LUIS CARLOS BURNEO
© Luis Carlos Burneo, 2015 © YoPublico, 2015 Estoy durmiendo, siempre. Desarrollo editorial, conversión y distribución digital por: YoPublico S.A.C. www.yopublico.net Lima, Perú Fotografía de cubierta: Ricardo Zegarra Fotografía de interiores: Leo Galdós Diseño: Manuel Ugarte ISBN 978-612-4279-23-2 Esta publicación está auspiciada por Fundación Telefónica y BBVA Continental
© Luis Carlos Burneo, 2015 © YoPublico, 2015 Estoy durmiendo, siempre. Desarrollo editorial, conversión y distribución digital por: YoPublico S.A.C. www.yopublico.net Lima, Perú Fotografía de cubierta: Ricardo Zegarra Fotografía de interiores: Leo Galdós Diseño: Manuel Ugarte ISBN XXXXXX Esta publicación está auspiciada por Fundación Telefónica y BBVA Continental
POR QUÉ EXISTE ESTO Prólogo de Marco Sifuentes
Índice Prólogo Abuela y Enano Juana sin memoria Conversaciones con mamá Una conversación con Miseliti Papá y las Coronitas 1994 Cuando sea grande En busca de mi hermanita menor La importancia de nunca tirar la toalla Diez pequeñas cosas para ser (un poco más) feliz
05 09 13 20 24 29 33 38 41 46 50
Por supuesto que yo también creía que Henry Spencer era tremendo huevonazo. En agosto de 2007, después de negarme varias veces a postear un video suyo (porque qué iban a decir todos mis amigos a los que también les parecía un huevonazo), coloqué en mi blog un bello registro que Spencer hizo de una presentación de Pauchi Sasaki en Neomutatis. “Insoportable pero chambero” fue lo que dije de él en ese post —lo primero que escribí sobre él, ever— casi como excusándome por haber cometido el pecado de lesa posería de rebotar algo suyo. Un par de meses después no pude más de la curiosidad ante este inagotable integrante de esa cosa rara, nueva y emocionante que era la blogósfera. Le pedí entrevistarlo. No debería haber sorprendido lo que encontré. Alguien que ni remotamente es un huevón.
POR QUÉ EXISTE ESTO Prólogo de Marco Sifuentes
Índice Prólogo Abuela y Enano Juana sin memoria Conversaciones con mamá Una conversación con Miseliti Papá y las Coronitas 1994 Cuando sea grande En busca de mi hermanita menor La importancia de nunca tirar la toalla Diez pequeñas cosas para ser (un poco más) feliz
05 09 13 20 24 29 33 38 41 46 50
Por supuesto que yo también creía que Henry Spencer era tremendo huevonazo. En agosto de 2007, después de negarme varias veces a postear un video suyo (porque qué iban a decir todos mis amigos a los que también les parecía un huevonazo), coloqué en mi blog un bello registro que Spencer hizo de una presentación de Pauchi Sasaki en Neomutatis. “Insoportable pero chambero” fue lo que dije de él en ese post —lo primero que escribí sobre él, ever— casi como excusándome por haber cometido el pecado de lesa posería de rebotar algo suyo. Un par de meses después no pude más de la curiosidad ante este inagotable integrante de esa cosa rara, nueva y emocionante que era la blogósfera. Le pedí entrevistarlo. No debería haber sorprendido lo que encontré. Alguien que ni remotamente es un huevón.
Ni un groupie pánfilo ni un artie hueco. Un tipo ingenuo y entusiasta, sí, como un niño. Pero, sobre todo, era un tipo con mucho amor por lo que hacía. Amar lo que haces es el requisito indispensable para entender lo que haces. Y todo aquel que realmente sabe lo que está haciendo es alguien con quien vale la pena conversar más de una vez. (¿Alguna vez se han sentado a conversar con un niño sobre algo que lo obsesione? Pocas veces tendrán un interlocutor tan esclarecido). Ese Spencer privado es distinto al que baila Gangnam Style con los congresistas. O quizá no tanto. Ya les dije que él entiende lo que hace y sabe por qué lo hace (y se cuestiona —uf, vaya que se cuestiona— lo que hace). En todo caso, el Spencer privado de estas páginas es un aspecto diferente de ese personaje a veces estridente que todos conocen aunque sea superficialmente. Y, la verdad, no sé si este libro sea lo que esperan aquellos que han consumido religiosamente todos sus videos. (Quizá sus haters no se sorprendan. Después de todo, si Spencer les resulta —nos resultaba— tan antipático, creo, es justamente por eso: por su perpetua sorpresa infantil ante situaciones que ya todos hemos pasteurizado mentalmente y hemos convertido en cotidianas, abúlicas, adultas). Ese Spencer privado, expuesto en este libro, se parece un poco al que asoma si rascas lo suficiente debajo del personaje televisivo y youtubero. Eso sí: ese Spencer privado nunca fue tan privado. Ya escribía algunos de los textos que van a leer en un blog relativamente caleta lanzado, sin que nadie lo supiera, casi en la misma época en la que yo escribía que era un insoportable.
¿Por qué lo hacía si supuestamente era tan reservado? Spencer —nunca he podido llamarlo de otra forma— ama mucho su privacidad, lo he visto protegerla de las formas más inverosímiles. Y, sin embargo, se expone en estas páginas. ¿Saben por qué? Porque la ama tanto que la entiende perfectamente. Sabe perfectamente qué exponer y qué guardar. Este libro no es una catarsis adolescente ni un selfie convertido en palabras. Este libro es un paseo cuidadosamente planificado por la vida privada de una persona que ha decidido exponerla para seguir protegiéndola. Para que, ante ti, como en la transformación final de Pinocho, el personaje Spencer se convierta en una persona. En un niño de verdad.
Ni un groupie pánfilo ni un artie hueco. Un tipo ingenuo y entusiasta, sí, como un niño. Pero, sobre todo, era un tipo con mucho amor por lo que hacía. Amar lo que haces es el requisito indispensable para entender lo que haces. Y todo aquel que realmente sabe lo que está haciendo es alguien con quien vale la pena conversar más de una vez. (¿Alguna vez se han sentado a conversar con un niño sobre algo que lo obsesione? Pocas veces tendrán un interlocutor tan esclarecido). Ese Spencer privado es distinto al que baila Gangnam Style con los congresistas. O quizá no tanto. Ya les dije que él entiende lo que hace y sabe por qué lo hace (y se cuestiona —uf, vaya que se cuestiona— lo que hace). En todo caso, el Spencer privado de estas páginas es un aspecto diferente de ese personaje a veces estridente que todos conocen aunque sea superficialmente. Y, la verdad, no sé si este libro sea lo que esperan aquellos que han consumido religiosamente todos sus videos. (Quizá sus haters no se sorprendan. Después de todo, si Spencer les resulta —nos resultaba— tan antipático, creo, es justamente por eso: por su perpetua sorpresa infantil ante situaciones que ya todos hemos pasteurizado mentalmente y hemos convertido en cotidianas, abúlicas, adultas). Ese Spencer privado, expuesto en este libro, se parece un poco al que asoma si rascas lo suficiente debajo del personaje televisivo y youtubero. Eso sí: ese Spencer privado nunca fue tan privado. Ya escribía algunos de los textos que van a leer en un blog relativamente caleta lanzado, sin que nadie lo supiera, casi en la misma época en la que yo escribía que era un insoportable.
¿Por qué lo hacía si supuestamente era tan reservado? Spencer —nunca he podido llamarlo de otra forma— ama mucho su privacidad, lo he visto protegerla de las formas más inverosímiles. Y, sin embargo, se expone en estas páginas. ¿Saben por qué? Porque la ama tanto que la entiende perfectamente. Sabe perfectamente qué exponer y qué guardar. Este libro no es una catarsis adolescente ni un selfie convertido en palabras. Este libro es un paseo cuidadosamente planificado por la vida privada de una persona que ha decidido exponerla para seguir protegiéndola. Para que, ante ti, como en la transformación final de Pinocho, el personaje Spencer se convierta en una persona. En un niño de verdad.
—¿Has escuchado el chiste del “¿Tengo hambre?” —me dice mi abuela con una sonrisa traviesa. —No, ¿de qué va? Y abriendo la palma de su mano me lo cuenta. —El dedo gordo le dice al índice “Tengo hambre”, y el índice le dice al medio “¿Qué haremos?”, el otro le responde “Robaremos”, y el anular “¿Y si nos pillan?”, y el chiquito responde “Correremos”. Los dos reímos como niños. Ella es mi abuela. En el año 2007, cuando iniciaba La Habitación de Henry Spencer, se hizo famosa en el Internet —no “en las redes”, porque todavía nadie utilizaba Twitter y Facebook en ese entonces— por una hermosa sección de videos de cocina que creamos juntos. Esos videos se convirtieron en los primerísimos episodios de mi blog y crearon una conexión especial con miles de usuarios que se sintieron totalmente idenEstoy durmiendo, siempre
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—¿Has escuchado el chiste del “¿Tengo hambre?” —me dice mi abuela con una sonrisa traviesa. —No, ¿de qué va? Y abriendo la palma de su mano me lo cuenta. —El dedo gordo le dice al índice “Tengo hambre”, y el índice le dice al medio “¿Qué haremos?”, el otro le responde “Robaremos”, y el anular “¿Y si nos pillan?”, y el chiquito responde “Correremos”. Los dos reímos como niños. Ella es mi abuela. En el año 2007, cuando iniciaba La Habitación de Henry Spencer, se hizo famosa en el Internet —no “en las redes”, porque todavía nadie utilizaba Twitter y Facebook en ese entonces— por una hermosa sección de videos de cocina que creamos juntos. Esos videos se convirtieron en los primerísimos episodios de mi blog y crearon una conexión especial con miles de usuarios que se sintieron totalmente idenEstoy durmiendo, siempre
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tificados, porque sus abuelas también cocinaban o porque aprendieron de ellas a cocinar o simplemente porque la imagen de mi abuela les recordaba a su propia abuela. “Qué suerte que tienes de tenerla todavía. Yo extraño mucho a la mía, Spencer”, era un comentario que se repetía una y otra vez —y cada vez que lo leía me sentía realmente agradecido de tenerla y pensaba que no podría imaginar la vida sin ella—. Han pasado siete años desde que grabamos esos videos. Luego del almuerzo mi familia hace sobremesa. Yo estoy con mi abuela, al ladito, en la sala de TV. Nos abrazamos y nos contamos chistes. Ríe mucho. Siempre ríe mucho conmigo. Se me ocurre sacar mi celular. Busco los episodios de cocina que grabamos. Se los muestro uno por uno. La abuela sonríe impresionada. Mira la pantalla de mi teléfono mientras se ve a ella misma cocinando. —Enano… ¿cuándo hemos grabado eso? — me pregunta. —Hace como siete años. —¿Tanto grabamos? ¿Y la gente lo veía? —A la gente le encantaba… y le encanta todavía. —Sí, pues. Dirán “vieja boba” que se deja grabar por el nieto. Se reirán, ¿no? —¿Qué hablas? Al contrario. Estos episodios son probablemente los más bonitos de la historia del blog. —Ay, enano. Yo no entiendo nada de esas cosas modernas. Recordamos juntos esa época donde su único cuestionamiento era “¿Cómo pasas a la computadora lo
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Luis Carlos Burneo
“Qué suerte que tienes de tener a tu abuela todavía. Yo extraño mucho a la mía, Spencer”. “Pero no le vas a decir nada a tu mamá, enano, ¿eh?”.
que has grabado en ese casete, y cómo gente de todo el mundo puede verlo? No entiendo”, y yo le explicaba con calma lo que era un blog y cómo funcionaba Internet. (Una vez, en 2007, mi abuela me llamó emocionada porque escuchó en televisión el comentario de un especialista que decía que, en un futuro muy cercano, los bloggers tomarían Internet, se convertirían en los nuevos periodistas/comunicadores, y la forma de enterarnos de las cosas sería a través de una red de información creada por nosotros mismos. “Tú eres blogger, ¿no?”, me preguntó por teléfono). Mi primera experiencia de complicidad con ella fue a los seis años. Me recogía del colegio todos los días y me engreía mucho. Me compraba cositas, dulcecitos, me llevaba al mercado de Lince a encontrar las figuritas que me faltaban para llenar mi álbum de Navarrete, me acompañaba a comprar mis primeros casetes de rock. Un día se le ocurrió invitarme un helado. “Pero no le vas a decir nada a tu mamá, enano, ¿eh?”, me hizo prometer. (Recuerdo que mi mamá le pedía que no me comprase helado —“no le des cosas heladas”, decía— porque podía resfriarme). Esa tarde mi abuela y yo disfrutamos juntos un helado de chocolate, que era como la mejor recompensa tras estar encerrado durante siete horas en ese invento llamado colegio. Al día siguiente, claro, me resfrié. Mi mamá se molestó y casi me exigió confesar si mi abuela había comprado algo helado. Como es obvio, chibolo asustado, le tiré dedo. “Me delataste, canallita”, se ríe ahora a carcajadas
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tificados, porque sus abuelas también cocinaban o porque aprendieron de ellas a cocinar o simplemente porque la imagen de mi abuela les recordaba a su propia abuela. “Qué suerte que tienes de tenerla todavía. Yo extraño mucho a la mía, Spencer”, era un comentario que se repetía una y otra vez —y cada vez que lo leía me sentía realmente agradecido de tenerla y pensaba que no podría imaginar la vida sin ella—. Han pasado siete años desde que grabamos esos videos. Luego del almuerzo mi familia hace sobremesa. Yo estoy con mi abuela, al ladito, en la sala de TV. Nos abrazamos y nos contamos chistes. Ríe mucho. Siempre ríe mucho conmigo. Se me ocurre sacar mi celular. Busco los episodios de cocina que grabamos. Se los muestro uno por uno. La abuela sonríe impresionada. Mira la pantalla de mi teléfono mientras se ve a ella misma cocinando. —Enano… ¿cuándo hemos grabado eso? — me pregunta. —Hace como siete años. —¿Tanto grabamos? ¿Y la gente lo veía? —A la gente le encantaba… y le encanta todavía. —Sí, pues. Dirán “vieja boba” que se deja grabar por el nieto. Se reirán, ¿no? —¿Qué hablas? Al contrario. Estos episodios son probablemente los más bonitos de la historia del blog. —Ay, enano. Yo no entiendo nada de esas cosas modernas. Recordamos juntos esa época donde su único cuestionamiento era “¿Cómo pasas a la computadora lo
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“Qué suerte que tienes de tener a tu abuela todavía. Yo extraño mucho a la mía, Spencer”. “Pero no le vas a decir nada a tu mamá, enano, ¿eh?”.
