Bruno Nardini
MIGUEL ÁNGEL Biografía de un genio
Traducción: Livia y Claudia Pettinau (Globe srl) Redacción: Augusta Tosone y Silvia Blanco Flecha www.giunti.it © 2001 Giunti Editore S.p.A. Via Bolognese, 165 - 50139 Firenze - Italia Via Dante, 4 - 20121 Milano - Italia ISBN 9788809753082 Edizione digitale realizzata da Simplicissimus Book Farm srl Prima edizione digitale 2010
PARTE PRIMERA
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Aprendices de los vivos y discípulos de los muertos
H
acia finales del siglo XIII, Florencia era una obra gigantesca. Filippo Strozzi había reclutado un ejército de albañiles y peones para edificar su propio palacio en el corazón de la ciudad; los escombros de las casas derribadas ostruían el paso de las principales calles; caravanas de carros, mulos y asnos iban y venían entre el campo y la ciudad creando un nubarrón de polvo. Construían los Gondi, levantaban muros los monjes de Santo Spirito y los de Sant’Agostino; se edificaba en Borgo Pinti, en Cestello y en el barrio de Sant’Ambrogio; Lorenzo de Médicis, tras ultimar y amueblar los pabellones de los jardines de San Marco, había mandado restaurar el parque “delle Cascine” y echar los cimientos de la villa de Poggio a Caiano; los obreros de la Opera del Duomo estaban acabando la linterna de la cúpula de Santa Maria del Fiore. En el tercer recinto de sus murallas, que todavía encerraba huertos y jardines, Florencia se estaba transformando a ojos vistas. Para imitar a los ricos, el pueblo se contagiaba con la “enfermedad del ladrillo”, y el gobierno de la Señoría, ati7
zando el fuego del entusiasmo, eximía de “toda carga” durante cuarenta años a todos aquellos que emprendieran una nueva construcción. Había trabajo para todos. «Los hombres de aquella época», relatan los cronistas, «estaban tan cautivados por el frenesí de construir que no se encontraba en toda Florencia ni un solo albañil disponible». Por las calles podía uno encontrar a Michelozzo y Giuliano de Sangallo, Andrea del Verrocchio y Sandro Botticelli, el joven Leonardo da Vinci y el apacible Lorenzo di Credi, el jovencísimo Maquiavelo, en búsqueda de una ocupacíon, y el culto Poliziano saliendo del palacio de Via Larga con el conde Pico de la Mirandola. En este clima de renovación la lección más eficaz, para todo oficio o arte, era la del ejemplo. Cada artista tenía sus discípulos, cada maestro sus aprendices. Del taller de Donatello habían salido arquitectos como Michelozzo y escultores como Bertoldo; en el de Verrocchio habían nacido Botticelli, Perugino, Lorenzo di Credi y Leonardo. En el taller de Domenico Ghirlandaio, al que Giovanni Tornabuoni había encargado el fresco del coro de Santa Maria Novella, trabajaban, además de sus hermanos David y Benedetto, un grupo de jóvenes prometedores entre los que se encontraban Giuliano Bugiardini y Francesco Granacci, Jacopo llamado el Indigo y el jovencísimo Miguel Ángel Buonarroti. Pero los jóvenes no se conformaban con las enseñanzas de los vivos: querían aprender y sobre todo estaban deseosos de trabajar. Moler tierras o diluir los colores para los frescos, pasar el dibujo del cartón al enlucido o darle el último retoque a un sujeto eran experiencias auténticas y necesarias que no sustituían el estudio, sino que lo estimulaban y lo volvían más directo. Y de esta manera, en grupos, se citaban con Giotto en Santa Croce, o con Masaccio en el Carmine, o bien 8
