Me permito comenzar con un par de anécdotas de escritores. Hace algunos años, el escritor inglés Peter Hook, autor de exitosos libros infantiles –la saga de Jim Yang, un niño viajero del tiempo–, comentaba en una entrevista televisiva, en la que aparecía con el rostro cubierto, que lo importante son las obras y no la figura del escritor que está detrás de ellas. Hook pertenece a ese panteón de los escritores ocultos, aquellos que se confunden con el mito, a la manera de J.D. Salinger o Thomas Pynchon: escritores que deciden ocultarse y, al hacerlo, suscitan una curiosidad voyeurística, un interés general de sus lectores por saberlo todo, por conocer la vida después de agotar la lectura de la obra. En la entrevista, entre disparates y delirios, Hook dejó una frase lapidaria: “escribimos para vengarnos de la realidad”. Poco después, el escritor intentó suicidarse tras asesinar al niño encargado de protagonizar la adaptación cinematográfica de sus libros. Segunda anécdota. Recientemente se celebró en la Bartleby University el primer Congreso de Escritores Ficticios, en el que varios escritores de distinta procedencia ficcional se reunieron para debatir acerca del carácter del escritor como personaje. El escritor venezolano Leonardo Ochoa, en su ponencia “El heterónimo de Max Brod”, afirmó que Kafka jamás existió y que su diario, supuesto testimonio de su existencia, no es más que una obra ficcional escrita por Brod con la idea de dar un carácter verosímil a una pequeña broma literaria que se salió de control. El escritor español Andrés Pasavento planteó al respecto
una reflexión interesante: “La existencia física y extratextual de un extraño judío de Praga que escribió –o no– algunas de las obras más importantes de la narrativa moderna resulta, en el fondo, un hecho intrascendente. Si Franz Kafka no fue más que una broma de Max Brod, se trata de la mejor de las bromas posibles: esa que burla al bromista y se incrusta en la realidad deformándola para siempre. Si aceptamos, por un momento, que Kafka no es más que un ente ficcional, un personaje trágico de la literatura, temeroso de la autoridad, condenado al trabajo de oficina y a una permanente extranjería, su diario, aunque ficcional, se convierte en el testimonio más firme de una existencia
verdadera, de una identidad mucho más sólida que la del supuesto Max Brod”. Por supuesto, ni Leonardo Ochoa ni Andrés Pasavento debatieron sobre Kafka en un congreso de escritores ficticios: ambos son personajes-escritores, vivos no más allá de la ficción; Ochoa existe sólo en las páginas de una novela venezolana injustamente olvidada –La expulsión del Paraíso, de Ricardo Azuaje–, mientras que Andrés Pasavento existe únicamente en el entramado narrativo de
Doctor Pasavento, una novela de Enrique Vila-Matas. Tampoco Peter Hook es, en realidad, un infanticida autor de libros infantiles; la primera “anécdota” hace referencia a la novela Jardines de Kensington, del escritor argentino Rodrigo Fresán. Me permito este pequeño juego para demostrar que todos estos escritores ficticios cuentan con una obra y una serie de rasgos biográficos que nos permiten postular su existencia más allá del mundo ficcional. Incluso podríamos escribir, si quisiéramos, biografías bastante sólidas sobre ellos y crítica literaria de sus libros ficticios. Enrique Vila-Matas y Rodrigo Fresán son expertos en este tipo de juegos metaliterarios. Ambos autores rompen en su narrativa no sólo con los límites genéricos, sino que también logran ampliar la dimensión ficcional hasta confundirla con la realidad. La escritura de ambos autores se potencia al incorporar otros géneros al discurso narrativo: el ensayo, la crítica literaria, la autoficción, la biografía y el diario hacen de los libros de ambos autores espacios de inestabilidad en los que la barrera limítrofe que separa las categorías de lo real y lo ficcional se fractura y se desplaza. Fresán y Vila-Matas son escritores
de un fino sentido de lo lúdico que hace que sus novelas –a falta de un mejor término para definir sus libros– se conviertan en espacios de trampas, de guiños constantes, de libros falsos y de citas inventadas que se mezclan con el comentario crítico y la alusión a obras y autores reales. Al respecto, en un artículo sobre Vila-Matas titulado “La casa de la escritura”, Fresán señala que el escritor catalán “vuelve [en sus libros] una y otra vez sobre la importancia del escritor como personaje y estilo de su propia obra”, para más adelante sostener que “Vila-Matas ha convertido literal y literariamente a los escritores en materia y material narrativo” (Fresán, 2007: 313). La escritura, los escritores y, a fin de cuentas, la propia literatura son para ambos autores el tema por excelencia; se trata de escritores para los que la experiencia de lectura y de creación se dan como un continuum en el proceso de escritura. El personaje-escritor se convierte, pues, en el centro de la narración. De esta forma, es posible extraer de la narrativa de estos autores un catálogo de escritores ficticios: escritores enfermos de literatura, escritores que han dejado de escribir, escritores de diarios, de libros infantiles, de ciencia-ficción, de cómics, de