la función de la literatura va indisolublemente ligada a cuestiones morales; la mimesis no es un fin en sí misma y la literatura ha de enseñar, además de agradar. La técnica realista ha de enganchar al lector, pero el escritor ha de impartir simultáneamente lecciones sobre el mundo, la naturaleza y la condición humana. Ahora bien, el didactismo no debe ser, según Howells, nunca explícito y directo, como el que él critica en las novelas de George Eliot. El papel del artista se define en términos de su responsabilidad para con la sociedad en la que está inmerso, por lo que aquél acaba por convertirse en un instructor y el realismo deviene en un asunto ideológico y moral, más que una teoría estética o la promoción de una modalidad literaria específica. Criticism and Fiction Desde enero de 1886 hasta marzo de 1892, Howells se encargó de escribir el artículo mensual "Editor's Study", una importantísima sección de la revista Harper's Monthly. Durante este período sus opiniones críticas se clarificaron y consolidaron, al mismo tiempo que su preocupación por los conflictos sociales encontraba expresión en novelas como The Minister's Charge (1887) y Annie Kilburn (1889). Para explicar la convicción tan profunda de la necesidad apremiante del peculiar realismo que Howells preconizaba en este período, tanto en la crítica como en la ficción, se han apuntado varias causas: el contacto con el

dinamismo y las desigualdades sociales de Nueva York, la lectura de las novelas de Tolstói, que supuso una especie de conversión religiosa para el autor, y la fuerte impresión que le produjo la injusta condena a muerte de los anarquistas de Chicago en 1887, a raíz de los famosos disturbios de Haymarket. Fue un período en el que Howells luchó denodadamente por transmitir sus convicciones post-darwinianas sobre la necesidad de la compasión, la justicia y la solidaridad. Una importante recopilación, hecha por el mismo Howells, de dichos ensayos, todos ellos escritos hasta octubre de 1890, se publicó en 1891 (hubo una segunda edición en 1910). Según Everett Cárter, dicha colección constituye "the volume of critical essays which heretofore has been assumed to be the manifesto of realism in America"23. Howells recortó y organizó diversos pasajes de su columna mensual que trataban de aspectos generales de la crítica y la ficción; agrupó los que trataban de la crítica en las secciones I-XIII y los que trataban más directamente del arte de la ficción en las secciones XIV-XXVIII. En la edición de 1910 las secciones XXI y XXII se reagruparon en una única sección. La publicación de Criticism and Fiction dio lugar a una importante controversia en los círculos de la crítica literaria a ambos lados del Atlántico. Con esta obra Howells asestó un golpe muy severo a sus peores enemigos: la modalidad narrativa llamada "historical romance"24 y la novela sentimental. Howells estaba plenamente convencido de lo que él llamaba "la superioridad de lo vulgar", y rechazaba el "genio", el "heroísmo" y la "distinción" como falsedades y vestigios de un pasado feudal a sepultar. Tenía muy clara la diferencia entre el auténtico romántico, como un Wordsworth, un Coleridge, un Keats o un Hawthorne, y el que se limita a explotar, sin convicción alguna, los recursos más manidos del romanticismo, simplemente para inducir emociones falsas y artificiosas. Howells se sirvió del ataque de su admirado Armando Palacio Valdés, en el prólogo de La hermana San Sulpicio, al vicio

Everett Carter, "William Dean Howells' Theory of Critical Realism", ELH, vol. XVI (1949), p. 152. 24 El término suele designar a la literatura popular ambientada en el pasado, y se aplica a novelas como Quo Vadis, Lo que el viento se llevó, etc. 23

del "efectismo" para atacar a los que aquél calificaba de neorománticos: Es enteramente falso que los grandes poetas románticos, simbólicos o clásicos, hayan modificado la Naturaleza; tal cual la expresaron la han sentido, y en este punto de vista son tan realistas como nosotros... Los que la falsean, únicamente, son aquellos que, sin sentir el arte clásico o romántico, se empeñan en ser clásicos o románticos reproduciendo fastidiosamente los modelos de otras edades... La causa principal de la decadencia en la literatura contemporánea se funda, a mi entender, en el vicio que se ha denominado gráficamente efectismo, o sea el prurito de despertar a toda costa en el lector emociones vivas y violentas que acrediten la inventiva y la originalidad del escritor 25. A lo largo de Criticism and Fiction, Howells no ceja en su empeño de alabar y proclamar lo sencillo, lo natural y lo sincero, y de atacar la idealización, lo alegórico y lo afectado. Prefiere lo natural a la estilización formal, y combate lo emocional en aras de lo razonable. Al igual que Emerson y Whitman, Howells proclamaba que lo revolucionario estaba en ver la belleza, la verdad y la bondad en las cosas y las vidas ordinarias. Tanto Howells como Emerson exigían a los escritores norteamericanos jóvenes una contemporaneidad genuina, y les urgían a ver con sus propios ojos y expresar con sus propias voces la realidad de su tiempo y su país. Howells tuvo el mérito de ser consciente de la relación entre el novelista y el crítico, y concebía a ambos como buscadores de la verdad, guiados por la nueva luz aportada por la ciencia, y dicha verdad habría de tener la eficacia suficiente para liberar al individuo ordinario26. Según Howells, el crítico que exigían los nuevos tiempos no debería precipitarse en los juicios, y su deber consistía en "clasificar y analizar los frutos de la mente humana de forma muy similar a como el naturalista clasifica los objetos de su estudio, más que alabarlos o culparlos" 27. El realista auténtico 25

Armando Palacio Valdés, Prólogo del autor a La hermana San Sulpicio (Madrid: Tipografía de Manuel G. Hernández, 1889), pp. xx, xxxiv. 26 27

Kirk, pp. 6-7. Sección VI.

"no puede observar la vida humana y declarar esta o aquella otra cosa indigna de atención, igual que el científico no puede considerar ningún hecho del mundo material indigno de su estudio"28. El realista debería ser como el científico, y abstenerse de informar sobre lo que no encuentra en su observación de la vida. Y, cuando llega el momento de emitir un juicio ponderado, el crítico, igual que el científico, no ha de dejarse llevar ni por el peso de la tradición, ni por el clamor popular, sino por la percepción de la verdad, accesible a todo individuo normal. Howells advirtió una y otra vez sobre la inutilidad de la crítica para el verdadero artista, que no se deja llevar por los caprichos ni las sugerencias de los críticos, y exigía de estos últimos el ejercicio de la humildad. Lo que Howells le pide al crítico es transparencia personal, modestia y disposición a ayudar al lector a ver qué tipo de literatura tiene en sus manos, y nada más.

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Sección II.

LA CRITICA Y LA FICCION La cuestión de dar con un criterio definitivo para la apreciación del arte es una constante recurrente con la que se encuentran los interesados en cualquier tipo de empeño estético. John Addington Symonds, en un capítulo de El Renacimiento italiano que trata sobre la escuela boloñesa de pintura, que en un tiempo fue tan influyente y se consideró como el ejemplo supremo del estilo grandioso, pero que él ahora considera caída en descrédito eterno debido a su vaciedad y falta de espíritu humano, se propone determinar si puede haber un criterio duradero o no; y su conclusión se puede aplicar tanto a la literatura como a las demás artes. "Lo que esperamos", dice, "en lo tocante a la unidad del gusto en el futuro es, entonces, que una vez que se hayan abandonado todas las búsquedas sentimentales o académicas del ideal, se hayan refutado las teorías momentáneas basadas en parcialidades idiosincráticas o temporales, y no se haya aceptado nada que no sea lo sólido y positivo, el espíritu científico hará a los hombres cada vez más conscientes de estas bleibende Verhaltnisse29, cada vez más capaces de vivir en la totalidad; y también que en la medida en que consigamos entender mejor nuestro propio lugar en el mundo, llegaremos a comprender con una certeza más instintiva lo que es sencillo, natural y sincero, y acogeremos de buen gusto todos los productos artísticos que presentan tales cualidades. La percepción del hombre ilustrado será entonces la tarea de una persona sana que se ha familiarizado con las leyes de la evolución en el arte y en la sociedad, y es capaz de evaluar la valía de obras en cualquier estadio desde la inmadurez hasta la decadencia mediante la percepción de lo que hay en ellas de verdad, sinceridad, y vigor natural"30. I

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"Situación constante" o "relación inalterable". Howells toma la cita de Renaissance in Italy: The Catholic Reaction, Part II.

Ello quiere decir, creo yo, que las tendencias, los gustos y las modas cambian; a la gente le gusta ahora esto y después aquello; pero lo que es modesto y verdadero es siempre hermoso y bueno, y ninguna otra cosa lo es. Ello no quiere decir que las cosas fantásticas, monstruosas y artificiales no agraden; todo el mundo sabe que ciertamente agradan enormemente durante un tiempo, y luego, después del paso de mucho más tiempo, tienen el encanto del rococó. No hay nada más curioso que el encanto de la moda. La moda en la vestimenta femenina, casi cualquier moda, tiene algo encantador, si no nunca habría estado de moda; pero si uno mira una colección de láminas de moda antiguas, habrá de reconocer que la mayoría de las modas han sido feas. Unas cuantas, que podrían fácilmente citarse como ejemplo, han sido muy bonitas, e incluso bellas, pero es poco probable que éstas hayan agradado a la mayoría de la gente. Lo feo deleita igual que lo hermoso, y no simplemente porque lo feo en la moda va asociado a la belleza joven de las mujeres que visten las modas feas, y adquiere elegancia de ellas, no porque la gran mayoría de la gente no tenga gusto, sino por alguna causa que quizá no pueda determinarse. Tiene justamente las mismas probabilidades que lo bello de volver en las modas de nuestras ropas, casas y mobiliario, y en las de la poesía, la ficción y la pintura, y el hecho de que algunos de los naturalistas radicales se hayan negado a establecer la discriminación tradicional contra lo feo, o a considerarlo menos digno de celebración en el arte que lo hermoso, puede deberse a una percepción instintiva o razonada de esto; algunos, de hecho, parecen considerarlo bastante más digno, si cabe. Es posible que no exista lo absolutamente feo, ni lo absolutamente bello; o posiblemente lo feo contenga siempre un elemento de lo bello mejor adaptado a la apreciación general que lo absolutamente bello. Esta es una conjetura un tanto descorazonadora, pero la ofrezco a título de curiosidad; y no cifro mis esperanzas en el dicho de uno al que le oí negar, el otro día, que una cosa bella sea un deleite permanente. Este mantenía que el verso de Keats debería decir: "Algunas cosas bellas son a veces deleites permanentes", y que cualquier afirmación más allá de esto era demasiado arriesgada.

II En verdad que yo preferiría otro verso de Keats, si tuviera que defender alguna creencia formulada, y me sentiría mucho más a gusto con el verso que dice: "la Belleza es la Verdad, la Verdad es la Belleza", que incluso con la reformulación hecha por mi amigo del verso citado con mayor frecuencia. Ello nos hace retornar a la firme posición de Symonds, que no difiere esencialmente de la del gran Burke en el Ensayo sobre lo Sublime y lo Bello — un libro singularmente moderno, si tenemos en cuenta el tiempo que hace que se escribió (así es como el gran Steele hubiera escrito el participio un poco antes), y lleno de una cierta instrucción cortés y agradable. Algunos aspectos pertenecen a aquel mundillo gracioso del siglo dieciocho, cuando la filosofía tenía al pequeño y ordenado universo en el hueco de la mano, y sabía exactamente qué era, y para qué era; pero no tiene la más mínima arrogancia. "Por lo que respecta a los llamados críticos", dice el autor, "generalmente han buscado la regla de las artes en el lugar equivocado; han buscado entre los poemas, los cuadros, los grabados, las estatuas, y los edificios; pero el arte nunca puede proporcionar las reglas que constituyen un arte. Esta es, pienso yo, la razón por la que los artistas en general, y principalmente los poetas, han estado confinados en un círculo tan estrecho; se han imitado unos a otros más que a la naturaleza. Los críticos los siguen, y por tanto poco pueden hacer como guías. No puedo emitir más que un mal juicio sobre una cosa si no la evalúo por un criterio que no sea esa misma cosa. La auténtica norma de las artes está al alcance de todo hombre; y la observación pausada de las cosas más comunes, a veces de las más mezquinas, de la naturaleza proporcionará las luces más verdaderas, mientras que la más grande sagacidad y diligencia que desdeña tal observación ha de dejarnos en la oscuridad o, lo que es peor, confundirnos y engañarnos con luces falsas". Si esto resultara ser cierto — y ciertamente parece merecer nuestra aprobación — podría presagiar un peligro inmediato para los intereses creados de la crítica literaria, pero se escribió hace cien años; y probablemente tengamos la "sagacidad y diligencia que desdeña la observación" de la naturaleza durante un período suficiente para dar a la mayoría de los críticos tiempo para

aprender algún oficio más útil que el de la crítica tal como la ejercen. A pesar de todo, tengo la esperanza de que la era comunitaria en el gusto anunciada por Burke se está acercando, y que ello sucederá durante las vidas de los hombres ahora intimidados por la estúpida y antigua falsa creencia de que la literatura y el arte son algo distinto de la expresión de la vida, y que han de evaluarse por un criterio diferente de su fidelidad a aquélla. Se acerca la época, espero, en que todos los autores y artistas nuevos se considerarán, no en su relación con cualquier otro autor o artista, sino en su relación con la naturaleza humana, conocida por todos nosotros, la cual él tiene el privilegio y el sagrado deber de interpretar. "El verdadero criterio del artista está al alcance de todo hombre" ahora, como dice Burke; "la luz de la piazza" de Miguel Ángel, la mirada del ojo normal, es, y lo fue siempre, la mejor luz para una estatua; "los muchachos y los mirlos" de Goethe han sido en todas las épocas los auténticos especialistas en bayas; pero hasta ahora la mayoría de los hombres normales han tenido miedo a aplicar su propia simplicidad, naturalidad, y franqueza a la apreciación de lo bello. Han buscado siempre la instrucción de alguien que afirmase saber más, y que convirtiera el sano sentido común en la falta de confianza en uno mismo que acaba en la sofisticación. Por lo general han sucumbido ante los peores de esta especie perniciosa, y han sido "confundidos y engañados" (¡qué bonito es ese significado antiguo y pintoresco de "amuse"!) "por las falsas luces" de la vanidad y el fariseísmo de la crítica. Se les ha enseñado a comparar lo que ven y lo que leen, no con las cosas que han observado y conocido, sino con las que ha hecho otro artista o escritor. Y sobre todo si ellos mismos tienen un impulso artístico en cualquier dirección, se les enseña a basarse, no en la vida, sino en los maestros que llegaron a serlo por basarse a su vez en la vida. Las semillas de la muerte están sembradas en ellos, y únicamente pueden producir lo mortinato, lo académico. No se les dice que lleven su obra a la plaza pública para ver si le parece auténtica al que casualmente pasa por allí, sino que la evalúen según la obra de justo aquellos hombres que rechazaron y desacreditaron cualquier otro criterio para la suya. Al joven escritor que se propone dar cuenta del habla y de los comportamientos de la vida cotidiana, que intenta decir

exactamente cómo ha oído hablar a los hombres y con qué aspecto les ha visto, se le hace sentir culpable de algo bajo e indigno por parte de la gente estúpida que querría que mostrase cómo hablaban o qué aspecto tenían los hombres de Shakespeare, o los de Scott, o los de Thackeray, o los de Balzac, o los de Hawthorne, o los de Dickens; se le manda idealizar a sus personajes, o sea, privarlos de verosimilitud, y hacerlos parecer personajes de ficción. Se dirigen a él con el espíritu de la maldita pedantería en que el saber, mucho o poco, acaba degenerando cuando se distancia y se separa de la experiencia en una actitud de imaginaria superioridad, y que le diría al científico con la misma confianza: "Veo que estás observando un saltamontes que has encontrado en la hierba, y supongo que te propones describirlo. No pierdas el tiempo ni peques de esa forma contra la cultura. Yo tengo aquí un saltamontes que ha sido producido con enorme esfuerzo y coste a partir del saltamontes en general; de hecho, es un tipo. Está hecho de alambre y cartón, muy bien pintado en un color convencional, y es totalmente indestructible. No se parece mucho a un saltamontes real, pero es mucho más bonito, y ha servido para representar la noción de un saltamontes desde que el hombre salió de la barbarie. Puedes tacharlo de artificial. Bien, es artificial; pero es ideal también; y lo que quieres hacer es cultivar el ideal. Encontrarás los libros llenos de mi clase de saltamontes, y apenas un rastro de la tuya en cualquiera de ellos. Lo que te propones hacer es corriente; pero si dices que no es corriente, justamente porque no se ha hecho antes, tendrás que admitir que es fotográfico". Como decía, espero que llegue el día en que no sólo el artista, sino también el hombre común y ordinario, que siempre "tiene el criterio de las artes a su alcance", tenga también el coraje de aplicarlo, y rechace el saltamontes ideal dondequiera que lo encuentre, en la ciencia, en la literatura, en el arte, porque no es "sencillo, natural y sincero", porque no es como un saltamontes real. Pero reconozco que pienso que está todavía lejano el día, y que la gente que ha sido criada con el saltamontes ideal, el saltamontes heroico, el saltamontes pasional, el viejo saltamontes romántico de cartón, egoísta y aventurero, habrá de morir antes de que el saltamontes sencillo, sincero y natural pueda tener el campo libre. No tengo prisa por conseguir el final de esta buena

