FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES CARRERA DE TRABAJO SOCIAL TALLER DE PRE- PROYECTO (CÁTEDRA MERLINSKY) MARCO CONCEPTUAL: SALUD Extraído de: Luxardo, N. (2011). Morir en casa. El cuidado en el hogar en el final de la vida. Cap. 3 (pp. 85-100). Buenos Aires: Editorial Biblos.
EL CUIDADO EN EL FINAL DE LA VIDA En este capítulo indagaremos en una de las categorías centrales del estudio, la de cuidado. Primero, describiéndola como una actividad genérica para después ir profundizando en aquellas características particulares que adquiere el cuidado de enfermos. Colliére (1993) define al cuidado como aquella amplia gama de actividades humanas, físicas, mentales y emocionales dirigidas a mantener la salud y el bienestar del individuo y/o comunidad. Cuidar implica poder anticipar, planificar, estar al pendiente y prever las necesidades que surjan (Agulló, 2002). Hay distintos tipos de cuidado. Una clasificación es la que distingue el cuidado informal del formal. Este último se caracteriza porque la relación de asistencia se encuentra regulada burocráticamente, dentro de la órbita institucional y el proveedor recibe una remuneración económica (Herrera, 1998). Este mismo autor menciona que el proveedor del cuidado formal es un profesional o alguien que ofrece una labor específica, con un status adquirido. Por el contrario, cuando los proveedores no reciben un salario por las tareas que realizan y se trata de familiares, amigos o vecinos este tipo de cuidados se denomina “informal” (Campo, 2000; Herrera, 1998). Como destaca Bover Bover (2004), los cuidados informales constituyen acciones cotidianas realizadas dentro del ámbito familiar y doméstico con el objetivo de mantener determinado nivel de calidad de vida, acciones definidas por la relación afectiva entre el cuidador y el cuidado y/o directamente por una obligación moral devenida del vínculo. A diferencia de la especificidad del cuidado formal, la atención del cuidado informal es generalizada y continua. Rescatamos las palabras de este autor: “…el cuidado informal es el realizado
por personas de nuestro ámbito personal o íntimo, motivado por un importante componente emocional, por el cual no se recibe ningún tipo de remuneración económica” (Bover Bover, 2004: 22). Además de la familia directa, los vecinos también tienen un papel importante en este soporte de cuidado informal, facilitados por la cercanía geográfica. Asimismo, los amigos suelen realizar un apoyo emocional ayudando a mantener la red social exterior (Bover Bover, 2004). Durán (1991) señala que este tipo de cuidado constituye casi la totalidad de los cuidados de la salud, llega al 82% versus el 12% de los brindados por el sistema sanitario formal. Valderrama (1997) indican que este tipo de cuidado puede llegar al 95% del total de los cuidados ofertados. De acuerdo a Montorio (1995), este apoyo y cuidado informal constituye el principal predictor del mantenimiento de la persona en su comunidad de residencia, dilatando el ingreso en instituciones. Pero también constituye aquel tipo de cuidado que no es reconocido y que permanece invisible tanto para los sistemas sanitarios como para los demás integrantes de la casa que no participan del mismo, de allí que haya sido calificado como “el cuidado invisible” (Colliére, 1986). Ambos sistemas de cuidado –formal e informal- no son excluyentes, y las familias participan complementariamente en ambos. Uno, con determinadas normas y procedimientos, de carácter universal, con un enfoque neutral y que requiere de un conocimiento formal y otro, con un enfoque particularista, que abarca las experiencias diarias y que está abierto a distintas personas en sus propios contextos (Toronjo, 2001). Robles Silva (2004) define al cuidado en el hogar como una acción social que produce bienes y servicios, a través de modificar los recursos materiales, sociales y simbólicos del contexto social donde vive el enfermo para obtener una serie de respuestas que satisfagan sus necesidades. Esta autora encuentra como propias de estas acciones de cuidado los fines que se plantean alcanzar, tales como prepararle un baño de inmersión a un enfermo para relajarlo, para bajarle la fiebre o simplemente como parte de su rutina de aseo. Sin una mirada que discrimine cada uno de los aspectos que la configuran -en qué consisten, con qué objetivos son realizadas, a quiénes involucran y de qué manera, etc.-, estas acciones fácilmente pasan desapercibidas por tratarse, muchas veces, de rutinas naturalizadas, y de este modo se pierde una de las partes más ricas del fenómeno del cuidado del enfermo. Por otra parte, a diferencia de otro tipo de cuidados que son transitorios, tales como la rehabilitación después de haber sufrido un episodio traumático, no son acciones
