Manuel Puig en los diarios de Carmencita

4 ene. 2014 - en Uruguay, las cosas cambiarán cuando no ... lo de Uruguay se torna obsesivo y muchos .... ra que trabajaba en la universidad católica.
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OPINIÓN | 23

| Sábado 4 de enero de 2014

memoria de un tiempo ido. En la escritura íntima de Carmen Acuña, entrañable amiga del autor de Boquitas pintadas,

perduran el recuerdo de una amistad que atravesó los años y las huellas de un país tristemente habituado a los sobresaltos

Manuel Puig en los diarios de Carmencita Carlos Balmaceda —PARA LA NACION—

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illa Carmencita es una casa quinta que está en la pequeña ciudad de Batán, pocos kilómetros al sur de Mar del Plata. Tiene un parque donde conviven un sauce longevo, un ciruelo pródigo que cobija el nido de un zorzal, un naranjo en flor, un pino traído de la Cordillera, un laurel de cien brazos, rosales rojos, rosados y blancos, jazmines y muchas otras plantas y árboles de pequeño porte. La casa es rectangular, de una sola planta, y ahí vivió la legendaria Carmen Acuña. Es que Carmencita, como la bautizó Manuel Puig; era una mujer como pocas. Carmencita nació en General Villegas seis años antes que el autor de Boquitas pintadas. Ahí fue donde se conocieron. Más precisamente en el Cine Teatro Español. Porque a Carmencita le gustaban las películas de amor y aventuras, y al menos iba cuatro veces por semana a sentarse siempre en una butaca del medio de la décima fila. Sentía devoción por las artistas argentinas como Mecha Ortiz y Amelia Bence, aunque también se deslumbraba con estrellas de Hollywood, como Greta Garbo y Ginger Rogers. Era la primera en llegar al cine y cuando terminaba la función se metía en la cabina para charlar con el operador. “Ese Totó de Cinema Paradiso me hizo acordar que para mí también el cine era un paraíso”, escribió en su diario personal a final de 1980. A renglón seguido anotó que Toto se llamaba el chico protagonista de La traición de Rita Hayworth, la primera novela publicada por Puig, y agregó que el propio Manuel le había contado en una carta que le mandó desde Nueva York que Toto era una recreación de su propio seudónimo, Coco, y por eso mismo lo había hecho un cinéfilo. Carmencita comenzó con su diario cuando terminó la primaria en el colegio Inmaculada Concepción. Lo fue llenando con recuerdos y anécdotas y también con la transcripción de las cartas que de tanto en tanto cruzaba con Manuel Puig. Siempre hablaban del cine y de General Villegas, al que Puig bautizó como Coronel Vallejos en sus ficciones. Puig dejó el pueblo en 1945 para irse a la Capital Federal y luego siguió rumbo a Italia. Carmencita partió en 1950, con su esposo, Juan Lavalle, y con una hija pequeña, y jamás regresó allí. Antes de irse trabajó en un área de salud pública y conoció a Evita Perón en una residencia para chicos que funcionaba en Punta Lara. “Tomamos mate amargo toda una tarde, sentadas en una lona sobre la arena, mientras cuidábamos a los chicos en la playa y

hablábamos de cine”, recordó en una página del diario. Una foto de La Razón, que Carmencita guarda recortada y doblada, las muestra a las dos rodeadas de un contingente de chicos en la orilla del río. Pero el tiempo corría y la memoria parecía devorarse los episodios del pasado que no se narraban. “No sé si lo que se borran son mis recuerdos o lo que va borrándose es el país”, le escribió una vez Puig lamentándose de las tragedias provocadas por la dictadura del general Onganía. Carmencita, instalada en Mar del Plata con su familia, le contestó: “Para mí que son las dos cosas al mismo tiempo. Por eso las escribo”. A fines de la década del 60, Carmencita y su familia se mudaron a un tambo en la zona de Batán. “Parece que el gaucho Juan Lavalle te convenció de irse al campo, ¿eh?”, le escribió Puig desde Buenos Aires. Es que Juan había nacido y crecido en Caleufú, un poblado de La Pampa, y siempre había trabajado en estancias de la región. En esos tiempos Puig publicó la novela Boquitas pintadas y