gente, que me resulta, en el ínterin, muy divertida. Es encantador encontrarse con uno de ellos, sea en letra impresa o no — alguna dulce señora mayor o algún excelente caballero cuya juventud pació en la literatura de hace treinta o cuarenta años — y observar la fe con la que proclaman sus autores favoritos como si fuesen toda la ley de Moisés y los profetas. Generalmente han leído poco o nada desde entonces o, si lo han hecho, lo han evaluado según un criterio tomado de estos autores, y nunca han soñado con juzgarlo según la naturaleza; carecen de la documentación en el caso de los escritores posteriores; suponen que Balzac fue el comienzo del realismo, y que Zola constituye su escandaloso final; son unos completos ignorantes, pero están dispuestos a hacerte callar, si estás en desacuerdo con ellos, con una presunción de conocimiento suficiente para cualquier ocasión. El horror y el resentimiento con que acogen cualquier cuestionamiento de sus santos literarios son genuinos; de repente te sitúas muy abajo en la escala moral y social, y cualquier cosa que no sea una personalidad ofensiva es demasiado buena para ti; se te hace saber que eres una persona a evitar, y degradada a una posición inferior incluso a aquella a la que habías naturalmente descendido. No hemos de culpar a estas personas respetables; forma parte de su misión intelectual el representar la petrificación del gusto, y el preservar una imagen de un mundo más pequeño, más crudo y más vacío que aquél en el que ahora vivimos, un mundo que buscaba a tientas lo sencillo, lo natural y lo sincero, pero que se encontraba muy "confundido y engañado" por luces que ahora ya no se confunden con lumbreras celestiales. Pertenecen a una época a punto de extinguirse, en la que ciertos autores eran considerados autoridades en ciertos géneros, y había que aceptarlos en su totalidad sin cuestionarlos en ningún detalle. Ahora estamos empezando a ver y a decir que ningún autor es una autoridad excepto en aquellos momentos en que acercó el oído a los labios de la Naturaleza y captó su mismo acento. Tales momentos no son una constante en ningún autor del pasado; son, más bien, raros en todos ellos. Por lo tanto no me da miedo decir ahora que los más grandes clásicos no son a veces en absoluto grandes, y que podemos beneficiarnos de ellos sólo si les sometemos, igual que a nuestros peores contemporáneos, a un

análisis estricto, y verificamos sus obras según el criterio artístico que todos tenemos en nuestro poder: lo sencillo, lo natural, y lo sincero. Esas buenas gentes, esos números atrasados curiosos e interesantes, si bien un tanto mohosos, necesitan tener siempre un héroe, algún tipo de ídolo, y resulta divertido constatar que Balzac, que sufrió un desprecio y un odio tan amargos por su realismo cuando estaba vivo a manos de los de esa mentalidad, se ha convertido ahora a su vez en un fetiche, para ser agitado delante de las narices de los que rehusan adorarlo ciegamente. Pero esto no es nuevo en la historia de la literatura: cualquier cosa consolidada es sagrada para los que no piensan. A comienzos de siglo, cuando el romance mantenía con el clasicismo decadente la misma lucha que el realismo mantiene hoy contra el romanticismo decadente, el poeta italiano Monti declaraba que "lo romántico era la fría tumba de lo Bello", justo lo que se le achaca ahora a lo realista. Lo romántico de entonces y lo real de hoy son en cierto modo lo mismo. El Romanticismo se proponía entonces, igual que el realismo ahora, ampliar los límites de la simpatía, derribar todas las barreras erigidas contra la libertad estética, escapar de la parálisis de la tradición. Se agotó en este empeño; y el realismo heredó la tarea de afirmar que la fidelidad a la experiencia y la verosimilitud en la motivación son características esenciales de una gran literatura imaginativa. No es una teoría nueva, pero nunca antes había caracterizado el empeño literario de forma generalizada. Cuando el realismo sea falso para consigo mismo, cuando se limite a la mera acumulación de hechos, y retrate la vida en vez de interpretarla, el realismo perecerá también. Todo realista auténtico sabe esto por instinto, y esa es quizá la razón por la que tiene mucho cuidado con cada hecho, y se siente obligado a expresar o a indicar su significado, aún corriendo el riesgo de moralizar en exceso. En la vida no encuentra nada insignificante; todo es revelador del destino y del carácter; nada de lo que Dios ha hecho es despreciable. No puede observar la vida humana y declarar esta o aquella cosa indigna de atención, igual que el científico no puede considerar ningún hecho del mundo material indigno de su estudio. Siente en cada nervio la igualdad de las cosas y la unidad de los hombres; su alma se exalta, no con ostentaciones vanas ni

con sombras e ideales, sino con realidades, las únicas en las que reside la verdad. En la crítica su obligación consiste en destruir las imágenes de los dioses falsos y los héroes deformados, retirar los juguetes malos y ridículos con los que muchos mayores querrían todavía jugar. No puede ser amigo de Jack el Matagigantes o del Gato con Botas, bajo ninguna denominación y en ningún lugar, incluso cuando reaparecen como el convicto Vautrec, o el Marqués de Montrivaut, o los Doce Nobles Juramentados. Debe decirse a sí mismo que Balzac, cuando imaginó estos monstruos, no era Balzac, era Dumas; no era realista, sino romántico. III Dicho crítico no va a ser menos respetuoso con las buenas obras de Balzac por desdeñar las malas. Con facilidad explicará éstas achacándolas a razones históricas, y cuando las haya reconocido, no se preocupará más por ellas. En su opinión ningún hombre viviente es un tipo, sino un personaje; unas veces noble, otras innoble; unas veces grande, otras pequeño; complejo, lleno de vicisitudes. Tal crítico no contará con que Balzac sea siempre Balzac, y quizás se sienta incluso más inclinado al estudio de aquél cuando estaba intentando ser Balzac que cuando ya lo había conseguido. En César Birotteau, por ejemplo, tendrá interés en observar cómo Balzac estaba situado al comienzo de las grandes cosas que han sucedido después de él en la ficción. Hay un extraño parecido entre su trabajo en esta obra y el de Nikolái Gógol en Las almas muertas, que sirve para ilustrar la simultaneidad del movimiento literario en hombres de civilizaciones y circunstancias tan alejadas entre sí. Ambos representan a los personajes con el toque de exageración que tipifica; pero al concluir su relato, Balzac emplea una bondad desconocida para el ruso, y casi tan universal y oportuna como aquella que alegra las vicisitudes de los buenos en El vicario de Wakefield. No es suficiente con haber rehabilitado a Birotteau monetaria y socialmente; tiene que hacerlo morir de manera triunfal, espectacular, de una oportuna hemorragia, durante las fiestas que celebran la recuperación de su vieja casa. Antes de ocurrir esto, la naturaleza humana se ha visto forzada a contribuir

a diestro y siniestro con actos de generosidad para con el honrado arruinado; incluso el rey le envía seis mil francos. Es muy bonito; es conmovedor, y pone un nudo en la garganta del lector; pero es demasiado, y uno se da cuenta de que Balzac vivió demasiado pronto para poder beneficiarse de Balzac. Los escritores posteriores, sobre todo los rusos, han sabido abstenerse de los excesos del análisis, prescindir de los epítetos descriptivos y empalagosos que se repiten sin fuerza, dejar que los personajes se definan a sí mismos. Todo esto no quiere decir que César Birotteau no sea un relato bello y patético, lleno de conocimiento humano sagazmente considerado, y de un buen arte que lucha por liberarse de la inseguridad, Pero sí quiere decir que Balzac, cuando lo escribió, estaba soportando el peso de las mismas tradiciones que él mismo ayudó a la ficción a superar. Se sentía obligado a construir una trama mecánica, a sobrecargar los personajes, a moralizar abiertamente y sin tapujos; se permitía "simpatizar" con algunos de sus personajes, y señalar a otros para que sus lectores los detestasen. Esto no es tan malo en él como habría sido en un novelista de nuestra época. Es sencillamente primitivo e inevitable, y no hemos de juzgarle por este criterio. IV En los comienzos de cualquier arte incluso el trabajador más dotado ha de ser crudo en sus métodos, y deberíamos tener esto siempre presente cuando pasamos, por ejemplo, de los ciegos adoradores de Scott al propio Scott, y reconocemos que a menudo escribía un estilo engorroso y difuso; que era aburridamente analítico en donde el novelista moderno es dramático, y desarrollaba sus personajes mediante explicaciones prolijas y comentario; que, excepto en el caso de los personajes de clase baja, los hacía hablar como rara vez el hombre y nunca la mujer hablaron; que era fastidiosamente descriptivo; que en las ocasiones más simples recorría alrededor de media milla para expresar un pensamiento que se podía expresar en diez pasos; y que tenía tan poca confianza en la intuición de sus lectores que tendía a reiterar machaconamente sus llamadas a éstos. Probablemente tenía razón: la generación para la que escribió era

más lerda que ésta; más torpe, sin educación estética e, incluso en la madurez, menos consciente de una intención artística que los niños de hoy. Todo esto no quiere decir que Scott no fuese un gran hombre; fue un gran hombre, y un grandísimo novelista en comparación con los novelistas que le precedieron. Todavía puede caer en gracia a los jóvenes, pero a éstos habría que mostrarles qué falso es y qué equivocado está a menudo, con sus ideales medievales, su Jacobitismo ciego, su intensa devoción por la aristocracia y la realeza; su conformidad con la división de los hombres en nobles e innobles, patricios y plebeyos, soberanos y subditos, como si ello fuera la ley divina; por todo lo cual, en efecto, no ha de ser considerado culpable como si fuera uno de nuestros contemporáneos. Algo de esto es verdad en el caso de otro maestro, más grande que Scott por ser menos romántico, e inferior por ser más alemán, es decir, el mismísimo gran Goethe. Este nos enseñó, en novelas por lo demás ahora anticuadas, y siempre llenas de tosquedad alemana, que seguir y completar la trayectoria vital de los personajes, a los que él a menudo permitía aparecer y desaparecer en nuestro conocimiento como lo hace la gente en el mundo real, era una traición al buen arte, que no es nunca nada más que el reflejo de la vida. Esta es una lección por la que los escritores susceptibles de beneficiarse de ella no pueden estar nunca suficientemente agradecidos; y es asimismo un regalo para los lectores; pero poco más hay en la construcción de las novelas de Goethe que se adelante a su época; ésta sigue siendo casi la única contribución de aquéllas a la ciencia de la ficción. En algunas de sus características son muy primitivas, y combinan una reposada y profunda visión con una divertida incapacidad para la dramatización. "Wilhelm se retiró a su habitación, y dio rienda suelta a las siguientes reflexiones", es una modalidad de análisis que no se practicaría hoy en día; y todo ese derroche fantasioso de nomenclatura en Wilhelm Meister resulta muy gracioso por lo sentimental y poco convincente que es. Las aventuras con ladrones parecen sueños inducidos por libros de caballería, y la tendencia a la alegorización le parece a uno una tentativa por parte del autor de escapar de las irrealidades que él debe de haber sentido con preocupación, tratándose de un alemán. Mezcladas con las sombras y las ilusiones encontramos gentes honradas, sanas y ordinarias, que

dan la impresión de vagar sin hogar entre aquéllas, sin rumbo fijo; y las brumas están llenas de una luminosidad que, a pesar de aquéllas, reconocemos como sentido común y poesía. Lo que es útil en cualquier análisis de los métodos de Goethe es el reconocimiento del hecho, que dicho estudio ha de traer consigo, de que el maestro más grande no puede producir una obra maestra de una nueva modalidad. La novela era un invento tan reciente en la época de Goethe que, incluso en sus manos, estaba llena de los defectos del trabajo del aprendiz. V De hecho, un gran maestro puede pecar de muchas maneras contra la "modestia de la naturaleza", y yo he percibido esto con pesar al leer el romance — la obra no es merecedora del nombre de novela — de Balzac Le Pére Goriot, que está lleno de un desasosiego febril, totalmente ajeno al arte sano. Después de la ambientación exquisitamente cuidadosa y verdadera de su relato en la vieja pensión, Balzac llena el escenario con figuras que se mueven al son de las exageradas pasiones y motivaciones del teatro. No podemos tener un cínico razonablemente malo, desagradable, egoísta; ha de ser un villano horripilante de melodrama, un convicto disfrazado, con una vasta organización criminal bajo su mando, y "Teñido de un rojo tan vivo" en hechos e intenciones que con su mirada feroz ilumina las caras de los horrorizados espectadores. Un padre que siente cariño por hijos indignos, y que lleva una vida de abnegación por ellos, algo patéticamente probable, no es suficiente; ha de haber un viejo chocho y tembloroso, deseoso de promover incluso las relaciones amorosas de sus hijas para proporcionarles felicidad y enseñar la sublimidad del instinto paternal. No es suficiente con que el héroe sea un joven egoísta, con impulsos alternos de avaricia y generosidad; ha de proponerse, sin que ello sea necesario, llevar una vida de esplendor inicuo, y sólo será apartado de ella por los obstáculos más devastadores. Puede aducirse que sin tales personajes no podría hacerse la trama;

pero tanto peor para la trama. Una trama semejante no tenía por qué existir; y mientras se imaginen acciones tan antinaturales, no habrá maestría capaz de salvar la ficción del desprecio de aquéllos que realmente se preocupan por ella. A Balzac puede perdonársele, no sólo porque en su mejor vena nos proporcionó biografías como la de Eugénie Grandet, sino también porque escribió en una época en la que la ficción estaba todavía empezando a verificar la exterioridad de la vida, a retratar fielmente el exterior de los hombres y las cosas. Todavía se sostenía que para interesar al lector los personajes habían de estar movidos por los viejos ideales románticos; nos faltaba por aprender que los "héroes" y las "heroínas" existían a nuestro alrededor, y que estos seres anómalos necesitaban únicamente ser descubiertos debajo de sus variados y humildes disfraces, y que entonces veríamos personas ordinarias movidas por el delicioso frenesí de las criaturas de los poetas. A muy pocos excepto los críticos, que tienen tendencia a ir con bastante retraso, hay que decirles hoy qué errónea era esa idea. Algunos de estos pobres individuos, sin embargo, sostienen todavía que así habría de hacerse, y que los sentimientos y las motivaciones humanas, tal como Dios los hizo y los hombres los conocen, no son lo suficientemente buenos para los lectores de novelas. Esto es más lógico de lo que pudiera parecer a primera vista. Cuando no son viejos osificados en la tradición, los críticos — y al hablar de ellos uno siempre se excluye modestamente por alguna razón — son generalmente gente joven, y los jóvenes son necesariamente conservadores en sus gustos y teorías. Tienen los gustos y las teorías de sus maestros, que quizás captaron la verdad de su tiempo, pero cuya vida rutinaria ha transcurrido ajena a cualquier otra verdad. Es probable que no haya ninguna cátedra de literatura en este país desde la que no se denuncien los principios que hoy conforman la expresión literaria de todos los pueblos civilizados, confundiéndolos con ciertas novelas francesas reprensibles, o que enseñe a los jóvenes algo del impulso universal que nos ha dado no sólo la obra de Zola, sino también la de Turgenev y Tolstói en Rusia, la de Bjórnson e Ibsen en Noruega, la de Valdés y Galdós en España, la de Verga en Italia. Hasta que estos críticos jóvenes hayan aprendido a pensar y a escribir por sí mismos, seguirán exhalando un suspiro, cada

vez más rutinario, por la verdad tal como aparecía en Sir Walter, en Dickens y en Hawthorne. Pronto habrán cambiado todos; habrán visto la nueva verdad en un grado cada vez mayor; y cuando se haya convertido en la vieja verdad, quizás la vean en su totalidad. VI Entretanto el promedio de la crítica no es enteramente malo entre nosotros. Claro que el crítico aparece a veces revestido de la panoplia de los salvajes a los que hemos suplantado en este continente; y cuesta creer que su uso del tomahawk y del cuchillo de cortar cabellereas sea una modalidad de cirugía conservadora. Todavía concibe su oficio como la obligación de atacar con injurias a los que disienten de él en cuestiones de gusto u opinión; de ser descortés con los que no le gustan, de herirlos como prueba de su superioridad. Con demasiada frecuencia tiene la idea errónea de que una cosa es buena porque a él le gusta, y de que una cosa es mala porque a él le disgusta; con toda probabilidad es justo lo contrario, pero a él le resta todavía una distancia infinita para saber que en cuestiones de gusto su preferencia personal tiene muy poco que ver. A menudo no tiene principio alguno, sino sólo un surtido de predisposiciones a favor y en contra; y este individuo por lo demás perfecto es a veces tan insincero que roza la falsedad. Parece que no le importa mentir acerca de la posición de cualquiera con quien él supone que está en desacuerdo, para después atacarle por lo que nunca dijo, ni siquiera insinuó; el crítico piensa que esto es divertido, y no parece sospechar que es inmoral. No es tolerante; cree que ser intolerante es una virtud; le cuesta entender que una misma cosa puede ser admirable en una ocasión y deplorable en otra; y que su tarea consiste realmente en clasificar y analizar los frutos de la mente humana de forma muy similar a como el naturalista clasifica los objetos de su estudio, más que alabarlos o culparlos; que hay algo igual de absurdo en su acción de pisotear un poema, una novela, o un ensayo que no le agrada que en el caso del botanista que pisotea una planta porque no la encuentra bonita. No se da cuenta de que su tarea consiste más bien en identificar la especie para después explicar cómo y en qué aspectos el espécimen es imperfecto e