aisladas ni temporarias sino sistemáticas y continuas. Asimismo, varias acciones de cuidado conforman una “unidad de cuidado” específica: para cierta persona, en determinado lugar, tiempo y circunstancias. Es decir, tienen una dimensión de estructuración más integral en la que, a pesar de una relativa permanencia y estabilidad de rutinas, de cuidadores, etc.- también es posible identificar quiebres, como son las situaciones de urgencias ante crisis. Aquí chocamos con otro rasgo típico, el dinamismo y flexibilidad de las líneas de cuidado. Estas modalidades del cuidado incluyen también cuestiones específicas de la atención durante la enfermedad, caracterizada -además del hecho de ser dispensada en ámbitos domésticos- porque conforma una estructura en la que no se identifican legos ni terapeutas, sino básicamente fragmentos de saberes y creencias de transmisión oral, relatos sobre “evidencias anecdóticas” de gente del entorno que llegan hasta el enfermo a través de consejos de familiares y vecinos, definiendo un tipo particular de práctica de atención. De este modo van consolidando un sistema de soporte informal (Mechanic, 1995) constituido con el propósito de atender, tratar y/o aliviar las condiciones de vida en las que se encuentran a partir de la enfermedad. 1. El cuidado de enfermos La imagen de una persona enferma, en su propio ambiente, al cuidado de alguien de entorno cercano encargado de ir asistiéndolo en el cumplimiento de las demandas cotidianas que aquél ya no puede satisfacer de manera autónoma no se presenta como algo extraño en nuestras representaciones sociales de lo que es la atención en la enfermedad. De hecho, estas tareas del cuidado de los enfermos forman parte del imaginario colectivo y, como bien sugiere Lloyd (2006), la mitad de la población tiene posibilidades de convertirse en cuidador durante un determinado período.1 Pese a esta universalidad del rol, la literatura dedicada al tema encuentra un perfil común específico de quiénes son las personas en las que efectivamente suele recaer tal responsabilidad: ser un familiar cercano, generalmente mujer y co-residente del paciente (Lloyd, 2006; Ellis-Hill, 2001). Si bien existe cierta familiaridad y una naturalización de esta labor invisible y diaria del cuidado a otros, el hecho de cuidar a alguien que está a punto de morir 1
Simplemente como ejemplo, Lloyd (2006) indica que por lo menos una de cada cinco personas de la población del Reino Unido de entre 50 y 59 años está involucrada en tareas relacionadas con el cuidado.
adquiere rasgos distintivos de otros períodos del cuidado, como pueden ser el cuidado de niños o de personas con episodios agudos de enfermedad. En este sentido, el impacto que tiene la sentencia de ser un paciente con una enfermedad “terminal” 2 no repercutirá solamente en la vida del enfermo sino que el resto del grupo familiar también será afectado (Rolland, 1988), especialmente aquél que viva más cerca del paciente (EllisHill, 2001). Es decir, este tipo de enfermedades tiene serias consecuencias sociales y emocionales para el hogar y específicamente para aquél encargado de cuidar, quien incrementa las probabilidades de estar en riesgo físico y psicológico (Hanratty, Holland y Jacoby Whitehead, 2007). Involucrarse en este mundo de la atención y del cuidado de una persona con una enfermedad que amenaza la vida tiene varias implicancias para el que asume -o bien simplemente desempeña- el papel de cuidar. En este sentido, Ellis-Hill (2001) indica cómo a partir del diagnóstico dos tiempos serán distinguibles tanto para el paciente como para el familiar cercano, el del ayer (el tiempo de lo conocido) y el del ahora, que se va definiendo en un presente a la sombra de un futuro particularmente incierto. Estas consecuencias que tiene este tipo de diagnósticos en los proyectos de vida de los afectos cercanos del enfermo queda evidenciado en las modificaciones y adaptaciones que deben realizar a partir de las condiciones inscriptas por la enfermedad en cuestión. En el caso de cónyuges, habrá renuncias a determinados sueños y expectativas que serán imposibles de concretar, como la posibilidad de envejecer junto a la persona con la que compartieron la mayor parte de la vida. Las personas encargadas de estas tareas suelen percibir que su propia identidad también está haciendo amenazada/alterada mientras que simultáneamente surgen en su vida nuevas actividades planteadas por la enfermedad que lo irán inscribiendo en un determinado rol, el de cuidador, aunque poco y nada haya tenido que ver con su biografía. Por ejemplo, en una encuesta realizada en Canadá, el 50% de los cuidadores opinó que cumplió con ese rol porque no tuvo otras opciones (Stajduhar y Davies, 2005). Este mismo estudio exploró en aquellos aspectos comunes relativos a la manera en que la gente construye sus decisiones y los agrupó en tres categorías: 1) aquellos cuyas decisiones habían sido desinformadas y tomadas de manera rápida, por ejemplo en casos en los que habían tenido malas experiencias con las hospitalizaciones y los pacientes pedían estar en sus casas o bien cuando la muerte era inminente se los
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Utilizamos este término con la connotación semántica que le otorgáramos en la primera parte.