con Beato Angélico en San Marco, donde, lejos del acoso de sus maestros o de los jefes de taller, observaban y estudiaban al genio en su mismo terreno. «¡Entonces, entendido! ¡Mañana donde Giotto, en Santa Croce!» Y esos jóvenes desaliñados se encontraban, a la hora establecida, en la Capilla Peruzzi: unos sentados en el suelo y otros encaramados en el altar o erguidos en los bancos, copiando, cada cual a su manera, figuras, gestos, pliegues, escorzos y grupos; miraban, rehacían y entendían. Según sus respectivos compromisos de estudio o de trabajo, concertaban el día y la hora para la cita sucesiva, siempre frente al mismo sujeto, hasta que toda le experiencia pictórica del “maestro” se trasladara a los apuntes y dibujos de esos alumnos voluntarios. «¡Mañana donde Masaccio, en el Carmine!» Al cabo de seis meses de frecuentar asiduamente a Giotto, en Santa Croce, se amontonaban en la estrecha Capilla Brancacci, ante uno de los frescos más desconcertantes del mundo. Estudiaban los tonos, los volúmenes, los movimientos, los copiaban parte por parte, interrogando, analizando, intercambiando impresiones, opiniones y juicios. El joven Buonarroti no era generoso. Era el mejor, y lo sabía. No tenía indulgencia alguna para con sus compañeros, aunque fueran mayores que él. Escrutaba sus dibujos y, con aire de suficiencia, los ridiculizaba con la ironía propia de los florentinos que es como el filo de una cuchilla. Así fue como, una mañana, Pietro Torrigiani, «envidioso de Miguel Ángel», diría Vasari, «provocado por Buonarroti», afirmaron otros, llegó a las manos. Según relata Benvenuto Cellini, conforme a la descripción del altercado hecha por el mismo Torrigiani, éste solía ir con Miguel Ángel a estudiar a Masaccio en Santa Maria del Carmine y puesto que 9
Buonarroti solía burlarse de todos los que dibujaban, un buen día, más irritado que de costumbre, cerró la mano y le propinó un puñetazo en la nariz, desfigurándole para siempre: «...il Buonarroti haveva per usanza di uccellare tutti quelli che disegnavano, un giorno, infra gli altri dandomi noia il detto, mi venne più stizza che’l solito et stretto la mana, gli detti sì grande pugno sul naso ch’io mi sentii fiaccare sotto il pugno quell’osso et tenerume del naso, come se fusse stato un cialdone: et così segniato ne resterà insin che vive». Miguel Ángel, precisa su biógrafo Ascanio Condivi, estaba casi muerto cuando le llevaron a su casa: «ne fu come morto portato a casa», mientras que todos los compañeros le decían a Torrigiani que escapara antes de que lo alcanzara la ira de Lorenzo de Médicis.
El encuentro
A
hora bien, podría uno preguntarse ¿Qué tiene que ver Lorenzo de Médicis, el Magnífico, con la nariz de Miguel Ángel? Miguel Ángel, o mejor dicho Miguel Ángel Buonarroti, nació en Caprese, en Val Tiberina, entre las cuatro y las cinco de la mañana del día lunes 6 de marzo de 1475. «Ricordo come ogi questo dì 6 di marzo 1474, mi nacque uno fanciulo mastio: posigli nome Michelangelo, et nacque in lunedì matina, inanzi dà 4 o 5 ore, et nacque essendo io potestà di Caprese...» Quien escribe esta memoria es don Lodovico di Leonardo Buonarroti Simoni, ciudadano florentino, en aquel entonces “podestà” de Chiusi y Caprese; la fecha de nacimiento resulta adelantada de un año porque fue calculada según el calendario florentino. De hecho, en Florencia, el año em-
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pezaba ab incarnatione (25 de marzo), mientras que, según el calendario romano, se calculaba a nativitate (25 de diciembre). Por lo tanto, para nosotros, convertidos definitivamente al calendario romano, Miguel Ángel nació en 1475. Antes que él había nacido Leonardo; luego habrían llegado Buonarroto, Giovan Simone y Sigismondo. Ni siquiera un mes después terminaba el cargo de “podestà” de Lodovico. En abril, la familia se trasladó de nuevo a Florencia y Miguel Ángel fue confiado a una ama de cría de Settignano, hija y esposa de canteros. «Giorgio», le dijo un día el viejo