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Los signos no son el ropaje del significado: sobre el análisis social de las cosas materiales KEANE, Webb (2005): “Signs are not the garb of meaning: on the social analysis of material things”. En Materiality, editado por D. Miller, pp. 182-205. Duke University Press, Durham. ¿Cómo podemos entender las cosas y al mismo tiempo hacerle plenamente justicia a su materialidad? El esfuerzo parece ser ensombrecido y confundido por antiguas dicotomías como forma y sustancia, esencia y accidente, materia y espíritu. Los viejos hábitos tardan en morir, y una cantidad de prometidas redenciones postestructuralistas y postmodernas no se han liberado aún por completo de sus genealogías conceptuales. Quizás, como propusieron algunos, no podemos desembarazarnos de esas dicotomías porque son tan profundamente parte de nuestra metafísica de la presencia (Heidegger 1962) o incluso quizás es porque estamos tan inmersos en la conciencia reificada (Lukács 1971)-porque siempre fuimos herederos de los griegos o, inversamente, porque ahora somos capitalistas modernos. En cualquier caso, estaríamos en realidad enfrentando un orden muy alto. LA MATERIALIDAD COMO UN PROBLEMA SEMIÓTICO Pero consideremos un campo más específico; los efectos persistentes de ciertos modelos del signo. Aquí, los esfuerzos para repensar la materialidad son habitualmente obstaculizados por ciertos presupuestos construidos en la línea que va de Ferdinand de Saussure al postestructuralismo. Guiados por esos presupuestos, tendemos a dividir nuestra atención entre cosas e ideas. Aquellos cuya atención se centra en las cosas pueden sentirse tentados a relegar a las ideas a un dominio epifenoménico, subordinada a la cosa real, tangible. Inversamente, la atención puesta en las ideas a menudo parece convertir las formas materiales en poco más que expresiones transparentes del significado. Y cuanto más el análisis social enfatiza las intenciones, la agencia y la autoomprensión de los humanos (siguiendo, por ejemplo, Weber 1978), tanto más tiende a reproducir la misma dicotomía entre sujeto y objeto que convendría poner bajo un escrutinio crítico (Keane 2003). Este capítulo apunta a desarrollar una aproximación a los signos para la cual el carácter práctico y contingente de la cosas no está ni subordinado a, ni aislado de, la comunicación y el pensamiento. Pretende desarticular lo que ha sido descripto como “uno de los legados más durables de Saussure” (Irvine 1996:258), la separación radical del signo del mundo material. El resultado debería ser una mejor comprensión de la historicidad inherente a los signos en su misma materialidad. LOS OBJETOS COMO UN PROBLEMA PARA LOS SUJETOS A lo largo de este capítulo volveré al ejemplo de la ropa, que tiene una relación innegablemente íntima con las personas –no sólo sus apariencia e identidades sociales, sino incluso sus gestos y olor (Stallybrass 1996). Dad< esta intimidad, podríamos quizás preguntarnos por qué alguien pensaría en la ropa como algo superficial. O peor aún, en 1854 el trascendentalista americano Henry David Thoreau escribió: “Digo, cuídate de todas las empresas que requieren nuevas ropas y no de la nueva persona que las lleva” (1971:23). Qué hay que temer? Por debajo de la moralización sobre las cosas de Thoreau, yacen presupuestos implícitos y hoy ampliamente difundidos sobre los signos. El moralismo de Thoreau va en línea con los conceptos según los cuales la ropa marca distinciones sociales, nos sujetan a los devaneos de la moda y desplaza nuestro propio compromiso con lo inmaterial. Observa que “hay una mayor ansiedad, por lo general, por tener…ropas limpias e impecables, que por tener una conciencia sólida” (1971:22). Las ropas constituyen un material exterior que nos distrae del interior espiritual,

con el resultado de que, en palabras de Thoreau, “conocemos sólo pocos hombres, pero muchos sacos y pantalones” (1971:22). En esta retórica irónica, podemos escuchar algo en común con las palabras de alguien un año más joven que Thoreau, Karl Marx. Recordemos como Marx (1967) se apropió del concepto de fetichismo, que hasta entonces había estado restringido a las religiones comparadas, para acusar de manera parecida a sus contemporáneos de invertir las relaciones correctas entre cosas animadas e inanimadas. Pero hay más. Cuidar las ropas nos expone mucho a la opinión de los otros. La discusión de Thoreau sobre la ropa termina con un ataque a la moda (1971:25), que nos obliga a reconocer la autoridad de otros, sean árbitros de estilo distantes o la opinión de nuestros vecinos. Para Thoreau, la distinción entre el interior y el exterior se da un soporte ontológico a su individualismo, que ve en las relaciones sociales un desafío a la autenticidad personal. Tanto para Thoreau como para Marx, a pesar de sus diferencias políticas obvias, el malentendido sobre las cosas materiales no es sólo un error –tiene consecuencias graves. Nos lleva a invertir nuestros valores, dándole vida a lo inanimado y en consecuencia a perdernos a nosotros mismos. La comprensión correcta de los signos materiales tiene implicancias morales. Estas se apoyan tanto en un entendimiento particular de la interioridad fundamental del sujeto como en las relaciones del sujeto con otras personas, tan completamente externas a, o incluso en las antípodas de, esa interioridad. Las observaciones de Thoreau sobre la ropa sugieren un importante tema que atraviesa desde el protestantismo decimonónico hasta la alta estética modernista de, por ejemplo, el arquitecto austríaco Adolf Loos medio siglo después. Thoreau seguramente hubiera dado el visto bueno a la afirmación de Loos sobre que “la evolución de la civilización es equivalente al despojo de adornos de los objetos de uso” (citado en Gell 1993:15), a su celebración de la función por sobre la apariencia, su rechazo de superficies no sólo como superfluas sino como inmorales. Por qué sería la materialidad una cuestión moral? Parte de la respuesta implica el destino histórico de una ontología particular que define a los sujetos en oposición a los objetos (Keane 1996, 2002). Pero hay una manifestación más específica de esta ontología, en los presupuestos sobre el signo comunes a mucha teoría social occidental Si los analistas sociales y culturales encuentran aún difícil tratar