Leer - Revista Crítica

el ideal de cuerpo nacional en Japón estaba claramente ...... planicie de esa isla sobrante no cabía ya ponerse a fantasear desde la tres veces heroica. Frente a ...
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Los tiempos de Antonio Gamoneda L uis V icente

de

A guinaga

de diciembre de 1986, Gamoneda ofre­ ció en el Círculo de Bellas Artes de Madrid un recital que tiempo después, en 2008, fue recuperado en formato de libro y disco compacto junto con dos recitales más, de 2001 y 2006 respecti­ vamente. Ahí, un poeta de 55 años afir­ mó lo siguiente: “Hay en mi escritura poética una etapa que se corresponde con lo que yo llamaría la interrogación, la búsqueda y fundamentalmente el deseo; el deseo en el sentido más am­ plio, en el sentido de necesidad, de ne­ cesitar, de anhelar y de buscar. Hay otra etapa que podríamos llamar de la experiencia, en la cual las aspiracio­ nes ceden terreno a la que podríamos llamar contundencia de los hechos histó­ ricos y biográficos. Hay una etapa poste­ rior de perplejidad, que es lo que suele ocurrir al hombre después de la expe­ riencia, y todavía hay otra que yo creo que estoy estrenando, que es la eta­ pa del recuerdo y el olvido. Digo del recuerdo y del olvido, y quiero decir con esto de la memoria: la memoria no está hecha sólo de recuerdos, está hecha también de olvidos”.* Insisto en fechas, en años y en eda­ des precisamente porque, como ya se ve, Gamoneda explica el desarrollo de

Suele creerse que los poetas encuentran su destino desde la juventud, cuando es fácil reconocerlos como miembros de tal o cual generación y, por ello mis­ mo, como abanderados de ideas, hábi­ tos y gustos presuntamente novedosos. Toda una panoplia de antologías, pre­ mios, festivales y actos publicitarios da forma, para bien o para mal, a ese destino. Cuando esto sucede, la vida parece reducirse a los términos de un cu­ rrículo y el talento, en caso de haberlo, se atiene a las veleidades de la época. Sin embargo, casos como el de An­ tonio Gamoneda echan por tierra esa creencia. Nacido en 1931, Gamoneda sólo encontró lectores atentos y escru­ pulosos hasta la década de 1980, cuando él mismo ya se consideraba (exagera­ damente, sin duda) un hombre a las puertas de la vejez. Para ello fue pre­ ciso que mostrara, en libros que por su fecha de publicación los despista­ dos podrían juzgar tardíos, las impli­ caciones más enérgicas y profundas de su estilo, de sus temas y, me atrevo a decirlo, de su pensamiento. * Antonio Gamoneda, La campana de la Debo ilustrar mis palabras con ejem­ nieve. Tres lecturas, 1986-2006, Círculo de Bellas plos concretos. Hace tres décadas, el 1 Artes, Madrid, 2008, p. 14. ø antonio

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la sensibilidad estética en razón de un proceso individual, casi biológico, de madurez. El deseo, la experiencia, la perplejidad y la memoria son las cuatro etapas que, a decir suyo, ha recorrido su palabra desde que, a los quince o 16 años, empezó a escribir los poemas de un primer libro que nunca publicaría como tal y que, mucho tiempo des­ pués, corregiría y adelgazaría bajo el título de La tierra y los labios. El pri­ mer libro que publicó fue Sublevación inmóvil, en 1960, pero no es ahí donde hay que buscar al Gamoneda más ca­ racterístico. Los primeros libros importantes de Gamoneda constituyen un ciclo de gran interés. Me refiero a Descripción de la mentira (1977), Blues castellano (1982) y Lápidas (1987). Juntos, los tres poe­ marios forman la sección más notable de la compilación que Miguel Casa­ do prologó en 1987 para la influyente colección de Letras Hispánicas de la editorial Cátedra, titulada Edad (muy elocuentemente). Dos energías parecen confluir en esos libros: por un lado, la rememoración de un pasado amargo, el de la España de posguerra; por el otro, el desmontaje o fragmentación de toda esa memoria, de tal suerte que lo recordado aparece bajo la forma de visiones no siempre inteligibles, aun­ que sí vívidas y expresivas. Gamone­ 6

da es un poeta visionario en ese justo sentido: el recuerdo sucede ante sus ojos con la fuerza de una revelación, de un modo visible. Como sucede con el Rimbaud de las Iluminaciones –y, en ese mismo linaje, también con René Char, con García Lorca y con el Neru­ da de Residencia en la tierra–, los mo­ mentos de mayor alucinación parecen también los de mayor nitidez, como si estuviera en juego una especie de cla­ ridad o entendimiento no intelectual, sino sensorial. En los años de Blues castellano, si bien Gamoneda comulga explícitamen­ te con el marxismo, su noción de fra­ ternidad es problemática. Se trata, en sus palabras, de “una fraternidad sin esperanza”. El vínculo entre la espe­ ranza imposible y la imposible frater­ nidad se apretará poco a poco, borrando los límites entre ambas. El poeta dirá: “Nadie tenía razón ni esperanza”, y aún: “Otros os engañáis con la espe­ ranza”. Ello, en cierto modo, lo distan­ ciará de sus modelos más reconocibles: Vallejo y Blas de Otero. Tiempo des­ pués, cuando en Libro del frío escriba: “No tengo miedo ni esperanza”, el peso colectivo de la desesperanza quedará reducido a su más austera expresión individual. Las frases largas y desengañadas, el recurso frecuente a la sinestesia y

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la recuperación visionaria del pasado se convertirán, entre Descripción de la mentira y Lápidas, en los principales rasgos de la singularidad poética de Gamoneda. El segundo ciclo de su obra será, por ello, un ciclo de confirmación. Da inicio con el que probablemente sea el mejor de sus poemarios, Libro del frío (1992), y prosigue con Libro de los venenos (1995) y Arden las pérdidas (2002). Libro del frío es una suerte de bitácora, una libreta de caminatas por senderos del bosque y la montaña, no muy distante –pienso ahora– de tra­ diciones como la del haikú japonés y libros como Sendas de Oku, de Matsuo Basho. El paseo por el bosque y el as­ censo por la montaña, la soledad y el cansancio, la lucidez y el dolor expre­ sarán, a fin de cuentas, la curva ente­ ra de la vida. En sus últimas páginas, Libro del frío no hablará sino del amor en la vejez, la sordera y los delirios del olvido. En esa etapa, también, Gamone­ da recogerá sus ensayos en El cuerpo de los símbolos (1997). Doce años más tarde, su prosa reflexiva y memoriosa cristalizará en otro libro, Un armario lleno de sombra, hermosa reconstruc­ ción de la niñez y la pubertad en los días helados de la represión, del mie­ do y de la solidaridad cautelosa de viudas y obreros desposeídos. Es el

tiempo del tercer ciclo poético de Ga­ moneda. Los dulces y desgarradores poemas a la nieta reunidos en Cecilia (2004) y la incisiva lectura del cuerpo y la subjetividad emprendida en Canción errónea (2012) protagonizan esta fase. Muy sintomática es la publica­ ción de Reescritura (2004), libro en que Gamoneda repasa, corrige y reformu­ la una muestra de sus poemas. Ese mismo año, una segunda compilación general de la obra poética se titulará Esta luz. Diferentes antologías de Gamoneda se han publicado en los últimos años. Cada una representa, desde luego, un modo particular de lectura. Me parece útil mencionar algunas, como Atravesando olvido, por haberse publicado en México (2004); Sílabas negras, por corresponder a la entrega del impor­ tante premio Reina Sofía (2006); La campana de la nieve, por contener, además de un volumen de poemas escogidos, un disco compacto con la voz del poe­ ta y un dvd con el documental titulado Antonio Gamoneda: escritura y alquimia (2008); y Antología poética (2013), por ser al mismo tiempo seria, didác­ tica, breve y, hasta la fecha, también la más actualizada. El destino es predecible cuando aún está por cumplirse y es impredecible cuando ya está cumpliéndose. Antonio 7

Gamoneda puede confirmarlo. Después de todo, parece lo normal tratándose de un poeta que ha dicho: “Yo no sé lo que sé hasta que no me lo dicen mis propias palabras”.

Tatsumi Hijikata: Arte es la reinvención del cuerpo C hristine G reiner Traducción de Iván García

legado, Donald Richie confesó que no tenía más que un recuerdo de su ami­ go: agachado, entreteniendo al grupo de niños que participaba en su película Juegos de guerra, o en cuclillas, como le gustaba quedarse durante horas, viendo simplemente cómo pasaba la vida.1 Hijikata era conocido por esta “displicencia” y por la peculiaridad de su humor. Fue así como organizó su singular metodología de investigación, desarrollada en gran parte al calor de las pláticas en los bares de Shinjuku (especialmente en las afueras de Golden Gai) con amigos como Yukio Mishima y los traductores Tatsuhiko Shibusawa y Kuniichi Uno, entre otros. Sus principales alumnos y bailari­ nes eran reacios a divulgar informa­ ción sobre su entrenamiento y su vida personal, acaso para preservar algunos recuerdos más controvertidos. Al mu­ darse a Tokio, Hijikata aceptó varios trabajos y, de acuerdo con las inves­ tigaciones de Stephen Barber, uno de sus biógrafos, es posible que haya es­ tado algunas veces en prisión. Yo nun­ ca pude confirmar este dato, aunque quizá tampoco sea relevante. Entre la segunda mitad de los años cuarenta y comienzos de los cincuen­

El verdadero nombre de Tatsumi Hi­ jikata era Kunio Yoneyama. Nació el 9 de marzo de 1928 en el barrio de Asahi­ kawa, Akita, una región extremadamen­ te fría al nordeste de Japón, y en 1952 se mudó a Tokio. Sus datos biográficos son controvertidos y difícilmente veri­ ficables. Él mismo no era muy afecto a dar explicaciones, mucho menos a justificarse. El libro que escribió antes de morir, Yameru Maihime (La bailari­ na enferma), va más hacia una escritura performativa, dinamizada por percep­ ciones y fragmentos de recuerdos, que a una autobiografía o un libro de me­ morias. Después de su muerte, en la cere­ 1 monia de homenaje donde se reunieron Wargames, filmada en Japón en 1962 por distintos académicos para comentar su Donald Richie. (N. del T.) 8

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ta, Tokio estaba ocupado por las fuerzas estadunidenses. Vivir sin dinero en esa época significaba compartir el espacio con alcohólicos, drogadictos y delin­ cuentes. Es sólo hasta la segunda mi­ tad de los años cincuenta que Hijikata se involucra con la comunidad artísti­ ca y comienza a participar en espectá­ culos de danza creados por Hironobu Oikawa y Mitsuko Ando, quien poseía una academia de danza muy famosa en aquella época. Fue justamente en esa academia donde Hijikata conoció a Kazuo Ohno y a su hijo Yoshito, com­ pañeros importantes en los albores de la experiencia butoh. También forma­ ba parte del grupo Akiko Ohara, una joven bailarina que participó en las pri­ meras improvisaciones antes de mudar­ se a Brasil, donde vive desde hace casi cincuenta años en la comunidad Yuba.2 2 A comienzos de la década de 1990, estuve en la comunidad Yuba, localizada en el Estado de São Paulo. Allí entrevisté por primera vez a Ohara y pude comprender mejor algunas cuestiones que orientaban las experiencias de Hijikata, así como el clima de violencia que marcaba sus primeras improvisaciones. Después de eso, nos encontramos todavía algunas otras veces y, durante la exposición Tokyogaqui, en 2008, Ohara y Yoshito Ohno reconstruyeron una de las coreografías de Hijikata en el Sesc Paulista. En esa ocasión, Okano Michiko y yo también entrevistamos a ambos.

tatsumi hijikata

En 1956 Hijikata conoció el estudio Asbestos de la coreógrafa Akiko Mo­ tofuji, que en aquella época vivía con su marido, Tsuda Nobutoshi, un artista con quien Hijikata colaboró y que, de acuerdo con la crítica de danza Kazuko Kuniyoshi, fue quien en realidad co­ menzó la formulación de una danza de las tinieblas (como sería conocido más tarde el ankoku butoh). Según Barber, el estudio estaba financiado por el pa­ dre de Motofuji, un magnate de la in­ dustria del amianto (de ahí el nombre del estudio). Asbestos se convirtió en 9

el estudio de Hijikata desde la época en que él y Motofuji se fueron a vivir jun­ tos hasta la fecha en que fue clausura­ do, en octubre de 2003, poco antes de la muerte de la propia Motofuji. Hasta entonces, tuvo una historia bastante agitada, ya que fue utilizado como cine, sala de ensayo, club nocturno (Bar Gi­ bbon) y teatro. El performance inaugural del butoh ocurrió en mayo de 1959 y se llamó Kinjiki (Colores prohibidos). Sus par­ ticipantes fueron: un hombre (el pro­ pio Hijikata), un muchacho (Yoshito Ohno) y una gallina. El investigador Bruce Baird hizo un registro minucio­ so de esta obra, recabando fotografías, entrevistas y fragmentos de textos que describen la experiencia. Aun cuando esas memorias y declaraciones a veces resultan contradictorias, todo indica que la obra –considerada “peligrosa y nada artística” por la mayoría del público– fue concebida por Hijikata a partir de la novela homónima de Yu­ kio Mishima y de los escritos de Jean Genet. En una plática en São Paulo, durante la exposición Tokyogaqui (2008), Yoshito me explicó que en aquella época no entendía muy bien lo que quería Hijikata. Él estaba allí pero sólo hacía lo que Hijikata le indica­ ba. Su declaración coincide con el testimonio de Yukio Waguri, que bailó 10

durante casi una década con Hijikata y con quien también platiqué varias veces durante su residencia en el tea­ tro tuca-Arena, en São Paulo. Todo indica que Hijikata no daba grandes explicaciones a sus bailarines, lo cual afectó la transmisión del butoh, espe­ cialmente después de su muerte. Sus fuentes de estudio eran muy di­ versas y al principio estaban volcadas a la literatura. El diario de un ladrón, de Jean Genet, fue uno de los libros que más lo influyeron. Genet ya había sido traducido al japonés en 1953 por Sankichi Asabuki y antes de eso ha­ bían circulado por Tokio novelas so­ bre su vida en la prisión, los travestis de París, entre otros temas que habían encantado a la comunidad artística ja­ ponesa. Hay por lo menos dos películas que también remiten a su obra, am­ bas de 1969: El diario de un ladrón de Shinjuku, de Nagisa Oshima, en la que el actor principal robaba libros de Genet de la librería Kinokuniya; y Cortejo fúnebre de rosas, de Toshio Matsumoto, que combinaba el título de algunas de las novelas de Genet. El escritor fran­ cés aún estaba vivo en aquella época y llegó a visitar Japón dos veces, pero no quiso reunirse con ninguno de los artistas japoneses que tanto lo admi­ raban –incluido el propio Hijikata. Otro gran artista francés que impac­

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tó al butoh de manera fundamental fue Antonin Artaud. Uno de los primeros en interesarse por su obra fue el coreó­ grafo Hironobu Oikawa, quien visitó París para estudiar mímica. Oikawa di­ rigía una compañía llamada Arutokan (Casa de Artaud), con la cual Hijikata había colaborado. Hasta 1965, El teatro y su doble no había sido publicado en japonés, pero Tatsuhiko Shibusawa, tra­ ductor de la obra del Marqués de Sade, ya había leído varios ensayos sobre los textos y poemas de Artaud. Al igual que Mishima, Shibusawa le presentó mu­ chos autores importantes a Hijikata, como George Bataille, Henri Michaux y Hans Bellmer. De la obra de Artaud, le llamaba particularmente la aten­ ción el personaje de Heliogábalo, de 1933. En él se inspiró la parte final del solo de Hijikata titulado La revuelta de la carne. Y en 1972 Hijikata escribió un pequeño ensayo titulado “Las pan­ tuflas de Artaud”. En un texto de 1968, El ankoku butoh visto por un joven francés, Shibusawa hizo un análisis de los comentarios de Théo Lesouac’h, que publicó el libro Erótico en Japón tras haber frecuen­ tado los lugares de Tokio donde se presentaban los artistas más subver­ sivos de la época, como el Centro de Arte Sogetsu. Shibusawa explica que si bien el erotismo era fundamental

en la danza de Hijikata, tenía que ver con la metamorfosis –o mejor, con la posibilidad de metamorfosis–, lo cual a su vez era un aspecto fundamental del butoh para lograr la transforma­ ción del humano. No se trataba de de­ safiar convenciones, era mucho más que eso: lo que se buscaba era descu­ brir el potencial de metamorfosis que permitiera al cuerpo humano conver­ tirse en animal, planta y aun en cosas inanimadas. Eso tenía todo que ver con la cuestión principal de Hijikata, que exploraba las tensiones entre la vida y la muerte, la continuidad y la discon­ tinuidad de la vida. Si bien es cierto que el butoh fue desde sus orígenes una experiencia dancística, terminó expandiéndose a otros territorios, como la fotografía, con Eiko Hosoe, Daido Moriyama, Masahi­ sa Fukase y Shomei Tomatsu; el cine, con Donald Richie y el propio Hosoe; las artes plásticas, con varios artistas que colaboraron con Hijikata, como los neodadaístas Shusaku Arakawa y Ushio Shinohara; el grupo Hi-Red Center, es­ pecialmente Natsuyuki Nakanishi; la poesía, con Shuzo Takiguchi; y otros artistas del performance y el teatro. Es posible identificar rasgos del bu­ toh en todas esas experiencias, pero para ello hay que abandonar la noción estática de género artístico y el enten­ 11

dimiento de modelos estéticos dados a priori. En principio, Hijikata no buscaba “vocabularios” o pasos de danza, si bien en los últimos años de su vida comenzó a desarrollar el sistema de notación butoh-fu para sistematizar un vocabulario preliminar basado en tra­ ducciones metafóricas. Tampoco parecía contraponerse o aliarse a esta o aquella estética ya establecida. Se interesaba por experiencias diversas, como el ba­ llet de Vaslav Nijinsky, los solos de Mary Wigman y las danzas folclóricas japone­ sas. Y a despecho de todas las interpre­ taciones que se volvieron habituales en las historias de arte de Japón, Hijika­ ta no quería negar el pasado, borrar la historia, ni “proponer novedades”. Sus preocupaciones se dirigían fun­ damentalmente al colapso del cuerpo, a la exploración de diferentes niveles de conciencia, al enfrentamiento de la muerte y a la investigación de campos inéditos de percepción. Debido a esas inquietudes, algunas de sus preguntas tenían que ver con la proposición de situaciones ficticias e inusitadas, como las siguientes: ¿qué pasaría si pudiéramos colocar una es­ calera dentro del cuerpo para bajar hasta lo más hondo? Hay un punto, en esa profundidad sin medida, donde lo visible se deteriora. ¿La danza podría 12

existir para arrojar ese estado interno del cuerpo? Y en caso de que esto fue­ ra posible, ¿se reconocería finalmente que el ojo no sirve sólo para mirar, que la mano no fue hecha exclusivamente pa­ ra tocar y que los órganos no pueden ser restringidos a sus funciones y or­ ganizaciones? ¿Cómo comienza lo que no tiene filiación y apenas se alimenta de lo abyecto del mundo? Puede considerarse que Hijikata co­ laboró con la sucesión de eventos que marcaron la experimentación japone­ sa del cuerpo después de la Segunda Guerra Mundial. Ya no tenía sentido subyugarse a la idea de cuerpo nacio­ nal o de cuerpo del emperador que había marcado la tradición japonesa desde el periodo medieval. La situación a finales de los años cincuenta era cla­ ramente otra. Sin hegemonía ideológi­ ca y abrigado por ciudades en ruinas, el ideal de cuerpo nacional en Japón estaba claramente amenazado. Por eso, es importante advertir que el ankoku butoh no fue una experiencia aislada, sino que contó con la complici­ dad de otros eventos conocidos, como el teatro angura, el arte de obsesión, el movimiento anforumeru (del francés, informel), las acciones performáticas de los grupos Gutai y Mono-ha, entre tantos otros eventos y experiencias, que a veces quedan en el olvido.

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Sin embargo, también hay que tener cuidado para no ceder al argumento de­ terminista que ve a todos esos artistas como un producto de su época. Para Hijikata, la danza era una especie de producción intransitiva, y la expresión artística apenas una secreción, un de­ rramamiento de sí mismo, distinto de cualquier forma reconocible o produc­ to –lo que desembocaba en la noción de un sujeto procesual, incompleto, abierto a lo colectivo. Esa idea de ex­ presión como secreción marcará sus coreografías con movimientos rápidos y violentos para atravesar brutalmente el cuerpo antes de que se tenga tiempo de respirar. En esos casos, la acción se daría como suceso; había que deses­ tabilizar los patrones de movimiento conocidos para inaugurar nuevas co­ nexiones. El cuerpo que danza butoh fue con­ cebido, así, como un proceso inacabado, perecible, al margen de los diversos ambientes donde se constituyó (la ca­ lle, el estudio, el campo, los medios, etc.). Hijikata rompió la jerarquía que hacía del sujeto algo más importante que los objetos inanimados del mundo, y así admitió y explicitó la presencia de la muerte en todo momento. Volvió al fango para experimentar el paso de lo informe a la forma y viceversa, en un continuum sin fin.

Sin embargo, hay que advertir que para que madurara este proyecto fue necesario entrenarse en el sentido de Zeami, es decir, fue necesario construir un conocimiento corporal. Por eso nun­ ca se trató de cualquier cuerpo, sino de un cuerpo cualquiera, tal como lo entiende Giorgio Agamben en La comunidad que viene. Esto porque la traducción habitual de “cualquier” se refiere a cualquiera, indistintamente. Sin embargo, en latín quodlibet ens no es “el ser, cualquier ser”, sino “el ser que, sea como fuere, no es indiferen­ te”, pero contiene algo que remite a la voluntad (libet), el ser que quiere una relación original con el deseo. Ese es el cuerpo cualquiera que propone Hijikata: no es el universal ni un individuo dentro de una serie, sino que se constituye como una singularidad que renuncia a las jerarquías, al cuerpo sagrado del emperador, así como al cuerpo que se ha tornado es­ tereotipo. Hijikata abominaba la imprecisión y la falta de rigor. Muchas veces insistió en que prefería el ballet clásico a los ha­ ppenings, que le parecían sin sentido. En la misma época en que comenzó a elaborar sus primeros experimentos, Shuzo Takiguchi, considerado el más importante poeta surrealista japonés, sometió la lengua japonesa a “torsio­ 13

nes” inusuales. Pervirtió la gramática y todo orden preestablecido. Hijikata hizo lo mismo con el cuerpo probando lo que los pensadores europeos llama­ rían cuerpos sin órganos (Antonin Ar­ taud), anagramas anatómicos (Hans Bellmer) e informe (George Bataille). La clave estaba en la osadía de abrir­ se plenamente al otro. Su experiencia era política en ese sentido tan pecu­ liar, y por ello nunca se inmunizó de lo colectivo. Ya fuera por la vía del erotismo, el sacrificio o la profanación, Hijikata buscó deshacerse de toda identidad para apropiarse de la más 14

íntima pertenencia. De cierta forma, se trataba de un ejercicio de despla­ zamientos y de transcreaciones de imágenes. Así, al igual que Hijikata reconocía la autonomía de una mano, como medio de sí misma, Takiguchi hablaba de papeles intercambiables, por ejemplo, entre la mano y las cuer­ das vocales. Los dos artistas estaban interesados en el acto vuelto hacia sí mismo (acción de la mano, del torso, de las vísceras), vinculado a un lugar de desaparición o imposibilidad. Un lugar que se transformaba, cada vez más, en su propia sombra. Hijikata proponía que el movimien­ to debía producirse a partir de accio­ nes simples y cotidianas, pero también observó que, al repetirlas obsesiva­ mente, éstas podrían transformarse en acciones de extraña vehemencia. To­ das las acciones, por lo tanto, debían organizarse con una ejecución, pero sin que hubiera que doblar las articu­ laciones, sino sólo habituándose a las posibilidades corporales. De esa forma, el cuerpo entero podría convertirse en un arma mortal para hacer un movimiento particular. Como si todos los tendones se rompieran de golpe, dando lugar a un acompañamiento sonoro. La tensión era la característica más destacada y la estrategia más evidente para investigar el colapso del cuerpo

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como organismo, en el sentido de un desafío de sus hábitos de funcionamien­ to. Hijikata buscaba una cualidad ten­ sionada, que podría considerarse un estado preliminar –lo que mostraba su preferencia por eliminar todo movi­ miento ornamental y trabajar con con­ trastes fuertes entre formas simples. Los contrastes y las tensiones engen­ draban la acción. En la década de 1960, Hijikata exami­ nó las extremidades del cuerpo para ela­ borar una nueva anatomía. Un ejemplo fue la coreografía Shishi (Semilla), pre­ sentada en el Tatsumi Hijikata Dance Experience, como una referencia ex­ plícita al jazz que había sido una de sus primeras experiencias con danza en la Academia Ando. Los bailarines trabajaban una postura en la que sólo se veían la espalda y las plantas de los pies. Más tarde, surgieron movimien­ tos que recorrían el cuerpo. Él ya había experimentado esa dinámica en 1957 al examinar, en el cuerpo, algunos mo­ vimientos en la obra de la coreógrafa Katherine Dunham, donde se relacio­ nan el jazz y la cultura negra ritual. En esa época, Hijikata había pintado su torso de negro y hacía un movimien­ to que iba de abajo hacia arriba del estómago, como si un obje­to extraño provocara movimientos peristálticos. Otra pieza en donde explorará di­

ferentes recortes del cuerpo es Antai (Cuerpo oscuro). En este caso, lo que le interesaba era la “parte oscura”, que no sería un pedazo específico del cuerpo sino que estaría relacionada con la conciencia y el reconocimiento de que no todo cuanto ocurre en el cuer­ po está controlado por la mente y que “el tiempo de las sombras es como el negativo del esclarecimiento de la lógica”. En Antai, Hijikata jugó con efectos de contraste, de inversión y colisión entre cosas. Él parecía mostrar que, al exponer radicalmente el cuerpo, algo oscuro surgiría. Sólo arrojando todo hacia fuera sería posible zambullirse en lo más profundo. Hijikata comenzó a hacer juegos violentos y a incitar a los bailarines a enfrentar las crisis que los constituyen. La estrategia era per­ manecer heterogéneo frente a fusiones con la comunidad, volviéndose extre­ madamente consciente de la alteridad. Hijikata permaneció fiel a esa acti­ tud hasta su participación como coreó­ grafo en la película Gisei (Víctima), de Donald Richie, en 1959. Ésta fue una producción en blanco y negro con una escena de danza colectiva en torno a la cual un personaje es humillado y ejecutado por el grupo después de vol­ verse escenario de todo tipo de materia abyecta. La escena abrió nuevas posi­ bilidades de experimentación para el 15

butoh en el campo de investigación de la materia abyecta y de las discusio­ nes de poder que envolvían el control sobre el cuerpo. Otro ejemplo de experimentación pa­ ra examinar el colapso del cuerpo fue Anma (también conocido como “El ma­ sajista ciego y una historia teatral para sostener al amor”), creado en 1963.3 Hijikata usó como espacio principal el proscenio, dejando claro, desde el inicio, que lo más interesante para su experimento sería el “entre-lugar”. An­ ma estaba volcado al acto de apretar, de mantener los músculos contraídos y, al mismo tiempo, masturbarse. Un acto de amor que partiría de una ima­ gen o de una representación imagi­ naria. Como si el objeto de amor no pudiera tener una existencia concre­ ta, pero habitase siempre el territorio imaginativo del cual nacía el erotismo, como había propuesto Georges Bataille algunos años antes. Sería en esa re­ presentación imaginada que el amor se realizaría. A partir de esa idea, Hi­ jikata desarrolló varios tipos de acción durante el espectáculo. Al observar esos diferentes ejem­ plos, se vuelve cada vez más claro que

la danza, para Hijikata, era un elemen­ to pervertidor del orden establecido y de los movimientos utilitarios. Una es­ pecie de imaginario criminal que nació de su complicidad con la literatura de Jean Genet, para quien la experiencia de una fusión intensa entre su propio cuerpo y el de otro no podía ser ple­ namente vivida a no ser en el gesto de amor de un muerto. Este gesto, a tra­ vés del cual una zona de oscuridad se esfuma de un cuerpo, era un camino para las tinieblas reencontradas, una vez que la identificación completa con el otro sería imposible y la oscuridad se tornaría inevitable. A partir de la década de 1970, deci­ dió dedicarse a la coreografía y la sis­ tematización del ya citado butoh-fu, con miras a la preparación de jóvenes artistas. En sus cuadernos de creación, Hijikata reúne una vasta iconografía de imágenes creada por pintores diver­ sos (Klimt, Picasso, Wolz, Schiele, Da Vinci y muchos otros), figuras de lo cotidiano (rajaduras en muros, cuer­ vos, atletas, fotografías de familia, etc.), poemas, onomatopeyas, bocetos de naturaleza muerta… Sin embargo, para comprender la importancia política del butoh y de sus 3 En japonés, Aiyoku o sasaeru gekijo no hanashi, que ha sido traducido al inglés transformaciones artísticas y conceptua­ como Masseur: a story that supports passion. les, no basta con investigar los cuader­ (N. del T.) nos y textos escritos por Hijikata. Es

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importante notar que la obra de arte siempre comunica otra cosa porque es inevitablemente otra en relación al material que la contiene. Hay objetos en que la forma es determinada y casi opacada por el material que la consti­ tuye, y hay otros en los cuales la for­ ma parece determinar el material. Lo que el arte evita, como ya había ano­ tado Okamoto, es la creación de obras como producto que ya existe según el estatuto de cosa. Hijikata siempre se interesó por las zonas de indistinción entre persona y cosa, entre seres ani­ mados e inanimados, entre vivos y muer­ tos. Esa desjerarquización instauró en su pesquisa nuevos modos de pensar el cuerpo e hizo de la danza un disposi­ tivo para reinventar al cuerpo que, a su vez, se transformó en un disposi­ tivo capaz de profanar relaciones de poder. En una conversación tras el espectáculo Locus Focus, presentado el 15 de julio de 2014 en el Sesc Con­ solação, en São Paulo, el coreógrafo Min Tanaka explicó que abandonó el butoh debido a la absoluta incompa­ tibilidad de éste con el mercado de la danza. Me quedé pensando mucho tiempo en esa constatación. A partir de ella, puede concluirse que las tentati­ vas que se sucedieron tras la muerte de Hijikata, dentro y fuera de Japón, para sistematizar un método y crear

un vocabulario, acabaron volviéndose totalmente incoherentes con la pro­ puesta que generó el movimiento bu­ toh. ¿Sería posible, aún hoy, insistir en una experiencia que cada que transita por el mercado del arte pierde su sen­ tido y su potencia subversiva?

Martín Kohan: Es un sujeto enamorado el que canta boleros y tangos F rancisco S erratos

Roland Barthes diseccionó el amor como un discurso, como una naturaleza muerta cuyo cuerpo, igual que los de un animal, está vacío y sobrevive como un prototipo: un esqueleto. Lo único que nos queda es su lenguaje, su retórica, sus fórmulas y sus canciones. Lo vivimos en la medida en que repetimos ese lenguaje y nos volcamos hacia los lugares comunes. A lo largo de la historia, desde el romanticismo, con ciertas variantes y rodeos, ese lenguaje se ha presentado como un discurso de la pérdida, de la imposibilidad y, muy pocas veces, como un acto revolucionario –pienso en los esfuerzos del feminismo actual por descolonizar el deseo–. De hecho, 17

Fragmentos de un discurso amoroso fue publicado en 1977, a casi diez años del movimiento de 1968, un momento cumbre en la redefinición del amor y que Barthes, reacio al empuje de la época, pareciera criticar como un fracaso. Por el contrario, Alain Badiou –tal vez el único filósofo contemporáneo que contempla el amor como una forma de revolucionar la realidad social– lo considera, junto con el arte, la política y la ciencia, como una de las circunstancias que definen al sujeto contemporáneo. Desde entonces, pareciera que otros pensadores y escritores evitan hablar del amor por no caer en el lugar común, aunque tampoco se atrevan a reinventarlo. –En su último libro de ensayos, Ojos brujos. Fabulas de amor en la cultura de masas, publicado recientemente por Ediciones Godot, Martín Kohan analiza dos momentos de ese lenguaje que definió la forma de amar de varias generaciones en Latinoamérica: el bolero y el tango. Más que tratarse de un ensayo sobre la música, es un libro sobre el amor, sobre dos formas particulares de vivir –o sufrir– el enamoramiento y su desengaño. Desde la primera leída se puede ver la sombra de Barthes sobre Kohan. Cuando le señalo su particular perspectiva, alejada de la visión de Jorge Luis Borges sobre el tango y los análisis nacionalistas y sociológicos, me responde. 18

–Te agradezco que lo señales. Creo que, en general, los abordajes de esta clase de materiales –y los de la cultu­ ra popular, en términos más genera­ les– suelen hacerse más bien desde lo sociológico. Yo los abordo como lo que soy: un crítico literario. Y por ende me ocupo, en efecto, de hacer lecturas de los textos, una lectura del discurso amoroso –para lo cual, evidentemen­ te, Barthes es una referencia ineludi­ ble–. Tiendo a pensar que esa opción es clara y legítima, pero en algún caso tropecé con el prejuicio de que el abor­ daje sociológico era el único válido: planteo desconcertante para mí. –Sin embargo, Ojos brujos rebasa en gran medida el encajonamiento en los estudios culturales. No trata el bolero y el tango como piezas de literatura, pues tal comparación, en sí, ya connota cierto riesgo; por el contrario, nos enteramos de ellos como discursos independientes con una forma, una temática y una historiografía bien definidas. Para el autor, literatura y cultura popular pueden ir juntos. –Yo sitúo el auge de los estudios culturales en el encuadre marxista de Raymond Williams, Richard Hoggarth, Stuart Hall, en la Inglaterra de los años cincuenta. De ahí en más, y con inde­ pendencia de ciertas modas académicas (especulativamente ligadas a la obten­

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ción de financiamiento), la cultura po­ pular no ha dejado de tener un lugar de relevancia en los estudios de la cul­ tura y la literatura. –De hecho, el libro abre con el miedo de los intelectuales a sonar cursis y a no recurrir a lugares comunes para expresar lo evidente. ¿A qué atañes este desdén, a una postura clasista o meramente estilística? –Yo creo que ese temor es general, y no sólo asunto de los intelectuales. Si hablé de intelectuales, es porque estaba introduciendo un libro de aná­ lisis literario sobre materiales de la sentimentalidad: quería ponerme a un lado del prejuicio de que el abordaje pudiese ser distanciado o irónico, que no lo es en absoluto. Pero ese prejuicio es tan fuerte que quienes comentaron el libro sin haberlo leído no dejaron de suponerlo. Yo creo que la inhibi­ ción de lo sentimental no responde a una clase, sino en todo caso mucho más a un imaginario de género: son, antes que nada, prevenciones del machismo (y machismo hay en todas las clases, lamentablemente). –No es la primera vez que el narrador y ensayista argentino aborda la cultura popular en su obra. Sin embargo, Ojos brujos es un libro que toma por asalto a sus lectores. ¿Cómo llegó a ello? –Me es difícil decir como llegué a

martín kohan

eso, porque de alguna forma puedo de­ cir que siempre estuve en eso: esa músi­ ca y esas letras forman parte de mi vida casi desde siempre. Podría decir que les debo buena parte de mi educación sentimental. No hubo un disparador hacia el libro, hubo un disparador so­ bre cada uno de los textos que compo­ nen el libro: una escena, un relato, a veces una frase en una letra de algún tango o de algún bolero, disparó mi propia escritura en momentos distintos. Al reunirlos para Ojos brujos, descubrí que no eran otra cosa que una especie de acecho al amor: sabemos bien qué es el amor y a la vez no lo sabemos en absoluto. –Asimismo, en la obra de Kohan abundan los temas amorosos o, mejor dicho, de desamor. “Me apasionan (es 19

decir, me angustian)”, dice en el último ensayo de Ojos brujos, “esas historias en las que un amor se logra, se consuma, se consolida; y sin embargo, en un momento dado, es preciso renunciar a él”. Los cuentos de Cuerpo a tierra (2015), casi todos, tienen que ver con el (des) amor: en “El amor” se narra el encuentro sexual entre el héroe nacional argentino Martín Fierro y Tadeo Cruz, personaje del mismo poema; la despedida de dos amantes en “El error” y el elocuente cuento titulado “El final del amor”. Por otro lado, las novelas Cuentas pendientes, en la que narra la historia de un hombre aciago cuyo desencuentro con el amor lo convierte en un monstruo decadente, y Bahía Blanca, en la que se cuenta el retiro de un profesor de literatura que huye de la vida y el amor, podrían ser dos tangos novelados. Pero esta vez, en lugar de centrarse en el lado íntimo de la experiencia amorosa de ciertos personajes, Kohan optó por construir, a la Barthes, un sujeto a partir de la lírica tanguera o, en otras palabras, un sujeto que delega su sentimentalidad en la música popular. ¿Hay un riesgo en este otorgamiento de la palabra? ¿Es el amor en nuestra cultura del consumo una sensación teledirigida o hay otras formas de amor? Quiero decir, ¿las canciones populares nos enseñan a amar de una cierta manera? 20

–Yo creo que existe una inhibición social respecto del padecimiento amo­ roso: si nos ocupamos del tema, lo ha­ cemos como si estuviésemos más allá de la sentimentalidad y sus cursilerías. Y lo cierto es que por amor sufrimos muchas veces como condenados. Esa represión social del sentimentalismo, condena del kitsch, encuentra una zo­ na liberada en los boleros. Por eso me atrajo tanto la idea de escribir, no so­ lamente sobre eso, sino también des­ de ahí. Ojos brujos es el único libro autobiográfico que escribí. –¿En qué sentido es autobiográfico? –Digo que el libro es autobiográfico a pesar de no haber escrito en él ni un solo renglón que esté referido a mí mismo, porque esas fábulas amorosas o las escenas amorosas de las letras sobre las que escribí en más de un sentido me expresan. De hecho, fun­ cionan de ese modo: así las escucha­ mos y así las cantamos. Lo cual me permitió la única forma de escritura autobiográfica que me interesa: una en la que no tenga que referirme directa­ mente a mí en ningún momento. –Es verdad: Ojos brujos es un ensayo hasta cierto punto tímido –tal vez frío– en su tratamiento del amor. Lo lee con un cierto distanciamiento crítico que no impide, por otro lado, dejar de notar la pasión entrañada en la lírica

el sueño de la aldea

del tango y el bolero. Hace una distinción entre dos campos, el lírico habitado por un sujeto desaforado y el sujeto real, inhibido y afásico, cuya liberación acontece sólo cuando delega su sentimentalidad a la música popular. Para Kohan, el tango y el bolero no son una manifestación sino el síntoma de una civilización demasiado enfocada en el sexo y todas sus variantes tanto sociales como científicas (matrimonio, familia, bisexualidad, homosexualidad, heterosexualidad, etc.). Hemos mitigado los motores sentimentales de nuestras relaciones y pareciera que es un mal momento para estar enamorado porque el amor ya no significa una ruptura de los valores establecidos sino una afirmación. –Es una idea que ya aparece en Bar­ thes y allá por los setenta lo verdadera­ mente reprimido en nuestras sociedades no es tanto lo sexual como lo sentimen­ tal. Una observación, a mi entender, muy justa, que por otra parte no ha dejado de confirmarse con el paso de los años. Hacer de toda sentimentalidad una forma de sentimentalismo, subsu­ mirlo todo en una noción de cursilería cargada de negatividad, todo eso no se dispone sino para inhibir lo amo­ roso. Pero hay en la música popular una zona liberada, que es a la que uno puede recurrir.

–Pero esta inhibición del sentimentalismo, ¿funciona para todos? –Creo que esa inhibición se aplica especialmente a los hombres, dados los estereotipos que el machismo produce y asigna. Lo que aparece en el tango, que es territorio del machismo mayor­ mente, son momentos de quiebre, tra­ mos de resquebrajamiento, en los que me ha interesado detenerme precisa­ mente por su carácter de tales. –De hecho, Kohan dedica un capítulo al tema de la amistad y camaradería masculina en el tango: es el tópico (lugar y tema) donde la masculinidad se ablanda y se necesita la compañía y la camaradería de dos hombres desgraciados: “para matar el recuerdo del amor de una mujer parece precisarse la amistad de un varón: que el otro también tome, tomar juntos y hacerse amigos”, dice en el libro, y para ello dos cosas son importantes: “la confesión y el juramento”. Los capítulos dedicados al bolero pudieran sorprender por el descubrimiento de una tradición sólida del bolero en Argentina, tal vez porque se la ha reducido al tango a pesar que contó con varios intérpretes que alcanzaron su apogeo en otros países. Por ejemplo, Leo Marini salió a Cuba y Libertad Lamarque a México, donde se convirtió en un figurón del cine. ¿A qué se debe que el 21

bolero argentino (si hay tal cosa) no sea tan del conocimiento popular como el tango? ¿Cuestión de nacionalismo? –Hay que decir que incluso el tango puede plantear problemas a las preten­ siones de autoafirmación del naciona­ lismo: de hecho, es música de Buenos Aires y no de toda la Argentina; en el resto del país los géneros musicales representativos son otros. Y en rigor, de verdad, no es música de Buenos Ai­ res, sino del Río de la Plata: también de Montevideo, Uruguay. Así que los mapas culturales y los mapas políti­ cos no coinciden nunca del todo, por suerte; y la circulación (en este caso, de boleros) no queda atada a las taras

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del nacionalismo. Hay producción de boleros en Argentina, claro que sin la amplitud de México o de Cuba; pero más que eso, hay interés por lo que se compone y se canta en otros lados. –Al final del libro dices que el amor se cuenta mejor en las canciones, pero hay también buenas novelas o poemas sobre el amor. ¿Cuáles obras, cuyo tema es amoroso, son tus favoritas? –Menciono apenas algunas, porque mi memoria de lector es muy mala: Boquitas pintadas, de Manuel Puig; Cuando ya no importe, de Onetti; “El Aleph”, de Borges; los poemas de Idea Vilariño; El pasado, de Alan Pauls; Antes de conocernos, de Julian Barnes.

Dos poemas R odolfo H äsler formentera

Agarra el reflejo, sin pensarlo, un salto infinito eleva el lecho de la ola, la estrechez de la luna y la suma del calendario, adéntrate en una turquesa mexicana, zambúllete y mira, mira en todas direcciones, desnuda osa­ mentas, una higuera que no puedes abarcar. Ves pinaza y fruta en la boca de los más atrevidos, parpadea, no pierdas a nadie de vista en el vendaval que achicharra los cuerpos, no dejes de insistir, quítate los pantalones. Vives sin oficio aparente, vas derecho hasta el mar, la aventura del ojo hace que todo suceda, apura la infusión de geranio. Lame el pómulo mojado, mide su tibieza y anuncia que algo se acerca, una higuera más, una sepia muerta, un caballo de mar deliran­ te. No es un modelo a seguir, sólo sirve para un momento, pero aprove­ cha y bebe champagne transparente hasta lograr la transfiguración, la obsesión de la palabra trouvadour. Sigue cabalgando su lomo, el mar se escurre en las piedras y la piel se reconoce al sol, a esa distancia no sabes qué te vas a encontrar, no olvides el anzuelo, exprime el triunfo del deseo, afuera languidece el orégano, el esqueleto de un náufrago, el aceite en el pan y poco más. Todo se altera y aumenta el peso del entusiasmo. 23

andanza

Sobrevolamos el paso de los vientos, un instante a solas y puede que nos destinaran un lugar dañado, por debajo de la sangre y la distancia. Habíamos estado allí, pasamos calor, siglos atrás, con el estallido del látigo y el sudor, en el fango del mercado, ellas, acuclilladas bajo anchos sombreros de palmilla, ellos mirando, pero yo no veía nada de eso, sólo aumentaba el saber en el recuerdo, en la picadura del mosquito, tanto calor y un ápice de miedo en la primera andanza sobre las baldosas de aquel hotel afrancesado, gateando volvemos al horror, ungido en el frescor del ventilador, del eterno girar, bordeando el camino de la negación, borrando la línea patria, mi padre siempre comunicando en francés, esa sonoridad que vibra en el oído, créole en todos los susurros, on se méfie des étrangers, mi madre asustada, vestida maravillosamente bien se perfuma de un miedo atroz, esa punzada que queda, para nunca más desear lo que allí fuimos. (Haití, 1958)

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El desperfecto A lejandro B adillo Un trago. El preludio de una burbuja. Una nota ámbar en la garganta del hombre. La espuma que corona el tarro es sólida en la penumbra. El trago ámbar se retuerce en la garganta y él puede observar, a través del tarro, la deteriorada cristalería del bar. Hace calor y siente que invoca –cada vez que se enjuga la frente con el dorso de la mano– parvadas de ratas, insectos que, seguramente, pululan en los mosaicos del piso y que le hacen pensar en uñas sucias, calambres, bestias ciegas. El bar está despoblado. El dueño del negocio, de manos lánguidas, ojos que fatigan el rostro, mira la calle. Parece un dios a punto de perderlo todo. Un reloj de manecillas, medio anclado en una pared, marca las 11 de la noche. El hombre evalúa si debe pedir otra cerveza y esperar a que el calor disminuya un poco. Quizás una nueva serie de tragos pueda estrechar el ancho caudal del insomnio. Porque apenas puede dormir y, cuando lo hace, siente que se interna en una planicie llena de pastos secos, repleta de ár­ boles incendiados. Siempre despierta con dolor de huesos. Se asoma por la ventana y, cubierto apenas por unos calzoncillos, otea el horizonte desde su departamento en el noveno piso. La ciudad ruge, maloliente, a la distancia. Los edificios parecen pasados a fuego lento. En las noches vuelve a la ven­ tana y puede ver cómo las nubes se congregan y se quedan inmóviles, cam­ biando de forma, boqueando como peces saturados de aire. Y a pesar de las nubes, de sus formas oscuras derramadas en la noche, no llueve. Parece que nunca va a llover. “Una sequía como no se ha visto en muchos años”, dicen los conductores en el radio. 25

alejandro badillo

–Deme la cuenta, por favor. El dueño se acerca a la única mesa habitada del bar. Mira a su clien­ te y le deja la cuenta garabateada en un papel. El hombre le extiende un billete y un par de monedas. Cuando el dueño regresa a su lugar original, a un lado de la ventana, el hombre comprende que desde hace una hora ambos han estado solos, metidos en una especie de duelo silencioso que involucra a las sillas vacías, el extra­ vío de las servilletas y el refrigerador que parece un animal recluido en una esquina, lanzando destellos a la am­ plia llanura del bar. Comprende tam­ bién que, en ese instante, el dueño empieza a sentir por completo su so­ ledad. Por eso la lentitud de sus mo­ vimientos. Por eso la mansedumbre al contar las monedas que deposita, tintineantes y rabiosas, al fondo de un cajón. El hombre saldrá a las calles mientras el dueño hace el corte de caja y la soledad será alimentada por la esperanza de un nuevo cliente que llegará, como casi todos, resoplando, con la boca seca, falto de fe, como los hombres que vagan después de que su aldea ha sido devastada por los bárbaros. El letrero neón del bar hierve en la oscuridad. El dueño aumenta el volumen del radio. Los rodea una canción. Una voz de mujer hace malabares entre los acordes, dedica frases felices a los apaleados por el amor. El hombre no puede estar un segundo más ahí, así que da las gracias y sale del bar. Se escucha la sirena de una ambulancia. La ciudad sigue ardiendo pero, de forma inexplicable, no se colapsa. Los autos van veloces por la avenida. El hombre observa las cortinas cerradas de varias tiendas. Camina con la mente en blanco. Al fin, llega a su edificio, se interna por el pasillo principal y pulsa el botón rojo del elevador. 26

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En el espacio cerrado mira su reflejo en el metal de las puertas. Comienza el ascenso. El calor, ahora, es un pulso constante que se adhiere a sus brazos y a su nuca. Imagina quedarse ahí, atrapado, mientras el aire caliente le desbarata los pulmones. El bochorno es un animal enorme que trepa por su garganta, se introduce por sus oídos, respira dentro de sus fosas nasales, se apodera del ligero temblor de sus manos. Llega al noveno piso. La puerta del elevador se abre y observa, a su izquierda, casi como un regalo de bienveni­ da, la inerme silueta de una cucaracha muerta. Saca las llaves de su bolsillo derecho y da unos pasos hasta su departamento. Cuando gira la cerradura recibe, en pleno rostro, una bocanada caliente. Prende la luz de la pequeña sala y respinga cuando escucha una voz de mujer que sale de la cocina: –¿Ya llegaste? Se pone a la defensiva. Piensa que se ha equivocado de departamento, sin embargo ahí están los dos sillones que pagó a plazos, una novela policial que estaba a punto de terminar y que languidece en la mesa de centro. La pregunta sigue resonando en sus oídos mientras mira la repisa, regalo de su madre, que sostiene una maceta vacía. Entonces piensa en un robo difrazado de un inocente equívoco, en una trampa elaborada y discreta. Trata de en­ contrar algún objeto que le sirva de arma pero la dueña de la voz sale de la cocina y enfila a la sala. La mujer tiene unos 60 años. El foco de la estancia le ilumina la mitad del rostro. Está vestida con una falda larga, con pliegues, y una blusa con encaje en las mangas. Parece sacada de un viejo catálogo de modas. Lo mira como ave deslumbrada. Él tiene la sensación de pólvora en los ojos. Hay un poco de misericordia en la expresión de la mujer, como si lo perdonara de antemano, como si las explicaciones o excusas fueran sólo parte de un complicado cortejo. Por eso se queda, a unos pasos de él, quizás esperando la iniciativa de un beso, una caricia en la mejilla. Como no llegan, adelanta un poco el torso y le dice, piadosa: –Llegas tarde. –Es mi departamento, señora. Ella no hace caso a la afirmación y sube la mano derecha hasta anclarla en la cadera. El gesto es suficiente para que la luz ilumine los zapatos blan­ cos, de tacón bajo, parecidos a los que usan las enfermeras. El hombre se siente ridículo mientras ella se afirma en sus senos pequeños, en el grosor 27