Miguel Ángel a Vasari, «lo mejor de mi ingenio, si es que existe, se lo debo al haber nacido respirando el aire sutil de Arezzo, de haber mamado la leche de mi nodriza de la que saqué el cincel y el mazo con que plasmo las figuras: «...s’i’ ho nulla di buono nell’ingegno, egli è venuto dal nascere nella sottilità dell’aria del vostro paese d’Arezzo; così come anche tirai dal latte della mia balia gli scalpelli e ’l mazzuolo con che io fo le figure». La madre de Miguel Ángel, Francesca di Ser Miniato del Sera, murió muy joven, quizás cuando su segundo hijo tenía unos seis años. Lodovico se volvió a casar con Lucrezia degli Ubaldini, para que sus hijos tuvieran por lo menos una madrastra. El primer maestro de Miguel Ángel fue un tal Francesco da Urbino, un humanista que enseñaba gramática en Florencia, del cual el joven no sacó provecho alguno. Aprendió a leer y a escribir, pero desde luego no aprendió el “donatello”, es decir los rudimentos del latín. «No pude», confesaría más tarde el artista, «oponerme a la atracción celeste por dibujar y praticar con los pintores». Así fue, entonces, como nació la primera amistad. Miguel Ángel debió de conocer a Francesco Granacci, discípulo de Domenico Ghirlandaio, entre 1486 y 1487, cuando tenía unos 11
doce años y el joven pintor, nacido en 1469, unos dieciocho. «¿Quieres pintar? Déjalo de mi cuenta. Hablaré con tu padre para que te mande al taller del maestro Domenico. Mientras tanto toma estos dibujos suyos y cópialos». Pero Lodovico Buonarroti consideraba el arte como una degradación; no hacía distinción alguna entre un artista y un pintor de brocha gorda, entre un escultor y un cantero. «Mi padre, y los hermanos de mi padre», declararía con tristeza el viejo Miguel Ángel, «me pegaban a menudo y con fuerza, puesto que para ellos era una vergüenza que el arte entrara en la familia…» Sin embargo, no lograron hacer desistir al joven, y el primer día de abril de 1488, Lodovico di Leonardo di Buonarota permitió que su hijo Miguel Ángel acudiera como aprendiz al taller de Domenico y David di Tommaso di Currado durante los siguientes tres años: «1488. Ricordo questo dì 1° d’aprile, come io Lodovico di Leonardo di Buonarota acconcio Michelagnolo mio figliuolo con Domenico e Davit di Tommaso di Currado per anni tre prossimi a venire». El joven Miguel Ángel, animado por su amigo Granacci, pasó del dibujo a la pintura y empezó a asistir al taller de Ghirlandaio. Había conseguido lo que se proponía. Su padre, indignado pero resignado, le había dado la autorización. La pintura dejó de ser un fruto prohibido para volverse el pan de cada día. Al cabo de pocos meses, este muchacho de trece años deja embelesado a su maestro. Dibujaba con un estilo inconfundible, distinto al de Ghirlandaio e incluso llegó a corregir un dibujo del maestro Domenico, repasando, con un trazo más grueso, los rasgos de una figura femenina, evidenciando los defectos del trazo original. Y un día que todo el taller estaba trabajando en el coro de Santa Maria Novella, el muchacho reprodujo con impresionante realismo los andamiajes, las herramientas, el fresco, los pintores y sus jóvenes 12
compañeros. Domenico Ghirlandaio, algo trastornado, exclamó: «¡Este chico sabe más que yo!» Un día, Granacci mostró a Miguel Ángel un grabado de Martin Schongauer, un alemán precursor de Durero, que representaba el suplicio de San Antonio alzado y atormentado por nueve demonios bajo forma de monstruos. Al joven Buonarroti le gustó tanto el grabado que decidió reproducirlo en color. Cuenta Condivi que a la hora de retratar a los animales demoniacos había dado muestras de suma diligencia: nada pintaba sin confrontar el sujeto con el natural; y, de este modo, fue