que has grabado en ese casete, y cómo gente de todo el mundo puede verlo? No entiendo”, y yo le explicaba con calma lo que era un blog y cómo funcionaba Internet. (Una vez, en 2007, mi abuela me llamó emocionada porque escuchó en televisión el comentario de un especialista que decía que, en un futuro muy cercano, los bloggers tomarían Internet, se convertirían en los nuevos periodistas/comunicadores, y la forma de enterarnos de las cosas sería a través de una red de información creada por nosotros mismos. “Tú eres blogger, ¿no?”, me preguntó por teléfono). Mi primera experiencia de complicidad con ella fue a los seis años. Me recogía del colegio todos los días y me engreía mucho. Me compraba cositas, dulcecitos, me llevaba al mercado de Lince a encontrar las figuritas que me faltaban para llenar mi álbum de Navarrete, me acompañaba a comprar mis primeros casetes de rock. Un día se le ocurrió invitarme un helado. “Pero no le vas a decir nada a tu mamá, enano, ¿eh?”, me hizo prometer. (Recuerdo que mi mamá le pedía que no me comprase helado —“no le des cosas heladas”, decía— porque podía resfriarme). Esa tarde mi abuela y yo disfrutamos juntos un helado de chocolate, que era como la mejor recompensa tras estar encerrado durante siete horas en ese invento llamado colegio. Al día siguiente, claro, me resfrié. Mi mamá se molestó y casi me exigió confesar si mi abuela había comprado algo helado. Como es obvio, chibolo asustado, le tiré dedo. “Me delataste, canallita”, se ríe ahora a carcajadas
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mi abuela veinticinco años después mientras celebramos Navidad. Es como la gran anécdota que amamos, que cada año —a cada rato, en realidad— nos gusta recordar. Yo amo, también, nuestras constantes conversaciones telefónicas. Siempre me llama a casa para saber cómo estoy, para chismear, para tontear. Nos quedamos diez, veinte, treinta y hasta cuarenta minutos a veces, hablando de todo y nada, acompañándonos como uno acompaña a ese amigo al que llamas cuando no tienes nada que hacer y simplemente quieres decir “¿qué hay?”. Esas conversaciones casi siempre terminan con palabras suyas que, aunque las he escuchado mil millones de veces, siempre me conmueven. “Ya pues, enano. Hablamos en un ratito. Te dejo para que hagas tus cosas. Yo te quiero mucho. Te recuerdo todos los días y siempre le pido al Señor por ti en todas mis oraciones. Y estoy segura de que Él me escucha, porque sé que te va muy bien y por eso estoy orgullosa de tener un nieto como tú”. Ella es mi abuela. Por eso la amo.
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Luis Carlos Burneo
I Soy un feliz repartidor de stickers de La Habitación de Henry Spencer. Esa sería mi descripción underground del trabajo. Para el público general, claro, soy “el reportero loco que la semana pasada hizo bailar a los congresistas El baile del caballo”. Y está bien. La primera descripción me hace sonreír —¿puede haber mayor felicidad que regalar algo como el sticker de una chamba que te hace sentir orgulloso?—y la segunda, la descripción televisiva, me hace cagar de risa. Esta semana estoy mezclando ambas profesiones, visitando en medio de mis grabaciones diarias las casas de todas las personas que, vía Twitter, me piden stickers. Estoy durmiendo, siempre
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mi abuela veinticinco años después mientras celebramos Navidad. Es como la gran anécdota que amamos, que cada año —a cada rato, en realidad— nos gusta recordar. Yo amo, también, nuestras constantes conversaciones telefónicas. Siempre me llama a casa para saber cómo estoy, para chismear, para tontear. Nos quedamos diez, veinte, treinta y hasta cuarenta minutos a veces, hablando de todo y nada, acompañándonos como uno acompaña a ese amigo al que llamas cuando no tienes nada que hacer y simplemente quieres decir “¿qué hay?”. Esas conversaciones casi siempre terminan con palabras suyas que, aunque las he escuchado mil millones de veces, siempre me conmueven. “Ya pues, enano. Hablamos en un ratito. Te dejo para que hagas tus cosas. Yo te quiero mucho. Te recuerdo todos los días y siempre le pido al Señor por ti en todas mis oraciones. Y estoy segura de que Él me escucha, porque sé que te va muy bien y por eso estoy orgullosa de tener un nieto como tú”. Ella es mi abuela. Por eso la amo.
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I Soy un feliz repartidor de stickers de La Habitación de Henry Spencer. Esa sería mi descripción underground del trabajo. Para el público general, claro, soy “el reportero loco que la semana pasada hizo bailar a los congresistas El baile del caballo”. Y está bien. La primera descripción me hace sonreír —¿puede haber mayor felicidad que regalar algo como el sticker de una chamba que te hace sentir orgulloso?—y la segunda, la descripción televisiva, me hace cagar de risa. Esta semana estoy mezclando ambas profesiones, visitando en medio de mis grabaciones diarias las casas de todas las personas que, vía Twitter, me piden stickers. Estoy durmiendo, siempre
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II Siempre me han gustado los nombres bonitos, los nombres bonitos de personas, animales o cosas. Las cosas que he creado, los proyectos que manejo, llevan nombres bonitos, recordables, que creo te dan ganas de mencionar. Eso es básico. Cuando conozco a una persona y me gusta su nombre —o su apellido o la combinación de sus nombres y apellidos— siempre se lo menciono. “Oye, qué bonito nombre tienes”, y la gente sonríe. Hoy nos hemos desviado un poquito de la ruta de grabaciones del programa —por favor, no lo mencionen a la producción del canal—, y ahora estoy frente a la puerta de la casa de una chica que, en Twitter, se hace llamar “Juana Desmemoria”. Me ha pedido stickers. Le he traído stickers y postales. Abre la puerta y me queda mirando, sonriendo. —¿Qué fue? —le pregunto. —Nada. En verdad has venido —me responde sorprendida. —Claro. ¿No quedamos en eso? —Sí, pero no pensé que realmente fueras a venir. Le entrego stickers y postales. Me agradece. Conversamos unos minutos y antes de irme le digo “Oye, qué paja tu nombre de Twitter. Juana Desmemoria. Suena bien bonito”. —Es que es verdad —me explica—. Tengo pérdidas de memoria porque sufro de epilepsia. Me quedo sin palabras. —Es más, voy a llamar a mi hermana para que nos haga una fotografía, porque de lo contrario olvidaré
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Luis Carlos Burneo
este momento y no quiero olvidarlo, porque me parece lindo que te hayas tomado el trabajo de venir a regalarme stickers. Nos tomamos una foto. Nos abrazamos. Nos despedimos. “Bueno, no te olvides de mí”, le digo mientras camino hacia el auto. Me sonríe. III Pasa una semana y, revisando Twitter, encuentro un tuit de Juana, que ahora lleva como nombre de usuario “Juana sin memoria”. “Estoy pasando por una crisis. Me gustaría hablar con alguien”, escribe. Le envío un mensaje directo y le pido su teléfono —si yo algún día escribiera algo así, me gustaría que alguien me llamara para conversar—. Me envía su número. La llamo. Se sorprende. Reacciona de la misma manera que cuando la visité en casa para regalarle stickers. Conversamos por casi veinte minutos. Me explica de modo detallado su condición. Cuando escribió ese tuit ella sentía que le estaba viniendo un ataque epiléptico. “Yo puedo sentir que está viniendo. Mi cuerpo me lo anuncia para que de algún modo esté preparada”. Hablamos sobre su memoria. Me dice que su mamá murió hace poco. Que se reía mucho con mis notas en la tele. Que a veces se despierta, olvida que su madre murió y empieza a buscarla por la casa. La llama.
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II Siempre me han gustado los nombres bonitos, los nombres bonitos de personas, animales o cosas. Las cosas que he creado, los proyectos que manejo, llevan nombres bonitos, recordables, que creo te dan ganas de mencionar. Eso es básico. Cuando conozco a una persona y me gusta su nombre —o su apellido o la combinación de sus nombres y apellidos— siempre se lo menciono. “Oye, qué bonito nombre tienes”, y la gente sonríe. Hoy nos hemos desviado un poquito de la ruta de grabaciones del programa —por favor, no lo mencionen a la producción del canal—, y ahora estoy frente a la puerta de la casa de una chica que, en Twitter, se hace llamar “Juana Desmemoria”. Me ha pedido stickers. Le he traído stickers y postales. Abre la puerta y me queda mirando, sonriendo. —¿Qué fue? —le pregunto. —Nada. En verdad has venido —me responde sorprendida. —Claro. ¿No quedamos en eso? —Sí, pero no pensé que realmente fueras a venir. Le entrego stickers y postales. Me agradece. Conversamos unos minutos y antes de irme le digo “Oye, qué paja tu nombre de Twitter. Juana Desmemoria. Suena bien bonito”. —Es que es verdad —me explica—. Tengo pérdidas de memoria porque sufro de epilepsia. Me quedo sin palabras. —Es más, voy a llamar a mi hermana para que nos haga una fotografía, porque de lo contrario olvidaré
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este momento y no quiero olvidarlo, porque me parece lindo que te hayas tomado el trabajo de venir a regalarme stickers. Nos tomamos una foto. Nos abrazamos. Nos despedimos. “Bueno, no te olvides de mí”, le digo mientras camino hacia el auto. Me sonríe. III Pasa una semana y, revisando Twitter, encuentro un tuit de Juana, que ahora lleva como nombre de usuario “Juana sin memoria”. “Estoy pasando por una crisis. Me gustaría hablar con alguien”, escribe. Le envío un mensaje directo y le pido su teléfono —si yo algún día escribiera algo así, me gustaría que alguien me llamara para conversar—. Me envía su número. La llamo. Se sorprende. Reacciona de la misma manera que cuando la visité en casa para regalarle stickers. Conversamos por casi veinte minutos. Me explica de modo detallado su condición. Cuando escribió ese tuit ella sentía que le estaba viniendo un ataque epiléptico. “Yo puedo sentir que está viniendo. Mi cuerpo me lo anuncia para que de algún modo esté preparada”. Hablamos sobre su memoria. Me dice que su mamá murió hace poco. Que se reía mucho con mis notas en la tele. Que a veces se despierta, olvida que su madre murió y empieza a buscarla por la casa. La llama.
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No la encuentra. De pronto ve un pequeño altar con sus fotos y recuerda todo. (Se me salen las lágrimas mientras cuenta esto pero no se lo digo). Me agradece mucho por llamar. —No te olvides de esta llamada —le digo. —No te preocupes, apenas colguemos voy a escribirme un correo para recordarme todo esto y no olvidar que me llamaste cuando necesitaba conversar. —¿En serio? ¿Te vas a mandar un correo a ti misma? —Claro, mi mamá me enseñó eso, a recordar esas cosas que olvido como historias. —Qué bonito. Colgamos. Luego de media hora me reenvía un correo que lleva como título Recordatorio. Te llamó Henry Spencer, el que sale en Canal 5. Te llamó el 21 de octubre de 2012 a las 7:07 pm. No te sorprendas, te sentías deprimida, escribiste un par de tuits depresivos en Twitter y él te respondió y te llamó. ¿Te acuerdas que se conocieron, no? Eso sí lo recuerdas, por la foto que te tomaste con él. Bueno, le contaste que tienes epilepsia. Fue muy lindo al llamarte. Te preguntó cómo estabas. Recordaste que te dio risa la nota del Gangnam Style en el Congreso. A él también le pareció un cague de risa hacer bailar a los congresistas, pero luego te comentó que le llegaba al pincho que, como a todos les había encantado la nota, el programa lo mandara a todos lados a hacer lo mismo, y como él ya no quería, había tenido algunas (varias) discusiones con la producción. Ya no le parecía gracioso hacerlo tantas veces. 16
Luis Carlos Burneo
“Es más, voy a llamar a mi hermana para que nos haga una fotografía”.
“Veo pajaritos en el techo, gatitos de colores caminando por el piso”.
Te preguntó si te gustaban los documentales. Le respondiste que sí. La neuróloga te recomendó ver películas y documentales, ya que ayudan a que tu cerebro esté en constante ejercicio y agudiza tu memoria (tampoco es que haya funcionado mucho hasta el momento, ja). Te recomendó el documental About a Son sobre Kurt Cobain. Te contó que estaba hecho con audios de entrevistas. Recuerda verlo. Si te lo recomendó debe ser bueno. Le contaste acerca de mamá, que se reía con sus notas en Canal 2 y Canal 5. Que tu viejo renegó harto con la nota del Gangnam Style en el Congreso. Además, no sé cómo se enteró de que te gustaba Blink 182 y te recomendó Angels and Airwaves, la banda de Tom DeLonge. Quizá puede leer la mente. No recuerdo mucho más. Él dijo que te haría recordar más cosas si tú no podías. No te olvides de leer esto, porque si algún día vuelves a conversar con él o te lo encuentras, sería bueno que le agradezcas por llamarte y hablar contigo por veinte minutos cuando estabas en medio de una crisis depresiva.
