OPINIÓN | 25
| Miércoles 29 de octubre de 2014
mujeres en las aulas. El Nobel de la Paz otorgado a la adolescente paquistaní, baleada por defender su derecho a estudiar, es la
mejor manera de concientizar sobre la importancia de la educación, cuando hay millones de niñas que no van a la escuela
Malala, un premio que hace campaña Hinde Pomeraniec —PARA LA NACIoN—
E
l objetivo de la educación es conseguir carácter como ser humano, independientemente del sexo al que se pertenezca. La frase, brutal, fue escrita por la escritora y filósofa Mary Wollstonecraft, pionera del feminismo, en su libro Vindicación de los derechos de la mujer (1792). Desafortunadamente, esa definición no es obsoleta: todavía hay millones de niñas que no van a la escuela o la abandonan antes de tiempo. El Nobel de la Paz que le entregaron días atrás a Malala Yousafzai, la adolescente paquistaní militante por los derechos de las niñas que sobrevivió a un ataque a balazos de los integristas, no es sólo un buen gesto formal, es posiblemente la mejor campaña para que gobiernos y ciudadanos tomen conciencia de lo que se pierde mientras las chicas no aprenden. No sólo hay más ignorancia: hay más enfermedad, hambre y muerte, todo lo contrario del desarrollo necesario para vivir cada vez más y mejor. Según datos recientes de organismos de las Naciones Unidas y de oNG como SavetheChildren, en el mundo aún hay entre 62 y 65 millones de nenas y adolescentes que no van a la escuela. De ellas, 39 millones tienen entre 11 y 15 años, una edad crucial para definir su futuro, ya que todavía hoy, pese a los avances en la materia en los últimos 20 años, un tercio de las niñas de los países en desarrollo se casan antes de los 18 años y son mamás antes de los 20. De ellas, una de cada siete se casa (un modo de decir, habría que decir “la cazan”) a los 15 o antes. En determinadas regiones de África y de Asia (también ciertas zonas de América latina), el tema se agrava, ya que el embarazo adolescente es cotidiano y es, también, la principal causa mundial de muerte de las chicas de entre 15 y 19 años. Se calcula que unos 5,5 millones de mujeres de esa edad dan a luz anualmente y la tasa de mortalidad en esta franja duplica la muerte materna en quienes tienen más de 20 años. La escuela suele ser el espacio que preserva a las chicas de esa catástrofe: ya en 1990, los cálculos de las Naciones Unidas aseguraban que cuando una mujer recibe un mínimo de siete años de educación, se casa en promedio cuatro años más tarde
y tiene un promedio de 2,2 hijos menos. El 70% de los pobres de este planeta son mujeres. Se ha dicho incansablemente, pero es necesario insistir: cuando se logra educar a una mujer, se rompe lo que los expertos llaman el círculo de la pobreza. Los motivos son varios y en su mayoría obedecen al más llano sentido común. Hay una gran cantidad de estudios, encuestas y estadísticas, y todo confluye hacia aquella famosa frase que algunos adjudican a Malcolm X acerca de que educar a un hombre es educar a un individuo, pero educar a una mujer es educar a una generación (o “a una familia” o “a una nación”, según las versiones). Se ha calculado que cada año más en la escuela supone un incremento de un 25% en el futuro salario de una niña. También se ha coincidido en que si una mujer está educada, su hijo tiene un 40% más de chances de vivir por encima de los cinco años. En búsqueda de mayores elementos para persuadir a quienes deben poner en marcha los programas y entregar los fondos necesarios, los organismos suelen esgrimir, además de razones humanitarias, razones económicas de peso por las cuales es indispensable que las mujeres vayan a la escuela. Un informe de 2008 aseguraba que dejar de educar a las nenas a la par de los varones en países de ingresos bajos y medios y países en desarrollo tenía un costo de 92.000 millones de dólares por año. Ese costo es dinero que se gasta en enfermedad o subsidios, pero también es dinero que deja de ganarse en calidad de ingresos. Un estudio citado por el experto Eric Hanuschek en un trabajo del Banco Mundial da cuenta de que, luego de analizar 98 países que pusieron en marcha un plan de incremento de asistencia de las niñas a la escuela, el retorno promedio de esa inversión es de 17%, y todavía es mucho más alto en los países en desarrollo, donde ha llegado al 26 por ciento. Los motivos por los cuales las chicas no van a la escuela son muchos y diversos, aunque todos se concentran en un punto: la miseria. Las razones que esgrimen adultos y niñas ante la consulta determinan que el costo educativo es una de las razones principales, más allá de la gratuidad de la educación. Vestir a un chico, proveerlo de elementos para el estudio y posibilitar el traslado hasta la escuela cuesta plata. La distancia suele ser también en muchos países espacio de riesgo para las nenas de