necrológicas; periodistas, aspirantes a escritor, críticos literarios; impostores, fracasados, escritores que aparecen en esta clasificación, escritores del abismo, que reniegan del éxito y escritores que leen obsesivamente y no son leídos por nadie. En fin, podríamos armar una especie de bestiario de escritores si juntamos las obras del catalán y el argentino. Lo que me interesa, sin embargo, es esbozar una teoría del personaje-escritor, ver cómo se configura la identidad de estos personajes y a qué responde su constructo identitario. Estos personajes son escritores de sí mismos que, al trazar narrativamente su propia identidad, hacen explícito el paso de la parte real de sus vidas a la parte inventada, en términos de Fresán, a la vez que se convierten en escritores de culto, individuos enigmáticos que rehúyen del mundo literario y crean a su alrededor mitos y especulaciones sobre sus vidas. El hecho de que la existencia real o extratextual de estos personajes pueda parecer perfectamente factible al lector desprevenido tiene que ver con que son personajes con una identidad y una historia de vida bastante verosímil. A partir del llamado giro lingüístico, el concepto de la identidad se ha estudiado en
su dimensión discursiva. Más allá de responder a una serie de elementos de carácter esencialista, la identidad comienza a entenderse como un constructo narrativo (Arfuch, 2005: 22-24). El filósofo francés Paul Ricoeur propone el concepto de “identidad narrativa” para referir la correspondencia que existe entre la construcción de la identidad y los elementos constitutivos de la narración. Según Ricoeur, la identidad no es una serie de cualidades predeterminadas e inherentes al individuo sino una construcción que se va elaborando a manera de relato. Los esquemas narrativos propios del relato permiten al sujeto construir una secuencialidad que funda, define y justifica narrativamente la identidad. La unidad narrativa concatena los recuerdos e imágenes del individuo en diversos puntos de su devenir, creando un sentido de coherencia y cohesión que permite la supervivencia de la identidad en el tiempo. El sujeto se convierte, en palabras de Ricoeur, en lector y escritor de su propia vida (2009: 998). Las novelas de VilaMatas y Fresán en las que figura como personaje central un personaje-escritor permiten observar cómo se despliega la identidad narrativa, cómo la memoria opera a la manera de un mecanismo creador de ficción y cómo la experiencia de vida se transforma en narración. De la parte real a la parte inventada, el relato de sí mismo llevado a la escritura es la concreción textual de la identidad narrativa. Esta identidad se configura, en el personaje-escritor, por medio de elementos que funcionan como mecanismos de individuación: el trabajo de la memoria, el ejercicio de la escritura y la biblioteca del personal.
Jardines de Kensington es una novela permeada por una serie de obsesiones –la reconstrucción del pasado, la niñez, la literatura y sus fantasmas–, obsesiones que tienen que ver con el trabajo de la memoria. La trama es, en apariencia, sencilla: a lo largo de una noche que destila un siniestro aroma de fatalidad, el ficticio autor de libros infantiles más famoso del mundo, Peter Hook, cuenta la biografía de James Matthew Barrie, el autor de Peter Pan y especie de espejo literario del cual Hook es un reflejo oscuro y deformado. La narración de la biografía de Barrie se ve interrumpida por fragmentos de la propia vida de Hook. Las biografías de ambos comparten una serie de rasgos en común: a pesar de que Barrie crece en el esplendoroso Londres victoriano de finales del
siglo xix y Peter Hook crece en los alucinantes y alucinados años 60, hay una conexión, más allá de la distancia cronológica de las épocas y de sus concepciones opuestas sobre el mundo, entre las vidas de ambos escritores, marcadas prácticamente por los mismos sucesos: la figura del hermano prodigio muerto a temprana edad, el abandono afectivo de los padres, el haber creado a los dos personajes infantiles más importantes de sus respectivas épocas y la obsesión por la infancia y por la influencia de Peter Pan como símbolo de la niñez. La memoria es la gran protagonista: Hook elabora su relato de vida de forma tal que permite ver las incoherencias y las inconsistencias de la memoria, su trabajo de olvido selectivo y correctivo de los hechos vividos, el trabajo narrativo que trae al presente los pálidos fantasmas del ayer y permite justificar el hoy. Al respecto dice Hook: El personaje es la memoria. La memoria que está construida con lo que se recuerda y, también, con lo que se ha decidido olvidar. Es tan difícil recordar bien. Incluso las cosas más importantes que te han sucedido en la vida. Todo lo que sabes es que han ocurrido y entonces, siendo consciente de esto, inventas su recuerdo y después, enseguida, esos despachos inexactos se convierten en algo mucho más trascendente que todo aquello que verdadera y fielmente pudo haber ocurrido (…) Así, nuestro pasado es nada más que fragmentos sueltos a los que les falta el antes y el después (…) De ahí el consuelo de ser niño: hay tan poco para recordar que se lo recuerda todo. Y se lo recuerda bien. (Fresán, 2003: 274).