IV Al día siguiente suena mi teléfono. Es Juana. —¿Aló? ¿Con quién hablo? —me pregunta. —Juana, soy Luis Carlos. ¿No has guardado mi número? Estoy durmiendo, siempre
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No la encuentra. De pronto ve un pequeño altar con sus fotos y recuerda todo. (Se me salen las lágrimas mientras cuenta esto pero no se lo digo). Me agradece mucho por llamar. —No te olvides de esta llamada —le digo. —No te preocupes, apenas colguemos voy a escribirme un correo para recordarme todo esto y no olvidar que me llamaste cuando necesitaba conversar. —¿En serio? ¿Te vas a mandar un correo a ti misma? —Claro, mi mamá me enseñó eso, a recordar esas cosas que olvido como historias. —Qué bonito. Colgamos. Luego de media hora me reenvía un correo que lleva como título Recordatorio. Te llamó Henry Spencer, el que sale en Canal 5. Te llamó el 21 de octubre de 2012 a las 7:07 pm. No te sorprendas, te sentías deprimida, escribiste un par de tuits depresivos en Twitter y él te respondió y te llamó. ¿Te acuerdas que se conocieron, no? Eso sí lo recuerdas, por la foto que te tomaste con él. Bueno, le contaste que tienes epilepsia. Fue muy lindo al llamarte. Te preguntó cómo estabas. Recordaste que te dio risa la nota del Gangnam Style en el Congreso. A él también le pareció un cague de risa hacer bailar a los congresistas, pero luego te comentó que le llegaba al pincho que, como a todos les había encantado la nota, el programa lo mandara a todos lados a hacer lo mismo, y como él ya no quería, había tenido algunas (varias) discusiones con la producción. Ya no le parecía gracioso hacerlo tantas veces. 16
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“Es más, voy a llamar a mi hermana para que nos haga una fotografía”.
“Veo pajaritos en el techo, gatitos de colores caminando por el piso”.
Te preguntó si te gustaban los documentales. Le respondiste que sí. La neuróloga te recomendó ver películas y documentales, ya que ayudan a que tu cerebro esté en constante ejercicio y agudiza tu memoria (tampoco es que haya funcionado mucho hasta el momento, ja). Te recomendó el documental About a Son sobre Kurt Cobain. Te contó que estaba hecho con audios de entrevistas. Recuerda verlo. Si te lo recomendó debe ser bueno. Le contaste acerca de mamá, que se reía con sus notas en Canal 2 y Canal 5. Que tu viejo renegó harto con la nota del Gangnam Style en el Congreso. Además, no sé cómo se enteró de que te gustaba Blink 182 y te recomendó Angels and Airwaves, la banda de Tom DeLonge. Quizá puede leer la mente. No recuerdo mucho más. Él dijo que te haría recordar más cosas si tú no podías. No te olvides de leer esto, porque si algún día vuelves a conversar con él o te lo encuentras, sería bueno que le agradezcas por llamarte y hablar contigo por veinte minutos cuando estabas en medio de una crisis depresiva.
IV Al día siguiente suena mi teléfono. Es Juana. —¿Aló? ¿Con quién hablo? —me pregunta. —Juana, soy Luis Carlos. ¿No has guardado mi número? Estoy durmiendo, siempre
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—¿Luis Carlos? —Luis Carlos Burneo. Estuvimos hablando ayer por teléfono. —¿Sí? Disculpa, no lo recuerdo. Discúlpame si te molesté por teléfono. —No, ninguna molestia. Hablamos bien. Escribiste un tuit. Te llamé. Lo escribiste todo en tu correo. —¿Sí? Está bien. Lo leeré. Está confundida. Se disculpa. Se despide de mí. V Un año después Juana y yo somos amigos. Me invita a la presentación de la Editorial Cartonera de los alumnos del colegio donde terminé secundaria. Asisto encantado. Me siento junto a ella en el salón. Le doy la mano un ratito porque minutos antes me ha contado por teléfono que no se siente muy bien. —Tengo alucinaciones —me dice. —¿Qué ves? —le respondo susurrando en medio de la presentación. —Veo pajaritos en el techo, gatitos de colores caminando por el piso. —Ok, pero sabes que no están. —Sí, sé que no están, pero igual los veo. —¿Sí? ¿Sabiendo que no son de verdad igual los ves? —Sí, se llaman alucinaciones complejas. —Tranquila. No hay nada. —Lo sé —me responde. Luego de un rato le pregunto si se acuerda cómo nos conocimos.
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Luis Carlos Burneo
No lo recuerda. Sabe que somos amigos pero no puede recordar cómo se inició todo. Le cuento lo de los stickers. —¿Yo te di mi dirección? ¿Sí? Qué raro. Yo nunca haría eso. No confiaría. Termina la presentación. Óscar, nuestro profesor, anuncia que es la última actividad del colegio en ese local —lugar donde viví mi inolvidable quinto de media—, ya que pronto lo derribarán para hacer un edificio. “Esto es casi una despedida”, dice. Debo irme. Juana me acompaña a recoger mi bicicleta y me hace la taba hasta la puerta de mi colegio. Conversamos un ratito. Quedamos en vernos pronto. “No te olvides de mí”, le digo ya montado en mi bici. Me sonríe. “Tú tampoco”, responde.
Estoy durmiendo, siempre
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—¿Luis Carlos? —Luis Carlos Burneo. Estuvimos hablando ayer por teléfono. —¿Sí? Disculpa, no lo recuerdo. Discúlpame si te molesté por teléfono. —No, ninguna molestia. Hablamos bien. Escribiste un tuit. Te llamé. Lo escribiste todo en tu correo. —¿Sí? Está bien. Lo leeré. Está confundida. Se disculpa. Se despide de mí. V Un año después Juana y yo somos amigos. Me invita a la presentación de la Editorial Cartonera de los alumnos del colegio donde terminé secundaria. Asisto encantado. Me siento junto a ella en el salón. Le doy la mano un ratito porque minutos antes me ha contado por teléfono que no se siente muy bien. —Tengo alucinaciones —me dice. —¿Qué ves? —le respondo susurrando en medio de la presentación. —Veo pajaritos en el techo, gatitos de colores caminando por el piso. —Ok, pero sabes que no están. —Sí, sé que no están, pero igual los veo. —¿Sí? ¿Sabiendo que no son de verdad igual los ves? —Sí, se llaman alucinaciones complejas. —Tranquila. No hay nada. —Lo sé —me responde. Luego de un rato le pregunto si se acuerda cómo nos conocimos.
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Luis Carlos Burneo
No lo recuerda. Sabe que somos amigos pero no puede recordar cómo se inició todo. Le cuento lo de los stickers. —¿Yo te di mi dirección? ¿Sí? Qué raro. Yo nunca haría eso. No confiaría. Termina la presentación. Óscar, nuestro profesor, anuncia que es la última actividad del colegio en ese local —lugar donde viví mi inolvidable quinto de media—, ya que pronto lo derribarán para hacer un edificio. “Esto es casi una despedida”, dice. Debo irme. Juana me acompaña a recoger mi bicicleta y me hace la taba hasta la puerta de mi colegio. Conversamos un ratito. Quedamos en vernos pronto. “No te olvides de mí”, le digo ya montado en mi bici. Me sonríe. “Tú tampoco”, responde.
Estoy durmiendo, siempre
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Suena el teléfono de mi casa por la noche mientras estoy sentando frente a mi sistema de sonido escuchando a Cerati. Es mi mamá. Contesto. —Papito, qué milagro que te encuentro. Toda la semana te he llamado y nada. ¿Dónde es que paras? —Pucha, ma, entro y salgo todo el día. —Sí. Todo el día, porque nunca te encuentro. Oye, vi el nuevo episodio que grabaste para el banco. Me emociono. Estoy particularmente orgulloso de ese episodio, ya que creo que marca el tono para las siguientes cosas que haremos en este extraño y divertido mundo de ficción donde nos interpretamos a nosotros mismos. Mi mamá, además, siempre tiene interesantes puntos de vista y me ayuda, como público, a confirmar si las cosas que creemos graciosas finalmente dieron risa. 20
Luis Carlos Burneo
Estoy durmiendo, siempre
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Suena el teléfono de mi casa por la noche mientras estoy sentando frente a mi sistema de sonido escuchando a Cerati. Es mi mamá. Contesto. —Papito, qué milagro que te encuentro. Toda la semana te he llamado y nada. ¿Dónde es que paras? —Pucha, ma, entro y salgo todo el día. —Sí. Todo el día, porque nunca te encuentro. Oye, vi el nuevo episodio que grabaste para el banco. Me emociono. Estoy particularmente orgulloso de ese episodio, ya que creo que marca el tono para las siguientes cosas que haremos en este extraño y divertido mundo de ficción donde nos interpretamos a nosotros mismos. Mi mamá, además, siempre tiene interesantes puntos de vista y me ayuda, como público, a confirmar si las cosas que creemos graciosas finalmente dieron risa. 20
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—¿Cómo es que te enteras tan rápido de todo? ¿Estás siguiendo la página de La Habitación… en Facebook, no? —Sí, claro. Ahí leo todito. Y el gran momento llega. —Entonces, ¿qué te pareció el nuevo episodio del banco? —Mira, está bonito, pero… ¿por qué sales con esa barba, hijo? —¿Cómo? —¿Desde cuándo no te afeitas? Cómo vas a salir así, pues. —Pucha, hace tiempo no me afeito. Pero, ¿qué te pareció la historia? —Está bien, pero tienes que afeitarte antes de grabar pues, hijito. ¿Y esos pelos? ¿Estás usando el reacondicionador que te regalé? —Sí, siempre lo uso. ¿Entonces te pareció gracioso? ¿Qué partes te hicieron reír? —¿Por qué tu pelo sale tan ondulado? ¿No te peinan antes de grabar? —Sí, sí me peinan. Es que me despeino al toque porque saltamos, corremos, nos tiramos al piso. —Ahh. Otra cosa, hijo… pero no te vayas a molestar, ¿eh? Te ves gordo. Se te ve grueso. —¿Sí? —le pregunto, ya con el ego herido. —Sí, se te ve grueso, distinto. ¿Sigues comiendo tus vegetales? —Sí, todos los días. —Pero, ¿estás haciendo dieta? —O sea, he dejado por completo la comida chatarra, gaseosas, harinas y siempre trato que en toda comida haya vegetales.
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Luis Carlos Burneo
“Ahh. Otra cosa, hijo… pero no te vayas a molestar, ¿eh? Te ves gordo. Se te ve grueso”.
—Qué raro. Se te ve gordo, hijito. Le cambio de tema. Es evidente que no me comentará sobre el episodio en sí. No importa. Hablamos de los planes de Navidad, de su arbolito. Me pide que rescate todas las fotos de las fiestas pasadas de su antigua tablet —mi primera tablet, que le regalé hace un año y recientemente se la cambié por una más bonita y moderna—. —¿Cómo estás de tu cuello? —me pregunta. —Muy bien. Pasó lo más gracioso. Estuve tomando pastillas por un par de días y nada. Luego me puse ese collarín de hierbitas… —¿El que se calienta en el microondas? —Sí, ese. Me lo puse toda una mañana, lo calenté como cinco veces, y al toque esa tarde ya no me molestaba el cuello. —Ay, hijo. Es lo que siempre te digo, pues. No me haces caso. Ustedes nunca me hacen caso. Igual tu hermano. Estaba con tos el otro día y yo “Hijo, toma propóleo”, y él nada. “Hijo, propóleo”. Nada. Luego de dos días tomó y le paró al toque. Es que nunca me hacen caso, pues. Luego de un ratito le digo que tengo que cortar porque debo bañarme. —¿Te vas a bañar a esta hora, hijito? —Es que acabo de venir de correr del parque, ma. —¿Cómo? ¿Has estado hablando todo el rato con la ropa húmeda? No pues, hijo. Se te va a enfriar el cuerpo. Anda, rápido, báñate de una vez, ¡no te vayas a resfriar! Estoy durmiendo, siempre
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—¿Cómo es que te enteras tan rápido de todo? ¿Estás siguiendo la página de La Habitación… en Facebook, no? —Sí, claro. Ahí leo todito. Y el gran momento llega. —Entonces, ¿qué te pareció el nuevo episodio del banco? —Mira, está bonito, pero… ¿por qué sales con esa barba, hijo? —¿Cómo? —¿Desde cuándo no te afeitas? Cómo vas a salir así, pues. —Pucha, hace tiempo no me afeito. Pero, ¿qué te pareció la historia? —Está bien, pero tienes que afeitarte antes de grabar pues, hijito. ¿Y esos pelos? ¿Estás usando el reacondicionador que te regalé? —Sí, siempre lo uso. ¿Entonces te pareció gracioso? ¿Qué partes te hicieron reír? —¿Por qué tu pelo sale tan ondulado? ¿No te peinan antes de grabar? —Sí, sí me peinan. Es que me despeino al toque porque saltamos, corremos, nos tiramos al piso. —Ahh. Otra cosa, hijo… pero no te vayas a molestar, ¿eh? Te ves gordo. Se te ve grueso. —¿Sí? —le pregunto, ya con el ego herido. —Sí, se te ve grueso, distinto. ¿Sigues comiendo tus vegetales? —Sí, todos los días. —Pero, ¿estás haciendo dieta? —O sea, he dejado por completo la comida chatarra, gaseosas, harinas y siempre trato que en toda comida haya vegetales.
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“Ahh. Otra cosa, hijo… pero no te vayas a molestar, ¿eh? Te ves gordo. Se te ve grueso”.
