Lloré mucho, pero ya he dejado de llorar

14 ene. 2011 - tica recibió la famosa beca de la Fundación. MacArthur (conocida también como la. “Genius Award”). También en el mundo espiritual los ar-.
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Patio de comidas Ningún análisis de la influencia cultural de un país estaría completo sin un relevamiento de su comida en el país anfitrión. Los primeros restaurantes argentinos de Nueva York se concentraron en los distritos de clase trabajadora de Elmhurst-Corona y Jackson Heights, en Queens. A fines de la década del 60, una oleada de inmigrantes mendocinos llegó a la ciudad, y muchos de ellos se dedicaron a la gastronomía; uno de los pioneros fue Mario Civeli, dueño de El Gauchito y La Esquina Criolla. En la zona se encuentran también La Porteña, de Jorge Leiva; La Cabaña Argentina, de Hugo Pinta, y Boca Juniors, de Walter y Patricia Coni. Cruzando el East River, en el concurrido South Street Seaport, el uruguayo-argentino Rubén Maseda abrió en 1975 el primer local de Ruben’s Empanadas: hoy son seis en todo Manhattan. Pero el éxito más rutilante fue, sin duda, Novecento, de Héctor Rolotti, que en 1991 inauguró en Soho el primer local de la actual cadena internacional de ese nombre. El socio italiano de Rolotti, Stefano Villa, es dueño de Azul y de Industria Argentina, cuyo chef estrella es Natalia Machado, fa-

mosa por su cordero patagónico. Buenos Aires Restaurant, de Ismael Alba, es otro de los lugares adonde comer un buen asado. Pampa (luego La Rural) y Gauchas, de Raúl Bonetto, lamentablemente cerraron, al igual que Sur, en Brooklyn. La pizza nacional está representada por Nina, de Marcelo Cejas y sus padres, Narciso y Graciela. La chef Uzi Davidson es dueña de la firma de catering Lola Mora, requerida por varias instituciones argentinas para sus eventos locales. Fuera del menú tradicional, uno de los grandes innovadores es GustOrganics, un restaurante ciento por ciento orgánico, de Alberto González. Ante la imposibilidad de importar carne argentina, la demanda se abastece desde Australia, Nueva Zelanda, Uruguay y Nebraska. Pero ciertos productos, desde el dulce de leche hasta el quebracho requerido por ciertos asadores exquisitos, no tienen sustituto: quien los facilita es el marplatense Jorge Zemba, dueño de Ingredients Gourmet. Para los postres, Raúl D’Aloisio inauguró en 1998 con su hermano Oscar la primera heladería artesanal de estilo argentino de Nueva York, Cones, que abrió el camino para todas las heladerías que vendrían después.

Un corte y volvemos Para cierta vertiente humorística de la cultura popular, el ejemplo máximo del insider, la persona con información reservada, obtenida directamente de la fuente, es el peluquero. Carlos Liberti, ya retirado, tuvo durante 40 años una barbería, como se dice aquí, en Junction Boulevard y Corona Avenue, una intersección de Queens conocida como “la esquina criolla” por la conjunción del Club Rioplatense, cuyas paredes están decoradas con retratos en mayólica de San Martín, la Virgen de Luján y Carlos Gardel, y varios restaurantes argentinos. Los amigos llamaban a la peluquería La Embajada o Ezeiza, “porque todo el mundo que llega aterriza acá”; muchos argentinos pasaron allí sus primeras noches en Nueva York, mientras Liberti los ayudaba a conseguir trabajo. En la otra punta del espectro geográfico y social de la urbe, el East Side de Manhattan, está Diego Dormibene, que emigró desde Buenos Aires en los años 70. Los clientes de su peluquería incluyen algunos personajones del barrio, como el alcalde Mike Bloomberg. En una ciudad en donde los buenos peluqueros son tan difíciles de encontrar como un taxi en un día de lluvia, Dormibene y Liberti han dejado bien en alto el prestigio de las tijeras nacionales. Y es que en Buenos Aires o en Nueva York, Dios y Don Mateo son argentinos. Claudio Iván Remeseira es fundador y director del Hispanic New York Project del Center for American Studies de la Universidad de Columbia y editor del libro Hispanic New York: A Sourcebook (Columbia University Press, 2010)