irregular. Si alguna vez alcanzase esta sencilla noción de su deber, su compañía sería mucho más agradable, y sería un miembro más útil de la sociedad; sin embargo, espero no estar diciendo todavía que no sea extremadamente encantador tal como es, y absolutamente indispensable. Es en verdad más ignorante que malévolo; y teniendo en cuenta las difíciles condiciones en las que trabaja, la necesidad de escribir deprisa a partir de una observación imperfecta de muchísimos más libros, y sobre temas mucho más variados, de los que puede incluso aspirar a leer, el crítico americano medio — el crítico normal y corriente que vive de su oficio, por así decirlo — tiene un nivel muy bueno. Considerado colectivamente, es más que esto; puesto que el efecto conjunto de nuestra crítica es la apreciación bastante exhaustiva de cualquier libro que se le presente. VIII Nuestra crítica resulta mutilada por la resistencia del crítico a aprender del autor, y su disposición a dudar de él. Un autor pasa toda la vida preparándose para un determinado tipo de labor; el crítico no pregunta por qué, o si la labor es buena o mala, pero si no le gusta ese tipo de labor, manda al escritor que la deje y se dedique a otra cosa — normalmente la cosa que ya se ha hecho, y de forma reiterada. Si alguna vez lograra entender que el hombre que ha escrito el libro que a él no le gusta, probablemente sabe infinitamente más que nadie sobre esa clase de libro y sobre su propia capacidad para hacerlo, el crítico podría aprender algo, y podría ayudar al lector a aprender; pero al ponerse en una posición falsa, una posición de superioridad, no resulta útil. Debería, en primer lugar, rezar para adquirir humildad, y sobre todo suplicar a los dioses que le protejan de la esterilidad de la arrogancia y de la inercia del desprecio, pues de éstas no puede surgir nada. No puede dar por supuesto que un autor le ha ofendido al escribir la clase de libro que a él no le gusta; servirá mucho mejor al lector si trata de descubrir si no sería mejor que les gustase a ambos. Que conciba al autor no como alguien que de algún modo está siendo juzgado por él, sino como un reflejo de este o aquel aspecto de la vida, y así no sentirá la tentación de intimidarlo o tiranizarlo.

El crítico no tiene por qué ser descortés ni siquiera con el autor más joven y más débil. Un poco, o un mucho, de cortesía, una percepción constante del hecho de que un libro no es un delito, una adecuada dignidad que debe prohibir al hombre civilizado el placer salvaje de herir, es lo que yo le pediría a nuestra crítica, como algo que acrecentará acertadamente su brillo actual. IX Quisiera que mis colegas críticos se preguntaran para qué están realmente en el mundo. No están, aparentemente, para mucho, porque su única razón de ser es que otras personas han existido antes. El crítico existe porque existió antes el autor. Si no apareciesen los libros, el crítico habría de desaparecer, como el pobre áfido o la humilde oruga privados de vegetación. Estos dos insectos pueden creer que tienen algo que ver con la creación de la vegetación; y el crítico puede creer que tiene algo que ver con la creación de la literatura; pero un mínimo razonamiento debería convencer por igual al áfido, a la oruga y al crítico de que están equivocados. El crítico — dejando aparte los otros — debe darse cuenta, si se cuestiona a sí mismo con más detenimiento, de que su función consiste fundamentalmente en indagar hechos y características de la literatura, no en inventarlos o denunciarlos; en descubrir principios, no en establecerlos; en informar, no en crear. Es mucho más fácil decir que te gusta esto o que no te gusta aquello, que decir por qué una cosa existe, o de dónde procede otra, tanto que muchos críticos prósperos se quedarán sin trabajo si se impone el método científico, porque entonces el crítico tendrá que conocer algo más aparte de su propia mente, que a menudo no es más que un campo estrecho. Tendrá que saber algo de las leyes de esa otra mente, y de su historia genérica. La historia de toda la literatura muestra que, incluso en el caso del autor más joven y débil, la crítica es totalmente impotente a la hora de combatir su deseo de hacer su trabajo a su manera; y si es así en el caso de la leña verde, ¡cuanto más en el de la seca! El sentimental ha llegado a pensar que la crítica, si no puede curar, puede al menos matar, y durante mucho tiempo se alegó el caso de Keats como prueba de la eficacia de aquélla en esta

línea. Pero la crítica ni curó ni mató a Keats, como todos sabemos muy bien ahora. Sin duda que le lastimó, le hirió cruelmente; y el crítico siempre tiene la posibilidad de causar dolor al autor — el crítico más mezquino al autor más grande — porque nadie puede evitar ser sensible a una grosería. Pero todos los movimientos literarios han soportado una oposición violenta en sus inicios, y sin embargo no se han visto nunca frenados lo más mínimo, o detenidos, por la crítica; todos los autores han sido condenados por sus virtudes, pero de ningún modo la crítica les ha hecho cambiar. Al principio leen a los críticos; pero como pronto se dan cuenta de que únicamente ellos se hacen o se echan a perder a sí mismos, y de que los críticos no tienen nada que enseñarles, la mayoría de las veces los autores dejan de leerlos, aunque siempre se alegren de la amabilidad de aquéllos o se sientan apenados por su severidad cuando se topan con ella. Esta, creo yo, es la experiencia general, modificada, por supesto, por las excepciones. ¿No tenemos, entonces, los críticos ninguna utilidad? No me gustaría pensar eso, aunque aún no me siento muy capaz de decir para qué servimos. Más de un pensador juicioso tiende actualmente a sospechar que en lo estético o específico no tenemos utilidad, y que sólo somos útiles desde el punto de vista histórico; que podemos instaurar leyes, pero no hacerlas cumplir. No estoy del todo dispuesto a admitir que la crítica estética sea inútil, aunque en vista de su futilidad en cualquier caso concreto es difícil negar que lo sea. Ciertamente parece tan ineficaz cuando se refiere a un libro que se gana las simpatías populares, y continúa prosperando a pesar de ser condenado por los mejores críticos, como cuando se trata de un libro que por lo general no gusta, y que ningún apoyo crítico puede convertir en aceptable. Este fenómeno es tan común que me maravillo de que nunca hasta el momento haya dado a entender a la crítica que su punto de vista estaba totalmente equivocado, y que era realmente necesario juzgar los libros no como cosas muertas, sino como cosas vivas — cosas que tienen una influencia y un poder sin relación con la belleza y la sabiduría, y sencillamente como expresiones de la realidad en el pensamiento y el sentimiento. Puede que la crítica tenga un efecto cumulativo y decisivo; puede que tenga algún efecto beneficioso que no conocemos. Parece ser

que no afecta directamente al autor, pero puede alcanzarle a través del lector. Puede en algunos casos aumentar o disminuir por un tiempo el número de lectores, hasta que el autor haya medido exhaustivamente y puesto a prueba sus propios poderes. Si la crítica va a influir de alguna manera en la literatura, ha de ser a través de los autores que acaban de dejar la línea de salida, y que están razonablemente inseguros del resultado de la carrera, y no en el caso de aquéllos que la han ganado una y otra vez a su manera. Dudo que la crítica pueda hacer más que eso; pero si puede hacer eso admitiré que puede ser el sapo de la adversidad, feo y venenoso, de cuya desagradable frente el autor ha de sacar la valiosa joya de la fama duradera. Empleo esta figura con toda humildad, y suplico a los de nuestra cofradía que nos preguntemos, sin rencor u ofensa, si estoy en lo cierto o no. En esta búsqueda hagamos acopio de toda la modestia, franqueza e imparcialidad que podamos; porque si llegásemos a hallar una buena razón para seguir existiendo, estas cualidades nos serán más útiles que ninguna otra a la hora de analizar la obra de gente que realmente produce algo bueno. XI Me gustan mucho las opiniones del Canónigo Farrar sobre la crítica literaria, quizás porque cuando las leí las encontré tan parecidas a las mías, ya publicadas. El le dice a los críticos que "no son de ninguna manera los legisladores de la literatura, incluso apenas sus jueces y policía"; y les recuerda el dicho de Ruskin según el cual "un mal crítico es probablemente la persona más perjudicial del mundo", aunque la percepción de su importancia en relación con la totalidad de la vida quizás exoneraría a los peores de ellos de esta culpabilidad extrema. Un mal crítico es una cosa mala donde las haya, pero, después de todo, su maldad no va muy lejos. De no ser así serían fundamentalmente los libros convencionales, y no los originales, los que sobrevivirían; puesto que el censor que se cree un legislador puede legislar únicamente para la mente imitativa y nunca para la creativa. La crítica ha condenado todo lo que, de vez en cuando, había de fresco y vital en la literatura; ha combatido siempre la buena obra nueva en beneficio de la vieja

obra buena; siempre ha promovido y alentado lo insípido, lo gastado y lo negativo. Sin embargo por regla general lo que ha sobrevivido en la literatura es lo natural, lo original, y lo positivo. Por el contrario, si la mala crítica fuese la cosa más perjudicial del mundo, en el sentido pleno de las palabras, habría sobrevivido lo insípido, lo gastado, y lo negativo. La mala crítica es lo suficientemente perjudicial, sin embargo; y yo pienso que mucha, por no decir la mayor parte, de la crítica actual según se practica entre los ingleses y los americanos es mala, está basada en falsos principios, y condicionada por el mal. Está basada en principios falsos porque carece de principios; y está condicionada por el mal porque es casi toda anónima. En el mejor de los casos sus opiniones no son conclusiones extraídas de ciertos principios fácilmente verificables, sino la consecuencia de la adoración de ciertos modelos. Estos son para el caso totalmente inservibles, ya que lo natural es que la mente original no se ajuste a modelos; tiene su norma en sí misma; puede funcionar sólo a su manera, y según sus propias leyes. La crítica no pregunta si una obra es fiel a la vida, sino que tácita o explícitamente la compara con modelos, y la analiza en relación con ellos. Si el arte literario viajase por la senda indicada por la crítica, recorrería un círculo vicioso, y no llegaría más allá del punto de partida. Y, sin embargo, esta es la ruta que la crítica ha de prescribir cuando intenta dar leyes. Al ser ella misma artificial, sólo puede concebir lo original como anómalo. Si quiere ser útil a la literatura, tiene que reformular completamente su función. Ha de limitarla a la labor de observar, hacer constar y comparar; al análisis del material que tiene delante, y a la sintetización posterior de sus impresiones. Incluso así, no es exagerado decir que la literatura en cuanto arte podría seguir adelante perfectamente sin ella. Si no existiese una cosa llamada crítica en el mundo literario, se escribiría exactamente el mismo número de buenas, y también de malas, novelas, poemas, obras de teatro, ensayos, y cuentos. Pero falta mucho para que la crítica deje de creerse una fuerza con capacidad de control, de tener ínfulas de dominio, y de emitir decretos. Tal como existe es mayormente un perjuicio, aunque no el perjuicio más grave; pero puede mejorar muchísimo su carácter y ablandar su talante con la abolición total del anonimato.

Creo que sería sensato decir que en ningún otro orden de la vida la sociedad civilizada permite tanta brutalidad como en la crítica de la literatura y de las artes. El Canónigo Farrar tiene toda la razón al reprochar a la crítica literaria su falta de franqueza al juzgar a un autor sin tener en cuenta sus intenciones, la persecución de ciertos autores por despecho y prejuicios, y por la simple costumbre; el tergiversar un libro mediante la cita de una frase o pasaje fuera de contexto; el convertir erratas y expresiones poco cuidadas en defectos importantes; el injuriar a un autor por sus opiniones; el regirse por móviles infames y personales. Todo autor con experiencia sabe que ciertas revistas de crítica van a condenar su obra sin tener en cuenta su calidad, incluso si nunca ha tenido la suerte de enterarse, como un autor al que se lo dijo un crítico arrepentido, de que en una revista que afirma tener gusto literario sus libros se repartían para ser reseñados con la advertencia: "recuerda que el Clarion se opone a los libros de Fulano de Tal". Cualquier autor tiene suerte si logra escapar sin escarnio personal; del desprecio y la impertinencia como autor no escapará ninguno. La conclusión final parece ser que al hombre, o incluso la mujer joven, al que se le da una pistola, y se le dice que le dispare a algún transeúnte desde detrás de un seto, se le coloca ante una tentación casi insuperable para la naturaleza humana. XIII En resumidas cuentas, yo suplicaría a los críticos literarios de nuestro país que desechasen la perniciosa idea de que son esenciales para el progreso de la literatura, como vanidosamente se han imaginado. El Canónigo Farrar confiesa que a pesar de tener los mayores deseos del mundo de beneficiarse de las muchas críticas de sus libros, nunca ha sacado absolutamente nada de provecho de ninguna de ellas; y esta es prácticamente la experiencia universal de los escritores. No siempre tienen la culpa los críticos. Algunas veces éstos tratan un libro con honradez y justicia, y no tan a menudo lo tratan de forma proporcionada. Pero al escribir un libro, si se trata de un buen libro, el autor ha aprendido todo lo que se puede saber de él, así como todos sus puntos fuertes y débiles, con mucha más exactitud de la que

cualquier otra persona es capaz. Ha aprendido a hacerlo mejor que bien en el futuro; pero si su libro es malo, no se le puede enseñar nada acerca de él desde fuera. El libro perecerá; y si no tiene en su ser la raíz de la literatura, perecerá él como escritor también. Pero ¿qué es, entonces, lo que proporciona la tendencia en el arte? ¿Qué es lo que hace que a la gente le guste esto en una época, y aquello en otra? Sobre todo, ¿qué es lo que hace que una moda mejor cambie a una peor?; ¿cómo puede llegar a preferirse lo feo a lo bello?; en otras palabras, ¿cómo puede deteriorarse el arte? Esta cuestión se me planteó recientemente en relación con la novela inglesa y su forma, o mejor dicho su falta de forma. Así, por ejemplo, ¿cómo podía la gente que una vez había conocido la verdad sencilla, la refinada perfección de la señorita Austen, disfrutar de algo menos refinado y menos perfecto? Con el ejemplo de aquélla ante ellos, ¿por qué los novelistas ingleses no habrán continuado escribiendo siempre sencilla, sincera y artísticamente? Uno pensaría que les hubiera resultado imposible hacerlo de otro modo, si no recordase, por ejemplo, la conducta lamentable de los actores que siguen al señor Jefferson, así como la teatralidad de aquéllos en la misma presencia de la bella naturalidad de éste. Esa sencillez es muy difícil, y no hay nada más difícil que ser sincero, como ha de saber el lector, si alguna vez por casualidad lo ha intentado. "El gran ¡guau! lo puedo hacer yo mismo, como cualquier otro", dijo Scott, pero éste reconocía que no poseía el toque exquisito de la señorita Austen; y parece que ciertamente les ha sido negado en mayor o menor medida a todos los sucesores de ésta. Pero aunque la lectura y la escritura vienen dadas por la naturaleza, como dijo acertadamente Dogberry, el gusto por ellas puede cultivarse, o una vez cultivado, puede preservarse; y ¿por qué no ocurrió así entre aquellos pobres isleños? Uno no pregunta tales cosas para pasar el trabajo de contestarlas uno mismo, sino con la esperanza de que alguna otra persona se tome la molestia de hacerlo, y yo me propongo ser más bien un socio silencioso en el empeño, que voy a dejar principalmente al señor Armando Palacio Valdés. Este autor encantador sólo podrá, sin embargo, contestar a mi pregunta indirectamente a partir del ensayo sobre la ficción con el

que prologa una de sus novelas, el encantador relato de La hermana San Sulpicio, y me va a costar un poco ajustar sus dichos a mis casos concretos. Es un ensayo con el que yo querría que todo el mundo que se proponga leer, o incluso escribir, una novela, se familiarizase; porque contiene algunas de las cosas mejores y más claras que se han dicho sobre el arte de la novela en una época en la que casi todos los que lo practican se han puesto a hablar de él. El señor Valdés es un realista, pero un realista que sigue su propia concepción del realismo; y tiene algunas palabras de justo reproche para los naturalistas franceses, a los que encuentra innecesariamente desagradables, y sospecha que a veces lo son incluso interesadamente. Ve la enorme diferencia que existe entre este naturalismo y el realismo de los ingleses y los españoles; y va un poco más lejos de lo que yo quisiera al condenarlo. "El naturalismo francés no representa más que un momento y una parte insignificante de la vida... [la literatura naturalista] está caracterizada por la tristeza y por cierta limitación. El prototipo de tal literatura es la Madame Bovary de Flaubert. Soy admirador de este novelista, y de esta novela especialmente, pero muchas veces, pensando en ella, me he dicho: ¡Qué lúgubre sería la literatura si no fuese más que eso! Hay algo de antipático y lúgubre y limitado en ella, como lo hay en la moderna vida francesa"; pero esto me parece a mí justamente la mejor razón posible para su existencia. Yo creo, igual que el señor Valdés, que "la literatura no puede vivir mucho tiempo sin alegría," no por culpa de su estética equivocada, sin embargo, sino porque ninguna civilización puede vivir mucho tiempo sin alegría. La expresión de la vida francesa cambiará cuando cambie la vida francesa; y lo peor del naturalismo francés es mejor que lo mejor del no-naturalismo francés. Como dice acertadamente el señor Valdés, "ninguno termina la lectura de un libro naturalista... sino [...] con un vivo deseo de apartarse" del mundo triste en él representado, "y con un propósito más o menos vago de contribuir a mejorar la suerte y elevar moralmente a los seres abyectos que allí figuran. No es, pues, inmoral en sí el arte naturalista, porque entonces no merecería este nombre; aunque no sea el arte el encargado de predicar moralidad, juzgo, sí, que fundándose en un principio divino y espiritual, como es la idea de