—Qué raro. Se te ve gordo, hijito. Le cambio de tema. Es evidente que no me comentará sobre el episodio en sí. No importa. Hablamos de los planes de Navidad, de su arbolito. Me pide que rescate todas las fotos de las fiestas pasadas de su antigua tablet —mi primera tablet, que le regalé hace un año y recientemente se la cambié por una más bonita y moderna—. —¿Cómo estás de tu cuello? —me pregunta. —Muy bien. Pasó lo más gracioso. Estuve tomando pastillas por un par de días y nada. Luego me puse ese collarín de hierbitas… —¿El que se calienta en el microondas? —Sí, ese. Me lo puse toda una mañana, lo calenté como cinco veces, y al toque esa tarde ya no me molestaba el cuello. —Ay, hijo. Es lo que siempre te digo, pues. No me haces caso. Ustedes nunca me hacen caso. Igual tu hermano. Estaba con tos el otro día y yo “Hijo, toma propóleo”, y él nada. “Hijo, propóleo”. Nada. Luego de dos días tomó y le paró al toque. Es que nunca me hacen caso, pues. Luego de un ratito le digo que tengo que cortar porque debo bañarme. —¿Te vas a bañar a esta hora, hijito? —Es que acabo de venir de correr del parque, ma. —¿Cómo? ¿Has estado hablando todo el rato con la ropa húmeda? No pues, hijo. Se te va a enfriar el cuerpo. Anda, rápido, báñate de una vez, ¡no te vayas a resfriar! Estoy durmiendo, siempre
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Me despierto de madrugada. Debe faltar poco para que amanezca, pienso, porque aunque es de noche algunos pajarillos ya anuncian tímidamente la mañana. ¿Y ahora cómo hago para dormir?, me pregunto mientras intento estirar mi brazo, aún medio dormido, hacia mi S4 para revisar mi cuenta de Twitter. El problema es que si cojo el teléfono ya no dormiré. Porque tampoco es que tenga sueño, pero si empiezo mi día a esta hora (estando en Twitter, saliendo a correr, duchándome, viendo series, todo en ese orden), a las ocho o nueve de la noche ya estaré buscando mi almohadita. Obviamente, termino con el teléfono en la mano. Son las 4:36 am. Entro a distraerme viendo los tuiteos madrugadores —siempre interesantes, con un tono distinto, mucho menos apasionado que los del día— y encuentro
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Me despierto de madrugada. Debe faltar poco para que amanezca, pienso, porque aunque es de noche algunos pajarillos ya anuncian tímidamente la mañana. ¿Y ahora cómo hago para dormir?, me pregunto mientras intento estirar mi brazo, aún medio dormido, hacia mi S4 para revisar mi cuenta de Twitter. El problema es que si cojo el teléfono ya no dormiré. Porque tampoco es que tenga sueño, pero si empiezo mi día a esta hora (estando en Twitter, saliendo a correr, duchándome, viendo series, todo en ese orden), a las ocho o nueve de la noche ya estaré buscando mi almohadita. Obviamente, termino con el teléfono en la mano. Son las 4:36 am. Entro a distraerme viendo los tuiteos madrugadores —siempre interesantes, con un tono distinto, mucho menos apasionado que los del día— y encuentro
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un tuit de Gisela Ponce de León, actriz de cine, teatro y TV que, para mi suerte, es protagonista de un montón de episodios de La Habitación de Henry Spencer. “¿Y ahora cómo hago para dormir?”, dice. Sonrío. Le hago reply con una respuesta súper tonta pero que, al menos para mí, tiene como única finalidad pasar la voz al otro que ya se despertó (o que no puede dormir) o decirle “hola” al que abrió los ojos un ratito para visitar brevemente el baño y, claro, Twitter. “¿Ovejitas?”, le sugiero para el sueño. “Spencer, anda duerme”, me responde. Aprovecho para lanzarle, nuevamente, una propuesta que le hice en verano. “¿Alguna vez te dije que quiero hacer contigo una película donde te interpretes a ti misma? Ahh, sí. Y me choteaste”. “Es que después me van a decir cosas horribles como ‘¿Qué? ¿Otra vez esa chica en el cine?’ o que estoy overrated o cualquier cosa”. “Qué importa lo que diga la gente. La cosa es pasarla bonito. Te llamarías ‘Gisela’ y estos tuits serían el inicio de la película”. (Conozco a Gisela desde el año 2007, gracias a una conversa en La Habitación… que grabamos en un parque cerca a su casa. Desde el primer minuto sentí que se aburría mucho. Se le veía seria, pausada, como si charlara de modo relajado con un amigo de todos los días y no con una persona que recién conocía y la grababa con una cámara. Al llegar a casa vi la grabación y cambié de idea. Pensé que Gisela, al contrario, aparecía cómo-
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da y no sentía la necesidad de mostrar el “entusiasmo” característico de cualquier entrevista mediática. Me pareció algo fascinante. Siempre he creído que algunas personas son más interesantes que los papeles que representan en la tele o el cine, y por eso vivo con la ilusión de que hagan de ellos mismos en alguna película y que, al recibir el elogio del público, puedan decir “Pero hice de mí mismo, o sea que yo te gusto/caigo bien”). “Ya, ¿y de qué va la película?”, me tuitea de vuelta. “Eres tú. Una actriz a punto de filmar una nueva película que está preocupada de que la gente se diga ‘¿Qué? ¿Otra vez esa chica en el cine?’”. “Ja. ‘Una actriz que anda bien preocupada en general’, sería. ¿Pero qué es esto, un documental o algo así?”. “No, es ficción. Pásame tu teléfono”. Y me siento huevón. ¿Qué hago pidiéndole su teléfono a las cuatro de la mañana para hablarle de una película pastrula donde básicamente quiero que haga de ella?, pienso. Me manda su número telefónico por mensaje directo. La llamo. —Amigo Spencer —contesta con la tierna voz de adolescente con la que habla en muchos de los episodios de La Habitación... —Amiga Piseli —la llamo por una de las tantas variaciones de su nombre en Twitter—. No es un documental. Es una película de ficción donde interpretas a un personaje basado en ti misma. Estoy seguro de que sería una cinta muy bonita. Se queda en silencio unos segundos, pensando. De pronto me llena de preguntas.
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un tuit de Gisela Ponce de León, actriz de cine, teatro y TV que, para mi suerte, es protagonista de un montón de episodios de La Habitación de Henry Spencer. “¿Y ahora cómo hago para dormir?”, dice. Sonrío. Le hago reply con una respuesta súper tonta pero que, al menos para mí, tiene como única finalidad pasar la voz al otro que ya se despertó (o que no puede dormir) o decirle “hola” al que abrió los ojos un ratito para visitar brevemente el baño y, claro, Twitter. “¿Ovejitas?”, le sugiero para el sueño. “Spencer, anda duerme”, me responde. Aprovecho para lanzarle, nuevamente, una propuesta que le hice en verano. “¿Alguna vez te dije que quiero hacer contigo una película donde te interpretes a ti misma? Ahh, sí. Y me choteaste”. “Es que después me van a decir cosas horribles como ‘¿Qué? ¿Otra vez esa chica en el cine?’ o que estoy overrated o cualquier cosa”. “Qué importa lo que diga la gente. La cosa es pasarla bonito. Te llamarías ‘Gisela’ y estos tuits serían el inicio de la película”. (Conozco a Gisela desde el año 2007, gracias a una conversa en La Habitación… que grabamos en un parque cerca a su casa. Desde el primer minuto sentí que se aburría mucho. Se le veía seria, pausada, como si charlara de modo relajado con un amigo de todos los días y no con una persona que recién conocía y la grababa con una cámara. Al llegar a casa vi la grabación y cambié de idea. Pensé que Gisela, al contrario, aparecía cómo-
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da y no sentía la necesidad de mostrar el “entusiasmo” característico de cualquier entrevista mediática. Me pareció algo fascinante. Siempre he creído que algunas personas son más interesantes que los papeles que representan en la tele o el cine, y por eso vivo con la ilusión de que hagan de ellos mismos en alguna película y que, al recibir el elogio del público, puedan decir “Pero hice de mí mismo, o sea que yo te gusto/caigo bien”). “Ya, ¿y de qué va la película?”, me tuitea de vuelta. “Eres tú. Una actriz a punto de filmar una nueva película que está preocupada de que la gente se diga ‘¿Qué? ¿Otra vez esa chica en el cine?’”. “Ja. ‘Una actriz que anda bien preocupada en general’, sería. ¿Pero qué es esto, un documental o algo así?”. “No, es ficción. Pásame tu teléfono”. Y me siento huevón. ¿Qué hago pidiéndole su teléfono a las cuatro de la mañana para hablarle de una película pastrula donde básicamente quiero que haga de ella?, pienso. Me manda su número telefónico por mensaje directo. La llamo. —Amigo Spencer —contesta con la tierna voz de adolescente con la que habla en muchos de los episodios de La Habitación... —Amiga Piseli —la llamo por una de las tantas variaciones de su nombre en Twitter—. No es un documental. Es una película de ficción donde interpretas a un personaje basado en ti misma. Estoy seguro de que sería una cinta muy bonita. Se queda en silencio unos segundos, pensando. De pronto me llena de preguntas.
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—¿Y quién más juega? ¿El final es feliz? ¿Cantamos todos? ¿Hay magia involucrada? ¿Magia como cosas mágicas de la vida, bonitas? —Claro —le respondo—. El final es lindo porque terminas grabando la película sobre la que tenías dudas. Y es un éxito. La gente se enamora de ti porque siente que te conoce un poquito más. Conoce a “Gisela” más. Se queda en silencio de nuevo. Luego regresa con entusiasmo y me reclama. —Pero después tendré que esforzarme el triple cada vez que actúe. —No, no tendrás que esforzarte el triple. La gente ya conocerá a “Gisela”, que eres tú, y ahora verán a esa Gisela interpretando personajes. —Ya, está bien —me dice a las 5:15 am por teléfono. Y se ríe, tranquila, como si acabara de escuchar un bonito chiste. —¿Qué fue? —me río también. Suspira. —Qué bonita es esta conversación sobre la película. ¿Y ya sabes cómo empezaría? —Sí, contigo contándole a alguien, como me contaste a mí una vez, de por qué Miseliti. —Giselita, amiga Giseliti, amiga Piselita, amiga Miseliti, Miseliti. —Claro. —¿Entonces qué? ¿La película se llamaría Miseliti? —No, la película se llama Gisela. —Ah, ok. Gisela. Me gusta. Y luego de un ratito cortamos el teléfono. Todavía no amanece.
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Luis Carlos Burneo
De chibolo me sentía un súper héroe cada vez que mi papá, antes de dejarme en el colegio, me daba un billete de diez intis para comprar mis galletas Coronitas en el quiosco. Solo necesitaba eso para sentirme millonario: un billete de diez intis y la certeza de que en el recreo correría a comprar mis galletas. Esa pequeñez era lo que me impulsaba durante el día y me ayudaba a olvidar la flojera de lidiar con una mancha de cursos que, muchas veces, ni comprendía para qué nos dictaban. A veces —por mi culpa, por su culpa— llegábamos tarde al cole, raspando el cierre de la puerta —si escuchábamos El Informativo Solar de RPP Noticias a las 7:55 de la mañana, sabíamos que ya estábamos tarde—, pero cuando nos quedaban minutitos antes de la hora, a mi papá le gustaba bromear con una frase que nunca olvidaré. Estoy durmiendo, siempre
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—¿Y quién más juega? ¿El final es feliz? ¿Cantamos todos? ¿Hay magia involucrada? ¿Magia como cosas mágicas de la vida, bonitas? —Claro —le respondo—. El final es lindo porque terminas grabando la película sobre la que tenías dudas. Y es un éxito. La gente se enamora de ti porque siente que te conoce un poquito más. Conoce a “Gisela” más. Se queda en silencio de nuevo. Luego regresa con entusiasmo y me reclama. —Pero después tendré que esforzarme el triple cada vez que actúe. —No, no tendrás que esforzarte el triple. La gente ya conocerá a “Gisela”, que eres tú, y ahora verán a esa Gisela interpretando personajes. —Ya, está bien —me dice a las 5:15 am por teléfono. Y se ríe, tranquila, como si acabara de escuchar un bonito chiste. —¿Qué fue? —me río también. Suspira. —Qué bonita es esta conversación sobre la película. ¿Y ya sabes cómo empezaría? —Sí, contigo contándole a alguien, como me contaste a mí una vez, de por qué Miseliti. —Giselita, amiga Giseliti, amiga Piselita, amiga Miseliti, Miseliti. —Claro. —¿Entonces qué? ¿La película se llamaría Miseliti? —No, la película se llama Gisela. —Ah, ok. Gisela. Me gusta. Y luego de un ratito cortamos el teléfono. Todavía no amanece.
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De chibolo me sentía un súper héroe cada vez que mi papá, antes de dejarme en el colegio, me daba un billete de diez intis para comprar mis galletas Coronitas en el quiosco. Solo necesitaba eso para sentirme millonario: un billete de diez intis y la certeza de que en el recreo correría a comprar mis galletas. Esa pequeñez era lo que me impulsaba durante el día y me ayudaba a olvidar la flojera de lidiar con una mancha de cursos que, muchas veces, ni comprendía para qué nos dictaban. A veces —por mi culpa, por su culpa— llegábamos tarde al cole, raspando el cierre de la puerta —si escuchábamos El Informativo Solar de RPP Noticias a las 7:55 de la mañana, sabíamos que ya estábamos tarde—, pero cuando nos quedaban minutitos antes de la hora, a mi papá le gustaba bromear con una frase que nunca olvidaré. Estoy durmiendo, siempre
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“Sobrado llegamos. Nos da tiempo hasta para parar en la bodega a comprar una gaseosa y unas Coronitas”, me decía, ante lo que yo —que siempre me la creía— respondía con un desesperado “¡¡¡Nooo!!!”. Hace algunos meses fue el Mundial —“el mejor Mundial de la historia”, qué paja— y pasó algo muy bonito con papá. La celebración coincidió con algunos días bastantes libres de chamba para mí y con la llegada de una tele megaultrahipergrande a mi sala. Poco a poco, y sin darme cuenta, mi papá se hizo de la costumbre de llegar temprano a casa con el desayuno para ver los partidos. Fue divertida la transición de recibir sus llamadas cada mañana pidiendo permiso/anunciando su llegada a simplemente escuchar el timbre, ya él con la total confianza de caer como si fuese su casa —sin anuncios, sin cojudeces—. Hace años no pasaba tanto tiempo, tantos días seguidos, con papá. Luego de los partidos nos íbamos a pasear a todos lados. Traté de llevarlo a todos mis lugares favoritos. Una tarde terminamos en el restaurante del piso 21 de un hotel miraflorino, impresionados por la vista panorámica de Lima. (Para un lado se levantaba el imponente cartel de Field en el clásico edificio Concorde al lado del mercado de Surquillo. Ese día le estaban colocando otro cartelito que decía “150 años”. El cartel grande es casi como una batiseñal, pues se ve desde varios lugares de Miraflores). Papá y yo recordamos las galletas Coronitas, las propinas y mis carreras hacia el quiosco del cole. 30
Luis Carlos Burneo
“Gracias por acompañarme y ser mi compañerito todos estos días. Gracias por darte el tiempo”.
