OPINIÓN | 21
| Miércoles 5 de Marzo de 2014
sin brújula. Los cambios culturales y la irrupción de la vida digital, con la consecuente desmaterialización del criterio de
realidad, han diluido la noción de autoridad y la diferencia entre el bien y el mal, dejando a los adolescentes sin referencias
Los jóvenes, en la trampa del “me gusta” Susanna Tamaro —CoRRIERE DELLA SERA—
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RoMA
on creciente frecuencia, la crónica periodística nos informa de los actos de autodestrucción por parte de adolescentes, como si una invisible marea les hubiese arrancado toda su energía vital. Más allá de las noticias, que pueden estar falseadas por la compulsión sensacionalista, cualquiera que tenga contacto con jóvenes sabe que el emblema fundamental de muchos de ellos es la desesperación. Una desesperación resignada y en sordina que los conduce a una vida de desenfreno autodestructivo, cuando no de patológica apatía. Los jóvenes que de la noche a la mañana deciden abandonar la escuela sin verdaderas razones para recluirse en su habitación a vivir una vida puramente virtual –un síndrome ya muy difundido la década pasada en Japón– constituyen a estas alturas una realidad que se ha extendido mucho, al igual que la búsqueda de un estado de aturdimiento continuo, ya sea a través del exceso de alcohol o el consumo sostenido de drogas. La sensación que experimentan al frecuentar esos consumos es la de surfear una ola que los mantiene siempre sobre la superficie de la realidad. La irrupción del mundo digital, con la consecuente desmaterialización del criterio de realidad y el predominio del charloteo; el derrumbe de todo aquello que hasta hace 30 años eran realidades educativas –la escuela, la Iglesia, la familia–, y el triunfo de un mundo a estas alturas sumamente feminizado –vale decir, privado de cualquier sentido de autoridad que los ayude a extender la mirada más allá del horizonte corto del sentimentalismo– hacen que sea cada vez más difícil imaginar una forma de intervenir para cambiar las cosas. Sin embargo, por algún lugar hay que empezar, porque el tormento de estos adolescentes que ya no logran utilizar la magnífica energía de su edad se ha vuelto intolerable. Y como no somos mónadas sin puertas ni ventanas, sino que venimos al mundo en un contexto social –del que un día seremos llamados a ser parte activa–, debemos preguntarnos, sobre todo, qué tiene para ofrecerles nuestra sociedad a los que vienen al mundo. El primer ambiente social que recibe a los niños son los jardines de infantes, que suelen estar sucios, descuidados y con las paredes escritas. Después viene la escuela. La mayor parte de los edificios escolares están en un estado de degradación absoluta. Y no
comunicación, de hecho, el bien y el mal no tienen la menor razón de existir. El “me gusta” y el “no me gusta” se han convertido en los confines éticos del mundo. Pero ¿acaso el ser humano se realiza plenamente con un “me gusta” o “no me gusta”? ¿o se trata más bien de una anestesia piadosa para impedir que levantemos la mirada y así corramos el riesgo de hacernos preguntas más importantes? Haber borrado la frontera entre el bien y el mal, transformando esa opción imprescindible en algo voluptuosamente relativo, ha contribuido enormemente a arrastrar a las jóvenes generaciones a este estado de desoladora degradación carente de horizonte. El ser humano, para convertirse verdaderamente en tal, necesita desafíos. Y el primer desafío es saber discernir lo justo de lo injusto, para poder entonces escoger de qué parte ponerse. El otro eje cartesiano de referencia es el del tiempo. Sin conciencia de que la vida, antes que nada, tiene un final –vale decir, esa oscuridad que nos aguarda a todos–, es imposible construir un camino real de crecimiento. Envejecer quiere decir crecer en sabiduría, y con ese crecimiento debería llegarnos el verdadero sentido de nuestra vida. Si el tiempo es medido por el sometimiento a los impulsos y el consecuente consumo, no queda esperanza alguna de poder ayudar a los jóvenes a salir del círculo vicioso de banalidad que esta sociedad nos impone. Desde que el mundo es mundo, el sentido de la vida de los seres humanos siempre estuvo comprendido entre esas dos coordenadas. El tiempo que me ha sido concedido y el desafío de elegir entre el bien y el mal. De lo contrario, se termina deambulando en lo indistinto. Y lo indistinto es algo que genera en las personas una profunda angustia. Por eso, para escapar de la opacidad tristemente destructiva que los está fagocitando, nuestros jóvenes necesitan de adultos capaces de plantearles desafíos actuales, que los sustraigan del marasmo del “me gusta”. Necesitan escuchar hablar de nuevo del bien, del mal y de la conciencia, lugar en el que tiene lugar ese discernimiento. Un bien y un mal no relativos, sino absolutos, cuyo primer mandamiento universal es “No le hagas a otro lo que no quieres que te hagan a vos mismo”. Necesitan, sobre todo, de un Estado y de una política que crea realmente en su futuro, y que se ocupe, de inmediato, de las cosas más simples, empezando por los jardines de infantes.
