Lectio De lecturas y lectores
ISSN: 2422-4707
CUADERNOS DE LA LECTIO
julio-diciembre · 2016
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Cuadernos de la Lectio, n.º 4 julio-diciembre · 2016
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FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES HUMANIDADES Y ARTE
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Consejo Superior Fernando Sánchez Torres
Rector Rafael Santos Calderón
(presidente)
Jaime Arias Ramírez Jaime Posada Díaz Rubén Darío Llanes Mancilla
(representante de los docentes)
José Sebastián Suárez Rodríguez
(representante de los estudiantes)
Vicerrector académico Luis Fernando Chaparro Osorio Vicerrector administrativo y financiero Nelson Gnecco Iglesias
Esta es una publicación semestral del Departamento de Creación Literaria de la Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Arte. issn: 2422-4707 Cuadernos de la Lectio, n.º 4 julio-diciembre · 2016 © Autora: Patricia Trujillo Montón © Ediciones Universidad Central Calle 21 n.º 5-84 (4.º piso). Bogotá, D. C., Colombia pbx: 323 98 68, ext. 1556
Preparación editorial Coordinación Editorial Dirección: Coordinación editorial: Diseño y diagramación: Revisión de textos:
Héctor Sanabria Rivera Jorge Enrique Beltrán Patricia Salinas Garzón Jorge Enrique Beltrán
En la cubierta (de izquierda a derecha): Camille Pissarro, Jeanne leyendo, 1899. Pierre-August Renoir, Claude Monet leyendo el periódico, 1872. Nigel Van Wieck, Coat Check Girl. 2005. Pierre-August Renoir, Claude Monet (el lector), 1872. Pierre-August Renoir, La lectora, 1876. Balthus, Katia leyendo, 1974. Impreso en Colombia - Printed in Colombia Prohibida la reproducción o transformación total o parcial de este material por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales. distribución gratuita
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CONTENIDO Palabras liminares ............................................... 5 Los autores ......................................................... 7 Un elogio de la lectura ........................................ 9 Patricia Trujillo Montón
Sobre la lectura (fragmentos escogidos)...................................... 33 Marcel Proust
Le diverse et artificiose machine del Capitano Agostino Ramelli Figure CLXXXVIII, 1588. (Ilustración de una ‘rueda de lectura’).
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PALABRAS LIMINARES ELOGIO A LA LECTURA
Por
lo general, los ensayos literarios tienen fuentes que brotan de dos corrientes: una pública, que transcurre en superficies visibles y establece desde su inicio diálogos con otros ensayos —allí se aumenta el caudal, se proponen otros cursos o se hacen diques—; y otra que tiene su génesis en un destello de la vida personal, algo: un sueño, un rito familiar, una observación de la calle. Esta última rescata de la noria de los días lo que esconde la sombra de los hábitos, ese machacar sin sorpresas entre el aburrimiento y una apariencia de seguridad que estos ofrecen por ausencia de lo inesperado. Así, un buen día, Patricia Trujillo recorrió uno de los senderos que ronda la vida vivida. Allí apareció, en el álbum de casa, una fotografía de su padre con la hermana mayor inclinados sobre un libro. Cuando indagó en la historia de la familia, su madre le confió que el padre enseñó a leer a su hermana. Tuvo entonces dos sorpresas que se volvieron preguntas: ¿cómo su papá, sin ser profesor, había enseñado a leer? y ¿por qué su hermana aprendió tan rápido en un libro que no mostraba imágenes? Este tierno misterio la condujo a querer pertenecer a ese mundo de enigmas que se le ofrecía. ¿Qué tanto escondería ese tiempo que Proust llamó perdido? Es probable que lo llamara perdido por corresponder al rostro ausente, de huellas desconocidas que se acumulan sin desván en un tiempo sin límites.
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Ahora, la magdalena de don Marcel no entrega la llave pero sí abre senderos, vías de rescate de algo que es la vida, su transcurrir y, en últimas, su sentido (si lo tiene). Lo que atrapa en este ensayo de espléndida factura literaria es distinto, es el interés y la curiosidad sobre el mundo de la lectura y la manera de resolverla. El viaje de la autora desde el sillón del padre a tantos otros sillones y sillas, van mostrándole a Patricia que la lectura dejó de ser una apropiación ilustrada de clérigos y santos, de poetas y escribanos, para permitir observar otros sentidos. Como si el libro dejara de ser la identificación o el ornamento de un oficio. Esa fotografía de familia quizás constituye el acto preparatorio de una poderosa intuición: la lectura tiene momentos, es un instante de lo cotidiano y la hacen seres comunes, sin aureolas, sin templo ni castillo y, en ocasiones, leen en su casa. Por cierto, las imágenes con las cuales Trujillo mantiene la lealtad a su primera visión de la fotografía son pinturas habitadas por mujeres. La de Macke, la de la modelo de Renoir donde ni siquiera la sensualidad de la espalda y los pies descalzos distraen de su concentración, la amorosidad de Josefina leyendo, la sonrisa que ilumina a la madre de Rembrandt. Después, en un ambicioso recuento, el texto de Patricia Trujillo se enriquece para dar cuenta del desentrañamiento de la lectura en autores como Virgina Woolf y James Joyce, y aun en nuestro don Quijote de la Mancha. En pocas ocasiones se tiene la oportunidad, el provecho y el gozo de leer un texto tan rico, imaginativo, que sin dar lecciones ponga de presente a la lectura como una necesidad de la vida. roberto burgos cantor
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LOS AUTORES Patricia Trujillo Montón
Se doctoró en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Uni-
versidad de Barcelona, con la tesis Influencia literaria. La obra poética y crítica de Jorge Guillén, Luis Cernuda, Octavio Paz, José Lezama Lima, Fernando Charry Lara y Jaime Gil de Biedma. También realizó estudios de maestría en la Universidad Autónoma de Barcelona, con la tesis Los poetas como críticos: reflexión y crítica literaria en Luis Cernuda, Jorge Guillén, Octavio Paz, Fernando Charry Lara y Gastón Baquero, así como la maestría en Lenguas, Literatura y Pensamiento Europeo de Queen Mary and Westfield College, con la tesis Walter Benjamin y Roland Barthes: fotografía y experiencia moderna. Es docente del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia, donde ha sido por varios años editora de la revista Literatura: Teoría, Historia, Crítica y miembro del comité editorial de la colección Señal que Cabalgamos y de la revista Perífrasis de la Universidad de los Andes. Entre sus publicaciones están Poesía colombiana contemporánea: 20002014; Benjamín y Baudelaire: tiempo, correspondencias, alegoría; Fernando Charry Lara: poeta y crítico moderno; Mago, coleccionista, aguafiestas: los oficios de la poesía en Juan Manuel Roca; Nueva narrativa colombiana; 1990-2004; Problemas de la historia de la novela colombiana en el siglo XX.
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Marcel Proust
Marcel
Proust (1871-1922) marcó uno de los puntos más altos en la tradición narrativa occidental con su obra cimera: En busca del tiempo perdido, una monumental novela de siete volúmenes. Esta “enorme miniatura” (como la llamó Cocteau) está plagada de exquisitos detalles captados por una sensibilidad bastante original que se esforzó por transmutarlos en piezas narrativas de una memoria capaz de soportar el paso del tiempo y el olvido. La riqueza estética de esta novela es tal que no resulta fácil sumergirse en sus espesas frondas de bosque marino, cultivadas por Proust letra a letra en una magnífica prosa, y entregando literalmente su vida para culminar la narración. En efecto, hay que tomar mucho aire y aprender a dejarse llevar activa y pacientemente por las gradaciones del universo por el que navega Marcel, su narrador-protagonista, para acceder a la dorada calidez que se oculta en sus páginas. Con esta novela, Proust se ha convertido en una de las estrellas más luminosas en la galaxia de la literatura universal, al ampliar el horizonte del espíritu moderno mediante su poderosa influencia en innumerables lectores. Por supuesto, fue un lector apasionado entregado a la crítica, la traducción, al estudio de la obra de Bergson, de los ensayos de John Ruskin (uno de los críticos de arte más importantes del siglo XIX en Inglaterra) y, sobre todo, a la vida social de la aristocracia parisina de finales del XIX e inicios del XX. En esta ocasión, Cuadernos de la Lectio presenta una selección de apartes tomados de “Sobre la lectura”, prólogo escrito por Proust para su traducción al francés del libro Sésamo y lirios de John Ruskin, publicada en 1906. Dicho prólogo constituye uno de los acercamientos más íntimos de Proust a lo que significaba para él la lectura, en contraste con las ideas de Ruskin al respecto, pero a la vez impulsado por él crítico inglés.
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UN ELOGIO DE LA LECTURA Patricia Trujillo Montón
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Retratos de lectores
En uno de los álbumes de la familia, hay una foto de mi papá sentado en
un sillón de la sala. Al lado suyo, una niña pequeña está sentada en el piso, con las piernitas dobladas hacia un lado, en un ángulo en el que solo las pueden tener cómodamente los niños de tres o cuatro años. Entre los dos, hay un libro abierto. Con una mano, él señala algo en la página. Ambos están inclinados sobre el libro, de manera que se alcanza a ver un poco del perfil de él, el pómulo izquierdo, la punta de la nariz y el ángulo de las gafas. De ella se ve la cabecita oscura, inclinada. La historia familiar, es decir, mi madre, que seguramente tomó la foto, dice que mi papá le enseñó a leer a mi hermana mayor y que ella aprendió muy rápido, en unas pocas semanas. A los seis o siete años, cuando yo estaba aprendiendo a leer en el colegio, esta historia me dejó perpleja. ¿Cómo había sido posible que papá, que no era profesor de colegio, le hubiera enseñado a leer a Pilar? ¿Y cómo había aprendido ella a leer tan rápido, cuando yo llevaba eternidades tratando de descifrar las frases de la cartilla? En las páginas del libro de la fotografía, no se alcanzaba a distinguir ninguna imagen. ¿Cómo había aprendido mi hermana a leer sin dibujos? ¿Sin que la “e” fuera la trompa del elefante y la “i” la torre de la iglesia? ¿Y sin hacer planas? El gesto de papá, señalando la página, era como un pase mágico, que conjuraba, en un solo movimiento y de una vez por todas, la habilidad de descifrar palabras. Abría las puertas a un reino tan amplio, prometedor y misterioso como el de la mesa del comedor cuando estaba servido el almuerzo y todos los mayores celebraban lo apetitosa que se veía la comida, una comida que yo no alcanzaba a ver, a menos de que me subiera sobre una silla. Pero para eso se necesitaba el permiso de los adultos; y esos pocos minutos pasados en la incertidumbre, antes de ver el arroz y el pollo, las papas y el jugo de guayaba, y cuando se sentía el vacío en el estómago, era una especie de bruma gris, un
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sentirse afuera, un ansia y un deseo de ser parte de algo de lo que todos los otros participaban y que parecían disfrutar enormemente. *
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Entre 1909 y 1910, August Macke, pintó uno de los muchos retratos que hizo de su esposa. El cuadro se titula Nuestra sala en Tegernsee. La habitación está iluminada por una luz cálida. En un ángulo hay una cómoda. En la pared, algunos cuadros. La mesa, en un cuarto que sirve tanto de sala como de comedor, está cubierta por un mantel a rayas, y sobre ella, en desorden, hay una botella y un vaso, un frutero, una tetera. Delante de Elisabeth, una taza a medio llenar. Ella está arrellanada en el sofá, arropada por un chal, leyendo. Sostiene el libro, de cubiertas azules, cerca de sus ojos. Una ligera sonrisa se dibuja en su rostro. Se nota que está disfrutando del libro, del calor de la habitación, del silencio y, seguramente, del té, del que tomará un sorbo en un instante, cuando levante la vista y le sonría al pintor del cuadro, que también está disfrutando de la tarde junto con ella.
August Macke, Nuestra sala en Tegernsee, 1909-1910. Óleo sobre madera.