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venenoso de los labios. Todo el rostro, en realidad, tiene un sutil hábito de permanencia. –Éste es mi departamento, señora. ¿Cómo se llama? Se arrepiente de haber hecho la pregunta porque será un nuevo anzue­ lo, una invitación que aumentará la intimidad. Ella mueve la cabeza: es la dulce abuela que niega una pregunta hecha a destiempo, la dama fatal que rechaza una curiosidad inadecuada porque nombrar algo, en ese triste lugar, es imposible. –Ayer se fue la luz y estuvimos sudando toda la noche, a oscuras, mi­ rando el ventilador detenido. Para colmo se acabó el agua y tuviste que ir por un garrafón. Es un fastidio. ¿Cuándo lloverá? –parlotea ella. El hombre intenta recordar en dónde estuvo la noche anterior, pero no puede. Quizás en el bar o en algún café que visita para no estar en casa, para huir de la soledad, del silencio que crece como un árbol cuyas ramas apun­ tan a la nada. –¿Quieres una limonada? –dice ella mientras regresa a la cocina. El hombre no puede elaborar una respuesta y deja pasar, impotente, los segundos. Se escucha el sonido del agua escapando por la coladera del fregadero. Imagina las manos explorando con fingida familiaridad los trastos y yendo al encuentro del apagador sobre la estufa. La mujer regresa a la sala empuñando dos vasos repletos de hielo. Se sienta en uno de los sillones y deja su carga en la mesa de centro. El hombre se sienta en el otro sillón, frente a la mujer. El terciopelo de los muebles, envecejido pero aún solemne, oficia el encuentro. Los vasos sudan su fiebre junto a la novela policial. Un pequeño charco se forma en la mesa de centro. El calor asciende desde el piso y le escuece los ojos. Ella parece a gusto en la atmósfera turbia y descifra, con su cuerpo sereno, el frío que empaña las paredes de su vaso, el desconcierto del hombre que la mira como un bicho raro. “Tendré que llamar a la policía”, piensa él para no mirarla, para no suponer que el verano lo está volviendo loco. “Llamaré al teléfono de emer­ gencia”, se insiste. Sin embargo, de cuando en cuando, vuelve al cabello de ella, a las madejas lustrosas entrelazadas con esmero, el broche de concha nácar, las arrugas junto a los párpados mal disimuladas por el maquillaje. 28

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La sombra de la mujer, escasa en la noche, proyectada desde la altura de su cabeza, hurga sin violencia las cosas que la rodean: unos zapatos que no alcanzaron a llegar a su lugar, un cojín abandonado en el piso, un recuerdo de Acapulco en el que un barquito se bambolea en un mar prístino, turquesa. La mujer sostiene su vaso con la mano derecha y hace un brindis: –Por una Navidad más juntos –dice con la locura bordeando cada una de sus palabras. –Navidad con este calor, en pleno junio –refunfuña él sin importar que lo escuche. Sin embargo, sin saber muy bien por qué, levanta su vaso y le da un sorbo. El sabor amargo le llena la lengua. Imagina que así debe saber la boca de ella. –Ya compré una guirnalda y un juego de luces. Mañana compramos el árbol, hay algunos en oferta –continúa ella. En un rincón, junto a una cajonera, puede ver un empaque con una serie de luces y una larga guirnalda de plástico decorada con brillantina. Le molesta imaginar su ventana llena de destellos multicolores. Le molestan, quizá más, las esperanzas de la gente. Tiene la convicción de que los buenos deseos vienen acompañados de violentas costumbres. –Feliz Navidad, amor –dice ella y acerca un poco el cuerpo hasta dejar las nalgas en la orilla del sillón. Las piernas sostienen esa figura que parece caer en un abismo. Ella, consciente del peligro, usándolo como último pre­ texto, se levanta y se acerca al hombre. Él echa atrás los hombros. Siente que el filo de sus clavículas, perceptibles bajo la blusa, explora el silencio del cuarto, que la orilla de sus caderas avanza a un ritmo diferente al del resto del cuerpo. Es como un sueño superpuesto a otro sueño y, por eso, los movimientos de su cuerpo, a pesar de ser meticulosos, no coinciden ple­ namente. Macerada por el calor, parpadea con agilidad, como si su mente luchara por ordenar varias ideas que surgen al mismo tiempo. Quizá los ve­ loces parpadeos tienen como propósito prevenir cualquier ataque, fingir que está fresca, fuera de la órbita calurosa, dispuesta a lanzar palabras exactas que rebatan cualquier argumento. Pero al mismo tiempo el hombre detecta una debilidad: la lenta respiración que disminuye, hasta donde es posible, los daños del aire caliente. Ella cree que cada incendio en el aire la enveje­ ce. Y a pesar de eso la siente más verdadera, firme en sus piernas de venas 29

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abultadas, sustentada su presencia en los zapatos blancos, en las madejas de cabello cubriéndole las orejas y dejando en libertad el fulgor dorado de un par de aretes. –Dime, amor: ¿desde cuándo vivimos aquí? –dice el hombre mientras se levanta del sillón, dispuesto a continuar la broma, mantener la distancia y ocultar, al mismo tiempo, el desconcierto. Quiere comprobar hasta dónde puede llevar a la mujer sin alzar la voz, amenazarla o emplear la violencia. Ella sonríe. Su respiración se acelera y su boca, avariciosa, deja en liber­ tad una hilera de dientes blancos. Hay una mirada de triunfo, una revancha miserable porque quizá sabe que está ganando la impostura, que su fabri­ cación inútil al fin da resultado. La soledad del departamento, la de un río muerto desde lo más profundo de su cauce, es su aliada. –Desde hace muchos años. Cuando abandonaste tu trabajo en la fábrica. ¿Recuerdas? –responde animosa–. Ahora pasamos más tiempo juntos. La mujer le acaricia las manos. El hombre siente el pulso rocoso de sus venas, las brasas de su respiración que no se agotan sino que se renuevan en el aire tibio que los rodea, en un cariño casi infantil que escapa, poco a poco, en gestos breves, en el paulatino enrojecimiento de las mejillas. El hombre trata de imaginar su vida en pareja, pero no hay imágenes que acudan a su mente. Quizás están atoradas en el sopor del verano o en los gestos de la mu­ jer que utiliza el dedo índice de la mano derecha para escarbarse los dientes. El hombre husmea con impaciencia a su alrededor. Casi puede oler la piel de la mujer, la esterilidad de su vientre, el tinte rojizo que no puede de­ rrotar por completo las numerosas canas. Hay en ella, en el aura que la rodea, una mezcla de frutas pasadas por el tiempo, de agua acumulada en el fre­ gadero, insectos tostándose en el lento sol, desintegrándose hasta volverse polvo que flota y que se mete bajo los muebles, en los contactos eléctricos, en la pátina opaca que recubre las cortinas. Ante la avanzada, el hombre va en reversa hacia la puerta y la mujer se acerca hasta acorralarlo. En ese momento, cuando intenta pensar en una nueva estrategia para echarla, poner distancia de por medio, se va la elec­ tricidad. El departamento naufraga en un limo que apaga las siluetas de los muebles. El bochorno, por un momento, parece hundirse pero sus latidos siguen y el hombre comprende que el calor tiene su propia luz y que necesita 30

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del anonimato de una habitación oscura para extenderse. El foco de la sala retiene una brizna de resplandor que se evapora lentamente. Lo único que queda vivo, en­ tre los dos, es la ambición de ella, los rui­ dos íntimos de la ciudad que transcurren, indiferentes, a la escena. –Otra vez, te lo dije –le reprocha, la amorosa. El hombre bucea en la luz amarillen­ ta de la ciudad que se mete en el departa­ mento. Los vasos, su vida vertical, luchan por contener su deshielo. Él parpadea, ani­ moso, como si ese acto fuera suficiente para fundir a la mujer con la oscuridad, desgas­ tar su voz, dispersar el calor de su aliento en el aire que entra a cuentagotas por la ventana. La tiene que fragmentar, sacarla de foco, vulnerarla. Sin embargo, opta por lo más fácil: –Voy a revisar los fusibles. Quizá pueda hacer algo –le dice a la mujer. Ella, coqueta, le guiña el ojo derecho. –Muy bien, amor. Te estaré esperando. El hombre sale del departamento. Una lenta naúsea perdura en su gar­ ganta. Se queda mirando la puerta blanca y el número “6”. Es su departa­ mento y no lo es. Hay luces prendidas en el pasillo, señal de que el apagón no afecta a todo el edificio. Entra al elevador. Se siente un poco mareado. La luz que desciende de la lámpara rectangular tensa los hilos del vértigo. Los números rojos indican que se acerca a la planta baja. Sale del elevador y camina por el largo pasillo que da a la puerta principal y a la calle. Una ventana rectangular filtra la luz amarilla de los postes. En la orilla derecha del pasillo hay un montón de cu­ carachas muertas. Salen en borbotones por las coladeras, huyendo del calor, y mueren, casi de inmediato, entre frenéticos movimientos, extrañando los secretos frutos de las cañerías. El sudor se acumula en su frente. 31

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Mientras encuentra el medidor y su registro, piensa que tiene que juntar fuerzas, recobrar la determinación y volver al departamento para echar a la mu­ jer. Es mejor no hablar a la policía. La llevará en brazos a la puerta principal del edificio y la dejará en la banqueta. Sonríe pensando en su maldad ima­ ginaria. Se siente satisfecho porque, al fin, después de tantos meses de di­ vagaciones sin rumbo, de ideas atolondradas que no van a ningún lado, hará algo definitivo. La dejará en la banqueta como un objeto, como un mueble que estorba y que sólo puede esperar, paciente, medio derruido, al camión de la basura. Abre el registro y, después de bajar la palanca, comprueba que las tiras metálicas de los fusibles están quemadas. Encuentra en un rincón algunas tiras de repuesto. Saca un par de una caja mientras piensa que será incómodo luchar con ella a oscuras, perseguirla por la sala como si fuera una niña. La luz del pasillo ilumina decenas de cartas amontonadas. Los vecinos las ignoran hasta que se despedazan y alguien, harto de la situación, las lleva a la basura. El hombre, después del cambio, empuja la palanca hacia arriba y escucha un leve chasquido. La luz, seguramente, regresó a su departamen­ to. Antes de volver piensa que es buena idea ir a la calle por un poco de aire fresco y comprobar si tuvo éxito su reparación. La avenida sigue saturada de autos. Algunos transeúntes caminan en la acera de enfrente. En efecto, hay un resplandor en su ventana. Casi puede ver la sombra encorvada de ella. La imagina esculcando entre sus libros, evaluando fotografías, mirándose en el espejo de su recámara, acomodando algún mechón perdido con el filo opaco de sus uñas. Luego, seguramente, cuando escuche el transitar del elevador y el tintineo que suena cuando las puertas se abren, elevará una risa grotesca, una risa aguda que calentará más el departamento hasta hacer sudar las ventanas. El hombre regresa al edificio. Siente aún, en el dorso de las manos, el recuerdo de las uñas cuidadas, de incierto color carmín. Pulsa el botón del elevador pero las puertas aún no abren. Quizás, una vez resuelto el problema de la luz, ella habrá desaparecido y sólo podrá comprobar, con desazón, con un poco de asco, las huellas de un cuerpo femenino en su cama, porque para la mujer habrá sido natural llevar más lejos la seducción, aprovecharse de su soledad y atraerlo a su sexo, a su vientre agrio, a sus piernas blandas abrién­ dose paso en la oscuridad, llevándolo a un punto sin retorno, para después 32

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burlarse de él y reclamarle que no ha podido dominar su desesperación, que le ha hecho el amor a una vieja. Las puertas del elevador tardan en abrir. Apenas corre el aire en el inte­ rior del edificio. Los escalones, los pasillos, las lámparas, parecen las entrañas de un animal agobiado por el sopor. Piensa en varios escenarios. El primero: aceptar la intromisión de la mujer como algo natural, un accidente extrava­ gante pero posible. Su mayor temor es que, con el acicate del calor, la mezcla de soledad y desesperanza, le seguirá el juego hasta poseerla. Penetrará el cuerpo dulzón. Penetrará su sexo como el invasor que se solaza en una plaza desguarnecida. Quizás un dedo resucite el vigor perdido de los pechos y, ya entrado en materia, buscará, en medio del creciente bochorno, el frescor de su gar­ ganta, el temblor de los párpados que se volverán jóvenes y ya no habrá espacio para la impostura, tampoco para el disfraz de las palabras, ni para las emo­ ciones. Le hará el amor minucioso, con movimientos mecánicos, mientras el ventilador ronronea. Más tarde, mientras ella duerme, explorará desde la distancia su cuerpo, mirará su nuca, escuchará si, en lo profundo del sueño, emite ronquidos. En la mañana irá por fruta y cereal para el desayuno. La atenderá como si quisiera reconstruir los restos imaginarios de una relación, como si recolectara, paciente, los despojos que deja el odio. Lavará la cafe­ tera que no usa para servirle una taza y, mientras lo hace, le platicará de sus teorías sobre la falta de lluvia, los sueños en los que el calor aumenta tanto que el aire seca los cuerpos de la gente y la ciudad es poblada por siluetas inmóviles, endurecidas. Después la escuchará darse una ducha; se pondrá muy cerca de la puerta del baño para saber si canta alguna canción, si hay alguna señal de que se frota los pechos, el ombligo, las axilas; si hace algún esfuerzo para tallar sus pies o si encuentra las toallas en el primer intento. Al fin, el elevador se abre. Inicia el ascenso. Su reflejo en las puertas metálicas es el de un hombre cansado. Piensa que otra opción es abandonar el departamento y buscarse una nueva vida. Quizás ella sea la señal de que necesita un cambio urgente y por eso necesita migrar a otra ciudad. Ella se quedará ahí, sustituyéndolo, viviendo lo que le debería corresponder a él: un lento purgatorio, una aburrición convertida en largas caminatas por las calles, horas en los bares, en cafeterías, en las bancas del parque, para de­ morar, hasta donde sea posible, la llegada al departamento. Entonces, una 33

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noche de verano, después de muchos años, la mujer regresará al edificio y lo encontrará ahí, metido en la cocina, como un completo extraño que le pre­ guntará la razón de su tardanza, le deseará feliz Navidad mientras le ofrece una limonada para menguar el calor y reanudar el encuentro interrumpido en una lejana noche, caldeada en la memoria. El hombre se divierte con estas ideas. Está a punto de llegar al noveno piso. Unos segundos más y estará frente a su puerta. El elevador se detiene después de una leve sacudida. Se va la electricidad. Hay una pequeña luz de emergencia que apenas taladra su entorno inmediato. El hombre maldice su suerte. Ahora es todo el edificio. Tendrá que esperar a que algún vecino baje y arregle el desperfecto. Ya lo han hecho antes aunque a veces tardan mu­ cho. Quizás, al cambiar sus fusibles, alteró sin querer otra caja de registro. Es posible que haya sido una coincidencia y que una sobrecarga, producida por decenas de ventiladores y sistemas de aire acondicionado funcionando al mismo tiempo, haya colapsado los circuitos. El calor aumenta en el espacio y ciega sus pensamientos. La luz de emergencia ilumina el cuadrado estre­ cho del elevador. El hombre siente que es un pez cocinándose lentamente. Se quita la camisa y la deja en una esquina. Se afloja el cinturón. Mira, con aprensión, el cadáver de una cucaracha. Es marrón claro y tiene medio des­ hechas las alas. Cuando llegó a la ciudad le dijeron que pululaban en todas partes. Algunas alcanzan a volar, pero el calor entorpece su vuelo, lo vuelve un elemento absurdo, desequilibrado, que finalmente las derrota. Entonces quedan vulnerables al primer pisotón, a cualquier accidente. Trata de empu­ jar la cucaracha lo más lejos que puede; con la punta del zapato la deja en el carril por donde corren las puertas del elevador. Ahí, una vez que vuelva la luz, el bicho será despedazado, convertido en un amasijo irreconocible en el que el marrón se confundirá con otros colores. La oscuridad del elevador parece un vientre materno veteado por leves franjas de luz, el inicio de los tiempos cuando el aliento oscuro de la tierra llegaba hasta la atmósfera e impedía el paso del sol. La temperatura, por lo tanto, disminuía. Le gusta pensar en eso para no llegar a la imagen de la mujer. Se acerca a la puerta y trata de meter los dedos en la intersección de las dos hojas metálicas. Tiene que medir sus movimientos pues demasiado esfuerzo puede agotarlo, quitar la humedad que aún retiene su cuerpo. Tiene 34

el desperfecto

la loca idea de que, si logra abrir el elevador, estará frente a un abismo. Se quita los pantalones y los zapatos. En calzoncillos, sudoroso, sigue intentan­ to. Si las puertas se abren se dejará caer y, en el trayecto hacia la nada, el calor se desprenderá de él, capa por capa, hasta dejarlo en una superficie sin temperatura, sin tiempo, en donde la soledad es una frontera y no hay bares habitados por hombres que cuentan hasta la locura cada una de las burbujas que van y vienen en sus vasos de cerveza. Esta idea lo reconforta, se sienta en una de las esquinas del elevador mientras el cadáver de la cucaracha sigue indiferente a su suerte. Entonces comienza a escuchar un ruido dimi­ nuto. No es un mecanismo del elevador, tampoco los pasos de alguien del otro lado, tratando de rescatarlo. Se acerca hasta tocar con la mejilla derecha el frío metálico de la puerta. A unos centímetros descansa la macilenta cuca­ racha. Mira sus alas desparpajadas que alguna vez, quizás no hace mucho, garabatearon un vuelo. El sonido sigue y distingue un golpeteo. Como dimi­ nutos pasos bajando, a distintos ritmos, las escaleras. Como alfileres cayendo del cielo o miles de manos sembrando semillas frescas. Piensa en la mujer y le dedica unos segundos de odio. La odia amorosamente, con el rencor de quien sirve, en silencio, unas gotas de vino rancio. Entonces tiene una re­ velación. Arrima todo el torso a las puertas del elevador. El sudor comienza a menguar. Hay una tregua con el esfuerzo. El sofoco que lo inunda cede cuando escucha, sin ninguna duda, el sonido de la lluvia abatiéndose sobre las calles. Cierra los ojos y piensa que la lluvia durará para siempre, que los edificios sucumbirán a su embate y que el nivel del agua subirá hasta que la ciudad desaparezca por completo.

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México F elipe V ázquez espejo de extravío

Botellas rotas en lugar de ojos, la ciudad nos mira a cada paso, flores de fisuras nos ofrece y todos huyen por las grietas. En la calle sólo vagan los que no hallan su casa y al mirarme algo preguntan a la niebla. *

Como caerse de sí mismo, vine: la ciudad en fuga de su cuerpo, ajena al ombligo de la luna y nudo de fronteras cada calle, sin embargo aún espejo de extravío, hogar del que huye de sí mismo, incluso espacio errante al sino de mis pasos. 36

*

Café de azar en cada puerta y pan de ajenjo, la ciudad iba a tientas por la calle, daba un extraño a cada espejo, aún despierta en ruinas cada día y las ciudades fantasma cada noche me habitaban, no sé cómo llegar a México es salir del ser que somos: en mis pasos oigo siempre el eco de otros pasos. errante raíz

De ajenjo un caracol en vez de pregunta daba el padre, en sesgo por mi sangre en otras venas vino a resonar, en la angostura suben los caballos por el río, no son viga al naufragio de mi voz. *

En este vaso tu respuesta se curva contra sí, la casa en espejo sobre el agua daba cobras a la tarde, octubre recala siempre en otro siglo 37

y en tu trenza de fronteras un vaso de sed me respondía. *

Nublados por el yerro y la sequía no vieron la dorada transparencia; errante raíz, a la caverna ataron el sueño del que ahora taja el mecate de sus muertos; da, contra sí, a las vértebras del verso un silencio de sombras y extravío. *

Ni canto de isla ni cantar, la casa halla muros en la pira, los caballos no eran sino puente, fuga de navajas en mi sangre, te sabía errante en la fijeza de mis días, azogue en los vasos de mi carne, azar donde el hacha duda de su canto y luego la ciudad donde mis pasos eran de otro. el canto de la sed

Abre en sí la puerta y sale de su nombre, el sol no brega ni el caballo cruza el día, la lluvia en mi desierto 38

no da vid, nos erosiona el canto de la sed, en ti estoy fuera de mis venas. *

No hay regreso, a la raíz llegan mis cenizas pese al río, no cruzan a caballo los vitrales, ni albas de turquesa a bayas dan caída, en el mezquite son la savia que taja de raíz. *

Ara y no halla tierra donde tierra sea ni siquiera es tumba de sí mismo; en fuga al filo del sería, pernocta a orillas del ser, no dice: arde en su voz y se deslíe.

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Rasgo G abriel W olfson Puedo también soñar del mismo modo cómo aprendí a caminar, pero esto no es cosa que me sirva de mucho. Ahora sé caminar; no podré aprenderlo nunca más. W. Benjamin

Alguien habla de algún otro. Alguien cruza la pierna y habla. Alguien está sentado frente a una mesa, por qué no, como si a la mitad de algo importante lo hubieran interrumpido. Alguien es interrumpido y alza la cara de lo que lo absorbía. Alguien alza la cara, cruza la pierna y habla, en todo caso para sí mismo. Habla de otro. Dice por ejemplo que ahora el otro está sentado en un banco no pensado en realidad para sentarse sino para subirse en él y así alcan­ zar los estantes superiores. Está sentado, recargado en los estantes medios y fumando, las cosas normales, la imagen normal. Está sentado ahí, algún otro, sobre el segundo escalón del banco y con los pies en el primer escalón, por­ que aún no quiere poner los pies en el suelo. Así suele decirse, poner los pies en el suelo, para indicar la necesidad o sugerir el consejo de no desva­ riar, no delirar, no volar: otra metáfora. Nadie vuela porque a nuestra especie aún no se le desarrollan las alas. ¿Aún? Según todo indica, nunca ocurrirá. ¿Aún no quiere poner los pies en el suelo? Aún: espera que ocurra, y más bien pronto. En este caso, sin metafísica ni metáfora: posar los pies en el suelo, pisar el suelo de este cuarto llamado estudio en la división fantasiosa de la casa alojada en la cabeza de sus dueños. Ese otro trae zapatos y aun así 40

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no se anima a poner los pies en el suelo, salvo, claro, para caminar. ¿Aun así? Al revés, según ha llegado a pensar: los zapatos impiden todo aviso de contacto, y de ocurrir el contacto las señales llegarían demasiado tarde. En­ tonces ese otro ve un zapato, y un pie dentro del zapato, sin calcetín, y el mí­ nimo espacio entre pie y zapato ocupado por termitas enfebrecidas. Piensa que es la imagen más acabada del encierro, pero sin saber para quién sería el encierro, para sí o para las termitas. El caso es que comienza a anhelar la posibilidad de haber llegado a un acuerdo con ellas, permitir incluso que se alojaran en el pie, rascaran en él túneles y cavidades, si a cambio se le ga­ rantizara que no avanzarían nunca más allá del pie y que el pie no acabaría perdiendo su imagen de pie, su estatuto de pie. Al mismo tiempo, sin embargo, a ese otro el tema se le ha vuelto su tema central de conversación, la plática fácil, una especie de compuerta general que ha servido lo mismo para eludir el clima y la salud que para divagar expertamente o para descubrir que a tres o cuatro les ha ocurrido algo parecido, nunca tan grave, es cierto, y que lo guar­ daban por considerarlo un asunto banal o por vergüenza. Lo mismo con las enfermedades, piensa alguien sobre su propia experiencia: se ocultan en la conversación por irrelevantes o por vergüenza. Pero, dice alguien, a ese otro le ha ocurrido que, una vez puesto el tema sobre la mesa, con los amigos que pasaron por la misma experiencia, no tan grave, cierto, se fue formando una especie de cofradía, un club de iniciados. Digamos: una afinidad no percep­ tible para el resto, justo como inscrita en ese “rumor químico de la naturale­ za” que ese otro trae en la cabeza como un mantra desde que empezó todo esto. Pero alguien, independientemente de ese otro de quien habla, tiene claro que las cofradías han perdido toda función, ya no tienen lugar, piensa, porque hay un imparable proceso, ¿químico?, que las convierte al instante en ornato, bisutería. Ahora bien, esto último no tiene mucho sentido así como está, y para darle sentido habría que desviarse del asunto que colma la ca­ beza de ese otro y del que alguien quiere hablar, en términos simples, con los pies en el suelo: ¿es la invasión de termitas en la casa de ese otro una metá­ fora de su vida conyugal? Encima de la mesa hay una caja con tarjetitas, alguien toma una y lee: “La producción de huevos por parte de la reina pri­ maria es baja al principio; en la primera estación puede poner de quince a cincuenta, de los que algunos son devorados por los progenitores. Más tarde, 41

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aumenta la fecundidad y las reinas maduras de Termitidae ponen varios miles de huevos por día”. Convienen muchas aclaraciones, dice al­ guien. Por ejemplo, así rápidamente, aclarar que no he sido yo quien ha recolectado y pro­ cesado esta información, fichas selectas que, no obstante, me permiten ahora hablar docta­ mente del tema. Segundo: este otro está con­ vencido de que las termitas que han atacado su casa pertenecen a la dicha familia de Ter­ mitidae, “que constituye el setenta y cinco por ciento de las especies conocidas de termes”, y ello no sólo porque desde luego no puede tratarse de Termopsinae, aficionadas a la ma­ dera húmeda, de Rhinotermitidae, las famosas termitas australianas, puesto que esto evidentemente no es Australia, ni mucho menos ya quisiera uno, de Cretatermitinae, la especie conocida más antigua, “descrita a partir de un fósil del cretácico” de hace aproximadamente cien millones de años; ni tam­ poco porque, además, los especímenes observados parezcan corresponder fielmente, en costumbres y aspecto, a las Termitidae de textos y viñetas de los manuales, sino sobre todo porque ese otro supo desde el principio que las huéspedes de su así llamado estudio ni siquiera ofrecerían el obsequio de la rareza. Aquí una imagen, parpadeante como flagelo durante los primeros días: científicos de bata y lentes, o al menos con plumas en la bolsa de la camisa y curiosos instrumentos a mano, han acampado en el estudio para observar y estudiar una nueva familia de termitas que, según comentan tras agradecer el café y la oreja o el polvorón que cada mañana su anfitrión ofre­ ce, revolucionará el modo en que el ser humano ha comprendido el mundo de los insectos sociales. Pero número uno: aquí no hay estudiosos de las termitas, pensaba entonces ese otro, y número dos, a nadie le importaría. Aquí lo que hay, según supo pronto, no son científicos ni estudiosos sino exterminadores de termitas, o para ser más precisos, falsos exterminadores de termitas, embaucadores embaucados por el criterio del tamaño para cla­ sificar a las criaturas de dios, que creen que todo lo que ande o repte por 42

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pisos y paredes inferior a diez centímetros amerita idéntico proceso de exter­ minio. Como sea, ese otro del que alguien habla gustaba de verse así, en pijama y chancletas, ofreciendo una lujosa variedad de pan dulce a los ar­ duos científicos de bata, pelo largo y sofisticadas herramientas, pálido pero veraz encuentro de dos mundos tras el mucho más categórico encuentro con las cien mil termitas en su estudio. Alguien saca una libreta, algún otro en­ coge las piernas y se aprieta contra ellas, reduciéndose en el banco, pero alguien, al leer, ni parece contemplarlo: “Don Nicolás Álvarez, dice alguien de pie, maestro de ceremonias de la catedral de Puebla, me hizo ver en la tarde, en su casa, una costilla de gigante, tan gruesa como un brazo humano y de diez palmos de largo; hay allí la tradición de que esos gigantes habita­ ban en los montes de Tlaxcala”. Esto, dicho o comentado en mil seiscientos noventa y siete, dice alguien, nos hace ver que desde mil seiscientos noven­ ta y siete o desde siempre o casi siempre tendemos a la vanidad de lo exclu­ sivo y único en cuanto a especies vivientes o en cuanto a especies en general. En cuanto a especies en general, se insiste en que al menos fue única la combinación de no sé cuántas con que aquellas degeneradas monjas inventaron el mole. Pero sea don Nicolás Álvarez hace mucho o este otro hace poco, dice alguien, se sueña con la especie única, el gigante tlaxcalteca o la termita única del estudio, cuyas cualidades únicas, sin embargo, ese otro nunca tuvo la curiosidad de imaginar. Lo cual, bien visto, dice alguien mien­ tras vuelve a sentarse frente a la mesa, nos indica que lo que zumba en las cabezas de don Nicolás Álvarez y de este otro no son el gigante tlaxcalteca ni la termita del estudio sino ellos mismos, don Nicolás Álvarez y aquel otro, orgullosos poseedores del vestigio u orgullosos descubridores de la nueva vida latente bajo la duela. No debo exagerar, se dice alguien, en realidad ese pobre habría llegado a fantasear no sólo con sus chancletas y sus conchas científicas sino con los atributos únicos de la nueva especie descubierta en su estudio de no ser porque muy pronto supo, o le hicieron saber, de las fa­ mosas Rhinotermitidae, las incomparables termitas de ese país insulso, bes­ tias de dios que, en su necesidad de vivir bajo la tierra, salen a la superficie y la convierten, si así puede decirse, en superficie bajo la tierra, superficie subterránea, un nuevo continente encima pero debajo de ese quinto insulso continente. Y frente a ellas, las termitas australianas, no cabía ya imaginar 43

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nada, frente a los esplendorosos montículos que levantan o hunden en la planicie de esa isla sobrante no cabía ya ponerse a fantasear desde la tres veces heroica. Frente a las obreras de Mastotermes Darwiniensis, dice al­ guien en voz alta y enfática, cuyas galerías subterráneas se alejan más de cien metros del nido, señores, la pálida imaginación de ese otro no pudo más que limitarse a variedades comunes de la repostería barroca. Primera ima­ gen común en las cabezas de alguien y del otro: los verdaderos túneles que cruzan la ciudad no son los que rascaron vanidosos criollos desde la catedral a los fuertes y demás sitios turísticos sino la asimétrica y desbordada telara­ ña que siguen trazando, mientras leemos esto, las ciudades de termes en los cerros que circundan nuestro altiplano. Segunda o tercera aclaración: al­ guien y algún otro, dice alguien mientras se rasca un piquete en la espalda, atención: alguien y ese otro sujeto son el mismo sujeto, pero en fin, de esa forma me resulta más sencillo hablar, hablando no sólo de alguien sino de alguien y de algún otro, dice alguien. Luego saca un cigarro y lo prende y lo observa. Sé dónde estoy, dice alguien, pero no siento estar donde estoy. Por­ que todo se reduce a lo siguiente: se puede dejar de sentir si se ha sentido, pero no a la inversa. Se puede dejar de creer en el dios que creó a esas bes­ tias excavadoras y potencialmente adaptables a cualquier continente subte­ rráneo o no, hundido o salvado o en suspenso, pero no puede comenzar a creerse en él si no se cree de por sí, si no se ha creído nunca. Algún otro se endereza, voltea hacia abajo, se frota las piernas gratamente y baja del banco para sentarse en el piso, la totalidad de las piernas sobre el suelo y espalda y cabeza recargadas en los estantes inferiores y medios. A ese otro le gustan los libros en los estantes porque proveen un respaldo movedizo, dice al­ guien, adaptable a su espalda tortuosa; a mí en cambio me imponen, como se dice por ahí, me abruma su cantidad, la altura de los estantes, la veneración que se les ha de guardar como para destinarles tanto espacio de la casa, un cuarto completo, el así llamado estudio por sus dueños. Se cree o no, ya de­ cíamos, y potencialmente se deja de creer, pero no a la inversa. Alguien se para y camina, con cuidado de no pisar al otro, ya casi tumbado a lo largo sobre el suelo. Fue la mujer de éste quien juntó todos esos libros, quien si­ gue haciéndose de libros y acomodándolos científicamente en estas paredes, conformando, claro, su propia galería, su nido cálido y vaporoso para garan­ 44

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tizar la reproducción. Sólo que en este caso no se sabe de qué: se sabe que hay reproducción pero no se siente reproducir nada, salvo, en todo caso, la propia galería destinada a la reproducción. “Las colonias de Termitidae pue­ den contener hasta un millón de individuos, lee alguien en otra tarjetita, procedentes todos ellos de una sola pareja real; durante el crecimiento de la colonia en las termitas superiores, el rey y la reina permanecen en la celda real, usualmente en las profundidades del termitero, donde la segunda expe­ rimenta el crecimiento posmetamórfico al que ya hemos aludido”. Cigarro y bocanada de humo para proseguir: “La reina es atendida por numerosas obreras que la alimentan, así como al rey, al tiempo que devoran las secre­ ciones producidas por las glándulas exudativas de ella y también las proce­ dentes del gonóporo y del ano. El rey, y con eso terminamos, dice alguien, vive tanto como la reina, y se producen cópulas con frecuencia”. Alguien devuelve la tarjetita a la caja, algún otro extiende el brazo sin voltear y saca del estante inferior un diccionario, que deja en el piso. Alguien lo recoge y busca: gonóporo: abertura genital. Vaya vaya. No podemos hacer mucho más que buscar las palabras raras en el diccionario, ajustarnos a la definición, plegarnos a ella. La tentación de interpretar, extrapolar, metaforizar, es muy grande: no leer en este caso sobre termitas sino, por supuesto, sobre huma­ nos, sobre el ser humano, sobre la especie. Por ejemplo: a la primera señal de alarma, ese otro dijo que él se encargaba. La primera señal fueron tres duelas agujeradas, pegadas a la pared. Ese otro dijo que él se hacía cargo, buscó en el directorio, llamó a los fumigadores cuyo logo le pareció el más árido, los fumigadores estudiaron el problema y dictaminaron la solución: introducir pastillas de veneno en los respiraderos de toda la duela de la casa, sellar puertas y ventanas y de ese modo, conforme las pastillas se disolvieran y operara su efecto, crear una pequeña cámara de gas que acabaría con todo. Así exactamente lo dijeron los fumigadores, una pequeña cámara de gas. Ni tan pequeña, pensó ese audaz y responsable otro, y luego pensó, con impo­ nente obviedad, como pura reacción, la más fácil y previsible, en las tantas resonancias de esa frase, o más bien en su única y magna resonancia, una pequeña cámara de gas, primero pensó en la insensatez de los fumigadores al emplear la frase y luego en la precisión y dureza de los fumigadores al emplearla, porque de ese modo, con esa frase, según fue pensando, le ponían 45

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en la cabeza, y sin posibilidad de no ver o no enterarse, la definición más simple y clara de lo que estaba a punto de montar en su propia casa: una pequeña cámara de gas, al menos, si no otra cosa, categóricamente despro­ porcionada frente a las tres duelas del rincón agujeradas, toda una pequeña cámara de gas, aun si pequeña aunque bien visto no tan pequeña, para aca­ bar con algo invisible que en todo caso se había trabajado sólo tres duelas de un extremo del estudio, pero más bien para acabar con todo. Entonces co­ mienza a pensarse en la inconveniencia de interpretar: para referirnos a Ter­ mitidae, en este caso, pero lo mismo a abejas, hormigas, avispas, parece que no podemos más que emplear nuestros términos, enjaretarles nuestros térmi­ nos, encajárselos en sus poco esclerotizados lomos como manzanas que halla­ ran en la corrosión de esos lomos tierra húmeda para dormitar y recomenzar la germinación. Una pequeña cámara de gas, el famoso “baile de las abejas”, la envidiable industriosidad de las hormigas, o ya desde antes, rey y reina, esos términos tan desesperados y suplicantes con que anhelamos un orden cono­ cido, es decir cruel, alojado ahí dentro, sobre la superficie del interior de la tierra, que nos explique lo que ahí ocurre y nos dé paz. Yo me encargo, dijo más o menos ese otro, más como para tranquilizarse él mismo al probar que sí podía hacerse cargo de algo así, y la mujer respiró y dijo que muy bien aunque pensó, sin duda alguna pensó, que él no iba a poder hacerse cargo, que no hallaría a los fumigadores, que olvidaría hacer la llamada, que cualquier cosa se cruzaría en su panorama como una palomilla en el aire hipnotizando a un gato y lo alejaría del espacio de los acontecimientos, cómodamente lo apartaría del campo de batalla. Pero no: aunque al final, en efecto, no termi­ nó de hacerse cargo, ese otro no olvidó llamar a los fumigadores ni dedicar veinte minutos a olisquear y rascar los agujeros de las tres duelas, con espí­ ritu incuestionablemente inquisitivo y resuelto. Veámoslo: en pijama y chan­ cletas, decidido a consagrar los minutos necesarios a su exploración, tirado en el piso, tanteando primero los bordes de barniz que las termitas dejan intactos, según supo pronto, para asegurarse la oscuridad requerida, com­ probando la fragilidad de esa cáscara de barniz, rompiéndola con una pluma y luego desprendiendo trozos como quien se retira triunfantes películas de epidermis muerta, y entonces por fin comprobando la oquedad de la duela, los túneles a veces rectos y lógicos en su fácil andar y a veces incomprensi­ 46

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bles, más tarascadas necias que túneles, más banquete en las cimas de sua­ vidad de la madera que caminos supuestamente industriosos. Pero atención: días o semanas después, derrotada la vanidad del hallazgo único que lo her­ manó con don Nicolás Álvarez y con tantos otros maestros de ceremonias, este otro volvió a pensar en la singularidad de las termitas de su duela. Al­ guien va por un vaso de agua, vuelve, riega con él una macetita minúscula y se toma el resto. En lo que en realidad pensó, dice alguien, para ser precisos habría que decir que en lo que en realidad pensó fue en la singularidad de todas las termitas del mundo. Digamos: las obreras de Termitidae, dice al­ guien, se encargan de todo excepto de la reproducción y la defensa de la colonia: cuidan los huevos y a las termitas jóvenes o los transportan a lugares más seguros, alimentan y cuidan a la reina, buscan comida, excavan galerías y túneles, reparan daños al termitero. Eso dice el manual, bien. Pero aun sin detenernos en esos términos, reinas, obreras, ¿hemos de suponer que las termitas del así llamado estudio están dispuestas a ajustarse a su definición en un libro, a actuar conforme a lo que nos asegura su descripción y carac­ terización, su viñeta numerada y a escala para hacerla digna de nuestros ojos? Una primera réplica, demasiado tambaleante, justo por ello la primera: ¿y si la madera no tuviera barniz? En un lugar abandonado, con cientos de tablones amontonados, acaso las termitas irían dándose cuenta, en cosa de no más de tres generaciones, de que no necesitarían dejar una capa superficial en las maderas de sus emboscadas, y de que en la noche podrían salir y en­ trar, practicar túneles verticales, levantar una galería nueva en la zona de más abigarrado amontonamiento de tablas y no por fuerza por debajo de las losetas craqueladas. Todo lo cual le hizo pensar, dice alguien deteniendo la vista en ese otro, que la razón para no comerse la capa de barniz podía ser distinta a la asegurada por los manuales. O bien a nadie le gusta el barniz, ni a ellas ni a nosotros, y por más activas las enzimas o protozoarios de nues­ tros sistemas digestivos el barniz es una materia aún extraña para asimilar, o bien, mejor aún, las termitas saben, de alguna manera pero claramente saben, que no es conveniente para ellas horadar el barniz, idéntico motivo entonces por el que en este caso, o en esta casa más bien, comenzaron por las duelas de los rincones y no por las centrales y más recorridas: puro camuflaje, puro ganar tiempo, un tiempo que en el caso de los habitantes de la 47

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casa fue cosa de dos, cuatro, ocho días, antes de distinguir unos disonantes centímetros de duela, más pálidos o más secos pero en cualquier caso distin­ tos a como eran, y que en el otro caso, en el de las termitas, no fueron horas ni días, cuatro u ocho, no se sabe qué fueron salvo que fue el tiempo justo para que naciera otra generación completa, otra qué, cómo decirlo, otra ciu­ dad, otro mundo entero de termitas, para que las larvas adormiladas acelera­ ran su maduración, algo así como miles de gotas de agua vertiginosa y fría en un desierto salvaje dentro de la tierra. ¿Cómo decirlo: reina? ¿Sí? ¿Esa rei­ na, ese término que nos reconforta, casi nos acaricia y protege al encontrarlo una y otra vez en los párrafos de los manuales, en los párrafos selectos de las tarjetitas en este caso, esa reina es la misma a la que tranquilamente susti­ tuye la colonia cuando falla, una gran reina, desde luego una única reina es aquella misma que entonces, al fallar y al asegurarse la colonia que ha pro­ ducido una nueva que la sustituya, es rodeada por “una multitud de obreras, todas con sus partes bucales aplicadas sobre ella, cosa que se prolonga por espacio de tres o cuatro días, disminuyendo lentamente su cuerpo hasta que sólo queda su arrugada piel”? Ni serían días, claro, no sabemos cómo nom­ brar ese espacio de tres o cuatro o de quince o veinte qué, días, en los que la acción abrasiva de miles de miles de lenguas o labios reduce filialmente a cás­ cara, a barniz inútil, a la así llamada reina, gorda reina entregada a la repro­ ducción y, suponemos, al principio confundida por tal muestra de veneración, de limpieza o afecto o rendición totales y después quizá convencida de que esos imparables lengüetazos que la consumen son, aun consumiéndola o justo por eso, las más acabadas muestras, decíamos, de veneración. ¿Sí? Mal argumento, dice alguien, quizá no haya mejor definición de “reina” que la que nos provee el diccionario de las termitas, quizá el término “reina” fue creado no para Anas e Isabeles sino para esa termita inflamada de inmovilidad e hijos y sólo después aplicado también a las otras reinas, menos categóricas, menos consagradas pero, al menos en sus periodos heroicos, asignadas tam­ bién a un final apoteósico a través de la veneración guillotinadora de la es­ pecie. El otro palpa el suelo con las manos, con la palma completa, luego cruza los brazos y bosteza. Su contundente cámara de gas fue un fracaso, dice alguien, tan épico que éste se sentía en su cálculo exterminador: en realidad fue ahí cuando comenzó esta historia de Termitidae, cuando las 48

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particulares Termitidae del así llamado estudio marcaron el inicio de la his­ toria. El fumigador selló todas las posibles aberturas de la casa, algunas in­ cluso que ese otro no había ni sospechado, cubrió con plástico los muebles y objetos de la cocina, distribuyó pastillas rosas, como enormes tabletas efer­ vescentes, a lo largo del más superficial subsuelo, y ese y su esposa durmie­ ron dos días fuera, descansaron en un hotel pulcro y floreado mientras en su casa se cocinaba la ni tan pequeña cámara de gas. Nada los perturbó esas dos noches de hotel, el primer hotel en que dormían de su misma ciudad, nadie podría siquiera entrar a robar, les había dicho el fumigador, si alguien entra ahí queda, con todo y termitas y hormigas y cucarachas. Puro profesio­ nalismo, puro lenguaje de expertos, palmadas en la espalda entre este y el fumigador, ya camaradas que aprovechan las innovaciones químicas de la industria, sobre todo porque al decir “ahí queda” el fumigador experto y al escuchar “ahí queda” el ya experto cliente, al observar sus respectivas mue­ cas, pareció quedarles claro que en efecto ambos deseaban que justo esa noche, no ninguna otra sino justo esa noche de invisible gas rosado se deci­ diera a entrar algún ladrón y efectivamente quedara ahí, congelado por la acción abrasiva de las veinte o cien pastillas del inmediato subsuelo, para al día siguiente, al volver a mediodía a la casa ya ventilada, encontrarse al intru­ so tirado en el piso de la cocina, pulido por el gas y recubierto por miles de hormigas, si no fuera que eso sería imposible, claro, porque las hormigas serían las primeras en quedar ahí, junto con cucarachas y termitas y tijerillas y mariposas negras. Pero al instante ese otro estrechó la mano caliente y suave del fumigador, dice alguien, subidas las piernas en la mesa, por qué no, y al instante se le desdibujó esa fantasía penal, hubo un salto de la ima­ gen del intruso recubierto de hormigas a la de una fruta, una fruta sin cásca­ ra, un mango carnoso, recubierto de polvo, de viruta, de filamentos de papel y tierra, y, por tanto, un salto a la imagen del desayuno y de la vida continua y más o menos resuelta, porque, dice alguien, este otro confió absolutamente en la eficacia del tratamiento exterminador que le acababan de proponer. Entonces hubo las dos noches de hotel, la molestia de dormir en un lugar extraño en la propia ciudad pero matizada por la seguridad nunca puesta en duda, por algo se habló de una pequeña cámara de gas, la seguridad de que a la vuelta, una vez que el experto fumigador hubiera abierto las ventanas 49

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para ventilar la casa, en la casa habría para respirar un aire libre de mosqui­ tos y habría para pisar un piso sin grietas ni rastros de esas cadenas alimen­ ticias provistas de millares de individuos. Hubo pues las dos noches, extrañas dos noches de anomalía y de complicidad, de contubernio en la confianza en el gas, y luego hubo, claro, no sólo la confianza en un regreso libre de alima­ ñas sino el regreso: un aire novedoso, un olor en la casa desconocido y que parecía hacer presentes, palpables, todos los metros cuadrados de espacio, los metros de aire, como si fuera la póliza de garantía, o mejor aún, la firma al calce, la firma del artista de la fumigación, un olor rosa, higiénico, intole­ rable si no fuera porque era palpado como eso, el garabato del exterminador. Un momento de tregua, dice alguien, y entonces algún otro voltea y expresa su acuerdo, suponiendo que alguien dejará de hablar por un momento y que podrán estar así, tranquilos, palpando un piso que nunca más será un simple piso, pero no, dice alguien y se ríe, me refería a la tregua en la relación ma­ rital, no a nosotros, dice alguien, lo siento, no sé si nos guste o no ese térmi­ no, tregua, pero no hay otro, podría plantearse como una vuelta a la paz del inicio si no fuera porque nunca hay vueltas y nunca hay inicios, lo siento, una tregua, una tregua dada, atención, por la pequeña cámara de gas, por el olor abrumador y limpio que poco a poco fue despidiéndose o fue siendo cubierto por los olores propios de una relación conyugal en pleno ejercicio de sus rutinarias facultades gracias a la tregua, misma que, haciendo justicia a su definición, comenzó a agrietarse cuando a las tres semanas se descubrió una nueva grieta en una duela, pequeña y dudosa, y luego otra, categórica, imposible de concebir más que como una grieta nueva, un rasguño fresco a esa madera que, por cierto y ya que estamos en ello, dice alguien, había constituido un par de años antes, sí, al momento de su compra, la oportuni­ dad de otra breve tregua igualmente producto de una inesperada complici­ dad. La complicidad fue, bien visto, equívoca, pero qué más da: ese otro, intentando hacerse cargo de comprar la duela, tratando de sortear ese mundo de procedimientos adecuados que su mujer le sugería, distintas cotizacio­ nes, visitas a los proveedores, investigación minuciosa hasta ser capaz de recitar seis diferencias entre el pino y el encino y otras seis entre encino y cedro, dio con un lugar en el df donde vendían madera vieja, y como para entonces era ya un pequeño experto en precios y sabía ya que en materia de 50

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duela era mejor la duela usada, la ya pisa­ da al menos por dos generaciones, fue y cerró el trato e invitó a su esposa para com­ partir la alegría del hallazgo y del ahorro implícito, y la esposa fue y he aquí el equívoco en la complicidad aquella, dice alguien, porque he aquí que la esposa de éste, apenas olfatear la gran bodega oscu­ ra y con tirabuzón sacarle al dueño tres palabras sobre su negocio, se olvidó del ahorro y del hallazgo específico de la due­ la y más bien se hipnotizó con la bodega en sí, galerón que recorrió como un museo, palpando cada trozo de barandal, cada ropero cojo, cada portón desvencijado e indagando en la procedencia e historia de cada tablón, hasta dar con la verdadera naturaleza del lugar, según dijo, no un expendio de madera ni si­ quiera un museo, sino el cementerio de la grandeza mexicana, duelas ente­ ras de mansiones alemanistas, portones desestimados del Banco de México o de tal o cual secretaría, interiores de palacios desmontados al completo y alojados en ese cementerio vivo de la Calzada Zaragoza, de tal modo que en el viaje de regreso este otro iba feliz con su propia eficiencia y la esposa iba feliz con su abstracción lírica, y qué más da, iban ahí con su pequeña tregua, que floreció aún más cuando, a la semana, llegó a su casa el camión cargado de duelas cargadas de ahorro y de historia. Y cargadas de termitas, según la primera hipótesis, dice algún otro. ¿Dice?, pregunta alguien, sorprendido, y da la vuelta, por qué no, en su silla giratoria. Vaya vaya, dice alguien. Bueno. Primera hipótesis, que desdibujaba la imagen del cementerio de la grandeza mexicana, el panteón de elefantes, la fosa de la ciudad de los palacios, etcéte­ ra, y borraba sobre todo esa pequeña victoria, una batallita oscura, la de haber­ se traído los restos de esa grandeza para que florecieran aquí y no allá, la de haber sustraído como contrabandistas los restos de esas glorias como demos­ trando que allá todo se pudría, todo tendía a venirse abajo, todo tendía al estrépito de la demolición, la quiebra, y aquí no, aquí esa heroica madera desestimada por los tiburones podía encontrar el microclima perfecto para 51