lo bello, tiene que ser moral a la fuerza. Tengo por mucho más inmorales otros libros que, con apariencias de espiritualidad, de algo bello y sublime propio del hombre distinguido, ofrecen en realidad los vicios que nos acercan precisamente a la bestia. Tales son, por ejemplo, las obras de Octavio Feuillet, Arsenio Houssaye, Jorge Ohnet y otros novelistas contemporáneos muy en boga entre las clases elevadas de la sociedad". Pero ¿cuál es esta idea de lo bello en la que se asienta el arte, y por la que éste se hace moral? Dice el señor Valdés: "El hombre de nuestra época quiere saberlo todo y gozarlo todo: lo mismo dirige el objetivo de una poderosa ecuatorial a los espacios celestes donde gravita el infinito de los astros, como aplica el microscopio al infinito de los pequeños, cuyas leyes son idénticas. Su experiencia, unida a la intuición, le ha convencido de que en la Naturaleza no hay grande ni pequeño: todo es igual. Todo es igualmente grande, todo es igualmente justo, porque todo es igualmente divino". Pero la belleza, según explica el señor Valdés, existe en el espíritu humano, y es el efecto bello que aquél recibe del verdadero significado de las cosas; no importa qué cosas son, y la función del artista que siente este efecto consiste en comunicarlo a los demás. Puedo añadir que no hay gozo en el arte que no sea esta percepción del significado de las cosas y su comunicación; cuando uno lo ha sentido, y reflejado en un poema, una sinfonía, una novela, una estatua, un cuadro, un edificio, ha cumplido el propósito para el que nació como artista. El señor Valdés cree que el fundamento del arte es el reflejo de la naturaleza exterior en el espíritu individual. "Decir, pues, que un artista no debe copiar, sino crear, es un contrasentido, porque ni puede copiar de ningún modo, ni puede crear. El que trate de modificar la Naturaleza deliberadamente, demuestra que no ha sentido su belleza, y, por lo tanto, no puede hacerla sentir a los demás. Ese afán pueril de algunos artistas sin genio por ir escogiendo en la Naturaleza, no lo que les parece bello, sino lo que creen que debe parecer bello a los demás, y rechazando lo que puede disgustarles, engendra ordinariamente obras frías y desabridas. Porque, en vez de explorar los campos ilimitados de la realidad, se atienen a las formas ya recreadas por otros artistas que han logrado buen éxito y se fabrican estatuas de estatuas, poemas de poemas, novelas de novelas. Es enteramente falso

que los grandes poetas románticos, simbólicos o clásicos, hayan modificado la Naturaleza; tal cual la expresaron la han sentido, y en este punto de vista son tan realistas como nosotros. De igual modo, si dentro de la corriente realista que nos arrastra existiesen algunos espíritus que la sintiesen de otro modo, al modo romántico o al modo clásico, por ejemplo, no la falsearían expresándola así. Los que la falsean, únicamente, son aquellos que, sin sentir el arte clásico o romántico, se empeñan en ser clásicos o románticos reproduciendo fastidiosamente los modelos de otras edades, y asimismo los que sin participar de este sentimiento de la realidad que hoy domina a la mayor parte, se esfuerzan en parecer realistas sólo por seguir el impulso de la moda". Los pseudorealistas, de hecho, son los más culpables, en mi opinión, puesto que pecan contra los vivos; mientras que aquellos que siguen celebrando las aventuras heroicas del Gato con botas y las salvaciones por un pelo de Pulgarcito, bajo diversos alias, se limitan a mostrar falta de respeto para con los inmortales que han superado estos ruidos. XIV Nuestro amigo español dice que "la causa principal de la decadencia de la literatura contemporánea se funda, a mi entender, en el vicio que se ha denominado gráficamente efectismo, o sea el prurito de despertar a toda costa en el lector emociones vivas y violentas que acrediten la inventiva y la originalidad del escritor. Tal vicio tiene su raíz en la misma naturaleza humana, y más visiblemente en la del artista. Este guarda en su espíritu siempre algo de femenino que le estimula a coquetear con el lector, metiéndole por los ojos aquellas cualidades en que cree sobresalir, como las mujeres se ríen sin motivo para enseñar los dientes cuando los tienen blancos, iguales y menudos, o se levantan el vestido para mostrar el pie, aunque no haya barro en la calle... A lo que a toda costa aspiran hoy muchos escritores es a producir un efecto grande e inmediato, a sentar plaza de genios. Para ello, han aprendido que lo que importa es escribir obras exageradas en cualquier sentido, porque el vulgo no pide que se le haga pensar y sentir

suavemente, sino que se le deslumbre. Y entre el vulgo, desde luego incluyo a una gran parte de los que escriben crítica literaria, que constituyen el vulgo peor, porque pretenden enseñar lo que no saben... Hay un gran número de personas que suponen que la muestra más gallarda que un artista puede dar de su fantasía, es el inventar un enredo complicadísimo, cuajado de peripecias, de sorpresas y sustos, y que todo lo demás es dar señales de pobre y resfriada imaginación. Y no sólo estas personas, que parecen cultas y no lo son, piensan esto, sino que hay también hombres discretos, y hasta críticos inteligentes y sagaces que se dejan deslumbrar por el misterio dramático y las escenas fantásticas y sorprendentes de las novelas, de vez en cuando. Confiesan que aquello es falso; pero admiran la imaginación, lo que ellos llaman la 'fuerza' del autor. Pues bien; a todas estas personas les diré que el talento de deslumbrar con sucesos extraños, de interesar con intrigas complicadas y caracteres imposibles lo poseen hoy en Europa varios centenares de escritores, mientras que no pasan mucho de una docena los que logran interesar con los actos comunes de la existencia y con la pintura de caracteres verdaderamente humanos. Si el primero es un talento, hay que confesar que es mucho más común que el segundo... Si fuésemos a medir a los novelistas por su facundia o por la riqueza de sus invenciones, habría que colocar a Alejandro Dumas por encima de Cervantes. Cervantes escribió una novela de argumento simplicísimo, sin falsear poco ni mucho el curso natural y lógico de los sucesos. Esta novela, que se llama el Quijote, es quizá la obra literaria más portentosa que ha creado el ingenio humano. Pues bien, el mismo Cervantes, influido después nocivamente por las ideas del vulgo, que era entonces lo que es hoy y lo que será siempre, pretendió hacer, para halagarle, una obra, dando muestra briosa de su talento inventivo, y escribió el Persiles y Segismunda, donde los casos extraños, los enredos vivos, las sorpresas, las escenas patéticas se suceden con tal rapidez y constancia, que es realmente para causar asombro... Pues a pesar de tal derroche de ingenio, imagínese", dice el señor Valdés, "el lugar que ocuparía Cervantes en el cielo del Arte si no hubiese escrito el Quijote", sino sólo Persiles y Segismunda. Desde el punto de vista de la crítica inglesa moderna, a la que la ficción que enternece, horroriza, sorprende, hiela la sangre y pone

la carne de gallina, le gusta tanto como la que alegra, el señor Valdés sería en efecto incorregible. No sólo desdeña la novela de trama complicada, y prefiere siempre Don Quijote a Persiles y Segismunda, sino que siente un enérgico desprecio por otra clase de novelas con mucha aceptación entre la gente fina de todos los países. El llama a sus creadores "novelistas del mundo," y dice que más que nadie ellos andan con la moda del efectismo. "No aspiran a producir efecto por la novedad y la invención del enredo... lo buscan en el carácter. Para ello comienzan por falsear deliberadamente los sentimientos humanos, dándoles una apariencia paradójica completamente inadmisible... Amores que se disfrazan de odios, energía incontrastable, con capa de debilidad, inocencia virginal que se presenta con apariencia de malicia y desenfreno, ingenio vestido de necedad, etc., etc. De este modo creen conseguir un efecto que no son capaces de lograr por el estudio directo, franco y concienzudo del carácter". Valdés menciona a Octave Feuillet como el peor infractor de este tipo entre los franceses, y a Bulwer entre los ingleses; pero Dickens está lleno de dicho efectismo (Boffin en Our Mutual Friend bastará a modo de ejemplo), y la sordidez artística actual del teatro inglés da fe de las consecuencias de este efectismo cuando se le da rienda suelta. Pero, si no le agrada Dumas, ni los efectistas que deleitan a la gente fina en todos los teatros, y en la mayoría de los romances, ¿qué será, entonces, pregunto yo, lo que satisface a este caballero español tan difícil de contentar? El diría que muy poco. Que le den personajes sencillos, naturales; eso es todo lo que quiere. "Para mí, la única condición del carácter es que sea humano, y esto basta. Si se quiere saber lo que es humano, estúdiese la humanidad". ¡Pero, señor Valdés, señor Valdés! ¿No sabe usted que esta pequeña condición suya implica en su cumplimiento poco menos que el regalo de toda la tierra, con una pequeña valla de oro alrededor? Usted se limita a pedir que el personaje retratado en la ficción sea humano; y sugiere que el novelista debería estudiar la humanidad, si quiere saber si sus personajes son humanos. Esta me parece la ironía más cruel, la afectación más sarcástica de humildad. Si hubiese exigido que el personaje de ficción fuese sobrehumano, o subhumano, o preterhumano, o intrahumano, y

le hubiera ordenado al novelista que recurriese, no a la humanidad, sino a las humanidades, en busca de la prueba de su excelencia, habría sido todo muy fácil. Los libros están llenos de esas "creaciones", de todos los patrones, de todas las edades, de ambos sexos; y es mucho más cómodo contactar con los libros que con los hombres; y cuando uno ha representado "la pasión" en lugar del sentimiento, y ha utilizado "el poder" en vez del sentido común, y ha demostrado ser un "genio" en vez de un artista, el aplauso es tan inmediato y la gloria tan barata, que en realidad cualquier otra cosa parece una horrible pérdida de tiempo. Puede que uno no haga que su lector disfrute o sufra noblemente, pero puede proporcionarle el tipo de placer que surge del ilusionismo, o de los títeres, o de una obra de teatro moderna, y dejarlo sumido, si es un viejo tonto, en el tipo de estupor que origina el consumo de opio; o si se trata de un tonto joven, dejarlo medio atontado con el espectáculo de cualidades e impulsos como los suyos, en una apoteosis de logros y fruición que va mucho más allá de cualquier experiencia terrena. Pero parece que el señor Valdés no consideraría esto un gran logro artístico. "Las cosas que parecen más feas en la realidad a los ojos del espectador que no es artista, se transforman en hermosas y poéticas cuando el espíritu de uno de éstos se apodera de ellas. Todos los días asistimos con indiferencia a mil escenas domésticas; todos los días vemos mil cuadros en la vida que no nos causan impresión alguna, y si nos la causan, es de repugnancia; pero llega el novelista, y sin faltar a la verdad, pintándolas tal como aparecen a su vista, produce una obra interesante, cuya lectura nos encanta. Lo que en la vida nos dejaba indiferentes o nos repugnaba, nos seduce en el Arte. ¿Por qué? Sólo porque el artista nos hace ver la idea que reside en ellas. No se esfuercen, pues, los novelistas en añadir nada a la realidad, ni en retorcerla, ni aun en limarla. Como la Naturaleza les haya dotado de esa preciosa facultad de descubrir en los fenómenos la idea, pintando éstos tal cual aparecen, serán bellos. Mas si la realidad no les impresiona, en vano lucharán por que sus obras impresionen a los demás". XV

Esto nos lleva otra vez, después de este largo rodeo, a la divina Jane y sus novelas, y aquella problemática cuestión que éstas encierran. Ella era grande y sus novelas hermosas, porque tanto aquélla como éstas eran sinceras, y trataron la naturaleza hace casi cien años igual que lo hace hoy el realismo. El realismo no es ni más ni menos que el tratamiento veraz del material, y Jane Austen fue la primera y la última novelista inglesa que trató el material con entera veracidad. Y, por haberlo hecho, sigue siendo la novelista inglesa más artística, y la única que merece ser equiparada con los grandes artistas escandinavos, eslavos y latinos. No es una cuestión del intelecto, o no del todo. Los ingleses tienen inteligencia suficiente, pero no tienen gusto suficiente; o, más bien, su gusto ha resultado pervertido por su pérfida crítica literaria, que se basa en las preferencias personales, y no en principios; que enseña a pensar que lo que le agrada a uno es bueno, en vez de enseñarle primero a distinguir lo que es bueno antes de que le guste. El arte de la ficción, como Jane Austen lo concebía, entró en declive después de ella con Scott, Bulwer, Dickens, Charlotte Brontë, Thackeray, e incluso George Eliot, porque la manía del romanticismo se había apoderado de toda Europa, y estos grandes escritores no pudieron sustraerse a la infección de su época; pero ha mostrado pocos síntomas de recuperación en Inglaterra, porque la crítica inglesa, ante las obras maestras del Continente, ha seguido siendo provinciana, peculiar y personal, y ha expresado un amor y un odio que tenían que ver más con el rango del artista que con el carácter de su obra. Fue inevitable que en su época los románticos ingleses, "Walter Scott y su escuela", "se dedica[sen]", como dice el señor Valdés, "a falsear las costumbres bárbaras de la Edad Media, suavizándolas y desfigurándolas"; que "se dedica[sen] a falsear la Naturaleza, refinando y sutilizando los sentimientos, modificando a su antojo la psicología", como hicieron Bulwer y Dickens, y también Rousseau y Madame de Stael, para no mencionar a Balzac, el peor de todos ellos en sus peores momentos. Este fue el curso natural de la enfermedad; pero en realidad parece que fue la crítica de sus obras la que tuvo la culpa de lo demás: no, en verdad, del rendimiento de este o aquel escritor, porque la crítica nunca puede influir en la confección de la obra; pero sí de la consideración de que disfruta

este o aquel escritor debido a la perpetuación de ideales falsos. El único escritor observador de la vida de las clases medias inglesas después de Jane Austen que merece ser nombrado con ella no fue George Eliot, que fue primero ética y después artística, que superó a aquélla en todo menos en la forma y el método más indispensables para el arte, y en este aspecto quedó muy por debajo de ella. Fue Anthony Trollope el que más se asimiló a Jane Austen en la franqueza sencilla, y en la verdad instintiva, tan poco filosofada como la luz del día; pero éste estaba tan desviado de un ideal sano que a veces deseaba ser como el caricaturista Thackeray, y estar presente en sus escenas, comentándolas con las manos en los bolsillos, interrumpiendo la acción, y estropeando la ilusión en la que reside la verdad del arte. Lo fundamental es que su instinto era demasiado para su ideal, y tenía una idea negativa de la vida en sus relaciones cívicas y un alma totalmente burguesa, pero, a pesar de todo, él creó obras cuya belleza es superada sólo por el efecto de un escritor más poético en las novelas de Thomas Hardy. Pero si se pudiese realizar una votación entre la crítica inglesa incluso en nuestros días, cuando toda la Europa continental tiene la luz de la verdad estética, la mayoría contraria a estos artistas estaría abrumadoramente a favor de un escritor con tan poca sensibilidad artística que no dudase en ninguna ocasión, grande o pequeña, en hacer una incursión entre sus personajes, y cogerlos para mostrárselos al lector y decirle qué hermosos o qué feos son; y pregonar sus asombrosas cualidades. El ideal de aquellos pobres isleños acabará sin duda cambiando. Si la verdad pudiese convertirse en moda, sería aceptada por todas las "personas inteligentes" de aquel país, pero la verdad es algo demasiado grande para ello; y hemos de esperar el avance gradual de la civilación entre ellos. Entonces verán que su crítica literaria les ha engañado; y que es a este falso guía al que le deben, no precisamente el declive de la ficción entre ellos, sino su continua degradación como arte. XVI "¡Qué pocos materiales utilizan nuestras artes todavía! La mayor parte de las criaturas y cualidades están todavía ocultas y