El relato identitario de Peter Hook es, a la vez, una confesión y una justificación. A través de la memoria se elabora un relato que da cuenta de la infancia trágica y del momento exacto en el que comienza la vocación de escritor de Hook. La pesadilla de la infancia produce el monstruo del presente. El pasado es para Peter Hook un cofre celosamente custodiado en el fondo de sí mismo, al que el personaje debe acudir para encontrar respuestas sobre su identidad. Dice el Hook: “yo me voy a vivir a esa habitación intacta de lo que fue para desde ahí entender mi presente como una suerte de espejismo de lo que podrá venir o no” (Fresán, 2003: 142). Y el pasado, ese museo de lo pretérito, ese altar de la infancia cuyo final no es el fin de la edad dorada sino el comienzo de una edad oxidada, está definido por la influencia de Barrie, de Peter Pan, de la literatura como enfermedad y cura de todos los males. Desde allí, Hook fija su
posición como escritor oculto y escritor de culto. Desde allí se justifica el mito infame del escritor que representa, a su vez, a Peter Pan y al capitán Hook: la infancia y el infanticidio. El segundo mecanismo de individuación que configura la identidad narrativa del personaje-escritor es la biblioteca. El personaje-escritor es, sobre todo, un personaje lector. A través de una serie de referencias intertextuales y de comentarios críticos de obras literarias, el personaje exhibe su biblioteca personal, única no solo por los libros que contiene sino porque las lecturas de estos libros siempre son distintas e individualizadoras. Como apunta Hugo Achugar, “la biblioteca privada dice de una sórdida historia personal” (1oo4: 14). La lectura, al igual que la memoria, es un elemento que permite la diferenciación del individuo respecto al otro. Sostiene Víctor Bravo que “la experiencia lectora funda la amplia y múltiple perspectiva de la conciencia crítica, y propicia la percepción del mundo en tensa resistencia con los espejos deformantes del poder” (2008: 33). En Bartleby y Compañía, de Vila-Matas, el personaje-escritor – de nombre Marcelo– recurre a su biblioteca para elaborar un catálogo de escritores que dejaron de escribir. La novela se arma a través de una serie de notas a pie de página que comentan un libro invisible, que aún no ha sido escrito. Marcelo elabora este archivo para curarse de la “enfermedad” que le ha impedido escribir por 25 años, desde que publicara su única novela. El personaje define la enfermedad como “síndrome de Bartleby”, una resemantización del famoso personaje de Melville que a todo responde “preferiría no hacerlo” y a la cual define como “la pulsión negativa o la atracción por la nada que hace que ciertos escritores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por eso), no lleguen a escribir nunca” (Vila-Matas, 2008: 12). Pero más allá de eso, al desplegar este extenso catálogo de escritores ágrafos, lo que hace Marcelo es adscribirse a una tendencia de escritores a los que admira, asumirse como un bartleby más. Se trata de un gesto de filiación a lo que el personaje llama “la literatura del No”. A través de la biblioteca, Marcelo arma su propio mito, tomando la figura de Bartleby para establecer toda una mitología de escritores paralizados, “ágrafos trágicos”. Marcelo recurre a la biblioteca para
seleccionar, manipular y elaborar una identidad narrativa que lo define como escritor perteneciente a una estirpe de autores extraños y extravagantes: Kafka, Walser, Rulfo y Salinger figuran entre los escritores del No. El personaje crea un mito de sí mismo desde sus lecturas y lo asume como condición vital: se convierte en el escritor que escribe sobre la imposibilidad de la escritura. La visión que Vila-Matas y Fresán tienen del escritor es una visión idealizada y romántica, que responde a una concepción aurática de la literatura (Avelar, 2000). Por ello, lo que buscan estos escritores es asumirse como individualidades, evitar confundirse con el escritor-marca, ese que responde más al mercado que a la escritura como ejercicio de innovación y riesgo. Tanto el autor español como el argentino plantean en sus obras una visión mitologizada del escritor: en medio de un panorama cultural y epistemológico marcado por los imperativos de mercado, las nuevas tecnologías y la “muerte del sujeto” anunciada por los filósofos posmodernos, el personaje-escritor se exhibe como individualidad, adquiere un estatus mítico, se erige como singularidad. En El mal