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renacer. Bueno. Primera hipótesis, obvia: la ruina inoculó la ruina hasta en sus restos desestimados, la ciudad de los palacios se aseguró de depositar cien, veinte, dos larvas de Termitidae en sus propios desechos para extender la corrosión en el país de los incautos, etcétera. Hipótesis temible pero cris­ talina y reconfortante: tocaría arrancar toda la madera y prenderle fuego: en el zócalo, dice alguien, por qué no. Pero entonces llegaron los nuevos exter­ minadores, quienes además de aparentemente o eventualmente exterminar las termitas, desecharon la hipótesis. Estamos, es evidente, dice alguien, dando un gran salto, ahorrándonos varios pasos. Y no está bien. Por ejemplo, el gran paso de la esposa lectora. La esposa lectora, espécimen propio de las zonas subtropicales de la ciudad, aparece sobre todo en los así llamados estudios, cámaras de almacenamiento de comida y nidos para la reproduc­ ción, etcétera etcétera. Lo importante es que la esposa lectora come de todo y no presenta ningún problema moral ni gastrointestinal por ello, desde gra­ nola hasta cabezas de pescado, desde caldos grasosos hasta nísperos. Y hace alarde de ello, incluso mayor que el alarde sobre aquello que le da nombre: de hecho, en el así llamado estudio, hay un estante para libros sobre comida, no tanto recetarios como historias de la comida, reflexiones sobre la comida, re­ cuentos sobre el uso del tenedor o el plato sopero, el consumo de reptiles, los métodos de conservación de los alimentos, las hambrunas, los motines por la falta de pan, la repostería barroca. La imagen es la siguiente: ante cualquier pregunta, la esposa lectora no entrega respuestas, entrega libros. La imagen más detallada es la siguiente: un día algún niño pregunta a la esposa lectora por qué la sangre es salada o dónde está la conciencia, la esposa lectora sonríe, interrumpe sus ocupaciones, va a la estantería, selecciona cinco li­ bros y se los entrega al niño, se los echa encima delicadamente. Y vuelve a sus ocupaciones. Entonces, cuando aparece una grieta nueva, muy pronto identificada porque los ojos se han habituado a olfatear cada duela, a reco­ nocer sus manchas distintivas, sus juntas irregulares, la tregua se desmorona conforme se apilan en la mesa, en esta mesa, por qué no, libros sobre insec­ tos, manuales de entomología, tratados de sociobiología, con separadores adheridos en las páginas claves. No hay tales tarjetitas, dice alguien, dijimos tarjetitas para enrarecer un poco el ambiente, para restarle verosimilitud a todo esto, lo que hay, lo que hubo una vez que emergió la nueva grieta, una 52

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vez que las nuevas, minúsculas mordidas constataron el fracaso de la peque­ ña cámara de gas, fueron páginas selectas de libros selectos apilados en la mesa, pilas de libros que eran elocuentes indicaciones de lo que había que hacer: leer, conocer lo conocido sobre las termitas, familiarizarse con sus nombres y su clasificación, manejarse con soltura entre sus nidos y galerías dibujados a escala antes de volver a caer con falsos expertos, con avergonza­ dos ignorantes del tema, exterminadores aficionados que compensaban su desconocimiento con frases contundentes, una pequeña cámara de gas, más propias de vendedores callejeros que de profesionales. Alguien se calla. Quizá recargamos las tintas, dice alguien con verdaderas dudas, pidiendo del otro la aprobación o el rechazo, algo, un movimiento de cabeza, una ceja alzada. ¿Nada? ¿Nos da igual? Alguien busca una tarjetita, quizás esto fue lo primero que leyó la esposa, lo primero que seleccionó, dice alguien, lo cual a quién no habría alarmado, a todos nos habría puesto a leer y a inves­ tigar: “Desde el preciso instante en que la muerte de la reina primaria con­ duce al desarrollo de uno o más reproductores suplementarios, las colonias podrían considerarse como inmortales en potencia, y ciertamente las colo­ nias de algunos Termitidae han llegado a alcanzar edades comprendidas entre los 40 y los 100 años”: por lo pronto a averiguar cómo muere esa reina prima­ ria, lo cual, como sabemos, nos habría conducido a esa bella estampa donde miles de hijas o súbditas la lamen sin alimentarse de ella hasta consumirla, y una vez esa estampa la lectura habría sido imparable, por lo menos una tarde entera incluso olvidándonos de comer o de cenar. Así con algún otro, aunque ahora aparente desinteresarse, dice alguien: comenzó a leer lo que la esposa le había señalado, comenzó a subrayar, a tomar notas, por cierto que desde luego en el así llamado estudio, ese estudio edificado pacientemente por la esposa, una telaraña para sí misma, un nido para la reproducción de nada, si acaso para la reproducción de la pura idea de reproducción, etcéte­ ra, pero donde aquel otro, no sé si dándose cuenta o no, dice alguien, pasaba más y más tiempo, y empezó incluso a enterarse de otras cosas, a divagar, a patinarse en los renglones y las hojas. Por ejemplo: la discusión en torno al cine sobre insectos gigantes de los años cincuenta. Permítaseme glosar la discusión: en la década de los cincuenta se filman en Estados Unidos varias películas cuyos protagonistas son humildes granjeros o humildes niñas de 53

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vestido azul atacados por insectos de tamaño humano o superior, arañas, hormigas y escarabajos sobre todo. La interpretación más convincente es que se trata de una proyección del miedo imperante bajo la guerra fría, hor­ migas rojas, caparazones atómicos, en fin. Pero después alguien argumenta que el miedo era más simple y directo, una reacción nada simbólica a las plagas de los años cincuenta, que aterrorizaron pequeños condados y acaba­ ron con muchas cosechas, versión de los hechos que nos parecería más apro­ piada por su casi literal anclaje a la tierra si no fuera por la tendencia a la exageración de nuestros vecinos, tan cerca de dios y de nosotros. Se teme lo que no se conoce o se teme lo que se tiene más cerca, dice alguien, o bien se teme a los insectos, que están cerca y lejos y en casi todo lugar, “En cual­ quier momento dado, hay al menos 1015 hormigas vivas en la Tierra, supo­ niendo que C. B. Williams es correcto al calcular un total de 1018 insectos individuales, y tome un 0.1% como estima conservadora de la proporción que les toca a las hormigas”, o se teme a las tarjetitas, es decir a las tarjetitas que no existen, es decir a la lectura, se teme a los libros subrayados donde dice “diez a la dieciocho”, “en cualquier momento dado”, “rumor químico de la naturaleza”, frases inocentes que van agrupándose sin orden, por pura bús­ queda de calor fraternal, asqueroso apego sin justificación, y de pronto ya no son tres o cinco frases sino la fantasía de las tarjetitas que nos devuelve un poco de ese orden: sino una superficie blanda para descansar en ella: sino un aire intoxicado y poco a poco imprescindible. ¿Cómo decir eso? Así: “Las poli­ llas macho, por ejemplo, cuando son orugas, comen un cierto tipo de planta que contiene una sustancia venenosa. A ellas no les afecta, la asimilan en su cuerpo y, cuando son adultas y se aparean, transmiten a la hembra esta mo­ lécula, la cual, a su vez, la incorpora en el huevo que habrá de poner para defenderlo”. Las cosas se dicen o no se dicen, dice alguien y continúa leyen­ do aunque casi sin ver la tarjetita, como si la hubiera memorizado de tanto leerla: “Durante el encuentro, el macho le informa a su pareja la cantidad de veneno que pudo consumir durante su etapa larvaria. Le ‘dice’ a la novia cuán grande será el regalo en esta ocasión”. En esta ocasión, en cualquier momento dado, y ese otro que se siente obligado por su mujer a leer, a estu­ diar la pila de libros que le ha dejado en efecto apilada, por qué no, sobre esta mesa, obligado sutil pero incontestablemente y, en fin, obligado a sen­ 54

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tarse varias horas, en bata pero no bata de científico sino, digamos, de amo de casa, en el así llamado estudio a leer y repasar y subrayar y verificar antes de tomar cualquier nueva decisión, una reconfortante y perfecta tram­ pa. El así llamado estudio, la pila de libros, la obligación de dedicar las maña­ nas a la lectura divagatoria y al café y al desayuno: he ahí los vértices de esa cámara no de gas sino de reproducción convertida en trampa. No exageres, dice el otro, te encanta pero evítalo. Y eso es todo, agrega el otro y se acues­ ta en el piso. No se puede exagerar si no se ha exagerado nunca, dice alguien, y yo no he exagerado nunca. Ya llegaremos a lo de la trampa, dice, no por involuntaria menos trampa. Si se quiere involuntaria: podría decirse incons­ ciente si no fuera porque ya no creemos en el inconsciente sino en el puro rumor químico de la naturaleza, en la posible comunicación química entre la termita reina y la esposa, la reina del hogar: involuntaria pero efectiva comu­ nicación, quién va a probar lo contrario. Demuéstreseme (“¿demuéstreseme?”, se escucha en el así llamado estudio, “eso es impronunciable, o inescribible”) que no hay comunicación química entre una reina y otra, entre una hormiga y una miga de pan, entre un niño y un trozo de madera, entre unas encías y una acelga, entre un gonóporo y un roble. De todo lo anterior, dice alguien, vamos a resaltar una de las posibles comunicaciones químicas, la del niño y la madera, ¿está bien?, le pregunta a algún otro, pero el otro está acostado en el piso, tranquilo, con los ojos cerrados aunque obviamente despierto, la duela fría y fresca, una plancha de disección o de reposo. Un pequeño bal­ neario poco conocido, casi privado, suponemos que ahora inexistente, o más bien pensamos que ahora sería imposible que existiera, que subsistiera, sin casi clientes pero sin herrumbre ni descomposición. Hay dos niños y la ma­ dre en ese balneario, y tal vez, si acaso, alguna otra familia, tan lejos como para que cada una se sienta en su balneario privado. El hijo menor le dice a la madre: “ya sé escribir, mira”, y entonces, con una ramita quemada en un extremo, escribe una palabra sobre una mesa de madera tosca que hay ahí en el balneario, una mesa casi empotrada en el pasto en torno a la alberca, y luego dice: “Mira, ahí dice…” y lee la palabra escrita. Tal es el primer re­ cuerdo de ese otro, dice alguien, ¿está bien?, ¿voy bien?, tal cosa según ese otro, dice alguien, por mucho que ahora parezca desinteresarse radicalmen­ te, consagrarse a sentir la dureza y la frescura del piso, es lo primero que 55

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recuerda de su vida según lo contó alguna vez, el así llamado primer recuer­ do de la misma forma en que se dice el primer diente o la primera cirugía. El niño lee la palabra escrita. La palabra escrita sobre la mesa es “mesa”. An­ tes hubo agua, pasto, juegos en la alberca, juegos que ahora, dice alguien, en su monotonía, en su rigor ascendente, ese otro no sabe cómo su madre pudo entonces soportar tanto tiempo, hubo sándwiches y ensalada en recipientes de plástico, hubo juegos ya sólo entre los dos niños y hubo una fogata, apro­ vechando grandes y pequeños troncos y brasas ya provistos por el propio balneario o por la infatigable naturaleza, de donde salió esa ramita seca de ciprés quemada en un extremo, detalles todos estos que de igual forma po­ dríamos llamar los primeros detalles, la primera imagen que se recuerda o que se cree recordar verdaderamente, imagen que dota de escenario al así llamado primer recuerdo de la vida o primer recuerdo absoluto, denomina­ ción azotada pero justa, diríamos, si no fuera porque lo que este otro en realidad recuerda es que no hay tal recuerdo: recuerda el balneario, a su madre dándoles sándwiches y asoleándose, recuerda escribir “mesa” en la mesa con una ramita que no se había quemado del todo en la fogata, ramita tan bien recordada que años después pudo incluso identificar y asignar a su especie, ciprés del tipo cedro blanco o ciprés mexicano, pero no recuerda haber aprendido a escribir ni a leer. Está claro que, en ese momento, aquel otro ahora tirado en la duela de encino americano probó saber escribir, por­ que escribió “mesa” en la mesa, y saber leer, porque dijo “Mira, ahí dice” y leyó y dijo “mesa”, pero esto de algún modo no es cierto, porque sólo se puede saber algo luego de no saberlo. El asunto es que, por supuesto, la madre después contó esa anécdota muchas veces para referirse al primer momento en que supo que su hijo, quién sabe cómo, demostró ya saber es­ cribir y leer, así que este otro desarrolló dos hipótesis al respecto, o tres, dice alguien, ahora quizá ya tres: aprendió a leer y escribir viendo a su hermano mayor aprender a leer y escribir, viéndolo llenar el libro de escritura y cali­ grafía, un libro grueso que intercalaba papel bond y papel de china para calcar las letras, las rayas elementales, aprendió entonces por pura imitación teórica, viendo a su hermano trazar y trazar letras y oyéndolo decirlas en voz alta, hasta que un día él mismo, en ese balneario encinoso, hizo lo que tantas veces había no hecho pero sí visto hacer a su hermano, dos años mayor y 56

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estudiante destacado de primero de primaria. Ésa es una opción. La otra, dice alguien, es que nunca en realidad aprendió este otro a leer y a escribir si se entiende por tal un proceso, un paulatino desenvolvimiento de ciertas destrezas, eso ha pensado como segunda hipótesis, que aprendió en un solo acto, de golpe, en el mismo instante en que decía a su madre “Ya sé escribir” y escribía “mesa” en la mesa, no antes, y en el mismo instante en que decía “Mira, ahí dice” y leía en voz alta “mesa”, todo lo cual querría decir, dice alguien, que lo que recuerda este otro es que no tiene ningún recuerdo ante­ rior a ese momento en que, con una rama quemada de ciprés, escribe “mesa” en una mesa de madera tosca, corroído pino probablemente, y que, por tanto, ese momento es su primer recuerdo, la primera imagen de su archivo, lo cual representa, dice alguien, si no una ilustración más de nuestras teorías, sí un suceso lamentable, ¿o no es cierto, pregunta alguien a algún otro, de pie junto a él, que a veces te lamentas de no conocer la sensación de aprender a escribir y a leer, no conocer el estado de no saber hacerlo ni el tránsito de ese estado al opuesto? En resumen, dice alguien con voz más ligera y trabajada mientras vuelve a la mesa y se sienta en ella, los pies balanceándose en el aire, y así como con la creencia o el abandono de la creencia en ese dios que puebla los trópicos con diez o veinte abrumadores universos de hormigas y termitas, podemos decir que se puede aprender a leer y a escribir cuando no se sabe hacerlo pero no al revés, no se puede desaprender a leer y a escribir, no se puede devenir analfabeto. ¿No?, se escucha en el así llamado estudio. En todo caso, planteemos la tercera hipótesis, dice alguien, la comunicación efectiva y averbal, preverbal o antiverbal entre un niño y un trozo de madera, el rumor químico de la naturaleza, el susurro amistoso entre dos entidades por otra parte tan similares, un dedo y una rama seca de ciprés, una compli­ cidad en pos de la pura supervivencia entre dos partes de dos mecanismos mucho mayores y que no obstante operan en ese momento sin pensar en esos mecanismos mayores sino por pura afinidad y desobediencia y cuyo resulta­ do se traduce, nunca mejor dicho, en las letras de “mesa” en una mesa, es decir, en algo que pudo descifrarse así por el público asistente, es decir la madre, pero que pudo haberse descifrado de muchas otras formas. ¿No?, pregunta alguien, ¿no nos convence que aquello que llamamos aprender a leer y escribir o saber ya leer y escribir o probar que nunca no se supo leer 57

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y escribir no es o no fue en realidad nada de eso sino el puro rumor químico entre una mano y una rama seca, entonces evidentemente no tan seca, el puro diálogo molecular de una entidad, la mano, el dedo, desde luego mucho más afín a la rama seca que, digamos, a la entidad rodilla, a la entidad híga­ do, a la entidad madre o familia, a la entidad azulejo, a la entidad carretera o bosque de pinos? ¿Seguro? El asunto es claro, dice alguien, y a estas altu­ ras esperaba que este otro lo viera igualmente claro. Alguien baja de la mesa, vuelve a sentarse en la silla, dando la espalda al resto del así llamado estu­ dio, y baraja algunas tarjetitas. Que aparezca una nueva reina, una termita que hubiera desarrollado aptitudes reproductivas de tal modo que a la primera la pudieran consumir las once mil bocas o lenguas de sus hijas, y que inclu­ so luego otra sustituya a la segunda y luego otra y otra o, por qué no, que la colonia se bifurque en dos cámaras reales con sus correspondientes miles de obreras y guardianas y pajes, no indica más que el potencial de Termitidae, un potencial que no obstante requiere casi milagros para su plasmación en acto. Tarjetita, dice alguien: “Durante los pasados diez mil años o más, el humano en conjunto ha tenido tanto éxito en la dominación de su ambiente, que casi cualquier tipo de cultura puede triunfar por un tiempo, mientras presente un modesto grado de consistencia interna y no corte la reproduc­ ción. Ninguna especie de hormigas o termes disfruta de este dominio. La más leve ineficacia en la construcción de los nidos, en el establecimiento de pistas olorosas o en la conducta en los vuelos nupciales, podría acarrear la rápida extinción de la especie por depredación y competición con otros in­ sectos sociales”. Supervivencia, bifurcación, ramificación, alianzas, imita­ ciones, engullimientos, dice alguien, que requieren trabajos microscópicos permanentes, minúsculas excitaciones y emisiones permanentes, un dedo palpitante junto a una rama seca palpitante, una termita blanda junto a una astilla de encino blando, una tarjetita junto a otra tarjetita junto a un libro junto a otro libro encima de otro libro junto a otro libro encima de un estan­ te junto a otro estante junto a otro estante encima de un piso de cálido y mulli­ do encino americano. ¿Resultado? El así llamado estudio por sus dueños, también llamado por alguien más el nido o la cámara de reproducción, dice alguien, y también llamado la trampa por alguien más, y nunca mejor dicho si consideramos que, pese a los lloriqueos por no haber conocido la sensa­ 58

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ción de aprender a leer y escribir y pese a temer a las tarjetitas y a los subra­ yados que obligan a leer que ese dios en el que no puede creerse si no se ha creído nunca en él crea siempre más y más especies de insectos, avalanchas de miles de nuevas especies de insectos que viven bajo nuestros pies donde­ quiera que nuestros pies pisen, pese a ello, dice alguien, resulta que algún otro pasa más tiempo en el así llamado estudio, encogido, recogidos sus pies, tirado sobre la plancha de encino americano, gestándose a sí mismo como nueva especie eternamente en bata, pasa más tiempo aquí que en ningún otro lugar de la casa, del hogar conyugal de cuyo derrumbe la emergencia de las termitas en el así llamado estudio acaso constituya la metáfora perfecta, asunto este último que hemos querido poner sobre la mesa o, por qué no, que hemos querido plantear con toda claridad y franqueza, con los pies en el suelo como suele decirse. Porque no puede negarse que fue la esposa de este otro, dice alguien, quien edificó pacientemente, se diría que con saliva y ramas secas, el así llamado estudio como un nido para sí misma, una cueva, una cámara de reproducción individual: lo que no puede saberse es si previó o no lo que finalmente iba a pasar, la fanática predilección de este otro, su apego químico precisamente al único espacio de la casa que no le correspon­ día, al único espacio que lo abruma y lo sofoca y lo inmoviliza. Algún otro rueda en el piso, no más de dos giros pero lentos y categóricos, remarcados los movimientos y los rechinidos, y luego, ya quieto de nuevo, bocarriba, tamborilea los dedos en la duela. Magnífico, dice alguien, pero habría salido mejor si hubieras guardado tu número para después de esta última tarjetita que voy a leer: “Desde que Carolus Linnaeus comenzó la clasificación formal en 1758, los zoólogos han catalogado en torno a un millón de especies anima­ les, dando a cada una nombre científico, un par de párrafos en alguna revis­ ta especializada y un pequeño espacio en la estantería de uno u otro museo. Pero a pesar de este esfuerzo prodigioso, el proceso de descubrimiento ape­ nas ha empezado. Las proyecciones basadas en intensas investigaciones de hábitats selectos indican que el total de especies animales oscila entre tres y diez millones”: ahora sí vendrían bien los giros y vueltecitas, para respon­ der con movimiento al movimiento desaforado y monstruoso de esa creación incesante de siempre más y más especies, esa derivación imparable de nue­ vas especies o subespecies, mutaciones tras de las cuales, por ejemplo, bien 59

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puede la gran reina asistir aturdida y agradecida a su propia extinción a lengüetazos, y bien puede uno, por qué no, sentarse en la mesa a tomar agua y comer un pan con mantequi­ lla antes de que se lo devoren las hormigas, un croissant, un polvorón con coco rallado encima, o mejor aún, ese prodigio de pan veracruzano lla­ mado chamuco, especie de tortita de santa clara barbarizada por el trópi­ co, puesto que, como sabemos, los trópicos “constituyen los auténticos cuarteles generales de la fauna mun­ dial” y nada mejor que ellos para barbarizar desayunos o, viendo la hora, almuerzos, tentempiés, el eter­ no aperitivo de la vida en el hogar. Aceptamos el rumor químico del mundo, dice alguien, único dios de nuestros ojos sin microscopio y nuestros oídos sin amplificador, pero nos negamos a aceptar sus posibilidades, una de ellas la de una comunicación entre reinas, encuentro de altísimo nivel a través de las más diplomáticas enzimas entre la termita reina y la reina del hogar, aunque no se caracterice, la del hogar, por pasar mucho tiempo en él y menos aún si se compara con el tiempo que sí pasa este otro, dice alguien, rey de las pija­ mas y los refrigerios, encuentro, decíamos, dice alguien con gesticulación catedralicia, evidentemente madurado con el tiempo, refinados sus detalles, paciente en enseñar sus resultados. Primero el nido, la cámara de lectura, el así llamado estudio, tejido como el espacio vedado para este otro, y luego la afición paulatina de este otro, concebida, podemos suponer, como una con­ quista o una resignación, para que finalmente, cuando la afición ha resultado necesidad porque el así llamado estudio, en su hermetismo, en la autoridad de su estantería, es ya no el espacio vedado sino el más apto, el inexplicable­ mente más cómodo espacio y más añorado, emerjan primero cautas y luego imperiales las ordenadas hordas de Termitidae como un regalo exclusivo 60

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para el intruso. Ésa es una lectura, dice alguien, la de una trampa en sentido estricto: atrae a la presa y luego le inserta el aguijón, en este caso las miles de termitas. Otra lectura, sin embargo, contempla que las termitas no son el aguijón sino al contrario, la última línea de seda de la red: una vez que hay termitas y que su exterminación se revela más complicada de lo que pudo en principio suponerse, la presencia de este otro en el estudio tiene al fin una justificación racional. Perfecto, dice alguien. Llegamos por fin al argumento indestructible, podemos desayunar tranquilos. Alguien se levanta, contem­ pla la mesa, la pared, aparta la silla y camina hacia un extremo del estudio. A esa hora la luz pega en toda la duela, en la mitad inferior de todos los es­ tantes, un manto de polvo suspendido: aun con la ventana abierta no habría corrientes de aire que rompieran ese estancamiento. Algún otro se levanta, se alisa la ropa y sale del estudio. Alguien camina hacia las duelas donde el otro estaba acostado, se queda ahí un momento y luego se sienta en el piso junto al librero, recargado sobre sus rodillas. Pasan minutos, los pocos rui­ dos se hacen tan regulares que se borran, el estudio se ensombrece un poco al paso de una nube. Entonces alguien prende un cigarro y piensa que ha perdido, que, buscando imponer una idea, ha desarrollado argumentos tan gloriosos y sobre todo tan autónomos que terminaron por probar justo lo con­ trario. Si la hipótesis de la trampa es cierta, piensa, entonces no hay tal cosa como un derrumbe de la vida conyugal, las termitas no son metáfora de nada, la duela mascada es sólo duela mascada, los libros carcomidos sólo libros carcomidos y engullidos, y la vida conyugal en esta casa, sea lo que sea o como sea, se prolongará incluso más allá de las vidas de sus participantes, como un rasgo de carácter, una impresión de luz en cada libro o un rastro de arena en cada junta y cada comisura. O bien al revés, piensa alguien, dada esa premi­ sa la hipótesis de la trampa es inasumible, pura palabrería, no hay rumor químico ni pacientes nidos ni cámaras de reproducción o aislamiento, sólo hay, muy al contrario, una tajante brecha, una película indestructible entre un mundo y otro, un mundo subterráneo impracticable y cerrado en sí mis­ mo, por mucho que de pronto asome a la superficie, y un mundo sobre la tierra, conyugal y maniático como cualquier otro y junto a todos los otros mundos conyugales también cerrados en sí mismos, y entonces la aparición de las termitas puede o no ser una metáfora del derrumbe de ese mundo pero 61

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nada más que eso, una metáfora, como podrían serlo el estallamiento en cien pedazos de un florero o la cuarteadura en cien arrugas de una fotografía. No hay solución, piensa alguien, ni para un florero roto en cuarenta pedazos ni para una fotografía y menos si en la fotografía carcomida salimos nosotros, quienesquiera que seamos nosotros, piensa alguien y encoge las piernas de tal manera que los talones se juntan con los muslos y las rodillas quedan como estantería para la mandíbula, queríamos argumentar, piensa alguien, quienesquiera que fuéramos quienes queríamos hacerlo, en medio del desa­ yuno eterno y sin digestión, en pleno estancamiento matutino que corre el riesgo de devenir vespertino o de no diferenciarse hasta que oscurezca que­ ríamos argumentar, como una pausa, por qué no, un bocado de aire entre la ingesta matutina, una oportunidad para tomarnos descuidados, con la guar­ dia baja y la pijama en alto, como quien no quiere la cosa según suele decir­ se y sin que importara quién fuera el que no quisiera esa cosa ni qué cosa fuera esa, la no querida cosa, en fin, queríamos entre todo eso argumentar, por qué no hoy, ahorita, por qué no este momento sin gracia, uno más, este momento dado, por qué no esta planicie anodina en el así llamado estudio para argumentar, pero nos queda claro, según todo indica, nos queda claro que argumentar no está sirviendo para nada. Y para inferir eso hay varias pistas. Alguien se toma los tobillos, los aprieta, trata de abarcarlos con la máxima extensión de sus manos sin lograr desde luego que se toquen las puntas del pulgar y el dedo medio y luego afloja las manos y las descansa en los empeines de los pies y piensa entonces que hay varias pistas y que una de esas pistas es, si se quiere la más burda pero pista al fin, el apego de la esposa a los libros, a sus libros según lo diría la propia reina del así llamado estudio, la manía de comprarlos o, aunque cada vez menos, recibirlos rega­ lados, aceptar aquello de lo que otros más juiciosos se quieren desprender, lo que sea, títulos que ni le vienen, asuntos que no le importan aunque claro, llegado el caso por ejemplo de una invasión o visita o emergencia o aparición de termitas o como quiera llamárselo ella pudiera, sin decirlo, hacer notar que he ahí la justificación de por qué se acepta o se posee un libro de ento­ mología o en realidad cualquier libro posible, la costumbre de acomodar las nuevas pertenencias en el estante correspondiente, reubicar un estante com­ pleto a fin de hacer hueco no a uno sino a varios tomos que han de incluirse 62

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en esa sección, dedicar más tiempo a esos reacomodos y ajustes, dedicar mucho tiempo a verlos como si se los viera ya no como libros sino como po­ liedros, ciertos poliedros afines entre otros miles de tipos de poliedros del mundo, verlos en su apropiada o no apropiada articulación por colores, eva­ luar el apropiado o no apropiado contraste de tamaños, la apropiada o no apropiada contigüidad de un lomo viejo y sostenido con diúrex amarillo y otro gordo y brilloso, la misma aunque no la misma manía de quien atesora estampas de bisontes o de ángeles, cajetillas de cigarros, listones, fotogra­ fías, árboles o nombres de árboles o nombres de padres de la iglesia o nom­ bres de repostería barroca o estribillos de canciones o máscaras o leyendas de la Colonia, el apego a un cierto tipo de objetos o cierto tipo único de en­ tidades del mundo, seudónimos o timbres o nietos o insectos atravesados por agujas en una caja de madera y vidrio, apego del que fundamentalmente salen temas de conversación, así sea o sobre todo si conversación con uno mismo, y del que en este caso ha salido como remate, piensa alguien, ade­ más de decenas de tarjetitas o decenas de pasajes subrayados en gruesos volúmenes expertos, otra tarjetita u otro pasaje que en caso de que hablara, en caso de que la tarjetita o el pasaje hablara, podría decir “Yo también ha­ blo del insecto” y que, tarjetita o pasaje, dice en algún momento: “los come­ jenes se apoderaron de la biblioteca oigo su áfono rumor el canto cero de las termitas los hombres desertaron de la biblioteca” y que luego dice: “los comejenes ocupan el lugar de los hombres golosos de papel peritos en celulosa el orgullo de los hombres se abate madera roída todo es vano” y que, tarjetita o pasaje, más tarde dice: “el gorgojo mina el orgullo así quedaremos cadáveres agusanados”. Y como si esto último no fuera suficiente, piensa alguien, por supuesto que es suficiente pero si no lo fuera, piensa alguien, hay otra pista, más casera y en chancletas podríamos decir quienesquiera que pudiéramos juzgar el tipo de pista, aunque las chancletas o la imagen de las chancletas quizá no sea lo más apropiado porque la pista, aun si casera, más bien tiene que ver con la calle, las banquetas corrientes, las vías disparejas, las calles que ni siquiera son calles de esta ciudad nues­ tra, una pendiente terregosa apenas aplanada pero donde ya hay una o dos o tres casas y que por tanto ya es una calle aunque no tenga casi ninguno de los atributos de una calle, una calle encerrada entre dos muros o dos rejas o 63

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más usualmente tres muros y una reja o incluso cientos de así llamadas ca­ lles encerradas por enormes muros a las que sólo se accede merced a uno o tres o cuatro puestos de control, calles, en fin, todas ellas, las reales y las falsas, que aquí no han querido servir más que para decir: el mundo. Otra pista, pues, que tiene que ver con el mundo, no ya con esta casa ni con el así llamado estudio en las homeostáticas cabezas de sus moradores, no ya con la dependencia de los libros, dependencia por manía clasificadora y acumula­ dora en la esposa y que ha resultado en una reja y tres muros de libros como falsa calle habitacional, dependencia por miedo en el caso de aquel otro, o más bien dependencia del miedo a los libros o del rechazo o el asco o el tedio o dependencia de la incomprensión, de lo injustificable de tantos libros uno junto a otro sobre otro junto a otro junto a otro, ya no con todo eso que no es más que un cuarto llamado estudio junto a otro cuarto sobre otro cuarto jun­ to a otro, no con eso tiene que ver esta segunda pista sino con el mundo, noción entre cuyas imágenes la primera que se nos presenta en la cabeza a quienesquiera que tengamos una cabeza ocupable es la de la calle, todo aquello que se conoce como la calle, es decir muchas calles, es decir la ciu­ dad junto a otra ciudad junto a otra ciudad, es decir el mundo. En el mundo hay matrimonios, piensa alguien, y los matrimonios son monótonos. En el mundo hay básicamente matrimonios, no importa si firmados o ritualizados con agua o sangre o trago o convenidos por propios o ajenos o contratados por poco o mucho tiempo o sustentados en escrituras o en psicomagias, y los matrimonios son monótonos. En el mundo hay básica y fundamentalmente matrimonios, no lámparas ni timbres ni hormigas sino matrimonios, da igual si entre adultos o entre adolescentes o entre dos señoras o entre dos viejos o dos hermanos o dos niñas ciegas, y los matrimonios son monótonos. Esto podría decirse al revés, no importa: los matrimonios son monótonos y en el mundo hay matrimonios, o incluso así: puesto que en el mundo hay matrimo­ nios los matrimonios son monótonos. He aquí un testimonio, piensa entonces alguien una vez que se ha levantado, vuelto a la mesa y tomado una tarjetita, la única verdadera tarjetita en esa mesa, por qué no, el testimonio de un se­ ñor, don Marcelo, en una ciudad como cualquiera y en un año como cual­ quiera, al menos desde que los matrimonios son lo que son, es decir, por qué no, desde el siglo dieciocho: “Sí, me casé con la señorita Sarrazin-Levassor, 64

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una chica muy linda. Este matrimonio fue, en parte, culpa de mi amigo Fran­ cis, quien conocía a la familia de ella. Nos casamos de la manera en que uno normalmente se casa, pero no funcionó porque vi que el matrimonio es más aburrido que cualquier cosa. No me di cuenta de que era más soltero de lo que creía, así que después de seis meses, mi esposa, amablemente, aceptó que nos divorciáramos. No hubo niños y ella no exigió ningún tipo de pen­ sión, por lo que las cosas se hicieron de la manera más simple posible. Después ella se volvió a casar y tuvo hijos”. Pero he aquí que ya no hay testimonio alguno, piensa alguien, testimonio de qué. Teníamos lista esa única tarjetita como nuestra única aportación al acopio de líneas subrayadas, más bien co­ mo forma de entrar en materia, según se dice por ahí, una aportación maciza y simple, un sobrio martillazo para cortar la palabrería entomológica y plantear sin dobleces el verdadero tema de discusión, el único asunto de actualidad, según dirían los que saben, pero he aquí que ya no hay asunto a discutir y que el testimonio de ese señor don Marcelo sólo dice una cosa: del matrimonio no se puede hablar. Podríamos en este caso hablar, piensa al­ guien, quienesquiera que fuéramos los hablantes, de las notables diferencias en los sistemas de ingestión y digestión de aquel otro y de su esposa, una alimentación quisquillosa la de aquel otro, pueril, como de hijo único que hubiera optado por hacer de sus gustos y recelos el eje de su perpetua de­ manda de atención, las cosas demasiado cocidas siempre y siempre simples, sin sabores extremos ni consistencias huidizas e imprecisables, comidas ap­ tas para el estómago de un bebé o de un niño enfermizo, una constante des­ confianza, una alerta ante cualquier variación minúscula de color u olor con respecto al modelo único y eterno de cada alimento o plato, alojados tales modelos en una cueva remota, la verdadera caja fuerte vulnerable sólo con hipnosis si es que aún creyéramos en la hipnosis, sabores reproducibles y elementales, galletas, panes dulces, frutas procesadas, yogur procesado, fru­ tas como uvas o manzanas que nunca se reblandecen ni producen moho, ensalada rusa, papas al horno, pasta, zanahorias, botes de tomate molido, cereales de celulosa para desayunar, nueces sin sal, pistaches sin sal, aros de cebolla, queso metalizado, embutidos metalizados, arroz blanco, sopas de verduras, platos cuya preparación, digámoslo así, queda borrada, como si nadie nunca hubiera hecho nada para que de pronto hubiera ahí, en la mesa, 65

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una milanesa, un pedazo regular de algo, carne o pescado o caldo o lo que sea, sin alteraciones, sin bordes difusos, sin variaciones de sabor, todo una misma cosa sin huella de su origen crudo o espinoso o demasiado agrio o cu­ bierto de grasa, grasa que en cambio, piensa alguien, bordes quemados o gigantes células blandas de grasa, formaría una de las prioridades en el otro sistema de ingestión/digestión si es que cupiera en ese caso hablar de prio­ ridades y si es que más bien cupiera en ese caso hablar de un solo sistema, desde luego que es un solo sistema y un solo estómago pero la disposición a comer cualquier cosa y mientras más demandante mejor y a mayor cantidad mejor y tan disímil una cosa de la otra y de la otra y la otra lleva a imaginar una especie de mujer dromedario si no fuera, claro, que los dromedarios sólo comen plantas, así que mejor una mujer mofeta, que pasa de comer insectos o aves a comer los huevos de cualquier ave que siga poniéndolos o de cual­ quier insecto siempre que ponga tantos que sean perceptibles a la mediocre vista humana, y plantas, sí, tallos u hojas gruesas y terrosas e impracticables salvo para rumiantes, plantas cuyas nervaduras podrían tramar la jarcia de un barco, plantas de hojas gordas y peludas, tallos fibrosos, tubérculos casi de madera, y carne, claro, faldones atravesados de grasa, veteados de tendo­ nes, cartílagos rugosos, sesos sorbidos de cualquier cabeza cocinada, los ojos gelatinosos y de centro duro y polvoso de los pescados y también sus aletas crujientes y sus colas, y quesos metálicos igualmente, sí, escurridos sobre hamburguesas triples, sobre cualquier fritura, trozos nadando en vinagre, estofados rebosantes de garbanzos o habas, riñonadas con sabor a amoniaco, y caldos, claro, turbios jugos reconcentrados donde nadan tripas o moluscos o chiles enteros o cuajarones de grasa, lo que sea que pueda representar a la mujer mofeta un reto y una confirmación de su manía, o mejor aún, una prue­ ba, la prueba por excelencia de que se está vivo sobre la tierra, de ahí que en realidad nada de mujer mofeta, más bien mujer reina única en su especie y en cualquier especie, capaz de devorar reptiles y madera e incluso capaz de revertir la acción abrasiva de las once mil bocas de sus súbditas tragán­ doselas primero a todas aun si esto la lleva a encabezar un reino vacío. Ya nomás con eso, piensa alguien sentado de nuevo frente a la mesa, tendría que bastar esta acumulación encantada de sí, esta diferencia de sistemas de ingestión/digestión vuelta abismal, mucho más contundente de lo que en 66

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realidad sea, para decir como suele decirse: causal de divorcio. No hay solu­ ción, diría el juez, no hay solución, habría dicho uno de los abogados, el candoroso, el que no falta nunca, el que antepone la sagrada posibilidad de reconciliar a los querellantes a la sagrada posibilidad de desplumar al que­ rellante rival y dejarlo en la ruina. Pero ante la ruina, como suele decirse, que no falte el pan. Y que tampoco falte salud. Y techo, que no falte. Lluvia para los campos, que no falte. Reposo, que no falte. Buenas amistades, que no falten. Sopa, que no falte. Tranquilidad, que no falte. Un trago de algo, que no falte. Algo de algo, que no falte. Como no han faltado nunca, piensa al­ guien, buscando su reflejo en la plancha lustrosa de la mesa, incontables cau­ sales de divorcio, pintorescas causales de divorcio, somníferas causales de divorcio, ilegibles causales de divorcio, y como no han faltado nunca, piensa alguien hurgándose los ojos, sobándose los lagrimales, quienes busquen convertir las causales simples y prácticas en causales filosóficas y trascen­ dentes, y como no han faltado nunca quienes hagan lo opuesto, por épocas, por rachas, como las circuncisiones a los niños si no se pertenece a las doce tribus, por épocas y rachas y tendencias, según dirían los que suelen decir eso, tendencias, una generación de niños circuncidados y dos generaciones no, otra generación sí y tres no, una generación que ve en una pelea por celos o por hábitos de higiene no una pelea por celos o por hábitos de higiene sino la prueba de la incomunicación de la especie o de la biológica o cultural y desde luego reprimida esencial poligamia de la especie y luego otra genera­ ción que ve en el desinterés existencial o la depresión no desinterés ni de­ presión sino, digamos, unos pantalones sucios, una sobremesa alcoholizada, un timbre de teléfono que nunca se escuchó, pero sobre todo, piensa alguien, lo que absolutamente nunca ha faltado nunca es querer ver en todo eso, golpi­ zas o celos, depresión o envenenamiento, nulidad sexual, pantalones sucios, pudibundez, padres ausentes, trastes sucios, periódicos, desayunos esclero­ tizados, hurtos, odio a los hijos, sobreprotección, pesadillas recurrentes, vómi­ tos recurrentes, olvidos periódicos, tedio vespertino, ronquidos, hipocondria, muebles viejos, pereza, frases de desprecio, falta de sueño, pastillas, avari­ cia, en todo eso querer ver una historia única que no ha existido nunca antes y no se repetirá jamás y aunque se parecerá a otras no será jamás igual a ninguna otra porque en eso, ahora lo vemos quienesquiera que tengamos ojos 67

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para ver, en eso está el rasgo fundamental y de hecho, por qué no, el encanto del matrimonio, en dotar a los contrayentes de la única oportunidad de una his­ toria única, la historia que únicamente cuenta el derrumbe de todo eso, la acumulación única, haya o no divorcio, de causales de divorcio, la historia junto a otra historia junto a otra historia que ha dado material para que todos los juglares y trovadores de la historia del mundo nos cuenten la misma úni­ ca historia asegurándonos que es una historia única. Única en su género, piensa alguien, eso debería advertirse siempre, única en su género, lo cual quiere decir más bien lo contrario de lo que se estaría queriendo decir, es decir, que del matrimonio no se puede hablar. Se pueden buscar y acumular causales de divorcio, piensa alguien, pero del matrimonio no se puede ha­ blar. Se pueden buscar y postular o construir o discutir las causas de esas causales de divorcio, las historias únicas, los gestos o manotazos o golpes únicos, se pueden detallar los cinco meses o diez años de hogareña vida en común descomponiéndolos en miles de partículas como un enjambre que cruza un calendario descendente hasta convencerse de la imposible duplica­ ción, la absoluta singularidad de esos diez meses o años, pero del matrimo­ nio, en fin, piensa alguien, del matrimonio se pueden buscar o esculpir o proyectar metáforas, rasgar metáforas, hallarlas o sembrarlas debajo de esa piel o esa pared tan afectuosa y hogareñamente descascarada, pero debajo de esa epidermis o esa cal no hay más que nada, ni metáforas ni sus huellas. No hay solución, piensa alguien, rasga la cajetilla, la golpea en la mesa, ar­ gumentar no está sirviendo para nada pero no podemos, quienesquiera que finalmente encontremos el encendedor o unos cerillos, no podemos dejar de argumentar al menos o sobre todo para argumentar por qué argumentar no está sirviendo o para argumentar cuáles son y dónde están las pistas que lo indican. Lo único que puede hacerse es afirmar, piensa alguien, hacer una declaración según dirían los jueces o los abogados de los querellantes can­ dorosos que aún creen que el juicio se juega ahí, en la solidez o franqueza de la declaración o, dicho de otra manera, que aún creen que hay tal cosa como un juicio o un proceso, hacer una declaración y confiar en que sea aceptada, piensa alguien y exhala humo, hacer una declaración y volverla a hacer y rehacerla hasta que se imponga como una cortina de humo o de neblina, hacer una declaración e irse, dejarla ahí e irse y no volver ahí ni recordar 68

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nunca dónde es ahí. He aquí nuestra declaración: no hay trampa ni hay metá­ fora. He aquí nuestra declaración am­ pliada: no hay trampa puesto que no la hay y puesto que si la hubiera no hay manera de demostrarlo, y no hay metá­ fora ni huella de metáfora, no hay ras­ tros de nada salvo rastros en la duela o en la pared o en los dientes y la lengua o salvo cuando, eventualmente, llegue a haber resultados físicos, huellas nunca metafóricas. Punto. Punto, fin, alto ya, como nos decían en la primaria, inexpli­ cablemente entusiasmados, por cierto, con oír y acatar esas órdenes marciales así fuera en vocecitas chillantes o chi­ rriantes, alto ya, bajo el sol seco ahumán­ donos como peces de río en el enorme patio de cemento sin árboles, el sudor bajando por las camisas de cuello tieso hasta las manos engarrotadas o hasta las manos del elegido que sostenía la bandera, manoseada por generaciones. Alto. No hay bandera, no hay trampa, no hay metáfora. Del matrimonio no se puede hablar. Alguien toma agua, alguien mete un dedo en un frasco de tin­ ta china. La habitación se enfría un poco, un par de grados, lo que les sienta mejor a los libreros, la cal, la manija de la puerta. Quizá lo importante no es hablar del matrimonio sino de muchas otras cosas, la muerte prematura de los animales, la comida refrigerada, la viruela, el show business, la falta de hambre o de sueño. En 1947 un mexicano viajó a Nueva York, piensa alguien. ¿Un mexicano? En fin, un señor, un dentista, un tipo medio calvo que aún usaba sombrero casi siempre y aún se lo quitaba al sentarse en la mesa o ante señoras. Un mexicano, piensa alguien, digamos eso, un mexicano que viaja a Nueva York en el verano de 1947. ¿Uno solo? En fin, viajarían muchos seguramente, pero éste, además de todo, viajó solo porque ya no tenía esposa y porque desde el principio se apartó del grupito de amigos y conocidos con 69

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los que en realidad viajó. Un mexicano vuela en grupo pero no bien se insta­ la en Nueva York, piensa alguien, por ejemplo eso, no bien se instala decide, como quizá se decía entonces, ir a su aire y pasear él solo y no plegarse a los caprichos o las indigestiones de sus acompañantes ni verlos siquiera. ¿Nue­ va York? En fin, piensa alguien, sobre todo cemento, arcilla, piedras, hormi­ gón, cualquiera que sea el nombre, un metro cúbico de cemento junto a otro metro cúbico junto a otro metro cúbico sobre otro metro cúbico sobre otro, so­ bre todo sobre en este caso, todo sobre otra cosa sobre otra cosa, y sobre todo cúbico, una ciudad sobre otra ciudad en realidad, un descenso para poder llegar a la superficie, una delgada plancha de tierra cruzada de túneles, acri­ billada de túneles como un cuerpo de huesos porosos y astillados, la boca de un túnel para entrar, once mil bocas aplicadas al devoto sostenimiento de la superficie para finalmente entrar, propiamente entrar a una ciudad de hormi­ gón, los edificios relucientes de la Corte o la Oficina municipal de alcantari­ llado, orgullosos metros cúbicos sobre metros cúbicos sobre metros cúbicos o piramidales porque en 1947, cuando el dentista mexicano viaja a Nueva York, se está a dos minutos, a dos segundos si se quiere pero aún lejos, de los edificios de cristal, todo es opacidad sobre opacidad, metros cúbicos de hor­ migón poco aptos para las termitas pero sí para las chinches y para los puer­ torriqueños, alojados por miles en geométricos sótanos de reproducción. Pero no importa, piensa alguien, un mexicano viaja a Nueva York en 1947, quizá buscando escuchar una o muchas lenguas distintas a la suya pero no importa, un mexicano viaja en 1947 dos minutos antes de los edificios realmen­ te brillosos pero no importa, ni importa, piensa alguien, mucho menos impor­ ta que en esa ciudad bajo otra ciudad junto a otra ciudad, dentro de las planchas de hormigón y dentro de los túneles y en las casas dentro de esos túneles se cocine un aislamiento incomparable, un aislamiento junto a otro aislamiento junto a otro y otro y miles más, la conciencia de que si se atrave­ saran esas planchas de hormigón, si los sistemas digestivos pudieran asimi­ lar el hormigón y abrir en él boquetes circulares aparecerían otras miles de personas pensando lo mismo pero el hormigón, en fin, no es digerible, la sospecha de que atrás de cada calle oculta por la marea de gente que la ha­ bita y la cruza hay una plancha de hormigón y detrás de la plancha alguien que se estrella con lo inasimilable del hormigón, nada de eso importa porque 70

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el mexicano que viaja a Nueva York en 1947 seguramente quiere ver justo lo que ve, las planchas de hormigón una sobre otra, el pulular en las calles que ocul­ ta las calles, la febril movilidad como febril movilidad y no como angustioso correr de un lado a otro del túnel, de una boca a otra, y el mexicano camina tranquila pero consistentemente varios días de una avenida a otra persiguien­ do la rotunda sombra de los edificios, las oleadas de gente apresurada que impiden el avance de los coches de por sí estancados, anclados a la superfi­ cie dúctil del asfalto, el mexicano descansa en una escalinata, compra tres pañuelos, sube a los miradores, vuelve a descansar en alguna rotonda de hor­ migón, entra a algún museo, revisa aparadores, se apoya en una toma de agua, bebe una cerveza, jugo, cocacolas frías, aprovecha cualquier bebedero público, se siente fatigado pero no quiere dejar de recorrer la ciudad toda vez que seguro comienza a reconocer algunas calles, a orientarse en esa cua­ drícula tramposa, a anticipar la aparición de un puente, toma un taxi para ahorrarse un trayecto, se duerme dos horas en un jardín con el sombrero en la cara, toma otro taxi, está rendido, como nunca, duerme tembloroso en la cama individual de su hotel y al término de la semana toma otro taxi para ir al hospital y más tarde otro taxi y luego otro taxi, el último, porque ni en el primero ni en el segundo hospital saben decirle nada respecto al hecho de que esa mañana, al despertar, se haya descubierto en el espejo botiquín del baño la cara llena de erupciones. Digamos eso, piensa alguien, erupciones, de ellas no sabemos si se pueda hablar pero se pueden claramente ver. Diga­ mos eso, piensa alguien, la historia de un mexicano que viaja a Nueva York en el verano de 1947 y que, pese a haber alcanzado a avisar a su familia, muere solo en un hospital de Nueva York, a los dos días de haber llegado en taxi al hospital, rodeado de enfermeras aceleradas y formularios y preguntas incomprensibles y llamadas de urgencia y comités de expertos y monjas pero solo y en silencio. Fin de la historia. Fin, piensa alguien, excepto para los dos pacientes del hospital que también se llenaron de erupciones y también murieron, lo que, bien visto, no es una excepción sino una confirmación: fin de la historia. Excepto, piensa alguien, para los habitantes de Nueva York que, sin saber por qué, fueron vacunados en un mes contra la viruela. ¿Vi­ ruela? Seis millones de habitantes de Nueva York vacunados en un mes contra algo cuyo nombre en muchos casos seguramente desconocían, siendo 71

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que la viruela ahí se había erradicado desde el principio del siglo. Un mexi­ cano enfermo, seis millones de habitantes vacunados, un mexicano y otros dos enfermos muertos, seis millones de habitantes, un mexicano de sombrero que confundió el cansancio de sus paseos a su aire con la fiebre de la viruela, seis millones de habitantes de Nueva York, incluidos miles de puertorrique­ ños apenas instalados en sus cajones de hormigón, vacunados eficientemente en un mes del verano de 1947, por ejemplo esa desproporción, piensa alguien, digamos esa desproporción, el temblor de un mexicano afiebrado que muere desnudo en un hospital y una fila de seis millones de habitantes para ser vacunados porque en Nueva York, para mitades del siglo, fue nuevamente posible tener viruela si antes no se tenía pero no lo opuesto, de ninguna mane­ ra fue posible dejar de tener viruela si ya se tenía, aun si confundiéndola con el cansancio propio de un viaje incomparable. Fin de la historia, piensa al­ guien, si no fuera porque aquel otro, nieto del mexicano muerto en Nueva York, escuchará sobre su abuelo incontables historias no exactamente sobre su abuelo ni siquiera, claro, sobre ese viaje del que casi no se puede más que conjeturar, sino sobre los muchos intentos, infructuosos todos, de trasladar el cuerpo de su abuelo a México, las citas en Relaciones Exteriores y en Salu­ bridad, en la Embajada, las disparatadas cuentas de teléfono, el empeño de la familia vuelto asunto patriótico y que los distrajo de entristecerse y luego el verdadero duelo casi también patriótico cuando se enteraron de que los últimos cinco o seis días de infructuosos intentos habían sido, si cabe, los más radicalmente infructuosos porque habían sido cinco o siete días de dis­ cusiones, ofertas y negociaciones sobre un cuerpo ya inexistente, convertido desde hacía cinco o seis días en dos kilos y medio de cenizas. Se puede deve­ nir cenizas si antes se ha sido otra cosa pero no a la inversa, y que nos per­ donen los profesores de química de la secundaria, quienesquiera que seamos los postergables alumnos a los que haya que perdonar. Nada que perdonar, nada que declarar, fin de la historia: un comienzo claro, por ejemplo en el aeropuerto donde el mexicano declara que no tiene nada que declarar, y un fin claro, en el hospital o en las largas filas de habitantes ahumados por el sol del verano ante la forzada espera de la vacuna o en el desfasado y burocráti­ co duelo al enterarse los deudos, como suele decirse, de que negociaban el traslado de un cuerpo ya inexistente, transmutado en dos y medio kilos de 72