los vecinos de General Villegas temblaron. Carmencita le escribió: “¡Más te vale que yo no aparezca en la novela!” La leyó como si fuera una biografía colectiva, esperando encontrarse cara a cara con ella misma en cualquier página. Pero no estaba. “Sos un santo, pero yo que vos a Villegas no vuelvo ni que me paguen”, le escribió. Carmencita y su esposo se mudaron a la estancia San Justo, ubicada cerca de Chapadmalal, porque a Juan lo contrataron como capataz. Pocos meses después Carmencita supo que el gobierno militar había prohibido la novela The Buenos Aires Affaire y que Puig se había ido del país amenazado por la temible Triple A. En esos años demenciales, Carmencita escribió algunos de los párrafos más dolorosos del diario: “Querido Manuel: me acordé mucho de vos todo este tiempo porque la Triple A mató hace pocos días a una chica amiga de mi yerno y mi hija. Era una chica encantadora que trabajaba en la universidad católica con mi yerno. A él también lo amenazaron, el obispo Pironio tuvo que irse del país para

que no lo maten, y te imaginás que no puedo dormir ni estar en paz”. Era un monólogo porque las cartas de Puig, de pronto, se habían perdido en medio del caos político de aquella época. Carmencita recibió el golpe militar en la estancia. Una madrugada de diciembre de 1976 su hija la llamó para decirle que los habían atacado con Itakas y que se habían salvado de milagro. “Seguro que fue la policía o los militares”, escribió Carmencita en el diario. Su hija con sus nietos debieron ocultarse en el campo mientras su yerno saltaba de una casa a la otra para evitar que lo cazaran. Carmencita y Juan pasaron ocultos una noche infinita, abrazados bajo un ombú, porque pensaron que la policía iría a buscarlos. Voló el tiempo. Manuel Puig le escribió desde Río de Janeiro. “¿Viste Pubis angelical?”, le preguntó. Carmencita le dijo que sí, que se había reído y llorado con la película, y que Graciela Borges estaba maravillosa. Pocos años después Manuel Puig le mandó una larga carta donde le contaba sus des-

velos para llevar al cine El beso de la mujer araña. Carmencita contó en el diario cómo se quedó pegada frente al televisor la noche del 24 de marzo de 1986 cuando se transmitió la entrega de los Oscar porque la película de Manuel, dirigida por Héctor Babenco, tenía cuatro nominaciones. Y La Historia Oficial era la gran candidata como film extranjero. Cuando se fue a dormir pensó en lo feliz que estaría su amigo y en que quizás el país ya no se estaba evaporando. La última carta de Puig llegó desde Cuernavaca, México. “Argentina se convirtió en una fantasía cruel para mí. Ya no pienso volver. No soy como Ulises ni lo quiero ser. Acá soy feliz a mi manera.” Pocos meses después se enteró de la muerte de Manuel por la televisión. “¿Y ahora adónde te voy a escribir? No podés hacerme esto”, anotó en su diario. Era julio de 1990 y el campo amanecía cubierto por la escarcha. “Para colmo Juan no anda bien de salud”, escribió en esos días. En noviembre falleció su esposo y el mundo de Carmen se resquebrajó. Pasó el duelo y el luto, y renació con templanza. Pero apenas escribía. Algunos recuerdos fragmentados, evocaciones aisladas, remembranzas íntimas que parecen sueños o anhelos. De pronto el diario parecía narrar un país y una vida que ya eran pura ilusión. Luego de enviudar Carmencita dejó la estancia y se mudó a Villa Carmencita. Ahí pasó más de dos décadas, hasta que falleció, pocos meses atrás. En Batán fue muy popular y querida. La trataban con una deferencia cálida, casi familiar, y eso la llenaba de orgullo. Ya se lo había dicho Manuel Puig a la salida del cine: “Vos no te llamás más Carmen. Desde ahora sos Carmencita. Porque Carmen es un nombre de drama y tragedia y vos estás hecha para una historia dulce de amor”. El diario de Carmencita habla de un país en el que se podían concretar los sueños de amistad, amor, trabajo y pasión. Y me pregunto, con el mismo ánimo que Santiago Zabala se pregunta sobre su país en el inicio de la ciclópea novela de Mario Vargas Llosa Conversación en la Catedral: ¿en qué momento se jodió la Argentina? ¿Cuándo nos arrojamos al mar de intolerancias ideológicas, agresiones sectarias, fanatismos políticos, violencias urbanas, saqueos y atropellos a los derechos humanos que hoy nos angustian? Encontrar una respuesta debería servirnos para regresar, sanos y salvos, a la playa en donde alguna vez disfrutamos del sol y las olas sin temores ni tribulaciones. © LA NACION El autor es escritor