llevaban pensando que iba a ser algo corto, cuando después se prolongaba no sabían bien qué hacer, se sentían descolocados; 2) aquellos cuyas decisiones de ser cuidadores eran indiferentes, es decir, no les había quedado otra opción más que la de asumir el rol y 3) aquellos cuyas decisiones de ser cuidadores habían sido negociadas durante toda la trayectoria de la enfermedad -o inclusive desde antes- con el paciente y el equipo de salud, haciendo explícito qué sucedía y qué se esperaba que sucediera. Ahora bien, ¿existe una identidad de “cuidador”? Un papel social, que se desarrolla durante un período de tiempo acotado, al que la mayoría de las personas está expuesta, ¿es suficiente para que agrupemos a todos los que lo realizan dentro de una categoría clasificatoria específica como la de “cuidadores”, como si se tratara de un grupo homogéneo? Sobre este punto encontramos dos posturas contrapuestas. Por un lado, quienes bogan por ser reconocidos e identificados como cuidadores, entendiendo que sólo así podrán contar con la suficiente fuerza como para constituirse como un grupo social específico que colectivamente puede establecer sus demandas a través de una voz política. Por otra parte, están aquellos que resisten ser identificados bajo un rótulo que los estigmatiza, dejándolos asociados a un rol al que en ocasiones ni siquiera quisieran tener que cumplir, separándolos aún más del resto de la sociedad. En este estudio hablamos de los “cuidadores”, pero no porque les adscribamos una identidad esencial como tales, sino porque entendemos que este papel a representar –a pesar de ser contingente y provisional- tiene la suficiente fuerza como para impregnarle a la vida de estas personas una determinadas características comunes que sólo encontramos entre las historias de aquellos encargados de acompañar y asistir al enfermo en los últimos momentos de su vida. Entre las mismas destacamos como rasgo saliente el hecho de que pasar a ser reconocido como “el cuidador” es una condición suficiente para que las demás esferas de lo que era hasta ese momento el mundo de la vida de esa persona queden subsumidas a las exigencias de esta nueva realidad, cargándolos muchas veces de ansiedades, miedos y frustraciones, sin el espacio pertinente para poder exponerlas y abordarlas, dado que todo gira alrededor del paciente, como iremos profundizando en el siguiente ítem. 2. Matices comunes entre personas dedicadas al cuidado
En los procesos de salud/enfermedad/atención, pero particularmente en la atención de enfermedades terminales, la propia dinámica de la experiencia mórbida requiere que alguna persona se involucre en tareas del cuidado diario del paciente, a quien le será cada vez más difícil poder resolver sus necesidades cotidianas. Por diversos motivos sobre los que profundizaremos en los siguientes ítems, existe consenso en la literatura sobre el tema que las personas en las que recae la responsabilidad de cumplir con tales tareas de asistencia y cuidado son, generalmente, los familiares más cercanos del paciente: cónyuge e hijos (Neale y Clark, 1992; Payne y Ellis Hill, 2001; Rose, 2001). En este sentido, Silverstein y Parrot (2001) destacan la influencia de la cultura consolidando el sentido de un deber moral, según el cual serán los miembros de la familia quienes provean por su cuenta el cuidado de sus miembros. 3 Dentro de la revisión de los estudios dedicados a los cuidadores informales surgen rasgos comunes que permiten definir al grupo social conformado por personas dedicadas a las tareas de atención y cuidado de un enfermo y que, en sintonía con la literatura sobre el tema, llamamos cuidadores. Algunas de estas características incluyen a una serie de tareas específicas que estarían implicadas en el cuidado de enfermos con diverso grado de complejidad y de alcance y otras cuestiones que recaen en las consecuencias que estas tareas tienen para el cuidador. En el primer grupo, las actividades específicas, comprenden desde aspectos generales -como el de acomodar y adaptar el ambiente del paciente para que pueda ir apropiándoselo a medida de sus posibilidades o el hecho de tener que estar disponible en ocasiones las 24 horas del día para responder a sus demandas- hasta asuntos pragmáticos y de resolución específica. Entre estos cuidados de resolución específica, Payne y Ellis-Hill (2001) mencionan las siguientes tareas: bañar al paciente, cambiarlo, darle de comer, cambiarle los pañales, darle la medicación, combinar las consultas médicas, monitorear algunos de sus signos vitales, obtener información acerca de la enfermedad, darle inyecciones, cambiar las bolsas de colostomía. Aspectos como el último que mencionamos, así como