a los objetos como no más que ilustraciones de algo más como, por ejemplo, comunicar significados o identidades, es porque seguimos siendo herederos de una tradición que trata a los signos como si fueran meramente el ropaje del significado –implicando que, pareciera, debería ser desnudado. Puesto que esta tradición desmaterializa a los signos, privilegia el significado sobre acciones, consecuencias y posibilidades. Sin embargo, debemos cuidarnos de meramente revertir este privilegio y por tanto inadvertidamente reproducir la misma dicotomía. Moviéndome sobre conceptos semióticos tales como iconicidad e indexicalidad, y las ideologías que los organizan en economías representaciones, me gustaría sugerir algunas alternativas. LOS SIGNOS EN SUS RELACIONES CAUSALES Quiero proponer que ciertos conceptos semióticos pueden audar a clarificar las relaciones entre las dimensiones lógicas y causales de las cosas materiales en la sociedad, entre contingencia y significado. Dado que este término es usado de maneras tan diferentes, una palabra sobre lo que no es la semiótica, tal como yo lo uso. Uno de los usos más originales del concepto clave de Charles Sanders Peirce del “signo indicial” es Arte y Agencia de Alfred Gell (1998). Sin embargo, Gell pretende evitar la semiótica per se. Esto es porque él identifica a la semiótica con el “lenguaje”. No funcionaría para comprender las cosas, dice, porque quiere prestar atención a las cualidades del objeto mismo. Escribe: “Hablamos de objetos, usando signos, pero los objetos de arte no son, salvo casos especiales, signos en sí mismos, con “significados”; y si tienen significados, entonces son parte del lenguaje” (1998:6). Está bien; el problema aquí es que Gell asimila demasiado rápidamente “signo” a “significado”, “significado” a su vez a “lenguaje” y “lenguaje” a algo como “mensajes codificados”. En esto, Gell parece aceptar el modelo

estructuralista del lenguaje de Saussure (1959), que consiste en significados que están codificados en forma de significantes arbitrarios, para ser transmitidos a alguien más, que los decodifica y así recupera los sentidos significados. En realidad, este modelo es de poca ayuda en la comprensión de los objetos. Pero podemos ir más allá: no es ni siquiera un buen reporte del lenguaje. La “semiología” saussureana (no “semiótica”) también hace difícil percibir el rol que el lenguaje juega ante las cosas materiales. Primero, trata al lenguaje como algo que existe en un plano de realidad bastante diferente de aquel en que se encuentran cualquier cosa no lingüística (material o conceptual). Se conecta a esas cosas sólo como objetos de referencia y denotación. Segundo, entendiendo al lenguaje sólo como sentido codificado, la semiología saussureana no ve el rol que las prácticas lingüísticas juegan en la objetivación de las cosas, un punto al que volveré al final de este capítulo. El problema es que la semiótica ha sido tratada demasiado a menudo, especialmente en los estudios culturales, como meramente concerniente a la comunicación de significados. Quizás por esta razón, el uso de Gell del concepto de índice no desarrolla su articulación con otros aspectos del signo. Diría que no explora completamente las implicancias sociales e históricas del índice. En cambio, busca un camino directo al dominio transhistórico de la cognición. Yo querría mostrar cómo la semiótica puede ayudarnos a restablecer esas dimensiones sociales e históricas al análisis. En contraste con aquellos que tratan a los signos como mensajes codificados, Peirce ubicó a los signos dentro de un mundo material de consecuencias. Insistió en que las circunstancias concretas eran esenciales para la posibilidad misma de significación. Por tanto criticó el idealismo de Hegel con estas palabras: El error capital de Hegel que permea todo su sistema… es que prácticamente ignora el Choque Exterior…[Esta] conciencia directa de golpear y ser golpeado penetra en toda la cognición y sirve para hacerle significar algo real” (Peirce 1958:43-44). Peirce ofrece un modo de pensar sobre la lógica de la significación que despliega su inherente vulnerabilidad a la causación y la contingencia, tanto como su apertura a consecuencias causales ulteriores, sin caer en los así llamados reduccionismos materiales. Para ver esto, necesitamos reconocer cómo la materialidad de la significación no es sólo un factor para el intérprete del signo sino que da lugar a y transforma modalidades de acción y subjetividad independientemente de si son interpretadas. Quiero proponer que esta apertura debería ser central a cualquier esfuerzo teóricamente de principios para entender la dinámica histórica de las cosas materiales. El modelo peirceano del signo tiene dos rasgos que quiero hacer presentes aquí. Primero, es procesual: los signos dan lugar a otros signos, en un proceso interminable de significación. Este punto es importante porque implica sociabilidad, conflicto, historicidad y contingencia. Esta interpretación del modelo presenta un desafío a la pretensión fácil pero corriente que pretende que tomar a las cosas como signos es reducir el mundo a discurso y su interpretación, es dar lugar al imperativo totalizante de volver a todas las cosas significativas. Segundo, el modelo peirceano dedica considerable atención al complejo rango de posibles relaciones entre signos, interpretaciones y objetos. Con vistas al análisis material, me ocuparé de las relaciones entre signos y sus posibles objetos de significación, que pueden ser de semejanza (iconicidad), conexión actual (indexicalidad) o regla (simbolismo). Los mejores análisis sociales sobre materialidad ponen el foco en la producción. Dado que la producción es, en un sentido bruto, una causa del producto, estos análisis a menudo trabajan con alguna versión de indexicalidad. Tomemos, por ejemplo, la distinción de Marx entre el producto de trabajo no alienado de alienado. Llamaríamos al primero indicial, por cuanto la tejedora puede verse a sí misma en el tejido que teje porque éste lleva la marca evidente de su trabajo. En contraste, el trabajo alienado no se puede considerar trabajo indicial, dado que el trabajador industrial no se reconoce a sí mismo en la producción de la fábrica. En la caracterización de Bertrell Ollman, los poderes humanos no alienados “existen en su producto como la cantidad y tipo de cambio que trajo su ejercicio. El grado de cambio es siempre proporcional al despliegue de poderes, tanto como su calidad es siempre indicativa [es decir,

