Las claves de una pasión insólita

1 ago. 2009 - presar algo dramáticamente. En esa dirección camina la excelente El sa- ble, que bucea en la intimidad de Juan. Manuel de Rosas en el exilio ...
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CARLOS FURMAN

NOTA DE TAPA | TEATRO E HISTORIA

Las claves de una pasión insólita BOTANA. Alejandro Awada interpretó al fundador del diario Crítica en la obra Titulares

narra la vida de Illia desde el momento en que decidió ir a Cruz del Eje, Córdoba, a ejercer su profesión de médico, hasta la muerte. El otro eje del texto es la historia del golpe que lo derrocó, que aparece una y otra vez, como una marca que no sólo afectó a Arturo Illia, sino que marcó parte del destino de los argentinos. Rovner, que presentó en el San Martín La sombra de Federico, sobre los últimos días de García Lorca, se documentó para hacer su obra sobre Illia con materiales de la época, pero también tuvo largas charlas con la hija del ex presidente y con Luis Caeiro, que fue su secretario privado. Conviene en este punto hacer una aclaración: el teatro histórico habla del presente, aun cuando se remonte al pasado. El ejemplo de Illia en esta época es muy significativo. El hombre, ya sobre el final de su vida, llega a un hospital con una pequeña valija y después de varios estudios previos al diagnóstico de la enfermedad que lo llevaría a la muerte, se pregunta: “¿Quién va a pagar todo esto?”. En un país donde los presidentes suelen ser hombres de fortuna, semejante lección de austeridad debería provocarle a más de uno inocultable pudor.

Paisaje después de la batalla Otro ejemplo de buen teatro histórico que se presentó este año en el San Martín fue Paisaje después de la batalla, de Ariel Barchilón, con dirección de Mónica Viñao. El general Dalmacio Cáceres, admirablemente interpretado por Daniel Fanego, es una síntesis de varios caudillos, incluso con ideas contrapuestas, como Urquiza y Rosas. La obra, de conmovedora belleza, dialoga con otro gran texto dentro del género: Una pasión sudamericana, de Ricardo Monti. En esta última, la figura siniestra de Rosas, encerrado en su casa de 8 | adn | Sábado 1º de agosto de 2009

Palermo con sus bufones, se convierte en una potente metáfora sobre el poder, la corrupción y la locura. Pacho O’Donnell es un autor teatral que sabe construir dramas históricos. No le falta razón cuando dice que el teatro histórico no pretende ser una ilustración del hecho histórico, sino que se trata más bien de aprovechar algo que la historia da para poder expresar algo dramáticamente. En esa dirección camina la excelente El sable, que bucea en la intimidad de Juan Manuel de Rosas en el exilio, o En París con aguacero, donde imagina el encuentro de San Martín con Rossini. La ventaja de O’Donnell es que conoce de historia y de teatro. Intuye, entonces, que el teatro siempre es un hecho vivo. El monólogo final de Rosas en El sable es de una hermosura perturbadora. Rosas, sollozando, dice: “¡Yo he sido casi Dios, Madre! ¿Acaso él tiene otra ocupación que decidir sobre la vida y la muerte de los demás, como yo lo hice durante años?, ¡también yo me he sentido poderoso soñando con ojos que se van apagando hasta hacerse de vidrio!” El texto sigue, pero lo que es importante rescatar aquí es que sólo el dramaturgo o el novelista es capaz de aproximarse a los sueños de los personajes que aborda. La intimidad es siempre patrimonio de la ficción. Cuando Eduardo Pavlovsky muestra la cotidianidad del torturador en El señor Galíndez, o cuando Griselda Gambaro habla de la última dictadura en Antígona furiosa, también están haciendo teatro histórico. Pero en esos casos la perspectiva es más amplia y requiere otras reflexiones sobre la relación entre la obra y la sociedad. Si es cierto, como sostiene Calderón de la Barca, que la vida es sueño y los sueños sueños son, o como dice Shakespeare, que el hombre está hecho de la materia de los sueños, no hay mejor lugar que el teatro para dibujar en el escenario esos fragmentos de verdad que sostienen una vida y que la historia apenas vislumbra. © LA NACION

Para escribir Un informe sobre la banalidad del amor, de próximo estreno, su autor se basó en la relación del filósofo Martin Heidegger y Hannah Arendt. En esta nota, el dramaturgo y periodista cuenta los detalles de ese vínculo en el que los sentimientos tuvieron como fondo el ascenso y la caída del nazismo POR MARIO DIAMENT Para La Nacion - Buenos Aires, 2009

E

n 1963, cuando comenzaron a aparecer en la revista New Yorker los artículos de Hannah Arendt sobre el proceso a Adolf Eichmann en Jerusalén, que incluían su controvertido concepto acerca de “la banalidad del mal”, algunos prominentes intelectuales judíos salieron a denunciar vigorosamente lo que consideraban la traición de Arendt a la causa judía. Eichmann había sido el principal responsable de la “Solución final”, el plan de exterminio de la totalidad de la población judía de Europa concebido por Adolf Hitler. Capturado por agentes del Mossad en 1960 en la Argentina, donde residía desde hacía una década bajo un nombre falso, y trasladado clandestinamente a Israel, Eichmann fue procesado por un tribunal israelí, declarado culpable y ejecutado en la horca. La controversia provenía, entre otras razones, de la exégesis que muchos hacían del significado de “la banalidad del mal”. Arendt no lo definió específicamente en sus artículos, que más tarde serían publicados en forma de libro (Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal), y sus críticos interpretaban que lo que ella llamaba “banalidad” constituía, de hecho, una exculpación de la responsabilidad de Eichmann en la horrenda maquinaria del Holocausto. Rechazaban, asimismo, el análisis crítico que Arendt hacía del compor-

tamiento de los dirigentes judíos durante las deportaciones, acusándola de “culpar a las víctimas”. Arendt respondió a las críticas con su habitual dureza e ironía. “Cuando hablo de banalidad del mal, lo hago sólo en el nivel estrictamente factual, señalando un fenómeno que saltaba a la vista durante el proceso”, escribió. “Eichmann no era ni Iago ni Macbeth y nada habría estado más lejos de su intención, que la determinación, como Ricardo III, de ‘probar su villanía’.” Arendt dejó en claro que nunca se había propuesto mitigar la responsabilidad de Eichmann en el exterminio, sino resaltar el hecho de que una persona puede cometer los crímenes más viles sin otro motivo que una empeñosa subordinación burocrática. Eso constituía para ella “la banalidad del mal”. En un intercambio epistolar con el filósofo e historiador Gershom Scholem, quien la había acusado de carecer de “amor por el pueblo judío” por sus observaciones durante el juicio a Eichmann, Arendt respondió: “Tiene usted razón. No me conmueve ningún ‘amor’ de esta naturaleza, y por dos razones: nunca en mi vida he ‘amado’ a ningún pueblo o comunidad, ni a los alemanes, ni a los franceses, ni a los norteamericanos, ni a la clase obrera ni a nada parecido. Sin duda, amo ‘solamente’ a mis amigos y la única clase de amor que conozco y en el que creo es el amor entre personas.” Alguien que Arendt amó sin reparos durante la mayor parte de su