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Sin embargo, así como señalamos que en numerosas culturas la tarea del cuidador suele quedar limitada al dominio de los familiares, vecinos y amigos (Parkes, Laungani y Young, 1997), también debemos recordar lo que mencionamos en la primera parte sobre la medicalización de la vida moderna (Illich, 1978), en la que ciertas actividades de este proceso que eran antes incumbencia de la familia en la actualidad ya no lo son, como la preparación del cuerpo una vez que el paciente falleció.
otros relativos al cuidado íntimo corporal, son cuestiones que pueden provocar vergüenza o incomodidad entre ambos, sobretodo si se trata de cuidadores pertenecientes a generaciones distintas y/o géneros distintos. A su vez, en muchas ocasiones los cuidadores deben continuar con sus obligaciones diarias, cumplimentando rutinas de trabajo, de estudio, de cuidado de otras personas -como nietos-, la limpieza del hogar, la gestión y preparación de alimentos, entre otras actividades (Rose, 2001). Pero no sólo deben cumplir con sus propias obligaciones –además de las del cuidado-, sino que algunos cuidadores se ven obligados a realizar las actividades que antes hacía la persona que ahora está enferma -por ejemplo, tareas de jardinería, arreglos en la casa, atender un negocio, etc. Por todo eso, si bien para algunas personas el cuidado implicó la posibilidad de aprender nuevas habilidades e involucrarse en actividades distintas a las que estaban habituados, también les significó una cantidad extra de tiempo que limitaba la resolución de sus propias cuestiones (Ellis-Hill, 2001). Si el cuidado se extiende por un período prolongado de tiempo, puede volverse costoso para el cuidador, impactando en diversas esferas de su vida. En primer lugar, la física, por el desgaste que implica dormir menos, interrumpir rutinas de ejercicios, comer de una manera nerviosa y otros esfuerzos corporales como tener que cambiarle los pañales a una persona adulta u obesa, tener que acompañarlos y asistirlos en el baño, etc. Bover Bover (2004) destaca que la actividad de cuidar tiene efectos directos sobre la salud del cuidador y está asociado a una mayor mortalidad de los proveedores de cuidados. El segundo ámbito en el que repercute la realización de estas tareas del cuidado es el emocional. Los cuidadores no pocas veces deben ocultar su tristeza para no preocupar al paciente, mientras que ven como todos los espacios de contención que las redes cercanas ofrecen para enfrentar la situación recaen –básicamente- en las necesidades del enfermo y no en ellos. Por este motivo, es común encontrar entre los cuidadores la sensación de incertidumbre y de miedo, como también así pensamientos y sentimientos negativos que los oprimen continuamente. Todo ello, sumado al hecho de no poder exteriorizar lo que están padeciendo puede desembocar en que estén irritables y/o depresivos, resignados a cumplir determinado rol en el que de repente se encuentran. Los cuidadores se sienten aislados de sus núcleos sociales y abocados a una tarea que les va consumiendo el tiempo, la energía, el dinero. En diferentes estudios de
Cuidados Paliativos se han registrado altos niveles de ansiedad en las personas que acompañan a los pacientes con enfermedades terminales (Payne, Smith y Dean, 1999). El estudio de Bover Bover (2004) menciona diversas investigaciones que han dado cuenta que en el grupo de cuidadores de personas dependientes se llega a presentar en más de un 50% síntomas depresivos y que además utilizan menos los servicios sanitarios en comparación con el resto de la población y consumen más medicamentos. El tercer aspecto de la vida del cuidador que también se ve afectado es el económico. Varios cuidadores deben tomarse licencias en sus actividades laborales, muchas de las cuales les generan pérdidas de ingresos en el hogar. Aparte del incremento de gastos que tiene para la economía de un hogar la atención y el cuidado de un paciente moribundo, hay otro tipo de ingresos indirectos que también dejan