Este es uno de los innumerables cuadros de lectores comunes, ni santos ni vírgenes, ni filósofos ni poetas o escritores, que se pintaron del siglo XVII en adelante. Entre mediados del siglo XIX y mediados del siglo XX, los lectores aparecen, sobre todo, en sus casas, y son en su mayoría mujeres. Se trata de amantes, esposas, hijas o madres absortas en la lectura. Auguste Renoir, nueve años antes que Macke, pintó a una de sus modelos, quizá una de sus amantes, también cómodamente sentada en un sillón y gozando de un momento de
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lectura. La blusa suelta, que deja al descubierto un hombro, la falda arremangada, los pies desnudos, la posición de la lectora, con las piernas recogidas sobre el sillón y un codo apoyado en el respaldar, dan a la imagen un aire de abandono sensual que no tiene tanto que ver con la calidez de la habitación y con la mutua compañía silenciosa del cuadro de Macke, sino más bien con el placer íntimo, no compartido. Ella le está dando la espalda al pintor, absorta en la lectura, con las mejillas enrojecidas. El placer que siente a solas es análogo al placer de la mirada del pintor que se detiene, morosamente, en el hombro, la ropa, el cuello de la muchacha.
Pierre-Auguste Renoir, La lectora, 1900.
Antonio López García, Josefina leyendo, 1953.
Cincuenta años más tarde, Antonio López García pintó a Josefina leyendo. Josefina no tiene el atractivo sensual de la modelo de Renoir, y no parece tan cómoda como Elisabeth Macke. Está sentada en una silla, en un patio. Sus pies, grandes y recios, están firmemente plantados sobre la tierra, con los dedos ligeramente crispados. Pero sostiene el libro con un cuidado casi amoroso, apoyándolo en las rodillas y envolviéndolo entre sus manos. Se inclina sobre él con una mirada soñadora, como la de una amante que se inclina sobre el amado. El gesto de su rostro es suave, volcado sobre el texto en una comunicación íntima. Este mismo gesto aparece en el de la madre de Rembrandt, que también sostiene un libro sobre sus rodillas. El rostro de Josefina es el de una mujer joven. El de la madre de Rembrandt, un rostro gastado por la edad, pintado con exactitud, sin ningún tipo de embellecimientos. Los labios se fruncen sobre una mandíbula a la que faltan los dientes, la piel está arrugada
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y descolorida en la barbilla. Y, sin embargo, la atención y la dulzura de la mirada son las mismas que las de Josefina. El torso de ambas se inclina de forma igualmente familiar sobre el libro. Hay una corriente oculta de comunicación entre los textos y las lectoras. Ambos cuadros celebran el poder absorbente y placentero de esta actividad solitaria.
Rembrandt Harmenszoon van Rijn, Madre de Rembrandt leyendo, c. 1629.
La hija del pintor alemán Fritz von Uhde ya no está leyendo. Acaba de levantar la mirada del libro, en un momento de distracción. No obstante, su relación con lo que lee no se ha quebrado del todo. El reflejo de la luz en la página ilumina su mano y su rostro, y su mirada se proyecta hacia adelante, quizá un poco perdida, hacia un horizonte que no existe. Su gesto contrasta con el de las dos mujeres que están sentadas en el jardín, sonriendo y charlando. Mientras ellas están pendientes la una de la otra, volcadas hacia afuera, la muchacha está reconcentrada sobre sí misma, y casi que podría decirse que lo que ven sus ojos es pura mirada interior, parte de lo que acaba de leer, una puerta abierta a un reino ajeno al aquí y al ahora.
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Fritz von Uhde, La hija del artista en el jardín, 1901.
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En la primera mitad del siglo XIX, con el descubrimiento de la fotografía, la tradición del retrato de los lectores continuó. Escritores, intelectuales, artistas, actores, políticos e innumerables personas comunes posaron con un libro en las manos. Quizá la fotografía más famosa de alguien que lee en el siglo veinte sea la fotografía que tomó Eve Arnold de Marilyn Monroe, en 1955. La actriz está sentada en una rueda, con los pies sobre el banco. Viste una camiseta a rayas, sin mangas y unos shorts muy pequeños. La foto sugiere un momento de descanso en medio del verano. El libro que lee Marilyn es una lectura de vacaciones. Lo sorprendente de la fotografía, y la razón por la cual esta imagen es tan famosa, es el libro. Se trata del Ulises de James Joyce, una novela experimental, famosa por ser muy difícil de leer. En la foto, el ejemplar que sostiene Marilyn tiene la cubierta gastada y está un poquito descuadernado, como corresponde a un libro bien leído, que se ha abierto muchas veces y se ha llevado consigo a todas partes. Además, ella está leyendo las últimas páginas, ya casi acabando la novela. La duda de si Marilyn, una estrella de cine y símbolo sexual que solía hacer papeles de mujer atractiva y un poco tonta, estaba, efectivamente, leyendo el libro, o si todo fue un montaje para transformar su imagen pública y hacerla aparecer como una mujer inteligente, ha dado pie a un debate muy largo, que ya es parte de su leyenda. Eve Arnold, al comentar la fotografía, cuenta: “Estábamos trabajando en una playa en Long Island. Ella estaba visitando a Norman Rosten, el
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poeta. Tal y como lo recuerdo (pues ya hace treinta años), yo le pregunté qué estaba leyendo cuando la fui a recoger (estaba tratando de tener una idea de cómo pasaba su tiempo libre). Ella me dijo que tenía el Ulises en su carro y que lo había estado leyendo durante mucho tiempo. Dijo que le encantaba cómo sonaba, y que a menudo lo leía en voz alta, para tratar de encontrarle algún sentido, pero que le costaba mucho trabajo comprenderlo. No lo podía leer de corrido. Cuando nos detuvimos en un parque cercano para tomar unas fotos, sacó el libro y comenzó a leer mientras yo cargaba la película. De manera que, por supuesto, tomé la foto”1.
Eve Arnold, Marilyn Monroe leyendo Ulysses, 1955.
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“We worked on a beach on Long Island. She was visiting Norman Rosten the poet. As far as I remember (it is some thirty years ago) I asked her what she was reading when I went to pick her up (I was trying to get an idea of how she spent her time). She said she kept Ulysses in her car and had been reading it for a long time. She said she loved the sound of it and would read it aloud to herself to try to make sense of it —but she found it hard going. She couldn’t read it consecutively. When we stopped at a local playground to photograph she got out the book and started to read while I loaded the film. So, of course, I photographed her.” (Citado en Richard Brown “Marilyn Monroe Reading Ulysses” en Joyce and Popular Culture. R. B. Kershner, ed. Gainesville, University Press of Florida, 1996, p. 174).
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Unos cuantos años antes, Gisèle Freund, una de las fotógrafas más notables del siglo XX, famosa por sus retratos de escritores, artistas y filósofos, pero también por sus escritos sobre fotografía, retrató a James Joyce, el autor de Ulises. Las fotos fueron de las primeras que se le hicieron a Joyce en color. En una de ellas, el escritor irlandés también aparece leyendo pero, al contrario de Marilyn, no parece estar muy cómodo. Lo primero que salta a la vista son los gruesos lentes y la lupa que usa para enfocar la página. El esfuerzo que le cuesta leer se nota en la tensión de las manos, en la de los hombros, en la inclinación de la cabeza, en la manera en la que el cuello de la camisa se separa del de la chaqueta. Cuando se tomó esta foto, una enfermedad de los ojos había dejado a Joyce casi ciego. Las últimas páginas del Finnegans Wake tuvo que dictarlas, y, para corregir las pruebas, se ayudaba con la lupa y leía casi letra por letra. No había, pues, forma de leer otros libros. Este es el retrato del que una vez fue un voraz lector y ya no lee.
Gisèle Freund, James Joyce, 1939.
La última fotografía que quisiera describir es cincuenta años anterior a la de Joyce, y recuerda un poco el cuadro de August Macke, con el que comenzó esta serie de retratos de lectores. Las dos personas que leen están cómodamente sentadas en un sofá, en una sala un poco desordenada, en la que se ha vivido
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mucho, como la de Elisabeth Macke. En esta sala hay también una cómoda en un rincón, cuadros colgados en las paredes. No hace las veces de comedor, pues los dueños de casa estaban en condiciones económicas mejores que las de los Macke y, además, tenían, entre los dos, ocho hijos. Los retratados son Julia y Leslie Stephen. Están sentados en un pequeño sofá, el uno junto al otro, cada uno con un libro entre las manos. Ella fue famosa en su tiempo por su belleza. En su juventud, fue modelo de varios pintores prerrafaelitas y también de Julia Margaret Cameron, una de las primeras fotógrafas inglesas. Su esposo, Leslie Stephen, fue autor de biografías de Jonathan Swift, Samuel Johnson, George Eliot, de una historia del pensamiento inglés en el siglo XVIII, y editor del diccionario biográfico más importante en la Inglaterra de su época. No obstante sus logros literarios y filosóficos, Stephen estaría hoy casi olvidado si no hubiera sido el padre de la niña que, en esta fotografía, asoma por detrás de su hombro, mirando a la cámara con los ojos muy abiertos. Esa niña es Virginia Woolf, una de las grandes escritoras del siglo XX, contemporánea de James Joyce. En esta foto, la futura escritora no lee. Está por fuera del reino de la lectura, y es ajena al mundo imaginativo que está absorbiendo a su padre y a su madre.
Vanessa Stephen, Julia y Leslie Stephen leyendo, Virginia Woolf en la parte de atrás, 1893.
Leslie Stephen amaba esta fotografía. Luego de la temprana muerte de su esposa, la compiló en un álbum, que acompañó de una memoria sobre sus años de matrimonio, como una forma de recordarla y honrarla. En esta me-
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moria anotó: “cuando miro ciertas fotografías —una en la que estoy leyendo a su lado en St. Ives y en la que Virginia está al fondo, o aquella que tomó Henry Cameron en la que ella tiene a Virginia en el regazo—, veo con mis ojos mortales el amor, el amor sagrado y tierno que respira entre esos labios exquisitos y sé que esos últimos años trajeron consigo una corriente profunda y fuerte de felicidad y calma, y que las dificultades fueron apenas, por así llamarlas, accidentes que flotaban en la superficie”2. De acuerdo con la descripción de Leslie Stephen, aunque en esta foto cada uno de los dos está inmerso en un libro diferente, él y ella comparten una corriente de empatía que va más allá del poder de absorción de la lectura. Incluso en los momentos en los que cada uno habita un reino imaginativo distinto, habría algo que los une, el profundo amor que ambos se tenían y que, de acuerdo con él, se puede ver en la imagen.
Lectores en la literatura La niña de la fotografía también escribió sobre esta imagen, pero, en lugar de evocarla en un recuerdo autobiográfico, la recreó en una de sus novelas. La pareja protagonista de Al faro tiene muchos rasgos en común con los padres de Virginia. Él es un filósofo relativamente famoso, profesor universitario, que recibe a sus amigos, escritores, científicos notables y otros profesores, en su casa de campo. Ella es una mujer que fue famosa por su belleza, madre de ocho hijos, un poco envejecida, pero aún admirada por su marido y sus visitantes. Durante la primera parte de la novela, ella ha estado pendiente de sus hijos, de su marido, de sus invitados. Ha mediado para que dos jóvenes que se están quedando con ellos se comprometan en matrimonio, ha consolado a su hijo menor de la decepción de no poder viajar al faro cercano y ha evitado que su marido sea presa del malhumor. Durante la cena, ha procurado que todos los comensales se sientan a gusto. Les ha servido la comida que más le gusta a cada uno, ha estado pendiente de que las velas se enciendan a tiempo, ha animado la conversación y la ha alejado de tópicos que puedan incomodar a unos y otros. Luego de la cena va a la sala, con la sensación de que algo le falta, de que quiere algo, pero que no sabe exactamente qué. Quiere sentarse en una silla, bajo cierta lámpara, pero también siente que desea algo más. En la sala, está su marido, leyendo. Y así lo ve ella: “Leía algo que le afectaba
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“When I look at certain little photographs —at one in which I am reading by her side at St. Ives with Virginia in the background, at the one by Henry Cameron with Virginia on her lap— I see as with my bodily eyes the love, the holy and tender love which breathes through those exquisite lips, and I know that the later years were a deep strong current of calm inward happiness, and the trials, so to speak, merely floating accidents on the surface” (Leslie Stephen, The Mausoleum Book¸ Oxford, Oxford University Press, 1977. p. 58-59).