estoy hablando de pizarras electrónicas, sino meramente de las paredes, los pupitres y los gabinetes. Sin embargo, esa degradación no se limita al entorno, sino que atañe también a la enseñanza. Maestros mal pagos, sometidos a la tiranía continua de la precariedad, reducidos a la impotencia educativa por la permanente injerencia de los padres. Maestros desalentados en su deseo de ser parte fundamental de un proceso educativo necesario para la persona y para la sociedad. Una sobrina mía dejó la secundaria italiana donde estudiaba para irse al exterior, donde asiste a una escuela alemana. Lo primero que me contó fue esto: “Tía, es increíble. Acá te respetan. Te alientan siempre a dar lo mejor de vos, y entonces los alumnos competimos para ser el mejor. Pero cuando vuelvo a Italia veo que mis ex compañeros hacen lo contrario: compiten para ver quién es el peor. Al que se saca la nota más baja, los compañeros lo llevan en andas”. Por lo tanto, un verdadero cambio debería empezar por dejar de considerar que la escuela es exclusivamente un espacio de negociación electoral y sindical, para priorizar, por el contrario, la reconstrucción de un tejido social educativo basado en el respeto intergeneracional y en la renovación edilicia, y en recomponer la autoridad de los docentes y limitar fuertemente las continuas y nocivas intromisiones de la familia en la escuela. Alentar a todos a dar lo mejor de sí mismos es la única base sobre la que construir una sociedad civil digna de ese nombre. Los jardines de infantes letrina y las escuelas subsiguientes colaboran para generar la situación que se presenta todos los días frente a nuestros ojos: una sociedad que se hunde cada vez más en la incivilidad, el cinismo, la ignorancia y la arrogancia más obtusa. Es cierto que también están los medios de comunicación que lo amplifican todo, y están los tiempos, que cambian vertiginosamente. Pero, por encima de todo esto, está siempre el ser humano. El ser humano, a pesar de las continuas tentativas de manipulación a las que asistimos, posee su propia naturaleza específica, y es justamente sobre esa naturaleza que debemos intervenir si queremos intentar cambiar algo de verdad. “Pero ¿en serio usted cree todavía en la existencia del bien y del mal?”, me preguntó una periodista hace unos quince años. La pregunta me descolocó, porque hasta ese momento siempre había considerado la existencia de esos dos extremos como una realidad a todas luces evidente. Pero de pronto descubría que no era así, que lo que para mí era un cimiento, no era otra cosa que el residuo de una creencia arcaica. En el mundo que exaltan los medios de
La autora, italiana, es escritora. Entre otros libros, escribió la novela Donde el corazón te lleve Traducción de Jaime Arrambide
A merced de las otras emergencias Claudio R. Negrete —PARA LA NACIoN—
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stamos en emergencia y no es por la crisis energética, la inflación, el peso devaluado o la caída de las reservas del Banco Central. Ésta tiene otros tiempos, es permanente, cuesta vidas humanas y pérdidas millonarias. Es la que plantea la naturaleza, la de los calores insoportables, los fríos que calan los huesos, las inundaciones que arrasan con lo que encuentran a su paso. También los tornados y huracanes que pulverizan lo que está en su camino, el granizo que perfora autos y destruye siembras, los rayos que fulminan vidas, los tsunamis y terremotos que ya no son cosa de la ficción cinematográfica. Hace tiempo que la naturaleza viene avisando que su equilibrio se perdió. Es el llamado “cambio climático”, un concepto que, lamentablemente, de tanto uso ha perdido su fuerza movilizadora. El planeta que habitamos tiene tres grados más de temperatura y ese calentamiento ha modificado las condiciones en las cuales se desenvolvió la naturaleza, y nosotros con ella, en el último siglo. Los culpables somos los seres humanos. Todo por un desarrollo industrial sin planificación ambiental y un consumo expansivo innecesario y mal distribuido. Si hoy todos los poderes mundiales se pusieran de acuerdo en corregir el daño producido (y que nos hicimos), no se tardaría menos de un siglo en encauzar el problema.