de percibirse y afectan a la familia extensa, como no poder seguir haciéndose cargo del cuidado de los nietos debiendo contratar a una niñera o la necesidad de contratar a alguien para que se dedique a las tareas domésticas que ahora –por los trajines del cuidado- ya no pueden resolverse. A partir de todo estos aspectos relativos al cuidado que fuimos desarrollando, podemos sostener que muchas de estas personas dedicadas al cuidado informal se sienten aisladas y frustradas por las restricciones que encuentran en el tipo de vida que deben llevar, con consecuencias nocivas directas en su propio bienestar. Esta situación ha sido definida como “la carga del cuidado”. Bover Bover (2004) recupera de otros trabajos diferentes categorías que existen para clasificar este problema que viven los cuidadores: el Síndrome del Cuidador o Carga del Cuidador –incluye los problemas físicos, psíquicos, emocionales, sociales o económicos que pueden experimentar los cuidadores-; el Riesgo de Cansancio en el desempeño del rol de cuidador –que incluye cierta vulnerabilidad o dificultad para desempeñar el rol; el Cansancio en el desempeño en el rol de cuidador –cuando la persona ya muestra signos de dificultades concretas para desarrollar tales tareas del cuidado. A su vez, también existen diversos instrumentos que evalúan el bienestar del cuidador. Por ejemplo, el Índice de Apoyo Social que evalúa la disponibilidad del cuidador principal de redes sociales, la Escala de Sobrecarga de Zarit y el Test de Golberg (Bover Bover, 2004), entre otros. Por otra parte, en el modelo de abordaje de los cuidadores, se requiere que sean incorporados también aspectos como las interacciones con los demás actores; es decir, la dinámica y el contexto de las relaciones entre los sistemas formales de atención y los
informales, ampliando la percepción que se tiene sobre los mismos (Sheldon, Turner y Wee, 2001). Al respecto, Ellis-Hill (2001) destaca que es en una persona en particular, el familiar cercano encargado del cuidado, en quien recae el foco de todo el sistema médico. Al estar las expectativas sociales, sanitarias y familiares relativas al cuidado puestas en el familiar inmediato del paciente hay otros actores con una participación importante que quedan desdibujados de la escena. En este sentido, Rose (2001) distingue entre los cuidadores que brindan atención y cuidado de manera directa y central al paciente, los cuidadores primarios, de aquellos que se dedican en cuestiones más contingentes de la atención, tales como la gestión de trámites, los traslados a las consultas médicas, reemplazos puntuales del cuidador principal ante determinadas emergencias, etc. También pueden ser aquellos que están dedicados a controlar y cuidar el estado en el que se encuentra el cuidador primario, insistiendo para que se distraiga y salga, yendo a ayudarlo con las tareas hogareñas, entre otros. De tal manera que la ayuda provista al paciente se realiza indirectamente, siendo su labor la de refuerzo y apuntalamiento del cuidador principal. A este último grupo lo denomina cuidadores secundarios. De acuerdo a Rose (2001), de la interacción entre ambos tipos de cuidadores pueden surgir dos escenarios posibles: 1) aquél en el que los cuidadores primarios se apoyan en esta red secundaria como instancia de soporte emocional, práctico y económico o 2) aquél en el que –por diversas razones- ambos cuidadores no pueden articular un tipo de atención que se complemente de acuerdo tanto a las demandas del enfermo como a la de los propios cuidadores, principalmente la de los cuidadores primarios que son los más expuestos. De este modo, quedan aislados en su rol de cuidador del paciente. Field y James (1993) encontraron que los amigos cercanos eran las personas en quienes más se apoyaban los cuidadores y que la oportunidad de confiar en los otros surge como un componente central del soporte social. Sin embargo, esta ayuda no siempre se concretaba, porque aun cuando la consideraban disponible no querían recargarlos con más problemas, al igual que a otros miembros de la familia, entendiendo que estaban de por sí demasiado ocupados con sus propias vidas. Si bien Field y James (1993) notaron que la comunicación con el resto de la familia era difícil para muchos cuidadores, algunos manifestaron que se habían acercado a nuevos familiares a partir de estas circunstancias.