a la pescadería para estudiar la forma y el color de las aletas de los peces, el color de los ojos y de cada una de las otras partes representadas en su cuadro; alcanzó así, esa perfección inigualable que desde entonces le valió la admiración del mundo y, probablemente, la envidia de Ghirlandaio: «E nel ritrarre i demoniaci animali usò una cotal diligenza che nessun parte coloriva, ch’egli prima col naturale non avesse conferita; sicché andatosene in pescheria considerava di che forma e colore fosser l’ale dei pesci, di che colore gli occhi, ed ogni altra parte, rappresentandole nel suo quadro: sicché conducendolo a quella perfezione che seppe, dette fino d’allora ammirazione al mondo». «¿De Miguel Ángel? Desde luego que es suya, pero salió de mi taller», afirmaba el maestro Domenico para atribuirse los méritos del discípulo. Aún no había transcurrido un año cuando Miguel Ángel advirtió que su vocación no estaba entre pinceles y colores. Si bien es cierto que en el taller de Domenico Ghirlandaio el joven había realizado su deseo de retratar figuras, también entendió que su medio de expresión, el que mejor se adaptaba a su temperamento, no era la pintura sino la escultura. Tal vez a su memoria, como un recuerdo lejano de su infancia transcurrida en Settignano, acudiera la imagen del 13
hombre y de la piedra, del cantero que da forma y luz a la figura que nace de la piedra; y por no ser el fresco «un arte suyo», abandonó el taller de Domenico Ghirlandaio para entrar en el jardín de Bertoldo. De hecho, por orden de Lorenzo de Médicis, que había reunido en los jardines de San Marco cierta cantidad de obras antiguas, Bertoldo estaba reclutando en los distintos talleres a los jóvenes deseosos de emprender el estudio de la escultura. Había pintores de sobra, pero escaseaban los escultores tras la muerte de Rossellino, Desiderio da Settignano, Donatello, Duccio, Mino da Fiesole, Luca della Robbia y Verrocchio. El encuentro de Miguel Ángel con Lorenzo ocurrió a raíz de una de esas misteriosas citas con el destino que marcan la vida de cada uno de nosotros. Abandonando los pinceles, Miguel Ángel empezó a familiarizarse con el mármol y el cincel. Su primer trabajo fue el de copiar la cabeza de un viejo fauno sonriente, bastante deslucida por los siglos; tal fue la perfección lograda que el maestro Bertoldo, no daba crédito a sus ojos, y se la mostró al Magnífico. «Muy bien», le dijo Lorenzo, «realmente muy bien. Pero, mira, has hecho un fauno viejo y le has dejado todos los dientes. ¿No sabes que a los viejos siempre les falta alguno?» Al cabo de unos días el Magnífico volvió al jardín y, al mirar la cabeza del fauno, vio que Miguel Ángel no sólo le había quitado un diente de arriba, sino que también había perforado la encía, logrando una figura de impresionante realismo. «¿Dónde está el muchacho?» «Tiene que estar por aquí, le he visto hace poco», contestó Bertoldo. «Hazle venir». Y cuando lo tuvo delante le dijo: 14
«Dile a tu padre que me agradaría hablarle mañana». El renuente Lodovico se puso muy nervioso al recibir el mensaje. No quería ir. No soportaba la idea de tener un hijo picapedrero. Pero a Granacci no le costó convencerle recordándole quien era el Magnífico y lo que significaba contradecirlo. Y, de este modo, el día siguiente, puntual, don Lodovico Buonarroti Simoni acudió a la cita en el palacio de Via Larga y estableció el pacto. Miguel Ángel había sido cedido al Magnífico, que lo habría cuidado como a un hijo. Lodovico podía buscar un empleo que le agradara y Lorenzo se lo proporcionaría de buen grado. «¿Estás de acuerdo, Lodovico?» «¡Es más, Miguel Ángel y todos nosotros pondremos nuestra propia vida al servicio de su Magnificencia!»