icónica] de su estado… La actividad productiva del hombre deja su marca …en [y por lo tanto es indexicalizada por] todo lo que toca” (1971:143). En lo que por otro lado es un enfoque muy diferente, Heidegger también enfatiza el contraste entre la actividad práctica y la actitud teórica o contemplativa, y favorece la primera por lo que pareciera ser su carácter indicial. Escribe: “el zapatero… se entiende a sí mismo desde sus cosas [los zapatos]” (citado en Munn 1986: 275, n. 12). A donde me quiero dirigir ahora es al rol de la semejanza en el carácter inherentemente social e histórico de las cosas materiales. EMPAQUETAMIENTO Y LA APERTURA DE LOS OBJETOS “Le gusta el rojo”, dijo la niñita. “Rojo”, dijo el Sr. Conejo. “No puedes darle rojo”. “Algo rojo, quizás”, dijo la niñita. “Oh, algo rojo”, dijo el Sr. Conejo. -Charlotte Zolotow, El Sr. Conejo y el hermoso regalo Uno de los usos más sofisticados y de mayor alcance de la iconicidad en un análisis etnográfico es el informe de Nancy Munn (1986) sobre un sistema melanesio de producción, consumo e intercambio. Su análisis le confiere un rol especial a esas cualidades sensuales de los objetos que tienen un papel privilegiado dentro de un sistema mayor de valores. Su significado está cargado por ciertas cualidades que están más allá de manifestaciones particulares en cualquier objeto específico. Tal como observa el Sr. Conejo, la rojez debe estar corporeizada en algo rojo. Pero la intuición de la niñita es correcta también: para alguien a quien le gusta el rojo, en teoría servirá cualquier objetivación. Del mismo modo, para los Gawans, según Munn, la “luminosidad”, por ejemplo, puede corresponder a canoas, jardines, decorados, cuerpos, etc. El Sr. Conejo nos recuerda que las cualidades deben estar corporeizadas en algo en particular. Pero en cuanto eso sucede, se ven realmente, y a menudo contingentemente (más que por necesidad lógica), atadas con otras cualidades –la rojez en una manzana viene junto con la forma esférica, el peso liviano, el sabor dulce, una tendencia a podrirse, etc. En la práctica, no hay modo de eliminar por completo ese factor de copresencia, o lo que podríamos llamar empaquetamiento. Esto apunta a uno de los obvios, pero importantes, efectos de la materialidad: la rojez no puede manifestarse sin alguna corporeización que inevitablemente la ata a otras cualidades, que pueden resultar factores contingentes pero reales en su vida social. El empaquetamiento es una de las condiciones de posibilidad para lo que Kopytoff (1986) y Appadurai (1986) llamaron la biografía de las cosas, puesto que las cualidades reunidas en cualquier objeto variarán en su valor, utilidad y relevancia relativas en distintos contextos. Una de las razones por las cuales Munn se focaliza en las cualidades, creo, es que ello le permite encontrar identidades entre cosas muy distintas (canoas, jardines, etc). Cualquier análisis de los signos en una sociedad necesita proporcionar un informe sobre cómo entidades que son materialmente diferentes en sus cualidades o, mínimamente, en sus coordenadas espaciotemporales, cuentan como la misma cosa, sin reproducir simplemente el convencionalismo ejemplificado por la relación tipo-símbolo en la lingüística estructural –es decir, sin asumir que la gente va por ahí con un libro de códigos o conjunto de reglas en sus cabezas. Abstraer las cualidades de los objetos ofrece un modo de reunir momentos discretos de la experiencia en un sistema superior de valores sobre la base de hábitos e intuiciones más que de reglas y conocimientos. Pero es la totalidad cultural la que hace posible para Munn hablar de estas instancias como si fueran “las mismas”. Es decir, hay aún un principio vigente que hace de posibles instancias realizaciones de la misma cosa, y así las posibilidades –y reconocimiento- de futuras acciones. Los íconos en y por sí mismos quedan sólo como potencial no realizado. En el análisis de Munn, por ejemplo, la luminosidad forma parte de una red de relaciones causales posibles. Dar

comida antes que comerla requiere de relaciones de intercambio con potencial expansivo a lo largo del espacio social y en un tiempo futuro. Lo que se da valorado por la estética específica en la cual la luminosidad juega este papel central son las relaciones causales (comer la comida la hace no disponible para el intercambio). Estas relaciones son, por ejemplo, registradas por los efectos en el cuerpo: alguien que come en lugar de dar llega a tener un cuerpo grande y lento. La misma objetivación y por lo tanto legibilidad de la iconicidad (lentitud), en este caso, conlleva indexicalidad (los efectos causales del comer). Pero estas relaciones causales se mantendrían aún si nadie las considerara socialmente significativas, si se está, por ejemplo, en América y no en Melanesia. Si las propiedades de una cosa material existen aún cuando nunca sean tomadas como elementos icónicos de un signo, la inversa es también el caso. Un ícono puede parecerse a un objeto que no existe- por ejemplo, un mapa de un país fantástico, o una nube que parece un unicornio. Dado que todos los objetos tienen cualidades, cualquier objeto dado potencialmente se parece a algo. Esto significa que cualquier objeto puede sugerir posibles usos o interpretaciones futuras. El esquema preliminar de un artista para una escultura hace uso de esta apertura característica de la iconicidad como un medio de descubrimiento, “sugiriendo…nuevos aspectos de supuestos estados de cosas “ (Peirce 1955: 106-107). El objeto en este caso juega un papel en la creación de algo nuevo que no es reductible a la puesta en marcha de las intenciones del sujeto. Antes bien, la interacción entre las posibilidades sugeridas por la forma y el tener en cuenta esa sugerencia por parte del escultor son una versión de lo que Bruno Latour (1993) llama híbridos. Más aún, dado que la semejanza está subdeterminada, los íconos requieren más análisis para determinar exactamente cómo son semejantes a los objetos. Después de todo, incluso un retrato fotográfico es normalmente plano, inmóvil, y mucho más pequeño que su sujeto (ver Pinney 1997). Este análisis está completamente involucrado