cierta edad, mucho más que para los varones. Los trabajos domésticos son otra de las principales razones por las cuales no van o abandonan la escuela: cocinar, limpiar, cuidar a los hermanos pesan para la familia más que la educación, ya que, al menos mientras las niñas son pequeñas, sus estudios no rinden económicamente, según la mirada de los adultos a cargo. otro de los temas que se pone de manifiesto como excusa es la infraestructura sanitaria de gran parte de las escuelas de los
países en desarrollo, con letrinas en condiciones miserables y sin instalaciones adecuadas para las niñas. Y, por supuesto, el matrimonio temprano y el embarazo son las causas principales de abandono de las adolescentes, que muy pocas veces consiguen reinsertarse luego de ser mamás. Una encuesta interesante fue realizada por la oNG canadiense Plan Canada (puede leerse en el sitio becauseimagirl.canada). Para este trabajo fueron consultadas más de 7000 niñas en diversos países en
desarrollo, en diferentes regiones, y algunos de los resultados son los siguientes. Sólo el 44% de las chicas en América latina completa siempre o frecuentemente nueve años de escolaridad. En Asia, sólo el 5% de las chicas dice que varones y nenas comparten las tareas de la casa. En África, sólo el 30% de las niñas dicen sentirse tan seguras como los varones. El año que viene es un año clave para evaluar lo conseguido desde 1990, cuando se comenzó a trabajar bajo consenso internacional para los llamados “objetivos del milenio”. En materia de educación, se planteó expandir el cuidado y la educación en la infancia, proveer enseñanza gratuita y obligatoria, proveer aprendizaje y habilidades vitales para jóvenes y adultos, crecer un 50% en términos de alfabetismo, mejorar la calidad educativa y lograr paridad de género para el año 2005 e igualdad de género para 2015. La frase de Wollstonecraft sigue hablándonos de la naturaleza humana y de la necesidad de educación para fortalecernos como personas. En esa dirección también habló, más cerca en el tiempo, el economista bengalí Amartya Sen, teórico de la economía del desarrollo, quien insiste en el empoderamiento de las mujeres como camino a un mejor futuro y habla de la educación como “una apreciación de la libertad y el razonamiento”. Sen recibió el Nobel de Economía en 1998, un año después del nacimiento de Malala, y suele explicar que educar a una mujer no es sólo enseñarle a leer, a escribir, a sumar y a integrarse socialmente, sino que es darle herramientas para hacerse oír en su familia y en su comunidad. “La voz de una mujer que fue a la escuela es más articulada, tiene más recursos: el resto de la gente la escucha más”, explica. Una mujer educada, parece decir, tiene no sólo más chances de hacerse valer en el mundo del trabajo, sino también de convertirse en líder y orientar políticas. No hay que ir lejos para buscar un ejemplo. Su nombre es Malala, la que hoy parece muchos más años que los 17 que marca su documento. La que llevará por siempre una sonrisa a medias, producto de la cirugía de cerebro que le practicaron luego del ataque talibán. La valiente Malala, la Nobel de la Paz, la que sobrevivió a las balas del oscurantismo para devolverles a otras niñas como ella el derecho a estudiar. © LA NACION
Que parezca un accidente Javier Auyero —PARA LA NACIoN—
“M
e robaron la camioneta”, gritó agitado el señor Vargas apenas entró a la comisaría, en momentos en que una señora pedía ayuda para que uno de los agentes obligara a su hijo adicto a internarse en un centro de rehabilitación (no es la primera ni la única madre que recurre a la policía, aunque la sabe involucrada en el tráfico de drogas, como un último recurso para intentar controlar la adicción de su hijo). “Me chorearon la camioneta”, insistió Vargas, y la señora se hizo invisible para el policía. Detrás del mostrador, el oficial, impávido, preguntó: “¿Dónde?”. “En la calle que termina en la feria, donde está el hospital, no me acuerdo el nombre”, contestó Vargas. Agente 1: –Dígame la patente y el color de su camioneta. Vargas: –La patente… uy... Yo sé quién es el chorro. Lo vi. Es el Brian, el que vende dro-
