Los Juegos eternos

12 ago. 2008 - Muro de Berlín. Desde entonces, han crecido tanto que incluso cuando una autocracia implacable se pre- para para actuar como anfitriona,.
119KB Größe 5 Downloads 182 vistas
Notas

Martes 12 de agosto de 2008

LA NACION/Página 17

Planeta Deporte

Los Juegos eternos Por Simon Kuper Financial Times

E

STA semana se cumplen cien años desde que un corredor de fondo italiano, llamado Dorando Pietri, entró tambaleándose en el White City Stadium de Londres, al final de la maratón olímpica. Confundido, Pietri “empezó a correr en dirección equivocada y luego se desplomó sobre la pista de ceniza”, relata John White en su excelente libro, Olympic Miscellany. Algunos funcionarios –uno de los cuales se cree que fue el escritor Arthur Conan Doyle– ayudaron a Pietri a incorporarse y lo encaminaron en la dirección correcta. El italiano cruzó la meta primero, pero el equipo estadounidense objetó que lo había hecho con ayuda. Después de algunas discusiones y algunas erupciones de peleas en las tribunas, el atleta italiano fue descalificado. No importó. Pietri se hizo mundialmente famoso por ser tema de la canción Dorando, de Irving Berlin. Harold Abrahams, otro corredor olímpico que más tarde fue inmortalizado en el film Carrozas de fuego, diría: “El poder de una buena historia es tan grande que por cada mil personas que conocen el nombre de Dorando, probablemente no haya una sola capaz de decir quién fue el ganador oficial de la maratón de Londres”. (Para que conste, fue el estadounidense Johnny Hayes.) El viernes, la audiencia televisiva más grande de la historia pudo ver a un puñado de don nadie como Dorando marchar a lo largo del estadio olímpico de Pekín en la ceremonia inaugural. La magia de los Juegos Olímpicos es algo curioso. No radica en los deportes en sí, porque normalmente nadie se molesta en ver las maratones o las competencias de natación, por

se entrenaba en el jardín trasero de su casa, saltando sobre pilas de pañales de sus bebes”. Eso fue en 1948; desde entonces, el entrenamiento se ha vuelto más serio, pero para nada más glamoroso. Apenas unos pocos de esos atletas ganarán medallas de oro (o al menos enchapadas en oro). Y hasta algunos de los ganadores son rápidamente olvidados, como en el caso del niño que emergió de la multitud para ser timonel de un par de remeros holandeses que ganaron el oro en los Juegos de París de 1900. Después de la competencia posó para las fotos y luego desapareció. Nadie descubrió nunca cuál era su nombre. Para su libro, Hampton rastreó y localizó a docenas de competidores de los Juegos de 1948, de los cuales,

carreras extraordinarias. Johnny Weismuller ganó cinco medallas olímpicas de oro en natación, en 1924 y 1928. Después se atavió con una hoja de parra para interpretar a un Adonis en el film “Glorifying the American Girl”, luego se hizo famoso como Tarzán y se garantizó la inmortalidad apareciendo en la cubierta del disco Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Harold Sakata, un levantador de pesas estadounidense en los Juegos de 1948, se convirtió en Oddjob, en el film de James Bond Goldfinger. Más tarde, muchos olímpicos pusieron su perfeccionismo al servicio de otros campos: un pentatleta estadounidense de los Juegos de 1912 se convertiría luego en el general George Patton, mientras Jennifer

en el tiempo, sino también trascendiendo las fronteras. Esto ocurre en momentos tales como la pelea internacional de comida, en el banquete ofrecido tras las competencias de remo de 1948. (“Entonces, los estadounidenses dijeron: «Estos panecillos son una basura», y empezaron a arrojarlos en todas direcciones”, alguien le cuenta a Hampton.) Los Juegos crecieron lentamente hasta la Segunda Guerra Mundial y se interrumpieron durante la contienda. Después, la Guerra Fría casi llegó a destruir ese elemento de fraternidad universal. Los Juegos de Munich de 1972 fueron arruinados por terroristas y los tres siguientes, por los boicots. Lo que salvó los Juegos fue la caída del

de excelencia que existe en el ámbito del deporte, y tal vez en la vida misma”. El lema olímpico lo resume bien: “Citius, Altius, Fortius”, o “más rápido, más alto, más fuerte”. Los Juegos son una prueba viviente de la manera en que se han profesionalizado casi todas las esferas de la actividad humana. El dinero es sólo uno de los indicadores de esa profesionalización. La creciente inversión de tiempo y de emoción es más importante. Ha transformado la vida que llevan los atletas olímpicos antes de los Juegos. En 1948 todavía se consideraba levemente desleal entrenarse, y la mayoría de los atletas no sabía cómo hacerlo. Harold Nelson, un neozelandés que cruzó el mundo en barco para