Mejor no hablar del Gobierno Norberto Firpo —PARA LA NACION—

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rancamente, mejor no hablar de un gobierno que cree que la ciudadanía es estúpida. Mejor no hablar de un gobierno convencido de que toma decisiones acertadas e inteligentes, cuando en realidad toma decisiones demostrativas de que en su seno cunde el desbarajuste y la improvisación. No hace falta ser un profundo analista de la realidad para advertir que la chapucería política y la económica son los más claros signos de identidad de este gobierno. En suma, mejor no hablar de un régimen sumido en la truculencia populista, tan inepto que se niega a la más leve autocrítica y todavía emperrado en suponer que sus aplaudidores son personas sinceras y reflexivas que están allí por volun-

tad propia y no porque la obsecuencia les asegura buen pasar y les permite eludir cualquiera de los cepos en vigor. El triste credo kirchnerista marcha a contramano de la ejemplaridad democrática, ya que desdeña evidencias tan contundentes como ésta: no se da cuenta de que sólo arreando gente ingenua del conurbano y de las cada vez más densas villas miseria puede llenar apenas un cuarto de Plaza. (Esto fue más que notorio la noche del trigésimo cumpleaños de nuestra atormentada democracia, acaso más recordada como la noche en la que la Presidenta probó su aptitud para ensayar pasos de cumbia y en la que unos cuantos cantantes populares amenguaron ipso facto su popularidad.) A estas alturas de las circunstancias no tiene sentido malgastar todavía más pala-

bras con intención de precisar qué clase de catadura cívica e intelectual exhibe un régimen que tiene extinción prevista y anunciada. En cambio, tiene cierto sentido que tomemos conciencia –ya mismo– de cuán empinada cuesta se nos viene encima y habrá que remontar para que la sociedad argentina consiga revertir el actual proceso de decadencia. Por descontado, la tarea de restituir normas de conducta ha de ser tan ímproba como la de restablecer aquella esencial escala de valores que daba sentido civilizado a nuestra existencia. Habrá que desterrar la corrupción y habrá que acabar con el engañoso “modelo” (ese cuento del tío) para que el país y la gente honrada vuelvan a gozar de respeto y merecer confianza. Habrá que cauterizar los forúnculos del rencor y del desprecio

(que tan a menudo inflaman la verba oficialista) para que nuestra epidermis sociopolítica vuelva a lucir sana y tersa. Habrá que encontrar buenas maneras para que la cultura del trabajo sea preferible a la cultura del subsidio. No ha de ser tarea sencilla. La docencia social no se impone por decreto ni pueden ejercerla quienes acaparan bienes materiales y reniegan de la austeridad, ni tampoco quienes se creen dueños de verdades lapidarias y, por lo tanto, aborrecen el disenso, ese requisito de fe republicana. Habrá que trabajar duro para que la Argentina deje de ser este país de piqueteros y barrabravas y de dirigentes pícaros y oportunistas que por algo hacen buenas migas con barrabravas y piqueteros. No será fácil que volvamos a creer que

nuestra libertad limita con la libertad del prójimo, que no hay verdades absolutas, que la ley es una y para todos, que el poder no implica prepotencia y que la democracia agradece el estricto cumplimiento de estas reglas. ¿Cuántas décadas esforzadas deberán transcurrir para que la Argentina consiga capear este retroceso y para que nuestros hijos y nietos sean de nuevo habitantes de un país de promisión? Éste es el gran tema: la decadencia, el rumbo del país y nuestros hijos y nietos. Por lo tanto, más vale no hablar de este gobierno ni de la estafa moral, política y económica que nos ha infligido. Agrupémonos y sepamos afrontar la barranca arriba que el “relato” no describe, pero que el kirchnerismo habrá de legarnos. © LA NACION

¿Qué teme la Argentina de Uruguay? Tomás Linn —PARA LA NACION—

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MONTEVIDEO

as tensiones entre la Argentina y Uruguay siguen y si bien los problemas generados causan más preocupación del lado oriental del río, el tema afecta a ambos. La pregunta que nadie logra responder es por qué desde hace casi diez años las fricciones no disminuyen. Teorías hay muchas, respuestas concretas ninguna. Tal vez, como piensan algunos en Uruguay, las cosas cambiarán cuando no haya un Kirchner en el gobierno argentino. Creen que el ensañamiento es personal, de Néstor primero y luego de su esposa. ¿Pero terminarán las tensiones el día que no haya más jerarcas K en la Casa Rosada? Tal vez se atenúen porque los futuros gobernantes recuperarían la diplomacia como mecanismo para resolver los entuertos contra los vecinos. Es que asombra la facilidad que tiene este gobierno argentino para crearse líos con países amigos. Pero más allá de esos líos, lo de Uruguay se torna obsesivo y muchos recuerdan cómo Cristina Kirchner acometió contra el entonces presidente uruguayo Tabaré Vázquez, en su discurso inaugural