“Comprendí cómo la sola presencia de un hijo puede causar enorme alegría a nuestros padres”.
Esos días de disfrute me ayudaron a entender lo importante, necesario y hermoso que es pasar tiempo con la familia. Comprendí cómo la sola presencia de un hijo puede causar enorme alegría a nuestros padres. Me prometí a mi mismo pasar más tiempo con ellos y valorar, muchísimo más, cada momento que tenemos juntos, sea un súper paseo a algún lugar bonito o el simple hecho de sentarse frente a la tele para ver, juntos, un partido, una película o los canales de noticias. El día de la final del Mundial, mi tía nos invitó a su casa para una parrillada. A veces, entre bañarme y cambiarme, me demoro un poquito de más —“te demoras como hembrita”, dice mi vecina Luciana—. Ese día los papeles se invirtieron. Esta vez papá estaba medio desesperado porque andábamos algo tarde. Me apuré, pedí el taxi y zafamos a la casa de mi tía —que nos reventaba el celular para ver por dónde estábamos—. En el camino, sabiendo que al día siguiente retomaba mis días de trabajo, había en el ambiente ese filin de nostalgia de cuando se están terminando las vacaciones y tienes que regresar al cole. Mi papá me agradeció por pasar tiempo con él. Yo le dije que, al contrario, había sido una alegría para mí haber pasado juntos tanto tiempo. “Gracias por acompañarme y ser mi compañerito todos estos días. Gracias por darte el tiempo”, me dijo, y nos abrazamos. Mientras tanto, mi tía seguía reventándonos el celular. “¿Sabes qué?”, le dije a papá, “Sobrado llegamos. Estoy durmiendo, siempre
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“Sobrado llegamos. Nos da tiempo hasta para parar en la bodega a comprar una gaseosa y unas Coronitas”, me decía, ante lo que yo —que siempre me la creía— respondía con un desesperado “¡¡¡Nooo!!!”. Hace algunos meses fue el Mundial —“el mejor Mundial de la historia”, qué paja— y pasó algo muy bonito con papá. La celebración coincidió con algunos días bastantes libres de chamba para mí y con la llegada de una tele megaultrahipergrande a mi sala. Poco a poco, y sin darme cuenta, mi papá se hizo de la costumbre de llegar temprano a casa con el desayuno para ver los partidos. Fue divertida la transición de recibir sus llamadas cada mañana pidiendo permiso/anunciando su llegada a simplemente escuchar el timbre, ya él con la total confianza de caer como si fuese su casa —sin anuncios, sin cojudeces—. Hace años no pasaba tanto tiempo, tantos días seguidos, con papá. Luego de los partidos nos íbamos a pasear a todos lados. Traté de llevarlo a todos mis lugares favoritos. Una tarde terminamos en el restaurante del piso 21 de un hotel miraflorino, impresionados por la vista panorámica de Lima. (Para un lado se levantaba el imponente cartel de Field en el clásico edificio Concorde al lado del mercado de Surquillo. Ese día le estaban colocando otro cartelito que decía “150 años”. El cartel grande es casi como una batiseñal, pues se ve desde varios lugares de Miraflores). Papá y yo recordamos las galletas Coronitas, las propinas y mis carreras hacia el quiosco del cole. 30
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“Gracias por acompañarme y ser mi compañerito todos estos días. Gracias por darte el tiempo”.
“Comprendí cómo la sola presencia de un hijo puede causar enorme alegría a nuestros padres”.
Esos días de disfrute me ayudaron a entender lo importante, necesario y hermoso que es pasar tiempo con la familia. Comprendí cómo la sola presencia de un hijo puede causar enorme alegría a nuestros padres. Me prometí a mi mismo pasar más tiempo con ellos y valorar, muchísimo más, cada momento que tenemos juntos, sea un súper paseo a algún lugar bonito o el simple hecho de sentarse frente a la tele para ver, juntos, un partido, una película o los canales de noticias. El día de la final del Mundial, mi tía nos invitó a su casa para una parrillada. A veces, entre bañarme y cambiarme, me demoro un poquito de más —“te demoras como hembrita”, dice mi vecina Luciana—. Ese día los papeles se invirtieron. Esta vez papá estaba medio desesperado porque andábamos algo tarde. Me apuré, pedí el taxi y zafamos a la casa de mi tía —que nos reventaba el celular para ver por dónde estábamos—. En el camino, sabiendo que al día siguiente retomaba mis días de trabajo, había en el ambiente ese filin de nostalgia de cuando se están terminando las vacaciones y tienes que regresar al cole. Mi papá me agradeció por pasar tiempo con él. Yo le dije que, al contrario, había sido una alegría para mí haber pasado juntos tanto tiempo. “Gracias por acompañarme y ser mi compañerito todos estos días. Gracias por darte el tiempo”, me dijo, y nos abrazamos. Mientras tanto, mi tía seguía reventándonos el celular. “¿Sabes qué?”, le dije a papá, “Sobrado llegamos. Estoy durmiendo, siempre
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Tenemos tiempo hasta para parar en la bodega y comprar una gaseosa y unas Coronitas”. Se echó a reír. Y solo por joder le pedí al taxista que se detuviera en la bodega para comprar mis galletas.
I Salí del colegio a las cuatro de la tarde —me quedaba en clases de refuerzo de matemáticas, siempre fui muy malo para los números— y tomé el Covida en la avenida Primavera con dirección a casa. El pasaje escolar: diez céntimos. La música en el bus: Even Flow, de Pearl Jam, gracias al conductor que escuchaba Radio Miraflores. Hasta ahora recuerdo cómo, de la emoción, exclamé para mí mismo “Qué hermosa época estoy viviendo”. (Yo ya había tomado el Covida antes. En cierto punto de mi adolescencia, un amigo del colegio y yo recordamos a primos y amigos mayores contando que en la avenida Brasil existía un lugar legendario donde encontrabas toda esa música a la que no tenías acceso en las discotiendas regulares como Phantom, Music Box y La Discoteca. 32
Luis Carlos Burneo
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Tenemos tiempo hasta para parar en la bodega y comprar una gaseosa y unas Coronitas”. Se echó a reír. Y solo por joder le pedí al taxista que se detuviera en la bodega para comprar mis galletas.
I Salí del colegio a las cuatro de la tarde —me quedaba en clases de refuerzo de matemáticas, siempre fui muy malo para los números— y tomé el Covida en la avenida Primavera con dirección a casa. El pasaje escolar: diez céntimos. La música en el bus: Even Flow, de Pearl Jam, gracias al conductor que escuchaba Radio Miraflores. Hasta ahora recuerdo cómo, de la emoción, exclamé para mí mismo “Qué hermosa época estoy viviendo”. (Yo ya había tomado el Covida antes. En cierto punto de mi adolescencia, un amigo del colegio y yo recordamos a primos y amigos mayores contando que en la avenida Brasil existía un lugar legendario donde encontrabas toda esa música a la que no tenías acceso en las discotiendas regulares como Phantom, Music Box y La Discoteca. 32
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Ese lugar se llamaba Galerías Brasil, pero nosotros, chibolos muy interesados en la música pero aún con poca calle, no teníamos cómo llegar, así que tomamos el Covida “todo Brasil” y decidimos embarcarnos a la aventura. Preguntamos a algunos pasajeros, y al tercero o cuarto vimos la luz: “Galerías Brasil está en la cuadra doce”, nos dijeron. Y claro, llegar allí fue como entrar a una especie de Disneylandia underground de la música). II —Buenos días, señor. Quisiera por favor saber si su servicio de cable ya llega a mi zona. —Ok, joven. Es sencillo y usted mismo lo puede comprobar. Verifique en los postes de su cuadra si la puntita está pintada de color naranja. Si es así, infórmenos y enviaremos un técnico para la instalación. Luego de meses de esperar la puntita naranja, el servicio de cable llegó a casa… y nos conectamos al mundo. MTV era como la constatación visual de todo lo que estaba sucediendo musicalmente en el planeta, en tu país, en tu ciudad, en tu barrio. La explosión del CD como formato hizo común visitar casas de amigos o familiares y encontrar el “Unplugged” de Nirvana, el “Dookie” de Green Day, el “Smash” de The Offspring —y Cranberries y Counting Crows y Collective Soul y muchísimos más— encima del minicomponente de la sala. (Era usual, además, salir a la calle a latear y escuchar pasar carros tocando a todo volumen canciones de esos discos). 34
Luis Carlos Burneo
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Ese lugar se llamaba Galerías Brasil, pero nosotros, chibolos muy interesados en la música pero aún con poca calle, no teníamos cómo llegar, así que tomamos el Covida “todo Brasil” y decidimos embarcarnos a la aventura. Preguntamos a algunos pasajeros, y al tercero o cuarto vimos la luz: “Galerías Brasil está en la cuadra doce”, nos dijeron. Y claro, llegar allí fue como entrar a una especie de Disneylandia underground de la música). II —Buenos días, señor. Quisiera por favor saber si su servicio de cable ya llega a mi zona. —Ok, joven. Es sencillo y usted mismo lo puede comprobar. Verifique en los postes de su cuadra si la puntita está pintada de color naranja. Si es así, infórmenos y enviaremos un técnico para la instalación. Luego de meses de esperar la puntita naranja, el servicio de cable llegó a casa… y nos conectamos al mundo. MTV era como la constatación visual de todo lo que estaba sucediendo musicalmente en el planeta, en tu país, en tu ciudad, en tu barrio. La explosión del CD como formato hizo común visitar casas de amigos o familiares y encontrar el “Unplugged” de Nirvana, el “Dookie” de Green Day, el “Smash” de The Offspring —y Cranberries y Counting Crows y Collective Soul y muchísimos más— encima del minicomponente de la sala. (Era usual, además, salir a la calle a latear y escuchar pasar carros tocando a todo volumen canciones de esos discos). 34
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El cable no solo te conectaba al universo musical sino también a las noticias, a los deportes, a capítulos adelantados de las series de moda —Beverly Hills 90210 y Melrose Place— y hasta a la variedad más loca de dibujos animados jamás vista en tele nacional: esa joyita de canal llamado Cartoon Network —quienes, como los demás canales, invitaban a los espectadores a escribir cartas, pero también a escribir “por medio de la computadora” a
[email protected]—. Ese año se pusieron muy de moda los videoclips de Aerosmith —Crying, Crazy, Amazing— protagonizados por Liv Tyler y Alicia Silverstone. Ese año, también, inventé una tarea escolar para hablarle a una chica que vivía frente a mi casa. (“Me han dejado en el colegio una encuesta…”).
sonado tanto en las radios limeñas que los jóvenes ya los tildaban de “pacharacos”. “Por eso, grupos no tan manoseados como Stone Temple Pilots o Green Day comienzan a convertirse en los nuevos ídolos de la juventud adolescente”, finalizaba la nota.
III “Los adolescentes”, escribió la revista Somos en ese entonces, “los que todavía no llegan a los veinte, pululan por el centro comercial de Chacarilla, por la heladería”. (Pero también parábamos en el Centro Comercial Camino Real —casi raspando su última buena época— donde todavía era bonito ir al cine —al Real 1 y el Real 2— o simplemente dar vueltas por allí). En el mismo artículo, titulado “Qué radical. Los in y los out de los jóvenes de los 90”, la revista hacía una extensa revisión de la moda del momento y, en plena explosión del rock alternativo, le bajaba el dedo a las camisas de franela. También le bajaba el dedo a grupos como Counting Crows y The Cranberries, comentando que habían 36
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El cable no solo te conectaba al universo musical sino también a las noticias, a los deportes, a capítulos adelantados de las series de moda —Beverly Hills 90210 y Melrose Place— y hasta a la variedad más loca de dibujos animados jamás vista en tele nacional: esa joyita de canal llamado Cartoon Network —quienes, como los demás canales, invitaban a los espectadores a escribir cartas, pero también a escribir “por medio de la computadora” a
[email protected]—. Ese año se pusieron muy de moda los videoclips de Aerosmith —Crying, Crazy, Amazing— protagonizados por Liv Tyler y Alicia Silverstone. Ese año, también, inventé una tarea escolar para hablarle a una chica que vivía frente a mi casa. (“Me han dejado en el colegio una encuesta…”).
sonado tanto en las radios limeñas que los jóvenes ya los tildaban de “pacharacos”. “Por eso, grupos no tan manoseados como Stone Temple Pilots o Green Day comienzan a convertirse en los nuevos ídolos de la juventud adolescente”, finalizaba la nota.