con la dinámica del valor social y la autoridad –no son meramente suplementarios y externos a la fuerza de la iconicidad. Ropaje y posibilidad Tomemos el ejemplo de la ropa. La apertura de la iconicidad estaba en marcha cuando sujetos coloniales dieron vuelta camisas occidentales y las usaron como pantalones; está en marcha cuando turistas europeos compran “ropa étnica” y la cuelgan en la pared como arte. La semejanza, sin embargo, sólo puede ser en relación a ciertos rasgos, y por lo tanto depende de la selección. Colgar una prenda en batik, rectangular, plana, de la isla indonesia de Sumba como ornamento en la pared alienta a ignorar su inversión bilateral, dado que las imágenes en cada extremo están invertidas en relación una a la otra –el espectador tiende a ver sólo aquello que está “del lado correcto”. Determinar cuáles rasgos cuentan en lo que a semejanza se refiere implica cuestiones más amplias de valor social y autoridad. Esto es especialmente fácil de ver en conflictos coloniales. Por ejemplo, el sentido occidental de propiedad, en la Sudáfrica colonial se veía ofendido por las prendas multifuncionales (Comaroff y Comaroff 1997: 270). Acostumbrados a un conjunto de prendas para la cena y otro para hacer jardinería, un tipo de tela para manteles y otro para sábanas, los europeos se escandalizaban cuando los Tswana usaban las mismas sábanas como ropa, alfombras, bolsas de mercado y portabebés. Con el tiempo, una exitosa hegemonía restringiría esos usos potenciales, limitando cuáles posibilidades icónicas se reconocerían en la práctica. La iconicidad es sólo una cuestión de potencial. La realización o supresión de ese potencial no puede ser adscripta sólo a las cualidades mismas del objeto. Debe haber siempre otros procesos sociales involucrados. Esos procesos pueden implicar distintos grados de autoconciencia y control. Los análisis semióticos han tendido a favorecer los dominios más estrictamente regulados, como el ritual monárquico o litúrgico, la alta moda (Barthes 1983) o la experticia (Bourdieu 1984). Pero hay dimensiones mucho menos organizadas en la vida social. Incluso en los dominios más controlados, sin embargo, dado que esas cualidades materiales que

son suprimidas persisten, los objetos portan el potencial para nuevas realizaciones en nuevos contextos históricos. Ideología semiótica Una de las distinciones fundamentales entre ícono e índice concierne a la naturaleza de las inferencias que proponen. Un ícono nos dice algo de las cualidades de su objeto pero no si ese objeto existe realmente. Un índice afirma la existencia real de su objeto, pero no qué es ese objeto exactamente. De diferentes maneras, cada uno en sí mismo “no afirma nada” (Peirce 1955: 111). Por lo tanto, como Alfred Gell (1998: 14-15) y otros han observado, darle sentido a la indexicalidad, por ejemplo, comúnmente implica hipótesis ad hoc. La observación es útil porque no nos obliga a asumir que todo el mundo va por ahí con un libro de códigos o reglas culturales preexistentes en la cabeza. Sin embargo, el poder social de los índices requiere algún análisis ulterior de su reglamentación social o al menos su reconocibilidad –su coherencia a lo largo de momentos discretos de intuición. La indexicalidad debe ser provista de instrucciones (Hanks 1996: 46-47). Es la ideología semiótica la que ayuda a hacerlo. Con ideología semiótica me refiero a los supuestos de la gente sobre lo que son los signos y cómo funcionan en el mundo. Tales supuestos ayudan a determinar, por ejemplo, cuál es el papel probable que la gente considera que juegan las intenciones en la significación, qué tipos de agentes posibles existen (sólo humanos? Animales? Espíritus?) y a cuáles actos de significación pueden ser imputados, si los signos son arbitrarios o están necesariamente ligados a sus objetos, etc. La noción de consumo conspicuo de Thorstein Veblen (1912), por ejemplo, parece un ejemplo claro de indexicalidad. Se aprecia el valor de una educación clásica o de los zapatos de taco alto reconociendo su falta de utilidad, y a partir de ahí se infiere que alguien que puede permitirse hacer caso omiso de la utilidad debe tener cierto status. Pero este reconocimiento está mediado por lo que usted asume sobre el mundo. Saber latín o usar tacos altos no es útil, por ejemplo, si usted cree que el latín no tiene poderes mágicos o que la altura no hace a la identidad. Las ideologías semióticas están relacionadas entonces no sólo con los signos per se sino con qué clase de sujetos agentes y objetos pasivos pueden encontrarse en el mundo. No hay razón para concluir, sin embargo, que las ideologías semióticas son sistemas totales capaces de darle sentido a todas las cosas. En realidad, sugeriría que la apertura de las cosas a consecuencias ulteriores amenaza constantemente las ideologías semióticas existentes. La apertura de las cosas es inherentemente histórica Qué hacen posible las cosas materiales? Cuál es su futuro? Cómo pueden cambiar a la persona? Como sugieren las referencias a Thoreau y Loos más arriba, hay momentos en que estas cuestiones se vuelven urgentes. Por ejemplo, la historia misionera a lo largo del mundo colonial muestra una persistente y preocupante tensión entre la esperanza de que la ropa cambiara a la gente, y el peligro de que la gente, una vez vestida, le diera a la ropa un significado demasiado grande )Comaroff y Comaroff 1997: 223; Hansen 2000: 26, 30-32; Spyer 1998). Por otro lado, la ropa adecuada es esencial para inculcar modestia, propiedad y civilidad. Sin embargo, en qué medida se puede esperar que la ropa transforme a las personas? No tanto que olviden que es sólo una superficie que puede ser quitada. Hay muchos peligros. Pueden, por ejemplo, volverse frívolas y vanas. La escritura colonial está llena de descripciones de nativos “dandificados” o ridículos de alguna manera. La moralidad entonces depende de la comprensión correcta de la materialidad de las cosas y la inmaterialidad de las personas, un acto de equilibrio que produce una constante ansiedad. No sólo los misioneros se ven alterados por la cuestión de cuánto cambio debemos esperar de un cambio de ropas. El trasvestismo, después de todo, es una cuestión seria. En Indonesia, la capacidad de Bissu Buginese de mediar entre el mundo de los vivos y el de los muertos, por