El papel de la familia y de los amigos es ambivalente. Los cuidadores primarios deben percibir el soporte de estas redes, de modo que no importa la cantidad que sean sino que los consideren disponibles y óptimos para acudir a ellos o no les solicitarán ayuda. Pero también, esta presencia de amigos y familiares puede transformarse en una carga más, por ejemplo cuando se sigue exigiendo a los cuidadores primarios que cumplan con las responsabilidades que tenían antes de estar dedicados al cuidado del enfermo (Ellis-Hill, 2001). De este modo, mientras que retóricamente el enfoque del cuidado que está basado sobre la comunidad y en la familia se asume que el grupo familiar compartirá la carga de esta tarea, la evidencia indica que en la práctica todo recae en un sólo miembro. De hecho, es quien se vuelve el depositario de todas las críticas sobre cómo se está manejando al situación: si está mucho con el paciente o su contrario, si los demás sienten que delega y no está acompañándolo suficientemente, la comida que le prepara, cómo lo atiende, en resumen, todo aquello de lo que se encarga será revisado desde el exterior (otros familiares, equipo de salud, el propio paciente). Por lo tanto, creemos que para alcanzar una mirada que contemple íntegramente este fenómeno, en toda su complejidad, debe trascender el foco puesto simplemente en las tareas que realizan los familiares de pacientes terminales y poder identificar, en cambio, cómo estas tareas afectan la propia identidad de la persona dedicada al cuidado, distinguiendo los giros biográficos que se pueden haber producido en su vida ante esta circunstancia, así como las interacciones que se generaron con el resto de las estructuras en las que debieron redefinirse. Asimismo, debería considerarse que la ayuda que los cuidadores necesitan no es estática, sino que varía también de acuerdo al momento que esté atravesando esa familia. Por ejemplo, desde una lectura más clínica de la situación, Rolland (1994) propone identificar distintas dimensiones en el impacto que tiene la enfermedad en cada familia: aspectos como la manifestación de la enfermedad -si el deterioro es rápido o gradual-, el curso -constante/progresivo, remisiones, recaídas-, cuánto afecta la autonomía del paciente, los problemas sobre el deceso. Por todo lo expuesto, creemos que de poca utilidad pueden resultar abordajes estándares que no contemplen la complejidad, heterogeneidad y especificidad de la situación del cuidado de personas con enfermedades terminales. 3. Enfoques prevalecientes sobre los cuidadores
A diferencia de lo ocurrido con estudios dedicados a las personas en momentos de enfermedad, el papel y las necesidades de los encargados de cuidar y atender a tales personas no fue considerado en la literatura científica hasta hace algunas décadas (Payne y Ellis-Hill, 2001), como así tampoco fue un tema de interés para las agendas de políticas públicas (Twigg y Atkin, 1994). Heaton (1999) sitúa recién en los estudios de los ´70 la emergencia de los discursos sobre los cuidadores informales, que desde entonces empezaron a ser los “cuidadores”.4 Nolan (2001) coincide en observar que la literatura sobre el cuidado informal/familiar se ha ido incrementando recién en los últimos 30 años y que se caracterizó por dos pre-concepciones principales en sus abordajes previos: por un lado, el cuidado entendido como una actividad desgastante y negativa, deteriorante para el que la realiza y por el otro lado –especialmente en las políticas públicas-, con el objetivo de las intervenciones puesto en el alivio del peso que tendría la carga de las tareas del cuidado, esto último a través de determinados modelos terapéuticos. Sin embargo, a partir de los años ´80 otra visión empieza a surgir, que subraya el potencial del cuidado como fuente de identidad y de satisfacción (Davies, 1980). Esta mirada incorpora nuevos elementos a la hora de explicar la interacción cuidadorenfermo, tales como los conceptos de mutualidad, reciprocidad, el de compartir actividades placenteras, valores comunes, etc., que permiten poner en escena dimensiones positivas que no estaban siendo tomadas en cuenta. De hecho, Nolan (2001) sistematizó en la literatura existente sobre el tema que entre el 50 y el 90% de los cuidadores habían manifestado que encontraban elementos satisfactorios en sus tareas de cuidado. De este modo, algunos estudios destacan que los cuidadores habían encontrado recompensas en la realización de tales tareas (Ryan, Howel, Jones et al., 2008). En tal sentido, la ausencia de satisfacciones en las tareas del cuidado es un predictor de nuevas situaciones estresantes. Como ha notado Nolan (2001), los cuidadores que no identifican aspectos positivos en el cuidado son más proclives a quebrarse. Por lo tanto, los especialistas deberían identificar quiénes son este tipo de cuidadores para poder proveer soporte adicional, o bien poder hacer otros arreglos para 4
El término “cuidador” se ha formalizado a partir de los documentos de políticas gubernamentales como el Acta de Cuidadores -Reconocimiento y Servicios- (Carers Recognition and Services Act), del Departamento de Salud y Servicios Sociales del Reino Unido (1997) y ha sido tomado como propio por algunos grupos de auto-ayuda.