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grandemente. Sonreía a medias, y entonces ella supo que estaba controlando su emoción. Pasaba las páginas con rapidez. Vivía lo que leía: quizá imaginaba ser el protagonista”3. Aunque ella no sabe qué es lo que él está leyendo, sí se da cuenta de qué es lo que siente en ese momento. El que lee no es, como la modelo de Renoir o la hija de Fritz von Uhde, un libro cerrado. Y cuando ella ve el título del libro, es capaz de seguir, incluso, su tren de pensamiento. En la comida, uno de los invitados había comentado que Walter Scott era un autor que ya no se leía. El señor Ramsay había pensado entonces que eso mismo dirían de su obra en unos cuantos años, y se ha apresurado a tomar un libro de Scott, a releer algunos pasajes para sopesar si es un autor capaz de emocionarlo todavía, como una forma de asegurar su propia inmortalidad. Todo esto lo advierte ella con una sola mirada: tan bien lo conoce. Y una vez lo ha advertido, se siente libre para volver a pensar en qué es lo que a ella le está haciendo falta, qué es lo que ha ido a buscar a la sala. Se sumerge dentro de sí misma, como en un estanque, hasta que algunos versos pronunciados durante la cena vuelven a su memoria. Arrullada por el ritmo de las palabras, siente que estas vuelan de un sitio a otro, oscilan como pequeñas luces de colores en la oscuridad de su mente y despiertan ecos. Por eso, toma un libro de la mesa que tiene al lado: “Abrió el libro y empezó a leer aquí y allí al azar y, al hacerlo, sintió que estaba trepando de espaldas, abriéndose paso hacia lo alto bajo pétalos que se curvaban sobre ella, de manera que solo sabía que uno era blanco y el otro rojo. Al principio ignoraba por completo lo que significaban las palabras. […] Leyó y pasó la página, balanceándose ella misma, zigzagueando en una y otra dirección, yendo de una línea a otra como de una rama a otra, de una flor roja y blanca a otra”4. En este pasaje, el narrador nos sumerge, con la señora Ramsay, en los efectos de la lectura. No se trata de un efecto cognitivo, de comprensión de las palabras y las imágenes del poema, sino de algo más instintivo e inconsciente: el ritmo de las palabras, que se acompasan con el ritmo de la mente misma y la liberan del peso de las preocupaciones de todos los días, abren un espacio cualitativamente distinto al de la cena, los niños, la administración de la casa. Y, de repente, al terminar el poema, ella es capaz de contemplarlo enteramente: “Y entonces allí estaba, de pronto, plenamente formado en sus manos, hermoso y razonable, claro y completo, la esencia extraída de la vida y manifestada en su plenitud: el soneto”5. Así como la señora Ramsay puede ver cuál es el efecto de la lectura sobre su marido, saber qué emociones lo embargan, asimismo nosotros accedemos a sus emociones de la mano del narrador.
3 4 5
Virginia Woolf, Al faro. Madrid, Alianza, 1993. p. 143. (Traducción modificada) Ibid. p. 145. Ibid. p. 147.
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Y, mientras tanto, el señor Ramsay ha terminado el capítulo y la contempla leer. Él no puede percibir con tanta precisión como ella sus sentimientos, pero se da cuenta de que está absorta en la lectura y que no desea que la interrumpan. Por eso espera, admirándola, hasta que ella levanta la vista de la página, y entonces algo se cruza entre ambos, una corriente de comprensión que no necesita de palabras. En este pasaje, la tercera persona de la fotografía, la niña que mira a la cámara, está ausente. Lo único que tenemos son las conciencias de la señora y el señor Ramsay. El narrador salta de los pensamientos de la una a los del otro y luego se devuelve, en un zigzag muy parecido al que había seguido la mente de ella mientras leía los versos del soneto. Al adoptar este narrador que no interviene, Virginia Woolf pudo eliminar su propia voz y sus opiniones, cosa que su padre no había hecho en sus memorias. Lo que en el pasaje de Leslie Stephen es coloración emotiva y opinión personal, ha desaparecido de la novela de su hija, que entonces puede enfocarse, como un lente de cámara transparente y bien ajustado, en la figura de sus padres. *
*
*
Sin duda alguna, el lector más conocido de la literatura moderna es don Quijote de la Mancha. Todos conocemos, antes de haberla leído, la historia del hidalgo pobretón, lector voraz y tan aficionado a los libros de caballerías, que vendió parte de sus tierras para acrecentar su biblioteca todo lo que pudo y que, de tanto leer, “se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio”, de modo que topó con “el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo” y decidió hacerse caballero andante, salir a buscar aventuras y deshacer todo género de agravios, para ganar fama y fortuna6. En lo que no solemos caer en cuenta —tan ocupada está nuestra imaginación con la flaca figura del hidalgo— es que la novela de Cervantes no comienza con un solo lector, sino con tres: antes de enloquecer, uno de los pasatiempos de Alonso Quijano era discutir sobre libros de caballerías con dos de sus amigos, lectores tan voraces como él: el cura y maese Nicolás, el barbero del pueblo. Ya en el cuarto párrafo de la novela, Cervantes nos presenta una de estas acaloradas polémicas: Alonso Quijano y el cura no pueden decidir si Palmerín de Inglaterra es mejor caballero que Amadís de Gaula o viceversa. El barbero sostiene que ninguno de los dos se puede comparar con el caballero del Febo, y que si algún caballero andante le da a este la talla, es don Galaor, hermano de Amadís, y no el mismo Amadís porque es melindroso y muy llorón.
6
Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha. Barcelona, Instituto Cervantes, Editorial Crítica, 1998. p. 39-40.
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Alonso Quijano, el cura y el barbero han leído tanto las novelas y están tan familiarizados con los personajes, que los tratan como si fueran de la familia. Buena parte de los otros personajes que encuentra don Quijote a lo largo de sus aventuras tienen la misma relación con los libros de caballerías: conocen bien las historias, de manera que pueden discutir sobre ellas, reinventarlas e incluso recrearlas para seguirle la cuerda al caballero. El ventero y las dos prostitutas en la venta a la que llega el Quijote cuando sale por primera vez a correr aventuras, reconocen pronto, en su figura y sus palabras, a qué hace referencia el loco, y cuando este insiste en ser armado caballero, determinan seguirle el humor por “tener de qué reír aquella noche”7. Las prostitutas, haciendo de doncellas, lo desarman y le dan de comer; el ventero le asegura que él mismo anduvo en su juventud, como caballero andante y que, ahora, como castellano, está dispuesto a ayudar a todos los caballeros andantes “de cualquier calidad y condición que fuesen”8. Dispone del patio de la venta para que don Quijote vele sus armas y, cuando el Quijote le parte la cabeza a dos arrieros que se habían acercado en medio de la noche para abrevar sus bestias, en lugar de apedrearlo o echarlo de la venta, decide armarlo caballero de una vez. Para esto, le da al Quijote razones que provienen de las novelas: como en el castillo no hay capilla, no es necesario hacer todo el ceremonial de la orden. Basta con velar las armas un par de horas, y con que él, como castellano, le dé al futuro caballero la pescozada y el espaldarazo. Convencido el Quijote, el ventero saca su libro de cuentas, hace como que lee en él algún tipo de oración y le da los golpes rituales de la ceremonia: uno en la nuca con la mano y dos golpecitos con la espada en cada hombro. Le ordena a una de las prostitutas que le ciña la espada y a la otra que le calce las espuelas. Ambas cumplen con su papel a las mil maravillas. La que ciñe la espada, aparte de hacerlo con “mucha desenvoltura y discreción”, le desea al Quijote que “Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides”9. Asimismo, el ventero, cuando el Quijote le agradece el haberlo armado caballero, le responde “con no menos retóricas aunque con más breves palabras” y todos lo despiden muy amablemente y lo dejan ir “a la buena hora”10. Este tipo de escenas se repiten una y otra vez a lo largo de la novela. Es como si los personajes, al darse cuenta de la locura del Quijote, decidieran entrar en su reino imaginativo, hacer una pausa en la vida real y reinventar las fantasías de las novelas. En algunas ocasiones, esta reinvención tiene por objeto proteger al loco de sí mismo: el cura y el barbero mandan tapiar la biblioteca y ordenan al ama y la sobrina que le digan que un encantador se ha llevado los libros con habitación y todo; el bachiller Sansón Carrasco se disfraza de caballero andante para enfrentar al Quijote y comprometerlo, una vez lo haya vencido, a volver a su casa durante un año. Todos buscan que Alonso 7 8 9 10
Ibid. p. 55. Ibid. p. 56. Ibid. p. 61. Ibid. p. 62.
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Quijano descanse y olvide la idea de ir a correr aventuras. A todos les sale el tiro por la culata. La sobrina describe con tal arte la desaparición de la biblioteca que convence al Quijote de que, en efecto, un mago la hizo desaparecer por hacerle un daño. El pobre Sansón Carrasco, que tiene tan poca experiencia en torneos como don Quijote, no puede hacer trotar su jaco ni poner la lanza en ristre y es derribado. Tiene que jurar que Dulcinea del Toboso es la más hermosa dama de la tierra y prometer ir a visitarla para contarle de las hazañas de su caballero. Todos los que intentan variar la conducta del Quijote fracasan, excepto el ventero que lo arma caballero. Cuando este le pregunta que si trae dinero y el Quijote le responde que no “porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído”, el ventero replica que Don Quijote se engaña, que en estas historias no se escribía que los caballeros llevaran dinero porque a los autores les había parecido que no había que señalar una cosa tan necesaria; que todos los escuderos llevaban dinero, camisas limpias, ungüentos y vendas para sus caballeros y que, en caso de que el caballero no tuviera escudero ni un mago amigo que le enviase una princesa o un enano con alguna poción mágica para curarlo, el caballero mismo llevaba dichas alforjas, tan sutiles que casi no se notaban, en las ancas de su caballo11. En este pasaje, el ventero no ahorra palabras ni retóricas para convencer al Quijote de que lleve tres cosas necesarias en sus aventuras: dinero, camisas limpias y remedios. Su consejo hace que este se devuelva a su casa y tome como escudero a Sancho, sin el que la novela no habría sido la misma cosa. En el Quijote, pues, la lectura no implica la entrada en un reino imaginativo privado, íntimo y casi incomunicable, sino un pasatiempo compartido que, medio en serio medio en broma, permite fantasear, imaginar, pensar la vida de otra manera e, incluso, darle al loco algunos consejos prácticos. Por supuesto, en las correrías del Quijote no todos los personajes entran en el juego de los lectores que reinventan. Las más de las veces, el Quijote, Rocinante, Sancho y hasta el burro salen apedreados o molidos a palos por atacar curas y procesiones, conminar a mercaderes a que declaren la belleza sin par de Dulcinea del Toboso, dispersar rebaños de ovejas y tajar odres de vino. Como dice Jorge Luis Borges, la forma de esta novela contrapone un mundo imaginario poético con un mundo real prosaico. En ella hay un choque, muchas veces físico, entre la realidad y la literatura, y no siempre la realidad sale mejor parada. Borges resalta, por ejemplo, el capítulo en el que el cura y el barbero clasifican la biblioteca del Quijote y deciden qué libros son tan malos que merecen ser quemados y cuáles deben guardarse. Uno de los examinados es la Galatea de Miguel de Cervantes. El cura del pueblo es amigo suyo, y no lo admira demasiado. Dice que el libro tiene algo de buena invención, que propone algo y no concluye nada. Que habrá que esperar a la segunda parte a ver si con ella 11 Ibid. p. 56.