Los Juegos Olímpicos comenzaron en el 776 a. C., y son lo más cercano a la creación humana de lo eterno no hablar del lanzamiento de martillo. La magia olímpica sobrevivió a los atletas drogados, a los jueces deshonestos, a los boicots, a los funcionarios sobornados, a Hitler, a los terroristas palestinos y, este verano boreal, al Partido Comunista chino. Los Juegos Olímpicos han engullido también a sus competidores y a sus ciudades anfitrionas. Los Juegos se celebraron por primera vez en el año 776 a. C., y aunque desaparecieron durante un milenio y medio, son lo que más se aproxima a la creación humana de algo eterno. Incluso el estandarte olímpico, izado por primera vez en 1920 y que se creyó perdido durante la Segunda Guerra Mundial, fue descubierto por las fuerzas aliadas “en la caja fuerte de la municipalidad de Berlín, en 1945”, escribe Janie Hampton en su exhaustiva obra The Austerity Olympics: When the Games Came to London in 1948. Los Juegos nos conectan con personas cercanas al principio del tiempo humano. Cuando el barón Pierre de Coubertin los revivió en Atenas, en 1896, con la esperanza de que contribuyeran a instaurar la paz mundial, el deporte era una actividad marginal. Ahora, algunas de las personas más famosas de la Tierra son deportistas. Pero casi todos los atletas olímpicos siguen siendo don nadie. Por eso, la mejor analogía que se puede hacer no es con los futbolistas o basquetbolistas profesionales, sino con los estudiantes. Casi todos los atletas olímpicos se pasan años preparándose anónimamente para los Juegos. Su condición de personas comunes ha sido captada por un fotógrafo, en el libro de Hampton, que muestra a la especialista en salto en alto Dorothy Tyler “mientras

en la década del 80, daban por sentado que ganar (o la esperanza de ganar) era algo por lo que valía la pena sacrificar una infancia. La memoria emotiva que Sey conserva de su infancia recuerda a la novelista Judy Blume. Entiende que su propio perfeccionismo –que todavía la atormenta, como especialista de mercado y como madre– era exactamente lo que se exigía para el deporte contemporáneo. “Yo había demostrado poseer las cualidades de una campeona. Estaba dispuesta a autodestruirme para ganar. Otras chicas que lloraban tanto como yo terminaron abandonando”. Ninguna herida era capaz de hacerla desistir: “Justo un año después de haber ido a Parkettes [el Centro Nacional de Entrenamiento Gimnástico], de un tobillo roto, dos ojos negros, una afección alimentaria, incontables frascos de laxantes, unos pocos dedos quebrados y una canilla astillada, ya era la segunda gimnasta del país”. Pero no pudo seguir en carrera hasta los Juegos Olímpicos de 1988, a pesar de que su madre, cuya identidad se había convertido por completo en la carrera de su hija, no dejaba de insistir: “¡No te dejaré comer! ¡Cerraré con llave las alacenas! No vas a abandonar ahora, después de todo el tiempo y el dinero que hemos invertido en esto.” Sey dice que se sentirá perturbada durante el resto de su vida por haberse perdido sus Juegos. No tiene importancia: como escritora, está muy próxima a la perfección. Si usted quiere enterarse de lo que esos superhumanos de la inminente ceremonia inaugural se hicieron a sí mismos cuando nadie los observaba, lea este libro. Así como ahora los cuerpos olím-

Son los atletas, surgidos del común de la gente, los que hacen que las competencias valgan realmente la pena

ARCHIVO

El momento en que el maratonista italiano Dorando Pietri alcanza la línea de llegada, en los Juegos de 1908. A la derecha Arthur Conan Doyle

por lo que parece, a muy pocos se les había pedido antes que contaran sus historias. El componente mágico es que cuando una de estas personas comunes gana (un empleado de Sydney, un ama de casa de Amsterdam), uno de nosotros se convierte en campeón del mundo. Después de ese momento de gloria, si no juegan al básquetbol o al fútbol, o si no son estadounidenses ni excepcionalmente bien parecidos, los atletas se convierten otra vez en personas comunes y corrientes. Si tienen suerte, pueden llegar a conseguir un empleo entrenando niños o aficionados, o haciendo relaciones públicas. Hasta Jesse Owens terminó como “corredor contratado “compitiendo con personas, caballos e incluso motocicletas”, escribe White en su Olympic Miscellany, un compendio de anécdotas extravagantes cuyo único defecto es la tipografía excesivamente pequeña. Los Juegos Olímpicos convierten a personas comunes en estrellas y luego las devuelven a su estado anterior. White menciona a un puñado de olímpicos que se valieron de su fama para construir segundas