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cenizas: comienzo y fin claros, una historia compacta y cerrada como un la­ drillo o un diente, manejable, transportable ella sí, apta para que algún otro la vuelva piedra angular de sus así llamados temas de conversación, dos o tres temas derivados de dos o tres historias únicas en su género, sucesivos géneros que enlistamos a continuación: muertes incomparables de los abue­ los, decadencia imparable de los matrimonios, ataques de insectos y plagas. No hay solución, piensa alguien, buscando su reflejo en la ventana, toda vez que la luz ya proviene más de un foco que de afuera. Pero no me quejo, pien­ sa, soy feliz, véanme, ¿no soy feliz?, ¿no estoy riendo? Entonces alguien observa la puerta y entonces algún otro abre la puerta y entra. Algún otro jala el banco junto a la mesa, se sienta, pide un cigarro. Trae puesto un suéter lleno de pelusa. ¿Total?, dice algún otro. La infructuosa cámara de gas, dice alguien. Claro, dice algún otro, la grieta nueva en la duela, varios días sin saber qué hacer. Hasta que / Hasta que aparecen las termitas. / Eso es, apa­ recen / Nunca mejor dicho. Ya no una huella, un rastro de su actividad, un rasgo de su carácter / Ellas. / Estoy aquí, entro por algo, una carpeta de pape­ les en el estante del rincón. Una carpeta junto a unos engargolados junto a unos libros. Pero ya no hay libros / En chanclas. / Es lo peor, los pies expues­ tos. / ¿Qué libros? / No importa, cualquiera o cualesquiera. Ya no hay libros ni hojas ni engargolados. / Bueno / Engargolados, tienes razón. Si un engargo­ lado es la cubierta de plástico y la espiral de metal o plástico / Sí hay. / Sí hay engargolados. / Palabra increíble, engargolados / Algo vuelto gárgola, algo arropado por una gárgola, cobijado en sus alas. / La santa madre del Seguro Social arropada no por águila sino por gárgola / Igual esdrújula / La madre engargolada. / Pero hay termitas, en cambio hay termitas / Miles / Once mil, pongamos. / Caen. / La sensación o el efecto es de caída. Saco la carpeta y caen al piso / No se ven. / Dejan siempre algo, una cubierta / Barniz, plástico, epidermis, costra. / Pueden trabajar días, meses, qué sabemos cómo midan el tiempo / Sin notarlo / Y tú sin verlo hasta que un día todo es una costra / Una cáscara / Sólo la cáscara del librero, de la casa entera. / ¿Ése sería su fin? ¿Qué ocurriría primero? ¿Morir por el hartazgo de haber digerido una casa entera excepto por su cáscara? / O que la cáscara un día se les viniera abajo, dices. / Un día tendría que ocurrir. / Supongo, claro, pero son muy pequeñas / Y muchas, once mil / Y blandas, digamos blandas, no esclerotizados sus 73

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lomos / Lo blando no cruje / Encontrarían siempre un hueco, los derrumbes no son geométricos / No embona cada ladrillo, dices. / Claro. / En fin. / Pudo haber ocurrido pero hubo un papel salvador / Que ya no existe / Tenía que buscar no sé qué papel, un documento. Todo se ve en orden./ ¿Qué llevarían, un mes? / Por ahí, no sé. ¿Cuánto lleva comerse enteros cuatro libros o engar­ golados? / Sin la cáscara. / Saco la carpeta / Y caen. / Es la sensación, aunque no todas caerían. / Muchas estarían ya ahí, al nivel del piso. / Jalo la carpeta y es como si jalara un enjambre / Lo injalable por excelencia. / Se viene aba­ jo una cáscara de plástico y un enjambre. / Once mil. / Once mil cosas en movimiento aterrado / En chanclas / No pantuflas, que finalmente cubren. / ¿Qué sentirían ellas? / Exacto. Están aterradas, ahora lo veo y lo sé. / Se mue­ ven / No dejan de moverse, pero ya sin rumbo, sin destino. / Sobre su propio eje / En sí mismas, encimándose, como temblando de frío / De luz. / Puede / La luz las mata / En las películas. / ¿No? / No creo que fueran temblores agó­ nicos. Van en ascenso más bien. / Si no las matas / Probablemente ponen a temblar la casa entera, la calle. / Dios. / Tú lo dijiste. / En fin. / Y yo inmóvil / La garganta cerrada / Paralizado. Pero no se van a ir, existen. / Se mueven. / Pero en su propio no esclerotizado eje, sin rumbo. / ¿Tú no? / Al final sí, cla­ ro. Algo hay que hacer. / ¿Cuánto pasa? / Quizá son dos minutos, uno, ni eso. / Muchísimo. / Siempre has soñado con eso, has imaginado ese terror / Y un día está ahí, diciéndote / Esto que habías imaginado, como para conjurarlo / Sin esperarlo, no hay ninguna señal / Ahora está ahí, aquí. / Así es. / Van a subirme por los pies / Blandas, ¿húmedas? / Claro, todo eso, baba / El miedo a los gusanos. / Once mil, minúsculos. Van a verme, culparme por sacarlas / Jalarlas / Interrumpir su festín, su día, su ciclo. / Todo por un papel. / Van a subirme, trepar, adherirse a las piernas. Llegar a las axilas / A los ojos. / Dejar intactas las uñas, los dientes y el pelo. / Enredarse / Pero no es eso. Es estar vivo, indefinidamente / Sin tiempo / Cubierto por ellas / Ni siquiera / Eso, bien, ni siquiera. De las once mil, unas pocas, alternándose / Por turnos / Asigna­ dos químicamente / Paseando / Excursiones por las piernas, las axilas / Imá­ genes clásicas. / Exageraciones. / ¿Eso piensas? / En ese momento no, pero sí. / En algún momento. / Un minuto, menos. Y no se aventuran, claro. / Se mue­ ven en su eje. / Podría dejarlas, pero no puedo. / No debes. / Ni modo de llegar a un acuerdo. No puedo. / Y llamas. La llamas. / ¿Te imaginas? La llamo, es 74

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lo primero, o lo único / Inútil. / No es eso. / Amaestrado. / Ojalá fuera, hubiera sido eso. / Te habría ayudado, dices, habría venido. / Claro. Encárgate, haz algo, resuelve, dijo, chao. / ¿Y? / Pensé en pisarlas, lo pensé. / Sí. / Pero era inútil, eran tantas, encimadas. Como un tablón de termitas, un enorme filete de termitas. No puedes pisar y matar un filete. / Metáforas. / Eran muchas, miles. Es cierto. / Adelante. / Fui por el bote de insecticida. / No las mata. / En un sentido. No las mata en un sentido / No acaba con ellas, con la especie / Con las visibles / El problema es que no son visibles normalmente. / Subte­ rráneas. Y hasta eso. / ¿Aplastarlas con el bote de insecticida dices? Mejor un libro, un diccionario. / No las mata pero sí. / Vaciaste el bote. / Nuevo, lleno / Morirían ahogadas. / Supongo. No. Petrificadas, plastificadas por el insecticida / Ahogadas por el veneno. Resisten el veneno / Pero no tanto. Plastificadas de veneno, encapsuladas en ámbar venenoso / Metáforas. / Tie­ sas, muertas. Algunas resisten más, luchan / Patean / Se mueven igual, más bien. Igual que antes pero más lento. / Hasta que dejan de moverse. / El bote entero, eso es. Envenenado yo también, ahogado. Me quema la garganta. / Pero aquí estás. / Soy más grande, simplemente. / Recogerlas. / ¿Cómo se re­ cogen once mil termitas muertas? / ¿Cómo? / Así, con dos cartones, lo que sea. Era pura retórica. / Bien. / Se hace una sola / Una termita gigante, blanda / Sustancia, magma, todo eso. Sí. / Más fácil, supongo. / Polvo, más bien. Entre jalea y polvo. / Se embarra el piso. / Recoger, el horror de tocar, que tu mano entre en contacto con eso. / Pero entra. / Casi no. Hay que limpiar. El librero, el piso / Más químicos. / ¿Entonces? Más químicos, claro. Y una bolsa negra / Plástico. / ¿Entonces? Polímeros y venenos, si no es lo mismo. / Cerrarla / Amarrarla, sellarla, los libros igual / Las cáscaras / El plástico, la espiral, lo que dejaron. / A la bolsa. / Sacarla de la casa, lejos. / Quemarla, enterrarla. / Ojalá. / Pero quedan. / Si hay once mil, claro / Para ese momento / Hay miles más en sus nidos. Ya sabemos / Hemos leído / Las obreras. Colectando comi­ da para llevarla abajo. / Hay más / Cientos de miles, una reina gorda, túneles / Cámaras / Galerías / Bajo la casa. / Pero ella me dijo / Resuelve. / Exacto. Nuevas búsquedas / Anuncios / Preguntar, contarlo, olfatear. Ya no extermi­ nadores / Que no se vendan así / Que sepan. / Platicar, sondearlos. / Para ese momento / Algo, no mucho, uno sabe algo ya. / Hoyos. / Todo el perímetro de la casa. A ambos lados de cada muro. / ¿Qué? ¿Medio metro? / Un poco más. 75

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Hoyos de setenta centímetros de profundidad. / ¿Cada qué? ¿Medio metro? / Cada treinta. Como las reglas clásicas de la escuela. / Bien. / La casa aguje­ rada. El dibujo de un niño enfermo. / Metáforas. / Queso gruyere, coladera. / Bien. / Inyectar el veneno / Más potente / La cantidad, más bien. La ubicación sobre todo. / La precisión. / Viven en el subsuelo, dentro / Ahí hay que llegar / Exacto. No arriba, no las visibles. / ¿Y cómo saber entonces? / De eso se trata. No se puede. / Puras conjeturas, dices. / Digamos. / ¿Y si fue agua? / ¿Si inyectaron agua, jugo de manzana? En fin. / ¿No? / Ya se verá. Es la prueba. Esperar / Sentarse. / Si el nido cae dentro del perímetro / Justo bajo la casa / Si las teníamos viviendo abajo nuestro / Justo / El resultado es completo. Se acabó. / ¿Y si no? / Algún tiempo. Años, no muchos / Suficientes / Un períme­ tro de veneno, una muralla química / Metáforas / De ninguna manera. Una muralla química. Una hoja de cristal. Una lámina de veneno enterrada. A todo lo largo del perímetro. Un alambre de púas subterráneo. Una jaula de perros químicos rodeando la casa. / Se estrellarán. / Y no sabrán. No habrá tiempo suficiente para ellas. Años, meses, su propia medida. No habrá tiem­ po para un nuevo aprendizaje. / No sabrán. / Se estrellarán en esa pecera in­ asimilable bajo el mar. En esa resbaladilla de líquido incomible. / No habrá tiempo. / Porque antes / De un nuevo aprendizaje / Antes la tierra se comerá el veneno. Lo disolverá. Lo descompondrá en moléculas digeribles. Felices. Sin memoria. Y entonces podrán volver.

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Cuatro poemas C ristián G ómez O livares

carbón , retrato de mi padre , militante comunista , los gemelos , coplas a la muerte , etc .

I

Durante años mi viejo jugó al solitario tirando las cartas sobre la mesa. Formaba un rectángulo sobre esa madera que no era de caoba sino un raulí cubierto de un esmalte que durante algún tiempo lo mantuvo a salvo de los almuerzos y las comidas. Las cartas se iban acumulando al lado de las notas de venta, los formularios de despacho y los folletos que nos daban de comer: pero en realidad no es como suena. Era difícil arrimarse hasta la mesa sin sentir un poco de miedo. Ahora juega delante de una pantalla, pero se acuesta a la misma hora. El rey y la reina están por encima de las demás. 77

Un as yace en el fondo, sepultado por su destreza: la suerte de quién barajan esos números. II

La suerte de quién barajan estos números arrojados encima de una mesa de barnizado raulí donde el mismo padre de siempre arroja las cartas jugando al solitario. Cifras que no suman, reyes que dependen de una reina con tal de llegar hasta la cima, en la cabecera se cortan y se dan con las manos los destinos de tamañas jerarquías. Jugaba hasta las tantas de la noche. Yo no me atrevía a hablarle. El vidente podría cometer algún error al llamarte por tu nombre. Ni siquiera levantaba la vista para pronunciar la sentencia: jacta est. Ahora a cruzar aquellos ríos.

que inevitable limpieza

Yo resistí la tormenta, Yo derroté mi exilio. E. P.

Arrojarse al mar para que el agua se purifique sólo lo puede hacer un adolescente vestido con un uniforme de colegio y en la cara 78

el espanto de haberlo visto todo con los ojos abiertos y cerrados, pero insiste, pero insiste porque es capaz de soplar más fuerte que el viento para apagar las velas de una torta que no celebra ningún cumpleaños, un pastel maldito, una verdadera delicia para los amantes de las calorías y las grasas saturadas, una receta con la que nuestras madres se aseguran de que vamos a chuparnos nuestros dedos delante de nuestros invitados: enamórense, por favor, enamórense en nuestro nombre, hagan realidad eso de que la belleza será no me acuerdo cuál era el adjetivo o no será: yo fallé pero lo reconozco yo también tuve mis tardes en esa plaza tirados sobre el pasto engendrando una cuenta de hospital de la que haríamos por supuesto a otros responsables, sacudiendo los chalecos, limpiándonos el pelo de esas huellas 79

del tiempo perdido, de los dientes de león heredados incluso en nuestras ropas interiores, libérense de ese lastre que significa graduarse de cualquier cosa y por lo que más quieran en este mundo traidor como ninguno de los otros mundos que conozco: olvídense, olvídense y olvídense. No importa que la ropa sea prestada siempre y cuando uno sepa ponérsela, más importante que llegar sin invitación es identificar rápidamente al dueño de la casa averiguar si es hincha o no de algún equipo y en el caso de haber entrado al velorio equivocado saludar a la viuda dependiendo de la edad y de cuantos hijos tenga. El resto se aprende con los años, las calles de la ciudad se convierten en un mapa después de mucho haberlas recorrido cargando con las bolsas del supermercado y esos libros que no vas a leer ni tampoco necesitas, para dormir hay que dejar que las ovejas entren al corral como las palabras que vamos 80

aprendiendo para derrotar al exilio es imprescindible una adolescencia que alimente los recuerdos porque resistir la tormenta es una cosa otra muy distinta meterse al mar sabiendo que las olas son un muro que no necesita obreros ni ladrillos para formar una casa si estamos dentro para ser un puente si quisiéramos cruzarlo ya estaba allí antes de que nadie lo construyera y seguirá cuando terminemos de derrumbarlo.

bare nuckle fights

Estaban ahí agarrándose a combos sin protector bucal, sin guantes ni nada en la cabeza que amortiguara los nudillos de ese rival que recibiría más o menos la misma cantidad que su oponente, la bolsa es para los apostadores, los que se ponen con el local –clandestino, perdido en esos bosques de los que nadie sabe salir 81

si no es con un guía de la zona. Uno de los dos caerá pronto, porque seguro la pelea está arreglada, como el destino en las tragedias griegas: el oráculo ya sabe cuál de los dos va a perder y cuál de los dos tendrá que pedirle una fortuna a la fortuna: todavía estoy esperando mi pelea con McGregor, todavía quiero salir de estos andurriales perdidos en medio de la anfetamina y esta vida que ni siquiera es de clase media, mi sueño americano consiste en que me revienten la nariz por un poco más de plata: un bosque no es más que la posibilidad de ser un bosque. Una pelea la oportunidad de ser un árbol. Pero un árbol después del invierno. Las ramas caídas y el tronco desnudo. Pero en pie.

el gran tormo

Un tsunami que llegue hasta Los Andes. Que arranque de raíz toda esa mierda. Que se lleve las tumbas de los que nunca fueron enterrados. Y todavía claman por serlo. Que le pase por encima a esos lugares patrimoniales 82

abandonados por decreto desde el momento en que se gestaron, como imbunches salidos de ese útero maldito. Que se trague a la clase media por completo. Pero también a esos flaites de mierda que andan con los pantalones colgándoles de las rodillas siempre y cuando hayan acabado primero con los flaites que estudiaron en los colegios que sólo ellos podrían pagar excepto cuando se les ocurrió la gran idea a una tropa de curas comunistas de predicar la solidaridad a la fuerza y meter a sus machucas en las aulas de la burguesía. Una ola que le pase por encima a la llama de la libertad y se lleve de paso La Moneda, la estatua de Allende, la del conchadesumadre de Frei Montalva, los edificios de los ministerios donde se apostaran para disparar los soldados del ejército. Que arranquen los asientos del Nacional y las torres de iluminación, que les devuelva de una buena vez el Huáscar e inunde la mina a tajo abierto más grande del mundo. El fuerte de Niebla y el morro de Arica, la escuela militar y las estaciones del Metro. Pero que ojalá dejara en pie la estación Central donde todavía quisiera subirme a uno de esos vagones que en menos de dos horas me dejaban en San Francisco de Mostazal, antes de que existiera cualquier casino y despedir los trenes a la orilla de la línea es lo único que recuerdo del verano: un terremoto perfecto que les caiga desde el cielo y con el cielo. 83

Rito Ramón Aroche: Escribo y nada más L uis J iménez H ernández Después de habernos dado una vuelta por Indaya, un barrio pobre en extremo a la orilla del río Quibú, frontera entre Marianao y la Lisa, ambos municipios habaneros, terminamos frente a los arbustos de ajíes picantes en el patio de su casa. En silencio, y dejando caer los frutos en una bolsa de nailon, con esa habilidad innata para comenzar cualquier diálogo con mi entrevistado, comenzó éste que bien pudo haber sido una conversación cualquiera entre amigos. Sin embargo, hubo muchas preguntas y respuestas interesantes sobre la creación poética y la presencia de distintas búsquedas en los procesos de la escritura creativa que no podían quedarse en el vacío. –Material entrañable es un libro que forma parte de muchos libros y, a su vez, contiene textos que carecen de tiempo. Podríamos decir que son atemporales. ¿Cuál es la perspectiva de Rito sobre el tiempo en la poesía y cómo estos saltos temporales juegan su papel en este libro, y otros libros como Andamios, a través del conocimiento consciente de la creación de un libro? –Todavía sigo sin tener claro si soy el mejor facultado para arrojar al­ gunas luces sobre mi trabajo. Seguro puedes recordar las palabras de Cesa­ re Pavese cuando, al referirse a Trabajar cansa, dijo: “Simplemente tengo ante mí una obra que me interesa, no tanto porque la haya compuesto yo cuanto porque, al menos durante cierto tiempo, la he creído lo mejor que se estaba escribiendo en Italia y, hoy por hoy, soy el hombre mejor preparado para comprenderla”. ¿Te imaginas? Y no debes olvidar que eran tiempos en que Ungaretti, Montale, Saba, Quasimodo… Igual pasa con Lorca cuando 84

rito ramón aroche: escribo y nada más

le expresaba a Gerardo Diego: “De tu poesía no digas nada…” Por ese camino me asientan las de García Márquez en momentos en que le achacaban influencia de William Faulkner: que le gustaba ver a los críticos patinando en la oscuridad, al atribuirle influencias y libros y lecturas que por su cabeza siquiera habrían pasado. Así las cosas, probemos: Dígitos en el óvalo (estamos en 1989) era ya para entonces un hecho consumado. Aun así, Material entrañable vio su definición mejor hacia 1990. Había con­ cluido a la par casi otro libro que se llamaba Diferencia de la sangre. Siempre me pareció mejor el segundo, quizás porque era más ambi­ cioso pero, mira tú, me dejaba insatisfecho. Era algo que no me permitía estar en paz conmigo mismo. Había un no sé qué en él que había que resolver y yo, entre balbuceos, quizás por estar tan cerca, o ser el padre de la criatura, no podía rito ramón aroche definirlo. La solución vino con el tiempo. Di a leer Material entrañable a varios amigos de diferentes tendencias y aunque yo notaba que les parecía rara mi propuesta, no lo veían “mal”. El otro no se lo enseñaba a nadie ni muerto. O sí, pero muy poco. Con terror práctica­ mente. No te diré cómo, pero sí te puedo decir que un día, conversando con un amigo de otros asuntos, en su diálogo comprendí que el problema de Diferencia…, entre muchísimos, era que había dos libros en uno. Creo que no terminé la conversación. Salí corriendo para mi casa (estaba en Centro Ha­ bana en ese momento) y apenas entré (vivía, vivo, en Marianao) desarmé el mecanuscrito y lo volví a rearmar. De un lado quedó Diferencia de la sangre y del otro Casa Bermeja. Es obvio que hubo que ocuparse de algunas cosas, sacar definitivamente otras, pero no fue asunto de un día. Hubo que trabajar, y duro, en ello para que el resultado fuera o pareciera al menos orgánico. Y me dije: si Cortázar a partir del capítulo 62 de Rayuela se sacó 62/modelo para armar, por qué no hacer lo mismo con la poesía. La pregunta exacta era: 85

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¿se podría hacer esto con la poesía? Y fue que vine a dar con Puerta siguiente: no es que sea hermanito menor de nada, era sencillamente el intento de tratar de darle densidad a todo un trabajo, un organum, un relato. Intentar construirlo. Tampoco que Historias que confunden fuera una antología. Nada que ver. Y al final, bueno, si Faulkner resolvió su saga de Yoknapatawpha, si Balzac su Comedia humana, si Emile Zola su Roger-Macquar, si Proust su En busca del tiempo perdido, entonces la pregunta: ¿se podría adentrar alguien en semejante territorio, en ese que hubiera podido construir este humildísimo servidor, salvando las irremediables distancias? –Hay mucha riqueza en los sujetos poéticos en la obra de Rito Ramón Aroche. Son muchos de estos sujetos poéticos parte del vuelo creativo o experiencias cruzadas que se entrelazan para dar el imaginario cuasi bestiario de tu obra. Por ejemplo, ¿nos hablarías de tu experiencia con Kimani y cómo aparece convertido en poema en el libro El río que durando se destruye? –Kimani es hijo de la pintora Clara Moreira y de Walterio Carbonell, el autor de Cómo se formó la cultura nacional. Sé que son varios hermanos, sólo que a mí me tocó conocerlo a él y nada más. Pero suficiente. Creo que escribía poesía y cuentos. Nunca los vi. Nunca me los enseñó. Alérgico a los devaneos de la ciudad letrada, entiéndase dimes y diretes. Lo perdimos como perdimos a muchos de los nuestros con esto de la Diáspora. No era de hablar mucho. Pero no dudo que nos siga influyendo con toda su carga de positividad, su visión transversal de la realidad, lo cual hacía que uno tuviera que volverse a replantear todo con un simple señalamiento que te hiciera. Verdaderamente aplastante su carga de humanismo. No parecía ser de este mundo, no parecía vivir en este mundo. ¿Realidad o ficción? Nunca lo sabremos. El poema a él dedicado en Del río que durando se destruye es porque en los tiempos en que yo era sereno se me aparecía en la guardia en bicicleta, tarde en la noche. Y en una de esas apariciones le pregunté de dónde venía y me dijo que de ver una obra de teatro. Le pregunté de quién y me dijo que de un grupo extranje­ ro. ¿Nombre del grupo? No sabía. ¿Título de la obra? Tampoco. Sólo de qué trataba. Y fue lo que busqué que contara el poema. Así que cómo no se lo iba a dedicar. Puedo decirte que por mucho que indagué jamás encontré in­ formación acerca de ese grupo. Y menos de que hubiera un grupo extranjero de teatro en Cuba en ese momento. ¿Lo inventó? Nunca lo sabremos. Nunca 86

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tuvimos noticias de un Kimani mentiroso. Lo que sí parecía era ser alguien que reflexionaba mucho sobre cuanto veía, escuchaba y leía. Ahora bien, en tanto sujeto poético, tal como bien le llamas, no es el único dentro de mi trabajo. Son tantos. ¿Otra? Margarita Santana, mi abuela, un puntal muy importante dentro de mi vida. Casi todo un imaginario recogido en Puerta siguiente a la misma vez que su vida se iba apagando. Tengo actualmente algo más que un hermano en la figura de mi albañil (Mariano Hechavarría), quien trabaja en mi casa desde el 2003 siempre que el escurridizo derecho de autor hace guiño a mi puerta. Un guantanamero reyollo, de esos que no pier­ den el acento y que me oxigenan la vida y mi visión libresca de la realidad al ofrecerme detalles del más bajo acontecer de nuestra cotidianidad. Y te lo dejo aquí, ya que la lista puede hacerse demasiado larga y hasta tediosa. –¿Ronda tu obra poética en este último espacio creativo los límites de otros géneros o es sólo parte del ejercicio creativo, esta belleza que te devela en los símbolos que irradia? –Debería decirte que con apenas unos pocos libros publicados (conoz­ co algunos de mi tiempo que cuentan con varias y varias y varias…decenas de títulos publicados) y lo difícil que se me ha hecho dar a la luz editorial el resto, de modo que cuanto he ido publicando se ha visto como un trabajo muy complejo, por no decirte hermético, denso y todo lo que quieras. Así me han ido las cosas pero así las he ido asumiendo. Apenas he logrado que se pueda ver con alguna nitidez (pobre, si tú quieres) desde y hacia donde los objetivos de mis “búsquedas”, vocablo que dejo entrecomillar con rubor / con pudor. Releo tu pregunta y vuelvo a mi respuesta. Esto es: que escribí un par de libros muy largos y se me dijo que era poesía y no un relato otro, que era lo que yo pretendía. Escribí algo parecido a un ensayo, se me dijo que era poesía. He escrito ensayos y se me ocurren otros. Necesito sosiego y eso sí que me falta. Cuando logro alguno, en ocasiones lo leo en público durante un tiempo y luego lo doy a las gavetas. He dicho siempre que soy un crítico y un ensa­ yista de pasillo. Me doy a la crítica, si así podría llamársele, por compromi­ so. Pero luego viene la presión de que debe ser publicado, y aquí no quiero invocar nombre en este asunto. –¿Andamios es uno de los libros más cortos que se han publicado en 87

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Cuba, ¿qué piensas acerca de la extensión de los libros en la literatura actual y en general? –Dudo que sea uno de los más cortos. Desde principio de los años no­ venta he defendido el criterio de por qué el libro no puede coexistir con el plaquette. ¿Cuál es la motivación para que las editoriales no pueden contar con una colección de plaquettes? Morgue, de Gottfried Benn, fueron ocho poemas y no hizo falta más en lo esencial. En nuestro medio le hubieran dicho: cuarenta o cincuenta poemas más para… y etcétera. He visto a los propios creadores sentirse un poco descolocados ante tal idea cuando les es­ cucho decir que su libro no tiene lomito. La colección Vagabundo del Alba, que fue donde salió Andamios, era sólo para la generación del cincuenta. Pregunté que si la nuestra podía publicar en ella y se me dijo que sí. Busqué amigos que solían compartir mis criterios. ¿Sabes cómo terminó el cuento? Cuando las imprentas se opusieron a doblar las solapas so pretexto de que la máquina no podía hacerlo aun cuando se les estaba pagando. ¿Te imaginas? Sólo en un contexto como el nuestro puede darse algo como eso. La editorial no cuenta con su propia imprenta. Por tanto, ves la contradicción. Unos que piensan en dinero fácil y otros que piensan en tratar de hacer arte y cultu­ ra. Puedo decirte que el concepto de la colección estaba tan bien acabado/ definido/diseñado que no vi a nadie decir que su libro tenía unas presillas. El problema no son las presillas ni el lomito: es lo que está dentro unido al trabajo del editor, a contrapelo muchas veces de las posiciones del autor, a la hora de defender el concepto de la colección. Me dicen ahora que Vaga­ bundo del Alba volverá. ¿Tú lo crees? Soy de los que si se me ocurre un plaquette lo escribo. Si un libro de trescientas páginas, lo asumo. El problema después, ya tú sabes cuál será: dónde y cómo publicarlo. –Últimamente se ha estado hablando del palenque y el palenquismo, acerca de ti y otro grupo de escritores, ¿qué son y qué representan? ¿Acaso no existe el palenque y es un apócrifo, una de estas tantas bromas literarias de la actualidad? –Ésta es una de las preguntas que más problemas me ha traído, incluso con mis propios amigos, cuando la he tratado de responder. Lo cual no es malo porque aporta las necesarias diferencias a la hora de ver un fenómeno. Y desde mi punto de vista es algo que nos enriquece más. O, al menos, eso 88

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supongo. Y esto explica muchas cosas. Lo primero es que, entre nosotros mismos, se da el hecho de que no veamos un mismo fenómeno de la misma manera a través del ojo de la cerradura. Por otra parte, los que ven el hecho desde fuera falsean su apreciación considerando que somos elitistas, exclu­ yentes. A los cuales hay que aclararles, una vez y siempre, que no tenemos una editorial, manifiestos, tampoco revistas donde expresarnos (aunque sí un blog, lo cual no es poco). Hay entre nosotros conceptos que sí nos iden­ tifican, pero esto sería allanarle el camino a la ya de por sí muy perezosa crítica, o críticos de nuestro entorno. Con esto te respondo que el Palenque existe y está abierto, los apalencados también están. El trabajo, por suerte, ha ido saliendo. Como bien puedes observar, cimarronaje y más cimarronaje es lo que nos ha caracterizado durante todos estos años. Nada nos ha podido doblegar. Dime si no. –¿Cuales son las inquietudes creativas en este momento de un poeta del calibre de Rito Ramón Aroche? –Lo primero es ¿qué calibre? Pero como creo entender adónde quieres llegar, admito haber trabajado una serie, o un tríptico si así prefieres, deno­ minado Una manada, compuesta por Libro de imaginar I y El nuevo signo II y Libro de imaginar III. Hay otra colección un poco más extensa: Lugar llamado Hölgan, que puede estar compuesta por otros tantos si por fin logro reducir el último de ellos a partir de mis preocupaciones y no dejarlo que se me vaya de las manos. He trabajado tanto en él. Y esto dice que he encon­ trado resistencia. Demanda riesgo en las decisiones/reparaciones y suerte en la “inspiración”. Pero tengo calma. Según Bourdieu, las grandes obras se hacen lentamente. Ignoro aquí lo de grande o lo de obra maestra (¿capolavoro no es como se dice en italiano?). Anda sujeto a riesgo Lugar llamado Hölgan, si es que termino por tener en cuenta una especie de epílogo a manera de plaquette con el cual se le daría un cierre definitivo al hecho. Y te dije riesgo, y no considero que sea algo patético si es que apuesto a un trabajo bien hecho y no para complacer a nadie. En eso ando y en cómo de una vez acabo de ver publicada la trilogía donde se inserta Andamios. Libro de las profesiones, primera parte; Límites de Alcanía, la tercera. A propósito, te cuento que la editorial Bokeh, a cargo de Waldo Pérez Cino, se ha ocu­ 89

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pado de su publicación (2016) lue­ go de la jodida tibieza con que por años lo han tratado las editoriales cubanas. Peor camino no han podi­ do tener en ese sentido. –Que ha sucedido con Histo­ rias que confunden? –¿Desde el punto de vista edi­ torial? Un desastre. Faltan hasta poemas. –¿Cuál es el espacio que media, estéticamente hablando, entre Las fundaciones y Una vida magenta? –Las fundaciones fue un libro que prácticamente vino a mí. Y tu­ ve el placer de escribirlo, sin dejar de sentir la misma insatisfacción que te produce abandonar su escri­ tura, sus infinitas correcciones, sus interminables dudas y reparos. Pude combinar experiencias de vida, mu­ chas reminiscencias, introspecciones y subjetividades que por motivos obvios no me gustaría develar. Ce­ rrar las costuras en la búsqueda de algo que pudiera ser orgánico, si es que esta palabra por sí misma se ajustara a ello. Libro intermedio entre Las fundaciones y la serie Lugar llamado Hölgan, podría ser considerado Una vida magenta. Con éste el trabajo fue, no por inesperado, más despacioso y, como todos mis libros, llevó años. Artesanales todos en el fondo. Un día lo envié a cierto concurso y estuvo a punto de ganar. El criterio de uno de los jurados, después en su contacto personal conmigo, era que el libro tenía mucha “gua­ ta”. Nunca le pedí su criterio pero él me lo quiso dar, acerté el reto y se lo agradecí. Guata. Así que ya sabes. “Cuando me señalan algo técnico –diría más o menos Salvador Dalí– eso me preocupa”. Así que por más que volvía 90

rito ramón aroche: escribo y nada más

sobre el libro no había forma de que le encontrara la consabida “guata”. Lo tiré y seguí con otros asuntos. Un día me tropiezo con él en mi “fantástico reguero”, lo abro y… ¡Zas! Otra vuelta de tuerca, pero esta vez de una manera que no te puedo explicar, al punto de hacerlo tomar la dimensión actual. Muy diferente la versión de hoy con la que tenía hasta hace algunos años. Libro intermedio al fin, lo veo un tanto como anuncio de esa empresa de la cual te dije Dios quiera ha de venir: Lugar llamado Hölgan. –Ser un escritor en Marianao, ser un poeta en La Habana, ser un negro en Cuba hoy, con un ritmo y unas necesidades poéticas distintas, ¿qué ha significado y cómo ha influido en tu obra? –Marianao es el municipio que me vio nacer. Los pueblos originarios que la habitaban le llamaban Mayanabo, que significa tierra entre dos ríos (el Almendares y el Quibú). Lo he visto crecer pero también decaer en mu­ cho, y te digo que no hay un marianense de mi tiempo que –y no dudo que de otras generaciones– no se haya visto afectado por el mismo fenómeno. Un solo caso: los cines. Recuerdo que sólo desde 100 y 51 hasta el puente de La Lisa (once cines en tu trayecto), uno podía salir de uno caminando y entrar en el otro antes de que comenzara la función y daba tiempo. Hoy oyes hablar del Proyecto 23 y nada sobre el Proyecto 51. Ni siquiera existe la posibilidad en la mente de nadie de que pueda ser. Los inmuebles están ahí y ya algunos (el cine Alfa, por ejemplo) han pasado a almacenes, a shopping otros (El Gran Cine). Y no hablemos de lo mal explotado que se encuentra el Anfitea­ tro. Con pesar vimos cómo le colocaban durante el periodo de la Timba unas vulgares cercas de cabilla corrugada para poder cobrar la entrada. Todavía se mantienen. También en él, durante los buenos tiempos, se proyectaban filmes en la noche. No había que pagar nada. Y si te hablo del estado actual del Castillo de la Durañona parte el alma. El castillo es la sede de Probanza que dirige la maestra Laura Alonso. Pero como han demorado en sacar a los vecinos del fondo, éstos han terminado por ampliarse y demoler parte de sus muros coloniales dejando “encerrada”, y de milagro, la puerta cochera. Esto ha sucedido a la vista de todos. Discúlpame la catarsis, pero creo que Maria­ nao tiene cuanto se necesita para lograr el mismo espíritu que uno observa entre personas que se acercan al Proyecto 23, pienso en el cine Chaplin. Vi por televisión la intervención, o el proyecto (engavetado, por demás), de unos 91

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estudiantes de arquitectura del antiguo central Martínez Prieto. Convertirlo en un centro cultural pudiera hasta devenir en un museo de arte naïf o de la fotografía, ausente en nuestro país. Disculpa que te hable con fervor de mi municipio. Pero es que nací aquí, en la calle 124, a un costado de la fábrica de toalla. Luego nos mudamos a casa de mis bisabuelos en esta misma calle pero entre 35 y 37. De ahí mi madre encontró permuta para Samá por terror a una zanja que corría, y aún corre, al fondo de la casa y de muchas viviendas. Pocos saben que escribo. Muchos no saben bien en qué ando. Algunos se asombran de mi biblioteca y de la esposa e hija que tengo. Admiran (desde sus puntos de vista) el ambiente “sano” en que me desenvuelvo. Tomo alco­ hol en la esquina cuando puedo, y les invito a una cerveza si tengo algo de dinero. Me preguntan por mis viajes, ¿te imaginas? Pero no han leído nada mío. Creo verlos orgullosos de mí, que jugué bola y pelota con ellos y tumbé y vendí mangos y me bañé y pesqué en playas y presas y represas y... Esto es: que ser un negro en Marianao y todo eso que me dices no me hace sentir superior a nada ni a nadie, aquí ni en ningún otro lugar, llámese como se llame. Leo y punto. Escribo y nada más.

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Cinco poemas R ito R amón A roche “ el

bote ”

¿El detritus algo importa? ¿Tampoco la luminosidad por estos páramos? Donde se instalarían las depuraciones. Y polvo en el camino, o fango. ¿Hurgan los moradores? El humo desasido. Moscas. Porque se ha visto revolotear al ave carroñera, y perros, vagar por estos días. ¿También hurgan los perros? Oye, aquí voltean tractores y camiones –grumos. ¿Los desperdicios? Que no llegue a la noche. Aquí se habita. De aquí… bueno. Y sacos de botellas. Latas. ¿Viven? El mundo es reciclable, oh Dios. ¿El mundo que creaste?

los beneficios

Pensando que la mente puede ser (y es) en todos diferentes. Manera en que bendice al mundo el dueño. Es mi vecino. 93

Aprovechamos del instante escurridizo, un día como sus ojos. Anhelamos del higo el fruto, el té, si de las hojas. También si de de naranjas / últimas que he preferido. Baja la uva en la cerca. El dueño, un médico sin muchas pretensiones. Adiós del médico entre dientes. Y antes: Mejor se ven en las ramas. ¿Al irse es esto que masculla? ¿Y en el suelo? ¿Aunque se pudran? Preguntaría alguien de nosotros. No se va. ¿Se escurre? –Cuántas veces lo he dicho: es mi vecino.

el viejo

Presionaba un dolor fuerte en la boca del estómago. Te dice: Los beneficios a mí vienen del noni. Suda. Si no lo otro es arcilla. Escarba. Suda. Arcilla –te dice– evitando a su edad decir mierda. Y lo que dejan sus manos sobre tierra, mantos. Dejan, a todo lo largo de la acera (en el parterre) mientras habla. Malangas que invaden el espacio de crotos. El caisimón entre crotos invadidos y malangas invasoras. Agua (mucha) a todo lo largo de la acera. Hierbas, en el parterre. Sin poder detenerse ya ante ideas obsesivas. Ideas, que lo signan. El viejo, en el parterre.

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problemas al salir

Será mejor no hablar de aquellos días con el frío que hace algunas fechas nombrables con un frío en los huesos y que se desconocieran ya / cuartos como una esfera ni lo que tenga que ver con una marioneta de su paso zancudo / lo de extraviarse debajo de las casuarinas lejos / de basurales o zonas de algún derrumbe “que le pase eso a ti bien ¿pero que se reconcilien?” “apremia que comamos ¿bien?” ¿felpudos pasos preferirías o torcer a este bullicio?

¿ troni ?

Veíamos acercarse por aquel camino “con un aliento menos presuntuoso” bambolearse a los lados de aquel mismo paisaje, el mijo, los maizales de septiembre a junio sin un poco de aire entre los maizales, pájaros de camino hacia el cruce y los desfiladeros / probable más o menos creíamos adelantarse cercano a las comunidades. Y lo que veo de septiembre a junio. Y lo que creo.

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Z o el mal de los símbolos A dalber S alas H ernández É o mal dos símbolos, you know. Alvaro de Campos

El primer acercamiento a la geografía ocurre a través del cuerpo. No sólo es nuestro principal medio para vincularnos con los cuerpos y distancias que nos rodean; también es la primera lejanía que conocemos. Nuestra infancia temprana, la prehistoria de nuestro recuerdo, tiene por escenario una tierra de nadie, la carne indócil, sin nombre, sin cotos ni propósito. Todo espacio que imaginamos o fabricamos pareciera derivarse de esa memoria desplazada interminablemente, como si todos nuestros esfuerzos por tejer ropa, cons­ truir edificios o ejercitar nuestros músculos tuvieran por única finalidad el asegurar que nunca volverá aquel estado primigenio, inhóspito, en el que las formas y los gestos no nos pertenecen. Pero hay momentos de retorno imprevisto en los cuales es penetrada la película del olvido y el cuerpo atisba, sin querer, el espacio opaco sobre el cual está construido. Momentos como ese que abre el poema “Doxa”, de Ezequiel Zaidenwerg, el cual presta además su título al volumen que lo contiene: Me quedé y me olvidé de que tenía que haberme quedado, trabajando, quizás. Y abrí los ojos, grande, hice una carpa con los codos y el encuentro de las manos. Puse la cara encima. Esa película abrasiva, el halo capilar que empieza a titilarme entre las palmas, eso no puede ser mi gloria. No me glorío en nada que avise cuando va a manifestarse; 96

z o el mal de los símbolos

o nunca me glorié, o nunca supe en qué gloriarme, y cómo. Y estos ojos, la piel de la nariz, el caracol de los oídos, el breve vaso de agua de la conciencia, eso, sólo lo puedo ver cuando me miro en el espejo, o lo ven los demás sin que yo mire, o me miro en los otros. Y está bien que así sea, supongo. ¿Adónde está mi roca, me pregunto, mi fuerza, mi peñasco, entonces? Tiene que haber alguna cosa en mí que brille más allá de mí, o vaya a hacerlo alguna vez, o lo haya hecho, quizás sin darme cuenta yo. Y se me ocurre algo: cuando era un embrión, cuando me hicieron, la bola de epitelio que intentaba, ajena a mí, actuar la simple forma que era yo, miraba toda para afuera, un tubo dado vuelta, dado vuelta de nuevo, con el estómago y el hígado indistintos, y los oídos y la boca: la misma superficie, un guante solo, única esponja-flor posada sobre el mismo, único, eje, fisonomía pura en el abigarrado aire del vientre de mamá. Debía haber un brillo ahí que se perdió cuando la cara ya formada se tragó todo el resto, cuando por un pudor que no me dieron a elegir –¿acaso el artificio le reclama al artífice: “¿por qué me hiciste así?”?– un resto de esa gracia se ocultó en las sucesivas dimensiones desplegadas, aquel aumento sordo de espesor y de entidad que me permitiría ver el mundo como un mundo, luego.1

Un gesto sencillo, el apoyar el rostro sobre las manos, los brazos acodados sobre una mesa, quizás un escritorio, apenas eso, nada más, abre la puerta de una anatomía entera. A partir del contorno del rostro, trazado por una barba inci­ piente, los versos se encargan de dibujar el rostro, pero no sólo su superficie, sino también su interior repleto de túneles y cavernas. Penetra el poema en los entresijos del cráneo llevando como linterna una pregunta, el interro­ gante inevitable de todo sujeto hablante: qué lo define, qué hace de él una 1

Ezequiel Zaidenwerg, Doxa, Ediciones Vox, Argentina, 2007. 97

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entidad distinta de cualquier otra. Éste es el brillo del cual habla el yo del texto, eso de lo cual tal vez podría gloriarse. Persiguiendo su rastro, efectúa una genuina arqueología del cuerpo, como poseído por un fervor ontogenético. Remonta la corriente del tiempo –valién­ dose de las prerrogativas de la escritura– en busca de su estadio embriona­ rio, de su existencia previa a la existencia, de ese momento en que era una criatura hecha mirada toda para afuera, un punto luminoso en la tiniebla amniótica del ser. Allí vislumbra algo de esa chispa huidiza, fulgor informe perdido en el momento mismo en que se precisó el contorno de su identidad, tragado por la cara ya formada. Esa gracia de antemano extraviada, el requi­ sito sine qua non de este sujeto hablante –su roca, su fuerza, su peñasco– es también aquello que de algún modo precedió su formación de sujeto en tanto que tal, el origen desde siempre borrado. Así, la pesquisa ontogénica del yo que se enuncia en “Doxa” se vuelve, de golpe, una pregunta filogénica: busca su singularidad en un origen pretérito que comparte, a la postre, con la especie entera. En este poema, la mirada que Zaidenwerg lanza sobre el cuerpo lo frag­ menta –no con saña, como podría suceder en otros autores, sino con afán de saber–. Comprende bien que el vínculo que el yo establece con su corporeidad –la corporeidad que lo forma y lo in-forma– está mediada por una serie de prótesis. Como nota David Le Breton en Anthropologie du corps et modernité: “El cuerpo contemporáneo parece un vestigio. Miembro supernumerario del hombre, que las prótesis técnicas (automóviles, televisión, escaleras mecá­ nicas, cintas rodantes, ascensores, aparatos de todo tipo...) no han podido suprimir integralmente”.2 De entre todas las prótesis técnicas que enumera Le Breton, cabría mencionar una más, quizá la más importante: la palabra. Más allá del debate sobre el origen de la lengua y lo que ésta debe a la naturaleza o la cultura, es difícil de negar que, en su forma escrita, resulta la principal prótesis del ser humano. El “cuerpo contemporáneo”, del que habla Le Breton, es un cuerpo cuyos movimientos dependen de una serie de artefactos adaptados a su anatomía, pero nada de esto sería posible sin el artefacto de la escritura, adaptado a esa otra anatomía que es la voz. Tal vez 2 David Le Breton, Anthropologie du corps et modernité, Quadrige/Presses Universitaires de France, Francia, 2011.

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por esta razón Zaidenwerg modifica, ya bien entrado en “Doxa”, los términos de su pregunta identitaria: Y ahora estoy pensando en esa parte que quedó indigesta, y hay algo que me arrastra, una corriente subcutánea o algo menos solemne acaso, al nombre que me dieron para darme la fuerza. Taparon con un nombre irreprochablemente israelita una mitad de mí. ¿Qué era lo que querían, que supiera que si quería ser más parecido a lo que fuera a ser, iba a tener que ser distinto de eso? Mi gracia: un trabalenguas perfectamente hebreo. ¿Acaso se trataba de algo así como un Scrabble de la identidad, pensaban que a su hijo le darían más puntos en la vida por tantas zetas y esa cu y la doble ve? Si había alguna cosa en mí que no era idéntica a sí misma, ¿no era mejor, acaso, hacer visibles las costuras? Si a fin de cuentas la matriz que me engendró jamás escuchó hablar, de chica, sobre el ghetto, ni tuvo que saber qué cosa es el exilio en carne propia hasta que, bueno, se exilió papá. Si además, fueron ellos los que me criaron, los de la parte árabe, del Líbano, católica, o católica a su modo, que borraron de mi nombre. ¿Querían que yo fuera su Eliseo, que tomase las dos terceras partes de su gracia? Hasta les daba, a veces, por llamarme con su mismo apodo. Fue demasiado para mí, un árabe imposible; para un judío errado, un circunciso fraudulento, que consagró su alianza en el quirófano con el celoso dios de la fimosis (me acuerdo lo que era, una campana henchida, un girasol de agua si orinaba).

De entre todos los modalidades de la palabra, no es azaroso que el sujeto del poema acuda al nombre propio, esa suerte de formación verbal cerrada sobre sí misma, mineralizada, impávida. El nombre propio cristaliza como un vocablo inamovible, cuya impasibilidad incluso adquiere, en numerosas culturas, cualidades sobrenaturales. Ya que el rostro no sabe dar cuenta de esa 99

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gracia cohesionadora por la que se pregunta el yo, resta entonces el nombre, esa otra cara. Éste debería ser capaz de otorgar coherencia y unidad a la ma­ terialidad anárquica de la carne, a los gestos dislocados y los miembros sin regla de los cuales dice este sujeto: “sólo lo puedo ver cuando me miro en el espejo, / o lo ven los demás sin que yo mire”. ¿Cómo definirse, pues, sin la mirada abarcadora del otro o el espejo que obliga a observarse dividido? Pensando en esa fuerza que sería el fundamento primigenio de su iden­ tidad, el sujeto del poema llega al nombre propio, pero sólo para descubrirlo igualmente fraccionado, recorrido por un clivaje en el que participan len­ guas, culturas, paisajes, migraciones, siglos de historia contada o por contar. El sello que esperaba encontrar en el nombre no es tal: es una tapadura imper­ fecta, un “trabalenguas”, un “Scrabble de la identidad”. Su percepción de sí sigue siendo fracturada; el tránsito de lo anatómico a lo lingüístico revela cómo ambos ámbitos se hallan superpuestos, en complicidad. “Si había alguna cosa en mí que no era idéntica a sí misma”, se pregunta este sujeto, “¿no era mejor, acaso, hacer visibles las costuras?” A descubrir estas costuras dedicará justamente Zaidenwerg su trabajo poético –siempre partiendo de la pregunta por el cuerpo dividido y su relación con la palabra que lo nombra y escarba en su interior, dividida ella también–. Entre la anatomía y la lengua, todo lo que no es “idéntica a sí misma” fascina a esta poética. Pareciera encontrar en la palabra cuerpo la misma ambivalencia que lee en ella Maurice Blanchot, sobre la cual da cuenta en uno de los pasajes de L’écriture du désastre: “La palabra ‘cuerpo’, su peligro, cuán fácilmente da la ilusión de que se está desde ya fuera del sentido, sin contaminación con conciencia inconciencia. Retorno insidioso de lo natural, de la Naturaleza. El cuerpo no tiene pertenencia, mortal inmortal, irreal, imaginario, fragmen­ tario. La paciencia del cuerpo es de antemano y todavía el pensamiento”.3 La palabra cuerpo es doblemente peligrosa: tanto por la facilidad con que nos hace creer que, por utilizarla, nos hallamos un poco fuera del sentido, como por designar algo que, en efecto, se debe sólo parcialmente al mundo de lo significable, algo a lo cual pertenecen calificativos antitéticos, dominios muy diferentes del saber, tierras familiares y radicalmente desconocidas. La palabra cuerpo se desliza, se escurre, es válida y a la vez indomeñable, en 3

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Maurice Blanchot, L’écriture du désastre, Éditions Gallimard, Francia, 1980.

