No hay piedad para Ingrid y Clara

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Notas

Sábado 9 de agosto de 2008

Hay que aplicar la ley de bosques Por Diego Moreno Para LA NACION

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IENTRAS el gobierno nacional demora la reglamentación de la ley de bosques, el fuego arrasa veinte mil hectáreas de bosques nativos, la sequía alcanza niveles históricos y miles de familias intentan sobrevivir racionalizando el agua al máximo. Todo esto acontece en estos días en Chaco, pero esta realidad no difiere mucho de lo que ocurre en otras provincias del norte argentino. La región fue la más afectada por los desmontes y la expansión irracional de la frontera agropecuaria; allí, antes de la vigencia de la ley, se producía cerca del 70% de la deforestación anual de todo el país. En Salta, por ejemplo, entre 1998 y 2006, desaparecieron 609.323 hectáreas de bosques nativos. La pérdida de masa forestal trae cambios en el clima, por la pérdida de humedad retenida en el suelo. La disminución de los bosques también ocasiona un deterioro de la diversidad biológica, contribuye al efecto invernadero y empeora la calidad de vida de los pobladores locales. Además, se erosionan los suelos y los sedimentos que éstos desprenden afectan los cursos de agua. En este contexto, el Congreso nacional sancionó, a fines de 2007, la ley de bosques, impulsada por más de veinte organizaciones ambientales y sociales, y apoyada por casi un millón y medio de firmas de ciudadanos. La norma tiene como finalidad ordenar el uso del territorio, y así poner un freno a los desmontes de los bosques nativos y compensar económicamente a quienes los aprovechan racionalmente. La misma ley también prevé la prohibición de la tala rasa por un año. En este plazo, las provincias están obligadas a realizar un plan de ordenamiento territorial de manera participativa, pero hasta ahora muy pocas han iniciado el proceso. Es que muchas están pendientes de que el Ejecutivo nacional deje firmes los lineamientos generales por medio del decreto reglamentario, que establecerá la forma en que se hará operativa la ley. En esta segunda mitad del año, es fundamental una rápida reglamentación, ya que a diario conocemos nuevas denuncias por desmontes ilegales o, llamativamente, se siguen produciendo incendios en áreas de expansión de la frontera agrícola. En tanto que la ley de bosques no se reglamente y las provincias no pongan en marcha un proceso de participación ciudadana para consensuar el ordenamiento territorial, el daño ambiental, social y cultural continúa, y no somos pocos los que nos alarmamos por ello. © LA NACION El autor es director de Conservación de la Fundación Vida Silvestre.

LA NACION/Página 29

No hay piedad para Ingrid y Clara Por Tomás Eloy Martínez Para LA NACION

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AS heridas del cautiverio que Ingrid Betancourt y Clara Rojas padecieron, durante más de seis años, en la jungla colombiana parecían a punto de cerrarse, cuando se abatió sobre las dos mujeres otra calamidad. Al confinamiento infligido por sus verdugos de las FARC –con el ominoso cortejo de tormentos físicos, contagio de plagas, abusos sexuales y amenazas de daños a las familias– siguió, desde el momento mismo en que las mujeres fueron liberadas, el acoso de un periodismo sin fronteras morales, que sigue esforzándose por convertir a las víctimas en piezas de un espectáculo que se presenta como información necesaria, pero cuya única función es saciar la curiosidad perversa de los consumidores de escándalo. Más de un profesional respetable ha caído en las trampas de ese juego soez. Larry King, que tiene dos largas décadas de experiencia conduciendo por CNN el programa de entrevistas más influyente en los Estados Unidos, le preguntó a Ingrid Betancourt –sin que se le moviera un músculo– si la habían violado en la selva o había sido testigo de violaciones a otras cautivas, como si la intimidad de los seres humanos fuera un trofeo que se puede inmolar ante diez millones de telespectadores. En su programa de radio, uno de los más prestigiosos