ejemplo, requiere de ropas de géneros mezclados. Y ciertamente nuevas ambiciones históricas parecen requerir nuevas ropas. En el mundo malayo, para convertirse al Islam implica que uno adopte nuevos tipos de ropas y de reglas culinarias, que es una razón por la cual la gente imaginó que lo mismo debía ser cierto en relación a la cristiandad (Aragon 2000; Taylor 1997). Al final del siglo XIX, jóvenes nacionalistas en los lugares más urbanos de las Indias Orientales holandesas afirmaban su modernidad y nuevas capacidades mediante transformaciones en la vestimenta, y en el XX, se resistieron a un llamado al estilo Gandhi para volver a la ropa indígena (ver Schulte Nordholt 1997, especialmente los capítulos de Van Dijk, Danandjaja, Mrazek, Taylor). Debemos ser claros: aquí no está en cuestión sólo la expresión de “identidades”. Por ejemplo, la ropa no puede entenderse sin la experiencia de confortable y no confortable, tanto física (ver, por ejemplo, Banerjee y Miller 2003) como socialmente (Elias 1994. Y esto tiene poco que ver son significado, expresión, identidad, ni, como Marcel Mauss (1979) nos recordaría, con alguna fenomenología universal de la experiencia corporal. Nos cubrimos por hábito, competencia y limitaciones –con lo que la ropa hace posible. La ropa sumbanesa permite el gesto confortable de echarla protectoramente en torno a uno mismo, como dicen, como una gallina se protege de la lluvia. La falda masculina deja las piernas libres para montar un caballo; el turbante es bueno para todo, desde enjugar el sudor del cuello, transmitir poder mágico o afirmar la individualidad (Keller 1992). Las ropas de hombres y mujeres no tienen bolsillos. Pero objetos especiales pueden ser escondidos en sus pliegues. Y la misma inseguridad de esta ropa puede ser una ventaja. Un hombre me contó cómo se deshizo de un poderoso talismán que, si bien era útil, se estaba volviendo peligroso. Sabiendo que sería aún más peligroso desecharlo intencionalmente, lo escondió en un pliegue de la falda y comenzó un largo viaje. En algún lugar, quizás cruzando un río, el talismán se perdió, como si fuera accidentalmente. Podríamos decir que así eludía deliberadamente la agencia de la cosa. En el otro extremo del espectro, los primeros nacionalistas de Indonesia lucharon contra lo incómodo de los zapatos ajustados y las corbatas en su esfuerzo por abrir nuevas posibilidades. Para ellos, “vestir un traje occidental con corbata facilitaba un apretón de manos en lugar de un humilde sembah (un respetuoso gesto de saludo javanés), y vestir pantalones se prestaba a sentarse en una silla en lugar de en el suelo” (Schulte Nordholt 1997:15). Las ropas nuevas posibilitan o inhiben nuevas prácticas, hábitos e intenciones; invitan a nuevos proyectos. Nicholas Thomas (1999) observó que la adopción del así llamado poncho por parte de cristianos de la Polinesia occidental no sólo expresaba su nueva modestia; en términos prácticos, ofreciendo nuevos modos de cubrirse, la hacía posible. Si vamos a tratar a las cosas “según su propio derecho”, y no sólo como los ropajes tangibles que cubren ideas que de otro modo serían invisibles e inmateriales, debemos considerar sus formas, cualidades, capacidades prácticas, y así, su lugar dentro de relaciones causales. Porque si, en términos de Marilyn Strathen (1988), los objetos son reveladores, no es simplemente porque la gente lo dice, ni siquiera porque el antropólogo puede imputarle a la gente ciertas creencias. Si las cosas median nuestra historicidad, no podemos contentarnos con preguntar sólo cuáles significados les atribuye ahora la gente. Y aún de esos significados, debemos estar atentos a los modos en que ellos son (por ahora) reglados y puestos en relación con otras cosas –siendo mucho de esto la tarea del poder social. La ropa tomada como significativa Los signos materiales en sí mismos, sin la ayuda de las ideologías semióticas y las varias modalidades de regulación social, no afirman nada. Y el análisis social que depende de afirmaciones –que trata de “leer” signos- está en general confinado a la mirada retrospectiva. Trabaja mejor en sistemas altamente regulados de signos socialmente convencionales. Realmente, en su forma más totalizante, conceptos tales como cultura, disciplina, episteme y hegemonía responden a la lucha constante dentro de las sociedades por regular los signos

tomando el resultado como un hecho. Pero como he venido planteando aquí, el carácter semiótico de la cosa material significa que el resultado no está, en principio, determinado. No se trata sólo de que los significados están subdeterminados, sino también de que la orientación semiótica apunta, en parte, a futuros no realizados. Tomemos la más ordinaria de las cosas. George Herbert Mead remarcó: “ la silla es lo que es en términos de su invitación a sentarse” (1934: 279). Lo que nos interesa como actores corporeizados más que, digamos, como espectadores, es la incitación de la silla (por virtud de su forma, es decir, sugestión icónica) a ciertos tipos de acción –y, por lo tanto, a su futuro. Esta instigación puede ser más poderosa cuando los actores están menos atentos a ella, algo típico de lo que Daniel Miller (1987) llama “la humildad de los objetos”. Y en tanto instigación, la silla sólo puede invitar a acciones, no determinarlas: la gente en las Indias coloniales podría no haber respondido incluso si el colono le hubiera permitido levantarse de sus alfombras. Advertir algunos de los potenciales de las cosas, y no otros, es la materia de luchas y contingencias históricas. La razón por la que vale la pena destacar este punto aparentemente obvio es que nos lleva más allá del carácter retrospectivo de los modos corrientes de entender los signos, tratando de leerlos en términos sólo de lo que presuponen y expresan. Qué indica la ropa occidental vestida por gente de las Indias en el temprano siglo XX? Qué posibilidades esperaba la gente realizar por un cambio de ropas? La aceptación de la cultura europea, el deseo de ser parte de un mundo sofisticado, la aceptación de la ley holandesa, afirmaciones de igualdad con los europeos, hostilidad al Islam, el rechazo de la sociedad pueblerina, ser moderno, acceder a una salud posible, o extravagancia corta de vista? Y por qué algunos de estos intentos de cambios de ropa son exitosos y otros fallan? Cuando los holandeses, por