Está claro por eso que conviviremos por mucho tiempo y varias generaciones con los desastres y las catástrofes naturales. ¿Está la Argentina preparada para hacer frente a este problema? Con las evidencias científicas reveladas, ¿el tema figura como una de las prioridades de la agenda pública nacional? En 1999 se creó el Sistema Federal de Emergencias (Sifem); y en 2004, por decreto, se formó la Dirección Nacional de Protección Civil, que depende del Ministerio del Interior y Transporte, con una partida presupuestaria de alrededor de 200 millones de pesos. Pero en las catástrofes recientes ambas estructuras brillaron por sus ausencias públicas. Se entiende por qué, entonces, cuando ocurrió la tragedia de la caída del rayo en Villa Gesell, que mató a cuatro jóvenes, reinó el desconcierto y se desató una carrera de anuncios, sin fundamento técnico, entre la intendencia y la gobernación bonaerense acerca de cuántos pararrayos habría que instalar en la costa para evitar que se espante el turismo. Pura improvisación, que se intenta justificar con aquello de que la naturaleza es impredecible. Falso. Hay claras señales en los últimos años sobre el incremento de estos fenómenos. Recordemos que en mayo de 2003 las imparables inundaciones en Santa Fe dejaron más de 120 muertos. El año pasado, el desborde del arroyo El Gato, en La Plata, mató al me-
nos a 64 argentinos. También en 2013, por las lluvias desbordaron los ríos en Córdoba y en pleno centro de la capital murió un hombre atrapado en su auto. En enero, los vientos voltearon ómnibus y dejaron muertos y heridos. El reciente alud de Catamarca produjo la muerte de 14 personas, y semanas atrás las lluvias en San Juan pusieron en peligro la capital provincial. Ayer, las fuertes precipitaciones provocaron trastornos varios. ¿Más evidencias? Lo usual es la indiferencia oficial. Los gobernantes sólo atinan a ir detrás del problema. Y a pesar del esfuerzo y de la voluntad que ponen quienes trabajan en socorrer a las víctimas, lo cierto es que no alcanza con los buenos oficios de bomberos, Defensa Civil, policía, Fuerzas Armadas, Servicio Meteorológico e, incluso, con los pilotos de los aviones hidrantes. Esta realidad impone consensuar una política de Estado que vaya más allá de los gobiernos de turno. Tomar la iniciativa para planificar medidas que atenúen los estragos y, al menos, contengan sus efectos posteriores. En principio, sería útil llamar a los mejores especialistas de cada una de las materias para identificar los riesgos naturales a los que está expuesta la Argentina y sus potenciales escenarios geográficos; los principales afectados son los centros urbanos. Luego, diseñar un plan de contingencia o de
catástrofes naturales que contemple cada amenaza real, sus posibles consecuencias y los pasos a seguir en cada instancia. Confeccionar un mapa de riesgos por zonas y formar equipos especializados, interdisciplinarios y tecnificados, para actuar preventivamente o en la emergencia, asistiendo primero a los damnificados y víctimas para luego reparar la infraestructura dañada. Coordinar un sistema de información tecnológica que permita estar en línea a todos los agentes para poder actuar con rapidez; y desarrollar campañas de difusión permanentes para que la sociedad tome conciencia de los riesgos y sepa cómo actuar en cada emergencia. Programar obras públicas que permitan evitar o atenuar los efectos de los desastres y, fundamental, destinar un presupuesto anual que mantenga en funciones el plan y sus equipos operativos. otro aspecto importante a tener en cuenta es el de la prevención. Por ejemplo, el calor extremo no se combate con más aires acondicionados que no harían otra cosa que profundizar la crisis energética y contribuir al calentamiento global. El uso racional de la energía, con fuentes alternativas, es central, como también lo es poner en marcha un plan nacional de forestación, especialmente en las ciudades, donde el cemento conserva y multiplica el calor. Es indispensable planificar la agricultura evitando la