Sey, la gran escritora sobre el tema, fue campeona gimnástica de EE.UU. en 1986. Estas personas comunes participan en los Juegos con el telón de fondo de la cháchara superficial sobre la fraternidad humana. De Coubertin creyó que los Juegos Olímpicos contribuirían a instaurar la paz. El siglo XX desmintió esa esperanza. Dick Pound, que ha sido funcionario olímpico durante décadas, insiste a lo largo de todo su libro, Inside the Olympics, en que los Juegos les enseñan valores a los jóvenes. Su libro acaba por ser involuntariamente un perfil psicológico del típico funcionario olímpico totalmente engreído, pero el perfil que ofrece de su colega, también funcionario, Primo Nebiolo es aún mejor: “Era bajo, grasiento, calvo, hablaba con voz áspera, y la gente decía que se parecía a Mussolini. Una vez dijo que, antes de levantarse cada mañana, dedicaba al menos cinco minutos a decidir de qué manera podía lograr algún provecho para sí mismo en ese día”. Pound señala que los Juegos vinculan a los humanos no sólo

Muro de Berlín. Desde entonces, han crecido tanto que incluso cuando una autocracia implacable se prepara para actuar como anfitriona, ningún atleta del mundo –por no hablar de todo un país– parece dispuesto a boicotearlos. Los Juegos se han convertido en un escaparate para el lucimiento del progreso de la humanidad… y especialmente de la humanidad femenina, porque hasta la década del 80 ni siquiera se permitía que compitieran más que unas pocas mujeres. En fecha tan reciente como 1984, la maratonista suiza Gabrielle Andersen-Scheiss llegó tambaleándose a la línea de llegada, totalmente acalambrada y exhausta por el calor. Cuarenta y dos kilómetros eran una distancia desmedida para correr en esa época. Ahora, hay banqueros inversionistas disfrazados con trajes del Pato Donald que corren maratones dobles para instituciones de caridad. Con cada nuevo récord mundial la humanidad se aplaude a sí misma. “Los Juegos Olímpicos –dijo la nadadora australiana Dawn Fraser– siguen siendo la más exigente búsqueda

correr los 10.000 metros ese año, le dijo a Hampton: “Nos habían aconsejado no beber el día anterior a la prueba. Una cucharada de postre de miel servía para eliminar todo el líquido del estómago”. Nelson tuvo que abandonar la prueba debido a los calambres. La maravillosa y atroz autobiografía de Jennifer Sey, Chalked Up…, demuestra cuánto hemos avanzado desde entonces. Sey, que es ahora una ejecutiva de marketing en San Francisco, con un cuerpo arruinado, fue campeona estadounidense de gimnasia en 1986. En su libro relata cómo, siendo una niña prodigio, “se recluyó en un mundo muy serio, despojado de Juegos”. Pasaba todo su tiempo libre en el gimnasio. La vida de su madre consistía en llevarla en auto de aquí para allá. Su hermano rondaba por el gimnasio hasta que Sey terminaba de entrenarse. Sus entrenadores la alentaban a que se matara de hambre. Uno le dijo: “No entreno a gimnastas gordas”. Al final, casi lo único que ingería eran laxantes. Prácticamente todas las personas que la rodeaban en la clase media alta de Estados Unidos,

picos se destruyen y se refinan, lo mismo ocurre con las ciudades olímpicas. Los autores de Beijing: From Imperial Capital to Olympic City demuestran que la capital china fue perfectamente capaz de destruirse a sí misma incluso sin Juegos Olímpicos. Los primeros gobernantes comunistas demolieron la antigua muralla de la ciudad. En 1966, durante la Revolución Cultural, la Guardia Roja destruyó miles de reliquias más en el lapso de tres semanas. Más tarde los capitalistas hicieron su parte al demoler las tradicionales casas hutong para construir rascacielos. “La desaparición de la antigua Pekín, una ciudad perfectamente planificada con preciosos monumentos, es una tragedia”, dice este lúcido libro, que es un verdadero placer incluso para el lector no especializado. Los pocos edificios históricos que sobreviven en Pekín han sido reparados hasta el punto del kitsch. “Cuando el comité de planificación olímpico fue a Atenas –escriben los autores–, dijeron que era una vergüenza que las autoridades griegas no hubieran arreglado un poco la Acrópolis para que tuviera mejor aspecto.” Lo único que hace que los Juegos valgan la pena son los Dorando. Ellos nunca olvidan el momento en que alcanzaron su punto más alto como especímenes humanos, aun cuando nadie más lo recuerde. A las 7 de la tarde del 7 de julio de 1924, Harold Abrahams ganó la medalla de oro en los 100 metros y el neozelandés Arthur Porritt ganó la de bronce. Después de eso, y hasta la muerte de Abrahams, en 1978, él y Porritt cenaron juntos todos los 7 de julio a las 7 de la tarde. © LA NACION (Traducción: Mirta Rosenberg)