después del parto, le transmitió la noticia a la familia. Aun perturbada por lo que llama “una comprensible confusión de sentimientos”, la madre le escribió a Clara de inmediato: “Sabes, querida mía, que cuentas conmigo para todo. Estoy aquí. Tu madre siempre te espera”. Ahora, mientras Ingrid regresa con entusiasmo a la vida política, en la que el peso de su desventura podría contribuir de manera decisiva a la segunda reelección de Uribe – para la que se necesita otra reforma constitucional–, Clara intenta rehacer su vida, “inventarme desde cero”, como repite. “Me pregunto, entre otras cosas, si tendré la capacidad de volver a enamorarme.” Treslibrosclásicos de Primo Levi –Si esto es un hombre, Los hundidos y los salvados, La tregua– han establecido con claridad y valentía que quien no haya afrontado los extremos de horror del cautiverio no puede juzgar con ojos limpios las debilidades, deslealtades o eventuales traiciones de quienes han padecido tormentos en su conciencia y en su cuerpo. Levi no podía imaginar que, medio siglo después de Auschwitz, la condición humana se degradaría tanto como para espiar con avidez el sufrimiento ajeno por el ojo de una cerradura morbosa que se disfraza de información. Desde comienzos del siglo XX, vivir en paz es la ilusión más poderosa

¿Qué verdad puede revelar el periodismo recurriendo a una táctica de asedio propia de los verdugos? profesionales de Colombia le pidió a Clara Rojas que contara si había tratado de ahogar en un río de la selva a Emmanuel, su hijo recién nacido. Fue una pregunta tan enfermiza como inútil. Si nadie podría responderla sin inculparse, ¿qué sentido tiene entonces formularla ante una mujer atribulada, sobre la que están pesando demasiadas desgracias? ¿Qué verdad puede revelar el periodismo recurriendo a una táctica de asedio propia de los verdugos? Sobre la inclinación creciente de algunos reporteros de medios masivos a convertir la noticia en un espectáculo de feria ha reflexionado, admirablemente, Ryszard Kapuscinski, uno de los mejores ejemplos de inteligencia y probidad profesional de estos tiempos desalmados. En Los cínicos no sirven para este oficio, Kapuscinski ha escrito: “Con la revolución de la electrónica y de la comunicación, el mundo de los negocios descubre que la verdad no es importante, y que ni siquiera la lucha política es importante, sino que, en la información, lo que cuenta es el espectáculo. Y, una vez que hemos creado la informaciónespectáculo, podemos vender esta información en cualquier parte. Cuanto más espectacular es la información, tanto más dinero podemos ganar con ella”. Lo que dice es desolador, pero no por eso menos cierto. Las desventuras de Ingrid Betancourt y Clara Rojas se han tejido y destejido de tantas maneras que en las pocas semanas transcurridas desde la liberación de Ingrid, a comienzos de julio, han pasado ya por las manos de agentes, productores y estudios de canales de televisión y estudios de Hollywood incontables proyectos de películas argumentales, telenovelas, weblogs temáticos, óperas rock, novelas dibujadas y reality shows, de

La degradación en la condición humana llega al colmo de querer espiar con avidez el sufrimiento ajeno

Con la revolución de la electrónica y de la comunicación, el mundo de los negocios descubre que la verdad no es importante, y que ni siquiera la lucha política es importante, sino que, en la información, lo que cuenta es el espectáculo

los que muy pocos verán la luz. Es una historia simple a la que los extremos de privación, aislamiento e incertidumbre fueron confiriendo la fisonomía de una tragedia. Cuando las dos mujeres fueron capturadas eran figuras públicas de cierto relieve. Ambas se postulaban por el partido Oxígeno Verde como candidatas a la presidencia y a la vicepresidencia de Colombia para las elecciones de 2002, en las que finalmente fue reelegido Alvaro Uribe. Los captores le permitieron entonces a Clara regresar a Bogotá, pero ella rechazó un privilegio que se le negaba a Ingrid y la siguió en