III “Los adolescentes”, escribió la revista Somos en ese entonces, “los que todavía no llegan a los veinte, pululan por el centro comercial de Chacarilla, por la heladería”. (Pero también parábamos en el Centro Comercial Camino Real —casi raspando su última buena época— donde todavía era bonito ir al cine —al Real 1 y el Real 2— o simplemente dar vueltas por allí). En el mismo artículo, titulado “Qué radical. Los in y los out de los jóvenes de los 90”, la revista hacía una extensa revisión de la moda del momento y, en plena explosión del rock alternativo, le bajaba el dedo a las camisas de franela. También le bajaba el dedo a grupos como Counting Crows y The Cranberries, comentando que habían 36
Luis Carlos Burneo
Estoy durmiendo, siempre
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De chico —chiquito, en verdad— mi mamá me daba Kiwigen en el desayuno de las mañanas. “Esto toman los astronautas”, solía decirme. Y era cierto. O sea, los visitantes del espacio no se llevaban un envase de Kiwigen para el viaje sino que, como parte de su dieta, consumían kiwicha, ese poderoso cereal. En el comercial de la tele, año 1986, unos chibolos viajaban al espacio dentro de un envase de Kiwigen, que asemejaba una nave espacial. En mi inocente razonamiento de alumno de pre-primaria, mientras más Kiwigen consumiera, más posibilidades tendría de convertirme en astronauta. Así de sencillo y claro: yo quería ser astronauta. No recuerdo en qué momento cambié de idea, pero puedo asegurar que no fue porque creyera que no pudiera serlo. Por esa época también me interesó ser pintor. 38
Luis Carlos Burneo
No artista plástico, sino pintor de brocha gorda. Vivía fascinado cada vez que venían a pintar las paredes de la casa. Me quedaba pegado viendo la chamba que, para mí, era básicamente como tener un cuaderno gigante e ilimitado para colorear. Me gustaba mucho la idea. Inclusive, ante el asombro —y seguro burla— de muchos familiares y amigos de mis padres, yo respondía orgulloso “Quiero ser pintor” cada vez que me preguntaban qué quería ser de grande. Pero mi mayor deseo o fantasía, casi pueden adivinarlo, era trabajar en televisión. Pero no la televisión de esa época, una tele de grandes espectáculos y gente famosa —como la de ahora pero sin la cojudez—. No. Mi sueño era trabajar en alguna estación de televisión pequeña, poco conocida, casi escondida. Lo veía mucho más interesante y real: trabajar en un canal pequeñito donde, lejos de los estándares de “diversión” y “espectáculo” de la tele tradicional, uno pudiera crear sus propios contenidos y tener un público pequeño pero fiel. Por eso, cuando descubrí el UHF —los canales “normales” van del dos al trece, y la señal UHF, siempre semiclandestina, va del catorce para adelante—, dije “Esta es mi oportunidad”. Y pensé lo mismo cuando vi que en otros países existía algo llamado Public Access TV, televisión de acceso público, donde alquilabas un espacio para hacer tu propio programa. Veinte años después llegó YouTube —cuyo hermoso slogan es “Transmítete a ti mismo”—, y para mí fue como un sueño hecho realidad. Era hora de hacerlo. Sigo cumpliendo mi sueño todos los días a través del trabajo más bonito que he hecho en mi vida, La Estoy durmiendo, siempre
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De chico —chiquito, en verdad— mi mamá me daba Kiwigen en el desayuno de las mañanas. “Esto toman los astronautas”, solía decirme. Y era cierto. O sea, los visitantes del espacio no se llevaban un envase de Kiwigen para el viaje sino que, como parte de su dieta, consumían kiwicha, ese poderoso cereal. En el comercial de la tele, año 1986, unos chibolos viajaban al espacio dentro de un envase de Kiwigen, que asemejaba una nave espacial. En mi inocente razonamiento de alumno de pre-primaria, mientras más Kiwigen consumiera, más posibilidades tendría de convertirme en astronauta. Así de sencillo y claro: yo quería ser astronauta. No recuerdo en qué momento cambié de idea, pero puedo asegurar que no fue porque creyera que no pudiera serlo. Por esa época también me interesó ser pintor. 38
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No artista plástico, sino pintor de brocha gorda. Vivía fascinado cada vez que venían a pintar las paredes de la casa. Me quedaba pegado viendo la chamba que, para mí, era básicamente como tener un cuaderno gigante e ilimitado para colorear. Me gustaba mucho la idea. Inclusive, ante el asombro —y seguro burla— de muchos familiares y amigos de mis padres, yo respondía orgulloso “Quiero ser pintor” cada vez que me preguntaban qué quería ser de grande. Pero mi mayor deseo o fantasía, casi pueden adivinarlo, era trabajar en televisión. Pero no la televisión de esa época, una tele de grandes espectáculos y gente famosa —como la de ahora pero sin la cojudez—. No. Mi sueño era trabajar en alguna estación de televisión pequeña, poco conocida, casi escondida. Lo veía mucho más interesante y real: trabajar en un canal pequeñito donde, lejos de los estándares de “diversión” y “espectáculo” de la tele tradicional, uno pudiera crear sus propios contenidos y tener un público pequeño pero fiel. Por eso, cuando descubrí el UHF —los canales “normales” van del dos al trece, y la señal UHF, siempre semiclandestina, va del catorce para adelante—, dije “Esta es mi oportunidad”. Y pensé lo mismo cuando vi que en otros países existía algo llamado Public Access TV, televisión de acceso público, donde alquilabas un espacio para hacer tu propio programa. Veinte años después llegó YouTube —cuyo hermoso slogan es “Transmítete a ti mismo”—, y para mí fue como un sueño hecho realidad. Era hora de hacerlo. Sigo cumpliendo mi sueño todos los días a través del trabajo más bonito que he hecho en mi vida, La Estoy durmiendo, siempre
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Habitación de Henry Spencer, que se ha convertido en mi propia estación de televisión pequeña, subterránea, semiclandestina… que un montón de gente conoce y aprecia en Internet. En la cuenta de Facebook de La Habitación… pregunté si recordaban qué querían ser de chibolos. Obtuve toda clase de respuestas. Desde las más honestas de personas que realmente quisieron hacer tal o cual cosa cuando eran chiquitos, hasta las tomadas con humor de algunos que probablemente creen es una pregunta tonta. La semana pasada estuve en el programa de Marco Sifuentes —un show de televisión por cable sobre novedades en la red— y me preguntó algo que todos los días, desde hace siete años, me preguntan: “¿Qué consejo le darías a los jóvenes que quieren hacer las cosas como tú?”. Mi respuesta es la misma desde siempre: piensa en lo que te gusta hacer y que harías gratis. Así nadie te pague. Así sepas que es probable que nadie nunca te vaya a pagar. Eso que harías gratis, sacrificando muchas otras cosas —principalmente una economía “cómoda”— si es lo que más te gusta en la vida. Y tienes que hacerlo —y no puedes dejar de hacerlo—. Porque si lo haces con esa pasión y obsesión con las que uno hace lo que ama, brillará. Y si brilla, a alguien le gustará y te llamará para hacer algo de lo que, finalmente, puedas vivir. Y, en serio, todavía puedes comprar tu envase de Kiwigen para volar al espacio conmigo.
I Me reúno con un director de cine peruano para grabar una conversa para La Habitación… sobre su película, que no solo me ha gustado, sino que me ha conmovido muchísimo. Mientras caminamos por Miraflores, me comenta que su esposa me conoce, que me alucina desde pequeñito. Claro que nos conocemos, le digo. Le pregunto cómo está ella, en qué anda, pero en verdad quiero preguntarle por Vadela, la hermana menor de su esposa y, alguna vez, también mi hermana menor. A Vadela la conocí en 1995, uno de los años más pajas de mi vida, en su casa. Caí de pura casualidad. Paraba en el barrio de un amigo del cole y, a la vez, sus amigos del barrio paraban en la casa de tres hermanas cuyos nombres empezaban con V. Estoy durmiendo, siempre
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Habitación de Henry Spencer, que se ha convertido en mi propia estación de televisión pequeña, subterránea, semiclandestina… que un montón de gente conoce y aprecia en Internet. En la cuenta de Facebook de La Habitación… pregunté si recordaban qué querían ser de chibolos. Obtuve toda clase de respuestas. Desde las más honestas de personas que realmente quisieron hacer tal o cual cosa cuando eran chiquitos, hasta las tomadas con humor de algunos que probablemente creen es una pregunta tonta. La semana pasada estuve en el programa de Marco Sifuentes —un show de televisión por cable sobre novedades en la red— y me preguntó algo que todos los días, desde hace siete años, me preguntan: “¿Qué consejo le darías a los jóvenes que quieren hacer las cosas como tú?”. Mi respuesta es la misma desde siempre: piensa en lo que te gusta hacer y que harías gratis. Así nadie te pague. Así sepas que es probable que nadie nunca te vaya a pagar. Eso que harías gratis, sacrificando muchas otras cosas —principalmente una economía “cómoda”— si es lo que más te gusta en la vida. Y tienes que hacerlo —y no puedes dejar de hacerlo—. Porque si lo haces con esa pasión y obsesión con las que uno hace lo que ama, brillará. Y si brilla, a alguien le gustará y te llamará para hacer algo de lo que, finalmente, puedas vivir. Y, en serio, todavía puedes comprar tu envase de Kiwigen para volar al espacio conmigo.
I Me reúno con un director de cine peruano para grabar una conversa para La Habitación… sobre su película, que no solo me ha gustado, sino que me ha conmovido muchísimo. Mientras caminamos por Miraflores, me comenta que su esposa me conoce, que me alucina desde pequeñito. Claro que nos conocemos, le digo. Le pregunto cómo está ella, en qué anda, pero en verdad quiero preguntarle por Vadela, la hermana menor de su esposa y, alguna vez, también mi hermana menor. A Vadela la conocí en 1995, uno de los años más pajas de mi vida, en su casa. Caí de pura casualidad. Paraba en el barrio de un amigo del cole y, a la vez, sus amigos del barrio paraban en la casa de tres hermanas cuyos nombres empezaban con V. Estoy durmiendo, siempre
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Una de ellas —la menor, preciosa, de cerquillo, que vivía pegada a su perro peludo— era Vadela. No recuerdo cómo me pegué a ella. Simplemente sucedió. —¿Y cómo está Vadela? —Muy bien —me dice F. mientras buscamos un buen lugar para grabar—. Está trabajando en una agencia. —Qué bueno. Me alegro mucho. Ya no la veo, ¿sabes? —¿Por qué? —No lo sé. Creo que le caigo mal —le contesto. —¿Por celebrity? —¿Por celebrity? No entiendo.
“Mi amiga dice que te conoce, que te alucina desde pequeñito”.
II Ese verano de 1995 Vadela y yo decidimos hacernos hermanitos —que en los noventas era el juego/excusa perfecta, decisión tomada de a dos, para automáticamente andar más pegado a esa persona que querías alucinar más—. Ella era, oficialmente, mi hermana menor: una de las figuras más dulces que recuerdo de mi adolescencia —yo tenía quince y ella doce, creo—. Poco a poco empecé a dejar de parar en el barrio de mi amigo, y poco a poco dejé de ver a Vadela. El 2005 fue un año raro pero bonito. Hice algo que nunca había hecho en mi vida: salir, salir un montón a bares, cafés, fiestas, reuniones. Conocí a un montón de gente y bebí, por única vez en mi vida, más de lo debido —pero nunca tanto, pezweon—.
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Luis Carlos Burneo
“Creo que le caigo mal —le contesto. —¿Por celebrity? —¿Por celebrity? No entiendo”.
Un día estaba en un lugar llamado Oso Bar, en Miraflores, y se me acercó una chica a decirme al oído —una bulla de mierda había—: “Mi amiga dice que te conoce, que te alucina desde pequeñito”. Sonreí reaccionando a lo que —estaba seguro— era un floro. Cuando volteé no podía creerlo. Era Vadela convertida en toda una señorita de veintidós años. La abracé, la cogí de la mano, le invité una cerveza y nos sentamos a ponernos al día. A partir de esa noche tratamos de recuperar los diez años de tiempo perdido parando un montón, en exceso, como debe ser. Caminamos, por meses, todas las calles de Barranco y Miraflores una y mil veces y otra vez, recordando cómo éramos de niños. Fuimos a decenas de bares y cafés para celebrar nuestro reencuentro. Hicimos varias pijamadas en mi casa —donde yo le “armaba” su cama al lado de la mía, jalando un colchón del cuarto de al lado—. —Tienes que poner música —me decía Vadela. —Yo no puedo dormir con música, o en todo caso nunca lo he intentado —respondía. —Pero yo no puedo dormir sin música o tele o bulla. ¿No podemos encontrar un punto medio? Entonces entraba a radioblogclub.com —parecido a un Spotify del 2005— y ponía Nirvana o Green Day o Metric —ella me enseñó Metric— y dormíamos con un playlist random y eterno que armaba y nos arrullaba como hermanitos —“hermanis” nos llamábamos el uno al otro—.
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Una de ellas —la menor, preciosa, de cerquillo, que vivía pegada a su perro peludo— era Vadela. No recuerdo cómo me pegué a ella. Simplemente sucedió. —¿Y cómo está Vadela? —Muy bien —me dice F. mientras buscamos un buen lugar para grabar—. Está trabajando en una agencia. —Qué bueno. Me alegro mucho. Ya no la veo, ¿sabes? —¿Por qué? —No lo sé. Creo que le caigo mal —le contesto. —¿Por celebrity? —¿Por celebrity? No entiendo.
“Mi amiga dice que te conoce, que te alucina desde pequeñito”.
II Ese verano de 1995 Vadela y yo decidimos hacernos hermanitos —que en los noventas era el juego/excusa perfecta, decisión tomada de a dos, para automáticamente andar más pegado a esa persona que querías alucinar más—. Ella era, oficialmente, mi hermana menor: una de las figuras más dulces que recuerdo de mi adolescencia —yo tenía quince y ella doce, creo—. Poco a poco empecé a dejar de parar en el barrio de mi amigo, y poco a poco dejé de ver a Vadela. El 2005 fue un año raro pero bonito. Hice algo que nunca había hecho en mi vida: salir, salir un montón a bares, cafés, fiestas, reuniones. Conocí a un montón de gente y bebí, por única vez en mi vida, más de lo debido —pero nunca tanto, pezweon—.