Otra gramática de la fantasía S

I Caperucita no fuera roja, ¿qué pasaría? Al italiano Gianni Rodari (19201980, periodista, pedagogo, escritor y ganador del premio Andersen) le divertía un tradicional juego que él mismo llamaba “el de equivocar historias”. Experto en creatividad infantil, argumentaba que cuando a cierta edad a un niño se le decía: “Había una vez una niña llamada Caperucita Amarilla”, y el pequeño marcaba la equivocación, se lo ayudaba, entre otras cosas, a librarse de ciertas fijaciones. No es que resulte estrictamente comparable, pero en esta Argentina con dificultades para crecer y desarrollarse, donde en los bares se protesta a diario por las eternización de los mismos dirigentes políticos o por la reaparición de personajes oportunistas en tiempos de crisis, nadie parece estar echando mano de la creatividad. Como decía una frase atribuida al general norteamericano

George Patton (1885-1945): “Si todos están pensando lo mismo, entonces alguien no está pensando”. Cuando éramos pequeños, nos resistíamos, enojados, a seguir comprando figuritas cuando siempre salían repetidas. Invertíamos dinero en el quiosco, y cuando el sobre traía lo que ya habíamos pegado en el álbum el día anterior nos enfadábamos por haber invertido en vano. Ahora, una figurita repetida nos desilusiona, pero insistimos en comprarla. Y seguimos invirtiendo en ella, como si careciéramos de las facultades para rescatar de la imaginación alguna equivocación de la historia, en la que el lobo no esté allí para devorárselo todo. Prestar atención a sesudos análisis oportunistas de los que no hablaron cuando debían hacerlo, soportar a megalómanos con ansias inexplicables de poder, ser pasivos frente a estadísticas de ficción y dar crédito a los émulos me-

Por Valeria Shapira De la Redacción de LA NACION diocres del millonario romano Licinio Craso, que subestiman a sus adversarios, no son más que formas diferentes de desplegar esa costumbre argentina de repetir el mismo cuento, cuyo editor responsable está en cada casa, en cada empresa, en cada institución, en cada bar, en la esquina. En nuestras discusiones de café, Caperucita siempre es roja. Como explicó Rodari en su Gramática de la fantasía (Colihue/Biblioser, 1973), no es que los seres humanos no necesitemos aferrarnos al argumento tradicional del cuento, para reconocerlo y aprenderlo de principio a fin, como manera de encarrilarnos en el mundo. Todo lo contrario. Sólo que, en cierto momento de nuestras vidas, Caperucita Roja no tendrá mucho más que decirnos, y estaremos listos pa-

ra separarnos de ella como de “un viejo juguete gastado por el uso”. Crecer implicará desafiar a los mayores, corrigiendo sus arbitrariedades y equivocaciones, y afrontar la libertad de inventar nuevas historias con ese cuento que se nos presenta. Seremos capaces de “revivir la historia en otro plano”, puesto que el juego de equivocarse “desdramatiza al lobo, ennoblece al ogro, ridiculiza a la bruja, establece una división más clara entre el mundo de las cosas verdaderas (...) y las imaginadas”, como afirma Rodari. Si la imaginación no está en el poder, eso no exime a los ciudadanos comunes de la responsabilidad de abandonar el regodeo cotidiano en el berrinche, en las frases hechas, en las discusiones con total ausencia de lo nuevo, para embarcarse en el ejercicio de equivocar, imaginar, dejar de repetir la historia como si estuviera escrito en algún sitio que nuestro devenir siempre estará ligado

con el fracaso inexorable. Hay un lugar que es seguro: el de caminar por un paisaje medieval de fábula, sin atreverse a cruzar el bosque para llegar a otra parte. Quedarse ahí, confortablemente inactivo, y comerse los pastelitos de la canasta. No ver que en el futuro inmediato están esperándonos un lobo y el riesgo, con los que habrá que lidiar mientras nos hacemos grandes. Crecer. Dejar de pensar que el problema radica en una madre desalmada que nos ha enviado a cruzar el bosque solos para no hacer nada con eso, mientras otros que nosotros subestimamos se atrevieron a hacer algo. Y ser creativos: no para comer frío el plato de la venganza contra los que sólo imaginan beneficios para sí mismos, sino para pensar y armar, en equipo, un álbum de país donde las figuritas resulten responsablemente elegidas. ¿Estaremos listos? © LA NACION