Pulsera electrónica

el cautiverio. La historia posterior es conocida y la propia Clara la ha narrado con un lenguaje conmovedor y solidario. El periodista Jorge Enrique Botero, que entrevistó al jefe guerrillero Raúl Reyes para su libro Ultimas noticias de la guerra, ha contado que Clara decidió tener a Emmanuel aun en las condiciones más adversas. Si bien lo que voy a citar, tomado de la revista Semana, no es literal, tampoco es infiel a lo que Clara parece haber declarado libremente. Dijo que durante el segundo año de cautiverio supo que estaba embarazada de un guerrille-

Rigurosamente incierto

In corpore sano

Por Francisco Mugnolo Para LA NACION

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L fracaso al utilizar la pulsera electrónica en un caso concreto no puede llevarnos a desvalorizar este mecanismo como alternativa de la prisión. La gran cantidad de presos preventivos en las cárceles de nuestro país hace necesario pensar mecanismos de morigeración. Sin embargo, podríamos preguntarnos qué mecanismos de morigeración de la cárcel podemos pensar para descomprimir las cárceles y hacer más justa esta realidad para algunas personas privadas de la libertad. La Procuración Penitenciaria de la Nación promueve, entonces, la posibilidad de alternativas a la prisión carcelaria. Por eso, ha presentado una iniciativa al respecto, que pretende beneficiar a los colectivos más vulnerables, a aquellos grupos que merecen una especial protección, como son las mujeres embarazadas o con hijos menores a cargo, personas enfermas o con alguna discapacidad y mayores de 70 años con enfermedad terminal. Esta iniciativa, junto con las de otros legisladores, dio origen al

Orden del Día Nº 1261 de sesiones ordinarias del año 2006, y recibió finalmente media sanción en la Honorable Cámara de Diputados de la Nación. En el caso del múltiple crimen de Campana, no debe llevarnos a discutir la política criminal a partir de un hecho, por más aberrante que sea. Es necesario discutir la formu-

No se debe discutir la política criminal ni dar soluciones espasmódicas por un hecho, por más aberrante que sea lación de una política criminal de Estado, eludiendo las reacciones espasmódicas y las soluciones demagógicas. No estoy en contra de otorgarle la pulsera a ningún procesado, siempre que esto implique el reconocimiento del derecho fundamental a la dignidad humana y el proceso de reinserción social. La pulsera electrónica puede resultar un mecanismo válido para

ro de rango inferior, sin mando de tropa. “Siempre había querido ser madre. En ese momento tenía 40 años y pensé: «¿Qué tal si después no se me presenta la oportunidad?». Nunca me planteé la opción de abortar y desde el principio decidí pelear por mi hijo. Fue una decisión difícil de explicar a los otros rehenes, que compartían conmigo una cárcel alambrada en medio de la selva. Sobre todo los hombres estaban inquietos y preocupados. Yo les dije: «Como ninguno de ustedes es el papá, quédense tranquilos. Es mi problema y de nadie más».” Botero, que vio a Clara poco

de los colombianos: una ilusión tan clamorosa como ardua de alcanzar. Casi no hay memoria de una época sin guerras desesperadas, empezando por la que duró mil días y cobró cien mil muertos entre 1899 y 1903. Luego vinieron las peleas de liberales y conservadores, que duraron hasta 1962 y en las que perecieron doscientos mil inocentes. En las afueras de las grandes ciudades acampan todavía los dos millones de desplazados que huyeron de la persecución de la guerrilla, de los narcos y los parapoliciales que les incendian las casas, se quedan con sus tierras y mutilan a familias enteras en la plaza mayor de los pueblos para sembrar el escarmiento. Todos los que se arriesgan a postularse para un cargo público en Colombia deben tener una pasión política inquebrantable y creer con fe ciega que quienes gobiernan pueden, tarde o temprano, modificar las rutinas de la historia. Desde los presidentes de la República hasta los alcaldes y los ediles, no hay funcionario público que no haya sufrido amenazas de muerte o no haya sido víctima de secuestro. La violencia se ha cobrado la vida de los mejores hombres, como lo fueron Jorge Eliecer Gaitán, asesinado a la luz del día en el centro de Bogotá, a comienzos de abril de 1948, y el candidato liberal Luis Carlos Galán, que encabezaba todas las encuestas presidenciales cuando lo abatieron los narcos en 1990. Ingrid Betancourt sabe bien lo mucho que está arriesgando al regresar al terreno minado de la vida pública. No parece temerle, sin embargo, a los fracasos políticos. La pesadilla más atroz a la que se enfrenta ahora es la violación sistemática de su intimidad por los devoradores de carroña, que se disponen a convertir hasta la causa más noble en un espectáculo. © LA NACION