desertificación de vastas áreas del país, que impide la absorción de las intensas lluvias y ríos desbordados y permite que esa masa de agua descontrolada llegue a las ciudades y pueblos, como ocurrió en la catástrofe de Santa Fe. Prevención es, también, llevar agua allí donde se sabe que faltará, compensando los dramas de las sequías prolongadas. Y comenzar a revertir en serio, con decisión política y menos discurso, los procesos industriales altamente contaminantes. Por último, incluir todas estas temáticas en los programas educativos desde la escuela primaria hasta el nivel terciario. De esto no hablan los funcionarios y dirigentes políticos. Nos limitamos a contar víctimas y a mostrar por los medios historias de las tragedias humanas. Tampoco se trata de adoptar actitudes extremas o heroicas. Sería, sencillamente, afrontar como sociedad los peligros naturales que nos acechan y nos acecharán por varias generaciones. Quizá la muerte de tanta gente inocente provocada por estos desastres nos sirva para dejar de mirar hacia el costado y asumir responsabilidades. Es una invitación a que los equipos técnicos de los grupos políticos que se disputarán el poder en 2015, ganados por la inmediatez de la coyuntura, puedan incluir este grave problema entre sus objetivos de gobierno. Al menos para dejar atrás la improvisación. © LA NACION
libros en agenda
La literatura viste a la moda Silvia Hopenhayn —PARA LA NACIoN—
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ay al menos dos formas de vislumbrarla realidad: como resultado de una ficción que la va tramando o como caldo de cultivo de múltiples fantasías. Vale preguntarse si los que hacen ficción (me refiero a los escritores) siembran la realidad con sentidos nuevos o más bien la hacen decantar y recogen sus frutos. Claro que hay puentes donde ficción y realidad se cruzan, como Alicia cuando atraviesa el espejo. En el nuevo libro de Victoria Lescano (periodista y ensayista dedicada a la moda), titulado Letras hilvanadas (Editorial Mar Dulce), la ficción le da una mano a la realidad para vestirse bien o al menos
con cierto sentido poético. La confección del texto es un verdadero hilván de personajes y sus respectivos atuendos literarios. Algo así como un book look. No sólo se trata de un rescate de la moda en la literatura, sino del modo en que ésta incide en la trama, en los personajes y en la misma prosa. Los distintos capítulos refieren a ciertos autores argentinos que consiguieron reflejar en sus obras diversas texturas. Algunos de ellos: “Los claritos y las bitácoras de pieles de Silvina Bullrich”; “Los catálogos de moda y las colecciones implícitas en las tramas de Manuel Puig”; “El pequeño diccionario de la moda de Bioy”; “Sara Gallardo, columnista
de moda”; “La filosofía sobre la vestimenta de Hebe Uhart”, o “Las teorías de los falsos maniquís y los tenderos hechiceros narrados por Fray Mocho y Lucio V. López”. Como para muestras basta un botón, me detengo en el capítulo “Las costureras de César Aira”, una original lectura de un escritor siempre à la page. Lescano descose cuentos y novelas (las metáforas textiles se cuelan en estas líneas, quizá provengan de la milenaria paciencia de Penélope o, más bien, de su entretejida tentación). Veamos cómo la autora, en esta nueva pasarela de lectura, despunta la obra de un autor como César Aira: “La ciencia de la costura y
la figura de la costurera como la heroína de tramas fantásticas parecen regir las obras de César Aira en un collage de su vastísima producción literaria”. Lescano se basa principalmente en dos textos de Aira: su maravilloso cuento “El vestido rosa” y la novela “autóctona” Ema, la cautiva. De ésta, distingue “usos y costumbres drag”, así como rescata pasajes notables en los que el autor postula una estética de gestos propios del indio (el de las ficciones de Aira): “Pintados de la cabeza a los pies, hacían valer de tal modo su presencia, eran tan sólidos que dejaban la huella profunda de su cuerpo aún después de haberse marchado. Se depilaban cejas y
pestañas, llevaban pulseras de oro, anchas y flexibles, pero sus mejores joyas –como ellos mismos reconocían–, eran sus gestos. En cuanto a la pintura, desafiaban toda explicación. Hacía siglos habían empezado a concederle un gran valor estético a la desprolijidad. Imitaban los aleteos casuales de una mariposa con sus polvos o el chorreado de una esponja embebida en tinta negra, muchos traían la cabeza rapada; el cráneo plateado estaba de moda”. El libro culmina con una deliciosa visita a la casa de Bioy Casares, donde revuelven juntos su placard en busca del perfecto disfraz de la timidez de un dandy. © LA NACION