En casa del Magnífico
L
os alumnos de Bertoldo admitidos en los jardines de San Marco recibían de Lorenzo el Magnífico un salario conforme a sus necesidades. Torrigiani, de familia acaudalada, cobraba lo suficiente como para satisfacer sus entretenimientos o vicios; Giuliano Bugiardini, hijo de una familia pobre que vivía lejos, en las afueras de Faenza, lo necesario para ayudar a su gente. Miguel Ángel, que se había trasladado definitivamente de Via Bentaccordi a Via Larga, cobraba cinco ducados al mes. Además, tenía una pequeña habitación con todas las comodidades a las que uno podía aspirar en aquel entonces, un lugar en la mesa, no como huésped sino como miembro de la familia, y por si fuera poco, había recibido un manto de paño cárdeno. 15
De este modo, era Lorenzo el nuevo padre de Miguel Ángel. Le llamaban “el Magnífico” porque “magnífico señor” era el tratamiento con que se distinguían a los “Gonfalonieri” de la República. Era demasiado joven aún para ser “Gonfaloniere”, pero mantuvo este apelativo durante siglos porque supo identificarse por completo con ese atributo que le habían dado el pueblo y el Gobierno de Florencia. En aquel entonces Europa estaba experimentando un periodo de agitación política caracterizada por los ánimos alterados del Papa, del rey de Francia y del rey de España, la agitación de las Señorías italianas y la guerra a las puertas de la ciudad. Pero Lorenzo había logrado apaciguar a todos, conciliando sus exigencias y pretensiones, lo cual le valió el apelativo de fiel «de la balanza del equilibrio europeo». Un equilibrio no impuesto sino buscado y conseguido con la sabiduría y la paciencia que suelen distinguir las grandes operaciones políticas. Poniendo en peligro su propia vida, había ido a Nápoles y se había entregado a su enemigo, el rey Fernando de Aragón, aliado del Papa, para convencerlo, con la fuerza de la lógica y del sentido común, que una guerra perjudicaría ambas partes, provocando inevitablemente la intervención extranjera. Desafió la ira y la excomunión de Sixto IV y restableció el orden en Florencia mostrando a sus adversarios ocultos una mano de hierro en un guante de seda. Al igual que su abuelo Cosme, gozaba del cariño y de la confianza del pueblo; paseaba por las calles sin guardaespaldas, se detenía a conversar con los artesanos, iba a visitar a los maestros en sus talleres o «sobre los andamios», porque todos eran amigos que podían contar con él. Lorenzo no hacía caridad sino que encargaba cuadros o frescos a los pintores, proyectos de palacios, fortalezas y jardines a los arquitectos, estatuas para las plazas y fuentes para los patios a los escultores. A los sabios les proponía traducir y comentar los tex16
tos clásicos, poniendo a su disposición su valiosa biblioteca. En su casa acogía, como a hermanos, a los más brillantes ingenios de la época; respetaba a sus opositores cuando éstos eran honrados, como en el caso de Girolamo Savonarola. Con los poetas, él también poeta, hablaba de poesía; con los filósofos, él también filósofo, conversaba sobre el hombre, Dios y el sentido de la vida. Lorenzo era, en resumidas cuentas, el animador y propulsor del llamado “humanismo florentino”, esa renovación que no tardó en identificarse con el Renacimiento italiano. El primer fruto de la feliz permanencia de Miguel Ángel en casa del Magnífico fue un bajorrelieve (hoy día llamado la Virgen de la Escalera), en el que resulta evidente la influencia de Donatello: la Virgen dulce y solemne como una mujer sin edad ni tiempo; el Niño, semejante a un pequeño Hércules con los músculos resaltados por el movimiento de torsión hacia el pecho materno. Más que una Virgen, la obra representa a una diosa amamantando a un héroe. El bajorrelieve es de pequeñas dimensiones, pero la proporción es gigantesca: ya se intuye la propensión del artista a todo lo grandioso y colosal. «Miguel Ángel, si vienes a verme más tarde, te traduciré la descripción de una batalla que te podría interesar». El humanista Ángelo Ambrogini, llamado Poliziano, poeta capaz de escribir versos en griego y latín además que en italiano, experimentaba sincera simpatía hacia aquel muchacho siempre callado y atento. Así fue como nació, en una sala del palacio de Via Larga, la segunda escultura de Miguel Ángel, un altorrelieve que relata, con formas y volúmenes, el dramático enfrentamiento de los centauros por la bella Deyanira. Es un pequeño prodigio del quinceañero Miguel Ángel, donde las figuras se funden armoniosamente en el movi17
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