Por Norberto Firpo suplantar la prisión preventiva. Utilizarla en el caso de los procesados debería tener idénticos fundamentos que el dictado de una prisión preventiva. Es decir, debe servir para asegurar los fines del proceso. Habría que evaluar en cada caso el peligro de fuga y el entorpecimiento de la investigación (se pueden tener en cuenta las condenas anteriores). Ahora bien, como las posibilidades de otorgar la pulsera electrónica como sustituto de la prisión preventiva son limitadas, debería establecerse, además de los requisitos para la restricción del derecho durante el proceso penal, algún orden de prioridades para su otorgamiento. Consideramos, entonces, que debería pensarse en los colectivos que presentan mayor grado de vulnerabilidad, como los ya mencionados, y, además, en aquellos casos de procesos que involucren delitos que supongan el menor grado de conflictividad frente a los bienes jurídicos lesionados. © LA NACION El autor es procurador penitenciario de la Nación.

Para LA NACION

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A confusión empieza con el nombre del lugar en que se desarrollan las competencias: aun cuando desde siempre la capital de China se llama Pekín (como bien lo acredita un antológico bodrio cinematográfico titulado 55 días en Pekín, film de 1963, protagonizado por Charlton Heston), ahora resulta que en muchas partes se la llama Beijing, porque así lo pretende un abstruso sistema que los chinos inventaron en 1958 con el propósito de unificar la transcripción de sus caracteres al alfabeto latino. Pero, dado que la Real Academia Española sigue prefiriendo Pekín, ¿qué puede importar, desde esta vereda idiomática, que los mandarines hayan rebautizado la capital de su país? Con todo, esa cuestión resulta harto nimia en comparación con tanta controversia y confusión que ya ventilan los Juegos Olímpicos allí en disputa. Sucede que estas olimpíadas se dirimen

en un país sumamente exótico: en él, la democracia es popularmente entendida como una entelequia, el concepto de derechos humanos es atisbado como una frivolidad occidental, impera un despotismo imperialista no muy ilustrado, las libertades escasean y la censura y una tracalada de cortapisas oficiales lo abarcan casi todo, a punto tal que hoy comprenden –con bochornosa venia del Comité Olímpico Internacional– a los 25.000 periodistas extranjeros que cubren las noticias deportivas... Unos 1400 millones de individuos bastante parecidos entre sí habitan esta república de neto cuño comunista y vuelta capitalista en cuanto la sacudió el “viarazo” neoliberal. No obstante –cosa rara–, ha de ser por celeste designio que 150 millones de nativos no alcancen a ganar todavía el equivalente de tres pesos argentinos por día, en tanto que otros 700 millones sufren una variante de la indigencia criolla. ¿Acaso los

altos bonetes pequineses copiaron métodos sudacas para que la repartija de recursos fiscales vulnere la equidad social? Al precio de 40.000 millones de dólares, estos Juegos Olímpicos cumplen el mandato político de trasladar, urbi et orbi, la imagen de una superpotencia altiva y lujosamente vigorosa, como la que hace treinta años supo vislumbrar el entonces líder Deng Xiaoping, todavía enfundado en aquel abrigado piyama que Mao, tal vez asociado a Giorgio Armani, había puesto de moda. Sin embargo, por el mismo precio, China exhibe ante el mundo la más alta tasa de condenados a muerte (vía fusilamiento, unos diez por día), a la vez que acredita elevados índices de corrupción impune y el récord mundial de magnates (320.000, con patrimonios hipermillonarios). Algo es evidente: gracias a los Juegos Olímpicos, la realidad tiene facha de buena mandarina. © LA NACION