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todo momento subversiva: valerse de ella es un riesgo. Explorarla, escarbar en ella, examinar sus pliegues y grutas, también. Esto es lo que hace Zaidenwerg. Escribe en la “paciencia” del cuerpo, esa que, según Blanchot, ya es de algún modo el pensamiento. Pregunta por la identidad mutua entre carne y verbo precisamente en el lugar donde ninguno tiene una respuesta contundente. En ese espacio, vida y muerte se intercambian en una especie de clímax, un suceso que registra en repetidas ocasiones el volumen La lírica está muerta, donde la poesía lírica se torna personaje condenado a morir en cada poema, siempre rodeada por un espe­ sor referencial que pareciera hecho de coronas funerarias burlonas. Cabe recordar parte del segundo texto del conjunto, titulado “El matadero”: Forcejearon, y el tipo de los dientes se le pegó de atrás, y le subió el vestido. Ella gritó algo que no recuerdo, y un torrente de sangre le brotó por la boca, a borbollones. (Explotó de repente, igual que una morcilla que se deja demasiado en el fuego. Y yo pensé –de eso sí me acuerdo– en la justicia poética.) La última imagen que me queda en la memoria es la de un taco de ella, partido, en el asfalto, y la luna, joyesca, que rielaba sobre el charco de sangre.4

El tono paródico de esta muerte, con tanta violencia pirotécnica, tiene algo del cine de Tarantino o de George Romero. Incluso, con la agresión sexual que deja adivinar, nos obliga a asistir al ingreso de este personaje, la poesía lírica, en un mundo que recuerda al porno snuff. El golpe final de la ironía que vertebra este pasaje está en la luna rielante, joyesca, que habita el charco de sangre dejado por la lírica: una imagen que ha ingresado al mu­ seo frío de nuestros lugares comunes poéticos, forzada de pronto a entrar en la filmación grotesca de su muerte. 4

Ezequiel Zaidenwerg, La lírica está muerta, Ediciones Vox, Argentina, 2011. 101

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Pero, ¿por qué matar a la lírica? ¿Para qué burlarse, además, de aque­ lla sentencia, “la lírica está muerta”, que no pertenece a Zaidenwerg, sino a cierto milenarismo literario que la tuvo como estandarte junto a otra frase, “éste es el fin de la historia”? Teniendo por horizonte un cúmulo de referen­ cias sobre el cual ironiza, este libro se escribe a contrapelo de las modas li­ terarias, introduciendo al personaje que ha escogido en distintos escenarios que resultan, invariablemente, en su fallecimiento. Sin embargo, más allá de la relación explícita con un contexto discursivo, los textos que componen La lírica está muerta continúan la exploración ya iniciada en Doxa, inquiriendo por la corporalidad y la relación de ésta con la palabra. La elección del momento de la muerte es, casi podría decirse, necesa­ ria. En el cadáver se presenta una unidad, un conjunto cerrado, un elemento cuya transitividad ha sido cancelada –simbólicamente hablando, al menos–. Como el soma de los antiguos griegos, sobre el cual escribe Jean-Pierre Vernant: “La palabra soma, que se traduce por cuerpo, originalmente designa el cadá­ ver, es decir, lo que queda del individuo cuando, abandonado por todo lo que encarnaba la vida y la dinámica corporal en él, es reducido a una pura figura inerte, una efigie, un objeto de espectáculo a ser deplorado por los otros, antes de que, incinerado o enterrado, desaparezca en lo invisible”.5 La lírica de la cual hablan estos poemas se encuentra en un estado análogo: carnalidad y verbalidad reducida a efigie, a espectáculo. Sus muertes sucesivas introducen de nuevo dinamismo en sus miembros, en su conjunto de palimpsesto, un poco como la electricidad reanima al palimpéstico nuevo Prometeo de Mary Shelley. La búsqueda que se plantea en “Doxa” por la gracia, la fuerza que dic­ tan lo inalienable del sujeto, se lleva a cabo por otros medios en La lírica está muerta, intentando devolver la vida al soma de la lírica, reintroduciendo la corriente nerviosa del significado en los músculos y tendones de significan­ tes erosionados, abandonados por todo lo que en ellos “encarnaba la vida y la dinámica corporal en él”. En otros términos, se reformula la relación entre lo corporal y lo verbal, pero partiendo esta vez de su punto de coincidencia: el cadáver, lo inanimado, la porción que en ambos ha dejado de significar o nunca lo ha hecho. Jean-Pierre Vernant, L’individu, la mort, l’amour. Soi-même et l’autre en Grèce ancienne, Éditions Gallimard, Francia, 1989. 5

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Porque en el cadáver se da una paradoja: es un cuerpo tachado, detenido, cuya inercia nos da la clave para entender nuestro movimiento. Un espacio ciego que nos permite entender la geografía de nuestra carne. ¿Y acaso no es la pregunta por la identidad también una pregunta por el lugar que uno ocupa, incluso si se trata de un lugar que no puede ser leído? Es por ello que se impone partir del cadáver para llevar a cabo esta pesquisa. El yo precisa de un contorno cuya densidad sea al mismo tiempo simbólica y material. Pero, ¿cómo puede enunciarse si sus herramientas verbales han perdido la capaci­ dad para hacer sentido? Puede que el momento álgido de La lírica está muerta sea su décimo poema, titulado “Muerte de Orfeo”, donde el fallecimiento de la lírica se plantea en estos términos: Munidos de esas armas, se entretienen primero con los bueyes, haciéndolos pedazos, y luego se apresuran al plato principal: sacrílegos, despojan de la luz a quien tendía las manos, suplicante, y por primera vez pronunciaba palabras sin efecto, sin poder conmoverlos con su voz. Por esa misma boca, que escucharon las piedras y hasta los animales supieron comprender, al expirar, el alma se encamina de regreso hacia los vientos. ¡Y cómo te lloraron las aves sin consuelo, la turba de las fieras, y hasta las duras rocas y los bosques, que tan frecuentemente se plegaran a tu canto! Los árboles, apenas sensitivos, te lloraron, dejando caer su cabellera tonsurada como señal de duelo. Incluso dicen que a causa de las lágrimas los ríos aumentaron su caudal. Sus miembros yacen diseminados en diversos sitios; la cabeza y la lira, casualmente juntas, vienen a dar a un río de la zona; ése es el escenario del prodigio: mientras corriente abajo se deslizan por el medio del río, rumbo al mar, exánime, la lengua todavía murmura, lacrimosa; responden, lacrimosas, las orillas, 103

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y la lira, sin mano que la pulse, se queda balbuciendo un no se qué.

Este relato recuerda a otro, al cual homenajea y parodia: el despedaza­ miento de Orfeo por las ménades en el libro xi de las Metamorfosis de Ovidio. Se trata de una escena en la que ocurre la muerte paradigmática de la lírica, encarnada en el personaje de Orfeo. Pero, leída desde la poética de Zai­ denwerg, este cuerpo debe ser destazado porque su integridad inicial había caducado: la palabra poética que representaba el Orfeo vivo había perdido su capacidad para conmover el imaginario de su audiencia –o lo que es lo mismo, sus lectores. El canto sólo permanece en la cabeza cortada de Orfeo, así como en su lira –es decir, en los restos inertes de esta violencia mortífera–. Zaidenwerg pudo haber escogido elidir este pasaje del mito, pero ha decidido conser­ varlo: contiene una imagen que casi sirve de emblema a su propósito. En efecto, esta cabeza arrastrada por el río condensa en sí el canto que sigue tras la muerte, representando de este modo la poesía lírica que, tras fallecer, adquiere una voz insólita. La palabra cuerpo es inevitablemente plural. Su irregularidad la salva de la calcificación, la entrega a un nomadismo semántico. Los cuerpos de la lírica que mueren una vez tras otra provienen de ese otro, en el poema “Doxa”, que es enunciado en primera persona y, además, destrozado por la palabra del yo –justamente como Orfeo––. Éste es el mal de los símbolos, su sino: el proceder de una violencia ejercida sobre lo real. Para simbolizar el cuerpo, para hacerlo ingresar al poema, es necesario destruirlo primero. Cuerpo es un vocablo ciego. Una palabra que está permanentemente al borde de sí misma, estirándose hacia aquello que la supera. No es capaz de ver claramente lo que denota: está siempre acechándolo, recolectando figuras, formas que no conjuga en un mismo patrón. Vocablo collage, su superficie se elabora con los tejidos disímiles de las pieles que atisba, con los órganos que presiente, los movimientos y gestos que testimonian por su existencia. Zai­ denwerg lo explora desde la región del nombre propio –con esa z tan señalada que aparece en “Doxa” como un faro o una astilla– para, desde ahí, repensar su lugar ante la poesía y cómo ésta puede replantearse a partir de ese vínculo. 104

Dos poemas N anne T immer soñando con coimbra

para una poeta anónima

Cuando tenía cinco años yo soñaba con Coimbra y ahora hace treinta y nueve que no había soñado con aquello: calles, escaleras, árboles y una piedra. Y de repente me encuentro con un gesto y mirada de Coimbra, una mano, y una poeta escribiendo sobre ella. Incertidumbre, como tenía que ser. Ya nos hablaremos, me dijo y se hizo de noche. ¿Qué habrá querido decir? ¿Que nos hablaríamos? ¿O que nos íbamos a quedar callados? ¿O que alguna vez íbamos a abrir la boca? ¿O que había algo específico que decir que algún día nos diríamos? ¿O que un hasta luego y adiós, y que se hablaría, ni ella ni yo, sino otros, en impersonal? ¿Que las cosas hablarían a través de nosotras, de los versos y el pan? Cosa sencilla para poetas: ya nos hablaríamos... 105

un hombre y su sombra

para G. I.

A su clase se puede entrar con pistola, con ganas de suicidio o enseñando las piernas. Todo eso, poco es. A su clase se puede entrar con pucho, vino malo o peste a noche anterior. Todo eso, lo mismo da. Aun si fuera con mugre en los pies descalzos y las manos sucias, comiendo frutabomba. No que eso pase en los países de las universidades asillonadas. Pero poder, se podría, eso sí. El profe se lo permite todo al estudiante, menos que no sepa volar. Regla número uno en clase del hombre de la sombra. Allí va él, en busca de la Ciudad Oculta, los laberintos de los mataderos de las salas del Witte Singel, que demasiado blancas aparentan ser. Weniger Licht! Exclama, quiere ver, y así flirtea con su propia sombra. Su sombra se ríe de él, y él se ríe de su sombra. No que esto le sea angustioso, en el fondo se lo pasa bien. Y cuando uno menos se lo espera, tirachinea a los que le rodean en plena luz. Nada de otro mundo: un pequeño gesto de agresión contra lo intangible e inocente. Así dos pájaros de un tiro: matar el aburrimiento con juego de tirachinas, y lanzar el aullido como anuncio del apocalipsis. Le ronca la luz, le ronca. Le ronca el día y la peca ingenua, le ronca. A lo lejos se le sale un viejo anhelo a comunidad perdida, llama, grita, llama otra vez. Busca una mirada conjunta, 106

una voz hermana, una desde abajo, desde la noche que se cree la más oscura. Sin mucha esperanza prueba a ver si hay respuesta. Silencio, y después se queda solo, confirmado en sus ideas del statu quo del apocalipsis que ya fue. Nada nuevo: relamiéndose los jugos de la carne, masticando huesos y escupiendo dientes, el profesor perro del desierto. Pero hay días en que ocurre distinto: en que luz y sombra se ponen de acuerdo para dejar ver, dejar hablar, dejar entender. Cuando uno ve la sombra de la luz a la luz de la sombra. Le ronca la amistad, dice, y se ríe. La inevitable y generosa compañía de los solitarios perros del desierto, aunque al profesor le ronque. Un acontecimiento que uno sólo puede ver a la luz de la noche, como si de un soneto del acantilado se tratase: la amistad.

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La vida de los seres anónimos D avid C ortés C abán Mi vida es idéntica al lugar que habito, finge ser un paraíso pero sus naturales padecen las más atroces pesadillas. Omar Ortiz

Diario de los seres anónimos1 es uno de esos libros cuya lectura deja una gran impresión en el lector. Nos lleva a cuestionarnos el sentido de la vida y la de esos seres que vemos a diario, cuyas historias llevan implícita más de una entrañable realidad. Los poemas aquí reunidos no tratan de encubrir la vida sino de mostrarla tal cual es. De ahí que este lenguaje no esté hecho de con­ ceptos que busquen vincular su contenido a la exclusividad de un territorio. Los seres que habitan estos textos los podemos encontrar en cualquier lugar y nos enfrentan, por lo tanto, a la realidad de todos los días. Reflejan el me­ dio social y físico que traza el sentido de sus vidas allí donde existir es como un desesperado desafío: la vida misma en su dimensión material y espiritual subordinada a los convencionalismos sociales de un mundo penetrado por el desencanto y la indiferencia. Con este libro Omar Ortiz se vincula a uno de los escritores más re­ presentativos de la poesía norteamericana del siglo xx: Edgar Lee Masters (1868-1950) y Spoon River anthology (1915), su obra más aclamada. Pero Diario de los seres anónimos no aspira a revelarnos una conciencia de lo temporal ni un pueblo de seres que hablan desde sus tumbas. Por el contrario, la poesía de Omar Ortiz refleja las experiencias que determinan la conducta de los 1

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Omar Ortiz, Diario de los seres anónimos, La Mirada Malva, España, 2015.

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seres humanos dentro de su medio urbano y social. Son poemas que respon­ den a una realidad compleja e inadvertida para algunos, pero concretada aquí en una descarnada expresión poética. Lo que ocurre en la poesía de Omar Ortiz ha sucedido siempre. La realidad está ahí a la vista como una presencia que proyecta el mundo desconcertante en que vivimos. Un sistema de valores ante los cuales el poeta tomará una posición que se completará en el poema mismo como referencia de lo que nombra. Y lo que nombra son las pasiones, frustraciones y males de la vida en un lenguaje irónico y provocador. Diario de los seres anónimos responde además a la urgencia de pagar tributo a Ed­ gar Lee Masters, a quien Omar Ortiz admira y con quien tiene afinidades en cuanto a la realidad y la percepción del mundo. Ésta debe ser la razón por la cual el poeta colombiano pide al escritor estadunidense que lo acompañe en el recorrido imaginario de estos poemas: Me invita el colega a participar en este libro que dice escribir en mi homenaje. Para congraciar mi voluntad recuerda las palabras de Pound y los muchos elogios que recibí por Spoon River, antes que todos me abandonaran en una casa de enfermos de Filadelfia. No me quejo, la poesía siempre será un fracaso como lo advierte Minerva Jones. He leído con cuidado las esquelas que preceden, y he encontrado que son voces que siempre callan, que no tienen un lugar en el mundo, menos un epitafio. Por eso los abrazo y hago mías sus cuitas, ellos también están sedientos de amor y hambrientos de vida.

No debe sorprendernos que este texto aparezca al final del libro para cerrar el homenaje y la visión que conlleva esta escritura. Nos recuerda sabia­ mente una expresión de Minerva Jones que contiene el sentido y la polaridad del mundo que ambos escritores comparten: “No me quejo, la poesía siem­ pre será un fracaso”.2 Y no sólo comparten la compleja realidad de ese mun­ 2 Introduzco aquí la versión en inglés y su traducción al español: “I am Minerva, the village poetess, / Hooted at, jeered at by the Yahoos of the street / For my heavy body, cockeye, and rolling walk, / And all the more when “Butch” Weldy / Captured me after a brutal

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do, sino también la adversidad y el escepticismo de los seres que lo habitan. De esto es lo que trata Diario de los seres anónimos, de la condición del ser humano y del mundo que les ha tocado vivir. Por eso, el poeta no busca es­ tablecer un sentido moral ni una ética, ni trazar una frontera entre lo real y fantástico exponiendo así los problemas de la vida diaria. Lo que revela esta poesía adquiere una proyección mucho más universal que la que podría con­ ferirle la noción de un determinado lugar o la reflexión misma de mi lectura. El poeta dice las cosas tal como las siente, tal como su conciencia le dice que las nombre. No busca ni reivindicar la realidad ni sustituirla por un lenguaje vacío y abstracto. Ya el crítico Víctor López Rache ha señalado que “El poeta también nos recuerda que escribir poesía no implica divorciarse de la realidad…”3 Y en efecto, el escenario y las personas que cobran vida en estos textos no son individuos abstractos sino seres que sienten y pade­ cen. Su realidad nos acerca al mundo de las experiencias que han marcado sus vidas. Por eso en Diario de los seres anónimos cada poema se convertirá en el epicentro de un drama personal sobre el que se trazan las coordenadas de esta poesía. De entrada, creo necesario señalarlo, el diseño de la portada (Esquina de tiempos paralelos, del pintor Fernando Maldonado) proyecta, de­ liberadamente, un concepto irreal entre la figura invertida del individuo y el espacio que la contiene, como si en cierto modo la sombra que refleja el cuerpo sobre la pared, la acera y la cabeza del perro, definiera también la imagen bo­ rrosa de los seres que habitan estas páginas. Hago esta referencia pues no hunt. / He left me to my fate with Doctor Meyers; / And I sank into death, growing numb from the feet up, / Like one stepping deeper and deeper into a stream of ice. / Will some one go to the village newspaper, / And gather into a book the verses I wrote?– / I thirsted so for love! / I hun­ gered so for life!” (The poem tree: online poetry anthology. http:www.poemtree.com/poems/ MinervaJones.htm). “Yo soy Minerva, la poetisa del pueblo, / Grito, me burlo de las Personas Dominadas por las Pasiones Bestiales de la calle / Por mi pesado cuerpo, ojos de gallo, y caminar balanceado, / Y tanto más cuando Butch Weldy / Me capturó después de una brutal persecu­ ción. / Él me dejó a mi suerte con el Doctor Meyers; / Y yo me hundí en la muerte, creciendo entumecida desde los pies / Como uno que camina profundo y más profundo dentro de un torrente de hielo. / ¿Alguno irá al periódico del pueblo, / Y reunirá en un libro los versos que yo escribí?– / ¡Yo anhelé tanto el amor / Yo ansié tanto la vida!” (Selección y traducción de Wilfredo Carrizales: Edgar Lee Masters, Adamar.) 3 La poesía de Omar Ortiz, http://www.laotrarevista.com.2012/07la-poesia-de-omar-ortiz/ 110

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hay duda de que la portada debe interpretarse como una clave representativa del mundo social que hallamos en el libro. Pero también revela la voz de un hablante poético que estará ahí presente para acercarnos a la historia personal de estos individuos. Todo expresado en una visión irónica que no admite otra verdad que la de enfrentarnos cara a cara con las situaciones que impactan la vida, y con un lenguaje impregnado de escepticismo hacia las retóricas académicas: Deseosos de eliminar el fisgoneo humano, los sacerdotes cercaron la curiosidad de nefastos peligros. Pero aunque la búsqueda nos cueste el paraíso, hombres y mujeres permanecemos ávidos de lo oculto. Nos encanta esculcar, mirar, catar sonsacar al otro sus pequeñas historias, reflejo y consuelo de nuestras mezquindades. Por eso les entrego este breviario, fruto de mi ociosidad y de mi ingenio. De las cualidades que desde temprana edad debe reunir un escritor: una obstinada pasión por la belleza, un exagerado apego a sí mismo y un notable apetito por la desmesura y el engaño. Lo demás son retóricos embelecos que inventan críticos y profesores de literatura.

Lo que dice el poema adelanta una actitud que justificará, en cierto modo, el tono del texto y la dinámica de esas vivencias. Nos abre las puer­ tas a la problemática que refleja ese mundo. Sin embargo, el uso aquí de la palabra “breviario” encierra un contrasentido respecto a lo que debería ser un Diario. Sabemos que el “curioso compilador”, al reproducir el diálogo de estos seres, se burla irónicamente de las cualidades que debe tener un escri­ tor. No se trata de burlarse de la poesía para tergiversar lo que dice, sino de los que pretenden conocer esa realidad en su compleja dimensión humana. Es decir, los que poseen “ese notable apetito por la desmesura y el engaño”. Por eso el lenguaje aquí se usará en función de lo que directa y abiertamente expresa, lejos de la permisiva influencia del academicismo. La poesía es co­ municación y el habla de la vida diaria sostiene aquí la realidad de cada ser como un acto común y corriente. Por eso estas voces no están contaminadas 111

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de resonancias ajenas, sino de las que el hablante mismo reproduce. No se trata de un mundo imaginativo, sino de uno real que sobrecoge al lector por lo que nos comunica directamente, pero advirtiéndonos que el lenguaje tiene sus limitaciones: “Al carecer de alfabeto / no sé si un libro pueda contener el mundo”. Y ciertamente, en este caso, lo que cuenta Ifigenia Franco de sí misma representa también su desconfianza hacia un lenguaje incapaz de apre­ hender la problemática de la existencia: “Pero los poetas mienten, igual a las postales que ofrezco. / Pronto, llega el viento”, dice. Pero esas postales son como una metáfora que revela la conciencia y el destino de estos seres frente a la vida. “Las perversas habladurías / afirman que por cada doce hijos que engendro / me regalo un viaje por el mundo”, dice irónicamente Agapito Po­ rras; “Pero los afanes de uno en su panadería, / y mis recorridos de voceador de triunfos o tragedias, / no dan espacio para evocar los años que la tierra nos brinda”, señala José David López; “En vida hice varios milagros. / Esconder la paternidad de mis muchos hijos / y recuperar para mi familia, tierras, al­ mas / y obras de arte de la escuela quiteña”, advierte Agobardo Potes. Todos hablan aquí sin importarles el qué dirán, enfrentándose a la realidad con ironía y sarcasmo tal como la vida misma y el destino los ha marcado: No hablo desde que el alma de mi padre habita mis sueños. Es joven, mi padre. Lleva un vestido blanco, cuello de pajarita y corbatín negro. Me regala dos muñecas de trapo. Ellas me gustan como detesto a mis iguales. Desprecio sus estudiados gestos, su palabrería vana. Me alegra el llanto de un niño, o su recuerdo. La sombra del sietecueros me confunde. Tengo noventa y tres años y estoy sorda como una tapia.

Toda la tensión del poema recae sobre ese último verso por lo que im­ plica esa sordera como mecanismo para ignorar la realidad o para vivirla sin asombros. Lo que haya ocurrido bajo la sombra del árbol encierra la clave de esa dolorosa relación con el padre. Y aunque el poema no nombra directa­ mente el problema, se intuye en el vocabulario del texto y en el pasado caóti­ 112

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co de esa niñez. Víctima de ese pasado nebuloso, Cielo Luna ha hecho de la sordera un refugio que refleja con asombrosa naturalidad su dolor personal, y el sentimiento angustioso de un pasado del que no ha podido desprenderse. Para Angelino Zuluaga la memoria parece ser un signo de soledad y opre­ sión. Al menos así parece revelar el sonido de campana que recuerda a los mortales su breve paso por el mundo. Pero el pito del tren expresará también la única forma posible de asumir esa realidad: “Mi oficio de músico celeste atiborra mis oídos / con treinta años de rebato. / Por ello, no oiré el pito del tren que viene”. Ignorarlo será también la respuesta a ese mundo que ha perdido todo sentido de solidaridad. Y es evidente, pues las cosas que cir­ cundan su vida definen también la realización de su existencia en el tiempo, es decir, la esencia de que está hecha su vida y los hechos que la consumen. Todo expresado como una fuerza que somete el diario vivir al vaivén de los acontecimientos y de las emociones que dejan la vida continuamente al des­ cubierto. Este mar de penurias y desencantos creará un espacio que responde a la percepción del ser frente a sus propias circunstancias humanas. Cada uno acabará por confirmar sus experiencias de la vida sin ningún tipo de idealismo, siempre con la intensión y naturalidad que el ambiente mismo les confiere: Contraje nupcias joven. No sabía que mi marido gustaba del licor y de las putas. Tanto que eran su negocio. El bar Pielroja, llamaba mi calvario. Ni mis guisos, ni mis dulces de leche pudieron retener sus ímpetus. Hasta que Dios intervino para mi viudez, no hubo sosiego. Guardé un discreto luto, vendí con ganancia los bienes de la infamia y pude solazarme al diez por ciento con las angustias de mis vecinos. No tengo queja, creo que la vida es justa.

Lo que presenta el poema es una conciencia de la vida reflejada en la ironía del lenguaje. Los actos más caóticos pero también los más sencillos descubrirán la oculta intimidad del ser y lo que resume, en cierto modo, sus vivencias. Lo que devasta el espíritu pero también lo vivifica para seguir 113

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viviendo. Aquella realidad que se presenta a la vida reclamando ser nombra­ da, es decir, lo que se reproduce en el lenguaje como concreta evidencia de esa desgarrada historia personal. Esto es lo que establece un sentido de corres­ pondencias con cada uno de los textos. Lo que se funde con esas vivencias y proclama de un modo habitual la condición humana dejando de lado el pudor que pudiera servir de pretexto para falsear la realidad. Pero aquí se habla sin rodeos para entregarnos estas historias tal como estos seres las han vivido. De ahí que todo esté expresado objetivamente y sin ambigüedades, como quien penetra en el pasado y devela indiscretamente su intimidad. En otras palabras, el germen de lo ocurrido o lo que causó tal incertidumbre, la raíz y las consecuencias de éste o aquel acontecimiento que genera un profundo sentimiento de vacío y soledad: Soy viuda de Walter fabricante de condones que nunca usó. Por ello soy parida varias veces, tantas, que mejor callo. Mi sino es un túnel con apariencia de espejo. De niña me apasionaban las dalias, pero mi madre sembraba arroz en los floreros. De adulta, para equilibrar mis emociones, decidí escudriñar los secretos de la respiración, leer a Chopra, practicar el Feng Shui, y convertirme en vegetariana mientras gano mi sustento embutiendo carnes en un conocido frigorífico. Mi vida es idéntica al lugar que habito, finge ser un paraíso pero sus naturales padecen las más atroces pesadillas.

El poema describe la existencia con imágenes directas y sencillas. No se trata de apariencias, sino de la doliente necesidad de contar lo que causó ese sentimiento angustioso que contrasta paradójicamente con las ideas del millonario Deepak Chopra, uno de los llamados gurús de la medicina alter­ nativa. Y, en otro contexto, de aquellas creencias sobre la armonía del ser con el entorno, como las que proponían en la antigua China los seguidores de la filosofía del Feng Shui.4 No hay motivos para suponer que esto tenga algún 4

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Habría que considerar, para un análisis futuro, los personajes del mundo de las letras,

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resultado favorable sobre la vida del hablante. La ironía que impregna el poema traza la devastación emocional que consume al hablante: “Mi vida es idéntica al lugar que habito”. El vocabulario reproduce el doliente pesi­ mismo de quien ya no aspira a nada y acepta las desdichas que devastan su estado físico y emocional. De hecho, todo está enmarcado en esas relaciones humanas que han creado un particular modo de vivir y de sentir la vida, pro­ yectando un mundo consumido por la indiferencia y la soledad: Yo también viajé por los cuatro continentes pedaleando una maquina Singer, como cuentan Leonora Carrington y el poeta Roca de algunas de sus conocidas. Pude ser una delicada modista, ya que mis ojos y mis manos eran sabedores de los secretos del lino. Pero el Señor puso en mi camino un marido infame y tres pequeños de ojos asustados. Hice lo que pude, mas mi obra nunca vistió mi sueño. Por eso, preferí el silencio.

Es evidente que confrontar la realidad requiere una conciencia, una mi­ rada objetiva del ambiente, un desafío y una entrega personal de superación y riesgo. La certeza del cambio y su aspiración conllevan un proceso con­ tinuo y una lucha vertical que, en todo el sentido de la palabra, responda a las necesidades de la gente. Pero en Diario de los seres anónimos el peso de la realidad es superior a las fuerzas de los seres que configuran ese espacio. La ironía refleja la marginación de estos seres y la voz narrativa que insiste en describir sus vidas pero en cambiarlas, en manifestar lo que flagela ese estar en el mundo, la incertidumbre que relega ese vivir a un plano inseguro y solitario. A pesar de ello, hay que afirmar que existe una verdadera pre­ ocupación por lo social, y la ironía misma se convierte en un arma de con­ frontación para señalar esa realidad. En este sentido, el verso que cierra el poema sugiere una tabla de salvación, una forma de situarse ante el mundo. Sin duda, el silencio representa una salida ingeniosa para desentenderse del la religión, la mitología y la farándula que aparecen mencionados en varios textos con diver­ sos fines. Por ejemplo, Madonna, Emerson, Ovidio, Ícaro, Wojtyla, por solo señalar algunos. 115

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pasado. Ese pasado nada gratificante nos lleva a conocer las condiciones de la realidad de la vida, aunque en el fondo no se trate de cambiarla, sino de sobrevivir ajustándose a las contradicciones que ella misma crea: “Nací un poco locato, / apto para ser presidente o senador vitalicio, / pero prefiero ven­ der lotería y hacer versos clandestinos”, dice Enrique Uribe en un lenguaje impregnado de humor corrosivo y de un realismo que no oculta sus traumas personales. Es obvia la crítica a la clase política. Una crítica social arraiga­ da en la connotación misma de la palabra para expresar lo que es imposible ocultar, lo que se dice como un desahogo. “Soy la madre de Hernancito / al que unos bellacos despojaron de sus bienes / consumiéndolo en la melanco­ lía”, destaca amargamente Graciela Ortiz. Y, con una frase traspasada por el desencanto, afirma Marcial Gardeazábal: “Pertenezco a una estirpe que siempre / vive a destiempo”. Pero a tiempo o a destiempo, la tensión siempre se hará sentir sobre la superficie de estos textos porque exteriorizan aquello que supone una derrota o un esfuerzo para continuar viviendo una realidad que se transforma en agonía física y en ansiedad espiritual, en incertidumbre del vivir humano: Son nueve las llaves de mi reino. Mis huéspedes ofrecen a mis setenta años las más variadas consejas. La maledicencia, la avaricia, la envidia y todas las cualidades que engalanan la condición de mis habituales, lustran los armarios, los balcones, los encalados y rosetas de los aposentos. Si no apremiara el sustento, me negaría implacable a sus nostalgias. Pero no supe atesorar mis encantos, pese a mis solicitadas y bien pagadas destrezas. ¡Cuán efímera es la sapiencia del cuerpo! Mañana yaceré en los muros de este hotel, donde el amor enferma y la tos disculpa las afrentas del día.

Quizá la vida sea más doliente de lo que aparenta el poema, o mucho más oscura y asoladora, pero hay un modo de sortear las dificultades. En esto reside la ironía, un modo expresivo para reflejar la cotidianidad y esa elocuente burla 116

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hacia la eroticidad, como cristaliza el siguiente verso: “¡Cuán efímera es la sapiencia del cuerpo!” No se trata, sin embargo, de mostrar resentimientos por quienes han caído en el vacío oscuro de la vida, sino de desenmascarar la dura realidad. Así, distanciándose de las modas de lo abstracto y super­ ficial, Omar Ortiz ha conseguido ir al fondo de las cosas: construir sobre la vida misma lo que ésta retiene como historia personal con todo su desga­ rramiento interior, con toda su crudeza y miseria. Más elocuente no podría expresarlo el siguiente poema: Llevo encima el traje azul, la corbata naranja, la camisa que tanto gusta a Margarita, la del 301, los zapatos negros recién lustrados, una pinta de hombre, como dijo mi madre después del beso ritual de despedida. En la Kodak me tomaron la foto para la solicitud de empleo. Pero de pronto me empujaron a un auto, me pusieron dos armas en la cabeza y acabé tirado en una pocilga donde me preguntaban por gente desconocida. No señor decía, y me pegaban. Sí señor, respondía, e igual me pegaban. Duro, lo hacían, como si no tuviera carne, ni huesos, ni sangre, ni alma. Ya no tengo traje azul, ni corbata naranja, ni puedo abrazar a Margarita. Ahora soy una desteñida foto que mi madre lleva a cuestas en plazas y desfiles.

La violencia indiscriminada, la marginación y la angustia se funden y trazan la problemática realidad de ese mundo. De hecho, la incertidumbre misma caracterizará la violencia que limita la vida y arruina todo tipo de relaciones humanas, abriendo así una brecha para la injusticia y el silencio. Héctor Fabio Díaz, como todos los seres de estas composiciones, es también un símbolo físico y emocional de lo que aquí ocurre. Víctima de delincuen­ tes, sufre la más terrible humillación y muerte. Su propia imagen parece disolverse en la fotografía que muestra la madre en la búsqueda infructuosa del hijo desaparecido. El poema reproduce una imagen que destaca lo absur­ do y el sinsentido de la vida, no la esperanza de un mundo mejor, ni la menor convicción de que el tiempo pueda cambiar la realidad. 117

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Pero el dolor no se puede borrar, como muestra más adelante el siguiente poema: “He caminado todos los dolores. / Como la vaca parida que descuar­ tizaron en el potrero, / así me mataron”. Ésta es la voz de Chumila Rodríguez, quien regresa a contar la historia de sus antepasados; la muerte y sus orígenes y, otra vez, la soledad y la indiferencia. No la debilidad de un ser herido por la emociones y los recuerdos, sino la concreta realidad de un ser cuya angus­ tia nos revela su dolorosa experiencia, ésa que deja la vida devastada como si a uno le fueran amputando todas las partes del cuerpo. Y entonces, ¿para qué vivir? ¿Cómo verse a sí misma frente a ese mundo sin conmiseración? B. Traven, el sujeto del poema siguiente, pone en perspectiva esta visión de la muerte y del tiempo. La ironía y el tono familiar del texto anudan esa línea imaginaria entre lo que sugieren los versos y el sentido que buscan proyectar: Mi reto es con el tiempo. Trabajo para que perdure el nombre de los muertos. Cuando mis manos no graban el testimonio de la piedra, escribo historias, narraciones que hablan de lo efímero. Pero mi nombre siempre será un misterio. Importa la obra de un hombre, no sus gestos, menos sus minucias, y no seré yo quien dé qué hacer a los críticos, ni riqueza a los biógrafos. Por ello los confundo, dejo datos falsos, erróneas pistas, sombras chinas en un mundo de ídolos. Basta mi lapidario oficio para celebrar mi sustento.

La muerte traspasará como una espada la vida personal de estos seres dejándolos asidos al vacío, a la indiferencia, al anonimato, al olvido. Redu­ cida al terrible desafío, la vida palpitará reflejando la fría realidad. Hace­ dor de lápidas, constructor de historias y narraciones inconcebibles, Traven reconoce que, más allá de las palabras, “lo que importan son las obras”, es decir, lo que permanece como símbolo más genuino de la vida. Por otro lado, la imagen de Cornelia Cortés transformará en desaliento y agonía la belleza fugaz de su erotismo: No siempre estoy muerta. Algunas noches sorprendo a los transeúntes 118

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con mis piernas de seda. El liguero es negro, como las mulas arrodilladas ante la custodia. Milagro que no salvó mi vida pero arruinó la del párroco y la del sacristán que mintió por perderme.

El lector no puede perder de perspectiva la realidad de estos seres anónimos; ellos tampoco la perderán. Por eso la conciencia misma les permite evocar su condición humana expresando irónicamente sus circunstancias. De ahí que, para ellos, la vida misma será como un intrincado paraíso donde la hipocresía y la maldad desempeñarán una gran influencia. En esa continua lucha, extraviándose por caminos ajenos a su voluntad, enfrentarán a los que piensan que el vivir nada tiene que ver con el prójimo: “Por allí me avistan quienes pierden el habla / al intentar tomar la flor de mi jardín”, dice Cor­ nelia. Ciertamente, es la vida la que está en juego entre las palabras y los hechos. La realidad que va mostrando su oscura presencia, el eje sobre el que gira ese mundo anónimo y real. Y es que, en esta poesía, la ironía se yergue sobre un discurso de índole social (¿qué poesía no lo es?), proyectan­ do la realidad de ese vivir que se repite sórdidamente en cada uno de estos textos. Todo para recordarnos que el anonimato no es una realidad lejana y abstracta, y que para Carlos A. Jiménez la escritura puede ser muchas cosas, menos un libro cerrado. Su percepción de la literatura y de sí mismo lleva una burla implícita en la ironía del léxico. ¿Una alusión burlona a la escri­ tura hermética? O una sugerencia a seguir aquella poesía solidaria con las almas que hallamos en este Diario de los seres anónimos: Me llaman poeta, igual podrían decirme el loco, el extranjero. Todos los nombres no son más que acertijos. Hice de este parque mi hogar. Es un libro abierto, donde nunca muere su autor. Por lo mismo abomino de las bibliotecas, santuarios de autores muertos. Mi libro mira al cielo, sus páginas se ofrecen a los delirios del viento y a la voracidad de los pájaros. 119

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Diario de los seres anónimos nos coloca ante una encrucijada de profun­ da reflexión: un mundo de relaciones estremecedoras y dolientes donde todo puede ocurrir. Y donde el ser humano parece haber perdido toda piedad para reconocerse en el prójimo y elevarse por encima de las circunstancias de la vida. Seres humildes y humillados, seres que el poeta rescata de las sombras para convertirlos en el tema central de este libro. Omar Ortiz ha creado una poesía que llega directamente a quienes se asoman no a un mundo libre de impurezas, sino a una realidad producto de las injusticias sociales. Un terri­ torio de seres sobrecogidos por la tragedia de un vivir nebuloso llevado por la violenta ola de la indiferencia humana. No hay duda, sin embargo, de que este mundo poético, que miramos como sostenido por la ironía y la desgra­ cia, contiene aquí una profunda verdad: alecciona a los que se inclinan por el bien común, llevados por la amorosa fe en el porvenir. La desgracia nunca justificará la maldad, ni las circunstancias dolorosas podrán indefinidamen­ te herir la vida, pues siempre habrá un camino más luminoso y humano por el cual podamos transitar. Claro está que el autor de este libro no se inclina por pasar juicios ni por un puritanismo hipócrita y vacío, pues en el fondo esta poesía es un lúcido manifiesto contra la dureza del mundo, un reproche contra lo que envilece la vida humana. Ojalá otros lectores estén de acuerdo en que convivir humanamente es un gesto mucho más profundo que ignorar la realidad o contribuir al silencio, y que al entrar al contacto con esta poesía puedan expresar, como Edgar Lee Masters: He leído con cuidado las esquelas que preceden, y he encontrado que son voces que siempre callan, que no tienen un lugar en el mundo, menos un epitafio. Por eso los abrazo y hago mías sus cuitas, ellos también están sedientos de amor y hambrientos de vida.

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La secta del prepucio A ntonio M oreno para Carlitos Marx, cuyas ideas siempre anticiparán algo

De Esmirna a Alejandría, y de allí a Ascalón, tierra de Herodes el Grande. Y, de Ascalón, el grupo de hombres se desplazó a caballo por diez días con sus noches hacia las legendarias llanuras de los amonitas, descendientes de Amón, hijo menor de Lot. En esas llanuras fue edificado el palacio de Abdul-­Rahman Ibn Abi Tálib, imponente por su tamaño y majestuosidad en el decorado, con un jardín interior que también servía de laberinto para los animales exóticos que amenizaban las tardes prolongadas y calurosas de sus inquilinos. Muchos siglos después, los aguerridos cruzados de Raimundo de Saint-Gi­ lles, conde de Tolosa, sitiaron “el castillo de los unicornios”, como empezaron a llamarlo, seguramente porque en la puerta de acceso, resguardada por una barbacana, había un escudo heráldico con esos animales flotando entre nubes, coronados de luces celestiales, proporcionándole un ámbito crepuscular. Todo eso era sostenido al pie del escudo por una tortuga roja que ilustraba bizarría de espíritu. Antes de que el castillo fuera saqueado y reducido a ruinas, Elvira, la esposa del conde de Tolosa, llegó ex profeso para dirigir el traslado de los animales del zoológico al puerto de Narbona. Incluyó también un compendio de ilustraciones en papiros y pergaminos que podría catalogarse como el primer bestiario non sancto que exhibe a seres humanos fornicando con animales. Aunque no se precisa geográficamente el camino que tomaron los hombres, cabe suponer, por la tardanza, que hicieron muchos rodeos tomando atajos 121

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ocultos. Los dirigía el navegante Abdelaziz bin Camandari. Eran diez hombres en total, conocidos como los Elegidos. Cada quien llevaba un regalo secreto; ade­ más, tenía que revelar una noticia íntima para el anfitrión, narrada al oído, en la segunda noche de estancia en el castillo. Cuando los centinelas, al despuntar el día, avistaron a los hombres galopando muy a lo le­ jos en la llanura, con su cielo insondable y ese espejismo que toda planicie provoca, como el de experimentar la sensación de caminar en el aire, soltaron los halcones de las jaulas. Abdela­ ziz bin Camandari fue el primero en percatarse del provocativo espectáculo fomentado por los halcones que, suspendidos en el éter, formaban figuras, hacían piruetas y a gran velocidad pasaban rasantes sobre sus cabezas. Se apearon de los caballos y ceremoniosamente se postraron de hinojos sobre la hierba fresca para darle gracias al Altísimo por Su munificencia al con­ sentir y prohijar la creación de una secta cuyos devotos congregantes Lo adorarían hasta el fin de los tiempos. La creencia pagana por venir los per­ suadió de proponer un concordato entre doctrinas aparentemente antagó­ nicas: monofistas consuetudinarios, prenestorianos ecuménicos; maniqueos primitivos, monoarquistas cacúmenos, babilónicos atávicos; mandeos meso­ potámicos, ebionitas salomónicos, arrianos monocordes, docetistas bicéfalos y montaneses concupiscentes. Para los tiempos que corrían, la alianza entre rupturistas y conciliadores se había llevado a cabo por razones que sólo competen al milagro, porque, según rumores, Tariq ibn Ziyad había conquistado recientemente la Hispa­ nia Visigoda, lo que ya empezaba a alentar en la extensa región de la cuenca 122

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del mediterráneo un optimismo que les otorgaba a los comerciantes un brillo inusual en sus ojos; y estaba muy enterado, y en contra, como era de esperar­ se, del propósito de los heréticos. Los hombres sabían que su curva espada era larga, filosa, despiadada y podía con facilidad cortar de un tajo sus gargan­ tas. Por su fe profunda hacia el Profeta, y debido a sus caprichosos estados de ánimo, jamás habría aceptado Tariq un pacto de tal naturaleza. Los once jinetes sabían de antemano que, pese a los riesgos que corrían –un delator nunca falta–, tenían que cumplir con la misión. Las señales en el cielo re­ velaban que no volvería a registrarse en el resto del año una luna en cuarto creciente como la que se anticipaba para la noche próxima. De lo contrario, el hombre podía perder la oportunidad de volver a legitimar lo que Noé, con mucho esmero, había logrado mucho tiempo atrás: un pacto parcial del hom­ bre con las bestias que, por desgracia, estaba erosionándose. A una distancia mínima, los jinetes advirtieron que de las troneras del castillo empezaron a asomarse las trompetas de carnero. Los encargados hi­ cieron sonar el shofar en señal de que la liturgia había comenzado. Que el nuevo pacto estaba en proceso. Una nueva creación. El sonido los remitió –de tan agudo–, entre suspiros y quejidos, al momento único en que el Altísimo creaba los cielos y la tierra, pero sobre todo al día sexto, y no había que olvi­ darlo jamás, por orden jerárquico, cuando formaba con sus manos los anima­ les terrestres, también a imagen y semejanza Suya, como el hombre, criatura que creó después. Había que darse prisa. Para evitar cualquier eventuali­ dad, Usman bin Nimra, el anfitrión, ordenó que mil arqueros se parapeta­ ran en las almenas y torreones del castillo para lograr sin contratiempos el ungimiento de las bestias sagradas. Les había dado la orden de disparar, después del crepúsculo, a todo aquel que osara acercarse a la fortaleza. Una vez que los jinetes cruzaron el puente levadizo, con Abdelaziz bin Caman­ dari en punta, rumbo a las caballerizas, con los brazos en alto, como signo de satisfacción, Usman bin Nimra, les dio la bienvenida desde la torre del homenaje. El primer designio se había cumplido. Pasaron en seguida a sus aposentos para las abluciones, después les esperaba un rígido protocolo: vestirse con una túnica larga, hecha de algo­ dón egipcio, sin ropa interior, y calzarse los pies con un par de sandalias del Lejano Oriente. Antes de la consumición de los alimentos, visitarían la sala 123

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de papiros y pergaminos; acto seguido, darían un breve paseo por el jardín, idéntico en la flora y fauna al que poseyó el jardín de Edén, aunque esta vez sí contaría con los animales marginados, jamás vistos por ojo humano. De inmediato los llevarían a una pequeña sala para colocar los regalos dentro de una caja de carey, finamente labrada, que cada uno de ellos había traí­ do para el anfitrión. La culminación de la ceremonia consistía en una cena especial por dos razones: serían agasajados con dos platillos que formaron parte de la dieta de Noé y su prole; también porque compartirían el alimento con los animales diluvianos. Para tan alta distinción, los Elegidos –ahora enfundados en túnicas color escarlata– entregarían los preciados regalos; seguidamente narrarían al oído del anfitrión las noticias secretas. De los uni­ cornios y pegasos ya tenían conocimiento, pero no de los animales que fue­ ron rechazados por Noé antes de diluviar cuarenta días y cuarenta noches. Sobrevivieron por sus virtudes innatas: extrañas criaturas que poseían el don de la ubicuidad, eran hermafroditas, razonaban como el hombre, podían des­ plazarse por tierra a gran velocidad y se alimentaban de hojas y flores. Ante todo, el Eterno les concedió una preciada virtud, otorgada sólo al humano: la capacidad de discrepar de lo que fuese; cuando manifestaban júbilo o en­ fado, emitían ruidos capaces de romper los tímpanos. Pero tenían un punto débil, que ellos disfrutaban, sin embargo: la concupiscencia. La fundación de la secta del prepucio, de la cual emergerían cientos de denominaciones y credos en el transcurso de los siglos, en alianza entre el hombre y las bestias, habría de fortalecerse como un acto de humildad radical, desde el momento en que el hombre decidiera renunciar a su vano orgullo y falsa superioridad, entregándose por el bien de los mitos y leyendas, al placer del membrum virile de los animales excluidos del Arca, de las Sagradas Escrituras y de la ima­ ginación misma. Ésta era la evidencia de que el Altísimo había cometido un error deliberado con el propósito de que el hombre se percatara y tratara de enmendarlo. De modo que había que registrar gráficamente, para la posteri­ dad, la evidencia máxima e irrefutable de que el hombre declinó a favor del animal desterrado para rectificar la omisión del Eterno. Usman bin Nimra había dispuesto de los mejores pintores de Levante. Sin embargo, al poco tiempo, oyó de boca de un mercader que, en una ciu­ dad desconocida para él, había una academia de pintura donde los artistas 124

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tenían la tradición de pintar animales salvajes al momento de la cópula, o los sacrificaban para despojarlos de la piel, abrirlos en canal y pintarlos en rigor mortis. Vio con asombro, con la quijada al suelo, ese arte expresivo extraor­ dinario, muy emblemático, porque jamás había visto algo semejante, anima­ les copulando ajenos al mundo, como si no existiera, dibujados y coloreados con perfección sobre pieles de antílope y papiros. Compró todas las pinturas que el mercader le había mostrado. Dio órdenes inmediatas para que partiera al alba una caravana con diplomáticos hacia la lejanísima ciudad de Bilad al-Barbar, sitio en el que la academia de pintura abría sus puertas desde el ocaso hasta el amanecer; habla­ ran con los mejores pintores, trataran de convencerlos de que era importante participar en una tarea que la Historia y el Eterno los había seleccionado, y que él, Usman bin Nimra, les gratificaría generosamente. Recibirían a cam­ bio de los bestiarios todas las monedas de oro que ellos desearan, más cien camellos y cincuenta odaliscas, las más bellas de la tierra, para cada uno de los artistas, por sus servicios y discreción. Lo que más le atrajo fue que desempeñaban su trabajo artístico a oscuras o, para pintar el cadáver del ani­ mal, se iluminaban con la luz de una vela. Usaban pinceles hechos de pelo de camello y cerdas del jabalí de la isla de Socotra. Convenientes virtudes porque los Elegidos no deseaban que los pintores repararan mucho en los detalles al momento en que ellos arremetieran en los órganos genitales de las bestias diluvianas. Casualmente, los pintores de Bilad al-Barbar, que tenían conocimiento del latín, llamaban a sus pinceles phallus y praeputium. Con el pincel de cerdas del jabalí de Socotra, los pintores dibujaban la constitución anatómica del pene del animal, en su forma, dirección y dimensiones. La cópula entre animales, con el pincel de pelos de camello, respectivamente. Era la primera vez que lo usarían para reproducir la cópula entre hombre y animal. El segundo designio se había cumplido Cuando Abdelaziz bin Camandari guiaba al grupo en una de las salas que exhibía las pinturas de los penes de los animales –colgadas de los fríos muros– elaboradas por los artistas de la academia de Bilad al-Barbar, se po­ día observar que casi todos los miembros alcanzaban, en el caso de la cebra macho, cincuenta centímetros en estado de reposo, y noventa en estado de erección. Abdelaziz se dio cuenta que los Elegidos sudaban, carraspeaban, 125