gas. Venía con la camioneta llena de cosas y ese hijo de puta apareció en el medio de la calle y me apuntó. Aceleré, lo iba a atropellar. Agente 1: –Lo hubiese atropellado, le hubiese pasado por encima. Vargas: –Eso iba a hacer, pero había otros dos. Y me apuntaban, me estaban apuntando. Yo sé dónde vive Brian. Lo voy a ir a cagar a palos. Agente 2: –Lo tenía que atropellar, pasarlo por arriba. A usted no le pasaba nada. El hallazgo del cuerpo de Luciano Arruga activó este episodio en mi memoria. Transcribí el diálogo con cierto escozor. Era una nota de campo recogida hace dos años en una comisaría de Lomas de Zamora. No conocemos los detalles de lo que sucedió la fatídica noche en la que murió Luciano. Pero un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando volví a leer este fragmento, parte del material que utilizamos para ana-
lizar la acción estatal intermitente, selectiva y contradictoria en los márgenes urbanos. Muchos guturales defensores de la mano dura y la tolerancia cero raras veces se ponen a pensar que la institución encargada de llevar a cabo esas políticas de mano dura funciona, muchas veces, como agente extorsionador, creando peligros de los cuales luego propone defender a la ciudadanía. Se ha documentado que estas políticas tienen consecuencias desastrosas en otras partes del continente. Los defensores de la mano dura tampoco reflexionan sobre el hecho de que la tolerancia cero debería ejercerse con la policía bonaerense, esa institución mafiosa, más allá de que pueda haber también buenos policías. Esta misma policía es conocida en su zona de influencia como “policía narco”. Hace pocos meses aquella comisaría de Lomas de Zamora fue allanada y su plana mayor
fue acusada de participación en el tráfico local. También le dicen “policía petera” y “policía reclutadora.” “Petera,” porque los agentes “solicitan” servicios sexuales a las adolescentes del barrio. “Solicitaciones” que son, lisa y llanamente, ejercicios de violencia sexual. “Reclutadora”, porque enlista para cometer delitos a jóvenes de la zona que acaban de cumplir una condena o que están en libertad condicional. El temor a volver a la cárcel no les deja a estos chicos otra opción que acceder al “pedido” policial. Mucho se ha estudiado sobre el impacto que en la vida de los sectores populares tiene “la traición a lo que es lo correcto” por parte de autoridades estatales. El sufrimiento individual ocasionado por experiencias de violencia se agiganta y sus consecuencias se multiplican en el tejido social por la complicidad estatal con la violencia. El trauma, lejos de ser una experiencia personal, se
convierte en una impugnación a la rectitud del orden social. Quizás nunca sepamos lo que pasó aquella noche con Luciano Arruga. Yo no lo sé. Lo que sí sé es que la sospecha sobre la complicidad estatal en este y en tantos otros episodios sin esclarecer –complicidad que va desde la desidia policial hasta, muchas veces, su activa y clandestina participación en una variedad de delitos– tiene sus fundamentos. La marginalidad urbana está de facto penalizada, buena parte de la policía bonaerense es un soporte esencial de la criminalidad y la violencia que ejerce ilegalmente se ha convertido en muchos lugares en un procedimiento estándar. © LA NACION
El autor es sociólogo; su último libro es La violencia en los márgenes, en coautoría con María Fernanda Berti
Sin rumbo en la política exterior César Mayoral —PARA LA NACIoN—
L
a Presidenta se ha manifestado a favor del multilateralismo, y eso nos parece muy bien. La Argentina, como país intermedio, posee una mayor capacidad y potencialidad cuando actúa en el marco multilateral que en el bilateral. El problema reside en qué entienden la Presidenta y su gobierno por multilateralismo y cómo lo vienen practicando. Si entiende que es participar todos los años en la Asamblea General de las Naciones Unidas y eventualmente en alguna reunión del Consejo de Seguridad, y desde allí enfrentar a los Estados Unidos aliada a quien sea –Irán, Rusia o Venezuela–, ese multilateralismo no le sirve al país. Lo mismo si entiende que el multilateralismo es participar en las cumbres del G-20, donde la Argentina no saca rédito alguno. Es sabido que los Estados Unidos son la mayor potencia de la Tierra y que muchas veces sus autoridades no han querido trabajar conjuntamente con los países de la región, y que durante la Guerra Fría hubo golpes de Estado apoyados desde Washington