el cuidado, además del hecho de que la identificación de fuentes de satisfacción permitiría una mirada holística de esta dinámica. Ser un cuidador representa una relación social entre el cuidador y el enfermo, pero también una relación del cuidador con el sistema de salud. Dentro de la gama de posibilidades de esta última relación, Twigg y Atkin (1994) tipifican cuatro categorías que resumen cómo han sido vistos y tratados los cuidadores desde la perspectiva de los servicios de salud. En primer lugar, los cuidadores son percibidos simplemente como recursos disponibles para enfrentar la situación del paciente. Este tipo de enfoque -muy común todavía- parte de la premisa de que el familiar, especialmente cuando se trata de esposas, estará automáticamente disponible para atender al enfermo. Es un enfoque cuya intervención sólo se detiene en identificar las necesidades del paciente, pasando por alto la de los cuidadores. De este modo, en casos de enfermedades terminales, cuando el deseo de aquél es fallecer en el domicilio, ésta será la única consideración priorizada, más allá de las posibilidades que el cuidador tenga para poder afrontar dicha situación. En segundo lugar, los cuidadores son visualizados como si fueran compañeros de los profesionales. En este caso, el equipo de salud tratante entiende que sus propuestas de asistencia hacia el paciente coincidirán de manera mecánica con las que pueda tener el familiar. De modo tal que sin una indagación profunda de las necesidades y las condiciones de los propios cuidadores, se los interpela y demanda para que se encarguen de la provisión del cuidado. Sin embargo, en muchas ocasiones dedicarse a esta tarea puede ser algo nocivo y perjudicial para la salud del propio cuidador. El tercer enfoque entiende que los cuidadores son también los pacientes del equipo médico tratante. Si bien este modelo reconoce las demandas de los cuidadores, distinguiéndolos como personas con una vida propia además de la dedicada al cuidado, los tratan desde una mirada potencialmente “patologizante”. Es decir, los tratan de manera paternalista, simplemente como a otro paciente más que también requiere de asistencia profesional, particularmente de un psicólogo, una trabajadora social o un psiquiatra. En cuarta instancia existe un enfoque que considera a los cuidadores como personas que no pueden realizar tales tareas de cuidado. Los cuidadores que son identificados dentro de esta categoría son aquellos considerados agotados y que, por lo tanto, los servicios de salud consideran que continuar en el rol de cuidar sería nocivo
para la salud de estas personas. También incluyen dentro de esta categoría a aquellos que decidieron dejar de cuidar, por ejemplo, internando al paciente. El modelo que ha predominado, influyendo en la percepción de los profesionales y en la agenda política específica sobre el tema, es el del cuidado entendido como una actividad extenuante para el que la realiza. Acordamos en que las tareas de cuidar son realizadas muchas veces a expensas de la propia salud del cuidador; inclusive, los propios cuidadores han identificado las tareas del cuidado como sinónimo de carga. En el estudio de Field y James (1993), los investigadores evaluaron la percepción que tenían los cuidadores de enfermos sobre su propio papel, a través de un instrumento estandarizado, el Caregiver Strain Index (medida de 13 ítems). Entre los resultados a los que llegaron hacemos notar que el 84% de los entrevistados manifestó tener un cuadro severo de estrés psicológico y la mayoría señaló que encontraba la experiencia de cuidado como una carga. Otros hallazgos sobre cuáles fueron los tres temas que más les preocupaban a los cuidadores establecieron los siguientes (Field y James, 1993): a) las restricciones que debían imponer en su vida para poder realizar las tareas del cuidado; b) las consecuencias emocionales por la situación de estrés constante que tenían al tener que cuidar a alguien a punto de morir; c) la sensación de estar aislados, sin posibilidades de poder hablar sobre sus propias necesidades y, por último, d) sobre el apoyo