expectantes", según dice Emerson9, y abrir nuevos caminos es todavía una de las virtudes menos comunes y más heroicas. Los artistas no son los únicos culpables de la cobardía que los mantiene en los viejos surcos de los exhaustos campos; la mayoría de aquellos a los que viven para complacer, o viven de complacer, prefieren que permanezcan ahí; se necesita una virtud excepcional para apreciar lo que es nuevo, lo mismo que para inventarlo; y las "cosas fáciles de entender" son las convencionales. Esta es la razón por la que la novela inglesa común, con su trama, escenas y figuras tan manidas, resulta más cómoda para el americano corriente que una americana, que trata, en el peor de los casos, sobre intereses y motivos relativamente nuevos. El amoldarse al disfrute de éstos supone un esfuerzo intelectual, y un esfuerzo intelectual es lo que a ninguna persona corriente le gusta hacer. La persona extraordinaria es la única que dice, con Emerson: "Yo no pido lo grande, lo remoto, lo romántico... Yo acepto de buen grado lo común; me siento a los pies de lo conocido y lo humilde... El hombre se sorprende al descubrir que las cosas cercanas no son menos hermosas y maravillosas que las remotas... La percepción del valor de lo vulgar conduce a muchos descubrimientos... El hombre necio se maravilla de lo insólito, pero el hombre sabio se maravilla de lo común... El presente siempre les parece inferior a los inconscientes; pero el presente es un rey disfrazado... Los bancos y los aranceles, el periódico y el comité directivo, el Metodismo y el Unitarianismo, resultan monótonos e insulsos para la gente insulsa, pero se asientan en los mismos cimientos maravillosos que la ciudad de Troya y el templo de Delfos". Quizá no deberíamos privar a la gente insulsa de su ciudad de Troya ni de su templo de Delfos; pero si hubiésemos de hacerlo, y lo hiciésemos, ellos seguirían insistiendo en tenerlos. Una novela inglesa, llena de títulos y rango, es, por lo que parece, esencial para la felicidad de tales gentes; su imaginación débil e infantil se siente cómoda en su ambiente familiar; conocen lo que están leyendo; el hecho de que es picadillo muchas veces recalentado les reconforta; mientras que un relato de nuestra propia vida, estudiada con sinceridad y representada con fidelidad, les aflige con temores variados. No están seguros de que sea literatura; no les parece que sea buena compañía; los personajes, tan parecidos

a ellos mismos, se les hacen corrientes; dicen que no desean conocer a semejantes personas. Todo lo inglés resulta importante para el gusto literario, mientras que la percepción del valor literario de las cosas de América es todavía tenue y débil en la mayoría de la gente, en la inmensa mayoría que "pide lo grande, lo remoto, lo romántico", que son incapaces de "aceptar de buen grado lo común", de "sentarse a los pies de lo conocido y lo humilde", en la buena compañía de Emerson. Todos, o casi todos, nos esforzamos por diferenciarnos de la masa, y por distinguirnos por nuestra pertenencia a círculos selectos y clases altas como la gente refinada sobre la que hemos leído. En realidad constituimos una mezcla de los ingredientes plebeyos de todo el mundo; pero eso no es malo; nuestra vulgaridad consiste en intentar ignorar "el valor de lo vulgar", en creer que lo extrafino es mejor. XVII Otro novelista español de nuestra época, cuyos libros me han proporcionado gran placer, está tan lejos de la opinión del señor Valdés acerca de la ficción que se declara enérgicamente, en el prólogo a su Pepita Jiménez, "partidario del arte por el arte". Estoy completamente de acuerdo con él en que es "de pésimo gusto, impertinente siempre y pedantesco con frecuencia, tratar de probar tesis escribiendo cuentos", y sin embargo me imagino que ningún lector al que el señor Valera quisiera complacer podría leer su Pepita Jiménez sin hallarse con la posesión de una amplísima reflexión seria sobre un tema muy serio, y que no es menos seria por estar redactada en términos de sutil ironía. Si es cierto que "el fin de una novela ha de ser deleitar, imitando pasiones y actos humanos, y creando, merced a esta imitación, una obra bella", y aunque el único "objeto del arte" sea "la creación de la belleza",'ésta no fue ni podrá ser nunca su único efecto mientras los hombres sean hombres y las mujeres sean mujeres. Si alguna vez la estirpe humana quedase reducida a cualidades abstractas, quizás pudiese suceder esto; pero hasta entonces el efecto más refinado de lo "bello" será ético y no meramente estético. La moralidad penetra todas las cosas, es el alma de todas las cosas. La belleza puede vestirse con ella, tanto

si es una moralidad falsa y un alma diabólica, como si es verdadera y una buena alma. En el primer caso la belleza corromperá, y en el segundo resultará edificante, y en ambos casos tendrá infalible e inevitablemente un efecto ético, unas veces alegre, otras serio, según se trate de una cosa alegre o seria. No podemos evitar esto; estamos obligados a ello por las circunstancias propias de nuestro ser. ¿Qué es lo que nos deleita en la misma Pepita Jiménez, la primorosa obra maestra del señor Valera? No es simplemente el hecho de que un cierto Luis de Vargas, entregado al sacerdocio, encuentra a una cierta Pepita Jiménez más bonita que el sacerdocio, y abandona todas sus esperanzas y ambiciones sacerdotales, todos sus sueños poéticos de renuncia y devoción, para casarse con ella. Eso es muy bonito y muy fidedigno, y agrada; pero lo que más apela al corazón es la afirmación, por mucha delicadeza y habilidad con que se sugiera, de que su derecho a tenerse el uno al otro mediante su amor estaba muy por encima de la vocación de él. A pesar de lo que él mismo dice, sin proponérselo, y por tanto sin impertinencia ni pedantería, el señor Valera ha demostrado una tesis en su relato. Los de la Iglesia estarán de acuerdo con la salvedad del tío de don Luis, el Decano, de que el matrimonio de aquél era mejor que su vocación, pues ésta era sentimental e imaginaria; nosotros los de la Iglesia errada aceptaremos el resultado sin ninguna reserva; y pienso que disfrutaremos más de la sutil ironía, el fino humor, la divertida e indefectible sutileza, con las que se resalta la argumentación. Al reconocer éstas, sin embargo, al alabar el relato por la destreza gráfica con la que se retratan personajes y pasiones del sur en la luz alegre del cielo andaluz, por el encanto con el que se presenta una vida fresca y no muy manida, y la fidelidad con la que se esbozan circunstancias originales, no debo dejar de añadir que el libro es para aquellos que han llegado al conocimiento del bien y del mal, ni de confesar mi pesar porque deja de lado la verdad más remota, "las diversiones eternas" que sólo los partidarios confesos del arte por el arte parecen olvidar. La novela hace creer al lector que Vargas puede ser feliz con una mujer que le cautiva como lo hace Pepita; y ahí es donde es falsa, tanto respecto a la vida como al arte. En un principio, es divertido que el relato termine felizmente, como lo hace, pero cuando uno ha vivido un cierto número de años, y leído un cierto número de

novelas, no es la fortuna favorable o adversa de los personajes lo que le afecta, sino la buena o la mala fe del novelista al ocuparse de ellos. ¿Nos llevará a engaño o será sincero en el manejo de este o aquel principio en juego? Yo no puedo exigirle menos de esto: ha de ser fiel a lo que la vida me ha enseñado que es la verdad, y después de eso puede asignar a sus personajes el destino que quiera; la novela que termina fielmente termina bien. Cuanto mayor es el poder del escritor, mayor es su responsabilidad ante la conciencia humana, que es Dios en nosotros. Pero los hombres vienen y van, y lo que hacen en sus limitadas vidas físicas tiene una importancia relativamente pequeña; lo que dicen es lo que realmente pervive para la gloria o el entredicho; y el mal que Wordsworth percibió en Goethe es el que ha de sobrevivirle mucho tiempo. Hay una cosa — una especie de mentira metafísica contra la rectitud y el sentido común — que se llama lo Amoral, y se presume que es distinto de lo Inmoral; y es esto lo que se presume que tapa muchos de los defectos de Goethe. Su Wilhelm Meister, por ejemplo, se adentra tanto en la región de lo "ideal" que su actitud cínica, con principios malvados, para con las mujeres es tachada de "amoral", y es por lo tanto supuestamente inocua. Pero ningún estudio sobre Goethe estará completo sin algún reconocimiento de las cualidades que movieron a Wordsworth a arrojar el libro al suelo, indignado por su sensualidad. Goethe recibió quizás castigo suficiente por los pecados de su vida con su último matrimonio con Christiane; por los pecados de su literatura han de sufrir muchos otros. Yo no pierdo, sin embargo, la esperanza de que llegue el día en que la pobre y honrada multitud humana dé expresión universal al instinto universal, y tenga por diabólico el poder egoísta en la política, el arte, y la religión; el día en que ni su orgullo descabellado ni su divertida vanidad resulten halagados por la fuerza de los "genios" que han olvidado su deber para con la debilidad común, y han abusado de ella para su propia gloria. Ese día sentiremos escalofríos ante muchos monstruos de la pasión, de la autoindulgencia, de la crueldad, a los que todavía adoramos más o menos abiertamente por su "genio", y no consideraremos adorable a ningún hombre que no creamos y sepamos que es bueno. El espectáculo del logro arduo ya no deslumhrará o engañará; no santificará o paliará los

desmanes; simplemente los hará todavía más horribles y patéticos. De hecho, toda esa creencia en el "genio" me parece una superstición bastante perjudicial, y si no siempre perjudicial, sí siempre una superstición. Según la versión de aquellos que hablan de él, el "genio" parece ser el atributo de una especie de prodigio muy potente y admirable que Dios ha creado fuera de lo común, para el asombro y la confusión del resto de los pobres seres humanos. ¿Pero realmente lo creen? ¿Se refieren a algo mayor o menor que la Maestría que le viene dada a cualquier hombre según sean sus poderes y diligencia en cualquier dirección? De no ser así, ¿por qué no acabar con la superstición que ha hecho a nuestra estirpe escribir y leer durante tanto tiempo sobre la diferencia entre el talento y el genio? Los hombres de mediana edad alcanzan a recordar que el Vórtice existió en la creencia de los geógrafos, pero ahora vivimos perfectamente sin él; y ¿por qué habríamos de soportar todavía la noción de "genio" que mantiene a tantos pobres autorcillos temblando ante la duda de si lo tienen, o si tienen sólo "talento"? Uno de los más grandes capitanes de todos los tiempos — un alma sencilla, taciturna, sin afectación — ha contado la historia de su maravillosa vida con tan poca intención consciente como si fuese un asunto cotidiano, nada diferente de otras vidas, a no ser porque una gran emergencia de la estirpe humana le dio importancia. Que él supiese, no tenía ninguna aptitud innata para las armas, y ciertamente ningún amor por tal profesión. Pero fue a West Point porque, como nos dice de forma pintoresca, a su padre "se le antojó que fuese"; y luchó en una guerra con honor, pero sin gloria. La otra guerra, la que iba a reclamar sus poderes y su ciencia, le cogió inmerso en la más prosaica de las ocupaciones pacíficas; obedeció la llamada porque amaba a su país, y no porque amase la guerra. Todo el mundo sabe el resto, y todo el mundo sabe que nunca se ha visto una maestría militar más grande que la de sus campañas. El no dice esto en su libro, ni hace la más mínima insinuación; nos da los hechos, y los somete a nuestra consideración. Pero las Memorias personales de U. S. Grant, escritas de la misma forma simple y sencilla en que se lucharon sus batallas, redactadas en el lenguaje más modesto, sin ningún toque de ostentación o afectación, con un estilo familiar y

llano, constituyen una gran obra literaria, porque la literatura excelente no es ni más ni menos que la expresión clara de mentes que albergan algo grande, ya sea religión, o belleza, o experiencia profunda. Probablemente Grant hubiera dicho que él no tenía más vocación para la literatura que para la guerra. Reconoce, con una especie de arrepentimiento, que solía leer muchísimas novelas; pero pensamos que habría rechazado la menor acusación de poseer capacidad literaria. A pesar de todo, él la muestra, igual que mostró el poder militar, de forma inesperada, casi milagrosa. Todas las circunstancias son, entonces, en este caso favorables para suponer que estamos ante un "genio". Pero ¿quién trataría a la ligera ese gran heredero de fama, esa alma sencilla, grande y valiente, al hablar de él en relación con el "genio"? ¿Quién llama a Washington un genio, o a Franklin, o a Bismarck, o a Cavour, o a Colón, o a Lutero, o a Darwin, o a Lincoln? ¿Eran estos hombres de segunda fila en su modo de actuar? ¿O es el "genio" esa cualidad indefinible, preternatural, sagrada para los músicos, los pintores, los escultores, los actores, los poetas, y sobre todo, los poetas? ¿O es que los poetas, al ser los que más tienen que decir en este mundo, abusan de esa prerrogativa hasta caer en la autoadulación más descarada, y querrían persuadir a los que no saben expresarse de que ellos tienen una relación peculiar de confidencialidad con la divinidad? XVIII En la confesión del General Grant de haber leído novelas hay una especie de inferencia de que había perdido el tiempo, a no ser que sea la conciencia culpable del novelista en mí la que imagina tal inferencia. Pero sea como sea, no hay duda acerca de la intención de una persona que una vez me escribió después de leer algunas consideraciones bastante pretenciosas que yo había hecho sobre la ficción como un medio mental y moral. "Tengo dudas muy serias", decía, "sobre toda la lista de cosas magníficas que usted parece creer que las novelas han hecho por la especie humana, y puedo ver en mí mismo muchas cosas malas que me han hecho. Todo lo que es desenfrenado y visionario en mi constitución mental, todo lo que es falso, todo lo que es nocivo,

puedo atribuirlo a la lectura de alguna obra de ficción. Y, lo que es peor, las novelas producen ideas tan exageradas y supersensibles sobre la vida que la simple diligencia y la perseverancia laboriosa resultan despreciadas, y la pobreza normal, o el malestar cotidiano y ordinario, no despiertan simpatía alguna, si es que los percibe, en aquél que ha llorado por el implausible cúmulo de sufrimientos de algún llamativo héroe o heroína". No estoy seguro de haber tenido con esta persona que me escribió la controversia que ella pareció suponer; pero las novelas resultan en estos tiempos tan plenamente aceptables para todos los que tienen pretensiones de gusto cultivado — y realmente conforman la totalidad de la vida intelectual de tamaño número de personas, sin que se cuestione su influencia, buena o mala, sobre la mente — que resulta refrescante verlas denunciadas con franqueza, y recibir la invitación a revisar las propias ideas y sentimientos acerca de ellas. Un poco de sinceridad, o mucha sinceridad, en esta búsqueda no le hará ningún daño a la novela que esperamos todavía tener, y que ya hemos empezado a tener; y por mi parte confesaré que creo que en el pasado la ficción ha sido en gran medida nociva, igual que creo que la obra de teatro es todavía casi absolutamente nociva, debido a su falsedad, su desatino, su desenfreno y su falta de propósito. Se puede suponer razonablemente que en la mayoría de los casos la lectura de novelas que la gente considera un entretenimiento intelectual es la disipación más vacía, sin apenas mayor relación con el pensamiento o el sano ejercicio de las facultades mentales que el consumo de opio; en ambos casos el cerebro resulta drogado, y acaba más débil y loco a causa de la orgía. Si este puede considerarse el resultado negativo de la afición a la narrativa, el daño indiscutible causado por la mayoría de las novelas no resulta en absoluto fácil de medir en el caso de los jóvenes cuyo carácter aquéllas tanto contribuyen a formar o a deformar, y de las mujeres de todas las edades a las que mantienen tan sumidas en la ignorancia del mundo que representan inadecuadamente. Los hombres maduros apenas resultan perjudicados por ellas, pero en los otros casos, que constituyen la gran mayoría, hacen daño porque no son conformes a la realidad — no porque sean malévolas, sino porque constituyen mentiras inútiles acerca de la naturaleza humana y el tejido social, los cuales debemos conocer

y entender, para poder comportarnos adecuadamente con nosotros mismos y con los demás. No hace falta ir tan lejos como la persona que nos escribió, y achacar al hobby de la ficción "todo lo que es desenfrenado y visionario, todo lo que es falso, todo lo que es nocivo" en la propia vida; por muy malo que sea el hobby de la ficción, probablemente no sea responsable de todo el mal de sus víctimas, y yo creo que si el lector actúa con cuidado al escoger de entre estos hongos que proliferan a diario en los campos de la literatura, podrá nutrirse como si comiera el champiñón auténtico, sin riesgo de resultar dañado por la especie venenosa. Las pruebas son muy claras y sencillas, y absolutamente infalibles. Si una novela halaga las pasiones, y las encumbra por encima de los principios, es venenosa; puede que no mate, pero con seguridad herirá; y esta prueba por sí sola excluirá todo un tipo de ficción, y a todos se le ocurrirán ejemplos eminentes de él. Además, toda la producción de los llamados romances amorales, que se imaginan un mundo en el que los pecados de los sentidos no resultan acompañados por los castigos correspondientes, rápidos o lentos, pero inexorablemente seguros, en el mundo real, constituye un veneno mortal: estos sí que matan. Las novelas que simplemente cautivan nuestros prejuicios y adormecen nuestro juicio, miman nuestra sensibilidad, o satisfacen nuestra zafia apetencia de lo maravilloso, no son tan fatales, pero no son nutritivas, y bloquean el alma con vapores dañinos de todo tipo. Sin duda que también contribuyen a debilitar la fortaleza moral, y dejan a sus lectores indiferentes a "la perseverancia laboriosa y la simple diligencia", así como a la "pobreza normal y el malestar cotidiano". Sin tomarlos demasiado en serio, hay que reconocer sin embargo que el "héroe y la heroína llamativos" tienen la culpa de gran parte del mal de nuestro mundo. Dicha heroína enseñó durante mucho tiempo con el ejemplo, si no con el precepto, que el Amor, o la pasión o fantasía que confundió con aquél, era el interés principal de una vida, la cual realmente tiene que ver con muchas otras cosas; que era perdurable tal como ella lo conoció; que era merecedor de toda clase de sacrificios, y era una cosa en conjunto más admirable que la prudencia, la obediencia y la razón; que sólo el amor era glorioso y hermoso, y que aquéllas