que dejaron marcas difíciles de sanar en los pueblos latinoamericanos. Pero también es importante señalar que en la noche oscura de la dictadura argentina el gobierno del presidente Carter fue el principal dique de contención para que la Junta Militar no realizara aún mayores violaciones de los derechos humanos en nuestro país. No fueron los soviéticos ni el PC argentino. En ese marco, creemos que la diplomacia presidencial debería reforzar la multiplicidad de propuestas e ideas para conformar un mundo más justo, y no utilizar los foros internacionales para un confuso lucimiento personal mientras critica a Estados Unidos y a las demás potencias de occidente para consumo interno y para escaparse de la dura realidad argentina. Recientemente, el Gobierno le ha dicho al pueblo argentino que el multilateralismo nos ayudará a salir del atolladero de la deuda externa argentina; eso es falso y hasta resulta una ingenuidad. La voluntad de la Argentina de obtener apoyos internacionales para presionar a la justicia norteamericana no tiene ningún
viso de realismo. Esa justicia es conocida por su autonomía y nada la hará cambiar, menos si el apriete viene del exterior. Esto ha de ser bien conocido por la Presidenta, que lleva más de 30 años haciendo política. Lo que se buscó yendo a conversar con el papa Francisco y después con el discurso de condena a Estados Unidos en las Naciones Unidas fue sólo ganar espacio político en el país ante su núcleo duro, en una maniobra que pretende retener poder. Sus colaboradores la siguen a pies juntillas, sin ideas propias; el Ministerio de Relaciones Exteriores es inexistente y sólo realiza comunicados de prensa, no elabora políticas y culpa al “imperio y a los buitres” de toda su inoperancia. Su ministro de Economía se entusiasma con el hecho de que el G-77 haya presentado una resolución ante la AGNU, que establece que el año que viene se discutirá una eventual convención sobre las deudas reestructuradas, y que si se llega a un consenso entrará en vigor en cinco o seis años. Pero se trata del foro equivocado, ya que el tema tiene otro ámbito de discusión mul-
tilateral; es decir, no ayuda en absoluto a resolver el problema de la deuda argentina, que se encuentra en manos de Griesa y de los tribunales estadounidenses. El tema, a nivel internacional, se discute en otros ámbitos. El próximo G-20 le indicará al Fondo Monetario Internacional que tome esta cuestión en su reunión de noviembre en Australia, y allí se discutirá una propuesta que originariamente había presentado Anne Krueger (sí, la “enemiga” de la Argentina). La Asamblea General de la oNU no tiene imperio ni es el órgano adecuado para modificar la realidad. Precisamente, lo que se jacta de estar modificando el Gobierno. Pero en este marco económico-financiero, nada se podrá obtener. El 70% del PBI mundial se encuentra en los Estados que votaron en contra o se abstuvieron en la resolución del 9 de septiembre, que fue proclamada “histórica” por las autoridades argentinas. Si el objetivo de pasar a ver al papa Francisco fue darse impulso para hablar en la Asamblea contra los buitres simulando te-
ner el apoyo papal, si la idea era hacer ese paseo con 33 funcionarios que no tenían nada que hacer ni que decir en el Vaticano ni en la oNU, salvo sacarse fotos y mostrar regalos partidarios, el proyecto es muy pobre y oportunista. Es hora de modificar una política exterior que no tiene un fin preciso y que está alejada de las necesidades de la Argentina. El lucimiento personal, además de responder a una necesidad narcisista del poder, no le sirve al país. La Argentina está comprometiendo su futuro inmediato, ya que el Gobierno se ha dedicado a provocar a muchos gobernantes del mundo, inventando peligros y escenarios diabólicos. Hay que modificar estos errores ya, ahora, y no esperar hasta el próximo gobierno, que llegará agobiado por las deudas y los problemas que se crean en la actualidad dado que se utiliza la política exterior al servicio de la señora Presidenta, dejando de lado al Parlamento y a la opinión de muchos de sus compatriotas. © LA NACION El autor, diplomático, fue embajador en China