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redime los pecados de la primera. Comenta Borges: el cura, que es un sueño de Cervantes, juzga los escritos de Cervantes. Y se pregunta por qué es tan fascinante y tan aterrador que los personajes del Quijote sean lectores de su autor. Y se responde, de forma típicamente borgiana: “tales invenciones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios”12. Borges o, más bien, uno de los sueños de Borges fue un lector que también fue un gran reinventor del Quijote. Hay otra escena de la novela de Cervantes en la que chocan realidad y literatura, y aunque la realidad sale victoriosa, todos quisiéramos que fuera derrotada. Está en el último capítulo de la segunda parte. El Quijote ha vuelto, bastante molido, a su pueblo. Tiene fiebre y el médico le anuncia que le queda poco tiempo de vida. Se queda dormido y, al despertar, ha recobrado el juicio. Ya no es el caballero andante que insiste una y otra vez en salir en busca de aventuras, en jugar a algo nuevo cada vez, sino un hidalgo viejo, cansado y venido a menos. Los lectores de la novela han lamentado mucho esta vuelta a la cordura. Borges sostiene que “es triste que Alonso Quijano vea en la hora de su muerte que su vida entera ha sido un error y un disparate. El sueño de Alonso Quijano cesa con la cordura y también el sueño general del libro, del que pronto despertaremos. Antes que cerremos el volumen y despertemos de ese sueño del arte, don Quijote se nos adelanta, despertando él también y volviendo como nosotros a la mera y prosaica realidad”13. Y Harold Bloom anota que Alonso Quijano le recuerda a algunos amigos que se sometieron durante décadas al psicoanálisis, interpretaron e hicieron conscientes todas sus locuras y, al final, murieron de una muerte seca, estéril, sana y analítica. Pero más conmovedor y terrible que el hecho de que Cervantes sacrifique el mundo imaginativo del Quijote, que se había despertado a una libertad sin límites por medio de la lectura, es la reacción de sus amigos ante el hecho de que este haya recobrado el juicio. Sansón Carrasco insiste en que Dulcinea ha sido desencantada y en que todos pueden vestirse de pastores e irse a buscarla. Sostiene que ya ha compuesto una égloga que pueden recitar en sus correrías y que incluso ha comprado dos perros para guardar las ovejas. Y conmina a Alonso Quijano a que recobre el juicio y reconozca que es Don Quijote de la Mancha. Aquel que ha descreído de la imaginación durante toda la novela, de repente se vuelca del lado de la imaginación y aboga por ella. Ahora bien, no estamos seguros de que Sansón no esté fabulando, como ya lo había hecho varias veces, con el objeto de sanar al Quijote. Si antes se había enfrentado a él para hacerlo descansar y recobrar el juicio, ahora, a las puertas de la muerte, lo conmina para que actúe de nuevo, recurra a las reservas de energía de su locura y salve su vida. 12 Jorge Luis Borges. “Magias parciales del Quijote” en Obras completas, 1923-1972. Buenos Aires, Emecé, 1974. p. 669. 13 Jorge Luis Borges. “Análisis del último capítulo del Quijote” en Textos recobrados (1956-1986). Buenos Aires, Emecé, 2003.
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Gustave Doré, ilustración para una edición francesa de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, c. 1860.
Aún más emotiva es la intervención de Sancho. Al escuchar que Alonso Quijano dicta en su testamento que le paguen todos los sueldos que le debe por haberlo acompañado en sus correrías, cosa que él había deseado desde el comienzo de la novela, dice: “no se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire, no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver”14. 14 Miguel de Cervantes. Op. Cit. p. 1219.
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Sancho es el único personaje de la obra que no es lector. Antes de irse con el Quijote, ni siquiera había escuchado historias de caballerías. La suya siempre ha sido la voz del sentido común. Ha insistido en que los gigantes son en realidad molinos, los ejércitos, rebaños de ovejas. Pero durante su tiempo con el Quijote ha estado escuchando y asimilando estas historias fantásticas, se ha sentido fascinado por el libre juego de la imaginación y ahora, movido por esa fascinación y por el cariño que le tiene al caballero, toma el partido de la poesía y abandona el de la realidad. Y lo más bonito son las palabras que emplea: “vámonos al campo […] quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada”. Sancho utiliza las palabras más prosaicas, “tras de alguna mata”, para defender la vida imaginativa, la constante invención y reinvención de la fantasía. *
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El padre y tío de tres adolescentes, Carlos, Esteban y Sofía, muere súbitamente y los deja herederos de un almacén de importaciones, de una hacienda y de múltiples inversiones en el puerto de La Habana, en Cuba. Durante el año de luto reglamentario en esta ciudad católica, los tres comienzan a disfrutar de una libertad que nunca antes habían conocido. Emancipados de la autoridad del padre, ya no están sujetos a las obligaciones y las rutinas de la casa. Pueden disfrutar del tiempo libre, gozan de los medios para enriquecer su existencia y explorar intereses que hasta ese momento no sabían que tenían. Encargan muebles y vestidos nuevos, comidas que nunca antes habían probado, objetos científicos, cuadros, teatros de marionetas y, por supuesto, libros. Pero en lugar de desempacar los muebles y las alfombras, los jarrones y demás enseres que han encargado de Europa, se dedican a construir fortines con las cajas de embalaje: torres y refugios donde cada uno se sienta a leer lo que le parezca: “periódicos de otros días, almanaques, guías de viajeros, o bien una Historia Natural, alguna tragedia clásica o una novela nueva, que se robaban a ratos, cuya acción transcurría en el año 2240”15. Todos estos libros traen consigo una multitud de ideas nuevas, que los jóvenes encuentran cada vez más seductoras. Y habrían permanecido así, encerrados en casa y disfrutando de una existencia independiente de la sociedad, si una noche no llega un desconocido francés que golpea cada una de las puertas de la casa hasta que lo dejan entrar. La amistad de este desconocido despierta en los jóvenes un deseo de participar en la vida de su época que arrastra a dos de ellos, a Esteban y Sofía, lejos de su patria y los lleva a presenciar y a participar de la corriente revolucionaria de finales del Siglo de las Luces. Carlos, Esteban, Sofía y Victor no solo leen, como el Quijote, libros de aventuras fantásticas. Sin embargo, se les despierta un deseo parecido al del 15 Alejo Carpentier. El siglo de las luces. Madrid, Cátedra, 1982. p. 102.
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hidalgo manchego: un anhelo de hacer algo más grande, mejor, con su vida. Como dice Mario Vargas Llosa de Madame Bovary, otra lectora famosa, quieren “conocer otros mundos, otras gentes, no aceptan que su vida transcurra hasta el fin dentro de [un] horizonte obtuso y cerrado […]. Su rebeldía nace de esta convicción, raíz de todos sus actos: no me resigno a mi suerte, la dudosa compensación del más allá no me importa, quiero que mi vida se realice plena y total aquí y ahora”16. Y para ello, para tener una vida plena en el mundo presente, y para que también otros, todos los seres humanos la tengan, hay que hacer una revolución. Al participar en ella se encuentran con una realidad cuya transformación es mucho más violenta, contradictoria y compleja de lo que esperaban. Junto con las proclamas de liberación de los esclavos llega también la guillotina al mar Caribe. Junto con la lucha por la independencia, la reacción violenta de aquellos que gozaban de los privilegios económicos y sociales el día anterior. Estos lectores de Moro y Campanella, de Rousseau y Voltaire, de los Derechos del hombre y del ciudadano se dan cuenta de que la realidad supera toda figuración utópica. El decurso histórico es imposible de dominar, de encauzar en una sola dirección. Y entonces tienen que decidirse entre una de varias salidas: o sacrificar los fines a los medios y proceder de forma tan violenta, contradictoria y represiva como sus antecesores en el poder, o intentar retirarse del correr de la historia, refugiarse en la vida privada y abandonar los sueños de una vida mejor para todos, o volver a La Habana, a la casa paterna, y tratar de impulsar lenta y gradualmente la transformación de una sociedad que sigue siendo una colonia. Ninguna de estas salidas es satisfactoria. Victor, que toma la primera, se convierte, por el ejercicio del poder y la tiranía, en un ser humano temeroso, receloso de que alguien venga a quitarle el poder, aislado y violento. La transformación de Esteban, que intenta abandonar la revolución, no es menos terrible: después de haber sido atrapado por las facciones en lucha, de ser encarcelado y finalmente liberado después de muchos años, el abandono de sus ideales implica un quiebre moral y físico del que no puede recuperarse. Y la opción de volver a casa tampoco es aceptable. Como dice Sofía, una vez se ha abandonado una casa en busca de otra mejor no es ni siquiera deseable volver a la primera. La casa que se abandonó es mucho más oscura y estrecha que aquella que se fue a buscar y, así la segunda no exista en el mundo, ni sea posible que llegue a existir en un futuro cercano, ya la transformación del mundo, y de uno mismo, que se inició con la lectura, hace imposible el regreso. *
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Una lectora contemporánea de Carlos, Esteban y Sofía, que habita en una novela distinta, es Bárbara Caballero, nombrada con un título tan fantástico
16 Mario Vargas Llosa. “La orgía perpetua”, en Ensayos literarios I. Barcelona, Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 2006. p. 714.
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como el del Quijote de la Mancha: Marquesa de Yolombó, protagonista de la novela del mismo nombre, escrita por Tomás Carrasquilla. Bárbara vive en una remota provincia minera de Antioquia, un medio más estrecho que el de los primos habaneros, pero es más emprendedora que los tres. Cuando apenas tiene dieciséis años, en lugar de quedarse en casa bordando, jugando cartas o esperando novio, convence a su padre y su hermano mayor de que la dejen acompañarlos a una de sus minas para ayudarles en la administración. Aparte de hacerle frente a un clima malsano y a un lugar con muy pocas comodidades, Bárbara aprende cómo se extrae el material, y termina administrando la mina ella sola, lo que implica una independencia extraordinaria para una mujer de su época. Su padre le enseña matemáticas básicas porque son necesarias para llevar las cuentas de la mina, y con las matemáticas, a Bárbara se le despierta el deseo de aprender a leer, cosa que, a pesar de la inicial oposición de su padre y de los curas de la región, termina por hacer. Pero el hecho de que Bárbara aprenda a leer no implica que se informe mejor acerca de lo que sucede en el mundo ni que entre en contacto con las ideas más avanzadas de su época. Yolombó queda demasiado lejos de los centros políticos y de comercio para ello. Los libros que se consiguen son la Biblia, los devocionarios, el Quijote y los poemas de Gaspar Gil Polo. Y aunque Bárbara se asombra al escuchar leer los poemas de Gil Polo y los disfruta hasta el punto de aprenderse trozos de memoria, y aunque también lee el Quijote, la literatura no le abre un mundo imaginativo nuevo. En primer lugar, su mundo imaginativo ya es muy amplio y está muy bien poblado: lo habitan Dios Padre, la Santa Virgen, Jesucristo y todos los santos, especialmente Santa Bárbara, su patrona, pero también el diablo y toda una serie de seres malignos que habitan la naturaleza: los ilusiones, el Patetarro, la Madremonte, el Bracamonte, el Patasola, y los familiares y ayudados. Todos ellos intervienen en la vida de Bárbara: cada revés de la mina, cada encuentro con una persona nueva, cada nuevo aprendizaje es propiciado por alguno de ellos, en un eterno combate entre el Bien y el Mal, del cual ella es apenas una pieza. En segundo lugar, la lectura, para Bárbara, no se convierte en un placer solitario, en motivo de diálogo y fabulación con los otros, o en deseo de transformar el mundo, sino en una forma de ganar prestigio social. Ella piensa que la lectura en voz alta es mucho más hermosa que los sermones del cura: da mayor belleza a la voz del que lee y mayor dignidad a sus gestos. Y, una vez domina este arte, goza muchísimo con la admiración que despierta en su familia y en sus esclavos cuando, en las reuniones, ella lee de un libro u otro. De hecho, solo en los ensayos que hace a solas para aprender a entonar correctamente se envanece de su habilidad: “¡ya sabía coger la tonada! Torna a repasar cuanto ha leído, con toda la música y la encerrona del caso. ¡Aquí de su oído y de su voz! Lee, en una muy alta y muy segura; y, como entiende lo leído, aprende a graduarla y a adaptarla al pasaje; y, como sabe cantar, sabe escucharse. Hace la prueba final y... ¡qué encanto! Llega a la dicha casi divina de admirarse a sí misma. […] Busca a Gil Polo... y ¡aquí de su ayuda! Pues, si
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eso eran canciones, ella se comprometía a cantar hablando. Y modula y ondea y hace cadencias. Ya no es admiración lo que se tiene: es que se priva consigo misma. Lástima que no pudiera ponerle un poquito de manoteo, como cuando se echa el verso del fandanguillo”17. La lectura se convierte en una representación del amor propio, que culmina con la lectura pública del fantástico título de nobleza que ella recibe del Rey de España. Paradójicamente, la lectura, una actividad que suele sacarnos de nosotros mismos para adentrarnos en algo que es radicalmente distinto a nuestro propio yo, para Bárbara Caballero se convierte en una afirmación egocéntrica. Pero Bárbara no es sólo egocéntrica. Este rasgo de carácter es apenas uno de los muchos que conforman su compleja personalidad y que la novela explora. Su amor propio coexiste con su generosidad, su orgullo, su ingenuidad y su sentido práctico de la misma forma en que los ilusiones y la Santa Virgen, el Patetarro y Santa Bárbara coexisten en su vida imaginativa: en un juego de tensiones y choques de fuerzas constante, que existía antes de la lectura y apenas si se modifica con ella. Bárbara no sale, ni más loca ni más ilustrada de su experiencia de lectura. Luego de aficionarse a ella, no entra en mayor conflicto con su sociedad de lo que estaba antes. Tampoco logra mayor claridad o apertura de miras. Sus prejuicios, sus errores y su capacidad de fabulación pero también su generosidad y su sentido del humor continúan iguales. La lectura resulta ser, para ella, una cuestión secundaria que apenas incentiva, pasajeramente, una de sus peculiaridades. *
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Hay dos lectores más de los que quisiera hablar antes de acabar. Están más cerca temporalmente de nosotros que Bárbara, Esteban, Sofía, los señores Ramsay y el Quijote. Felipe y Leonardo son dos muchachos, compañeros de colegio, que hacen lo que todos los muchachos de su edad: juegan fútbol, toman del pelo, van al colegio, prestan atención en algunas clases, en otras no tanto, y se enamoran. Como sus compañeros, no leen mucho. Una de sus profesoras se queja de esto. Dice que le gustaría que de vez en cuando se asomaran por un libro, y que tal vez así descubrirían que en el mundo hay “dos o tres ideas más, aparte de las de ‘mi mamá me mira’ y ‘el lápiz es mío’, que parecen ser las únicas que han leído algunos por aquí”18. Pero, de vez en cuando, Leonardo y Felipe descubren un poema, o una película, o un dibujo que despierta alguna fibra dormida en su interior. En una clase de español, a la hora de hacer una exposición, Leonardo decide hablar de un poema de Eliseo Diego, titulado “Lippi, Angélico, Leonardo”. Comienza diciendo que él quiso hablar del poema porque, en primer lugar, le gusta la poesía y que, como sabe que en la clase a nadie le gusta, quería contarles a sus compañeros su experiencia. Y, en segundo lugar, porque quería hablar del poema no en
17 Tomás Carrasquilla. La marquesa de Yolombó. Caracas, Ayacucho, 1984. p. 130. 18 Fernando Molano. Un beso de Dick. Bogotá, Editorial Babilonia, 2002. p. 92.