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cruzaban miradas, el terror se había apoderado de ellos. Pasaron a la pintura del leopardo, la cual los recibió con un florete de carne desafiante, rígida y azulenca, tal vez por la presión de la sangre a todo tope. Disponían del tiempo necesario para seguir el recorrido; faltaban las pinturas del león, el rino­ ceronte negro, el elefante y la del hipopótamo. Los Elegidos le sugirieron suspenderlo; prefirieron ir al paseo por el jardín para ver los animales dilu­ viamos, jamás vistos por ojo humano. Pisaron el jardín. Revoloteaban pájaros de muchos colores, había árboles frutales de todas las variedades, plantas trepadoras, flores que despedían aromas terapéuticos. Un arroyito de aguas cristalinas lo atravesaba hasta desembocar en el foso del castillo. El color verde imantaba la memoria de los Orígenes y todas las reminiscencias planetarias. –¿Qué es eso? –dijo el ebionita salomónico, inquieto, al ver un animal de mediana alzada que pastaba como si fuese un caballo enano, cambiaba de posición y parecía una oveja, cambiaba de posición y parecía una gata gigan­ te. Como parte de un trampantojo. –Es un enurco, uno de los animales excluidos por Noé. Es el más veloz de todos y el más obediente –dijo Usman bin Nimra, con tono bíblico, unién­ dose al grupo. Silbó. El enurco se acercó como un animal amaestrado. Olisqueó las sanda­ lias del ebionita salomónico. Después, con su lengua, humedeció la orilla de la túnica. Trató de levantársela. Provocó risas porque la intención del animal era llegar hasta su órgano viril. –Ahora no es el momento –dijo Usman bin Nimra, con delicadeza, mien­ tras sus dedos se enterraron en la pelusa acolchada del cuello del animal, como la caricia de quien se sabe imprescindible. Luego levantó la mano con gravedad herética, señalando hacia uno de los prados del jardín. El enurco entendió la señal y partió. Los hombres estaban asombrados por la inteligencia del animal, de su rapidez y condición de variar formas, colores. –Le has gustado y te ha elegido –dijo Usman bin Nimra–. ¡Qué honor! –añadió. —¿Pero qué es? –dijo de nuevo el ebionita salomónico. 126

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–Es lo que tú quieras. Es muchos animales en uno. A veces es hembra, a ve­ ces es macho, puede ser una gata, oveja, salamandra o un caballo –dijo Usman bin Nimra–. Adquiere la forma de cualquier animal vertebrado y terrestre, de sangre caliente, el que tú desees e imagines. El ebionita salomónico volvió a en­ simismarse. Cuando el enurco se marchó del gru­ po, el ebionita salomónico advirtió de reojo un extraño abultamiento en forma cónica que resaltaba de sus patas traseras. Cerró los ojos y se dejó llevar por la imagina­ ción hasta el jardín de su casa, un paisaje verdaderamente hermoso, perfumado por olivos y árboles frutales (higos, uvas, gra­ nadas y pomelos), donde su padre, en las tardes ferruginosas, salía a tocar la cítara para ennoblecer el espíritu, juntos en familia. Conocía de antemano la importancia de formar parte de esta liturgia, era consciente de que había si­ do escogido no al azar como el correr del tiempo, sino por las señales que le había mandado el Altísimo. El tercer designio se había cumplido. La entrega de dádivas se celebró en silencio absoluto, celebrada en un salón rectangular, medianamente iluminado por unas cuantas antorchas, dis­ puestas a lo largo de un pasillo que conducía hasta una mesa con dos copas (una roja, una verde) y una corona de oro muy grande, puesta en el centro, símbolos de prestancia y poder. La única silla la ocupaba Usman bin Nimra, flanqueado de dos chambelanes; al costado de ellos, un par de baúles, donde depositarían los regalos, antes vistos, tocados y olidos por el anfitrión. El reverbero de las antorchas, al chocar con la oscuridad y la silueta de los Elegidos, proyectaba figuras intrépidas que se ensanchaban, trepaban en las gruesas y frías paredes del recinto, como si tuvieran vida propia. Los baúles, ya cargados, fueron traslados a una cámara contigua. Entretanto, los Ele­ gidos volvieron a colocarse en fila; de la misma manera que en el episodio 127

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anterior, se acercaría uno tras otro para notificar la noticia secreta, haciendo bocina con la mano izquierda, no sin antes efectuar dos giros de cabeza, a la izquierda y a la derecha, según el protocolo, para empezar a narrar el men­ saje. Lo relatado por el docetista bicéfalo, que nadie supo, que nadie sabrá jamás, originario de Nicosia, provocó la risa del anfitrión, a tal grado que lle­ gó a sujetarse el estómago con ambos manos y humedecer, con una mancha visible a la altura de sus partes, la fina y purpurada túnica que vestía para tan grande ocasión. El cuarto designio se había cumplido. Diez edecanes y un mayordomo condujeron a los Elegidos al refectorio. Compartirían la mesa con los animales diluvianos, jamás vistos por ojo hu­ mano, con sus respectivos nombres originales: layate, anítpero, gorjo, letote, nerro, areye, orpe, enurco, cozma, nise. En el menú había dos opciones: a) pan ácimo, tres higos secos, un vaso de leche de cabra y miel; b) pescado del río Jordán a las brasas, condimentado con hisopo; tres huevos cocidos de codorniz y un vaso de vino aguado. La tarea del edecán consistía en escuchar la elección, notificarla al cocinero, esperar el platillo y servirlo. El quinto designio se había cumplido. Los artistas de Levante y de Bilad al-Barbar estaban ansiosos, prepara­ dos para dibujar y colorear los primeros bestiarios de la humanidad. Jamás imaginaron que esa noche fundarían, en el segundo tercio de la Era Común, un género pictórico y literario, admirado e imitado en los siglos posteriores. El encargo de Usman bin Nimra fue tajante, había que cumplirlo al pie de la letra: dibujar por cada Elegido dos bestiarios, en el momento de la felación; en el momento de la cópula con el animal diluviano. Tras la muerte de Elvi­ ra, condesa de Tolosa, la colección de bestiarios desapareció, algunos fueron confiscados y destruidos por el Papa Honorio Tercero. Arqueólogos y zoólo­ gos de la Universidad de San Petersburgo afirman con pruebas irrefutables que algunos bestiarios cayeron en manos de Maimónides, Raimundo Lulio, Giovanni Boccaccio, Dante Alighieri y Giordano Bruno. Sin evidencias con­ cretas aún, los científicos han formulado una hipótesis según la cual los bes­ tiarios restantes circulan en museos privados de Europa y Estados Unidos, basándose en la lectura de un texto inédito de Vladimir Nabokov, custodiado por la familia Mikhelson –en Moscú–, la cual, por órdenes expresas del autor, publicará ese manuscrito de 459 páginas en el año 2030, en el que Nabokov 128

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se ocupa detalladamente del análisis e interpretación de tres bestiarios, ela­ borados por órdenes del magnífico, visionario e infalible Usman bin Nimra. Los edecanes recogieron los recipientes y limpiaron las mesas. El trabajo de ellos había concluido. El mayordomo del castillo, de gran estatura, hizo acto de presencia; tra­ tó de deleitar a los presentes como si fuera un saltimbanqui, de entusiasmar a los hombres por el acontecimiento que estaba a punto de comenzar, porque notó dos estados emocionales contrapuestos; no obstante, sus gracias pasa­ ron inadvertidas. A causa de la lujuria que los consumía, los animales ya es­ taban impacientes. Por su parte, los hombres lucían cabizbajos y resignados: no era eso lo que esperaban. Ya nadie podía dar marcha atrás. Era imposible. Dijo con voz cavernosa que pasaran a una sala ornamentada con mue­ bles, según esto, fabricados con la madera que usó Noé para construir el arca. Había almohadones por todos lados, de diferentes colores, de tan es­ ponjados que el cuerpo pronto sentía alivio. Por fin, el momento esperado. El mayordomo sofocó las antorchas y abrió las puertas para que ingre­ saran los artistas, preparados con los pinceles y todos los utensilios necesa­ rios. Usman bin Nimra observaba la escena a través de un ojo de venado, hecho a propósito en el muro. No podía ni debía intervenir. De lo contrario, se violaría el pacto. Con este encuentro íntimo, el hombre finalmente redimía su parte animal. El sexto designio se ha cumplido, dijo el mayordomo antes de cerrar la puerta, tratando de hacer oídos sordos a los bramidos de los ani­ males que empezaron a destrozarle los tímpanos.

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Tres poemas I dalia M orejón A rnaiz desasosiego

blanquita blanquita como el coco de tan transparente que quiere ser muñequita sin misterio cáscara de frutas secas corre que se te va la idea aprovecha que te queda poco estruja el celofán del caramelo ejemplar que es tu carácter empuja a tu locura para que se mueva de lugar la locura no va ahí está colada que entre que no entre que se quede 130

silbando junto al marco de la puerta hasta que se canse y pida agua apúrate que se te va el instinto no le digas a nadie lo que quieres ser con la poesía no hay Misterio

lam ralbah

“…hablar mal” creyó escuchar ese día mientras miraba la torre enroscada en luces como serpientes creyó escuchar ese día sin haberlo antes pensado a la rabia dio sentido con rabietas centro fue de toda justicia y poder de fuego bajó a lento (de)mente y vacilar no es más su estilo 131

contabilidad

una dos tres cuatro cigüeñas pardas multiplicadas por dos casi te perforan el útero esta mañana no

al único nacido!

una dos tres cuatro estaciones de tren divididas por diez y llegarás a casa

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Transformar el oro en oro M ónica M ansour Lentamente, con cuidado, con infinito respeto, un traductor desprenderá las capas de cada palabra, significado, estructura, personaje, escena, voz y movimiento, los pondrá a contraluz, los examinará paciente y amorosamente, y empezará una vez más la magia transformadora del alquimista (…) de convertir el oro en oro. Thomas Rose-Masters, Gold into gold. A translator’s art

Traducir un texto literario no es lo mismo que leerlo, ni siquiera es lo mismo que estudiarlo. Como sabemos quienes nos dedicamos a esto, se trata de enten­ der cada palabra, cada giro, cada tono, cada metáfora, cada signo de puntuación, cada juego de sonidos, para luego reproducirlos en otra lengua y otra cultura. Se trata de recrear el camino de la escritura, desde el ordenamiento de las ideas y las sensaciones hasta su expresión y comunicación; o sea, crear el texto que el autor habría escrito si su lengua materna hubiese sido la nueva lengua a la que se vierte el texto, pero con su propia cultura, su contexto y su intención. El traductor literario intenta rastrear, comprender, recrear y vivir el cami­ no que traza el escritor dentro de su propio código, su propia lengua; es decir, transformarse en el escritor para recorrer, junto con él, el camino de la crea­ ción, el camino de la escritura. Cuando el escritor que se va a traducir conoce los secretos de su propia lengua –su fuerza, su flexibilidad, su transparencia, así como sus posibilidades de construcción–, el traductor se sumerge en una 133

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especie de rito mágico y, a la vez, en una lección insuperable de lenguaje. Idealmente, un texto traducido debe­ ría ser una reproducción lingüística que cumpliera todas las funciones y todos los significados del texto original, la precisión del estilo y la calidad del lenguaje, además de la intención de tono y la intención de público a quien va dirigido. Si la traducción es buena, el nuevo texto se convertirá en un objeto vital, un texto con vida propia, al igual que su modelo. Será la transmuta­ ción de oro en oro. Sin embargo, como bien sabemos, esto no es tan fácil, dado que cada lengua es un sistema que en sus instancias de uso –o sea, sus textos escritos y orales– refleja una cultura con una visión del mundo específica, tradiciones, connotaciones y ma­ tices, o sea que es la manifestación de una serie de valores y una manera de pensar específica, una manera de entender la realidad y nombrarla. Por lo tanto, ninguna lengua podrá ser exactamente equivalente a otra. Y trans­ mitir ese modo de pensamiento en una lengua que refleja otra visión de la realidad es bastante complicado. Por eso, el oficio de traductor, y sobre todo el de traductor literario, requiere un conocimiento profundo –aunque sea implícito– de las lenguas con las que trabaja: la lengua original y, requisito primordial, la lengua a la que se vierte el texto. Requiere también la suficiente sensibilidad y cultura para distinguir las connotaciones, los tonos y las po­ sibles referencias ocultas a instancias populares, tradicionales, despectivas, eruditas y otras del texto original, de modo que su público lector sea total­ mente equivalente al público del texto original. Los problemas de traducción son muchos, y varían de acuerdo con la relación de semejanza o diferencia que haya entre la lengua original y la lengua re­ ceptora. Las dificultades surgen sobre todo –aunque no exclusivamente– en­ 134

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tre lenguas de distintas familias. Los casos más difíciles son las traducciones de textos escritos en lenguas muertas, o sea, pertenecientes a culturas des­ aparecidas, puesto que no hay un contexto en el cual ubicar la creación del texto. ¿Cuánto podemos saber realmente de las connotaciones, los chistes, los insultos, los tonos y matices de aquellas culturas perdidas? Pero en las lenguas vivas también hay muchísimos problemas. El inglés y el español, por poner un ejemplo que conozco, son radicalmente distintos en el ritmo así como en la manera de entender la realidad y nombrarla. La cantidad de nexos, muletillas y rodeos que se utilizan en el español de Mé­ xico, es decir, el ritmo de nuestro español, para producir una descripción o explicación en tono amable, es infinitamente más extenso y repetitivo que el uso del inglés para tratar el mismo asunto con el mismo tono. Un discurso político mexicano es uno de los tipos de texto más difíciles de traducir al inglés, porque tantas repeticiones y rodeos suenan no sólo incorrectos sino ridículos en el uso de la lengua de nuestros vecinos del norte. El caso de la traducción entre lenguas muy semejantes, como el espa­ ñol y el portugués, italiano o francés, también presenta problemas, además del ritmo, que por lo general tienen que ver con usos, tonos y connotaciones. Lo que en una lengua es coloquial y cotidiano, en la otra resulta un cultismo solemne y de uso limitado. Un ejemplo claro de ello es el uso del pretéri­ to en francés: actualmente, el pretérito simple suele ser literario y arcaico, mientras que la forma oral y coloquial acostumbrada es el antepresente. En el español de México los dos tiempos verbales tienen significado distinto, mientras que en el español de Argentina el antepresente se usa casi como cultismo, en Madrid –tal vez por contagio del francés– sucede lo contrario. En otras palabras, entre idiomas muy cercanos pueden darse problemas no sólo en el ritmo sino también en el acento semántico. No siempre son fáciles de captar los giros estilísticos que producen sensaciones específicas, y una traducción con gran corrección gramatical no necesariamente las reproduce. Por último, debo señalar las diferencias dentro de una misma lengua, un solo idioma. Esas diferencias son geográficas, temporales, de clase social y de momento de enunciación. Textos de Chiapas, de la Ciudad de México, de Chihuahua o Veracruz –en nuestro país– tendrán diferencias; textos de dis­ tintos barrios de una misma ciudad también. 135

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Pero aquí, en México, tenemos también la fortuna de disponer de textos argentinos, españoles, cubanos; y entonces sí que nos tenemos que rascar la cabeza con más frecuencia cuando nos encontramos con un “pichi” en Es­ paña, una “guagua” de Cuba y otra de Bolivia, una “pollera” de Argentina, alguien que se “afana una birome” y gente que está “follando en el retrete” o dedicadas a otras actividades igualmente productivas... Y eso si hablamos de vocabulario, porque si pasamos a las expresiones, nos metemos en hondu­ ras mucho más hondas. Al leer estas versiones de la literatura internacional, al fin de cuentas todos nos volvemos traductores. La lengua está constituida por elementos de distintos niveles: el fónico, el sintáctico, el léxico, el semántico y el ideológico, además del nivel gráfico en textos escritos o impresos. Dentro del nivel ideológico estarían incluidas todas las connotaciones que tienen que ver con referentes contextuales: los tonos y las referencias –explícitas o implícitas– a instancias populares o tradi­ cionales o a la erudición de la cultura específica del autor. Todos estos niveles se manifiestan simultáneamente en cualquier texto. Pero en los textos lite­ rarios, el uso de la lengua se vuelve más preciso y más conciso, cada detalle lingüístico está cuidado y pensado y se utilizan los recursos retóricos de los que dispone la lengua para lograr con mayor eficacia esa precisión y esa concisión. La literatura –sobre todo, la poesía– es el tipo de discurso más difícil de traducir debido a la calidad sintética de su uso de la lengua. En el poema, to­ dos los elementos de todos los niveles de la lengua tienen un peso semántico e interactúan con mayor intensidad que en otros tipos de texto. El poeta, al crear su poema y escribir sus imágenes, elige –consciente o subconsciente­ mente– entre todos los recursos disponibles del manejo de su propia lengua para crear imágenes y sensaciones que transmitan lo que quiere decir de la manera más precisa y eficaz. De tal modo, un poeta puede privilegiar el metro junto con algún paralelismo sintáctico, o bien una imagen contradic­ toria como el oxímoron junto con ciertas aliteraciones, utilizar la rima que suele ser fundamental, en fin, cualquier combinación de recursos que logre transmitir en pocas palabras y pocos versos todo el conjunto de lo que quie­ re decir en su poema. Igualmente importantes son los cortes entre versos y entre estrofas, la puntuación o su carencia, la imagen visual del texto sobre 136

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la página, las reiteraciones o no de palabras, ya sea como simple repetición, como sinónimos o antónimos o como anáforas, el orden de las palabras que establecen los contactos más inmediatos o sus distancias. En breve, el poe­ ma está construido con paralelismos en todos los niveles de la lengua que, debido a las relaciones que establecen entre los distintos elementos lingüís­ ticos y retóricos, producen redes de relaciones también de significado. De ahí el carácter sintético de la poesía y de ahí su dificultad en la traducción. El traductor debe distinguir cuáles son los recursos elegidos y privile­ giados por el autor en cada texto individual, dado que todos los elementos de un poema –insisto: en todos los niveles– tienen una función de significado, esencial para captar el texto. El lector percibe todos esos significados simul­ táneos desde la primera lectura, y esa percepción, aunque sea subconscien­ te, influye en su comprensión. Como dice el poeta francés René Daumal: “Escucha bien. No mis palabras, sino el tumulto que se eleva en tu cuerpo cuando escuchas. Son rumores de combate, ronquidos del dormido, gritos de animales, el ruido de todo un universo”. Para aclarar estas afirmaciones, voy a señalar algunos ejemplos de cómo el traductor debe distinguir y tomar en cuenta los recursos utilizados por el escritor. Mencionaré problemas, aunque no siempre tengo las soluciones. Ante todo, un ejemplo léxico, que tiene que ver con la comprensión real de una lengua: el poema tal vez más conocido de Jaime Sabines se intitula “Los amorosos”. Para casi cualquier lector cuya lengua materna sea el es­ pañol (con la excepción de argentinos y uruguayos), esta palabra es notable­ mente poco usual, y su significado estaría en algún lugar entre enamorados, amantes, cariñosos y dedicados al amor. Para la traducción de este poema al francés, surge de inmediato la palabra amoureux, falso cognado del título de Sabines y que significa “enamorados”. Otro ejemplo es un poema de Dylan Thomas dedicado a su padre; el poema trata de la proximidad de la muerte y cómo hay que enfrentarla. Los últimos dos versos, que funcionan como estribillo y estructuran todo el poe­ ma dicen: “Do not go gentle into that good night. / Rage, rage against the dying of the light”. (Más o menos: “No entres suavemente a esa buena noche / rabia, rabia contra el morir de la luz”.) El problema fundamental de la traducción de este poema –aunque hay varios– radica en las rimas, que en este caso 137

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transmiten tal vez la información más importante del texto. Todas las rimas se dan sobre la base de night y day (noche y día). Las rimas con day para este poema no resultan difíciles de encontrar: día, partía, bahía, travesía, alegría, rogaría. Sin embargo, el estribillo plantea la rima –esencial para el poema– de night y light (noche y luz; penumbra y alumbra sería una posibilidad), que en el resto del texto se multiplica con: right (bien, correcto), bright (brillan­ te), flight (vuelo), sight (vista), height (altura). Esta serie de rimas establece la ideología principal del poema, dado que equipara –por el sonido– la no­ che (que aquí significa la muerte) con varios valores que suelen considerarse como vitales. Si no existen en el texto traducido estas rimas, es decir, el esta­ blecimiento de la relación significativa entre las palabras rimadas, se pierde el sentido principal respecto de la muerte en el poema. El mismo tipo de recurso se encuentra en la poesía barroca. Por ejemplo, en uno de los sonetos de sor Juana (“Rosa divina, que en gentil cultura…”), las rimas establecen el doble sistema de los valores que atañen a la rosa y que llevarán a la conclusión del poema. Los términos que riman con cultura (her­ mosura, arquitectura, sepultura) y los términos que riman con naturaleza (su­ tileza, belleza, gentileza) en los cuartetos de este poema son antitéticos (dado que oponen lo natural a lo hecho por el hombre, dos características comparti­ das por la rosa). Y estas oposiciones llevan a entender la contradicción entre vida y muerte en la rosa, por cierto, calificada al principio como “divina”, que “con docta muerte y necia vida, / viviendo engañas y muriendo enseñas”. Otro ejemplo de un recurso fundamental para entender un poema y tra­ ducirlo, además de sus imágenes, es “La canción del bongó”, de Nicolás Gui­ llén. Este poema, escrito en versos octosílabos terminados alternadamente en palabra aguda en O, representa la voz de ese instrumento musical. Esto sólo basta para recrear el ritmo y el sonido del bongó, esencial para el poe­ ma, dado que allí se habla de los dos orígenes, africano y español, de los cubanos, precisamente a través de un instrumento que está constituido por dos pequeños tambores y que todos –negros, mulatos y blancos– tocan o disfrutan. Dado que quien habla es el bongó, su voz (en cualquier lengua) deberá reproducir su sonido y su ritmo característico. Cabe mencionar también algunos recursos de la poesía de César Valle­ jo, esenciales para comprender el sentido de algunos de sus textos. Por una 138

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parte, están los tiempos verbales; por ejemplo, en el poema “Ágape” (de Los heraldos negros) dice: “Perdóname, Señor, qué poco he muerto” y más ade­ lante: “Hoy no ha venido nadie; / y hoy he muerto qué poco en esta tarde”. El antepresente de “he muerto” representa el aspecto imperfectivo del verbo (o sea, una acción continua), lo cual marca un contraste con el aspecto perfecti­ vo (o sea, de acción cumplida) del verbo morir. Por su parte, en el poema vi de Trilce, sería indispensable reproducir el juego de tiempos verbales: “El traje que vestí mañana / no lo ha lavado mi lavandera: / lo lavaba en sus venas otilinas, / en el chorro de su corazón, y hoy no he / de preguntarme si yo dejaba / el traje turbio de injusticia”; si este juego de tiempos no se logra en la traducción, no quedará clara la posible resolución del caos, representado por la mezcla de tiempos: “cómo no va a poder / azular y planchar todos los caos”. En otro aspecto, también poniendo un ejemplo de Vallejo, es bastante frecuente su referencia a dichos y refranes populares con ciertas variantes mí­ nimas. Dice también en el poema “Ágape”: “Porque en todas las tardes de esta vida, / yo no sé con qué puertas dan a un rostro, / y algo ajeno se toma el alma mía”, para lo cual es necesario conocer la expresión de “dar con la puerta en las narices”. Otro caso que llama la atención es el de las novelas de Frederick Rolfe (quien también se firmaba Baroncorvo), excelente escritor inglés de fines del siglo xix y principios del xx. Rolfe se enamoró de Italia y del italiano, y escribía en un inglés maravilloso. Sin embargo, en su novela ubicada en Venecia, The desire and pursuit of the whole, el lector siente que está leyendo un texto escrito en italiano. Esto se debe al uso de algunas formas sintácticas de esta lengua –sin perder la absoluta maestría y corrección del inglés– y, sobre todo, al uso de la puntuación del italiano para recrear un ambiente, un tono y un ritmo distintos de la prosa en lengua inglesa así como una realidad también distinta. Otro ejemplo importante es la obra de Juan Rulfo. Uno de los elementos fundamentales de la prosa de Rulfo es el sonido: en lo que a esto se refiere, en sus cuentos y en la novela, utiliza con abundancia notable la aliteración, la paronomasia y la similicadencia. Se han escrito ensayos y artículos acerca de la dificultad de traducir a Rulfo, pero la mayoría se detiene en los na­ huatlismos –que son comunes en el español mexicano–, en expresiones y 139

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modismos, y en palabras que no existen en el diccionario (como “ruidazal” por hablar de un río muy enlodado, un lodazal, que hace mucho ruido). Sin embargo, nadie, en las traducciones que conozco, se ha detenido en repro­ ducir los recursos sonoros. Cito unos ejemplos del cuento “Es que somos muy pobres”: además de las múltiples instancias de paronomasia combinadas con la aliteración, como “la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar” o “arrimados debajo del tejabán”, cada vez que se habla del río desbordado que causa tantos perjuicios aparece una aliteración de R: “el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar...”, “al volverse se encontró en­ treverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corre­ diza”, “Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces”, “Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido den­ tro de ella”. A lo largo de Pedro Páramo, que originalmente se iba a intitular “Susurros”, el silencio se representa con abundantes aliteraciones de S. Otro ejemplo extremo de la importancia del ritmo y el sonido en la obra literaria podrían ser las novelas Ulises y Finnegan’s wake de James Joyce. Para la traducción de esos textos tan difíciles, además de la recreación se­ mántica, además de reconocer las referencias a la mitología clásica y las expresiones irlandesas, es fundamental reproducir las abundantes alitera­ ciones, los neologismos y los juegos de palabras. Un ejemplo notable de juegos de palabras está en el conocido poema de Xavier Villaurrutia llamado “Nocturno en que nada se oye” (de Nostalgia de la muerte), donde aparecen los memorables versos: “Y en el juego angus­ tioso de un espejo frente a otro / cae mi voz / y mi voz que madura / y mi voz quemadura / y mi bosque madura / y mi voz quema dura / como el hielo de vidrio / como el grito de hielo / aquí en el caracol de la oreja”. El traductor estadunidense Eliot Weinberger hizo lo siguiente con los cuatro versos sono­ ramente repetidos: “and my voice incinerates / and my voice in sin narrates / and my voice in sin elates / and my poison scintillates” que, a su vez, en una retraducción literal de David Huerta, dice: “y mi voz incinera / y mi voz narra pecaminosa / y mi voz se regocija en el pecado / y mi veneno cintila”. Aunque yo no estaría de acuerdo con la aparición repentina del veneno, es mucho más importante, desde luego, reproducir el fenómeno reiterativo de la voz que cae, que el significado exacto de las palabras que la componen. 140

transformar el oro en oro

En el caso del estadunidense Paul Bowles, novelista, poeta y etnomu­ sicólogo, su poesía se relaciona directamente con su visión de la música. Él mismo explica en sus memorias que “el elemento básico de mi concepción musical era la armonía más que la melodía”, lo cual puede observarse clara­ mente en sus poemas. Bowles se regodea con aliteraciones, anagramas, enca­ balgamientos y disemias, o sea que prefiere los acordes simultáneos, mucho más que arpegios desglosados. Por ejemplo, los poemas que conforman las “Tres danzas” se construyen cada uno sobre disemias: spring que significa ‘primavera’ y ‘manantial’, entre otras, plum que significa ‘ciruela’ y ‘plomada’ y rush que significa ‘prisa’ y ‘torrente de agua’. En otros poemas utiliza juegos sonoros, como palsy (parálisis) con pansy (la flor llamada pensamiento), o una frase como long along (donde se juega con la disemia de long: largo y añorar). Por su parte, el francés René Daumal, quien elaboró una teoría de cómo se crea un poema, primero con el aliento y luego con la palabra, utiliza ho­ mónimos como, por ejemplo, non (no) y nom (nombre) para explicar su idea fundamental de que “el sujeto puro sólo se concibe como límite de una ne­ gación perpetua” ; también usa homónimos como mer (mar) y mère (madre), u otros juegos sonoros como “la parole parle / le souffle souffle”, o bien “ici, ceci / la, cela”. Los ejemplos de problemas en la traducción literaria son innumerables: cada texto tiene los suyos. En breve, volviendo a la eterna polémica entre “respetar” y “recrear” un texto al traducirlo, en mi opinión hay que procurar hacer ambas cosas: recrear el texto literario con el mayor respeto y la mayor fidelidad posibles en la otra lengua. Pero esa fidelidad se refiere a las intenciones de sentido y significado del autor al escribir. En una buena obra literaria, sobre todo en la poesía, los recursos nunca son adornos embellecedores; más bien son un vehículo importante para transmitir, complementar o contrastar significados, que interactúan con el tema tratado y con los tropos. Cada vez que un poeta utiliza señaladamente un recurso retórico en un texto, lo hace para llamar la atención del lector que, consciente o subconscientemente, percibirá la relación semántica entre los términos subrayados por el recurso. Por ello, en cada texto es indispensable distinguir los recursos utilizados, distinguir cuáles son los que conllevan más carga semántica y volver a crear principal­ 141

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mente esas relaciones significativas. La traducción sólo de las metáforas u otras imágenes no siempre será suficiente para recrear y respetar un poema. Pasemos ahora a otro tema que es la experiencia del traductor con los editores. El arte de la traducción, a pesar de su larga historia y sus infinitos retos, en nuestras épocas se reconoce como no mucho más que un oficio técnico y sin chiste, sobre todo por los editores. La verdad es que la relación entre el traductor y su contexto no es fácil ni dulce. Hay una costumbre, ya antigua y cada vez más acentuada, de falta de respeto al trabajo del traductor. Parecería que los editores, por lo general, no tienen mucha idea de lo que significa el trabajo de traducir. Es cierto que el proceso de hacer un li­ bro, de transformar un texto en un objeto adquirible por un gran número de personas, y que sea agradable e importante de tener y de leer, es un proceso largo y complicado. Es cierto también que el traductor es sólo un eslabón de esa larga cadena. Sin embargo, es un eslabón fundamental porque, en el caso de un texto traducido, el traductor se convierte en el nuevo autor. Por ello, la relación entre el traductor y el editor debería ser igual o muy semejante a la que existe entre autor y editor. Tampoco quiero decir que esta última sea muy maravillosa, pero ésa es otra historia. El primer punto al respecto tiene que ver con la selección de textos por traducir. Un traductor puede sugerir textos interesantes a los editores de libros y revistas para que sean traducidos. Pero, por lo general, se atiene a la selección realizada por ellos, la cual, a su vez, depende de muchos factores, no siempre cualitativos, y cada vez más comerciales. Tal vez por eso uno eli­ ge, hasta donde le es posible, a su editor: uno que sea inteligente, sensible y culto, que tenga buenos criterios y buen gusto, además de buen ojo para su negocio, como hubo varios antes de la concentración de los grandes conglo­ merados editoriales. Por otra parte, también es cierto que, por las mismas razones comerciales de estos consorcios, cada vez más imponentes e impositivas, algunos edito­ res ahora prefieren comprar traducciones –sobre todo españolas– para que circulen en México. Esas traducciones, buenas o malas, ya han sido pagadas y parece que sale más redituable pagar los derechos de éstas que pagar una traducción mexicana. 142

transformar el oro en oro

Volviendo a la realidad, puede suceder más o menos lo siguiente: el editor busca al traductor porque necesita una traducción con urgencia, cuando no con mucha urgencia. Esto es inde­ pendiente de la extensión del texto por tradu­ cirse y también independiente del tipo de texto y su complejidad, asuntos que no suelen ser considerados por los editores. Una vez entregada la traducción, hay que tomar en cuenta a unos personajes misteriosos que también ocupan un sitio en la larga cadena de la creación del libro en una editorial: son los llamados “correctores”, también conocidos como “correctores de estilo”. En teoría, se su­ pone que los “correctores” deberían dedicarse a las erratas y algún posible error y a marcar el texto de acuerdo con las normas y estilo tipográfico de la editorial o la colección en que aparecerá el libro o artículo. Ésa es la teoría. Sin embargo, en la práctica, las cosas se dan de otra manera. He conocido a muy pocos correctores personalmente, pero sí he te­ nido una relación indirecta con ellos, de la que uno se entera a posteriori. Por ejemplo, en alguna ocasión, un corrector tuvo la amabilidad de corregirle la plana a un autor como Roman Jakobson, gran lingüista y semiótico: aquel corrector decidió que los términos que utilizaba Jakobson eran demasiado complicados y se los cambió por unos que le parecieron más convenientes. Hubo que retirar el libro de aquella editorial, pero gracias al cielo esas cosas no suceden con mucha frecuencia. Lo que sí sucede es que los misteriosos correctores, o el mismo editor, le cambien el texto al traductor, desde luego sin consulta previa. Me ha sucedido dos veces que me cambiaran el título de libros traducidos: en una ocasión el título quedó impreso con un galicismo absolutamente innecesario, además de feo, mientras que en la otra, en que el título era un juego de palabras, se perdió el juego al tratar de “componerlo”. Yo no digo que el traductor realice invariablemente un trabajo perfecto. Todos somos humanos y, por lo tanto, todos podemos equivocarnos. Pero, ¿no sería de mínimo respeto consultar 143

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al traductor, que en realidad es el autor del texto en español, al hacer una supuesta “corrección de estilo”? Hace poco me sucedieron dos casos en que los editores, que eran li­ teratos, también me corrigieron unas traducciones sin consultarme. Los re­ sultados fueron bastante negativos, con errores sintácticos, desaparición de juegos de palabras, y la falta de comprensión de expresiones coloquiales le­ xicalizadas, errores que aparecen con mi firma, desde luego. En estos casos, los editores consideraron que era su “derecho” modificar mis traducciones sin avisarme ni consultarme previamente: una falta de respeto, que proba­ blemente ellos no habrían tolerado en sus propias obras. Existe algo llamado “Recomendación sobre la protección jurídica de los traductores y de las traducciones y sobre los medios prácticos de mejorar la situación de los traductores”, aprobada por la unesco en 1976 y firmada, entre otros, por México. Allí se estipula que “a reserva de las prerrogativas del autor de la obra preexistente, en el texto de una traducción destinada a la publicación no se introducirá modificación alguna sin acuerdo previo del tra­ ductor”. Creo que los editores ya olvidaron este texto o tal vez no lo conocen. Otro asunto que vale la pena mencionar es el plagio de traducciones (o “error metodológico”, como dice nuestro presidente), que tiene que ver con algún supuesto “traductor” y también, claro, con el editor. Les contaré sólo dos casos bastante graves, entre varios que me han tocado personalmente. El primero lo descubrí en una ocasión en que fui jurado de un concurso para unas becas de traducción. Entre los muchos concursantes, que debían pre­ sentar un proyecto así como muestras de sus trabajos anteriores, me encontré con uno que había traducido y publicado exactamente el mismo libro de un poeta quebequense que yo había traducido y publicado unos cinco o seis años antes. Me dio curiosidad y busqué mi versión y la del concursante para com­ pararlas. El resultado fue que eran demasiado idénticas. ¿Y qué quiere decir este aparente absurdo de “demasiado idénticas”? Pues que mi libro había sido escaneado y el nuevo libro no sólo tenía los errores del escáner, sino también un error de traducción de mi propia responsabilidad, que se me fue sin querer. El asunto se resolvió con un juicio contra el editor y el supuesto traductor. Ese concursante no ganó la beca y su plagio fue destruido en todos sus ejemplares ante notario. 144

transformar el oro en oro

El otro caso es más complicado. Resulta que una editorial iba a publi­ car una gran antología poética con 330 poemas traducidos por dos personas, y su directora me pidió “revisar” las traducciones, desde luego de manera urgentísima. Siempre es bueno revisar las traducciones de otros, porque a to­ dos se nos puede escapar algún error. Y acepté. Me encontré con que uno de los traductores había traducido bastante bien, pero el otro tenía muchísimas faltas de comprensión del original, de modo que se había perdido el sentido y hasta el tema principal (como decir que un paragüero era una tienda de pa­ raguas o que un bebé nacido muerto había sido un aborto, y muchísimos más). Tuve que volver a traducir muchos poemas. Por no herir susceptibilidades, me reuní con los traductores varias veces en mi casa para explicar mis correcciones, los significados y los malentendidos. La editora me daba largas para entregarme el prometido contrato y no me pagaba, a pesar de mi insistencia. Le pedí a los traductores que no entregaran la versión corregida mientras no me pagara la editorial, pero ellos sí entregaron y nunca me dieron ningún crédito por mi enorme trabajo; la editorial nunca me pagó. Y espero que el traductor que no entendía muchas cosas ahora traduzca mejor, porque es funcionario dentro de estas diligencias. Otro asunto de suma importancia es el tema de los créditos. Después de muchos años, he aprendido a exigir que se mencione mi nombre como la traductora de los textos publicados, porque no es automático, como uno pen­ saría. La recomendación de la unesco que he mencionado también solicita: “garantizar al traductor y a su traducción una publicidad proporcional a la dada generalmente al autor; en particular, el nombre del traductor debería figurar en lugar destacado en todos los ejemplares publicados de la traduc­ ción, (...) y en cualquier material de promoción”. Esto ha mejorado un poco, pero no lo suficiente. Hablemos ahora del reconocimiento financiero al trabajo del traductor. En realidad, corresponde muy bien a lo que antes he dicho acerca del reconoci­ miento moral de este trabajo. Escasos ambos. El trabajo de traductor suele ser un trabajo a destajo, o sea que se paga por producción, por cuartilla traducida, calculada por golpes de teclas o por palabras, al gusto del editor. Además, el traductor no goza de ninguna pres­ 145

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tación. Al traductor, o sea al autor del texto en la nueva lengua, una especie de coautor del libro, se le paga una cantidad única por cuartilla. Si el libro se reedita una o muchas veces, si el texto se adapta para radio, televisión, teatro, etc., ya hace mucho que el traductor ha quedado fuera del juego. Su trabajo fue uno y, apenas lo entrega, queda separado de lo que después ocu­ rra con ese texto. Un economista traductor hizo una vez un cálculo minucioso de la posi­ ción financiera del traductor en comparación con otros trabajadores de nuestra sociedad. Calculó el tiempo que se necesita para traducir cada cuartilla de un libro, o sea, el tiempo de traducción, la investigación correspondiente, la mecanografía y la corrección, uniformidad y revisión final del texto. El resulta­ do era muy inferior a la remuneración de profesores universitarios, empleados bancarios, secretarias bilingües y varios oficios como los de mecánico, plome­ ro, carpintero, electricista, entre otros. El problema de esta remuneración tan baja es que provoca que cualquiera se autonombre traductor, acepte el pago propuesto, y trabaje de acuerdo con su capacidad, que es equivalente a ese pago. Si bien la remuneración por cuartilla traducida es en general lamenta­ ble, la idea de asignar distintas tarifas según el idioma es bastante absurda. Se dice que, por ejemplo, el inglés y el francés valen menos porque hay más gente en este país que puede traducir de esos idiomas, mientras que hay me­ nos del italiano y del portugués, aún menos del alemán, y muy pocos de las lenguas eslavas, el árabe, las lenguas orientales, etc. De manera que no se juzga la calidad de la traducción ni tampoco la complejidad del texto, sino más bien las dificultades que puede tener el editor para encontrar, en un mo­ mento dado, a un traductor de la lengua que necesita. Yo, por ejemplo –que traduzco de varios idiomas, tengo un solo ritmo de trabajo y una sola calidad para traducir y escribir en español–, recibo distintas tarifas según la lengua del texto que el editor ha seleccionado para publicar. Es realmente absurdo, porque el trabajo de traducción es el mismo. Por otra parte, aun sabiendo que el traductor es el autor del libro que se publica y que conforma el acervo y el negocio de las editoriales, éstas, así como las autoridades fiscales de nuestro país, han excluido a los traductores de las condiciones que protegen a los escritores, como los derechos de autor y todo lo que implican. 146

transformar el oro en oro

Al respecto, la citada recomendación de la unesco dice: “Los Estados Miembros deberían extender a los traductores, por lo que respecta a sus tra­ ducciones, la protección que conceden a los autores de conformidad con las disposiciones de las convenciones internacionales sobre derecho de autor de las que son partes o de su legislación nacional o de unas y otras disposicio­ nes, y esto sin perjuicio de los derechos de los autores de las obras preexis­ tentes”. Otra formalidad de papel. Por último, cabe mencionar la explicación de los editores respecto de la escasa remuneración del trabajo de traducción: dicen que elevar las tarifas encarece el precio del libro para el público. La verdad es que yo no sé si to­ dos los participantes en la cadena de producción de un libro estén haciendo el mismo sacrificio forzoso que los traductores. A los autores tampoco les va muy bien en este asunto. Pero no sé cómo les vaya a los vendedores de papel, a los tipógrafos, a los encuadernadores, a los jefes de las editoriales y a su personal administrativo. ¿Será tan numeroso el altruismo? Es cierto que los traductores hacemos algo que nos gusta y nos inte­ resa, pero también es cierto que nos gustaría poder disponer del respeto a nuestro trabajo y una remuneración justa. Para concluir todas estas reflexiones, quiero decir lo siguiente. Estoy perfec­ tamente consciente de que he asentado y sugerido aquí varias y múltiples quejas en relación con la falta de respeto, reconocimiento y remuneración al oficio del traductor; he señalado que si uno se dedica a la traducción tiene que estar muy alerta, y no sólo al lenguaje. No obstante todo esto, yo no he cambiado de profesión ni está dentro de mis planes más próximos hacerlo. La traducción es un oficio interesante, creativo y mágico, además de la utili­ dad que puede representar para otros. Son las condiciones de trabajo las que están mal, no el trabajo en sí. La traducción es una manera de abrir las puertas a otras culturas, otros valores, otros modos de pensamiento, o sea de ampliar la comunicación entre los seres humanos, y parece que cada día nos hace más falta en esta Babel en que vivimos. Además, la traducción es escritura, es realmente creación; es adentrarse en los infinitos misterios de las lenguas. Es transformar el oro en oro, como el alquimista más versado. 147

Contrasentido S ara P. M ateos Tan tenaz es la esperanza en el corazón humano. Albert Camus

Llegó un momento de la historia en que las cosas se cansaron de ser cosas, y las palabras, palabras. No es que estuviera mal ser piedra. En realidad, se vivía muy bien; nada se necesitaba excepto algunos soplos fríos para no tornarse polvo bajo el Sol. Lo molesto era que el hombre topara con ella, la levantara, mirara y tocara por todos lados para al fin descubrir el símbolo de un obstáculo, freno o limitación, una metáfora de su propio camino, a la vez que su máximo contrario. A los que tropezaban dos veces con la misma se les llamaba “necios”, como si ella tuviera algo que ver con esa obstinación y encuentros desafortunados. Luego le hablaban para presumir de su conciencia –que la piedra no tenía–, como si fuera un defecto no poseer lo que no se necesita. Las palabras, por su parte, se fastidiaron de ser tomadas tan a la ligera. Uno profería gritos de odio contra el amante y al rato se les veía otra vez jun­ tos, como si nada, como si las vibraciones punzocortantes de los sonidos no dejaran ni el bosquejo de una grieta, y se extinguieran tan pronto como sa­ lían de la garganta. Detestaban a esos demagogos que se ponían a jugar con ellas, a maltratarlas y combinarlas sin más motivo que un desliz pasajero, apretándolas en cajas de texto que las obligaban a ocupar el mismo espacio asfixiante del renglón. Era como cuando escribían sobre una “luz oscura” o una “oscuridad luminosa”, sin saber que, si eran opuestas, por algo esas palabras no querían tocarse, y menos aún tenderse los brazos para no caer en los abismos del blanco o del corrector. 148

contrasentido

Poco a poco, los brotes de este cansancio se esparcieron entre ambos bandos. Primero algunos escritores se empezaron a quedar sin palabras. Sentados frente a su hoja etérea, ellas revoloteaban como colibríes recién paridos, sin permitir prenderse por su alfiler. “El talento se me ha ido”, “ten­ go un bloqueo mental”, “es que hoy estoy cansado”, se decían con amargura consoladora, mirando con desgana la punta intacta de su pluma. Sólo cuando las editoriales dejaron de ver sus oficinas atiborradas de manuscritos hicie­ ron algo. Los dictámenes se relajaron, los concursos de poesía admitieron poemas sin rima ni métrica y los talleres de escritura fueron gratuitos. Como no funcionó, se publicaron numerosos ejemplares de autores antiguos y des­ conocidos, los únicos donde las palabras estaban seguras, bien cimentadas en el papel, inolvidables a fuerza de ser repetidas, aunque eso no impidió que a veces cambiaran de lugar y alteraran la lectura con solecismos y ana­ colutos. Otras, más juguetonas, solían escabullirse en las conversaciones, saltando a su antojo de una boca a otra, anudando, desenredando o enmu­ deciendo las frases, y huyendo siempre antes de que llegaran las bofetadas, lágrimas o besos como réplica. El comportamiento de las cosas fue más cauteloso; eran demasiado evi­ dentes como para no descubrir al instante sus anomalías. Impasibles en las habitaciones, mostraron su irritación con una mudez temible. Uno llegaba a casa y, al prender la luz, cada cosa estaba en su sitio, o, por lo menos, donde se le había dejado, pero inesperadamente se advertía algo diferente: una mancha de humedad en la esquina, una hendidura en el mosaico del piso, un pequeño hoyo sin clavo en la pared, un pliegue pronunciado en la cortina, una mancha de grasa en el mantel. Sin cambiar de tamaño, se les sentía más grandes, como envueltas por un lienzo transparente, que alcanzaba incluso su sombra. Las más rebeldes se hacían oír. Cuando el habitante se acostaba, comenzaba a escucharse un goteo, una respiración contenida y somnolienta o un fragor sordo, de tiempos antiguos. Entonces uno se levantaba a cerrar bien la llave del fregadero, a obstruir el paso del aire en las ventilas o a bus­ car lo que se había caído en el suelo, si es que antes no se paralizaba. Como esta clase de historias siempre ha pululado entre la gente, nadie más que los programas televisivos de hechos sobrenaturales, paranormales y milagrosos les prestó atención. 149

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Temiendo que las cosas –y pala­ bras– se salieran de control, la Gran Cosa, que era informe por contener en su seno todas las formas posibles, y la Gran Palabra, impronunciable a fuerza de llevar en sí todos los sonidos ar­ ticulables, se reunieron en ese pun­ to privilegiado del universo donde el tiempo y el espacio se palpan, se vuelven uno. Lo más difícil fue saber dónde estaban, porque una se hacía escuchar; la otra, sentir. Las oscilacio­ nes sonoras de la Gran Palabra viajaban por el aire y golpeaban con insistencia el cuerpo amorfo de la Gran Cosa, ex­ tendiendo sobre su piel ligeros tem­ blores en forma de olas, pero la única respuesta recibida era la reverbera­ ción de un retumbo, la frustración de un contacto breve, el aburrimiento de hablar consigo misma. La Gran Cosa, queriendo comunicarse, no hacía sino expulsar de sus fauces cosas de todo tipo, para susto de la otra, que al advertir la creciente premura con que le eran devueltas sus resonancias supuso que el lugar se poblaba y que llegaría un momento en que ya no habría espacio alguno que colmar con su exha­ lación. Había que revestir las palabras de una forma que a la Gran Cosa le permitiera entenderlas y acaso hilar la ilusión de que, fijándolas, las hacía suyas. La Gran Palabra, entonces, lanzó sonidos hacia diferentes direccio­ nes, para que, al rozar con las cosas, éstas escogieran el que más les gustaba y lo adhirieran a sí, como una parte intrínseca. La Gran Cosa, al acariciar sus brotes tangibles, los encontró inundados de una singularidad repentina, comprendiendo que se debía a su nuevo nombre. Ahora la Gran Palabra emitía al vacío un sonido o serie de ellos. La Gran Cosa, con sus manos, manipulaba cada objeto hasta encontrar aquel cuyo latido correspondiera a las palpita­ ciones que la otra le había hecho sentir, y para responderle escogía varios, 150

contrasentido

los reunía y apretaba hasta que sus vibraciones se fundían y creaban una nueva cosa–palabra. Evidentemente, este mecanismo supuso muchas complicaciones y no pocos errores. No se sabe la lógica con la que se mueven, todo lo más se intuye que no es la misma que la nuestra. Si se habla de fauces y lenguajes es por una traducción humana mal hecha –ya se ha dicho hasta el hartazgo que ninguna es literal–. Como fuera, no importan tanto los detalles de esa reunión como sus secuelas. No puede saberse, por ejemplo, cómo se acordó la cita, o la conversación exacta, pero sí que, desde ese momento, las cosas y palabras pactaron trastocar el mundo cambiando sus puestos, a ver si así recuperaban su lugar privilegiado –que no se sabe dónde habrán tenido. San Simeón el Estilita (390-459), asceta cristiano nacido en el norte de Siria, despreciaba su cuerpo. Solía lastimar su pierna amarrándose una cuerda ás­ pera y tirando con rudeza hasta que sangrara.* Más tarde mandó a erigir una pilastra de unos quince metros de altura, se alzó sobre el capitel y permane­ ció allí durante treinta y siete años. A su muerte, el lugar fue venerado por numerosos creyentes y su festividad fue conmemorada cada cinco de enero. Con frecuencia, se recurre a esta anécdota para ilustrar la tendencia displicente del pensamiento de la Edad Media respecto al cuerpo humano, al que se consideraba una jaula del alma, objeto transitorio, corrupto, repug­ nante, terrenal, etc. Lo que no se ha dicho es que san Simeón el Estilita en realidad fue el hombre que quiso ser una cosa. Unos siete siglos antes, cuando los miembros de la escuela escéptica llega­ ron a sus conclusiones, no volvieron a hablar; tan sólo se limitaron a cerrar el puño, levantar el dedo índice y moverlo hacia arriba y hacia abajo para decir que “sí”, y de derecha a izquierda para “no”. El motivo, se dice, fue el A este respecto, algunos autores ofrecen pormenores inquietantes para no olvidar la historia. Léase, por ejemplo, el siguiente fragmento de González Crussí: “La piel se ulceró e infectó. Despedía un hedor insoportable. Por falta de higiene, la herida fue colonizada por larvas o gusanos, que caían y llenaban su cama. Se cuenta que tomaba los gusanos que se desprendían, uno a uno, y los volvía a colocar sobre su propia carne, diciéndoles: ‘Come, come lo que Dios te dio’.” *