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“Creo que le caigo mal —le contesto. —¿Por celebrity? —¿Por celebrity? No entiendo”.
Un día estaba en un lugar llamado Oso Bar, en Miraflores, y se me acercó una chica a decirme al oído —una bulla de mierda había—: “Mi amiga dice que te conoce, que te alucina desde pequeñito”. Sonreí reaccionando a lo que —estaba seguro— era un floro. Cuando volteé no podía creerlo. Era Vadela convertida en toda una señorita de veintidós años. La abracé, la cogí de la mano, le invité una cerveza y nos sentamos a ponernos al día. A partir de esa noche tratamos de recuperar los diez años de tiempo perdido parando un montón, en exceso, como debe ser. Caminamos, por meses, todas las calles de Barranco y Miraflores una y mil veces y otra vez, recordando cómo éramos de niños. Fuimos a decenas de bares y cafés para celebrar nuestro reencuentro. Hicimos varias pijamadas en mi casa —donde yo le “armaba” su cama al lado de la mía, jalando un colchón del cuarto de al lado—. —Tienes que poner música —me decía Vadela. —Yo no puedo dormir con música, o en todo caso nunca lo he intentado —respondía. —Pero yo no puedo dormir sin música o tele o bulla. ¿No podemos encontrar un punto medio? Entonces entraba a radioblogclub.com —parecido a un Spotify del 2005— y ponía Nirvana o Green Day o Metric —ella me enseñó Metric— y dormíamos con un playlist random y eterno que armaba y nos arrullaba como hermanitos —“hermanis” nos llamábamos el uno al otro—.
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A veces yo me despertaba de madrugada para ir al baño y tenía que “cruzar” sigilosamente su colchón, cuidándome de no despertarla. Cuando regresaba —y hacía los mismos malabares de puntitas—, la quedaba mirando algunos segundos mientras dormía. (Y si estaba destapada la tapaba, y ella se daba cuenta entre sueños y sonreía). “Hay que dejar de hablar de lo de hace diez años y concentrarnos en los próximos diez”, me dijo un día, emocionada, mientras caminábamos por las mismas calles de Barranco. III —¿En verdad alguien puede dejar de querer a alguien porque se volvió famoso? —le pregunto al director peruano. —O sea, lo que pasa generalmente es que la gente asume que, al volverte conocido, y a veces más ocupado por la chamba, te distancias porque ahora te sientes parte de “otro mundo”: como que los choteas, como que te sobras, ¿manyas? —me explica F. —No, pero no fue por eso, creo. —¿Entonces qué pasó? —No lo recuerdo. Ese es el problema. Y es verdad. No recuerdo por qué me alejé de Vadela o, en realidad, por qué ella se alejó de mí. Debo haber sido un pesado del carajo —que lo soy, cada vez menos, por cierto—. ¿O fueron algunos engreimientos, desplantes y tonterías mías que prefiero no recordar?
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Luis Carlos Burneo
Pero es eso. Los últimos diez años de mi vida me he preguntado por qué. Y la única manera que encuentro de acercarme nuevamente a Vadela es escribir, porque aquí todo —tal vez, espero— puede tener un final (más) feliz. Porque si Vadela lee esto y siente alguito de lo que sentí, aunque no quiera llamarme o verme o comunicarse conmigo, estaré un poco más contento. Porque no tengo miedo a que haya una mala reacción o un desplante tipo “Ay, LC, para qué escribes esas cosas, éramos un par de niños, ya pasó”, porque creo —una vez más, es solo mi teoría— que mientras más crecemos, más nos acercamos a los sentimientos de pureza, encanto e inocencia que teníamos de niños. Y si de chibolos podíamos, sin roche, acercarnos a un amigo o amiga a decirle, con una sonrisa tierna, “Ya, pues, no estés molesta conmigo”, de grandes también podríamos hacerlo. (Pero sí odiaría, me haría sentir muy mal, que me respondiera como si nada pasase, como si todo estuviera bien, para “salir del paso”, y proponerme un encuentro que finalmente nunca se hiciera realidad). Es curioso cómo por cojudeces —por cojudeces, en verdad—, nos alejamos de personas con las que hemos disfrutado momentos claves en nuestra vida que nunca olvidaremos. Yo nunca olvidaré el día que conocí a Vadela —y a su perro peludo—, la noche que una amiga suya me dijo al oído que en aquel bar había alguien que me conocía desde chiquito, ni la tarde que caminé con un director de cine por Miraflores pensando que la vida es muy corta para andar distanciados diez años más, Vadela.
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A veces yo me despertaba de madrugada para ir al baño y tenía que “cruzar” sigilosamente su colchón, cuidándome de no despertarla. Cuando regresaba —y hacía los mismos malabares de puntitas—, la quedaba mirando algunos segundos mientras dormía. (Y si estaba destapada la tapaba, y ella se daba cuenta entre sueños y sonreía). “Hay que dejar de hablar de lo de hace diez años y concentrarnos en los próximos diez”, me dijo un día, emocionada, mientras caminábamos por las mismas calles de Barranco. III —¿En verdad alguien puede dejar de querer a alguien porque se volvió famoso? —le pregunto al director peruano. —O sea, lo que pasa generalmente es que la gente asume que, al volverte conocido, y a veces más ocupado por la chamba, te distancias porque ahora te sientes parte de “otro mundo”: como que los choteas, como que te sobras, ¿manyas? —me explica F. —No, pero no fue por eso, creo. —¿Entonces qué pasó? —No lo recuerdo. Ese es el problema. Y es verdad. No recuerdo por qué me alejé de Vadela o, en realidad, por qué ella se alejó de mí. Debo haber sido un pesado del carajo —que lo soy, cada vez menos, por cierto—. ¿O fueron algunos engreimientos, desplantes y tonterías mías que prefiero no recordar?
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Pero es eso. Los últimos diez años de mi vida me he preguntado por qué. Y la única manera que encuentro de acercarme nuevamente a Vadela es escribir, porque aquí todo —tal vez, espero— puede tener un final (más) feliz. Porque si Vadela lee esto y siente alguito de lo que sentí, aunque no quiera llamarme o verme o comunicarse conmigo, estaré un poco más contento. Porque no tengo miedo a que haya una mala reacción o un desplante tipo “Ay, LC, para qué escribes esas cosas, éramos un par de niños, ya pasó”, porque creo —una vez más, es solo mi teoría— que mientras más crecemos, más nos acercamos a los sentimientos de pureza, encanto e inocencia que teníamos de niños. Y si de chibolos podíamos, sin roche, acercarnos a un amigo o amiga a decirle, con una sonrisa tierna, “Ya, pues, no estés molesta conmigo”, de grandes también podríamos hacerlo. (Pero sí odiaría, me haría sentir muy mal, que me respondiera como si nada pasase, como si todo estuviera bien, para “salir del paso”, y proponerme un encuentro que finalmente nunca se hiciera realidad). Es curioso cómo por cojudeces —por cojudeces, en verdad—, nos alejamos de personas con las que hemos disfrutado momentos claves en nuestra vida que nunca olvidaremos. Yo nunca olvidaré el día que conocí a Vadela —y a su perro peludo—, la noche que una amiga suya me dijo al oído que en aquel bar había alguien que me conocía desde chiquito, ni la tarde que caminé con un director de cine por Miraflores pensando que la vida es muy corta para andar distanciados diez años más, Vadela.
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Era mediados del año 2010 y había quedado con Verónica Linares, una popular narradora de noticias, para almorzar. Recién nos habíamos conocido hacía unas semanas grabando una conversa para La Habitación de Henry Spencer. (En medio de esa linda conversa, y como habíamos detectado una química inmediata entre los dos, ella dijo “Oye, y después de esto supongo que ya seremos amigos, ¿no?”). En el restaurante revisé mi bolsillo y solo tenía siete soles. Así que, considerando los cincuenta céntimos de ida y vuelta que pensaba pagar en el bus —esto ocurría en la era pre-bicicleta—, solo podía comer algo de seis soles. Pedí un pastel de acelga —ella una ensalada grande, creo—, y su reacción inmediata al ver lo mío fue “¿Solo vas a comer eso?”, y yo “Sí, voy tranquilo en el almuerzo”. 46
Luis Carlos Burneo
Y claro. Respondí eso porque me daba roche decirle la verdad. “No tengo plata”. Ese fue uno de los años más difíciles de mi vida. Acababa de tener mi primera experiencia televisiva — por ciertas diferencias había renunciado a mi chamba como reportero a comienzos de ese año— y estaba, literalmente, colgado, misio. Y no misio de “No puedo ir al concierto de Metallica porque estoy misio” sino misio de “No tengo plata para comer, y me preocupa”. Lo de la comida lo solucioné a mi manera. Recién había descubierto el chocolate, el cacao orgánico —suelo comer cocoa en polvo, pero cacao 100% puro—, y lo tomaba por las mañanas, dos o tres tazas, para quitarme el hambre. Para el almuerzo preparaba quinua —agárrense: seis soles el kilo en esa época. Ahora cuesta 27—, y comía un poco, tranquilo, y lo demás lo guardaba para la noche. Para mí 2010 fue el año del cacao y la quinua. No tenía para más. Me bastaba con eso. Y ambos alimentos costaban relativamente barato y duraban mucho —y son, de hecho, los alimentos más poderosos de la naturaleza—. ¿Trabajo? No quería regresar a la tele. De allí acababa de salir. En realidad contaba con algo mucho más poderoso, la razón que precisamente me había permitido ingresar al mundo de la televisión: mi blog. Cada semana preparaba proyectos, ideas, innovaciones, para mostrar a empresas —lo que ahora se llama “marketing de contenidos” y está tan de moda: contar historias relacionadas a la marca a través del video— y ofrecerles hacer cosas distintas en Internet más
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Era mediados del año 2010 y había quedado con Verónica Linares, una popular narradora de noticias, para almorzar. Recién nos habíamos conocido hacía unas semanas grabando una conversa para La Habitación de Henry Spencer. (En medio de esa linda conversa, y como habíamos detectado una química inmediata entre los dos, ella dijo “Oye, y después de esto supongo que ya seremos amigos, ¿no?”). En el restaurante revisé mi bolsillo y solo tenía siete soles. Así que, considerando los cincuenta céntimos de ida y vuelta que pensaba pagar en el bus —esto ocurría en la era pre-bicicleta—, solo podía comer algo de seis soles. Pedí un pastel de acelga —ella una ensalada grande, creo—, y su reacción inmediata al ver lo mío fue “¿Solo vas a comer eso?”, y yo “Sí, voy tranquilo en el almuerzo”. 46
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Y claro. Respondí eso porque me daba roche decirle la verdad. “No tengo plata”. Ese fue uno de los años más difíciles de mi vida. Acababa de tener mi primera experiencia televisiva — por ciertas diferencias había renunciado a mi chamba como reportero a comienzos de ese año— y estaba, literalmente, colgado, misio. Y no misio de “No puedo ir al concierto de Metallica porque estoy misio” sino misio de “No tengo plata para comer, y me preocupa”. Lo de la comida lo solucioné a mi manera. Recién había descubierto el chocolate, el cacao orgánico —suelo comer cocoa en polvo, pero cacao 100% puro—, y lo tomaba por las mañanas, dos o tres tazas, para quitarme el hambre. Para el almuerzo preparaba quinua —agárrense: seis soles el kilo en esa época. Ahora cuesta 27—, y comía un poco, tranquilo, y lo demás lo guardaba para la noche. Para mí 2010 fue el año del cacao y la quinua. No tenía para más. Me bastaba con eso. Y ambos alimentos costaban relativamente barato y duraban mucho —y son, de hecho, los alimentos más poderosos de la naturaleza—. ¿Trabajo? No quería regresar a la tele. De allí acababa de salir. En realidad contaba con algo mucho más poderoso, la razón que precisamente me había permitido ingresar al mundo de la televisión: mi blog. Cada semana preparaba proyectos, ideas, innovaciones, para mostrar a empresas —lo que ahora se llama “marketing de contenidos” y está tan de moda: contar historias relacionadas a la marca a través del video— y ofrecerles hacer cosas distintas en Internet más
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allá de postear sus comerciales de televisión y buscar likes. (Ese 2010 fue el año en que todas las marcas se volvieron locas por los likes sin entender realmente por qué y para qué). Y cada semana, cada mes, rebotaba. Y me frustraba más. Y terminaba caminando sin rumbo por Miraflores cuestionando toda mi vida. Me preguntaba: “¿Estoy haciendo lo correcto? ¿Debo tirar la toalla? ¿Algún día Internet y las redes sociales estallarán de popularidad y permitirán vivir de eso? ¿Debo regresar a la televisión? ¿Debo buscar una chamba ‘normal’?”.
Haciendo malabares, cachueleando en cositas, llegué a fin de año, y a comienzos de 2011, Aldo Miyashiro me llamó, de la nada, para formar parte de su programa de televisión. Acepté inmediatamente y, apenas cortamos la llamada, me prometí a mí mismo que este nuevo reto, que me nivelaría económicamente, no podría distraerme de lo mío: crear y seguir creando contenido interesante para Internet.
Y caminaba sin rumbo y a veces me ponía a llorar y tomaba calles solitarias para que nadie me viera llorando —algunos me podían reconocer de la tele—. Y, llorando, me respondía a mí mismo. No quería dejar todo atrás. No quería tirar la toalla. Sabía —lo sabía, en serio— que este era mi camino, Internet, y que todo, de alguna manera, se alinearía a mi favor. Y sabía que, al menos hacia afuera, debía mantener mi sonrisa y decir que todo estaba bien y que estaría pronto mejor, por si me preguntaban. Nunca dejé de generar contenido valioso para La Habitación… No tenía plata pero tenía una cámara, una laptop y una conexión a Internet —que era lo único que no podían cortarme por falta de pago— para hacer el trabajo más bonito que he hecho en mi vida.