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términos de la rima, o del metro, o de las metáforas, que era la forma en la que habían estado hablando de otros poemas en clase, sino como se habla de un partido de fútbol que se acaba de jugar: de la emoción que despiertan las jugadas, lo bueno que estuvo un pase o lo bonito que fue un gol. De manera que Leonardo comienza diciendo que, cuando leyó el poema por primera vez, no entendió nada, pero que, sin embargo, hubo algunas cosas que le parecieron muy hermosas. En él se habla de unas imágenes que no huelen ni sienten dolor, y que además miran serenamente. Y esas imágenes están entre unas rocas, algo rústico, duro, todo lo contrario de sereno. Hay otros versos que le gustaron, como los que dicen “el tumulto de las horas hiriéndonos” y “el ansia del lunes yéndose”. También le gustó el final del poema, en el que se dice que hay unos ojos que no ven pero que miran y aman. Esto le pareció hermoso porque le recordó el momento justo antes de dar un beso en el que se cierran los ojos y se siente al otro a través de los labios, como si se lo viera19. Pero luego de mucho leer, y de no comprender más, le habló del poema a una amiga, que sabe algo de arte, y esta amiga le dijo que le parecía que el poema se refería un cuadro llamado La virgen de las rocas y que el Leonardo del título debía ser el pintor Da Vinci. Ambos consiguieron una reproducción del cuadro y entre los dos encontraron que las imágenes que no huelen ni sienten dolor son las dos mujeres y los dos niños que aparecen en él, y que la fuente de agua que se ve al fondo y que parece que estuviera quieta es las aguas que, en el poema, “no arrullan muertes, sino que van de vida en vida”, y el oro que está en el aire del que también hablaba el poema son los reflejos dorados del sol sobre los arbustos que rodean la gruta. Pero los dos no se quedan solo descifrando las correspondencias entre una y otra obra. La amiga de Leonardo comenta que en la pintura, los reflejos dorados dan un poco de alegría a la tristeza de las rocas oscuras, y que los cuerpos entre las rocas implican que hay vida en medio de ellas, que son cosas muertas. Y Leonardo de repente siente que las imágenes, aunque están entre unas rocas tristes, también están muy tranquilas, no tienen miedo ni de estar solas, ni del hecho de que uno se va a morir, y les comenta entonces a sus compañeros: “Yo creo que eso dice el poema: que un día yo me voy a morir y ya no podré mirar más ese cuadro, pero las mujeres de las rocas van a seguir ahí mirando a otros; entonces a uno le dan ganas de estarse otro rato mirándolas, como si uno quisiera meterse en el cuadro, y estarse al lado de ellas como están esos dos niños […]. Ese poema y ese cuadro a mí me han hecho pensar que cuando uno se enamora es como estar en esa pintura, […] en un lugar […] donde a uno lo alumbra el sol como a esas figuras de las rocas. Y allí uno puede estar tranquilo y no sentir miedo…”20. Leonardo se siente seducido por la serenidad que transmite el cuadro y de la que habla el poema: frente al correr del tiempo, y la amenaza de la muerte y de la vida exterior, la obra de arte promete una existencia intemporal, hecha por mano humana: un
19 Ibid. p. 94-95. 20 Ibid. p. 98.
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refugio más allá de la mera vida inmanente y problemática, pero que surge de esa misma vida. Sin embargo, la exposición de Leonardo tiene un interés añadido en la trama de la novela: la chica de la que habla, la amiga que le muestra el cuadro y de la que él dice que quiere más desde que tuvieron esa conversación es, en realidad, Felipe, que está sentado en la clase y escucha la exposición. Leonardo no sólo está hablando de un poema que lo ha emocionado, sino también está haciendo una declaración de amor encubierta. Esta novela es, precisamente, una novela de amor. Sus lectores acompañamos a Felipe, que es el narrador, mientras descubre su atracción por Leonardo, se atreve tímidamente a invitarlo a salir y descubre, poco a poco, que es correspondido. Un amor así, en un medio tan homofóbico como el nuestro, resulta muy problemático. Apenas Felipe comienza a darse cuenta de la atracción que siente por Leonardo, el lector comienza a temer por el rechazo que dicho amor pueda despertar. Y, sin embargo, la historia se desenvuelve de manera que el amor de los dos sí es un lugar donde se puede estar tranquilo y no tener miedo. Esto no quiere decir que la novela sea aproblemática o que idealice a los personajes y el medio que los rodea, pero sí nos permite descubrir eso que resalta Leonardo en su lectura del poema: hay momentos en la vida que son intensos y felices, y nos dan la ilusión de que el tiempo se ha detenido. Esos momentos se pueden atesorar, como hacen estos dos muchachos. La lectura, y esa no es la menor de sus funciones, también da asomos de esa plenitud y esa felicidad.
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SOBRE LA LECTURA (FRAGMENTOS ESCOGIDOS)* Marcel Proust
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Marcel Proust. Sobre la lectura. Traducción de Manuel Arranz. España, Editorial Pretextos, 1996. Selección de textos del Departamento de Creación Literaria, Universidad Central.
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Quizá
no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro favorito. Todo lo que, al parecer, los llenaba para los demás, y que rechazábamos como si fuera un vulgar obstáculo ante un placer divino: el juego al que un amigo venía a invitarnos en el pasaje más interesante, la abeja o el rayo de sol molestos que nos forzaban a levantar los ojos de la página o a cambiar de sitio, la merienda que nos habían obligado a llevar y que dejábamos a nuestro lado sobre el banco, sin tocarla siquiera, mientras que por encima de nuestra cabeza, el sol iba perdiendo fuerza en el cielo azul, la cena a la que teníamos que llegar a tiempo y durante la cual no pensábamos más que en subir a terminar, sin perder un minuto, el capítulo interrumpido; todo esto, de lo que la lectura hubiera debido impedirnos percibir otra cosa que su importunidad, dejaba por el contrario en nosotros un recuerdo tan agradable (mucho más precioso para nosotros, que aquello que leíamos entonces con tanta devoción), que, si llegáramos ahora a hojear aquellos libros de antaño, serían para nosotros como los únicos almanaques que hubiéramos conservado de un tiempo pasado, con la esperanza de ver reflejados en sus páginas lugares y estanques que han dejado de existir hace tiempo. [...]. Una vez leída la última página, el libro estaba acabado. Había que frenar la loca carrera de lo ojos y de la voz que los seguía en silencio, deteniéndose únicamente para volver a tomar aliento con un profundo suspiro. Entonces, para conseguir con otros movimientos calmar los tumultos desencadenados en mí desde hacía tanto tiempo, me levantaba, me ponía a andar a lo largo de la cama, con los ojos todavía fijos en algún punto que en vano hubiéramos buscado dentro de la habitación o fuera de ella pues estaba situado a una distancia anímica, una de esas distancias que no se miden por metros o por leguas, como las demás, y que es por otra parte imposible confundir con ellas cuando se mira a los ojos “perdidos” de aquellos que están pensando “en otra cosa”. Entonces, ¿qué es lo que pasaba? Aquel libro, ¿no significaba nada más? Aquellos seres a los que habíamos prestado más atención y ternura que a las personas de carne y hueso, no atreviéndonos nunca a confesar hasta qué pun-
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to los amábamos, e incluso cuando nuestros padres nos sorprendían leyendo y parecían reírse de nuestra emoción, cerrando el libro con una indiferencia afectada o un aburrimiento fingido; aquellas personas por las que habíamos temblado de emoción y sollozado, no volveríamos a verlas, no volveríamos a saber ya nada de ellas. El autor, desde hacía ya algunas páginas, en el cruel “Epílogo”, había tomado buen cuidado en “distanciarlas” con una indiferencia inusitada en quien sabía con qué interés se les había seguido paso a paso hasta aquel momento. El empleo de cada hora de su vida nos había sido narrado. Y al final, súbitamente: “Veinte años después de estos acontecimientos podía encontrarse por las calles de Fougères1 a un anciano todavía erguido, etc.” Y la boda en la que se habían empleado dos volúmenes para darnos a entrever su posibilidad deliciosa, alarmándonos y acto seguido regocijándonos ante cada obstáculo que se interponía en su camino pero que después era salvado, nos enteramos de que había sido celebrada a través de una frase intrascendente de un personaje secundario, sin llegar a saber a ciencia cierta cuándo, en aquel asombroso epílogo escrito al parecer desde las nubes por una persona indiferente a nuestras pasiones anteriores que había suplantado al autor. Nos hubiera gustado tanto que el libro continuara y, en el caso de que esto fuera imposible, saber alguna cosa más de todos aquellos personajes, conocer algo de sus vidas, emplear la nuestra en cosas que no fuesen tan ajenas al amor que nos habían inspirado2 y cuyo objeto de pronto nos faltaba, no haber amado 1
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Confieso que cierto empleo del imperfecto de indicativo —de ese tiempo cruel que nos presenta la vida como algo a la vez efímero y pasivo, que en el instante mismo en que está describiendo nuestras acciones, rodeándolas de ilusión, las hace desaparecer en el pasado sin dejarnos, como el perfecto, el consuelo de su actividad— ha sido siempre para mí una fuente inagotable de misteriosas tristezas. Todavía hoy, puedo haber estado pensando durante horas en la muerte con calma; basta que abra un volumen de los Lundis de Sainte-Beuve y tropezar por ejemplo con esta frase de Lamartine (está hablando de Madame de Albany): “Nada recordaba en ella esta época... Era una mujercita cuya cintura algo difuminada por su peso había perdido, etc.”, para sentirme rápidamente invadido por la más profunda melancolía. —En las novelas, la intención de provocar lástima es tan evidente en el autor, que uno se resiste un poco más. Puede intentarse, mediante una especie de rodeo, con los libros que son de imaginación pura y que contienen algún substrato histórico. Balzac, por ejemplo, cuya obra en cierto modo impura es una mezcla de imaginación y de realidad muy poco transformada, se presta a veces particularmente a este género de lectura. O al menos ha encontrado al más admirable de esos “Iectores históricos” en el señor Albert Sorel, que ha escrito sobre Une Ténébreuse Affaire sobre L’Envers de l’Histoire Contemporaine incomparables ensayos. Por lo demás, cuán conveniente parece la lectura, ese goce a la vez apasionado y sereno, al señor Sorel, un espíritu inquisitivo, un cuerpo sosegado y vigoroso, la lectura, sí, durante la cual las mil sensaciones de poesía y de confuso bienestar que favorecen felizmente una buena salud, vienen a producir en torno a la ensoñación del lector el placer dulce y dorado como la miel. —Por lo demás, este arte de encerrar tantas originales y profundas meditaciones en la lectura, el señor Sorel solo ha podido realizarlo a la perfección a propósito de obras que tienen algo de históricas. Siempre recordaré y con cuánto agradecimiento que la traducción de La Biblia de Amiens le ha inspirado las páginas más profundas que haya escrito nunca.