ejemplo, se negaron a reconocer las afirmaciones de igualdad, por vía de las ropas, de los indonesios, fueron ayudados por una ideología semiótica que les decía que la ropa es sólo una piel –un mensaje de poca consecuencia. Las ideologías semióticas son vulnerables, y no es la menor de las razones su exposición a la apertura de las cosas. Consideremos los efectos de lo que llamé empaquetamiento. Necesariamente corporeizada en alguna forma objetual particular, una cualidad dada está contingentemente (más que por necesidad lógica o convención social) ligada con otras cualidades –la rojez en una prenda va junto con el poco peso, la superficie plana, la flexibilidad, la combustibilidad, etc. No hay modo de eliminar (ni de regular por completo) ese factor de co presencia o empaquetamiento. Esto apunta a uno de los obvios, pero importantes, efectos de la materialidad: la rojez no puede manifestarse sin alguna corporeización que inevitablemente la liga a otras cualidades, que quedan disponibles, listas para emerger como factores reales, a medida que cruza contextos. Los pantalones occidentales tratan a las piernas de manera independiente la una de la otra. Esto permite un paso más largo que el que permite un sari javanés, invitando (pero no determinando) al atletismo y dándoles –a los pantalones- el potencial de ser convenciones socialmente realizadas, es decir, símbolos entendidos como íconos, digamos, de “libertad”. En Indonesia tendieron también a ser más caros que el sari, y así índices de relativo buen pasar y, por extensión, de vida urbana. Pero ahora que el sari ha llegado a ser usado como un símbolo convencional del islam (índice, pero sólo por decreto) los pantalones también son índice del no uso del sari. Estas asociaciones proveen material empírico para la consolidación ideológica. Los hombres de clase media en las ciudades indonesias hoy tienen un repertorio regulado: un conjunto neotradicional para las bodas, un traje safari para reuniones oficiales, una camisa batik mangas largas para recepciones, camisa y corbata para la oficina, sari y pici para las oraciones de los viernes (Danandjaja 1997, Van Dijk 1997). Estos están coordinados con hábitos corporales: el sembah javanés, sentado sobre alfombras y comiendo con las manos en ropas neotradicionales; firme apretón de manos, contacto visual directo, sillas y utensilios en ropa de oficina; salam islámico en sari. Este conjunto de hábitos, expectativas y posibilidades limitadas es el resultado de muchas generaciones de regulación y estabilización semióticas. A los esfuerzos directos de las regulaciones gubernamentales sobre su vasto servicio civil, se sumaron otras respuestas que las

reforzaron. Por ejemplo, una popular “fiebre de uniforme” corrió por Indonesia en los 70, en la medida en que las personas en los márgenes de la ciudadanía intentaban distinguirse de las masas anónimas identificándose en las ropas con la burocracia (Sekimoto 1997). Algunos usaron los uniformes como talismanes apotropaicos contra la policía y los vigilantes corruptos (Danandjaja 1997). Contra semejante trasfondo de tratamientos comunicativos altamente sistematizados y autoconcientes de las ropas emergen otros modos de emblematización, como por ejemplo adoptar modos medio orientales de cubrir la cabeza por parte de las mujeres (Brenner 1996). Ahora, en estas circunstancias tan estrechamente reguladas, un modelo de comunicación del signo aporta mucho para explicar el estilo. Pero no toda la vida social en todos los campos está tan estrechamente controlado y totalizado. Si tomamos los signos como expresiones de significados, debemos estar preparados para preguntar en qué circunstancias históricas, y guiados por cuál ideología semiótica, eso es posible. Esta consolidación, creo, es lo que Georg Simmel quería decir con “el estilo es siempre algo general” (1950:341). Sin negar la complejidad de la idea de estilo, podríamos tomar de este comentario una idea de cómo un estilo relativamente estable produce una cierta orientación hacia el futuro. El estilo permite reconocer, en una cantidad indefinida de ocasiones, instancias de “la misma cosa”. Pero el trabajo de seleccionar y estabilizar las cargas relevantes de iconicidad e indexicalidad es un proyecto que en principio nunca puede completarse o consolidarse completamente (sobre los límites de la totalización, ver Laclau y Mouffe 1985). Como tal, la ideología semiótica es necesariamente histórica. La ropa hecha texto Comencé argumentando en contra de los enfoques de las cosas materiales basados en la lengua o el texto. Sin embargo también sabemos que las cosas, bajo ciertas circunstancias, pueden ser tratadas como significativas de manera similar a un texto. Esto nos debería llevar a tomar la textualidad no como un modelo para la significación, sino más bien como aquello que necesita ser explicado (ver Silverstein y Urban 1996). Cuáles son las condiciones, por ejemplo, bajo las cuales la ropa aparece o no como un portador de iconografía, con significados que pueden ser “leídos”? Los teñidos sumbaneses se producen sólo en un pequeño número de pueblos, aunque circulan por intercambio y son altamente valorados a lo largo de la isla. Algunos aspectos del significado no viajan bien: el hecho de que el olor de las titntas índigo es icónico de carne podrida (Hoskins 1989) es bastante significativo en los pueblos tejedores pero no fuera de allí. Incluso en los pueblos tejedores, la explicación de los motivos estaba restringida a especialistas masculinos, no a las mujeres que eran las que tejían. Eln Sumba central, donde se tejía pero la técnica de teñido estaba prohibida, los textiles teñidos eran ritual, económica y socialmente potentes, pero su imaginería llamaba poco la atención. Las funciones de la ropa sumbanesa fue cambiando hasta ser hoy arte sobre la pared. En el pasado, una vez que la pieza estaba fuera del telar, había pocos usos normales en los cuales la imaginería era visible como un todo. La mayoría de los usos muestran sólo fragmentos del patrón, en constante movimiento. En la práctica, las cualidades que se hacen evidentes son el brillo y la forma, la fragilidad o durabilidad (dependiendo del contexto), la capacidad para bloquear la luz y retener el calor, la suavidad, la capacidad de absorber, la facilidad para manipularlo y la simetría bilateral (ver Keane 1997b: 80-81). Bajo qué condiciones, entonces, la iconografía y la exégesis se vuelven significativas? En la vieja Sumba, los motivos más comunes incluían diseños patola tomados de la ropa hindú, dragones de la porcelana china y animales heráldicos rampantes de las monedas holandesas (Adams 1969). Esto requiere algo de conocimiento exegético más allá de saber que indican el poder de la distancia, expresado a través de la capacidad de los objetos de moverse a lo largo del espacio y del tiempo. En décadas recientes, sin embargo, se ha dirigido una enorme atención a