eran mediocres y feas en comparación con él. Más recientemente, dicha heroína ha comenzado a adorar e ilustrar el Deber, y no resulta mucho menos perjudicial en este nuevo papel, al oponer el deber, como hacía con el amor, a la prudencia, la obediencia y la razón. El héroe tipo, al que, si lo conociésemos personalmente, sin duda veríamos como la persona más deplorable, indudablemente se ha impuesto como admirable a las víctimas de la afición novelesca. También para él el amor era y es una cuestión crucial, bien sea en su antigua fase romántica de logros caballerosos o sufrimientos múltiples por amor, o su variedad más reciente de lo "viril", lo tiránico y lo brutal, o sus todavía más recientes congojas de autosacrificio, tan vacías e inútiles como las experiencias morales de los manicomios. Con su vana afectación y esplendor ridículo, dicho héroe es en realidad un bárbaro pintado, la presa de sus pasiones e ilusiones, y está lleno de ideales obsoletos, y de los motivos y la ética de un salvaje, y el culpable autor de su ser hace todo lo posible, o lo imposible, a pesar de sus propias luces y saber, para lograr que el lector los acepte como generosos y nobles. No me limito a hacer esta acusación contra aquel tipo de ficción que no alcanza la categoría literaria, "los lagos infinitos de aguas residuales", cuyas miasmas llenan el aire que está debajo de las esferas celestiales en las que se sientan los grandes; sino que estoy acusando la obra de algunos de los más famosos, que, en algún que otro caso, han pecado contra la verdad, la única que puede elevar y purificar a los hombres. No digo que lo hayan hecho constantemente, ni siquiera con frecuencia; sino que el que lo hayan hecho alguna vez los caracteriza como del pasado, para ser leídos con la debida consideración histórica para con su época y circunstancias. Porque yo creo que, mientras que escritores de poca monta han de continuar imitándolos en sus debilidades y en sus errores, de ahora en adelante ninguno será capaz de alcanzar la grandeza si traiciona a la humanidad, ya sea en los hechos o en las obligaciones. La luz de la civilización ya ha alcanzado a la novela, y ningún hombre concienzudo puede ponerse ahora a retratar una imagen de la vida sin un cuestionamiento perpetuo de la veracidad de su obra, y sin sentirse obligado a distinguir, de forma tan clara que ningún lector suyo pueda ser llevado a engaño, entre lo que está bien y lo que está mal, lo noble y lo

infame, lo saludable y la perdición, en las acciones y los personajes que describe. La ficción que sólo se propone entretener — la que es con respecto a la ficción seria lo mismo que la comedia bufa, el ballet, y la pantomima con respecto al drama auténtico — no necesita sentir el peso de esta obligación de forma tan intensa; pero ni siquiera esa ficción va a ser alegre o trivial para las heridas de cualquier lector, y la crítica le ajustará las cuentas si pasa de representar disparates a enseñarlos. No sólo la crítica que publica sus opiniones, sino también aquélla infinitamente más abundante y poderosa que simplemente las piensa y las siente, exigirán esto con mayor premura. Confieso que no tengo interés en juzgar ninguna obra de la imaginación sin aplicarle antes de nada esta prueba. Antes que ninguna otra cosa, tenemos que preguntarnos: ¿Es auténtica?, ¿está conforme con los motivos, los impulsos, los principios que conforman la vida de los hombres y mujeres reales? Si se da esta autenticidad, que necesariamente incluye la moralidad y el arte más excelsos, el libro no puede ser malo ni flojo; y sin ella todas las excelencias de estilo, las hazañas de inventiva y la astucia de construcción no son más que meros excesos de mala conducta. Está bien que la verdad tenga todos estos aspectos, y se distinga por ellos, pero para la falsedad resultan un mero oropel, el engalanamiento del sinsentido; no ofrecen ninguna conpensación, no sirven para nada. Pero de hecho brotan naturalmente de la verdad, y la adornan sin solicitación; son un añadido para ella. En toda la gama de la ficción no conocemos ningún retrato auténtico de la vida — es decir, de la naturaleza humana — que no sea también una obra maestra de la literatura, llena de belleza divina y natural. Puede que no tenga ninguna pincelada o matiz de esta o de aquella civilización especial; más vale que tenga este color local bien determinado; pero la verdad es más profunda y más refinada que los aspectos y, si el libro es fiel a lo que los hombres y las mujeres saben de sus almas y las de los demás, será lo suficientemente fiel, y será grande y hermoso. La concepción de la literatura como algo separado de la vida, superrefinadamente distanciado, la hace carecer de importancia para la gran mayoría, y también de mensaje o significado alguno; y la idea de que una novela puede ser falsa en su descripción de causas y efectos hace

el arte literario despreciable, incluso para aquellos a los que divierte, y les impide considerar al novelista como una persona seria u honrada. Si no protestan contra todas las novelas en un arrebato de indignación, como la persona que me escribió, permanecen entontecidos por el humo de las ilusiones que se les suministran, y no sienten por el autor nada más que el afecto sensiblero que puede sentir el que frecuenta un antro de opio por el dependiente que le echa la droga en la pipa. O, como en el caso de otro señor que me escribe diciendo que en su juventud "leí muchísimas novelas, pero siempre lo consideré un entretenimiento, igual que las carreras de caballos y las cartas", para las que no tuvo tiempo una vez que inició las actividades serias de la vida, los sume en una actitud meramente despectiva. La visión del asunto de este señor, llena de sanas aunque amargas sugerencias, puede recomendarse a los hermanos y hermanas novelistas; y les instamos a que no la desdeñen con elevado desprecio literario como si procediese de un beocio insensible a la belleza del arte. Por mucho que lo rechacemos, sigue siendo el sentir de la inmensa mayoría de la gente para la que la vida es asunto serio, y que no encuentra en nuestros libros más que una representación distorsionada y engañosa de aquélla. Podemos envolvernos en nuestras togas de eruditos, y cerrar las puertas de nuestros estudios, y fingir que despreciamos esta voz inculta; pero no podemos acallarla. Nos viene de dondequiera que haya hombres trabajando, de dondequiera que vivan de verdad, y nos acusa de infidelidad, de trivialidad, de mera teatralidad; y ninguno de nosotros puede evitar la condena a no ser que demuestre ser digno de su época — una época en la que los grandes maestros han resucitado la literatura, y llenado sus debilitadas venas con las rojas corrientes de la realidad. No todos podemos ponernos a su altura; no necesitamos imitarlos; pero todos podemos ir a las fuentes de su inspiración y de su poder; y para aprovecharlas nadie necesita ir lejos — nadie necesita en realidad salir de sí mismo. Hace cincuenta años, Carlyle, en quien la verdad estaba siempre viva, pero entonces no estaba todavía pervertida por el sufrimiento, la fama, y la desesperanza, escribió en su estudio sobre Diderot: "¿No sería razonable predecir que esta excesiva e ingente multitud de novelistas y similares, cuando llegue una

nueva generación, deben hacer de forma gradual una cosa de dos: o bien retirarse a los cuartos de los niños, y trabajar para niños, menores de edad, y personas seminecias de ambos sexos, o si no, y esto sería mucho mejor, tirar su material novelesco al carro de la basura, y entregarse con las facultades que posean al entendimiento y plasmación de lo que es verdadero, de lo cual con seguridad hay, y siempre habrá, toda una infinitud desconocida y de una importancia infinita para nosotros? La poesía, y ello se entenderá cada vez mejor, no es si no conocimiento superior; y el único Romance genuino (para personas mayores) es la Realidad". Si, después de medio siglo, la ficción todavía tiene éxito principalmente entre "los niños, los menores de edad, y las personas seminecias de ambos sexos", uno de los signos más esperanzadores del progreso del mundo lo constituye, sin embargo, el hecho de que haya empezado a tener éxito entre "personas mayores" y, si no exactamente en el único modo que Carlyle podría haber querido al instar a los escritores a compilar memorias en vez de construir el "tejido novelesco", sin embargo ya ha convertido, en el sentido más elevado y más amplio, la Realidad en su Romance. Yo no puedo evaluar la ficción, ni siquiera me interesa, excepto cuando ha hecho esto; y apenas puedo concebir una dignidad literaria en nuestros días que sea compatible con la vieja profesión de lo imaginario, con la producción del tipo de ficción para la que resulta excesivamente honroso el asimilarla con los juegos de cartas o las carreras de caballos. Pero que la ficción deje de mentir acerca de la vida; que refleje a los hombres y a las mujeres tal como son, impulsados por los móviles y las pasiones en la medida que todos conocemos; que deje de pintar muñecos y hacerlos funcionar con muelles y alambres; que muestre los distintos intereses en sus auténticas proporciones; que se abstenga de predicar orgullo y venganza, disparates y locura, egoísmo y prejuicios, y que se limite a reconocerlos en su justa medida, en cualesquiera figuras y ocasiones en las que aparezcan; que no alardee de refinamiento literario; que hable el dialecto, la lengua que saben la mayoría de los americanos —la lengua que habla en todas partes la gente sin afectación — y entonces tendrá, sin duda, un futuro ilimitado, no sólo de deleite sino también de utilidad.

XX Yo alentaría incluso la creación de las modalidades más refinadas del romance, distinto de la novela, aunque una de las difíciless condiciones del romance reside en el hecho de que los personajes que empiezan con un parti pris rara vez pueden experimentar un crecimiento vital, sino que tienden a ser tipos, limitados a la expresión de un solo principio, simples, elementales, sin la complejidad natural de motivos que encontramos en todos los seres humanos que conocemos. Hawthorne, el gran maestro del romance, tuvo la intuición y el poder de hacerlo resurgir como una modalidad de ficción; aunque tengo mis dudas de que The Scarlet Letter y The Blithedale Romance no sean, en rigor, novelas más que romances. No juegan con ninguna vieja superstición superada hace tiempo, ni inventan una nueva con la que jugar, sino que tratan de cosas vitales que laten en el pulso de todos. No estoy diciendo que lo que podríamos llamar el romance fantástico —el romance que proviene de Frankestein más que de The Scarlet Letter — no debería existir. Al contrario, me daría pena perderlo, como me daría pena perder la pantomima o la ópera bufa, o muchas otras cosas agradables que ayudan a pasar el rato, y nos ayudan a vivir agradablemente en un mundo en el que los hombres efectivamente pecan, sufren, y mueren. Pero dicho romance pertenece a las artes decorativas, y aunque ocupa un puesto importante entre ellas, no puede equipararse con las obras de la imaginación — las obras que representan y dan cuerpo a la experiencia humana. Su inventiva puede proporcionar siempre un placer refinado, y a menudo, aun corriendo algún riesgo, puede ser vehículo de una valiosa verdad. Todo el campo del romance histórico podría quizás volver a abrirse para beneficio de los lectores y escritores que no soportan que les pongan en contacto directo con la naturaleza humana, sino que necesitan la neblina de la distancia o de una perspectiva lejana, en la que se pierden todos los detalles desagradables. No hay ninguna buena razón para no distraer a estas personas inofensivas, o para no satisfacer sus pequeñas preferencias.

Pero aquí, en vista de que algunos ejemplos recientes son tan fatuos, vuelvo a tener mis humildes dudas sobre la descripción de personajes, aunque los encuentro admirablemente concebidos en algunos aspectos. Una vez que he reconocido la excelencia de todos los aspectos de la puesta en escena, y la escrupulosidad con la que el carpintero (como dicen las gentes del teatro) ha hecho su trabajo, doy por concluidas mis alabanzas. Los personajes se me parecen a las personas de nuestra generación bien dotadas para los papeles; bien ensayadas, adecuadamente vestidas, pero actores, y casi amateurs. Tienen la cualidad que hace soportable el histrionismo de los amateurs; son damas y caballeros; el peor, el más perverso de todos, es una dama o un caballero que está entre bastidores. A pesar de todo, ciertamente está bien que haya una vuelta a modos anteriores de pensar y de sentir, a modos anteriores de percibir la naturaleza humana, y no voy a rehusar de plano el placer que me proporciona el autor de romances poéticos o históricos porque a mí me gusten principalmente Tolstói, James, Galdós, Valdés, Thomas Hardy, Turguenev, y el Balzac de sus mejores obras. Las reversiones o contracorrientes en las tendencias generales de una época son muy curiosas, y merecen un estudio tolerante. Siempre se encontrarán; quizás constituyan la excepción que confirma la regla; por lo menos la distinguen. Nos proporcionan obras que poseen un encanto arcaico en virtud del cual las cosas terminan por cautivar, por razones que no tienen conexión con su belleza intrínseca. Se hacen pintorescas, y esta es una razón suficiente para que nos gusten, para que volvamos a ellas y, en el arte, para intentar hacerlas otra vez. Pero confieso que me gusta más ir hacia adelante que hacia atrás, y me quedo corto si digo que valoro mucho más una novela como La musa trágica de Henry James que todos los intentos románticos desde Hawthorne. Yo le llamo novelista al señor James porque todavía no hay nombre para la modalidad literaria que él ha inventado, y por tanto tampoco para el inventor. La fatuidad del argumento del relato es algo que debe de impresionar pronto al narrador que no vive en la edad de piedra de la ficción y de la crítica. Contar una historia simplemente por la historia es un ideal digno de un inglés del siglo XIX, que se complace en el olvido de los maestros

ingleses y se arrastra en el desconocimiento de los maestros continentales; pero resulta totalmente imposible para un americano de la modernidad del señor Henry James. A él le debe resultar parecido a las mentiras que se cuentan los hombres cuando las señoras se han ido de la mesa y ellos se hunden más y más en sus tazas y se ofuscan más y más entre el humo de los puros. Para una mente como la de James la trama nunca podría tener valor excepto como un medio; no podría existir para él como un fin; sólo podría utilizarse para ilustrar; podría ser el marco, de ninguna forma el retrato. Pero, mientras tanto, lo que él quería hacer, y empezó a hacer, y ha hecho siempre, en medio de un clamor estúpido, que todavía perdura, de que no era un relato, tenía que llamarse novela; y la víctima desdichada del hábito novelesco (sólo ligeramente menos intelectualmente degradado que el todavía más desdichado esclavo del teatro), que no deseaba ni percibir ni reflexionar, sino únicamente resultar afectada por la trama y los incidentes, se perdió en dificultades infinitas con la obra de James. Aquí estaba una cosa llamada novela, escrita con un atractivo extraordinario; interesante por el vigor y la vivacidad con que se manejaban las fases, las situaciones y las personas; que le invitaba a disfrutar de la intimidad de personajes dotados de perspicacia creativa; que le hacía testigo de motivaciones, emociones y experiencias de la más exquisita relevancia; y que de repente le exigía ser lo suficientemente hombre para enfrentarse al problema mismo; sin dárselo resuelto con un matrimonio o un asesinato, y sin darle con cuchara una lección moral desmenuzada y rebajada con leche y agua, y con el consabido condimento de sentimentalismo o religiosidad. Puedo imaginar la vergüenza con la que un escritor como el señor James, tan original y perspicaz, puede haberse sentido tentado por la protesta clamorosa de los lactantes de la fábula, a darles la dieta con la que habían sido mimados hasta la imbecilidad; o a convocar a sus personajes para una especie de recuento en el último capítulo. XXI Es sin duda una obra como la del señor James la que un ensayista inglés (el señor E. Hughes) tiene fundamentalmente en

mente, en un estudio de las diferencias entre la novela inglesa y la americana. El describe la novela inglesa como la que trabaja de dentro hacia fuera, y la novela americana como la que trabaja de fuera hacia dentro. La definición es muy sorprendentemente atinada; y el descubrimiento por parte del crítico de esta diferencia fundamental se lleva al detalle con una claridad tan pertinaz como la cortesía que muestra al reconocer la superioridad de la novela estadounidense actual. El parece pensar, sin embargo, que el principio inglés es el mejor, aunque no dice con mucha claridad por qué piensa así. Parece ser un efecto tardío y bastante voluntario del patriotismo, decepcionante en un filósofo de su talla; pero eso no le impide hacer justicia muy explícita a las mejores características de nuestra ficción. "El novelista americano se distingue por el dominio intelectual sobre sus personajes... Penetra la corteza, y no ve ninguna necesidad de que la corteza anticipe lo que hay debajo... Rechaza por completo las heroicidades; incluso a menudo rechaza cualquier cosa que se parezca a una trama... Su argumento característico no es a menudo más que una situación natural... No vemos a sus personajes en el escenario, sino tal como son en la vida real... No se nos pone en contacto con virtudes afectadas, iluminadas por luces forzadas en alturas situacionales forzadas... Cuando dicho novelista apela a las emociones, parecería que hace también una llamada al intelecto... porque teje su relato con los hilos más finos y menos evidentes, aunque comunes, de la naturaleza humana, y rara vez recurre al tono más vulgar y poderoso... En sus páginas encontramos por doquier caras conocidas sin máscaras... Los personajes de una novela americana no son nunca inaccesibles para el lector... La naturalidad, con el aire cotidiano que la rodea, es uno de los grandes encantos de la novela americana... Es de principio a fin escudriñadora, digresiva, incluso más: cuestiona las cosas. El autor somete a sus personajes a una observación calmada e interesada... Nunca se le sorprende identificándose con ellos; ha de preservar la imparcialidad a toda costa... pero... siempre se siente el toque de la naturaleza, siempre se deriva la sensación de afinidad... La fuerza de la novela americana reside en su fe optimista... Si de esta esperanza persistente puede derivarse un nuevo orden de confianza para los hombres, el principio de que debería haber menos recelos mutuos, más