de Montano, de Vila-Matas, Rosario Girondo –otro personaje-escritor que, al igual que Marcelo, se define desde la patología literaria– asume desde su condición autodiagnosticada de enfermo literario la tarea quijotesca de salvar la literatura “verdadera” de aquellos enemigos que buscan destruirla y convertirla en producto desechable de consumo masivo. De la misma forma, Rodrigo Fresán personifica a estos “enemigos de lo literario” con la imagen del “escritor IKEA”, escritores en serie “tan difíciles de ensamblar y tan fáciles de desarmar”, que son marcas y productos de los conglomerados editoriales más que escritores “auténticos”. De esta forma, el personaje-escritor que perfilan Vila-Matas y Fresán logran convertir su propia existencia en un gesto literario, en un ejemplo del sujeto moderno que Fredric Jameson consideró extinto a raíz de la vorágine posmoderna y que responde a “la concepción de un yo y una identidad privada únicos,
una
personalidad
y
una
individualidad
únicas,
presumiblemente
generadores de su propia visión única del mundo y forjadores de su propio estilo único e inconfundible” (1oo8: 21).
La identidad narrativa se elabora y se concreta en la escritura en función de un objetivo. Escribir, para estos personajes, es una subversión contra los tiempos y el mercado. Existe en ellos una conciencia clara de que el acto de escribir implica convertirse en otro. Escribir es mutar, desdoblarse, transformarse en materia discursiva, transformarse en un lenguaje que, sin embargo, está marcado inevitablemente por las huellas de la propia personalidad, los trazos de la memoria, los rastros de las lecturas, los contornos de la sensibilidad, los rasgos de la ideología, las marcas de los temores, las verdades de la experiencia y las no-verdades de la imaginación. Escribir es convertirse en un extraño que nos es vagamente familiar. En La escritura del desastre, Maurice Blanchot se pregunta: “¿Escribir será, en el libro, volverse legible para todos y, para sí mismo, indescifrable?” (1oo0: 10). La escritura implica la extranjerización de uno mismo, el cuestionamiento de la propia identidad convertida, sobre el papel, en ajenidad. Escribirse a sí mismos, para estos personajes, implica transformarse en mito literario: el último gesto de resistencia para, desde su óptica aurática y romántica, resguardar la integridad de la literatura.
Arfuch, L. (2005). “Problemáticas de la identidad”. En Arfuch, L. (comp.). Identidades,
sujetos y subjetividades (pp. 21-44). Buenos Aires: Prometeo Libros. Avelar, I. (2000). Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del
duelo. Consultado en: http://www.arte.unicen.edu.ar/download/secretinvest/becas/lusinch/a legorías.pdf. Blanchot, M. (1990). La escritura del desastre. Caracas: Monte Ávila. Bravo, V. (2008). El nacimiento del lector y otros ensayos. Caracas: Equinoccio. Fresán, R. (2003). Jardines de Kensington. Barcelona (España): Mondadori. Fresán, R. (2007). “La casa de la escritura”. En Heredia, M. (ed.). Vila-Matas portátil.
Un escritor ante la crítica (pp. 313-324). Barcelona (España): Candaya. Fresán, R. (2014). La parte inventada. Barcelona (España): Mondadori. Jameson,
F.
(1999).
El
giro
cultural.
Escritos
seleccionados
sobre
el
posmodernismo 1983-1998. Buenos Aires: Manantial. Ricoeur, P. (2009). Tiempo y narración III. El tiempo narrado. México: Siglo XXI editores. Vila-Matas, E. (2008). Bartleby y compañía. Barcelona (España): Anagrama. Vila-Matas, E. (2011). El mal de Montano. Barcelona (España): Anagrama.