los motivos (pero no, por ejemplo, a su repetición en la ropa, que ha sido ignorada). Qué ha cambiado? La ropa es cada vez más considerada como un plano paralelo a la posición del espectador. Así cómo es expuesta por los vendedores, ilustrada en libros, y colgada en las paredes de los coleccionistas. Son visibles como cuadros rectangulares, tomadas de una sola mirada, con una parte inferior y una superior. Como cuadros, las ropas se vuelven instancias de la categoría arte “tradicional”. Entran en series que también incluyen pintura balinesa y muñecos de sombras javaneses, lo que alienta la comparación entre ellos. La competición comercial también está poniendo el foco en los motivos, una de las principales maneras de diferenciar a los productores y permitirles desplegar el conocimiento esotérico ante los compradores (ver Myers, en este volumen). Los motivos (y algunas de los rasgos formales, tales como los bordes dentados producidos por la técnica de secado) ya circulan independientemente de los saris o sus tecnologías, en remeras y murales. Los motivos discretos se vuelven objetos de discurso. Este discurso juega un papel crucial en la objetivación de las ropas como soporte de motivos. La charla exegética misma se está volviendo un ícono indicial de la autoridad masculina y de la “tradición” corporizada en la ropa mercantilizada (Forshee 2000). Las palabras y la objetivación de las cosas He estado argumentando contra los enfoques de las cosas materiales que privilegian el lenguaje, o incluso incorporan nociones de significación, como modelo. Enfatizando el rol mediador de la ideología semiótica en la consolidación de los objetos como componentes de la vida social, traté también de sacar a la luz la historicidad implícita en la semiótica. Quiero esbozar brevemente una ilustración de transformación y objetivación históricas en la cual el lenguaje efectivamente juega un papel crítico. Se ha observado que la organización formal de la ropa sumbanesa parece ser un eco de otras formas materiales en Sumba (Adams 1980). Y, como Emile Durkheim y Mauss (1963) reconocieron hace mucho tiempo, tales formas ofrecen lugares privilegiados para la expresión o concreción de estructuras sociales y significados culturales. Sin embargo, como observó Michel Foucault (1972: 44), “uno no puede hablar de cualquier cosa en cualquier momento”. Qué hace que los textiles, los pueblos o las casas estén disponibles para hablar de significados culturales en forma objetual, con qué consecuencias materiales? Aquí quiero pasar de la ropa a la arquitectura. Sugerí (Keane 1995) que la concepción de la casa como objeto cultural, es decir, como una representación intertextualmente rica, relativamente estable, y repetible (ver, por ejemplo, Bourdieu 1979), deriva en parte de ciertos rasgos de los modos de hablar y supuestamente se refiere a ella. En Sumba, esos rasgos incluyen un énfasis en formas poéticas canónicas como pareados paralelos y listas esquemáticas, y una estructura pragmática que tiende a crear un centro poderoso dentro de la performance ritual que puede ser relacionada con agentes invisibles, normalmente ausentes, tales como los espíritus de los ancestros (Keane 1997b). Las variadas posibilidades discursivas ofrecidas por la casa toman como su fundamentación autorizada, su contenido interpretativo y su guía estructural, performances verbales que parecen trazar un sendero a través de la casa, nombrando sus partes una a una. Esta estructura verbal, a su vez, está formada por ciertas condiciones presupuestas para el habla ritual. La principal es la invisibilidad y la posible no presencia de los destinatarios espirituales, para quienes el espacio del encuentro ritual debe estar marcado con el fin de guiarlos a la presencia de los hablantes –de ahí el carácter diagramático de la casa verbalizada. Es decir, la materialidad de la casa se presenta como una respuesta a cierta condición material –la invisibilidad de los interlocutores. Cómo ayuda esto a entender la consolidación de las cosas materiales como objetos sociales? Propongo que el significado de las cualidades materiales de la casa –y en consecuencia el “empaquetamiento” de cualidades materiales distintas provisto por la objetivación de la casa como una entidad unificada- cambia cuando cambian las condiciones del habla ritual. Para los cristianos modernos, los espíritus dejan de ser destinatarios reales. Su invisibilidad deja de ser

una realidad materialmente objetiva. Sin embargo el habla ritual persiste, cada vez más entendida como un texto que porta la sabiduría tradicional y la identidad étnica sumbanesas. La materialidad de su forma poética reproduce la estructura de la casa, pero ahora como el objeto de referencia, más que como la secuencia de un despliegue potencial en tiempo real de un encuentro con agentes invisibles. Este despliegue, diría, no requería en el pasado que hubiera una casa real que correspondiera a la estructura verbal –cualquier casa virtual, incluso una alfombra sobre el suelo, que tuviera las condiciones bautismales rituales apropiadas, podría servir. Pero como el uso de los textos rituales cambia –de dirigirse a los espíritus para propiciar consecuentes encuentros a textualizar significados culturales para hacerlos visibles e interpretables – también lo hacen las relaciones con la materialidad que ellos presuponen. Esto es parte de un giro general en la ideología semiótica que distingue y relaciona palabras y cosas. Si, por ejemplo, el habla ritual (ideológicamente) funciona para referirse al mundo, lo acertado de la referencia depende de la existencia física de casas reales que se correspondan con las que están siendo denotadas. Cualquier desencuentro entre las palabras y el mundo refuerza el sentido de que