confianza, porque la naturaleza humana lo aprueba, su misión habrá sido más que estética, habrá sido moral". No todo esto se aplica al caso de Henry James, pero sí todo lo referente a los métodos y características artísticas, y el resto se aplica a las novelas estadounidenses en general. En su gran mayoría son admirables por su alcance y tendencia. No diré que son todas buenas, o que alguna de ellas es absolutamente buena; pero yo encuentro en casi todas ellas una disposición a ver nuestra vida sin las lentes literarias que durante tanto tiempo se consideraron deseables, y a ver los personajes, no como son en otras novelas, sino como proliferan fuera de la ficción. Esta disposición va unida a veces a unos resultados bastante pobres, pero en algunas de nuestras novelas va acompañada de resultados excelentes; y, de todos modos, es en este momento más valiosa que los resultados uniformes. Es lo que relaciona la ficción estadounidense con el único movimiento vivo en la literatura imaginativa, y distingue, gracias a una frescura y autenticidad superiores, cualquier grupo de novelas estadounidenses de un grupo igualmente accidental de novelas inglesas, dándoles el mismo santo derecho a ser igual de buenas que un número equivalente de novelas rusas, francesas, españolas, italianas o noruegas recientes. Los ideales del novelista estadounidense, distintos de los del inglés, son los qwe le dan ventaja, y parecen prometerle el futuro. El amor de lo pasional y lo heroico, como el que profesa el inglés, es una cosa tan tosca e indeseable, tan sorda y ciega ante todos los hechos más exquisitos e importantes del arte y de la vida, tan insensible a los valores sutiles de ambos, que su presencia o ausencia tiene una importancia crucial, y le permite al que no está obsesionado por él dar gracias a Dios por no ser como aquel otro hombre. Pocas dudas puede haber de que muchos refinamientos de pensamiento y espíritu de los que todo americano es consciente en la ficción de este continente, pasan necesariamente inadvertidos para nuestros buenos parientes de allende los mares, cuya torpe comprensión requiere algo enorme y palpable para convencerse de la realidad. Esto no es culpa suya, y no estoy seguro de que sea una desgracia total en su caso: ellos están hechos para no echar de menos lo que no encuentran, y

viven sencillamente contentos sin esas sutilezas de la vida y el carácter que a nosotros nos hacen tan intensamente felices, por haberlas observado en la literatura. Si alguna vez llegan a percibirlas, es como algo vago y diáfano, algo que oscila con poca transparencia delante de sus sentidos y les embroma, de forma muy parecida a como los seres de un mundo invisible podrían burlarse de uno de nuestra constitución material mediante insinuaciones de su presencia. Hay, por tanto, motivos para que un inglés, el señor Henley, se queje de que nuestra ficción es una tierra de penumbra, aunque nosotros encontramos en ella cada vez más el fiel relato de nuestra vida, con sus motivaciones y emociones, y todas las pasiones e ideales relativamente etéreos que influyen en ella. De hecho, el americano que decide disfrutar plenamente de sus derechos de nacimiento, vive en un mundo completamente distinto al del inglés, y habla (con demasiada frecuencia por la nariz) otro idioma: respira un aire enrarecido y ligero lleno de posibilidades brillantes y promesas radiantes, del que luchan en vano por llenarse los pulmones obstruidos por la niebla y el hollín de aquellos menos afortunados isleños. Pero el americano debería ser humilde en su situación ventajosa, y paciente con la tos y el balbuceo de su primo que, al sumergirse en una de nuestras novelas, se queja de encontrarse en un recipiente sin aire. Para ser totalmente justo con el pobre hombre, diré que incluso yo he tenido la misma experiencia en la atmósfera de alguno de nuestros romances más atenuados. Sin embargo, de vez en cuando, con una total tranquilidad y mucha alegría, leo un libro con cuyas escenas el inglés medio quedaría asombrado. No sucede nada; es decir, nadie asesina o corrompe a nadie; no hay incendiarismo ni saqueo de ningún tipo; no hay un solo fantasma, ni una bestia salvaje, ni una salvación por un pelo, ni un naufragio, ni un monstruo del autosacrificio, ni una señora de cinco mil años de edad en todo el transcurso del relato; "ni un paseo, ni una banda de música, ¡nossing!", como decía el francés del señor Du Maurier de la reunión previa a la cacería del zorro. Y, sin embargo, el libro está lleno del más profundo interés para aquellos que disfrutan del estudio de los caracteres individuales y las circunstancias generales, tal y como se le manifiestan a la experiencia americana.

Dichas circunstancias han sido tan favorables hasta la fecha (aunque cada vez lo son menos) que explican fácilmente la fe optimista que el señor Hughes detecta en nuestra novela. Uno de los inconvenientes de la práctica del romance en America, del que Hawthorne se lamentaba medio en broma, solía ser que había tan pocas sombras y desigualdades en nuestro amplio nivel de prosperidad; y una de las reflexiones que sugiere la novela de Dostoievski Crimen y castigo es que quienquiera que eligiese un tono tan profundamente trágico en la ficción americana haría una cosa falsa y equivocada — tan falsa y equivocada como lo sería el tratar en la ficción americana de ciertas desnudeces que parecen resultar tan edificantes para los pueblos latinos. Cualquiera que fuese su merecido, muy pocos novelistas americanos han sido fusilados, o en última instancia exiliados a los rigores del invierno de Duluth; y en un país en donde los carpinteros y los fontaneros ambulantes hacen huelga para conseguir cuatro dólares al día, el hambre y el frío son relativamente insignificantes, y las injusticias de una clase para con la otra han sido casi inapreciables, aunque todo esto está cambiando para peor. Nuestros novelistas, por lo tanto, se ocupan de los aspectos más risueños de la vida, que son los más americanos, y buscan lo universal en los intereses individuales, más que en los sociales. Merece la pena, incluso a riesgo de ser llamado ordinario, hacer justicia a nuestras realidades acomodadas; las mismísimas pasiones parecen resultar atenuadas y modificadas por circunstancias que, al menos en otro tiempo, no podía decirse que agraviasen a nadie, que estorbasen el esfuerzo, o que contrariasen el deseo legítimo. Siempre ha de haber en el mundo pecado, sufrimiento y deshonra, supongo yo, pero creo que en este nuestro nuevo mundo se dan fundamentalmente en el caso de una persona para con otra, y todavía más a menudo en el de una persona para consigo misma. Tenemos la muerte también en América, y una gran cantidad de enfermedades desagradables y dolorosas, que la multiplicidad de nuestras medicinas patentadas no parecen curar; pero esta es una tragedia que viene dada por la naturaleza misma de las cosas, y no es específicamente americana, como lo es el amplio y feliz promedio de salud, éxito y vida feliz. No servirá de nada fanfarronear, pero está bien ser fiel a los hechos, y ver que, exceptuando estas dificultades puramente mortales,

las gentes de aquí han disfrutado de unas condiciones en las que la mayoría de los infortunios que han ensombrecido su historia podrían evitarse mediante el trabajo honrado y la conducta altruista. Tenemos entre nosotros artistas admirables, y prudentes hasta cierto punto; y no debemos olvidar esto en momentos aciagos en los que parece que todas las mujeres se han puesto a escribir impropiedades histéricas, y que algunos hombres están intentando ser al menos tan histéricos, una vez perdida la esperanza de ser tan impropios. Si nos limitásemos al cariz de una cierta escuela — que necesita urgentemente un maestro — podríamos perfectamente ser pesimistas; pero, después de todo, esa escuela no es representativa de nuestras circunstancias ni de nuestras intenciones. Otras peculiaridades son mucho más características de nuestra vida y nuestra ficción. En la mayoría de las novelas americanas, vividas y gráficas como son las mejores de ellas, los personajes están segregados, cuando no aislados, y el escenario está escasamente poblado. El efecto puede ser una respuesta instintiva al vacío de nuestra vida social, y yo no me apresuraré a condenarlo. Hay pocos lugares, pocas ocasiones entre nosotros, en las que un novelista logra reunir un gran número de gente educada, o por lo menos mantenerlos juntos. A no ser que lleve una cámara de fotos, su retrato no tiene verosimilitud; a uno le producen la misma sensación que las figuras reunidas a la ligera en viejos grabados horrendos como el de "Washington Irving y sus amigos". Quizá sea esta la razón por la que destacamos en pequeñas obras con tres o cuatro figuras, o en estudios de comunidades rústicas en las que, a falta de sociedad, hay propinquidad. Nuestro dominio de la vida más urbana y sofisticada es débil; la mayoría de los intentos de ensamblarla en nuestros retratos fracasan, posiblemente porque es demasiado transitoria, y su naturaleza demasiado intangible entre nosotros, para que podamos representarla fielmente como realmente existente. No estoy seguro de que los norteamericanos no hayan acercado el relato breve a la perfección en todos sus aspectos en mayor medida que prácticamente ningún otro pueblo, y por razones muy simples y asequibles. Podría aducirse por la prisa y la impaciencia nacionales que es una forma literaria especialmente adaptada al

temperamento americano, pero yo sospecho que su extraordinario desarrollo entre nosotros se debe mucho más a hechos más tangibles. El éxito de las revistas estadounidenses, que es nada menos que prodigioso, sólo puede equipararse a su excelencia. Su éxito no se debe sólo al coraje de decidir lo que debería agradar, sino al conocimiento de lo que en verdad agrada; y es probable que, aparte de las ilustraciones, sean los cuentos los que agraden a los lectores de nuestras mejores revistas. Han de incluir las novelas serializadas, por supuesto; pero con mucha más lógica han de incluir cuentos y, por el funcionamiento de la ley de la oferta y la demanda, los cuentos, abundantes en cantidad y excelentes en calidad, se producen porque hay demanda. Debido a otra vertiente de la misma ley, que los economistas políticos han tomado en cuenta más recientemente, la demanda se deriva de la oferta, y si se buscan cuentos es porque hay una capacidad probada para suministrarlos, y la gente los lee con gusto porque generalmente son muy buenos. El arte de escribirlos es ahora tan disciplinado y está tan extendido entre nosotros que no hay escasez ni para las revistas ni para las cadenas de periódicos que los comercializan casi hasta el punto de excluir las novelas serializadas. En otros países, el folletín de los periódicos es una novela que continúa día a día, pero entre nosotros los periódicos, bien sean diarios o semanales, ahora imprimen novelas con menos frecuencia, tanto si las consiguen directamente de los escritores, como hacen muchísimos, o a través de las agencias de prensa, que suministran una amplia variedad de mercancías literarias, principalmente para las ediciones dominicales de los periódicos de las grandes urbes. En los periódicos de provincias el cuento sustituye a los capítulos del serial que solía proporcionarse. XXII Un hecho interesante en relación con las diferentes variedades del cuento entre nosotros es que los esbozos y estudios hechos por mujeres parecen más fidedignos y realistas que los de los hombres, en relación con su número. La tendencia de ellas se orienta más claramente en esa dirección, y hay una solidez, una observación sincera, en la obra de mujeres como la señora Cooke,

la señorita Murfree, la señorita Wilkins y la señorita Jewett, que a menudo dejan poco que desear. En general, yo me inclinaría a poner los cuentos americanos por debajo únicamente de los de los escritores rusos que he leído y, más que acusarla, alabaría su utilización libre de nuestros diferentes lenguajes locales, o "dialectos", como les llama la gente. Me gusta esto porque espero que el inglés que heredamos se vea constantemente renovado y reanimado a partir de las fuentes autóctonas que nuestra descentralización íiteraria ayudará a mantener abiertas, y reconozco que cuando hojeo novelas procedentes de Filadelfia, de Nuevo Méjico, de Boston, de Tennessee, de la rural Nueva Inglaterra, de Nueva York, todas las variedades locales del lenguaje me dan ánimo y placer. M. Alphonse Daudet, en una conversación que el señor H. H. Boyesen ha consignado en una entrevista con él grabada hace poco, dijo, al hablar de Turguenev: "¡Qué lujo debe de ser tener una grande e inexplorada lengua bárbara importante en la que adentrarse! Los desafortunados que trabajamos en la lengua de una vieja civilización, podemos sentarnos y cincelar nuestras pequeñas ocurrencias verbales, sólo para terminar constatando que estamos puliendo una joya prestada. La corona de joyas de nuestra lengua francesa ha pasado por las manos de tantas generaciones de monarcas que parece un atrevimiento por parte de cualquier pretendiente tardío el pretender ponérsela". Este lamento es, naturalmente, poco serio, aunque tiene algo de razón, y el mismo pesar ha sido expresado con más seriedad por el poeta italiano Aleardi: Musa d'un vecchio popolo, nei giorni Stanchi di lunga servitude io nacqui ... Oh! fortunate Le mie sorelle, che cantar sull'alba Eroica d'una gente! A lor in sorte Toccaron gli estri vergini e la casta Ingenuitá de la natía favella; E riverito usciva il fácil carme Da le valide corde.

No servirá de nada admitir que estamos en una situación tan desesperada en el caso del inglés, pero podemos sentir también algún grado de esta desesperación divina al pensar en "el esplendoroso período de la gran Isabel", cuando los poetas estaban experimentando todos los registros de la joven lengua, y emocionándose con las sorpresas de su propia música. Podemos consolarnos, sin embargo, a no ser que prefiramos un derroche de lamentación, recordando que ninguna lengua es nunca vieja en los labios de los que la hablan, por muy decrépita que brote de la pluma. No tenemos más que salir de nuestros despachos, editoriales y de otra índole, y acudir a las tiendas y a los campos para volver a encontrar el "esplendoroso período"; y desde el principio el Realismo, antes de incorparar la letra mayúscula, había dado con esta idea tan obvia junto con las otras. El señor Lowell, casi el mejor y el más admirable realista que escribió en verso, nos mostró que Isabel todavía reinaba en donde él oía hablar a los granjeros yanquis. No es preciso incluir el argot en la compañía de sus superiores, aunque quizás el argot ha ido cambiando de estatus y convirtiéndose en lengua desde el principio del mundo, y a veces es ciertamente delicioso y enérgico en el terreno fuera del alcance del diccionario. Yo no pediría a nadie que buscase palabras nuevas, pero si alguna de ellas resultase adecuada, que no deseche su ayuda. Sería un error catastrófico que nuestros novelistas pretendisen escribir a la americana, por cualquier motivo, pero si son americanos de nacimiento, yo preferiría que utilizasen "americanismos" siempre que sirvan para lo que ellos quieren; y cuando hablan sus personajes, me gustaría oírlos hablar americano auténtico, con toda la variedad de acentos de Tennessee, Filadelfia, Boston, y Nueva York. Si nos preocupamos por escribir lo que los críticos consideran "inglés", resultaremos pedantes y afectados, y todavía más si hacemos hablar "inglés" a nuestros americanos. Existe también un serio inconveniente con el "inglés": si escribiésemos el mejor "inglés" del mundo, es probable que ni los mismos ingleses lo reconocerían, o, si lo hiciesen, ciertamente no lo admitirían. Los gramáticos y los puristas siempre han supuesto que un idioma puede mantenerse tal como ellos lo encuentran; pero las lenguas, mientras viven, están cambiando continuamente. Al parecer, Dios las creó para la gente común, la

misma gente que Lincoln creyó que era del agrado de Dios, y que por eso había creado tanta; y la gente común las utiliza libremente como hace con otros dones divinos. En sus labios nuestro inglés continental se diferenciará cada vez más del insular, y creo que esto no es deplorable, sino deseable. Querría, en resumen, que nuestros novelistas fuesen tan americanos como inconscientemente puedan. Matthew Arnold se quejaba de no encontrar "distinción" en nuestra vida, y yo de buena gana convencería a todos los artistas que entre nosotros se proponen la grandeza en alguna modalidad, de que el reconocimiento del hecho señalado por el señor Arnold debería ser para ellos una fuente de inspiración, y no de desaliento. Llevamos unos cien años construyendo un estado basado en la afirmación de la igualdad esencial de los hombres en sus derechos y deberes y, tanto si hemos acertado, como si nos hemos equivocado, los dioses han aceptado lo que decíamos, y nos han respondido con una civilización en la que no hay "distinción" perceptible para los ojos que la aman y la valoran. Nuestra belleza y grandiosidad son corrientes, la belleza y la grandiosidad en las que la cualidad de la solidaridad prevalece en tal magnitud que ninguna de las dos se distingue en detrimento de ninguna otra cosa. Me parece que estas condiciones invitan al artista que quiera prosperar en nuestro nuevo orden de cosas al estudio y la apreciación de lo común, y a la representación en todas las artes de aquellos aspectos más refinados y elevados que, más que dividir, unen a la humanidad. El talento que es lo suficientemente robusto para afrontar el mundo cotidiano y captar el encanto de su cara magnífica y amable agotada por el trabajo y la preocupación, no tiene por qué temer el encuentro, aunque éste le parezca horrible a los que se nutrieron de la superstición de lo romántico, lo estrafalario, lo heroico, lo distinguido, considerados como las únicas cosas dignas de la pintura, la escultura o la escritura. Las artes habrán de hacerse democráticas, y entonces tendremos la expresión de América en el arte; y el reproche, en parte justificado, que nos hacía el señor Arnold, nunca más será justo; nosotros seremos "distinguidos". XXIII