Roxana Korb

“Lloré mucho, pero ya he dejado de llorar” Psicóloga, jefa de Clínica de Salud Mental, Jamaica Hospital, Queens. La idea de emigrar fue de mi marido; él pensaba que las perspectivas económicas de la Argentina no iban a mejorar y quería venir a Estados Unidos. Sin estar muy convencida de dejar atrás a mi familia, decidí acompañarlo. A la semana siguiente de casarnos, en 1988, tomamos un avión a Nueva York. Lloré todo el viaje, y seguí llorando por muchos días. Emocionalmente, la adaptación fue muy dura. Nuestra intención desde el comienzo fue insertarnos lo más pronto posible en la sociedad, tratando de luchar contra todas las barreras, incluyendo el idioma. Mi esposo pronto consiguió empleo en una empresa de importaciones, en la que estuvo varios años. Yo al comienzo vendí cremas y trabajé en un par de peluquerías; en la Argentina me había recibido de psicóloga y aquí varias instituciones se interesaban en tomarme, pero no se animaban a “hacerme los papeles” (el trámite por el cual una empresa auspicia la visa laboral de un inmigrante). Esto, que es muy

común entre los recién llegados, cambió cuando conocí a la psicóloga argentina Francine Ruskin y al Metropolitan Center for Mental Health. Allí permanecí 11 años. Más adelante, para avanzar en mi carrera, hice un máster. Tuvimos nuestros dos hijos. La mayor entró el año pasado en la universidad; el menor entra el año que viene. Tratamos de que mantuvieran el español, y, si bien entre ellos hablan inglés, entienden el idioma y lo practican con sus primos y sus abuelos, con quienes a pesar de la distancia pudieron desarrollar una relación muy fuerte. Casi todos los años viajamos a la Argentina. Si no, nuestros padres o hermanos vienen aquí (mi papá ya murió, y no poder estar más cerca de él en los momentos finales fue una de las cosas más duras del exilio). Ya no lloro por la separación: me he acostumbrado tanto a la vida en Estados Unidos que seguramente me costaría mucho volver a la Argentina. Pero hay cosas profundas que nunca se pierden, en el terreno de los afectos y las relaciones personales. Nuestros amigos más íntimos, de hecho, son argentinos.

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Viernes 14 de enero de 2011

tigador en Alzheimer, Universidad de Columbia) e Eugenio Zappi (dermatólogo, práctica privada). El genetista Víctor Penchaszadeh, de relevante actuación durante muchos años en la comunidad argentina local, reside nuevamente en Buenos Aires. Mercedes Doretti, por su parte, es la coordinadora de la oficina local del Equipo Argentino de Antropología Forense, por cuya labor internacional en el reconocimiento de restos de víctimas de la represión política recibió la famosa beca de la Fundación MacArthur (conocida también como la “Genius Award”). También en el mundo espiritual los argentinos han dejado su marca. Con 34 de sus 75 años en la arquidiócesis de Nueva York, Carlos Mullins es probablemente el decano de los sacerdotes católicos hispanos. Miembro fundador, en 1977, de la Asociación Virgen de Luján (que junto con la Escuela Argentina de Queens es la institución argentina más antigua en funcionamiento en la ciudad), el padre Mullins ha tenido una activa participación en la comunidad latina. Fue el cura que dio la extremaunción a la cantante Celia Cruz. Eduardo Fabián Arias es pastor de la Iglesia Luterana Sión en El Barrio, viejo enclave puertorriqueño (hoy crecientemente mexicano) de Harlem. Rolando Matalon, discípulo del rabino Marshall Meyer, es su sucesor al frente de B’nai Jeshurun, una de las sinagogas más antiguas del país; el segundo rabino de la congregación, Marcelo Bronstein, es también argentino, al igual que Gustavo Gitlin, cantor de la congregración Tifereth Israel, de Long Island. En la comunidad judía local se destacó además Jacobo Kovadloff, director del Comité Judío Estadounidense, fallecido en 2009.