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en vano, durante una hora, a unos seres que mañana no serían más que un nombre sobre una página olvidada, en un libro sin relación con la vida y sobre cuyo valor nos habíamos equivocado completamente puesto que su función aquí en la tierra, ahora lo comprendíamos y nuestros padres nos lo hubieran hecho saber, si hubiera sido preciso, con una frase desdeñosa, no era en absoluto, como habíamos creído, la de contener el universo y el destino, sino la de ocupar un lugar bastante limitado en la biblioteca del notario, entre los fastos anodinos del Journal de Modes illustré y la Géographie d’Eure-et Loir ................. ...................................................................................................................... ... Antes de intentar demostrar en el comienzo “De los tesoros de los Reyes”, por qué a mi parecer la Lectura no debe desempeñar en la vida el papel preponderante que le asigna Ruskin en esa obrita, debía poner fuera de toda duda las fascinantes lecturas de la infancia cuyo recuerdo debe ser para cada uno de nosotros una bendición. Sin duda he demostrado de sobra, por la longitud y la forma de exposición que precede, lo que había ya anunciado de ellas: que lo que dejan sobre todo en nosotros es la imagen de los lugares y los días en que las hicimos. No he podido librarme de su sortilegio: queriendo hablar de ellas, he hablado de cosas que nada tienen que ver con los libros porque no ha sido de ellos de lo que ellas me han hablado. Pero tal vez los recuerdos que uno tras otro me han restituido se habrán despertado también en el lector y le habrán conducido, demorándose por sendas floridas y apartadas, a recrear en su mente el acto psicológico original llamado Lectura, con fuerza suficiente como para poder seguir ahora, como si se las hiciera él mismo, las pocas reflexiones que me quedan por hacer. Sabemos que “De los tesoros de los Reyes” es una conferencia sobre la lectura que Ruskin dio en el Ayuntamiento de Rusholme, cerca de Manchester, el 6 de diciembre de 1864 para contribuir a la creación de una biblioteca en el Instituto de Rusholme. El 14 de diciembre pronunciaba una segunda, “De los jardines de las Reinas”, sobre la función social de la mujer, para contribuir a fundar escuelas de Ancoats. “Durante todo aquel año de 1864, dice Collingwood en su admirable obra Life and Work of Ruskin, permaneció at home, y solo salía para hacer frecuentes visitas a Carlyle. Y cuando en diciembre dio en Manchester los cursos que, con el título de Sésamo y lirios, se convirtieron en su obra más popular3, se hace patente su buen estado de salud, tanto física como 3
Esta obra fue aumentada a continuación añadiendo a las dos primeras conferencias una tercera: The Mystery: Of Life and its Arts. Las ediciones populares continuaron limitándose a De los tesoros de los Reyes y De los jardines de las Reinas [...]. Exceptuando cuatro (Smith, Elder y Cº) las numerosas ediciones de Sésamo y lirios han aparecido todas en Georges Allen, el ilustre editor de toda la obra de Ruskin y director de la Ruskin House. La edición española de Sésamo y lirios contiene, en cambio, tanto la tercera conferencia El misterio de la vida y sus artes como el prefacio fechado en 1 de enero de 1871. (John Ruskin, Sésamo y lirios: ensayos sociales. Bueno Aires: Espasa Calpe, 1950. [Colección Austral, n.º 958]). (N. del T.)
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intelectual, en la brillantez de colorido de su pensamiento. Podemos percibir el eco de sus conversaciones con Carlyle en el ideal heroico, aristocrático y estoico que propone y en la insistencia con la que plantea el valor de los libros y de las bibliotecas públicas. No hay que olvidar que Carlyle fue el fundador de la London Library...” Para nosotros, que no pretendemos más que refutarla en sí misma, sin ocuparnos para nada de sus orígenes históricos, podemos resumir la tesis de Ruskin con bastante exactitud en estas palabras de Descartes: “la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con los hombres más ilustres de otros siglos que fueron sus autores”. Ruskin tal vez no llegó a conocer este pensamiento, por lo demás un poco rancio del filósofo francés, pero es el mismo en realidad que encontramos por todas partes en su conferencia, teñido únicamente por un dorado apolíneo que hace derretirse las brumas inglesas, muy parecido a aquel cuya gloria ilumina los paisajes de su pintor favorito. “Suponiendo, dice, que tengamos voluntad e inteligencia para escoger bien a nuestros amigos, qué pocos de nosotros tienen la posibilidad de hacerlo, cuán limitada la esfera de elección. No podemos conocer a quien nos gustaría... Podemos, con mucha suerte, llegar a entrever a un gran poeta y escuchar el sonido de su voz, o hacer una pregunta a un científico que nos responderá amablemente. Podemos arrebatar diez minutos de conversación en el gabinete de un ministro, gozar una vez en la vida del privilegio de la mirada de una reina. Y a pesar de todo codiciamos estos azares fugaces, gastamos años de nuestra vida, nuestras pasiones y nuestras facultades en obtener poco menos que eso, mientras que, durante todo ese tiempo, hay una sociedad en todo momento a nuestro alcance, una sociedad de personas que hablarían con nosotros tanto como quisiésemos, sin importarles nuestro rango. Y esta sociedad, tan numerosa y tan educada que podemos tenerla esperando a nuestro lado todo un día —reyes y gobernantes suelen esperar pacientemente, no precisamente para conceder audiencia, sino para obtenerla— nunca vamos a buscarla en esas antecámaras sencillamente amuebladas que son los estantes de nuestras bibliotecas, jamás escuchamos una palabra de todo lo que podrían decirnos”4. “Tal vez me digáis, añade Ruskin, que si preferís hablar con seres vivos es porque podéis verles el rostro, etc.”, y refutando esta primera objeción, después una segunda, demuestra que la lectura es precisamente una conversación con hombres mucho más sabios y más interesantes que todos aquellos que podemos tener la ocasión de conocer en torno nuestro. He intentado demostrar en las notas que acompañan a este volumen, que la lectura no puede compararse sin más a una conversación, ya fuera esta con el más sabio de los hombres; que la diferencia esencial entre un libro y un amigo, no es su mayor o menor sapiencia, sino la manera en cómo se establece la comunicación con ellos, consistiendo la lectura para cada uno de nosotros, al revés de la conversación, en recibir comunicación de otro pensamiento 4
Sésamo y lirios, De los tesoros de los reyes, 6.
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pero continuando solos, es decir, sin dejar de disfrutar de la capacidad intelectual de que se goza en la soledad y que la conversación disipa inmediatamente, conservando la posibilidad de la inspiración y toda la fecundidad del trabajo de la mente sobre sí misma. Si Ruskin hubiera sacado consecuencias de otras verdades que enuncia algunas páginas más adelante, es probable que hubiese llegado a una conclusión análoga a la mía. Pero evidentemente su propósito no era llegar hasta el fondo de la idea de Lectura. Para demostrarnos el valor de la lectura, no ha hecho más que contarnos una especie de hermoso mito platónico, con esa simplicidad con que los griegos nos han descubierto casi todas la ideas verdaderas, mientras dejaban a los escrúpulos modernos el trabajo de profundizarlas. Pero si yo creo que la lectura, en su esencia original, en ese milagro fecundo de una comunicación en el seno de la soledad, es algo más, algo distinto de lo que ha dicho Ruskin, no creo que a pesar de todo pueda reconocérsele en nuestra vida espiritual el papel preponderante que él parece asignarle. Los límites de su papel derivan de la naturaleza de sus virtudes. Y estas virtudes, de nuevo será a las lecturas de infancia a las que interrogaré para saber en qué consisten. Aquel libro que me habéis visto leer hace un momento en un rincón junto al fuego en el comedor, en mi habitación, hundido en una butaca cubierta con orejas de ganchillo, y durante las dulces horas de la siesta bajo los avellanos y los majuelos del parque, donde todas las brisas de los campos infinitos venían de tan lejos a jugar silenciosamente junto a mí ofreciendo, sin decir palabra, a mi nariz distraída el perfume de los tréboles y las esparcetas, sobre los que mis ojos cansados se posaban a veces, aquel libro, puesto que aunque dirijáis vuestros ojos hacia él no podréis descifrar su título a veinte años de distancia, mi memoria, cuya vista es más apropiada a este género de percepciones, va a deciros cuál era: Le Capitaine Fracasse, de Théophile Gautier. Me gustaban sobre todo dos o tres frases que se me antojaban las más originales y las más bellas de toda la obra. Me parecía imposible que otro autor hubiera escrito nunca frases comparables a aquellas. Pero tenía la sensación de que su hermosura correspondía a una realidad de la que Théophile Gautier no nos dejaba entrever, una o dos veces por volumen, más que un pequeño resquicio. Y como yo pensaba que él la conocería sin duda toda entera, me habría gustado leer otros libros suyos donde todas las frases fueran tan bellas como aquellas y tuvieran por asunto temas sobre los que hubiera deseado saber su opinión. “La risa, por naturaleza, no es nunca cruel; distingue al hombre del animal y es, como consta en La Odisea de Homero, poeta grecisco, el atributo de los dioses inmortales y bienaventurados que ríen olímpicamente hasta saciarse durante sus ocios eternos”5. Esta frase me producía una auténtica em5
En realidad, esta frase no se encuentra, al menos con esta forma, en el Capitaine Fracasse. En lugar de “como consta en La Odisea de Homero, poeta grecisco” hay sencillamente “según Homero”. Pero como las expresiones “como consta en Homero”, “como consta en La Odisea”, que se encuentran por lo demás en la misma obra, me producían un placer equivalente, me he permitido, para que
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briaguez. Tenía la sensación de estar asistiendo a una antigüedad maravillosa a través de aquella Edad Media que solo Gautier podía descubrirme. Aunque me hubiera gustado que en lugar de decir aquello furtivamente después de la fastidiosa descripción de un castillo, cuya excesiva abundancia de términos que yo no conocía impedía que pudiera hacerme una idea de él, hubiera escrito todo a lo largo del volumen frases de te tipo y me hablara de cosas que una vez terminado el libro yo pudiera continuar aprendiendo y amando. Me hubiera gustado que me dijese, él, el único sabio en posesión de la verdad, la opinión que debía tener de Shakespeare, de Saintine, de Sófocles, de Eurípides, de Silvio Pellico al que había leído durante un mes de marzo muy frío, paseando, pisando con fuerza, corriendo por los caminos, cada vez que cerraba el libro, con la exaltación de la lectura terminada, de las fuerzas acumuladas mientras había estado sin moverme, y del viento saludable que soplaba por las calles del pueblo. Me hubiera gustado sobre todo que me dijese si tendría más posibilidades de alcanzar la verdad repitiendo o no mi primer curso de bachillerato o haciéndome más tarde diplomático o abogado del Tribunal Supremo. Pero tan pronto como la bella frase acababa, se ponía a describir una mesa cubierta “de una capa tal de polvo, que se hubiera podido escribir sobre ella con un dedo”, cosa bastante insignificante para mí como para que pudiese siquiera prestarle atención; y no tenía más remedio que preguntarme qué otros libros había escrito Gautier que pudieran satisfacer mejor mi aspiración y me dieran a conocer por fin su pensamiento todo entero. Y es esta, efectivamente, una de la grandes y maravillosas cualidades de los bellos libros (y que nos hará comprender el papel a la vez esencial y limitado que la lectura puede desempeñar en nuestra vida espiritual) algo que para el autor podrían llamarse “Conclusiones” y para el lector “Incitaciones”. Somos conscientes de que nuestra sabiduría empieza donde la de tal autor termina, y quisiéramos que nos diera respuestas cuando todo lo que puede hacer por nosotros es excitar nuestros deseos. Y esos deseos, él no puede despertárnoslos más que haciéndonos contemplar la suprema belleza que el último esfuerzo de su arte le ha permitido alcanzar. Pero por una singular ley, providencial por
el ejemplo fuese más llamativo para el lector, reunir todas estas perlas en una, puesto que hoy ya no siento por ellas, a decir verdad, ningún respeto religioso. Todavía en otras parte del Capitaine Fracasse, aparece Homero con el calificativo de poeta grecisco, y estoy seguro de que también esto me encantaba. A pesar de todo, ya no me siento capaz de encontrar con exactitud estas joyas olvidadas como para estar seguro de no haber cargado la nota y rebasado la medida al acumular en una sola frase tantas maravillas. No lo creo, sin embargo. Y pienso, lamentándolo, que la exaltación con la que repetía la frase del Capitaine Fracasse a los lirios y a las vincapervincas inclinados a la orilla del río, mientras daba alguna que otra patada a los guijarros de la avenida, habría sido más deliciosa todavía si hubiera podido encontrar en una sola frase de Gautier tantas maravillas como mi propio artificio reúne hoy día, sin conseguir, por cierto, producirme ya ningún placer.