Mientras tanto, se ha dicho con una justicia sólo aparente que nuestra ficción es restringida; aunque supongo que la ficción inglesa actual es, en el mismo sentido, tan restringida como la nuestra; y la mayoría de las novelas modernas son restringidas en cierto sentido. En Italia, los mejores autores están escribiendo novelas tan cortas y de alcance tan restringido como las nuestras; en España, las novelas son intensas y profundas, pero no extensas; la escuela francesa, con la excepción de Zola, es restringida; los noruegos son restringidos; los rusos también, excepto Tolstói, y el más grande después de él, Turguenev, es el más restringido de todos los grandes novelistas, por lo que respecta a las meras dimensiones, y trata casi siempre de grupos pequeños, aislados y analizados a la manera más americana. De hecho, la acusación de restricción afecta a la tendencia general de toda la ficción moderna tanto como a la escuela americana. Pero no estoy en absoluto de acuerdo con que esta restricción sea un defecto, a la vez que niego que sea una característica universal de nuestra ficción; es, más bien, por el momento, una virtud. Por cierto que yo llamaría a la producción estadounidense actual, del Norte y del Sur, minuciosa más que restringida. En un sentido es tan amplia como la vida, pues cada hombre es un microcosmos, y el escritor que es capaz de familiarizarnos a fondo con media docena de personas, o con las particularidades de una zona o de una clase social, ha hecho algo que no puede llamarse restringido en ningún sentido peyorativo; su amplitud es vertical, y no lateral, eso es todo; y esta profundidad es más deseable que la expansión horizontal en una civilización como la nuestra, en la que las diferencias no son de clase, sino de tipos, y tampoco de tipos tanto como de caracteres. Se necesitaba un nuevo método para tratar de las nuevas circunstancias, y el nuevo método es de alcance mundial, porque todo el mundo está más o menos americanizado. Tolstoi es excepcionalmente voluminoso entre los escritores modernos, incluso los rasos; y podría decirse que el fuerte del mismo Tolstoi no está en su amplitud lateral, sino en su amplitud hacia arriba y hacia abajo. La muerte de Iván Ilich deja una impresión tan vasta en el alma del lector como cualquier episodio de Guerra y paz, que, por cierto, puede recordarse sólo por episodios, y no como un todo. Yo creo que podemos aconsejar tranquilamente a nuestros escritores que continúen trabajando a

la manera moderna, porque es la mejor manera hasta ahora conocida. Si hacen una obra fidedigna, será amplia, cualquiera que sea su superficie; y sería un grandísimo error intentar hacerla larga. Un libro largo es necesariamente un conjunto de episodios más o menos vagamente conectados por un hilo narrativo, y no parece haber ninguna razón para proporcionar siempre este hilo. Cada episodio puede ser totalmente distinto, o puede pertenecer a un grupo con conexiones entre ellos; el efecto final provendrá de la autenticidad de cada episodio, no del tamaño del grupo. El campo de la experiencia humana nunca se exploró tan a fondo en la literatura imaginativa como en nuestra época; y la vida americana en particular está siendo representada con una plenitud sin igual. Es verdad que ningún escritor ni ningún libro concretos la representan, porque eso es imposible; nuestra descentralización social y política lo impide, y podría impedirlo siempre. Pero muchos y muy buenos escritores están esforzándose instintivamente por dar a conocer cada parte del país y cada fase de nuestra civilización a todas las otras partes; y su obra no es restringida en ningún sentido inferior o perverso. El mundo fue muy pequeño en un tiempo, y es ahora muy extenso. Antes toda la ciencia cabía en una sola mente; pero ahora el hombre que aspira a ser notorio o útil en la ciencia ha de dedicarse a una sola especialidad. Es así en todo, en todas las artes y profesiones; y el novelista no está por encima de la regla universal en contra de la universalidad. Aporta su contribución a un conocimiento exhaustivo de grupos del linaje humano, en circunstancias rebosantes de novedad e interés sugerentes. Trabaja con menos miedo, con más franqueza, y con más exactitud que nunca; su obra, o gran parte de ella, puede estar condenada a no imprimirse nunca más que en las revistas mensuales; pero si se vuelve hacia su estantería y contempla la imponente colección de clásicos británicos o de otra procedencia, sabe que aquellos también están muertos en su mayoría; sabe que el mismo planeta está condenado a congelarse y terminar cayéndose sobre el sol, llevando consigo toda la literatura existente. Es una mera cuestión de tiempo. Se consuela, por tanto, si es sabio, y continúa trabajando; y todos podemos consolarnos algo al pensar que la mayoría de las cosas no se pueden evitar. Sobre todo no puede evitarse un movimiento

literario como el que el mundo tiene ahora ante sí; y, así como no podemos volver atrás y asumir las condiciones sociales, económicas o políticas del pasado, tampoco podemos volver atrás para adoptar las modas literarias de ninguna época anterior. Si se me permitiese dirigirme directamente a nuestros novelistas, les diría: no os preocupéis por pautas o ideales; intentad ser exactos y naturales; recordad que no hay grandeza ni belleza que no provengan de la fidelidad a vuestro propio conocimiento de las cosas; y continuad trabajando, incluso si vuestra obra no se recuerda mucho tiempo. La literatura llamada clásica en todas las lenguas no está, en al menos tres quintas partes, más viva que los poemas y cuentos que perecen cada mes en nuestras revistas. Toda ella se imprime una y otra vez, una generación tras otra, un siglo tras otro; pero no tiene vida; está tan muerta como las personas que la escribieron y leyeron, y a las que quizás les decía algo; para ellos era una moda, un capricho, un gusto pasajero. Una devoción supersticiosa la preserva, y quiere hacernos creer que tiene cualidades estéticas que pueden deleitar o edificar; pero a nadie le gusta realmente, a no ser como un reflejo de los caprichos y estados de ánimo del pasado del linaje humano, o una revelación de la personalidad del autor; por lo demás es basura, y a menudo basura muy sucia, lo que normalmente no sucede con la basura del presente. XXV ¿Quién va a negar que la ficción sería incomparablemente más vigorosa y verdadera, si por una vez pudiese romper el hábito que la somete a la celebración prioritaria de una sola pasión, en una u otra fase, y pudiese dedicarse con franqueza al servicio de todas las pasiones, intereses y hechos? Todos los novelistas que han reflexionado sobre su arte saben que sí lo sería, y yo creo que, después de pensarlo bien, han de dudar si su esfera resultaría muy agrandada en el caso de que se les permitiese tratar libremente los aspectos más oscuros de la pasión favorita. Pero, como he mostrado, el privilegio, el derecho a hacer esto, está ya totalmente reconocido. Esto lo demuestra una vez más el hecho de que la crítica seria considera obras maestras (no insistiré en la

cuestión de la supremacía) las dos grandes novelas que más han conmovido al mundo por su estudio del amor culpable. Si por casualidad, si por algún prodigio, surgiese ahora un americano que lo tratase al nivel de Ana Karenina y Madame Bovary, tendría el éxito absolutamente asegurado, y una fama y una gratitud tan grandes como las que dichos libros han reportado a sus autores. Pero ¿qué director y qué revista americana publicarían semejante relato? De verdad que no creo que ninguno lo hiciese; y en esto nuestro novelista ha de someterse también a ciertas condiciones. Si desea publicar ese tipo de relato (suponiendo que alguna vez lo haya escrito), ha de publicarlo como libro. Un libro es algo autónomo, responsable de su carácter, que rápidamente se da a conocer, y no alcanza necesariamente a todos los miembros del hogar. El padre o la madre pueden decirle al niño: "preferiría que no leyeras ese libro"; si el niño no es de fiar, el libro se puede guardar bajo llave. Pero la cuestión es distinta en el caso de la revista y su novela por entregas. Entre el director de una revista honrosa inglesa o estadounidense y las familias que la reciben, hay un acuerdo tácito de que aquél no publicará nada que un padre no pueda leer a su hija, o dejarle que lo lea ella sin peligro. Después de todo, es una cuestión de negocios; y el novelista rebelde debería contemplar la situación con tranquilidad y sentido común. El director no creó la situación; pero ésta existe, y aquél no podría siquiera intentar cambiarla sin correr muchos riesgos. El la respeta, por lo tanto, con la buena fe de un hombre honrado. Incluso si él mismo es novelista, apasionado por su arte e impaciente con las limitaciones que afectan a éste, interpone su veto, como hizo Thackeray en el caso de Trollope, cuando un colaborador se acerca a terreno prohibido. No sirve de nada decir que los diarios están plagados de hechos muchísimo más viles y fatales que cualquiera de los imaginados por la ficción. Eso es verdad, pero también lo es que el sexo que lee más novelas lee menos periódicos; y, además, el reportero no tiene la destreza del novelista para fijar impresiones en la mente de una joven, o para sugerir conjeturas. La revista es un poco despótica, un poco arbitraria; pero sin ninguna duda su parcialidad es indispensable para el éxito, y sus condiciones no son tan intolerantes. No se pueden tratar los temas de Tolstói y de

Flaubert con la libertad artística absoluta de Tolstói y de Flaubert; desde Defoe eso no se conoce entre nosotros; pero si se tratan a la manera de George Eliot, de Thackeray, de Dickens, de la sociedad, se pueden tratar incluso en las revistas. No hay ninguna otra restricción. Todos los horrores, miserias y torturas están permitidas; las páginas pueden desprender sangre; a veces puede suceder que el director incluso le exija a uno un material tan fuerte. Pero es probable que no exija nada que no sea el seguimiento de la convención en cuestión; y, si uno no tiene preferencias por la efusión de sangre, aquél le dará libertad para utilizar todos los recursos dulces y pacíficos para interesar a los lectores. Creedme que no es un territorio nada restringido el que aquél os abre, con la pequeña indicación de no pisar el césped sólo en un punto. Su inmensidad está todavía prácticamente sin explorar, y tiene regiones enteras todavía desconocidas para el narrador. Escarbad en cualquier parte, y basta con cavar lo bastante profundo para encontrar tesoros; o, si os gusta vagar, los climas más suaves, las temperaturas más agradables, los cielos más serenos, están a vuestra entera disposición, y se visitan tan poco que las posibilidades de innovación son mayores entre ellos. XXVIII Pero, si bien el impulso humanitario ha desaparecido casi por completo de la literatura navideña, creo que nunca ha caracterizado a toda la ficción de forma tan generalizada. Uno puede negarse a reconocer este impulso; uno puede negar que esté conformando la vida en mayor medida que nunca, pero nadie que tenga ante sus ojos la corriente de la literatura puede dejar de verlo. Hoy en día, la gente tiene pensamientos y sentimientos generosos, si es que no vive con justicia; es una época de ansiedad por librarse de la maldición del egoísmo, de cuestionamiento intenso de cómo ayudar a los demás, de negación vigorosa de que las condiciones en las que de buena gana seguiríamos sean sagradas o inmutables. Principalmente en los Estados Unidos, en donde el linaje humano ha llegado a unas alturas nunca antes alcanzadas, la eminencia hace posible que más gente que nunca vea cómo incluso aquí multitudes inmensas

están hundidas en una miseria que ha de hacerse cada día más desesperada, o enredadas en una lucha por la mera supervivencia que ha de terminar por esclavizarlas y embrutecerlas. El arte está, en efecto, empezando a percatarse de que ha de perecer si no hace amistad con la Necesidad. Se da cuenta de que el apartarse de la mayoría y no dejarles ninguna alegría en su trabajo, para dedicarse a la minoría a la que no puede proporcionar alegría alguna en su ociosidad, es un error mortífero. Este ha sido por mucho tiempo el meollo del mensaje de Ruskin: y si creemos a William Morris, la gente corriente le ha escuchado de buena gana, y ha percibido la verdad de lo que dice. "Ven en él al profeta más que al retórico fantástico que ven los lectores más superrefinados"; y los hombres y las mujeres que hacen el trabajo duro han aprendido de aquél y de Morris que tienen el derecho al placer en su labor, que cuando se les haga justicia lo tendrán. La poesía ha afirmado algo por el estilo en todas las épocas, pero a la nuestra le correspondió percibirlo y expresarlo de alguna forma en todas las modalidades literarias. Pero esto constituye sólo una fase de la dedicación de la mejor literatura de nuestra época al servicio de la humanidad. Ningún libro escrito con una motivación rastrera o cínica podría tener éxito hoy, por muy brillante que fuera; y el trabajo hecho en el pasado para la glorificación de la mera pasión y el poder, para la deificación del yo, lo vemos monstruoso y horrible. El espíritu romántico adoraba el genio, adoraba el heroísmo, pero en sus mejores momentos, en un hombre como Victor Hugo, este espíritu reconoció el derecho supremo de la gente más humilde. El error del espíritu romántico consistió en idealizar las víctimas de la sociedad, retratarlas con virtudes y belleza imposibles; pero la verdad, que ha accedido a la más noble encomienda del romance, representa a estas víctimas tal como son, y manda al mundo que las tenga en consideración, no porque sean hermosas y virtuosas, sino porque son feas y depravadas, crueles, sucias, y no completamente repugnantes únicamente porque lo divino no puede nunca desaparecer por completo de lo humano. La verdad no encuentra estas víctimas únicamente entre los pobres, entre los hambrientos, los sin hogar, los andrajosos; sino también entre los ricos, amargados por la carencia de propósitos, la saciedad, la

desesperación de la riqueza, que derrochan sus vidas en un mundo ilusorio de ostentación y apariencias, sin nada real excepto la desdicha que proviene de la insinceridad y el egoísmo. No necesito decir, ni a los muchos que se encolerizan con mis opiniones sobre este tema, ni a los pocos que las aceptan, que no creo que la ficción de nuestra época esté siquiera siempre a la altura de esta tarea, o quizás más que en contadas ocasiones. Pero, como expresé anteriormente, para el descontento de dos continentes que todavía resuena, la ficción es actualmente un arte más refinado que hasta ahora, y se acerca más a los requisitos del estándar infalible. Tengo esperanzas de que sea realmente útil, porque por fin se está construyendo sobre los únicos cimientos seguros; pero no estoy en absoluto seguro de que vaya a ser la forma literaria definitiva, o de que siga siendo tan importante como creemos que está destinada a ser. Al contrario, podemos imaginar perfectamente que cuando la ficción, mediante la representación fidedigna de la vida, haya elevado a la gran mayoría de los lectores, ahora sumidos en las ridiculas alegrías de la mera fábula, hasta hacerles sentir interés por el significado de las cosas, entonces la ficción más fidedigna pueda ser suplantada por una modalidad todavía más fidedigna de historia contemporánea. Dejo de buena gana el carácter exacto de esta modalidad a la imaginación más vigorosa de los lectores cuyas mentes se han nutrido de las novelas románticas, y que en realidad tienen una imaginación que merece la pena destacar, y me ciño, como es habitual, a este lado del territorio de la conjetura. El arte que en el ínterin desdeña la función de profesor es uno de los últimos refugios del espíritu aristocrático que está desapareciendo de la política y la sociedad, y que ahora busca cobijo en la estética. El orgullo de casta se está convirtiendo en el orgullo del gusto pero, igual que antes, siente aversión hacia la mayoría de los hombres; se aviene a conocerlos únicamente bajo un disfraz convencionalizado y artificial. Lo que persigue es distanciarse, mantenerse apartado, ser distinguido, y no ser identificado. La democracia en la literatura es lo contrario de todo esto. Desea saber y decir la verdad, segura de que en ella se encuentran el consuelo y el deleite; no tiene interés por representar lo maravilloso y lo imposible para la mayoría vulgar,

ni por sentimentalizar y falsificar la realidad para la minoría vulgar. Los hombres tienen más parecidos que diferencias: hagamos que se conozcan mejor unos a otros, para que todos puedan hacerse humildes y resulten fortalecidos al barruntar su hermandad. Ni las artes, ni las letras, ni las ciencias han de considerarse intereses serios, a no ser que de alguna manera, clara u oscura, tiendan a hacer el género humano mejor y más bondadoso; son todas ellas inferiores a las destrezas más toscas que proporcionan alimento, techo y ropajes porque, si no cumplen dicha función, son inútiles; y sólo pueden hacerlo a partir de y mediante la verdad.