cuando asumió la primera vez. Sin embargo, estos conflictos no surgen sólo porque hay tensiones personales. Y dado que no hay explicaciones concretas para entender el problema, surgen teorías diversas y creíbles, aunque difíciles de demostrar. Me atrevo a esbozar una. La Argentina y Uruguay tienen similitudes y en algunas áreas productivas (ganadería, cereales, lácteos y lana) corren a la par. El problema es que desde el retorno democrático en Uruguay, en 1985, empezó un lento proceso productivo que se añadió a los rubros tradicionales y le aportó variedad. No es que Uruguay siga el camino chileno. Pero es probable que en la Argentina muchos (y no sólo los kirchneristas) lo vean así y les alarme. El desarrollo de Chile tuvo su propio rumbo, sin depender de acuerdos regionales. Tiene entendimientos con el Mercosur, pero no lo integra. Y sí firmó tratados de libre comercio con numerosos países, entre ellos Estados Unidos y la Unión Europea. Además, una enorme y rocosa cordillera lo separa de la Argentina y lo hace distante. Eso no sucede con Uruguay. Algunos ar-

gentinos ven con alarma su evolución, que por cierto no se parece a la chilena, pero sí es distinta a su propia tradición. Un gobierno da el primer paso legislando la actividad forestal y el siguiente, de otro partido, la organiza y estimula. Poco a poco, aparecen áreas densamente forestadas en ciertas regiones del país y llegan los inversores extranjeros. Otro presidente firma un acuerdo con Finlandia y así se inicia la construcción de la planta de pasta de celulosa en Fray Bentos. Un siguiente presidente, éste de izquierda, enfrenta las presiones argentinas ante la posibilidad de que se contamine el río. Su mensaje es claro: en Uruguay estas decisiones no son transitorios antojos de algún presidente de turno. Por el contrario, cada gobierno asume desde donde deja el anterior y sube la apuesta. Sucedió con los puertos, que siendo importantes para la economía uruguaya, estaban en franco retroceso. Durante el gobierno de Luis Alberto Lacalle, se aprobó una transformadora reforma portuaria, pese a la oposición de la izquierda. Con los sucesivos gobiernos, los puertos de Montevideo y de Nueva Palmira se modernizaron. Curio-

samente, cuando el Frente Amplio ganó las elecciones en 2004, no desanduvo el camino hecho. Tabaré Vázquez designó a un buen conocedor del tema para que también en esa área hubiera avances. Distintos gobiernos, distintos momentos, diferentes visiones ideológicas, pero una misma continuidad en las políticas de largo plazo. No son cambios radicales ni veloces (Uruguay no pierde su idiosincrasia cansina), pero se mantienen en el tiempo y evolucionan paso a paso. De a poco, el país deja de ser ese sencillo y plácido productor de carne, cereales y lana. Hay señales de que esto preocupa a algunos sectores de la Argentina. Es como si hubiera temor de que al avanzar en este camino, Uruguay se corte solo y siga el rumbo de Chile. Es difícil que ello ocurra, pero el temor existe. El ensañamiento de los Kirchner con Uruguay, tengan o no razón, podría expresar ese temor. Sus medidas de “retaliación” cada vez que surge un problema afectan al corazón productivo y financiero uruguayo. Se demoran o complican las negociaciones para impulsar el dragado del canal

Martín García, se traba la llegada de turistas argentinos, se negocian acuerdos que perjudican la actividad financiera uruguaya, se dificulta la actividad portuaria, se enlentecen los trámites de importación de productos uruguayos... y la lista sigue. La hipótesis es difícil de demostrar, ya que las mismas medidas podrían responder a otros motivos valederos. Pero tiene asidero. De todos modos, las tensiones alejan a Uruguay de la Argentina. Y si bien el gobierno de Mujica ha hecho lo posible por llevarse bien con su vecino no siempre tuvo éxito. En un futuro es posible que Uruguay comience a buscar otras soluciones: hará alianzas y acuerdos con países fuera de la región, dejará atrás sus complejos y firmará muchos tratados de libre comercio. Con el tiempo y sin que nadie lo haya querido, tomará caminos propios que no conciernen a la Argentina y adquirirá mayor autonomía para hacerlo. Con lo cual, sin haberlo pretendido, terminará pareciéndose en algo a Chile. © LA NACION El autor, uruguayo, es columnista de la revista Búsqueda