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descubrimiento del carácter falaz y provisional de todo conocimiento por la indeterminación del mundo, la irresolución de las disputas, la inseguridad de las opiniones y la insuficiencia de cualquier tentativa de expresión y co­ municación entre los hombres. Ahora, cada vez que los filósofos y maestros de filosofía recuerdan tal actitud se burlan un poco al hacer notar que, aun cuando su vocabulario se redujera a sólo dos gestos –o incluso a uno que implicara el otro–, se seguía manteniendo una cierta creencia en el lenguaje y en el conocimiento. Si a Pirrón, pongamos por caso, una mujer le ofrecía una escudilla con potaje y su dedo indicaba que “sí”, seguramente esperaba que, en efecto, la mujer le diera de comer, no que se diera media vuelta y alejara o, aún peor, que le vaciara el contenido en el rostro. También se deduce de ello que, si Pirrón veía el potaje, aguardaba recibir ese potaje, no que al llegar a sus manos se convirtiera en un mendrugo de pan mohoso o en átomos de aire. En todo caso, esta atribución de afasia, este “no tener qué decir de las cosas” para no alterar el ánimo y conseguir la “ataraxia”, la imperturbabili­ dad, hasta el momento no ha dejado ver la angustia subterránea que enraiza­ ba en Pirrón, quien aspiró a ser palabra. No se recuerda cuál fue la fecha exacta en la que el mundo se desquició. Tan sobrecogidos estaban los hombres que a nadie se le ocurrió ir a revisar el calendario, quizá entonces porque todo se creyó una horrible pesadilla huxleyana que desaparecería si despertaban, si se frotaban los ojos, más, un poco más, primero con la punta de tres dedos, después con las falanges de los índices, con el dorso, con la muñeca, con la palma, con las uñas, hasta que las pupilas enrojecían de sangre y cansancio infinito, sin poder cerrarse. Al final de un sueño aplastante, que lo mismo pudo durar una noche o siglos, los esperaba una metamorfosis estentórea. Las cosas, monolitos esta­ bles y duraderos, ahora se componían de series innumerables de caracteres flotantes que formaban su nombre y lo emitían sin cesar y a intervalos dis­ pares. En apariencia, conservaban su silueta, sus contornos definidos, pero cuando uno posaba su mano al punto se tambaleaban, mil pequeñas agita­ ciones ondulaban las letras que se resistían al trato y los sonidos cambiaban de modulación, se volvían agudos. Era imposible distinguir si su voz bal­ 152

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buceante era masculina o femenina, de edad joven o avanzada, o si su tono era alegre o melancólico, tan extraña era. Las grafías adquirieron un color grisáceo, o lo más parecido a él, porque nadie había visto antes una tonali­ dad tan deslavada y ruidosa. Los dedos, antes confiadas tenazas, se descubrieron como primerizos; no sabían cómo acariciar, cosquillear o arrullar las cosas; hasta entonces las habían estrujado, manoseado o transpuesto con indiferencia. El piso se convirtió en una alfombra voluble, difícil de caminar por el riesgo siempre latente de que el pie se atorara entre los espacios que las palabras dejaban entre sí, sin saber lo que había debajo. Las paredes parecían cascadas de sig­ nos serpentinos de grosor ancho, como antes lo debió tener el cemento, los ladrillos o piedras, sólo que sin la seguridad de sostén, de constancia. La fragilidad se coló en cada intersticio entre las cosas, en cada pausa fónica. Era como si todo se pudiera desmoronar, de un momento a otro, y el suspenso creado impidiera morir y también vivir. Las palabras que las bocas exasperadas de los hombres emitieron des­ pués de los primeros momentos de angustia muda se solidificaron. Si uno decía: “¡Las lámparas!”, en efecto escupía con dolor y retorcimientos las lámparas, o la mesa, o lo que fuera. Lo mismo sucedía con los conceptos abstractos o las ideas inmateriales. Si uno decía “Tiempo”, o más bien dicho lo intentaba decir, arrojaba un reloj de manecillas, de arena, una clepsidra, una agenda, calen­ dario o cualquier cosa con la que soliera enlazar esa palabra. Al advertirlo, algunos quisieron aprovecharse de la situación y traer de vuelta, con la sola mención de su nombre, a sus muertos. Su desilusión fue grande. Las palabras, recurriendo a la memoria, a la imagen de la evocación más intensa, los hacían exhalar, esta vez sin contorsiones, un hálito fosforescente que dibujaba en el aire el bosquejo del recuerdo, y que poco a poco se iba apagando como un fuego artificial. Los filósofos, que se creían lejos de las imágenes, tampoco lograron salvarse. Aunque en su pensamiento hubieran apartado lo más posible la pa­ labra de la cosa, volverlas extrañas, en un principio las habían vivido unidas, indisolubles. En todo caso, las ideas podían ser intangibles, pero sus implica­ ciones no. Las palabras sin un significado preciso se asignaban el que desea­ ban, de tal forma que si uno decía “que”, lo mismo podía engendrar un insecto o una flor, según el capricho o vaya a saberse qué razón de ese monosílabo. 153

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Aún no atardecía ese día inmemorial cuando el espacio ya estaba ates­ tado de remolinos pululantes de palabras, de ecos monótonos, de vestigios de recuerdos iridiscentes en la atmósfera y objetos de toda índole. Ni el consumismo más porfiado habría imaginado semejante nivel de producción. San Simeón y Pirrón, ejemplares risibles y vilipendiados de la historia, se dieron cuenta de esta grosería, de que vivir era, a fin de cuentas, intentar cu­ brir una distancia que cada vez se extendía más y más al horizonte en cuanto se le recorría un poco, y que si ese anhelo de unidad no se llevaba a cabo literalmente, hasta sus últimas consecuencias, lo demás sería sucedáneo. Dentro de una cueva húmeda, en la que apenas se infiltran unos destellos de luz blanca, san Simeón permanece acostado. Hoy, por fin, no ha venido nin­ gún pastor molesto a preguntarle de su vida en el monasterio, de la veracidad de sus rigores habituales, de sus costumbres austeras, y ha podido repetir con calma, línea por línea, sus veintiún salmos diarios. Pero no consigue dormir. Junto a él descansa con desenfado un cayado que lo acompaña desde que su pierna izquierda, herida y débil por la presión constante de la cuerda, dejó de responder y se limitó a arrastrarse. En parte, esa vara la sustituyó y terminó acoplándose tan bien a ella que un día Simeón pensó en cortarse su extremi­ dad inmunda e innecesaria, de haber tenido algún objeto filoso a la mano. Como para distraerse por la ausencia de sueño, toma el bastón y lo yergue en el hueco que dejan sus piernas estiradas, apresándolo entre las palmas y girándolo para uno y otro lado. Tocando su textura rugosa, llena de astillas salientes, recuerda el día en que lo halló. Caminaba por un talud cuando el dolor de su rodilla lo obligó a sentarse en la tierra. Como no podía moverse, gimió hasta quedarse incons­ ciente y sin voz. La sed lo despertó en la madrugada y, guiándose por el rumor del agua del río, se arrastró entre rocas, hierbas y hojas secas, sin más ayuda que sus manos curtidas. En la orilla fue donde lo encontró. Debía ser de alguien porque era una rama demasiado pesada para caerse por sí misma del tronco, además de tener la punta toscamente tallada, quizá para prender el cuerpo res­ baladizo de los peces. El resto de la noche durmió en el lomo de una piedra cercana y a la mañana, sin que nadie se apareciera por los contornos, decidió llevárselo. 154

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Cuando al fin se aburre, Simeón se inclina un poco hacia adelante para parar el cayado en el muro contrario. La cueva es tan estrecha que lo consigue sin mucho esfuerzo. Frente a frente, pueden hablar mejor, ahora que ese trozo de madera es su único confidente, quien escucha paciente­ mente sus oraciones, juramentos y a veces imprecaciones contra los visitantes que no lo dejan en paz; quien, en una palabra, lo ayuda a soportar el peso de su existencia. Entonces el hombre advierte con extrañeza que la sombra apenas perceptible del bácu­ lo, de pronto, al chocar con una piedra aledaña a su pie, se desvía y deja de ser visible. Se diría que la perdió y, sin embar­ go, sigue siendo ese cayado resistente de roble, impasible a su mirada, como si tener o no sombra no le afectara ni im­ portara en lo más mínimo, como si, de cualquier manera, estuviera completo. Mirándolo fijamente, sin mover nada más que los párpados, Simeón pretende ser como ese bastón, inconmovible, indiferente, inerte. Al cabo de un rato escucha crujir de nuevo su estómago e involuntariamente sus manos se soban el vientre, como para menguar el vacío. Es aquí cuando descubre la verdad de la que ya no se podrá deslindar nunca más. Su movimiento de manos –como todos los demás– revela la presencia de una ausencia, la ca­ rencia de un algo, que se pretende colmar con ese movimiento. Una vez que ingiera algunas semillas y esté satisfecho, llegará ese dulce momento de sopor en que permanecerá inmóvil, y que algunos llaman “la sobremesa” o “la digestión”. Si esa bolsa gástrica no se vaciara de nuevo, convirtiendo su contenido en nutrientes y cosas un tanto desagradables, es posible imaginar que el hombre nunca se pararía de esa cueva. Pero sucede que no es así, y que el binomio movimiento-reposo se sucederá vertiginosamente. ¿Lo mismo ocurría con lo que creía? ¿También eso pretendía colmar una oquedad central, un pozo de ser? 155

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Pirrón va caminando a lo largo de la stoa de Elis. “Nada es cierto”, piensa en griego. “Entonces esto tampoco lo es… Primero tengo que saber lo que es verda­ dero de lo que es falso, y entonces sí habría algo verdadero, aunque no fuera más que ese saber distinguirlo de lo falso. Pero si se distingue no es por sí solo, sino en relación a algo que se ha revelado como verdadero. Mas la evidencia muestra que…” La lectura tradicional de su vida dice que de algunos razonamientos se­ mejantes es de donde extrae la fuerza de su indiferencia, su equilibrio quieto. En realidad, durante estas aparentemente apacibles caminatas, Pirrón piensa en las palabras, en la unidad que guardan sus significados por más variadas que sean las situaciones, en su realización plena y continua transparencia, sin tener que esperar a que los tiempos sean favorables, alguien les dé un sentido o pronuncie para tener que ser ellas. Él, en cambio, se debate entre la añoranza de una to­ talidad precaria, la fragmentación en parcelas a que lo confina su existencia, la opacidad del mundo y la insaciable apetencia de garantías del porvenir. Más tarde, Pirrón continuará caminando por la polis, sin siquiera cui­ darse de llegar a un destino fijo o tomar precauciones para no caer en una grada u hoyo. La angustia que calla al ver fracasar sus intentos de volverse una pura afirmación o negación lo carcome por dentro, devorándole las tri­ pas, que ya no se alborotan ni piden comida. Trata de mantener su sereni­ dad, pero entonces comienzan a caer gruesas gotas de lluvia. Sin disminuir el ritmo monótono de sus pasos, una pequeña ilusión lo penetra, a su pesar. Espera llegar a tiempo para meter las jaulas de los pájaros que le ayuda a vender a su hermana en el mercado. La lluvia, ajena a este murmullo, cae con más insistencia, como si se viera obligada a inundar las calles… No importa si corre o vuela, las aves ya se habrán ahogado, y su her­ mana, atendiendo un parto dentro, se lamentará. En ese instante, Pirrón no llora, llueve. Llueve porque descubre, en medio del estruendo, la sordera del mundo, de que no importa cuánto clame para que el agua agonizante cese, sus gritos se desvanecen en cuanto son proferidos. No sólo es indiferente su muerte, sino su vida. Sus pies están fríos y enlodados, su himatión destila agua, y las nubes del cielo se amontonan más, intensificando su color grisá­ ceo. Se toca la mejilla y distingue sus lágrimas, entonces rompe a reír. No es una risa que lo distienda, sino que lo contrae y vuelve frágil como cerámica. Si alguien lo empujara, se rompería. Y, alrededor, el silencio. 156

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Pasó un tiempo incontable antes de que los hombres se acostumbraran a este estado de cosas, de que al fin la bendita costumbre les permitiera andar con paso sereno entre muros, avenidas, cárceles y laberintos movedizos y apren­ dieran a no desperdigar palabras, ni recuerdos, que cada vez se desdibuja­ ban más. Sin embargo, la nostalgia por el antiguo mundo, por ese pedazo de tierra conocido, con todo y sus relieves imperfectos, con sus grutas llenas de es­ talactitas filosas, sus fisuras en la superficie, sus menoscabos, encrucijadas y aporías del pensamiento persistió y se propagó entre las siguientes gene­ raciones, que ya no eran tan numerosas y sí más taciturnas. Algunos hombres quisieron comprender, se quedaron despiertos y con los oídos atentos por si las cosas y las palabras les decían algo, por si volvían a acercarse, a ser fami­ liares. Nada escucharon. Entonces se replegaron contra su cuerpo, lo único firme dentro de esa inestabilidad, y se rehusaron a habitar entre tal sucesión de vértigos. Si el mundo no se ajustaba a ellos, tampoco ellos lo harían. O tal vez ninguno tuviera por qué hacerlo. Sus muertes voluntarias causaron un escándalo sólo semejante al del antiguo mundo, cuando los hombres se suicidaban por sentimientos y en los velorios la gente murmuraba con des­ aprobación que no, que no valía la pena morir por algo así, que la vida, con todo, era muy bella para desaprovecharla. Ni siquiera en el espesor de estos nuevos torbellinos e imposibilidades les perdonaban tal atrevimiento. De haber podido negarles la entrada a los panteones, lo hubieran hecho, pero ya no los había, y las palabras terrosas gustaban de estar en los campos de cultivo, no en los mortíferos. Otros, por su parte, guardaron resabios de la esperanza de otros tiem­ pos. Se decían que esto no podría continuar así, hasta el infinito. Llegaría el momento en que se acabara y después… después vendría algo mejor. Mientras tanto, habría que arreglárselas con la situación. Aprenderían a arar entre los espacios de las palabras, a navegar con almadías más humildes sus corrientes, a gustar de su sabor salobre, a decir estrictamente lo nece­ sario, a dormir con el arrullo de la cadencia monótona. Luego estudiarían el comportamiento de las cosas y las palabras, descifrarían su lógica, sus principios y códigos secretos como si se tratara de una galaxia recién des­ cubierta y los revertirían para aproximarlas de nuevo, volverlas conocibles y, también, para que el hombre pudiera anidar un bienestar nuevo en esta 157

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tierra de transición, esta vez con más precauciones, con más ánimos contra los imprevistos. Por último, unos cuantos hombres diseminados por las ciudades ruinosas dudaron de las promesas. Encontraban mucho azar y sinrazón en este juego, que no se sabía hasta cuándo duraría. Al mismo tiempo, se ensanchaban las oportunidades. El tablero de ajedrez ya no era el tablero de ajedrez, con sesenta y cuatro recuadros a dos colores, dieciséis figuras en cada extremo y prescripciones heredadas de tiempo en tiempo. Había que inventarlo, y ju­ gar mientras se pudiera. Por eso, con un frenesí desconcertante, se pusieron a vociferar entre las calles repletas de objetos inservibles, no para copiar los ya existentes, sino para crear otros, que ahora sí les sirvieran profundamente –como los libros hechos de tiempo–, y desaprendieron las razones estériles para reconciliarse con las cosas y las palabras. Después de todo, no era de ellas la culpa, sino su propio desdén que las empleaba como trampolín para llegar a los cielos, cuando debían aferrarse a ellas, a las palabras con un significado real en este mundo, a las cosas que siempre se opondrían e in­ tegraban con la misma fuerza sus dichas y sus miedos. Y a los hombres, por supuesto, no por tangibles, ni bellos o bondadosos, sino porque no se sabía si mañana estarían. Entonces, no habría con quien jugar. San Simeón, se dice, cree que la comunión con Dios se puede lograr en esta tierra. Por eso está parado sobre su pilastra. Si consigue desprenderse de sus necesidades fastidiosas, de sus pasiones mundanas y deseos frívolos, podrá tocar a Aquél, que se apiadará y llevará consigo. Más bien simula ser su cayado, erguido y solitario. Ninguno de esos días interesa, salvo la hora incierta de su arrepenti­ miento en el desierto. De pie en su cumbre, ve acercarse una mancha oscura, informe. Se obliga a no desprenderse las telarañas de sus ojos para advertir quién es ese visitante inoportuno, ni a mover un solo músculo que signifique que le hablará. –¡Simeón! ¡Simeón, soy yo! ¡Bernabé! ¿Me recuerdas? ¿Bernabé? ¿Bernabé? ¡Claro! ¡Bernabé! Recuerda san Simeón con un dejo de asombro. Su amigo pastor, con el que jugó toda su infancia. Por esa memoria pasada le concede inclinar su cabeza –y también por la espina de 158

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su curiosidad inconfesada–. Su sorpresa no puede ser mayor. Bernabé, a quien dejara de ver siendo un niño con cabello crespo y abundante, ahora le ofrece la tonsura de su calva. Unos filamentos llenos de polvo recorren su frente y mejillas, y sus labios, antes delgados, ahora se pronuncian, como los de aquellos que hablan mucho. Intercambian algunas palabras que se pierden en el aire del espacio que los separa y san Simeón sólo percibe con claridad el final de una frase… “Sí, me dijeron que llevabas treinta y siete años aquí, y no lo podía creer…” ¿Treinta y siete años? ¿Qué significaba eso? Ni siquiera él había re­ parado en la cantidad. Más bien los había sentido como un día sin término, desbordado sobre los otros a tal grado que impedía diferenciarlos. Por otra parte, si había siempre que hacer lo mismo, poco importaba que se dijera “ayer” o “mañana”; es más, no saberse inmerso en su corriente lo deslinda­ ba de las preocupaciones. Pero ahora ese infeliz lo había traído de vuelta, a mostrarle, mediante un simple número de dos cifras, que muchas cosas ha­ bían cambiado, mas no la esperada. Seguían llamándolo por su nombre, acu­ dían de lugares lejanos a admirarlo y aunque él se pretendiera una estatua, sentía la admiración y pasmo de quienes lo juzgaban; por más que se pensara sordo, los siseos penetraban en sus oídos y su socavón interno seguía ileso. De seguir ahí, descubrió con fastidio, la columna no sería la única que cargara peso. Él tendría que aguantar el del tiempo, tanto más fatigoso por inasible, sin la seguridad del momento de la muerte, sin la garantía de que Dios bajaría por él, negando lo único que estos años lo había acompañado, aunque no se diera cuenta: la irreversibilidad. Esa misma noche, san Simeón se deslizó de su poste. Primero tuvo que arrastrarse porque ya había olvidado como se camina, pero pronto debió re­ cordarlo porque a la mañana siguiente los peregrinos no encontraron ningún rastro suyo en varios kilómetros. Se dice que, finalmente, Dios se compade­ ció de su sacrificio y lo llamó a su presencia. Otras versiones apócrifas, como ésta, sostienen que todavía vivió algunos años más recorriendo con su caya­ do, de un lado a otro, las dunas, amando la esterilidad de la tierra fraguada por los cálidos rayos, sin volver a las ciudades–oasis, sin querer salvarse más allá de esta vida, o, más bien dicho, a pesar de ella. 159

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Esa noche, Pirrón no podrá dormir. Es como si fuera mediodía: las cosas emiten una luz constante, sólo que cetrina, melancólica. A la siguiente ma­ drugada morirá por un catarro. Él no lo sabe. Durante el día sus conocidos lo verán de un ánimo desconcertante. A su hermana, la pajarera, le contará historias toda la mañana, de sus alumnos, de cuando dejó caer a su maestro Anaxarco en un charco y no lo ayudó a salir, de cuando un perro quería mor­ derle el tobillo y se trepó en un árbol para refugiarse. Su paseo habitual por la ciudad tampoco será azaroso, irá al odeón a escuchar con sumo placer a los flautistas, luego al estadio, donde se encontrará a viejos compañeros… Por la noche, la fiebre empapará su rostro hasta helarlo. No se arrepiente de nada. Un día de clarividencia compensa su antigua esperanza, cuando salía neciamente al encuentro de una unidad dudosa. No reniega pagar, tan sólo hubiera querido vivir más. Este último día ha sido ignorado por biógrafos como Cicerón, Diógenes Laercio, su discípulo Timón de Fliunte y Sexto Empírico. Los que llegaron a tener noticia creyeron que su comportamiento se debió a un desvarío senil, producto de la proximidad con la muerte. No debe sorprendernos. Nadie pue­ de encontrar lo absurdo y seguir viviendo –o muriendo– de la misma forma. Llegados a este punto, un gesto de honestidad nos obligó a corroborar la in­ formación y a precisar que la reunión entre la Gran Cosa y la Gran Palabra nunca se llevó a cabo. Un optimista la inventó porque, en su tiempo, era más fácil creer que, por bondad o maldad, el desarreglo, irregularidades o degra­ dación del mundo obedecían a principios supremos, incomprensibles y dis­ tantes, pero con una razón de fondo. En todo caso, lo aludido no desmiente lo descrito, pues, concertado o no, el hombre siguió echando un vistazo más allá de su hombro, extendiendo sus miradas de faro para hallar en la lejanía del mar o del cielo un puerto o embarcación.

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Alba G abriel B ernal G ranados

Si contestaras una sola de mis cartas, sería prueba suficiente de tu existencia allende la palabra (alba) Si mi frente declinara frente a la debilidad inoperante (del lenguaje)… El silencio, la más hostil de las palabras junto al fuego… Contra el fuego me declaro indefenso Contra el muro inoperante del silencio Cuando nada pasa (sólo abril, sólo fluye la palabra beso). Y entre los árboles, el viento: Nada dice nada Nada encima de la nada Nada glosa de la nada Noches como guaridas descuartizadas para el insomne 161

Y el mundo y sus sonidos –metidos en un desierto lapso parentético bramido de perro aniquilado (astillas) que ladra cien veces contra el viento enlutado de la noche el bosque, el aroma, el veneno, ¿los colores? (ella) ha cancelado los colores los ha cincelado en el muro rojo oscuro del silencio insomne la piedra el olvido el muro *

(ondas me arrullan con el agua clara) el ritmo es ajeno al silencio y pasan mis dedos por los eternos contornos de tus labios y asientes –vociferas– con una leve inclinación de algas Un elenco se organiza. Una parvada de pájaros salvajes. Vaga cintilación de ideas. Papel que desciende planeando de una ventana y se detiene antes de tocar el suelo (palabra fiel como instrumento) antes, mucho antes de modificar el suelo Si leyera lo que piensas, 162

lo que piensas no sería tan complejo como lo que sientes o lo que dices o lo que haces –todo esto puedo verlo, pero no es como la hoja de mi cuerpo antes de horadar con el alma el suelo –tan liviana– y el suelo tan insomne *

Desciendo por los costados de un desfiladero (es tu cuerpo). Y se pierde. Todo se pierde y desmorona y termina pareciendo algo menos que un imperio derruido por la lenta destrucción del tiempo. Los desastres, como hilos de lluvia por las orillas del lenguaje. Caída libre de rumores de sangre entre las rendijas de una alcantarilla (el torrente sanguíneo de mi cuerpo). De cuando el sonido se adelgaza. Si algo de todo esto permanece. Si algo de todo esto se equilibra. Abolición de la narrativa y sus goznes. Nada entre los bordes de una flor –que discierno con las yemas de unos dedos–. Monumento al desconsuelo: el color escarlata: la sonata: de una flor [Hace años, era noviembre]

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Cuatro aproximaciones a la fantasma* H ugo V aldés “fantasma”: Alguien a quien habiéndole dicho muchas veces: –muérete– persiste en estar vivo. Ida Vitale

I

Al inicio de El espinazo del diablo (2001), la cinta de Guillermo del Toro, escu­ chamos la voz del actor argentino Federico Luppi preguntarse qué es un fan­ tasma a la vez que conjeturar: “Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez. Un instante de dolor quizá. Algo muerto que parece por momentos vivo aún. Un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía bo­ rrosa, como un insecto atrapado en ámbar”. De esa forma queda asentada la concepción general que, en esta pelí­ cula y en diversas versiones literarias y cinematográficas, algunos creadores artísticos han abrazado a propósito de las apariciones espectrales. El evento terrible que se repite aquí intermitentemente –al menos en la conciencia del fantasma, quien no duda en vaticinarlo a los vivos– es el incendio del or­ fanato en el que transcurre el largometraje, dándole al espectro, además de las otras definiciones, la organización y estructuración propias de un relato. Acaso la del “sentimiento suspendido en el tiempo” se aproxime mejor a la Al igual que “color”, “puente”, “espía”, “camarada” o “fin”, “fantasma” aparece en Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes, como un vocablo asociado al género femeni­ no, de allí que haya querido titular así este trabajo en el que, valga la aclaración, me permití retomar y relaborar ideas que ya había planteado en varios ensayos que dediqué a Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y a un libro de cuentos de M. R. James. *

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idea del fantasma que se hace presente para acusar y cobrar venganza: el otro del vivo, responsable de su honor y de la res­ titución de la justicia. Desde esta perspec­ tiva, el evento fantasmal busca desvelar su misterio para neutralizar su semilla trágica: el holograma no sólo quiere ser contado, sino comprendido y aceptado para completar el rompecabezas. Cuentos como “A school story”, del inglés M. R. James, concurren en este pro­ pósito: el alumno asesinado por su profe­ sor lo increpa con una frase sobrecogedora escrita en una tarea escolar: “Si tú no vienes a mí, yo iré a ti”. Este autor, por cierto, suele echar mano de una suerte de correspondencia deliberadamente cruzada entre vivos y muertos a fin de que se confiese y cumpla un acto de venganza que se urde desde ultratumba. Esto es, la transferencia del suceso de fantasmas en un código de mensajes que puede valerse, además de la escritura, de objetos como el grabado del cuento con el mismo nombre, don­ de una placa de metal es el vehículo del discurso pictórico que historia una vieja venganza. Resulta interesante que este mecanismo de correspondencias cruzadas y de escrituras o códigos que advierten de hechos sobrenaturales, y que tan a pelo le viene al género aquí tratado, lo emplease de manera similar William Shakespeare en Hamlet como una artimaña de la que se vale el príncipe danés para denunciar el asesinato de su padre. Enterado por el fantasma de su propio progenitor de que fue víctima de las intrigas que, para despojarlo de su trono, tejieron Claudio y Gertrudis –hermano y esposa del difunto–, Hamlet echa a andar una especie de “fantasma en escena” –literalmente es “un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez”– por medio de la representación que hará la compañía de cómicos que llega a la corte de Di­ namarca. Teatro dentro del teatro, duplicación, fantasma “ficticio” convenien­ temente elaborado por Hamlet a partir del testimonio del fantasma “real” 165

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que clama justicia, la pieza titulada El asesinato de Gonzago se lleva a cabo ante la mirada de los culpables como la parte oculta de una historia que, al fin, se revela para restregarles y hacer pagar por su crimen. No es complicado entender por qué el padre de Hamlet acude a su hijo: es sin duda el más indicado para administrar la vindicta en toda forma, ideando una puesta en escena que anticipa una secuencia holográfica moderna. Se trata de un acto consciente e inobjetable –así se ejerza desde la muerte por voluntad de un fantasma previsible–, muy distinto de aquellas apariciones que, en obras de ficción o no, se registran ante personas ajenas por completo a las razones del difunto, muchas veces sin que exista siquiera relación o parentesco entre aquéllas y el emisario de lo sobrenatural –y de las que se hablará más adelante. También fruto de un acto voluntarioso, al nivel del empeño dramatúr­ gico de Hamlet, Adolfo Bioy Casares crea en La invención de Morel una categoría fantasmal a partir del deseo de entrega absoluta al ser amado, aun cuando se considere la desintegración de la propia conciencia. El protago­ nista de la novela se propone, merced a los alcances de una máquina, pasar la eternidad a la manera de una proyección en compañía de una mujer pre­ viamente “digitalizada”, esgrafiada en el aire, acaso ya sin memoria de sí mismo. La autoanulación en el altar cinético del otro para repetir una serie de acciones en un tiempo que con toda probabilidad no será más el suyo. Futuro fantasma para los otros, aquellos que atestigüen su rutina irrelevante, su fatuidad romántica contrasta con toda esa laya de espectros empozados en sí mismos con los que pobló Juan Rulfo la Comala de Pedro Páramo donde, menos que almas o ánimas, son a lo más bultos parlantes, conciencia verbal condenada a recrear sin descanso, a través de la memoria intacta, su paso por la Tierra. Ignorantes tanto del exterior y de sus costumbres o del futuro de los hombres como les sucedía en vida, en calidad de muertos tampoco sa­ brán más cosas de sus contemporáneos de las que sabían cuando los dejaron de ver. Ajenos al secreto del tiempo –a diferencia del fantasma de Federico Luppi en El espinazo del diablo, sabedor de lo que está por ocurrir, como si el tiempo fuera un friso historiado y concluido–, la única omnisciencia a la que tienen derecho es a aquella que se limita a ellos mismos. Desde luego, este solipsismo se rompe para el lector por intermediación de Juan Preciado, logrando internarse en una novela formada por fragmentos 166

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que asemejan “transmisiones” de la vieja vida cotidiana, como si visitara un museo fantasmagórico con proyecciones holográficas. Testigo de ecos que personas un día en pie sembraron en esas presencias que aparecen con la misma gratuidad con que desaparecen, es de destacar que los textos en ter­ cera persona a modo de acotaciones podrían no provenir desde el “presen­ te” en el cual sucedieron, sino ser sombras también, meras refracciones del tiempo original. Personajes que en principio no contamos por muertos –los rancheros hablando de los afanes del día, las muchachas o las beatas en pleno chismorreo– se disuelven silenciosamente, dejando apenas una estela de puntos suspensivos. La narración como el fantasma de otros fantasmas. ¿Y no es eso la literatura: el espectro perdurable, en tanto obra, de la sinuosa y evanescente realidad? Con la suerte de dispositivo que despliega en Pedro Páramo, Rulfo nos recuerda que el acontecimiento narrativo es una especie de prolongada aparición que escritor y lector convocan a voluntad: un fantasma –incluso de bolsillo– que puede tener consistencia y límites y ser configurado no bien la vista se pone en contacto con las palabras que lo cus­ todian y cifran: una historia que echa a andar cuando alguien decide leerla. Los espectros de Rulfo están imposibilitados de dejar Comala hasta que los vivos recen por ellos las oraciones necesarias que les permitan re­ montar su purgatorio murmurante. Como en la tradición clásica, el aparecido está allí para pedir algo que lo absuelva espiritualmente, y a diferencia del dilema propuesto en cintas norteamericanas contemporáneas como El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999) o Los otros (Alejandro Amenábar, 2001) –que basan su argumento en el aprendizaje y la aceptación de la naturaleza fantasmal–, estas criaturas saben muy bien lo que son. Pero ¿qué ocurre con todas aquellas que ignoran su ser y que presunta­ mente se inspiraron en verdaderas apariciones? Se entiende que habrá esca­ so o ningún resultado si se convoca a los difuntos para zanjar algo pendiente con ellos. Por el contrario, el fantasma no dudará en manifestárseles a perso­ nas a las cuales apenas conocía en vida. En nuestra existencia cotidiana no faltarán testimonios, compartidos con atónita sinceridad, de algunos que sin querer, sin necesitarlo o buscarlo, convivieron brevemente con seres no tan cercanos de quienes luego sabrían que, días o semanas atrás, habían fallecido. Menciono sólo de paso el relato de Daniel Defoe, “La aparición de Mrs. 167

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Veal”, fechado hacia 1705, pues si bien se trata de una historia de ficción según la hemos recibido, detalla la misma gratuidad en estos encuentros que inevitablemente dejan interrogantes como ¿por qué entonces, y sólo ante de­ terminadas personas, se manifiestan ciertos fantasmas?, que a su vez obliga a cuestionarse: ¿el fantasma es el deseo del vivo o del muerto? Sobre el primer caso, como una variante que creo no contraviene a la pregunta, pienso en aquel “fantasma a la fuerza”, deseado y pergeñado por el director de un diario de Tijuana para así dar noticia de un crimen que, a su juicio, exigía por lo menos ser ventilado públicamente. Tal personaje costeó un anuncio panorámico con el rostro de un periodista al que ordenó asesinar un político poderoso y una frase dirigida a éste: ¿por qué me ma­ taste? Espectro hechizo, la estrategia para urdir su aparición echaba desde luego por tierra el anonimato impuesto por cualquier informante con noción de supervivencia, pero ello era ya baladí: el muerto había conseguido es­ petar tan dolorosa acusación contra su verdugo impune. (Muestra de que la vida imita al arte, en “El espectro”, cuento de Horacio Quiroga publicado en 1921, Duncan Wyoming se “proyecta” literalmente desde ultratumba en una cinta que protagonizó para, alterando una escena, reclamar la infidelidad de su esposa y de su mejor amigo, quienes desde su palco del cine parecieran esperar en trance hipnótico aquella vindicta.) Por otro lado, en casos en los que el fantasma decide ante quien se descu­ bre, sea o no alguien familiar o imbricado en su historia, se tiene un deliberado acto confesional acaso a resultas de que el espectro tasó a su interlocutor y lo juzgó idóneo, en un proceso equivalente a llorar o desnudarse emocional­ mente ante la persona apropiada. Mas ¿por obra de qué virtudes: nobleza de ánimo, bondad, honestidad? Quizás una pregunta más precisa sería: ¿qué momento anímico escogen de ese ante el que se hacen ver? La hago aquí por un episodio que me concierne y en el que, quizás, fui interpelado por un ser ajeno a este mundo. Trabajaba en un corporativo de medios de comunicación, construido sobre lo que fuera tiempo atrás un modesto estudio de televisión pública, a su vez alzado en lo que se suponía era antaño una granja. Esta génesis viene a cuento porque los empleados con mayor antigüedad en la empresa, y muchos de los cuales debían laborar toda la noche, sabían del fantasma de un niño que había sido asesinado en ese 168

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lugar cuando era sólo una finca con fines agropecuarios. La leyenda, como se ve, estaba en toda forma: lugar con amplias ventanas por cualquier lado, se decía que el espectro se asomaba tras el cristal para notificar su presen­ cia a quien tuviera el valor de voltear a verlo. Esto se hacía constar con la renuncia de varios guardias nocturnos y, lo más importante, la descripción de la figura cada vez más gastada por la intemperie de la muerte, como si se tuviera a la vista, tal cual, el fantasma que Guillermo del Toro diseñó para El espinazo del diablo, y ello años antes de que esta cinta se estrenara. La cuestión no pasó de allí entonces, y sólo empezó a ganar sentido para mí una vez que debí cubrir las tareas a mí asignadas un domingo por la mañana, día por cierto con pleno sol, sin lluvia ni algún elemento a pro­ pósito para mechar una buena crónica de aparecidos. Por esas fechas, en la capital del país los encargados de la limpieza doméstica y del cuidado de un bebé de un matrimonio próspero y ocupado todo el tiempo en el trabajo, secuestraron al menor para exigir una suma por su rescate; en el proceso, el niño falleció, creo que accidentalmente, y para encubrir su participación de­ lictiva los responsables lo quemaron, dentro de una maleta, en algún terreno baldío. Las autoridades capturaron en poco tiempo a los homicidas y el caso siguió su curso, conmoviendo al país y a quien se encontrara con la noticia cuando encendiera el televisor. A mí, entonces padre de una hermosa niña de meses, aquello me enfurecía primero y luego me entristecía profunda­ mente, como la muerte de cualquier menor por obra de la violencia. Escuché necesariamente el estatus del caso judicial en alguna de los tantos aparatos analógicos –aún no existían las pantallas de plasma– que había alrededor del cubículo donde me atareaba, no sé si solté o retuve una lágrima, un gesto superfluo porque casi no había personal en la redacción, y bajo esa punzada de tristeza continué en mis asuntos frente a la computadora. A los pocos segundos vi a mi izquierda, rebotando casi a ras de suelo contra la pared de vidrio del cubículo frontero, pequeños trozos de plástico, pedazos de alguna cuchara o tenedor desechable. Lo atribuí a alguna travesura, en especial si se había apersonado también un compañero muy dado a la broma; cuando lo busqué, en otra área del corpo­ rativo, para reclamarle por la interrupción, me aseguró que no se había movido de allí largo rato. Además, cuando nos acercamos a mi espacio y tratamos 169

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de lanzar algún objeto desde la puerta más próxima a los cubículos, desde donde sólo se podía arrojar cualquier cosa hacia las pa­ redes acristaladas, comprobamos que había que aventar lo que fuera casi desde ras de piso, y eso rebotaría en un ángulo abierto, muy diferente de la forma en que vi cómo caía cada pedazo de plástico, cual si se le lanzara de frente y a muy poca distancia. Fue algo muy raro, que no demandó mayor atención en ese momento: como siempre, la vida y el trabajo seguían. Sin embargo, parte de esta historia derivó tiempo después en otra de la que fui, literalmente, un testigo a medias. En el mismo espacio, y obli­ gadamente un atardecer porque me encontraba con el grupo que cubría ese turno, escuché la exclamación asombrada de Erwin y Karina cuando, sin más, frente a ellos, en el muro de tablarroca que se extendía tras sus moni­ tores, observaron una estela de luz que calificaron como muy hermosa –yo no alcancé a verla, ni aun de reojo, ubicado y abstraído como estaba hacia la diestra de mis jóvenes amigos–, justo al ejecutarse un grato acorde apacible, el que estoy seguro de haber escuchado. ¿Qué pasó allí, entre nosotros? Dándole vueltas al asunto, me he convencido de que el fantasma se apercibió del esencial alma infantil y de la gran bondad que había y hay en aquel par de incipientes adultos, y no dudó en manifestarse con aquella muestra amigable, en lugar de abordarlos inopinadamente con su apariencia cada vez más aterradora. A mí quizás me faltó paciencia –la ocasión prece­ dente, tan pronto noté el fenómeno de los trozos de plástico pegando contra el cristal y no hallar explicación, acusando molestia, me dispuse a localizar un responsable–, verdadera mansedumbre y reposo en el corazón a fin de estar preparado para el contacto, el vínculo con lo otro. La breve estela de luz, tampoco originada por nadie según revisamos, ni desde fuera o dentro del cubículo, fue una gracia que no se deparó para mí; tal vez accedí a aquel acorde por mera proximidad con los escogidos. 170

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II

Desde cintas como Entrevista con el vampiro (Neil Jordan, 1994), hasta True blood, la serie de hbo (2008-2014), el cine ha establecido que los vampiros se desplazan entre los humanos a velocidades imposibles, mezcla de Flash y Speedy Gonzales. Esta ligereza es a lo mucho sólo un atributo de estas cria­ turas, en contraste con aquello que en ciertos fantasmas pudiera antojarse una clave de acceso, un prerrequisito para trasponer una suerte de umbral entre dos mundos. ¿Radica en la velocidad el secreto del tiempo? El ejemplo más inmediato para un lector mexicano sería el pasaje de Pedro Páramo en el que Miguel, el único vástago reconocido del cacique, pierde la vida al caer de su caballo. Aquél entiende y acepta a regañadientes la muerte o que está muerto porque se lo hace saber Eduviges Dyada, según ésta se lo cuenta a Juan Preciado. El galope irrefrenable del corcel que, sin maldad, lo derribó al saltar un lienzo de piedra fue sólo una ilusión para un muerto que se pensaba vivo: Miguel atisba un paisaje para él desconocido sobre una cabalgadura que funge como vehículo de la velocidad per se, sin otro propósito que ensayarse en su potencial de vértigo. Pura y dura rutina, entonces, la del fantasma del hombre que sigue en pie en tanto voluntad cinética por cuestión de costumbres y hábitos. Su cabalgata iniciática hacia la muerte u otro plano, sin embargo, no es exclusiva en la ficción escrita en castellano. “Creed en Dios” (1862), del español Gustavo Adolfo Bécquer, observa características semejantes. Teobaldo de Mon­ tagut, barón de Fortcastell, en mucho se parece a Miguel Páramo: su camino se ve señalado por un rastro de lágrimas y sangre. Un sacerdote le sugiere que pida al Papa perdón por sus culpas. Molesto –es todo un blasfemo orgánico–, Teobal­ do decide matar al religioso usando el aparato de caza del que se rodea, pero el anuncio de que es avistado un jabalí cambia los planes. Sigue por horas al animal, atravesando cañadas e internándose en un bosque, hasta que consigue herirlo con la saeta de su ballesta. A poco, su caballo se desploma, reventado por el esfuerzo. Se dispone a seguir el jabalí por su propio pie, cuando un paje –delgado y amarillo como la muerte, al parecer ajeno a su comitiva– le pre­ senta un corcel negro. El caballo da un bote inverosímil, de más de diez varas del suelo –más de ocho metros–, y sale al escape a una velocidad de vértigo. 171

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Se desconoce el tiempo de la travesía. Teobaldo se encuentra en lugares extraños para él: castillos, aldeas, valles, campiñas con sus caseríos; luego desiertos, vastas soledades, llanuras inmensas, regiones nevadas. Advierte que se halla fuera de su señorío cuando su “carrera fantástica” se enfila por los aires, entre las nubes, donde ve a los ángeles, al arcángel, el mecanismo del sol, la escala por donde suben y bajan las almas, el paraíso de los justos, los santos profetas, las vírgenes, los querubines, Nuestra Señora de Monse­ rrat; luego los círculos de los cielos formados por regiones de voces y blasfe­ mias, hasta el último de aquéllos, donde reside Dios. Cuando quiere mirarlo: “Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar de luz oscureció sus ojos, un trueno gigante retumbó en sus oídos, y, arrancado del corcel y lanzado al vacío como la piedra candente que arroja un volcán, se sintió bajar y bajar sin caer nunca, ciego, abrasado y ensordecido, como cayó el ángel rebelde cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo con un soplo de sus labios”. Teobaldo, “como si despertara de un profundo sueño”, se descubre en el mismo bosque donde hirió al jabalí. Se convence de que pudo haber soñado y, al ver que es noche cerrada y se halla lejos, decide pernoctar en alguna de las casas de sus villanos. Éstos le niegan toda ayuda. Se encamina hacia su castillo, que halla en ruinas. Un religioso le aclara que el señorío es ahora un monasterio, dado que el último señor de Montagut, sin contar con descendencia, desapareció hace más de cien años: “se lo llevó el diablo”. Teobaldo no se anuncia como quien es, sino que pide ser admitido en la religión y en el servicio a Dios. Ha dado un salto en el tiempo y en su percepción del mundo; vivo aún, no es la misma persona que salió una mañana a cazar. Es un fantasma que puede atisbar en su pasado como algo que le aconteció a otro.* III

El fantasma en tanto proyección y extensión de alguien que en puridad no ha muerto –el eco de un ego– se manifiesta también en el relato de Nathaniel Hawthorne, “Wakefield”, donde un hombre decide un día apartarse del matri­ * “La leyenda de San Julián el hospitalario” (ca. 1875-1878), de Gustave Flaubert, abona a esta concepción en la que el desplazamiento –aquí no necesariamente sobre una “cabal­ gadura fantástica”– arrastra a “regiones desconocidas y misteriosas” a un ímprobo y lo hace

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monio y rutinas que ha llevado por años junto a su esposa, a quien le dice que deberá viajar muy lejos de Londres para en realidad mudarse a una vivienda cercana a la suya. Wakefield se convierte así en el paparazzo de su propia vida sin él. Pendiente de la menor infracción a la norma en torno a una existencia que dejó de pertenecerle tan pronto dejó su casa, parece atarse a esa ilusión de permanencia a la que se aferra Matías Pascal, en la novela de Luigi Pirandello, como un contrapeso para evitar que lo desustancie el olvido. El personaje de Hawthorne encarna la decisión, inmotivada e irracio­ nal, de poner distancia entre uno y los demás, pero sin despegarse realmente de éstos. Inadvertido siempre por la multitud entre la que se moviliza a ve­ ces, se las ingenia “para separarse del mundo, hacerse humo, renunciar a su sitio y privilegios entre los vivos, sin que fuera admitido entre los muertos”. Empero, su índole fantasmal es inequívoca: “Se encontraba –digámoslo en sentido figurado– a todas horas junto a su mujer y al pie del fuego, y sin em­ bargo nunca podía sentir la tibieza del uno ni el amor de la otra. El insólito destino de Wakefield fue el de conservar la cuota original de afectos huma­ nos y verse todavía involucrado en los intereses de los hombres, mientras que había perdido su respectiva influencia sobre unos y otros”. Ahíto de su mironismo, Wakefield reaparece y reanuda su vida al lado de su esposa. La tentación del alejamiento ha sido satisfecha. Su “inofensivo amor por el misterio” no lo era tanto: el afán de confundir a su mujer haciendo ausencia gasta veinte años de su tiempo. ¿Qué ganó Wakefield con esta estrata­ gema que, aunque no lo sepamos, esfumó buena parte de sus recursos para vivir oculto en un apartamento de alquiler, sin emplearse durante dos décadas? Su autor lo exculpa visualizándolo en manos de una influencia que decide por él; más aún: lo concibe “hechizado”. Al cabo, Hawthorne aventura en Wake­ field una especie de figura producto de una vacilación, de una leve como onerosa ruptura de la norma: “En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar”. ver. Julián, convertido poco a poco en una bestia feroz como las que persigue –asemejándose mucho con ello a Teobaldo de Montagut–, cae en la monomanía de la caza por el placer enloquecido que le proporciona matar. 173

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A propósito de tal desbalance, no olvidemos que el fantasma ocurre en nuestros espacio y tiempo fuera de registro, según se le llama a este yerro común en el proceso de impresión: figura defectuosa para la retina, alineada erróneamente en el ensamblaje de la realidad tal como solemos recibirla, su anomalía reverbera además –igual que el documento con las tintas de color desbordadas– como un inquietante eco visual. IV

Por último, al pensarlo como holograma, asentamos que el fantasma acciona acorde al significado de figura en el contexto de la danza clásica: como el cam­ bio de colocación de sus participantes. Incluso, en los movimientos que traza el boxeador para abatir a su oponente, yo me atrevería a ver esta concepción que se finca sobre todo en la persistencia, en la fidelidad a un diseño. Así, el fantasma es esencialmente una figura o, mejor, una figuración: algo que aparenta ser o que aparece como alguien –“Algo muerto que parece por momentos vivo aún”, otra vez al decir de Federico Luppi en la cinta de Guillermo del Toro–; algo que destaca o “brilla” en alguna actividad –recordemos que uno de sus sinónimos, espectro, remite también a un fenómeno de luz–; un imaginarse, un fantasear algo. (A la inversa, toda figura acusa una condición fantasmal: es resultado de la repetición por hábito, por constancia y lealtad a una forma prexistente.) No sorprende entonces que en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, los últimos sobrevivientes de la estirpe esperen el nacimiento de su hijo mientras advierten el implacable deterioro físico de la casa o son despertados por “el tráfago de los muertos”. Al escucharlo, Amaranta Úrsula y Aureliano Babilonia se solazan en su probable estadio futuro: “entonces aprendieron que las obsesiones dominantes prevalecen contra la muerte, y volvieron a ser felices con la certidumbre de que ellos seguirían amándose con sus naturalezas de aparecidos”. Dada esta propensión a la monomanía que por lo visto rebasa el minis­ terio de la vida, acaso la única oportunidad de encontrarse con un fantasma sea sorprenderlo realizando sus rutinas, cogerlo inerme, enfrascado en la repetición de sus antiguos hábitos, a los que de seguro acude para fingir que no se ha enterado de su muerte. 174

La vigilia de la aldea

La escritura invisible de Ricardo Piglia F ernando M ontenegro Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi (Los años felices), Anagrama, México, 2016, 422 p.