que recibían, distinguiendo entre el equipo de salud, la familia y los amigos. Sin embargo, consideramos que tomar una postura a-crítica sobre los enfoques que efectivamente reconocen las necesidades de los cuidadores implicaría pasar por alto determinadas cuestiones sutiles que intentaremos ir analizando. Tal como argumenta Ellis-Hill (2001), cuando el sistema sanitario se ocupa en identificar al cuidador para brindarle asistencia, suele hacerlo para que así pueda seguir cuidando “bien”, como un aspecto relativo a la eficacia en la provisión de recursos a enfermos. La percepción implícita o explícita- de estos servicios de salud es que disminuyendo el estrés que sufrirían todos los cuidadores, disminuiría la carga de esta tarea y aumentaría así la capacidad del cuidado. Creemos que, de este modo, se reduce la existencia del cuidador simplemente a la de un recurso disponible para el sistema sanitario, restringiendo una vida, la del cuidador, a un determinado papel, el de cuidar (Sheldon, Turner y Wee, 2001). Es decir, este enfoque que equipara a los cuidadores como recursos, parte de la premisa que hay que “mantenerlos cuidando a toda costa” y eso implica su asistencia
para que esta tarea no se vea interrumpida. Es una perspectiva centrada en las tareas que realizan, como si se tratara de una cuestión exclusivamente de provisión de servicios. Por el contrario, diversos estudios indican que la parte más difícil de manejar son los aspectos sociales y psicológicos (Anderson, 1992). Efectivamente, en pacientes con enfermedades terminales, investigaciones sobre los cuidadores de estas personas coinciden en señalar que las necesidades psicológicas son el mayor número de necesidades auto-definidas -tanto por pacientes como por sus cuidadores-, inclusive por sobre las necesidades físicas y financieras (Hileman y Lackey, 1990). En definitiva, los estudios sugieren que la relación entre el cuidador y el cuidado es más significativa que la de “a mayor cuidado mayor estrés”. Realizar una lectura del fenómeno tan lineal y simplista implicaría dar por sentado una realidad que puede no coincidir con aquella que determinada familia está atravesando. Al universalizar la concepción del cuidado como sinónimo de carga, se estandarizan las respuestas que el sistema puede brindar y se pierde así la posibilidad de poder identificar a aquellos para los que –efectivamente- el cuidado los colocó en una posición de vulnerabilidad y que requieren, por lo tanto, soluciones puntuales. Asimismo, son modelos estáticos que no consideran la dinámica del proceso, el carácter provisorio que tiene cada uno de sus momentos, las demandas fluctuantes que están generando y que, suele finalizar con la concreción de aportes que para la familia que los recibe forman parte de respuestas a necesidades que muchas veces ya son obsoletas. El malestar y el estrés que se identifican en los cuidadores en ocasiones no están relacionados con aspectos físicos del cuidado, sino con la falta de soporte familiar y de recursos financieros. Desde una mirada crítica, Lee (2001) destaca que las intervenciones generalmente no intentan cambiar las estructuras mayores responsables de que una enorme cantidad de las demandas del cuidado recaigan en personas –mujeres en su mayoría- ya de por sí saturadas de trabajo, aspecto que abordaremos más adelante. Por las limitaciones de los enfoques descriptos, acordamos con la propuesta de Nolan (1995) de incorporar una quinta categoría sobre la visión hacia los cuidadores, entenderlos como expertos de las preferencias y necesidades del paciente, rescatando así la experiencia común que ambos tienen por las biografías “cruzadas” que ambos comparten. Al considerar a los cuidadores como expertos, se pone el acento en cuestiones tales como escucharlos, atender sus sugerencias, identificar sus temores, permitir que hagan explícitas sus demandas y otros aspectos que evitan que se considere
a tales cuestiones como contingentes a lo central -el enfermo- o bien ya conocidas de antemano, supuestamente, por los especialistas.
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