Nunca esperé un sueldo con tanta angustia/emoción como ese primer sueldo de Enemigos Públicos. Mientras caminaba hacia una tienda de discos para engreírme un poco y comprar un vinilo, entendí que todo en esta vida rocanrolera se trata de no rendirse, de aguantar, y de saber que si regresan los días complicados, allí estaremos, sonriendo. Esa es la importancia de nunca tirar la toalla. De perseguir lo que amas, lo que realmente te hace feliz. De atreverte a pasarla difícil, tal vez hasta el culo por momentos, pero saber en el fondo de tu corazón que no hay otra cosa que te pondría igual de contento. De decir “Esto es mío porque no me rendí y se lo entrego al mundo”. De comerte un pastel de acelga, tranquilo, sabiendo que estás haciendo lo correcto.
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allá de postear sus comerciales de televisión y buscar likes. (Ese 2010 fue el año en que todas las marcas se volvieron locas por los likes sin entender realmente por qué y para qué). Y cada semana, cada mes, rebotaba. Y me frustraba más. Y terminaba caminando sin rumbo por Miraflores cuestionando toda mi vida. Me preguntaba: “¿Estoy haciendo lo correcto? ¿Debo tirar la toalla? ¿Algún día Internet y las redes sociales estallarán de popularidad y permitirán vivir de eso? ¿Debo regresar a la televisión? ¿Debo buscar una chamba ‘normal’?”.
Haciendo malabares, cachueleando en cositas, llegué a fin de año, y a comienzos de 2011, Aldo Miyashiro me llamó, de la nada, para formar parte de su programa de televisión. Acepté inmediatamente y, apenas cortamos la llamada, me prometí a mí mismo que este nuevo reto, que me nivelaría económicamente, no podría distraerme de lo mío: crear y seguir creando contenido interesante para Internet.
Y caminaba sin rumbo y a veces me ponía a llorar y tomaba calles solitarias para que nadie me viera llorando —algunos me podían reconocer de la tele—. Y, llorando, me respondía a mí mismo. No quería dejar todo atrás. No quería tirar la toalla. Sabía —lo sabía, en serio— que este era mi camino, Internet, y que todo, de alguna manera, se alinearía a mi favor. Y sabía que, al menos hacia afuera, debía mantener mi sonrisa y decir que todo estaba bien y que estaría pronto mejor, por si me preguntaban. Nunca dejé de generar contenido valioso para La Habitación… No tenía plata pero tenía una cámara, una laptop y una conexión a Internet —que era lo único que no podían cortarme por falta de pago— para hacer el trabajo más bonito que he hecho en mi vida.
Nunca esperé un sueldo con tanta angustia/emoción como ese primer sueldo de Enemigos Públicos. Mientras caminaba hacia una tienda de discos para engreírme un poco y comprar un vinilo, entendí que todo en esta vida rocanrolera se trata de no rendirse, de aguantar, y de saber que si regresan los días complicados, allí estaremos, sonriendo. Esa es la importancia de nunca tirar la toalla. De perseguir lo que amas, lo que realmente te hace feliz. De atreverte a pasarla difícil, tal vez hasta el culo por momentos, pero saber en el fondo de tu corazón que no hay otra cosa que te pondría igual de contento. De decir “Esto es mío porque no me rendí y se lo entrego al mundo”. De comerte un pastel de acelga, tranquilo, sabiendo que estás haciendo lo correcto.
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2. Música Date un tiempo y un espacio en casa para escuchar música. No para escucharla mientras te bañas, estás en la compu o con el smartphone. Literalmente siéntate frente al equipo —¿suena raro, verdad?—, a la computadora o al Ipod con parlantes, coge una taza de té o una botella de agua y escucha la música, disfrútala, alucínala, deja que tu cerebro te transporte a aquellos lugares donde esa canción o esa banda formó parte del soundtrack de tu vida. Pero hazlo, pezweon. 3. Caminata 1. Chocolate Todos hemos escuchado que el chocolate proporciona felicidad. No voy a meter floros técnicos ni químicos, pero es cierto. Yo lo consumo en forma de polvo de cacao y lo tomo por las mañanas hace cinco años. La inyección de alegría inmediata que te provoca es alucinante. Literalmente, como yo, podrás terminar cantando, bailando, saltando solo en tu casa con el ánimo perfecto para iniciar el día. Si no me crees, pruébalo. (Consíguelo en las bioferias de Miraflores y Surquillo y en el Chocomuseo de la Calle Berlín).
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Date un espacio en el día —mañana, tarde o noche— para caminar. ¿Hacia dónde? Hacia donde quieras o a ningún lugar, depende de ti. No es necesario que tengas un plan específico. Latea por tus calles, por el barrio, por esos espacios disponibles a segundos de distancia pero que casi siempre solo puedes ver a través de la ventana de un auto o mientras caminas por la avenida para chapar un micro o un taxi. Esas calles son tus calles. Disfrútalas. Todos los días. Bonus: Las caminatas son mucho más bonitas con unos buenos audífonos y un Ipod/mp3 —que previamente tienes que haber cargado con la música más paja ever—.
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2. Música Date un tiempo y un espacio en casa para escuchar música. No para escucharla mientras te bañas, estás en la compu o con el smartphone. Literalmente siéntate frente al equipo —¿suena raro, verdad?—, a la computadora o al Ipod con parlantes, coge una taza de té o una botella de agua y escucha la música, disfrútala, alucínala, deja que tu cerebro te transporte a aquellos lugares donde esa canción o esa banda formó parte del soundtrack de tu vida. Pero hazlo, pezweon. 3. Caminata 1. Chocolate Todos hemos escuchado que el chocolate proporciona felicidad. No voy a meter floros técnicos ni químicos, pero es cierto. Yo lo consumo en forma de polvo de cacao y lo tomo por las mañanas hace cinco años. La inyección de alegría inmediata que te provoca es alucinante. Literalmente, como yo, podrás terminar cantando, bailando, saltando solo en tu casa con el ánimo perfecto para iniciar el día. Si no me crees, pruébalo. (Consíguelo en las bioferias de Miraflores y Surquillo y en el Chocomuseo de la Calle Berlín).
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Date un espacio en el día —mañana, tarde o noche— para caminar. ¿Hacia dónde? Hacia donde quieras o a ningún lugar, depende de ti. No es necesario que tengas un plan específico. Latea por tus calles, por el barrio, por esos espacios disponibles a segundos de distancia pero que casi siempre solo puedes ver a través de la ventana de un auto o mientras caminas por la avenida para chapar un micro o un taxi. Esas calles son tus calles. Disfrútalas. Todos los días. Bonus: Las caminatas son mucho más bonitas con unos buenos audífonos y un Ipod/mp3 —que previamente tienes que haber cargado con la música más paja ever—.
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4. Almuerza solo Conozco a muchísimas personas que no pueden almorzar solas, que deben hacerlo necesariamente con compañía. Yo amo almorzar solo y no tener que hablar con nadie y comer al ritmo que desee o no desee y hacer sobremesa conmigo mismo, pensando cosas, alucinando gente, teniendo un pequeño espacio durante el día para mí. Pruébalo. Es una buena excusa para estar solo y pasarla de la puta madre. 5. Regálate algo Hace catorce años mi amigo y profe Pipo García dijo algo muy bonito en clase: “¿Conocen lo lindo que es regalarse algo a ustedes mismos?”. Tienes una hora —o media, qué importa— libre. Sal y anda a esa tienda a comprarte el disco que quieres, el polo que sabes te quedará lindo, las zapatillas que hace tiempo viste y te encantan. Regálate algo a ti mismo. Algo que creas —y sepas— te mereces. 6. Ve por un postre, por las huevas Están de moda los cupcakes y de pronto tenemos un montón de lugares lindos para postrear —yo acabo de descubrir, sí, recién, el arroz con leche—. Chapa un dulcecito, el que más te provoque, y disfrútalo como si fueras un chibolo. Y chequea en la
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misma tienda otros ricos postres para disfrutar la próxima vez que estés por ahí o te provoque uno. (Yo adquirí esta deliciosa costumbre gracias a Amanda. Un día, al poco tiempo de conocerla, me dijo “¿Vamos a comer helados?”: era una frase que nunca había escuchado o nadie me había dicho, haciéndome entender que uno podía decidir ir a comer postres, y que no son un elemento que deba tener, obligatoriamente, un plato de comida salada antes). 7. Visita con mayor frecuencia tus lugares favoritos Mis espacios preferidos en Lima —ya deben saber, todo el día hablo de ellos— son Galerías Brasil, Jr. Quilca, Polvos Azules y Camino Real. No tengo ninguna razón en especial para visitarlos. Simplemente me gusta frecuentarlos, caminarlos, sentirme allí, porque todos tienen ese espíritu semiclandestino de lugar-que-ya-fue-pero-se-resiste-a-morir, y somos nosotros, fanáticos, quienes les damos vidas extras. Piensa en los lugares que más te gustan y no esperes tener una razón para transportarte mágicamente a esos espacios. 8. Chapa bici, trota o métete a un gimnasio No tienes que montar bici ni trotar ni ir al gimnasio todos los días. Puedes hacerlo cuando quieras, pero debes saber que existe esa opción en tu vida.
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4. Almuerza solo Conozco a muchísimas personas que no pueden almorzar solas, que deben hacerlo necesariamente con compañía. Yo amo almorzar solo y no tener que hablar con nadie y comer al ritmo que desee o no desee y hacer sobremesa conmigo mismo, pensando cosas, alucinando gente, teniendo un pequeño espacio durante el día para mí. Pruébalo. Es una buena excusa para estar solo y pasarla de la puta madre. 5. Regálate algo Hace catorce años mi amigo y profe Pipo García dijo algo muy bonito en clase: “¿Conocen lo lindo que es regalarse algo a ustedes mismos?”. Tienes una hora —o media, qué importa— libre. Sal y anda a esa tienda a comprarte el disco que quieres, el polo que sabes te quedará lindo, las zapatillas que hace tiempo viste y te encantan. Regálate algo a ti mismo. Algo que creas —y sepas— te mereces. 6. Ve por un postre, por las huevas Están de moda los cupcakes y de pronto tenemos un montón de lugares lindos para postrear —yo acabo de descubrir, sí, recién, el arroz con leche—. Chapa un dulcecito, el que más te provoque, y disfrútalo como si fueras un chibolo. Y chequea en la
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misma tienda otros ricos postres para disfrutar la próxima vez que estés por ahí o te provoque uno. (Yo adquirí esta deliciosa costumbre gracias a Amanda. Un día, al poco tiempo de conocerla, me dijo “¿Vamos a comer helados?”: era una frase que nunca había escuchado o nadie me había dicho, haciéndome entender que uno podía decidir ir a comer postres, y que no son un elemento que deba tener, obligatoriamente, un plato de comida salada antes). 7. Visita con mayor frecuencia tus lugares favoritos Mis espacios preferidos en Lima —ya deben saber, todo el día hablo de ellos— son Galerías Brasil, Jr. Quilca, Polvos Azules y Camino Real. No tengo ninguna razón en especial para visitarlos. Simplemente me gusta frecuentarlos, caminarlos, sentirme allí, porque todos tienen ese espíritu semiclandestino de lugar-que-ya-fue-pero-se-resiste-a-morir, y somos nosotros, fanáticos, quienes les damos vidas extras. Piensa en los lugares que más te gustan y no esperes tener una razón para transportarte mágicamente a esos espacios. 8. Chapa bici, trota o métete a un gimnasio No tienes que montar bici ni trotar ni ir al gimnasio todos los días. Puedes hacerlo cuando quieras, pero debes saber que existe esa opción en tu vida.
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Fuera de todas las razones buenas para hacer actividad física, la más importante para mí es que me hace feliz. ¿Conocen esa sensación de extrema frescura al salir de la ducha? Ya. Si antes de eso fuiste al gimnasio, montaste bici o simplemente saliste a trotar unos minutos por tu casa, ese filin de frescura crece diez, veinte, treinta veces, y literalmente te sientes bien, muy bien, y respiras más rico y te dices “Carajo, qué lindo día”. 9. Llama a un amigo Llama, por las huevas, a esa(s) persona(s) que extrañas, que hace tiempo quieres ver, que tienes en Facebook y que siempre dices “Caracho, me gustaría ver más a esta persona”. Llámala e invítala a almorzar, a tomar lonche, al cine y, si se sorprende y te pregunta “¿Qué milagro?”, respóndele con la verdad: “Simplemente quería verte”. Si lo haces, hay muchas posibilidades de que esa persona haga lo mismo con otra y así hasta el infinito. 10. Haz infinita esta lista y deja un comentario acerca de esa pequeña cosa que te hace feliz y que podrá hacer feliz a otros. Vamos, no tengas roche. De esas cojudecitas está hecha la vida, pezweon.
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Fuera de todas las razones buenas para hacer actividad física, la más importante para mí es que me hace feliz. ¿Conocen esa sensación de extrema frescura al salir de la ducha? Ya. Si antes de eso fuiste al gimnasio, montaste bici o simplemente saliste a trotar unos minutos por tu casa, ese filin de frescura crece diez, veinte, treinta veces, y literalmente te sientes bien, muy bien, y respiras más rico y te dices “Carajo, qué lindo día”. 9. Llama a un amigo Llama, por las huevas, a esa(s) persona(s) que extrañas, que hace tiempo quieres ver, que tienes en Facebook y que siempre dices “Caracho, me gustaría ver más a esta persona”. Llámala e invítala a almorzar, a tomar lonche, al cine y, si se sorprende y te pregunta “¿Qué milagro?”, respóndele con la verdad: “Simplemente quería verte”. Si lo haces, hay muchas posibilidades de que esa persona haga lo mismo con otra y así hasta el infinito. 10. Haz infinita esta lista y deja un comentario acerca de esa pequeña cosa que te hace feliz y que podrá hacer feliz a otros. Vamos, no tengas roche. De esas cojudecitas está hecha la vida, pezweon.
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