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añadidura, de la óptica de la mente (ley que significa tal vez que no podemos recibir la verdad de nadie y que debemos crearla nosotros mismos), aquello que es el término de su sabiduría no se nos presenta más que como el comienzo de la nuestra, de manera que cuando ya nos han dicho todo lo que podían decirnos surge en nosotros la sospecha de que todavía no nos han dicho nada. Por lo demás, si les planteamos cuestiones que no pueden resolver, les estamos pidiendo también respuestas que no nos aclararían nada. Pues no es más que una consecuencia del amor que los poetas despiertan en nosotros por lo que concedemos una importancia literal a cosas que no son para ellos más que la expresión de emociones personales. En cada cuadro que nos muestran, no parecen darnos más que una ligera idea de un paraje maravilloso, diferente del resto del mundo, y en cuyo secreto quisiéramos que nos hicieran penetrar. “Conducidnos”, nos gustaría poder decir al señor Maeterlinck, a Madame de Noailles, “al jardín de Zélande donde se cultivan flores de otras épocas”, por el sendero perfumado “de trébol y artemisa”, y a todos los lugares de la tierra de los que no habláis en vuestros libros, pero que en vuestra opinión sean de igual hermosura. Nos gustaría ir a ver ese campo que Millet (pues los pintores nos enseñan tanto como los poetas) nos muestra en su Printemps, nos gustaría que el señor Claude Monet nos condujese a Civerny, a orillas del Sena, a aquel recodo del río que nos deja distinguir apenas a través de la bruma matinal. Sin embargo, todas estas cosas no son en realidad más que simples azares de amistades o de parentesco que, proporcionándoles la ocasión de pasear o de residir junto a ellas, han hecho que Madame de Noailles, Maeterlinck, Millet, Claude Monet, escojan para sus cuadros aquel sendero, ese jardín, ese campo, aquel recodo de río, en lugar de cualquier otro. Lo que hace que a nuestros ojos parezcan distintos y más hermosos que el resto del mundo es que contienen, como un reflejo imperceptible, la impresión que han producido en el genio, la misma que veríamos vagar tan singular y despótica por la superficie indiferente y sumisa de cualquier paisaje que pintasen. Esta apariencia con la que nos seducen y nos decepcionan a la vez y que quisiéramos atravesar, es la esencia misma de esa cosa en cierto modo sin espesor —ilusión fijada sobre un lienzo—, que constituye una visión. Y aquella bruma que nuestros ojos ávidos quisieran penetrar es la última palabra del arte del pintor. El supremo esfuerzo del escritor como el del artista no alcanza más que a levantar parcialmente en nuestro honor el velo de miseria y de insignificancia que nos deja indiferentes ante el universo. En ese momento, es cuando nos dice:
Observa, observa perfumados de trébol y artermisa, ceñidos por angostos arroyos de aguas vivas, los paisajes del Aisne y del Oise. “Observa la casa de Zélande, rosa y brillante como una concha. ¡Observa! ¡Aprende a ver!” Y en ese mismo instante desaparece. Tal es el valor de la lectura y esta es también su insuficiencia. Es conceder un papel demasiado
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grande a lo que no es más que una iniciación, erigirla en disciplina. La lectura se encuentra en el umbral de la vida espiritual; puede introducirnos; pero no la constituye. Mientras la lectura sea para nosotros la iniciadora cuyas llaves mágicas nos abren en nuestro interior la puerta de estancias a las que no hubiéramos sabido llegar solos, su papel en nuestra vida es saludable. Se convierte en peligroso, por el contrario, cuando en lugar de despertarnos a la vida personal del espíritu, la lectura tiende a suplantarla, cuando la verdad ya no se nos presenta como un ideal que no esté a nuestro alcance por el progreso íntimo de nuestro pensamiento y el esfuerzo de nuestra voluntad, sino como algo material, abandonado entre las hojas de los libros como un fruto madurado por otros y que no tenemos más que molestamos en tomarlo de los estantes de las bibliotecas rara saborearlo a continuación pasivamente, en una perfecta armonía de cuerpo y mente. A veces incluso, en determinados casos algo excepcionales, aunque como vamos a ver, menos peligrosos, la verdad, concebida todavía como algo exterior; se encuentra lejos, oculta en algún lugar de difícil acceso. Se trata, entonces, de algún documento secreto, alguna correspondencia inédita, o unas memorias que pueden arrojar sobre determinados caracteres una luz inesperada, y de las que es difícil llegar a tener noticia. Qué felicidad, qué descanso para una mente fatigada de buscar la verdad en su interior, descubrir que se encuentra fuera de ella, entre las páginas de un infolio celosamente conservado en un convento de Holanda, y que si, para llegar hasta ella, hay que hacer un gran esfuerzo, este esfuerzo solo será material, y una distracción llena de encanto para el pensamiento. Sin duda, habrá que hacer un largo viaje, atravesar en chalana las llanuras azotadas por el viento, mientras en la orilla las cañas se cimbrean con un movimiento de ondulación continuo; habrá que detenerse en Dordrecht, que refleja su iglesia cubierta de hiedra en los almocárabes de los canales soñadores y en el Mosa agitado y dorado, donde al atardecer las embarcaciones turban al deslizarse los reflejos simétricos de los tejados rojos y del cielo azul; y por fin, llegados al término del viaje, todavía no estaremos seguros de poder tener acceso a la verdad. Para ello habrá que mover poderosas influencias, entablar amistad con el venerable Arzobispo de Utrecht, de hermoso rostro cuadrado de viejo jansenista, y con el devoto guardián de los archivos de Amersfoort. La conquista de la verdad se concibe en estos casos como el éxito de una especie de misión diplomática, donde no faltan ni los accidentes de viaje, ni los azares de la negociación. Pero ¿qué importa? Todos los miembros de la vieja y pequeña iglesia de Utrecht, de cuya buena voluntad depende que entremos en posesión de la verdad, son gentes encantadoras, cuyos rostros del siglo xvii son completamente distintos de los que estamos habituados a ver, y con los que será muy agradable conservar alguna relación, al menos por correspondencia. La estima de la que continuarán dándonos, de cuando en cuando, testimonia nos reconfortará y conservaremos sus cartas como si se tratara de documentos preciosos o piezas de coleccionista. Y no dejaremos de dedicarles un día uno de nuestros libros, que es lo menos que puede hacerse por aquellas personas que os han hecho el don... de la verdad.
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Y por lo que respecta a las investigaciones, a los pequeños trabajos que no tendremos más remedio que hacer en la biblioteca del convento y que serán los preliminares indispensables al acto de toma de posesión de la verdad —de la verdad que para mayor seguridad y para evitar el riesgo de perderla, tomaremos en nota— seríamos muy ingratos si nos quejáramos de las molestias que han podido ocasionarnos: la calma y la austeridad del viejo convento son tan exquisitas, donde las religiones llevan todavía el puntiagudo capirote de alas blancas con el que aparecen representadas en el Roger Van der Weyden del locutorio; y, mientras trabajamos, los carillones del siglo xvii adormecen con tanta ternura las aguas puras del canal, que basta un tenue rayo de sol para hacerlas titilar entre la doble hilera de árboles desnudos desde finales del verano, que rozan lo espejos colgados en las casas de aguilones de ambas orillas6. Este concepto de una verdad sorda a las llamadas de la reflexión y dócil al juego de las influencias, de una verdad que se obtiene con cartas de recomendación, que os la pone en las manos alguien que la poseía materialmente sin tal vez llegar siquiera a conocerla, de una verdad que se deja copiar en un cuaderno, este concepto de la verdad está lejos, sin embargo, de ser el más peligroso de todos. Pues muy a menudo para el historiador, incluso para el erudito, esta verdad que van a buscar lejos en un libro, es menos, propiamente hablando, la verdad misma, que su indicio o su prueba, dejando por consiguiente lugar a una verdad distinta que no hace más que anunciar o verificar y que, esta sí, es al menos una creación individual de su mente. No sucede lo mismo con el ilustrado. Este, lee por leer, para recordar lo que ha leído. Para él el libro no es el ángel que 1evanta el vuelo tan pronto como nos ha abierto las puertas del jardín celestial, sino un ídolo petrificado, al que adora por él mismo, y que, en lugar de dignificarse por los pensamientos que despierta, transmite una digni6
No necesito decir que sería inútil ir a buscar este convento cerca de Utrecht y que todo este pasaje es puramente imaginativo; sin embargo, me lo han sugerido las líneas siguientes que el señor León Séché escribe en su obra sobre SainteBeuve: “Se le ocurrió un día (a Sainte-Beuve), mientras estaba en Liège, tomar contacto con la pequeña iglesia de Utrecht. Era un poco tarde, pero Utrecht se encontraba muy lejos de París y no sé si Volupté habría bastado para abrirle de par en par los archivos de Amersfoort. Me extrañaría que así fuera, pues incluso después de los primeros volúmenes de su Port-Royal, el piadoso sabio que tenía entonces la custodia de estos archivos, etc. Sainte-Beuve obtuvo con dificultad del bueno del señor Karsten el permiso de hojear apenas algunos legajos... Abrid la segunda edición de Port-Royal y podréis leer las palabras de agradecimiento que Sainte-Beuve dedica al señor Karsten” (León Séché, SainteBeuve, tomo 1, página 229 y siguientes) por lo que respecta a los detalles del viaje, se apoyan todos en impresiones verdaderas. No sé si se pasa por Dordrecht para ir a Utrecht, pero es tal y como yo la he visto como he descrito Dordrecht. No ha sido yendo a Utrecht, sino a Vollendam, cuando viajé en chalana por entre las cañas. El canal que yo he situado en Utrecht está en Delft. He visto en el hospital de Beaune un Van der Weyden con unas religiosa de una orden, originaria creo de Flandes, que llevan todavía el mismo tocado, no el mismo que en Roger Van der Weyden, pero sí que en otros cuadros que he visto en Holanda.