existen en dominios separados y autónomos. Ningún acierto ritual puede traer cambios en las cualidades materiales de la casa a las que se refiere. Al mismo tiempo, como los sumbaneses contemporáneos ven cada vez más su entorno inmediato en términos de ausencia material de ejemplares de lo que ahora es considerada la casa tradicional, algo más está en marcha. Por una parte, pueden notar la falta de las estructuras físicas adecuadas como indicativo de la pérdida de la tradición; pueden incluso trabajar para preservar ejemplares del tipo apropiado. Por el otro, como protestantes, están aprendiendo que las plegarias verbales son meramente expresión exterior de pensamientos interiores sinceros que son, en esencia, completamente inmateriales, como el alma que los piensa (Keane 1997ª, 2002). Niegan cualquier significado a la forma material que toman sus palabras. El lenguaje, como las ofrendas, se han vuelto “meramente simbólicas” y por lo tanto ideológicamente desmaterializadas. En pocas palabras, un reclamo ontológico explícito, reforzado por nuevas prácticas verbales litúrgicas, junto con una cantidad de otras prácticas mundanas modernas, suscribe la transformación de las ideologías semióticas dominantes dentro de las cuales la objetividad de las cosas materiales viene a desempeñar sus roles sociales emergentes. Mientras el lenguaje no debería ser el modelo teórico privilegiado para una semiótica de las cosas materiales, las prácticas discursivas efectivamente juegan un papel crucial en la consolidación ideológica de la regulación semiótica (Silverstein 1996) al volver a los objetos legibles, llenos de “significado” estabilizado. El concepto de ideología semiótica no debe entenderse como implicando totalización. Diferentes órdenes de semiosis están diferencialmente sujetos a determinación o lógicas autónomas. Así, la mayoría de los aspectos indiciales de cualquier configuración de signos están sujetos a transformación directa en respuesta a circunstancias materiales, mientras que un sistema de convenciones está sujeto a modos de determinación y transformación muy distintos. El cambio tecnológico puede alterar silenciosamente el contenido genético de la comida en nuestra mesa pero no el aspecto de nuestras ropas. En tanto, los derechos legales se reformulan en debates verbales públicos, cuyos resultados dependen de la dinámica del argumento, la precedencia y la política partidaria. Cada uno de esos procesos implica temporalidades, lógicas sociales y consecuencias muy distintas. Pero puesto que aún los signos más convencionales están instanciados en formas materiales, están, por lo menos hasta ese punto, sujetos a causalidad material. La conversación requiere un lenguaje compartido y un medio de comunicación; el cultivo de la batata requiere un jardín; el llamado telefónico requiere electricidad y un teléfono –algo tan obvio que no es comúnmente tenido en cuenta. Los objetos y las posibilidades de los sujetos Argumenté en otro lugar que la materia y e materialismo plantean dificultades especiales para los protestantes corrientes (Keane 1996, 2001). El esfuerzo para regular ciertas prácticas

materiales y verbales, y las ansiedades que conllevan, se centran en el problema de consolidar un sujeto humano que en su esencia es independiente de, y está por encima de el mundo de la mera materia inerte (esto simplifica enormemente una historia compleja). Lo que para los antropólogos es un problema de análisis social y cultural –cómo entender las cosas materiales dentro de la sociedad humana- es enfrentado por los misioneros como un problema práctico –cómo liberar a los seres humanos de falsas relaciones con las cosas, como en el fetichismo, el animismo o el materialismo naturalista. Este concepto de los signos tiene raíces en una ontología que vuelve más atrás que el protestantismo o la modernidad, seguramente, pero que alcanza una expresión particularmente fuerte e influyente en esa alianza con ellos, tal como se expresa en las citas arriba de Thoreau y Loos. Suscribe igualmente mucha de nuestra teoría social contemporánea. Tomar las ropas en particular, y los objetos en general, como expresiones de significados que realmente están en otra parte es depender de ciertas presunciones no sólo sobre los objetos, sino sobre los signos. La ropa parece lo más superficial para aquellos que entienden los signos como el ropaje de significados inmateriales. Como la ropa, en esta concepción, los signos a la vez revelan y ocultan, y sirven para mediar las relaciones entre el yo y los otros. Estas son las bases mismas sobre las que Thoreau y muchos otros protestantes y modernos son suspicaces en cuanto a las ropas y, a menudo, de la misma mediación semiótica. En la transparencia no mediada, esperan descubrir almas desnudas y la cruda verdad. El iconismo y la indexicalidad funcionan por virtud de una semiosis de meta nivel. Primero, la misma existencia de un signo como tal, para un intérprete, depende de un modo de protoobjetivación. Esto es, antes de que pueda especificarse un objeto de significación, algo debe ser especificado como signo. Y en el proceso, sus objetos deben estar determinados a ser objetos. Es una ideología semiótica históricamente específica la que determina qué funcionará como objetos para el intérprete y actor y en contraste con cuáles sujetos. Una cosecha de batata que no cumple las expectativas o una llamada de teléfono no devuelta pueden indicar intenciones humanas malevolentes, un olvido individual, el disfavor de los espíritus, fuerzas sociales abstractas, el destino de uno, pura casualidad, o algo más, sólo con referencia a un contexto ideológico específico que hace estas inferencias plausibles y relevantes. Así la ansiedad protestante sobre la relativa autonomía del sujeto humano en relación al mundo material restringe lo que contará como signos, como intenciones y como acciones –excluyendo, como Weber, cosas tales como la materialidad contingente de las cosas del dominio propio del humano. Un análisis semiótico del poder social de las cosas demandaría así un informe de las ideologías semióticas y su regulación discursiva que entran o se excluyen de los procesos por los cuales las cosas devienen objetos, porque son los mismos procesos que configuran los límites y las posibilidades de los sujetos. [No se traducen Notas y Referencias]