Quizá lo más conveniente sea señalar, antes de discutir el material desplegado en esta segunda entrega de Los diarios de Emilio Renzi, el papel del crítico fren­ te a una obra de estas características, la cual lo desafía a (re)pensar su actitud ante la literatura y la actividad de la crítica literaria en general. En innume­ rables oportunidades, Ricardo Piglia (o Renzi) ha dicho que la crítica lite­ raria es una forma de la autobiografía. Y aunque sea imposible estar en des­ acuerdo la mayoría de las veces con esa sentencia, es necesario reformular­ la a la luz de estos diarios que, como se ha demostrado desde la primera entrega, plantean un desafío de lectura para el género. Yo diría: en los diversos géne­ ros que concurren en Los diarios de Renzi. Sin embargo, el crítico (su discurso) es interpelado de manera muy particu­ lar por el juego de la autobiografía, casi como si estuviera participando de un

duelo. Hay un relato secreto que se eri­ ge paralelamente al de Piglia: la rela­ ción entre los libros y la vida, lo que en términos más pomposos se conoce como biografía intelectual. Creo que uno de los efectos más poderosos de esta obra –y de allí la referencia constante al dia­ rio de Cesare Pavese (y a tantos otros)– es que para el crítico no resulta ya su­ ficiente reclinarse sobre las supuestas reglas del género que lee, no importa que el diario se encuentre desorganiza­ do, fragmentado o incluso incompleto, sino que está obligado a desarticularlo y confrontarlo con sus propias lecturas como si éstas fueran un espejo negro. Me explico mejor: la certidumbre del gé­ nero desaparece, es imposible hablar ya de autoficción o autobiografía (entele­ quias que Piglia desprecia), pues el dis­ curso no le pertenece a nadie, sino al misterioso flujo de las bibliotecas o de una conspiración oscura a la que po­ dríamos llamar literatura. 175

Pero, ¿por qué es un diario el discur­ so que permite observar este mecanismo? Quizás una de las respuestas se encuen­ tra en la estructura planteada en Años de formación. Allí el narrador nos pro­ pone un encuentro con el ya legendario Emilio Renzi, donde se anuncia la lec­ tura de un diario en el que, por un lado, se explica su organización estrafalaria y, por otro, se cuenta el mito de origen sobre su vida como lector y escritor. Esa organización del diario depende no del transcurso lineal del tiempo, sino de la relación tensa entre la lectura y la vida. No hay un primer libro, sólo una primera experiencia que detona una ma­ quinaria de escrituras diversas. En el segundo tomo, aunque de manera más esquemática, esta estrategia está radica­ lizada. Así se explica al principio de la obra: “Así que para escapar de la tram­ pa cronológica del tiempo astronómico y mantenerme en mi tiempo personal, analizo mis diarios siguiendo series dis­ continuas y sobre esa base organizo, por decirlo así, los capítulos de mi vida”. Estas series, empero, tienen una di­ ficultad: están en constante estado de tránsito, se contradicen entre sí y, por su­ puesto, se interconectan eléctricamente. Hay una especie de paranoia borgiana similar a la que presenta La muerte y la brújula o, para hablar de un texto del propio Piglia, similar a la de Ciudad ausente o Respiración artificial. Salvo que los diarios dejan ver el origen de ese caos sin presentarnos necesariamente el orden áureo que lo sostiene. Mejor di­ 176

cho, ese orden es el universo aparente­ mente caótico de las lecturas de Ren­ zi, quien así como lee a Manuel Puig, Rodolfo Walsh y David Viñas (la litera­ tura nacional argentina de la época), también está atento a Joseph Conrad, Raymond Chandler y Tolstoi. Como en la sitcom de la nbc Seinfield (aunque lo de Piglia es mucho más am­ bicioso y, por supuesto, mejor escrito), los diarios nos permiten observar cómo el futuro narrador de Respiración artificial y Nombre falso recolecta su ma­ terial y la relación que estos materiales guardan con su propia experiencia como escritor en formación. ¿Qué materiales son éstos? Se trata de una multiplici­ dad de elementos que van desde el cine, el psicoanálisis, la literatura norteame­ ricana, hasta las conversaciones con sus colegas escritores y sus amores. De al­ guna manera, estos diarios nos dejan ver la tensión creciente entre el plano de la escritura, como un artefacto que produce ficciones, y la oralidad como experiencia perdida o memoria. Esta ten­ sión, por supuesto, está ya presente en Borges, si bien Piglia la ha llevado tam­ bién bastante lejos. La clave de esta tensión, sin embargo, es la disconti­ nuidad de las series. Así lo advierte en “Un pez en el hielo”, un antecedente maravilloso de estos diarios: “Una pe­ queña diferencia. Pero eso es lo que le interesa a los coleccionistas. Las pe­ queñas diferencias. La desviación en la serie (…) Es mi oficio –dijo–. En­ contrar la diferencia” (Antología perso-

nal). El énfasis sobre la diferencia es el gesto político más relevante de los diarios de Renzi. Ahora bien, lo interesante es ob­ servar cómo se genera esa tensión en­ tre realidad y ficción. No es que Piglia confunda sus límites o, tan siquiera, los límites entre los discursos que convoca en su escritura. Al contrario, busca identificar las zonas de la realidad que se dejan contaminar por la ficción y vi­ ceversa. Las fronteras. Sin embargo, la definición de lo ficticio (o lo literario) en Piglia excede el ámbito de lo textual y se traslada al de la lectura. La lectura (y la re-lectura, ante todo) es la estrate­ gia que permite poner en conflicto di­ versos planos de la experiencia y, aún más, definirla: “Recuerdo la hipótesis de Valéry, hay que narrar la historia de una idea y no de una pasión, y pienso que si el Discurso del método es la pri­ mera novela moderna, entonces el ca­ pítulo sobre fetichismo de la mercancía en El capital de Marx es el Ulysses de nuestro tiempo”. Esta dislocación en la lectura es la que, en el fondo, permite la escritura de estos diarios que, a su vez, funcionan como soporte o como te­ rritorio apto para el desarrollo de una obra literaria como la de Piglia/Renzi. La relación entre la lectura y el terri­ torio (o el espacio) es, asimismo, funda­ mental. Por momentos Renzi se parece al Baudelaire de Benjamin o al Olivei­ ra de Cortázar, es decir, a un tipo que vagabundea por la ciudad, desprovis­ to de un lugar fijo y en cuya errancia

se localizan las fuerzas narrativas que permiten su discurso. De todos modos, considero que la errancia de Renzi es significativamente distinta a la de Bau­ delaire o a la de Cortázar. La experiencia de la ciudad en los diarios es estrictamen­ te macedoniana. Es decir, la ciudad, pero no como escenario trágico de la moder­ nidad sino como museo o laboratorio de una escritura posible; si se quiere, como territorio secreto de militancia literaria. La clave de esta afirmación se puede leer en Ciudad ausente, un texto del que apenas se dice palabra en los diarios y que, sin embargo, se observa su cons­ trucción con estrépito e inevitabilidad. Por supuesto que Macedonio Fernández y Roberto Arlt resultan trascendentales para pensar en la Buenos Aires pigliana, y, en esa medida, se debe pensar en una ciudad poblada oscuramente por conspira­ ciones y estrategias que no buscan hacer­ se del poder cultural, aunque sí de algo acaso más temible: la literatura como la forma más radical de hacer política. En este punto me interesa señalar cuál pareciera ser la postura ideológica de Pi­ glia en estos diarios. Gran parte de este segundo tomo se concentra en la relación que mantiene Piglia con la izquierda cultural argentina, entre las que des­ tacan figuras como Juan Gelman, Paco Urondo, pero sobre todo David Viñas, quien trataba de escribir una literatura que pusiera en conflicto la vida privada y la vida política de su país. Piglia ob­ serva que ésta es también una de las estrategias narrativas de su propio dia­ 177

rio: “La gran incógnita, la pregunta que me acompaña estas semanas dedicadas a transcribir mis cuadernos, a dictar mis diarios y pasarlos, como se dice, en lim­ pio, fue ver en qué momento la vida per­ sonal se cruzó o fue interceptada por la política”. Viñas parece a veces un doble de Renzi. Ambos se dedican a la escritura de su propia obra, pero también pertene­ cen a una suerte de proletariado cultural que destina sus esfuerzos a escribir múl­ tiples textos en suplementos cultura­ les, impartir clases o tramar revistas de diversa índole para ganar cantidades siempre insuficientes de dinero. La cri­ sis de esta suerte de clase social tiene que ver con el tiempo de trabajo. Para Renzi, como para Viñas, el problema es la falta de tiempo para escribir sus propios textos. De allí que, como lo ha repetido Piglia en decenas de ocasio­ nes, la literatura sea una forma privada de la utopía. Si bien, con frecuencia, Renzi pare­ ce exasperarse por los delirios políti­ co-literarios de David Viñas, no tengo dudas de que en Viñas también se pue­ de observar, así sea de manera oblicua, cómo funciona la misma problemática que en Renzi: “Al mediodía encuentro al mismo David en el Ramos, deses­ perado por la falta de plata: notable la relación entre su escritura y el dinero. Todas sus novelas están ‘terminadas’ por el plazo económico”. Es justo mencionar aquí que existen diferencias políticas marcadas entre Ren­ 178

zi y Viñas (Viñas es quizá demasiado pe­ ronista para Renzi) y, sin embargo, como se demuestra en el anterior pasaje, el problema del dinero es uno que atraviesa los diarios de Renzi como una suerte de médula invisible que define la naturale­ za de su narración. Una de las caracte­ rísticas de ésta es la brevedad. La idea del dinero como metáfora ayuda a com­ prender la relación entre la realidad y la ficción, y es también útil para pensar en el estilo y el pulso de la escritura de Piglia/Renzi. Para el economista David Graeber, en su fundamental tratado (Debt: the first 5000 years), el dinero funciona como la instancia narrativa de la deuda, y ésta responde siempre a principios más mo­ rales que económicos. Resulta intere­ sante que Graeber piense en el dinero como un agente que en realidad opera en niveles ético-políticos, incluso míti­ cos, y que determina, por tanto, la ética y los afectos de los sujetos que lo usan. En Renzi se observa muy bien cómo la necesidad de ganar dinero para, por ejemplo, pagar la renta, es la fuerza que organiza los textos que escribe al punto de que, con ironía, descubre, hacia el final del segundo tomo, que en Buenos Aires lo tienen como el mejor crítico argentino. La referencia al dinero es, en definitiva, también un principio organi­ zador de los diarios. Cada vez que se presenta un largo intervalo de silencio quiere decir que hay un uso específico del dinero y una relación distinta con la literatura, ucrónica acaso.

En cuanto a las implicaciones po­ líticas de estos diarios, quiero agregar que la postura de Renzi está claramen­ te distanciada de la izquierda ideológica de su tiempo y territorio, es decir, toma distancia con el peronismo por anti-in­ telectual pero también con la izquierda estalinista y panfletaria de los sesenta y setenta. Quizá la izquierda con la que se pueda identificar más al Piglia de estos diarios se localiza en el anarquis­ mo del primer Pavese (el crítico) o en la idea del foco guerrillero del Che Gueva­ ra. No estoy afirmando que Piglia se afi­ lie a alguna de estas posturas políticas: la única razón por la que me interesa aventurar una hipótesis de este estilo es porque entiendo que, para Piglia, la literatura es el lugar más álgido de la política. Mejor dicho, la política actúa siempre literariamente, y a veces la li­ teratura es su campo de acción. Ello no sólo lo revelan las innumerables lectu­ ras y citas de Marx y otros autores afi­ nes que aparecen en los diarios, sino la forma en que, narrativamente, Piglia trata de indagar en el momento político argentino. La muerte del Che Guevara es uno de esos momentos de conmoción que, sin embargo, no es resuelto por el joven Renzi de modo elegíaco y, menos aún, analítico. Los acontecimientos políticos, al ser registrados en los cuadernos, pa­ san por una especie de transformador que los convierte a veces en narracio­ nes y, otras, en estrategias narrativas. A mi entender, y es mi hipótesis, la muer­

te del Che, pero sobre todo la presen­ cia (lectura) de sus diarios en Bolivia, definen parte de la estrategia narrativa de los propios diarios de Renzi. Como a Guevara, a Renzi lo interrum­ pen ataques de asma, y estas interrupcio­ nes marcan el ritmo de su escritura. Por otra parte, como ya lo advierte Piglia de manera brillante en “Ernesto Gue­ vara, el último lector”, la lectura es en el Che una forma de ir en búsqueda de la experiencia, un gesto político en la medida que busca conciliar la historia personal con la nacional. Piglia se de­ tiene en una memorable fotografía en que se observa al guerrillero, fusil al hombro, leyendo un libro, con la posibi­ lidad siempre latente de una interrup­ ción, ya sea por la presencia del ene­ migo o por el asma. Es inevitable no observar a Piglia leer y escribir también bajo este régimen de amenaza y conflicto constante. Su rela­ ción con la ciudad de Buenos Aires es similar a la que tiene el Che en su última incursión en Bolivia, viviendo siempre al día en términos prácticos, en constante movimiento y usando la lectura como el momento de planificación estratégi­ co-política. Así se observa también a Renzi en sus diarios: “Me di cuenta en­ tonces de que algo esencial se había per­ dido para mí al quedar, por decirlo así, desnudo en la ciudad, llevando de un lado a otro, en taxi o en subterráneo, mis papeles, mis cuadernos y mi má­ quina de escribir portátil en su estuche color celeste”. La literatura deja de ser 179

en Piglia un acto del espíritu, por poner un término fácil, y se convierte en una cuestión de vida o muerte, pero no en el sentido figurado del término, sino en toda su acepción pragmática. Escri­ bir, y cómo hacerlo, es una estratégica cuestión de supervivencia. Entonces, ¿por qué titular “Los años felices” este volumen en que, más que nada, se observa a Renzi saltar frené­ ticamente de texto en texto, de aparta­ mento en apartamento, de amante en amante? ¿Por qué esta serie disconti­ nua de acontecimientos, lecturas, ami­ gos y mujeres, le resultan tan dichosos? La respuesta la da rápidamente: “la felicidad puede adquirir a veces una tonalidad criminal y despreciable”. De acuerdo. Pero también la felicidad se puede observar, por un lado, en algu­ nos de los largos silencios, por ejemplo aquél de seis meses entre junio de 1973 y enero de 1974, periodo en el que, entre otras, se escribe (presumiblemente) par­ te importante de Respiración Artificial. Por otro lado, aquella dicha es quizás el fruto de otra pulsión más que atra­ viesa estos diarios y que no estaría mal llamar kafkiana. Tiene que ver con la fantasía de convertirse nuevamente en un autor inédito y leer como tal. Estos diarios juegan constantemente con la fantasía de no publicar. No en vano 1975 (el último año del diario) termina cuando Renzi encuentra Nombre falso vendién­ dose en una librería: se ha convertido en un escritor profesional. Estos diarios le permiten tratar de 180

recuperar ese momento puro del autor/ lector inédito, casi seguro de que nada hay más absurdo que publicar los dia­ rios íntimos de un sujeto cualquiera. En efecto, a veces la felicidad se parece a esos momentos de puntual anonimato que permite la lectura. Esa gratuidad. Casi podemos imaginar, ahora con ma­ yor nitidez tras su partida, al Ricardo Piglia de 25 años, sentado entre el ás­ pero y amarillo humo de un bar porteño de los setenta, leyendo dramáticamen­ te, lejos de estos cuadernos: escribien­ do. Quizá más adelante sabremos si en los meses de silencio que se des­ pliegan en este volumen estaba Piglia maquinando la escritura invisible que ha terminado por definir nuestra litera­ tura. Nuestra forma de leer.

Nuevo libro de Job J orge O rtega Jesús Ramón Ibarra, Teoría de las pérdidas, fce, México, 2015, 68 p.

La madurez de un poeta se calcula tan­ to por el reconocimiento público de su obra como por la aptitud de ésta para ir amasando progresivamente un sistema de correspondencias que supongan la conformación y la confirmación de un mundo propio. Me refiero a la recurren­ cia de un puñado de registros que dia­

loguen entre sí bajo distintos contextos a lo largo de una bibliografía, o bien, a los coeficientes de un discurso en el tiempo. Rachel Phillips hablaba del co­ mún denominador que constituyen en la vertiente lírica de Octavio Paz la rein­ cidencia del instante, la presencia, el mediodía, la transparencia, el espejo; pero igual pudiera pensarse en las pie­ dras y los pájaros de Neruda, o en el llano, la espada, el laberinto, la luna o el también espejo de los versos de Borges. Jesús Ramón Ibarra (Culiacán, 1965), poeta consolidado en el México de hoy, ofrece por su lado, en la roda­ dura de una obra forjada desde hace más de veinte años, una constelación de motivos reiterados que han dotado a su poesía de un eje identitario, tales como su consabida melomanía y su arraigo en la cultura del mar, producto quizá de la vecindad con el océano Pacífico, tratán­ dose de un autor nacido en Sinaloa y afincado en dicha región. Teoría de las pérdidas, libro con el que Ibarra mereció en 2015 el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes, no es ajeno a este criterio. Ahí encuen­ tro la apoyatura en las figuraciones de la vocalización, la música, la navega­ ción. Y no quisiera resistirme a relacio­ nar el título con otro del poeta español Antonio Gamoneda, Arden las pérdidas (2003), como si ambos invitaran a con­ cebir en la poesía un punto de mira de la sensibilidad humana para atestiguar la vida que va quemando las naves y exor­ cizar provisionalmente sobre la marcha

el fuego de la muerte. Porque si hay un argumento central en Teoría de las pérdidas es el que atañe a los múltiples ros­ tros que adopta la degradación vital, sea mediante su condensación más cruen­ ta, la desaparición física, o un funesto abanico de eventualidades no menos cáusticas: la miseria, el déficit, la mar­ ginalidad, el fracaso, la enferme­dad, el vicio, la locura, realidades y me­táforas de un deterioro en proceso, un ocaso sin remedio, una condena abyecta en vías de consumación. Jesús Ramón Ibarra explora los perversos mecanismos de la fatalidad y atisba en la concisión del poema y la sintaxis lacónica una proyección del desamparo utilitario, de acuerdo, pero asimismo de la fragilidad psicológica, la integridad anímica. Cito: Con su guitarra negra, el Almirante defendía su territorio de la perversión de la luz. Su voz tenía el don del luto. Adoptaba la destreza de un cuervo que se sabe perdido –de antemano– en la cordillera de sus escombros.

En el fondo, Teoría de las pérdidas se ocupa de las privaciones y las peni­ tencias, los insospechados reveses que conlleva, frente a los engranajes del prag­ matismo y la sobrevalorada cordura, la congruencia ética de una existencia con­ sagrada a la verdadera vocación, que podría resultar la del arte, un hecho que implica de entrada asumir los riesgos de elegir y ser consistente, hasta la subli­ mación del estoico, con el camino ele­ gido. La dignidad del talento se yergue 181

intacta ante la desgracia y, atravesando el aro de lumbre de la penuria, logra al­ canzar la lucidez, el carácter visionario del que ha vuelto del inframundo, como Orfeo, para otorgar fe de los límites de nuestra condición, el poder de la pala­ bra poética y la persistencia del alma, justo a la manera de un “amor constan­ te más allá de la muerte”, para invocar de paso a Quevedo. Así lo denotan las dos primeras secciones de las tres que componen el índice, La niebla del Al­ mirante y Fábula del hambre, donde Ibarra hace eco de sus más entrañables señoríos, lo melódico y lo marino, formas excelsas y primordiales de la sonoridad. Con la estela trágica de lo absoluto y lo imponente, la voz deviene entonces personaje y pro­ digio; ligada en principio a la armonía y el canturreo, se desdobla en una ale­ goría del destino a la par desvalido y triunfal de la voz literaria. Veamos: A la aureola de la fiebre la sustituye una presión de espinas. A la señal de la cruz la sustituye un barco que atraviesa la cama. A La que canta la sustituye un súbito resquemor en la ingle, un fragor de cardo en la entrepierna, un incendio que se abre paso en la cama como en un bosque.

Junto al componente de la voz, ciertos relativos y alguna variante del sonido. Transcribo unas frases pertenecientes a diversos textos: “del estertor del sexo en la garganta”, “pasea los perros de su len­ 182

gua”, “a una remilgosa faringe”, “una campana / de sombras en Benfica”, “la agriada mensajería de la lengua”, “un grito fermentado en la saliva, / una nota de más entre los dientes”, “y al final arrulló a sus súbditos / con la melodía de un ave / que lleva en su garganta, / en lugar de notas, / un arsenal de puña­ les oxidados”. Pero considerando que el tercer y último segmento del álbum, Voluntad del polvo, reserva un emoti­ vo tributo a los amigos idos –Álvaro, Jaime– y, en consecuencia, un asedio velado a las entretelas que separan los hemisferios de la salud y la agonía, Je­ sús Ramón Ibarra pacta en el mencio­ nado apartado, y un poco en el de en medio, Fábula del hambre, con una ve­ ta de alusiones religiosas y teológicas que confieren al conjunto honestidad, elocuencia, naturalidad y precisión des­ criptiva, cuajando los pasajes más con­ movedores del tríptico que dispone la estructura del volumen a partir de la aberrante asimilación del dolor como un fermento de sabiduría. He ahí la anafó­ rica evocación de Dios en La niebla del Almirante y “la misa / donde los ausen­ tes refriegan sus huesos”; y el poema “Plegaria”, a mi gusto uno de los me­ jores, en que se leen fragmentos como los que vienen: Apiádate, Señor, de los que tienen hambre. La sombra de su árbol irascible aún da frutos salados. (...)

Apiádate de su carne: no sirve para alimentarse ellos mismos. Mátalos, Señor, lánzales una piedra, un rayo, una manada de leones ahítos, arrójales un sol de ácidos letales, abre el polvo a sus pies.

El tono se mantiene hasta el desen­ lace. Plantados todavía en el tramo fi­ nal del volumen, la subsección El arte de la oncología irrumpe por ejemplo con una comparación de aspecto costumbris­ ta que aminora la gravedad de la situa­ ción, el desahucio del paciente: “Su templo es su cuerpo, dijo, y entró en él / como a misa de domingo en la tarde”; y prosigue, líneas abajo: “Inició su rezo en una lengua de flema y esplendor. / Las campanas, en la sangre, liaban un repicar / de sombras”. La celebración de la eucaristía se torna una dolorosa experiencia somática porque encarna un simulacro del sacrificio del cordero pascual, Cristo inmolado. En esta tesi­ tura, no deja de resultar llamativo que una pieza que aparece páginas después empiece con una estrofa que retoma y transforma la sentencia del Génesis que preside el Miércoles de Ceniza: Polvo somos en el lenguaje de las ánimas, en la desazón de sus ritos, en la invisibilidad de esa materia cifrada en las exclamaciones.

Ibarra acude a la paráfrasis bíblica y elabora una versión del probable tras­ mundo. El ejercicio comprende igual la fuente secular. En otra composición se

advierte el concurso de Villaurrutia en su “Nocturno de la alcoba”, quien es­ cribe: “La muerte toma siempre la for­ ma de la alcoba / que nos contiene”; por su parte, Jesús Ramón Ibarra comienza su poema diciendo: “El dolor no toma la forma del cuerpo / que lo contiene”. Teoría de las pérdidas se decanta por la negación y el trastocamiento, amplian­ do el radio del suplicio por encima del moribundo, involucrando cuanto lo ro­ dea como un recinto encantado por el halo de un tormento expiatorio, según lo patenta el resto de la estrofa: Rebasa sus lindes, instaura su imperio de cuchillos, desteje su sábana de víboras y lanza, en el aire calcinado por tábanos, el silbo imperceptible que sólo escuchan enfermeras, galenos, monjas desveladas de Dios.

En la medida que Teoría de las pérdidas alimenta un tratado del desasi­ miento, observa y consigna la avidez de la muerte. Es la paradoja de soltar amarras: el cuerpo se erosiona, penetra y sopla el vacío. Despojo, abandono, trance, y la Parca que entra a saco a con­ quistar otro millón de células. Tal vez por ello las composiciones finales son de mayor longitud; entre la vulnerabili­ dad y la extinción, Jesús Ramón Ibarra despliega un texto que va del poema corto o relativamente sucinto a otro de extensión superior, como si el poema se creciera ahí donde el tránsito em­ pieza a sentar sus reales. Por lo demás, 183

se trata de un itinerario rico en pistas biográficas y sembrado de guiños cul­ turales apuntalados por antropónimos, topónimos y ciertas claves nominales dispersas en las páginas: Saint Clichy, Río, Londres, Craven Hill, Chile, una “noche del 58”, una portada de Cardoso Pires, Ámsterdam, Lisboa, Chile, una novedad editorial de David Toscana, Rilke y el fantasma de Álvaro Mutis y Francisco Cervantes por lo que toca a La niebla del Almirante, el segmento de apertura, reminiscencia de la nove­ la y el poema homónimo La nieve del Almirante (1986), de Mutis, y del libro Regimiento de nieblas (1994), del poeta Cervantes. Restos del naufragio de una memoria colectiva, la de cultura litera­ ria y el sentido común, pues “nada es de nadie / flotan las pérdidas como un cam­ po en ruinas”, sentencia Ibarra. Sobre ese mar de tierra desolada qué resta sino aferrarse a la poesía como a una tabla de salvación.

La razón y la destreza J osé H omero Ernesto Lumbreras, La mano siniestra de José Clemente Orozco, Siglo xxi Editores, México, 2015, 159 p.

Robert Hertz, en una obra fundadora, estableció la mano como medida para 184

una antropología simbólica; su división en diestra y siniestra inspira la concep­ ción de una idea bipartita de la socie­ dad, propia de la escuela de Emile Durkheim. El cuerpo como imagen de la construcción social, microcosmos en cuya esfera se delinearían nuevas opo­ siciones: natura y cultura; lo sagrado y lo profano… Hertz no sólo señala el as­ cendente de las manos en este dualis­ mo sino que lo considera inherente a la constitución de la humanidad. La obra ganadora del xii Premio Internacional de Ensayo Siglo xxi, La mano siniestra de José Clemente Orozco, de Ernesto Lum­ breras, es un mecanismo de relojería re­ gido por la dualidad; orden que marca su impulso, organización y derroteros. La primera encarnación de este du­ plo son las hipótesis cimientos del dis­ curso. Siendo intuiciones difíciles, si no imposibles de probar mediante los pasos del baile dialéctico, imponen el carácter fragmentario y el flujo mediante ejem­ plos de la obra, implicando una apuesta imaginativa por sobre las pesas y engra­ nes de la lógica. Sin embargo estas pre­ misas –que ahora convenientemente velo para desplegar en todo su esplendor pá­ rrafos adelante– no constituyen la úni­ ca secuencia. La propia composición es binaria y, si la mano implica distinción entre diestra y siniestra, el tiempo de este ensayo se marca con dos agujas, no por supuestos correspondientes a la late­ ralidad de la página, sino al de los capí­ tulos: pares y nones. En tanto el motivo son las manos en la obra de José Cle­

mente Orozco, los capítulos nones ase­ dian las circunstancias biográficas e históricas del artista, mientras que los numerados con pares exponen anécdo­ tas de personajes mancos de varia pro­ fesión, desde piratas hasta pintores, desde poetas hasta ilusionistas, desde músicos hasta militares, a la vez que se aportan información y teorías en torno a la importancia de la mano en el de­ sarrollo de la humanidad pero también repercusiones simbólicas para mejor comprender la dimensión de la pérdi­ da en Orozco. En palabras del autor, se trata de un “correlato del imaginario orozquiano, personajes, obras y estudios que han experimentado o analizado las desgracias de perder una mano”. No son éstas sin embargo las únicas parejas, el ensayo es también una cala sobre la ausencia, el aspecto luciferino del arte, pero también una reflexión sobre los orígenes de la humanidad, la posibili­ dad de un lenguaje cancelado, el de la mano, y la preponderancia de la razón sobre la destreza. En suma, la bifurca­ ción de dos concepciones del mundo a través del predominio de un órgano sensorial: una presente, la visual; otra oculta o latente, la táctil. “Pensar es quizá simplemente del mismo orden que fabricar un cofre. Es en todo caso un trabajo de la mano. La mano es una cosa aparte”, escribe Mar­ tin Heidegger en su meditación sobre el pensamiento. La proposición funda­ mental del volumen de Lumbreras o, mejor dicho, el ímpetu del pensamien­

to, es que la mutilación marcó el estilo de José Clemente Orozco. Esta noción se advierte desde la preferencia por el examen de las manos, la cual aparece no sólo en los estudios y bocetos alu­ sivos: Manos trabajando, mural en la Escuela Nacional Preparatoria; Aflicción; Seis manos o Manos, para citar única­ mente trabajos cuya representación grá­ fica ilustra el volumen; sino también en piezas donde las manos sin constituir un sitio central son preponderantes, como en La sed y La trinidad, cuadros de la serie mural en la Escuela Nacional Pre­ paratoria; en la representación de Cer­ vantes y El Greco dentro de la historia mural consignada en el hospicio Caba­ ñas; y, finalmente, en el retrato de la madre del artista. Sin acometer un tra­ sunto de psicoanálisis, para Lumbreras la cicatriz decisiva, la crisis que defi­ ne la obra de Orozco, incluyendo sus sendas y ecos, es justamente la lesión que le ocurre poco después de la muer­ te del padre. Para Jean Brun, autor de La mano y el espíritu, “una cultura es una cultura de la mano, no porque esté hecha por la mano actuando, por decirlo así, com­ pletamente sola, sino porque es ante todo una educación de la mano hecha por el hombre”. La segunda hipótesis que complementa la pareja que rige este volumen es que Orozco fue zurdo. De ser cierta tal conjetura, el pintor, quien conforme a su confesión estuvo a pun­ to de perder ambas extremidades, ha­ bría rescatado la mano, por así decirlo, 185

inútil. Siguiendo ese rastro –ya no de carmín, como diría Greil Marcus, sino húmedo y viscoso tal el de un caracol, relumbrante bajo el sol, apenas un hilo de luna bajo la noche de los datos per­ didos–, Lumbreras propone que el pin­ tor debió de educar su mano torpe, la derecha, acatando las enseñanzas de la mano ausente, la izquierda. De ese modo, la obra de Orozco surgiría no sólo de una falta, una construcción en torno al miembro perdido, sino que el autén­ tico y decisivo fantasma aparecería en que toda la obra se construiría a partir de la mano izquierda, instruyendo a la derecha en su aprendizaje siniestro. Bajo esta exégesis, el ambiguo título adquiere precisión: es a un tiempo inquisición sobre la persistencia de la mano ausen­ te pero igualmente sobre la conversión de la mano derecha como siniestra, ver­ dadero oxímoron semántico que nos con­ duce al oxímoron pictórico. Comprendemos entonces la necesi­ dad y no mohín de coquetería estilísti­ ca de recurrir a anécdotas variopintas y convocar a personajes sin manos, ver­ dadera constelación simbólica, pues, si­ guiendo a Hertz –cuyo ensayo por cierto nunca se cita, lo cual revelaría acaso un escamoteo significativo–, se asocia el lado izquierdo con la rebelión, con la crítica, con la creación, pero también con la negatividad, con la oscuridad y la falta. Sólo bajo la luz de este sol oscuro emerge el pleno significado de la obra: deriva para dilucidar el arte de Orozco a partir de la pérdida física, explicación 186

para someter el carácter único a una elección: el aspecto diríase satánico de la creación. La gran propuesta de este ensayo ma­ gistral y la peculiaridad que lo convier­ te en cumbre del pensamiento creativo es ser prueba fehaciente de la argumen­ tación sin pruebas. Lumbreras retoma un método dimanado de las pesquisas de los astrónomos, cuyos descubrimien­ tos suelen basarse en la inferencia y la intuición más que en la constatación. Si los científicos deducen a través de las ondas y afectaciones gravitaciona­ les, del sistema de pesos y balanzas que ordenan los ciclos y estelas de los astros, la presencia de planetas –o su ausencia– y también de la materia y la energía oscuras, Lumbreras no duda en utilizar sus propios cuerpos celestes y figuras estelares, siendo éstas los per­ sonajes faltos de mano que pese a ello imprimieron su huella en la historia para impresionar más que convencer a sus lectores. Sus pruebas son metoní­ micas; quien ejerce la asociación es el lector, mientras cumple de este modo el dialogismo necesario de los grandes ensayos. Entendemos así que a la vez que el autor busca asentar ciertas sus ideas, persigue igualmente instaurar un proceso más cercano a las mancias que a la demostración. Así, en su sinuoso pero ineluctable desarrollo, La mano siniestra de José Clemente Orozco se convierte en un en­ sayo magistral sobre el arte de escribir ensayos. Si en el origen del género se

encuentra la imposibilidad de demostrar, la constatación de que todo pensamien­ to es finito y permeado por la imperfección de los órganos del hombre, introdu­ ciendo la conocida relatividad del co­ nocimiento y privilegiando la crea­ción y la belleza como eje de sus paseos, éste de Lumbreras, siendo a la vez una mono­ grafía, es también una exploración del cosmos del arte, de las fuentes de la imaginación y a la par de la naturaleza intelectual del hombre. No avanza me­ diante argumentos, no aporta pruebas; se vale, como pocos, de esa concatenación elusiva que tan bien cifró Aristóteles en su Retórica, la urdimbre mediante si­ logismos incompletos, los entimema, y termina siendo, por su variedad de viñetas, historias, bocetos y apuntes una suerte de gran mural literario donde terminamos apreciando con mayor relevancia la fi­ gura de José Clemente Orozco.

Estar mal hecho F rancesca D ennstedt Sergio Loo, Operación al cuerpo enfermo, Universidad Autónoma de Nuevo León/Edi­ ciones Acapulco, México, 2015, p. 83.

Desde la publicación de Illness as metaphor (1978), de Susan Sontag, han surgido múltiples obras literarias cuyo leitmotiv se centra en desmantelar las fanta­

sías que rodean a ciertas enfermedades. Para la propia Sontag, y teniendo ella misma cáncer, entender la enfermedad en términos metafóricos –como un cas­ tigo o una maldición– inhibe tanto al paciente como a los propios médicos la búsqueda del mejor tratamiento posi­ ble porque las metáforas ocultan lo que verdaderamente es el cáncer: una enfer­ medad. Siguiendo esta línea, en Operación al cuerpo enfermo, un libro entre el ensayo literario, el tratado médico y la poesía, Sergio Loo propone entender la enfermedad ya no en términos metafó­ ricos sino performativos. Este ajuste le permite, entre otras cosas, cuestionar si en verdad todo cuerpo debe estar sano –“¿No puede uno simplemente estar mal hecho?”, se pregunta Loo– explorando la relación entre los cuerpos anómalos, la sexualidad y la identidad. Publicado póstumamente, Operación al cuerpo enfermo es la intervención na­ rrativa hecha por el propio Loo al tumor cancerígeno que se apoderó de su pier­ na izquierda hasta matarlo a comienzos del 2014. Es la historia de un cuerpo desnudo al ser operado, anestesiado, am­ putado, diseccionado, manipulado y zur­ cido para sanar. El relato de este sarcoma y sus manipulaciones se presenta al lec­tor a través de fragmentos sin orden apa­ rente y que remite simplemente a par­ tes corporales. A manera de ejemplo: mientras que las “Fosas nasales” dan la definición de paciente –“el que pade­ ce y el que aguarda”–, “El apéndice” detecta una mutación en el cuerpo del 187

protagonista: no sólo éste padece cán­ cer sino que tiene relaciones sexuales con Pedro, provocando un supuesto de­ sequilibrio al rechazar el modelo hete­ rosexual. Así, la historia del cáncer del protago­ nista se relaciona con otros cuerpos con otros tipos de enfermedades: Pedro tie­ ne vih y Cecilia ha deformado su cuerpo como estrategia para defenderse de las normas sociales que buscan contenerla en la categoría de mujer: “Ella quería ser otro objeto que no fuera una mujer: el filo de algo”. En la relación que tie­ ne el protagonista con estos cuerpos anó­ malos –tanto por sus enfermedades como por sus sexualidades no normativas– es en donde encuentra el mejor tratamien­ to para sobrellevar su enfermedad. Dicho tratamiento implica utilizar el carácter performativo del lenguaje para operar los cuerpos enfermos: “Cuando digo: ‘Yo estoy aquí’, hago que la voz hablante coincida con mi persona: me hace ‘per­ sona’ ‘hablante’ ‘inserta’ en un ‘marco’ ‘espacio-temporal’: ‘aquí’ y ‘ahora’. Es decir, asumo este ‘entorno’ como ‘pre­ sente’. Ejemplo: ‘El sarcoma de segundo grado en la pierna izquierda ha invadido mi lenguaje, la visión de mí y de mi entorno’. Es decir: lo que sucede, suce­ de en el lenguaje, me digo y cierro los ojos. Lo que ‘sucede’ ‘es’ ‘lenguaje’, me digo y cierro los ojos. Cerrar los ojos a lo que sucede: el lenguaje oscuro de no parpadear”. Haciendo eco de las ideas de J. L. Austin y Judith Butler, la cita anterior 188

ejemplifica la posibilidad de representar a través del lenguaje el carácter perfor­ mativo de enfermedades como el cáncer y el vih. Al entender la enfermedad como performativa, Loo pone énfasis en el cuerpo como algo construido, que se produce a través de la constante re­ petición de discursos, actos que termi­ nan por construir supuestos esenciales como lo sano y lo enfermo, lo masculino y lo femenino, entre otros. Y es precisa­ mente esta idea una de las propuestas más sugerentes de Operación al cuerpo enfermo. Para Sergio Loo, el cáncer en su pierna izquierda o el vih de Pedro y la probable infección de Cecilia señalan una contra­ dicción entre lo que se ve (el cuerpo) y desde donde se habla. Sin embargo, el discurso médico y la normas sociales anulan dicha contradicción haciendo que el estar enfermo se convierta en ser un enfermo, es decir, en una identidad. Por ejemplo, a lo largo del libro, el prota­ gonista señala el silencio como uno de los métodos más comunes y dañinos en el tratamiento de enfermedades: “No nombrar para que el cáncer, el sida, la infección no vengan (…) Hace mu­ cho que no escucho a mi padre decir mi nombre”. Ahora bien, la propuesta implícita en Operación al cuerpo enfermo es que hay que cambiar tanto la manera en que concebimos los cuerpos como los tratamientos para poder des­ asociar la enfermedad de la identidad, aspecto que, según el protagonista, per­ judica más a los pacientes.

Al menos en dos sentidos todos so­ mos cuerpos enfermos. Esto se ejemplifi­ ca de mejor manera a través del cuerpo de Cecilia, personaje que demuestra, por un lado, la imposibilidad de encar­ nar de manera plena un cuerpo sano y, por el otro, señala el estatus siempre temporal de la salud de nuestros cuer­ pos. En el libro de Loo, Cecilia es un cuerpo anómalo por múltiples razones: es la única mujer del libro con un rol protagónico y, además, no quiere estar encasillada por las exigencias de su género y termina por “voluntariamente” deformar su cuerpo, desencadenando una posible infección. A diferencia de Pedro y del protagonista, el lector nunca sabe si la enfermedad de Cecilia es simple­ mente social o si de verdad el cuerpo sufre algún tipo de infección que pue­ da ser diagnosticada en términos mé­ dicos. Sin embargo, poco importa esta diferencia y el cuerpo de Cecilia es eti­ quetado temporalmente como no sano, etiqueta que puede eliminarse según el propio relato del libro, si por ejemplo Cecilia decide tener hijos. Esto de­ muestra cómo las enfermedades de los personajes están intrínsecamente liga­ das al género y a la sexualidad. Ade­ más de Cecilia, Pedro tiene vih y no es heterosexual. Es aún más complicado el caso del protagonista, cuyo tipo de cáncer (sarcoma de Ewing) es más fre­ cuente en hombres jóvenes. Sin embargo, su historial clínico señala a la madre del protagonista, quien también pade­ ció cáncer, como posible responsable

de su propensión a esta enfermedad, señalando así posibles relaciones en­ tre el género y el cáncer. Tampoco él es heterosexual. Para Sergio Loo, la heterosexualidad obligatoria está entrelazada con la idea de que los cuerpos deben estar obligatoria­ mente sanos. De esta manera, Operación al cuerpo enfermo explora la relación que hay entre lo queer y la enfermedad para invocar las resoluciones inadecuadas que nos ofrecen la heterosexualidad y la salud, impuestas de forma obligada a nuestros cuerpos. Si bien Loo encuentra en la idea de la performatividad del gé­ nero una salida viable para ambos siste­ mas, el protagonista reconoce el impasse de este discurso como un simple ajuste perimétrico a su cuerpo: “diseccionán­ dola múltiples veces y rearmándola según la multiplicación de una de sus piezas o por la división de todo: teorías estéticas, teorías de género, teorías po­ líticas, teorías evolucionistas impuestas sobre sus órganos, líquidos, músculos y dientes”. Finalmente, el libro no aven­ tura una respuesta definitiva a las cues­ tiones teóricas acerca de la enfermedad y la sexualidad. Bien podríamos decir que esto se debe al carácter inacabado del libro, pero sería más atinado atribuir esto a la resistencia en los estudios queer de definir, etiquetar y dar respuestas definitivas. Más bien, Operación al cuerpo enfermo funciona como un recordatorio de que, si llegamos a vivir lo suficiente, cada uno de nosotros será un enfermo. De ahí la urgencia por re-articular la 189

noción de cuerpos anómalos para que nuestros cuerpos no sean disecciona­ dos, mutilados, zurcidos, anestesiados, inyectados con la simple intención de estar sanos. Para que finalmente los mé­ dicos entiendan que “no estar enfermo no implica querer estar sano”. Evidentemente, la propuesta del libro no es rechazar la posibilidad de vencer el cáncer ni de aliviarse. La sugerencia de Loo es más sutil: el cáncer y el vih son enfermedades tan difíciles de so­ brellevar precisamente por el lenguaje que se utiliza –basta con recordar la definición de paciente: el que padece y aguarda; o bien, el miedo del médi­ co al diagnosticar cáncer– que termina por convertir al paciente en un cuerpo enfermo que necesita ser erradicado. Dicho de otra manera, la sugerencia es dejar de pensar en la enfermedad como una anomalía. A manera de conclusión, me gustaría resumir las razones estéticas por las cua­ les vale la pena leer Operación al cuerpo enfermo. Primero, Ediciones Acapulco es una editorial que se caracteriza por su cuidadosa atención a los detalles de manufactura y diseño, como se señala en el colofón del libro, el cual replica el formato del colofón de Clinical uses of intravenous Procaine. En este caso, el cuidadoso diseño incluye una selección de dibujos tomados de los libros Traité d’anatomie humanie y Nuevo sistema de curación natural que acompañan los frag­ mentos corporales de la escritura de Loo. Estos dibujos, sumados a la estructura 190

fragmentaria del libro, cumplen con el efecto previsto de posicionar al lector frente a una mesa de operaciones sos­ teniendo un manual de anatomía huma­ na. Segundo, y como dejé entrever en la reseña, Operación al cuerpo enfermo es un libro que combina discursos teóri­ cos, métodos del ensayo literario y la poesía, que tiene personajes y una his­ toria que se sale del plano de la ficción, todo con un lenguaje pulcro y elegido con sumo cuidado. Es un libro que, si­ guiendo su propia lógica y haciendo eco de su influencia queer, invita al lector a re-articular la noción de género litera­ rio. Si bien ediciones Acapulco lo clasi­ fica como poesía, la sensación que me queda es que quizá sea hora de aban­ donar las clasificaciones obligatorias.

Hilos atemporales J udith C astañeda S uarí Yuri Herrera, Talud, Literal Publishing, 2016, 64 p.

Dentro de Talud, breve libro de Yuri Herrera, el cuento más antiguo se ve separado del más reciente por unos veintiocho o veintisiete años. Sin em­ bargo, ni esto ni el hecho de haber sido publicados antes en distintos medios, como nos dice el propio autor en la nota preliminar, merma ese cierto aire

de unidad que posee la obra del autor nacido en Actopan, Hidalgo. Son varios los aspectos que otorgan dicha característica al volumen edita­ do por Literal Publishing, más allá de la brevedad común a los doce cuentos, entre ellos el tema fantástico y la pér­ dida o la carencia de identidad en al­ gunos de sus personajes. En este último caso se encuentra, por ejemplo, el presidente electo de “Az­ tlán, D. C.”, texto que inaugura el libro. ¿Cómo será pensar en mexicano?, se pre­ gunta aquí el último presidente gringo en su último día de mandato. Podrían resul­ tar un poco raras estas palabras en una lectura inicial. ¿Pensar en mexicano? Si tenemos en cuenta que la lengua de un pueblo es la que nombra su entorno, el material y el intangible, y que dicha forma de designar es diferente a la de otros pueblos, entonces sí es posible preguntarse cómo será pensar no sólo en mexicano. Y es en el idioma donde radica la pérdida de identidad que esboza el au­ tor para quienes se acerquen a la obra. Herrera cuenta cómo luego de ser casi inexistentes y de ocuparse de tareas tan invisibles como ellos mismos, luego de recibir herencias y empleos de mayor responsabilidad como el de asesor o se­ cretario de un juez de la Suprema Corte, los mexicanos aparecen en escena para votar por uno de ellos, para colocarlo en la silla presidencial. Y cuando el pre­ sidente electo llega a la oficina del sa­ liente y el lector espera alguna frase en

español, un saludo humorístico, lo que se lee son palabras con aires de fran­ cés, algo referente a las cortinas: “Bien entendu, on aura besoin de satin pour ces rideaux”. Hay otras formas de perder identidad a lo largo de los cuentos. Una de ellas tiene que ver con el anonimato que dan un disfraz, una máscara o el hecho de permanecer al otro lado de una línea de información. Así lo refleja Yuri He­ rrera en “El origen de las especies”, “Las llaves secretas del corazón” y “El hilo de tu voz”. Un disfraz de oso y una máscara de luchador mantienen ocul­ tos a Pedro y al personaje sin nombre aun estando en presencia de otras per­ sonas, mientras que en “El hilo de tu voz” un empleo detrás del teléfono es el que esconde a la mujer de cuya voz se enamora César, el Chícharo. Estos tres cuentos, además, se ven unidos por un hilo que involucra accio­ nes policiales como lo son un arresto y la llamada telefónica con la cual se da aviso de dicha situación a un familiar o a un amigo. En el caso de “El origen de las es­ pecies”, tenemos a un delincuente que aceptó dar información a las autoridades. El diálogo con el que comienza el cuen­ to le da cierta esperanza a este perso­ naje: no estará encerrado, tendrá otra identidad. En este momento el hombre observa el lugar donde permanece des­ de su arresto: un bulbo que cuelga en el techo, desde donde, intuimos, apenas ilumina, un catre, un buró con una ela­ 191

borada carpetita plástica encima. Qué tanto más pueden humillarlo, piensa, comparando ese metro y medio de tubos, colchón y buró con algo que todavía es una promesa. Y acepta. Y el giro que Yuri Herrera le da a su texto no puede ser más irónico, pues la esperanza que el personaje tiene luego de la propues­ ta del agente Félix se convierte casi en una burla, en la certeza de que siempre puede haber una humillación mayor: el nuevo encierro es un cuarto tan misera­ ble como el anterior, sólo un poco más grande, y un disfraz de oso de caricatu­ ra, de labios “estúpidamente alegres”, que debe usar no importando ni lo es­ peso del aire adentro ni lo insoportable de los olores a sudor. En “Las llaves secretas del corazón” está Pedro, un albañil que los martes sale en la noche con una máscara roja y un estallido triangular, también rojo, pintado en el pecho. Entonces es un lu­ chador rudo, de peso ligero. A diferencia del anonimato humillante de “El origen de las especies”, “Las llaves secretas del corazón” nos entrega uno donde quien se oculta, además de tener la categoría de ídolo que otorga el público, puede incluso convertirse en un vengador, en un héroe, como si de una vieja película de luchadores se tratara. “El hilo de tu voz” se construye con un narrador en segunda persona. Aquí el Chícharo, César, se dirige a la mujer de la cual se enamora tan sólo al escuchar su voz, una voz profunda y suave que al principio se limita a decir “Informa­ 192

ción”. El cuento posee una estructura circular y muestra, desde las líneas ini­ ciales, el enamoramiento obsesivo de César. “Estás por llegar. Puedo olerte. Puedo sentir ya tu calor en mi piel a pesar de los golpes”, le dice el persona­ je a la desconocida de la línea de infor­ mación, y a partir de este punto el autor va desenredando el hilo que condujo a su personaje hasta el sitio en donde espera que llegue esa mujer anónima. El halo de fantasía que posee “Az­ tlán, D. C.” –¿en verdad los mexica­ nos perderán su idioma, uno de ellos podría ser presidente de un país que no es México?– sirve como un eslabón entre los cuentos ya mencionados y los que guardan una relación menor con el tema de la pérdida o la carencia de identidad. En este punto, Herrera se adentra en el territorio de los mundos interconecta­ dos a través de “Los andamios paralelos”, “Poema de las formas intermolecula­ res” y “Alegoría de la biblioteca”. Un espejo, los líquidos contenidos en una botella y en una olla y un libro, son las puertas que comunican la realidad de los cuentos con una distinta. La interac­ ción entre éstas va de un vistazo, como en “Los andamios paralelos”, al en­ cuentro más cercano de “Poema de las formas intermoleculares”. La fugacidad en “Los andamios pa­ ralelos” la da el espejo o, mejor dicho, la inclinación que este objeto sufre cuan­ do el hombre que atiende la barra de la pulquería El Reloj de Arena tira del

cordón que pende a su lado. “El espejo se precipitó sobre mí, igual que en el poema de Girondo, con las columnas y la gente que tenía dentro”, escribe el también autor de Trabajos en el reino, pero lo que el personaje ve dentro, las “múltiples variaciones sobre una mis­ ma trama”, bien podría tratarse del en­ gaño de unos sentidos atrofiados por un “pulque tal vez más fermentado que el que bebía el resto de los comensales”. Entonces no puede dársele mucho crédito a esta visión, quizá debido al alcohol, a lo efímero, algo por comple­ to lejano de “Poema de las formas in­ termoleculares”. Aquí el autor traza una interrelación más prolongada, un per­ sonaje que busca a alguien más. El preámbulo es una botella de jugo que suena como si fuera un teléfono y una orden cuando el personaje desenrosca la tapa: “La olla, destapa la olla con la sopa”. Después tenemos a un malhu­ morado ser que pregunta por un agente de inteligencia que investigaba cuán habitable era el planeta y no volvió, todo esto mientras intenta mantenerse sólido, sin conseguirlo, pues su cuerpo está constituido por sopa, y mientras suelta un puñado de frases de fastidio como: “No hay modo de hacerse de un cuerpo decente con esta materia suya”, “No tenemos ningún interés en ti o en este lugar”, “Habiendo tantos lugares bonitos en el universo, carajo”. “Alegoría de la biblioteca” es el cuento más antiguo de los que confor­ man Talud, dice el autor al principio

del libro. Escrito en su segunda versión a los 18 años de Yuri Herrera, narra el encuentro entre Pablo y un prócer en la biblioteca. El pequeño hombre de bo­ tas negras, uniforme azul y condecora­ ciones en el pecho, aparece en el tomo tercero de la enciclopedia, en la página 4329, detrás de la palabra “hechos”, y a través de su aparición, narrada en un tono libre de cualquier solemnidad, ve­ mos la puerta a otras épocas y a otros mundos que son los libros. Apartándonos del dejo de fantasía de varios de los cuentos y de esa identidad que por diferentes razones se ha perdi­ do, creo que otro aspecto que contribuye a dar cohesión a Talud es su lenguaje, coloquial pero al mismo tiempo lleno de imágenes, como un camino dorado subiendo de la cintura al cuello, una rendija detrás de la que están todos o la convicción de un porvenir escritu­ rado por medio de la promesa que es la juventud y del matrimonio, eso y el humor cruel, cuya ironía impregna una buena parte de los cuentos y los hace precipitarse a un final inesperado o les confiere ese desarrollo que pone una sonrisa chueca en el rostro del lector, el presentimiento de que los desenlaces afortunados pertenecen a otros libros, a historias de hadas que este breve volu­ men no incluye. Lo anterior, persistente a través de los años, habla de la firma del autor, es decir, de sus atmósferas, de su sentir e intere­ ses firmes en la urdimbre de su trabajo sin importar el tiempo transcurrido. 193

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