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dad falsa a todo lo que 1e rodea. El ilustrado cita sonriendo tal o cual nombre que encuentra en Villehardouin o en Boccacio7, tal o cual costumbre descrita en Virgilio. Su mente, carente de actividad original, no sabe extraer de los libros la substancia que podría fortalecerla; carga con ellos íntegramente, y en lugar de contener para él algún elemento asimilable, algún germen de vida, no son más que un cuerpo extraño, un germen de muerte. No es necesario decir que si califico de malsano este gusto, esta especie de respeto fetichista por los libros, es en tanto que constituiría los hábitos ideales de una mente sin tacha que no existe, lo mismo que hacen los fisiólogos al describir el funcionamiento de órganos normales, pero que no puede darse nunca en los seres vivos. En la realidad, por el contrario, donde hay tan pocas mentes perfectas como cuerpos enteramente sanos, aquellos a los que llamamos las mentes preclaras están tan contagiados como los demás de esta “enfermedad literaria”. Más todavía, podríamos decir. Parece que la afición por los libros crece con la inteligencia, un poco por debajo de ella, pero en el mismo tallo; como toda pasión, está ligada a una predilección por todo aquello que rodea su objeto, que tiene alguna relación con él y se comunica con él incluso en su ausencia. Del mismo modo, los gran de escritores, durante el tiempo en que no están en comunicación directa con el pensamiento, se sienten a gusto en la sociedad de los libros. Después de todo, ¿acaso no han sido escritos para ello?, ¿no 1es descubren mil atractivos que permanecen ocultos para el resto de los mortales? A decir verdad, el hecho que las mentes superiores sean librescas, como suele decirse, no prueba en absoluto que esto no constituya un defecto del ser... Del hecho de que los, hombres mediocres sea a menudo trabajadores y los inteligentes a menudo perezosos, no puede deducirse que el trabajo no sea para la mente una mejor disciplina que la pereza. A pesar de todo, descubrir en un gran hombre uno de nuestros defectos nos inclina siempre a preguntarnos si no se trataría en el fondo de alguna cualidad desconocida, y no sin placer nos enteramos de que Hugo se sabía a Quinto-Curcio, Tácito y Justino de memoria, que era capaz, si alguien le discutía de la legitimidad de un término8, de establecer su filiación remontándose a su origen, con la ayuda de citas que demostraban una auténtica erudición. (Ya he probado en otro lugar cómo en él esta erudición alimentaba al genio en vez de ahogarlo, lo mismo que un haz de leña apaga un fuego pequeño y aviva uno grande). Maeterlinck, que es para nosotros todo lo contrario de un ilustrado, y cuya mente está siempre abierta a las mil emo7
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El esnobismo puro es más inocente. Gustar de la compañía de alguien porque tuvo un antepasado que participó en las cruzadas es vanidad, la inteligencia no tiene nada que ver en esto. Pero gustar de la compañía de alguien porque el nombre de su abuelo aparece a menudo en Alfred de Vingy o en Chateaubriand, o (seducción verdaderamente irresistible para mí, lo confieso) tener el escudo de familia (aludo ahora a una mujer digna de ser admirada sin necesidad de esto) en el gran Rosetón de Notre-Dame de Amiens, esto sí que es el comienzo del pecado intelectual. Todo esto lo he analizado extensamente en otro lugar, aunque me quede todavía mucho por decir, y no necesito insistir más aquí. Paul Stapfer: Souvenirs sur Victor Hugo, publicados en La Revue de Paris.
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ciones anónimas que puedan provocarle una colmena, un macizo de flores o un pastizal, nos previene contra los peligros de la erudición, a veces incluso de la bibliofilia, cuando no describe, como buen aficionado, los grabados que embellecen una edición antigua de Jacob Cats o del ábate Sandrus. Estos peligros, por lo demás, cuando existen, amenazan mucho menos a la inteligencia que a la sensibilidad, siendo la capacidad de lectura provechosa, por decirlo de algún modo, mucho mayor entre los pensadores que entre los escritores de imaginación. Schopenhauer, por ejemplo, nos ofrece la imagen de una mente cuya vitalidad soporta sin esfuerzo aparente una enorme cantidad de lectura, reduciendo inmediatamente cada nuevo conocimiento a la parte de realidad, a la porción viva que contiene. Si la afición por los libros crece con la inteligencia, sus peligros, ya lo hemos visto, disminuyen con ella. Una mente original sabe subordinar la lectura a su actividad personal. No es para ella más que la más noble de las distracciones, la más ennoblecedora, sobre todo, ya que únicamente la lectura y la sabiduría proporcionan los “buenos modales” de la inteligencia. La fuerza de nuestra sensibilidad y de nuestra inteligencia solo podemos desarrollarla en nosotros mismos, en las profundidades de nuestra vida espiritual. Pero es en esa relación contractual con otras mentes que es la lectura, donde se forja la educación de los “modales” de la inteligencia. Los ilustrados siguen siendo, a pesar de todo, como las personas de calidad de la inteligencia, e ignorar determinado libro, determinada particularidad de la ciencia literaria, seguirá siendo, incluso en un hombre de talento, una señal de vulgaridad intelectual. La distinción y la nobleza consisten, también en el orden del pensamiento, en una especie de francmasonería de las costumbres y en una herencia de tradiciones9. Muy pronto en esta afición y este entretenimiento de 1eer, la preferencia de los grandes escritores recae en los libros antiguos. Aquellos mismos que parecieron a sus contemporáneos los más “románticos”, no leían otra cosa que a los clásicos. En la conversación de Victor Hugo, cuando habla de sus lecturas, son los nombres de Moliére, de Horacio, de Ovidio, de Regnard, los que se citan más menudo. Alphonse Daudet, el menos libresco de los escritores cuya obra plena de modernidad y vitalismo parece haber rechazado toda herencia clásica, leía, citaba, comentaba continuamente a Pascal, Montaigne, Diderot, Tácito10. Casi podría decirse, resucitando quizá con esta interpretación, por lo 9
La verdadera distinción, por lo demás, aparenta siempre dirigirse a las personas distinguidas que tienen las mismas costumbres, y no necesita de más “explicaciones”. Un libro de Anatole France da por sobreentendidos un gran número de conocimientos ruditos, encierra continuas alusiones que la mayoría de la gente es incapaz de percibir y en las que consiste, aparte de sus otras virtudes, su incomparable nobleza. 10 Sin duda es por esta razón por la que cuando un gran escritor se dedica a la crítica, generalmente habla mucho de ediciones de obras antiguas, y muy poco de libros contemporáneos. Ejemplo los Lundis de Sainte-Beuve y a Vie littéraire de Anatole France. Pero mientras que el señor Anatole France juzga a la
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demás parcial, la vieja distinción entre clásicos y románticos, que son los públicos (los públicos inteligentes, por supuesto) los que son románticos, mientras que los maestros (incluso los maestros llamados románticos, los maestros preferidos de los públicos románticos) son los clásicos. (Observación esta que puede hacerse extensiva a toda las artes. El público va a escuchar la música del señor Vincent d’Indy, el señor Vincent d’Indy estudia la de Monsigny11. El público va a exposiciones del señor Vuillard y del señor Maurice Denis mientras estos van al Louvre). Esto se debe sin duda a que ese pensamiento contemporáneo, que los escritores y los artistas originales hacen accesible y deseable al público, forma en cierta medida de tal manera parte de ellos mismos, que un pensamiento diferente les seduce más, les exige, para entenderlo, un mayor esfuerzo, y les proporciona también un mayor placer. Cuando uno lee, a uno le gusta siempre salirse de sí mismo, viajar.
perfección a sus contemporáneos, podría decirse que Sainte-Beuve ha ignorado a todos los grandes escritores de su tiempo. Y que no se diga que le cegaban sus antipatías personales. Después de haber rebajado increíblemente al novelista en Stendhal, elogia, a modo de compensación, la modestia, la conducta ejemplar del hombre, como si no hubiera nada más favorable que decir de él. Esta ceguera de Sainte-Beuve en lo que concierne a su época, contrasta singularmente con sus pretensiones de clarividencia, de adivinación. “Cualquier persona se atreve a opinar sobre Racine y Bossuet, dice en Chateaubriand et son groupe littéraire... Pero la sagacidad del juez, la perspicacia del crítico, se demuestra sobre todo en los escritos nuevos que no se han sometido todavía a la prueba del público. Juzgar a primera vista, adivinar, anticipar, ese es el don crítico. ¡Qué poco lo poseen!” 11 Y, recíprocamente, los clásicos no tienen mejores comentaristas que los “románticos”. Efectivamente, solo los románticos saben leer las obras clásicas, porque las leen tal y como han sido escritas, románticamente, porque para leer bien a un poeta o a un prosista, hay que ser uno mismo, ya no erudito, sino poeta o prosista. Esto es válido para las obras menos “románticas” de todas. Los hermosos versos de Boileau, no han sido los profesores de retórica los que nos han hecho reparar en ellos, sino Victor Hugo: “Y en cuatro pañuelos de su hermosura impuros. Envía al lavadero sus rocas y sus lirios”. si no el señor Anatole France: “La ignorancia y errores de sus primeras piezas. Con trajes de marqueses, con galas de condesas”. El último número de La Renaissance latine (15 de mayo de 1905), me permite, en el momento en que corrijo estas pruebas, extender con un nuevo ejemplo esta observación a las bellas artes, pues nos presenta precisamente la señor Rodin (véase el artículo del señor Mauclair), como el verdadero comentarista de la escultura griega
Sobre la lectura
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Pero hay otra causa a la que prefiero, para terminar, atribuir esta predilección que sienten las mentes privilegiadas por las obras antiguas12. Y la razón es que no contienen únicamente a nuestros ojos, como la obras contemporáneas, la belleza que supo poner en ella el espíritu que las creó. Contienen otra más enternecedora todavía, pues la materia de que están hechas, quiero decir la lengua en que fueron escritas, es como un espejo de la vida. Un poco de la dicha que experimentamos al pasear por una ciudad como Beaune, que conserva intacto su hospital del siglo xv, con su pozo, su lavadero, su bóveda de madera artesonada y pintada, su tejado de altos aguilones horadados por lucarnas y rematados por estilizadas espigas de plomo repujado (todas estas cosas que una época al desaparecer ha dejado como olvidadas allí, cosas que fueron exclusivamente suyas, puesto que ninguna de las épocas que han venido después ha producido cosas parecidas), se siente todavía un poco de esa dicha repasando una tragedia de Racine o un volumen de Saint-Simon: pues contienen todas la formas exquisitas del lenguaje abolidas, que conservan el recuerdo de usos o maneras de sentir que ya no existen, huellas persistentes del pasado al que nada del presente puede compararse y a las que el paso del tiempo ha embellecido todavía más su a pecto.
12 Predilección que ellos mismos creen por lo general fortuita; suponen que los libros más hermosos casualmente han sido escritos por autores antiguos; y sin duda esto es posible, ya que los libros antiguos que leemos son los que han sobrevivido del pasado. Un tiempo inconmensurable comparado con la época contemporánea. Pero una razón en cierto modo accidental no puede bastar para explicar una actitud mental tan general.
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La preparación editorial de Cuadernos de la Lectio estuvo a cargo de la Coordinación Editorial de la Universidad Central. En la composición del texto se utilizaron fuentes Adobe Garamond Pro, Calibri y Bell Gothic Std. Se imprimió en los talleres gráficos de Nuevas Ediciones, en noviembre de 2016, en la ciudad de Bogotá.
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Marcel Proust (1871-1922), novelista, ensayista y crítico francés. Célebre por ser el autor de una de las obras cumbres de la narrativa universal de principios del siglo xx, la novela, en siete volúmenes, En busca del tiempo perdido. (Fotografía tomada de www.f-b.no/)
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