OPINION
Viernes 11 de mayo de 2012
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LOS ALCANCES DE LA EXPROPIACION DE YPF ANTE UN CAMBIO DE PARADIGMA
Comparar a veces es engañoso
La trampa de la energía DANIEL LARRIQUETA PARA LA NACION
E
POR ROGELIO FRIGERIO Y LUIS RAPPOPORT
P
I
PARA LA NACION
AUL Krugman, premio Nobel de Economía, quiso recetar soluciones para la crisis europea. Para fundamentar su medicina usó un cuadro donde compara la evolución del producto bruto de Brasil con el de la Argentina. El gráfico (que va desde 2000 hasta 2012) exhibe un crecimiento argentino superior al brasileño por varios cuerpos (más de 20 puntos porcentuales de diferencia). La presidenta de la Nación se sintió mencionada como cita bibliográfica e inmediatamente mostró el cuadro del Nobel en el acto de promulgación de la ley de YPF. Ni Krugman ni la Presidenta refirieron que la Argentina carece de información estadística desde inicios de 2007 y que, para la gestión y el control de las políticas públicas, se utilizan spots publicitarios. El señor Krugman y la Presidenta evitaron usar los spots de inflación (9,5% para 2011) y de pobreza (6,5%). Suponemos que la prudencia fue por temor a verse comprometidos por la ley de defensa del consumidor, que penaliza la publicidad engañosa. Por otra parte, los spots de pobreza e inflación son demasiado evidentes, se hubiesen podido ver caras de vergüenza: no todos los presentes en los actos oficiales se deben sentir cómodos con la sustitución de las estadísticas públicas por spots publicitarios. Para hacer comparables las series estadísticas de Brasil con las argentinas teníamos dos opciones. Solicitar al señor secretario de Comercio que reelabore la información brasileña y la convierta en spot o intentar una aproximación a la evolución del PBI argentino. Reconocemos que la primera opción hubiese sido más ajustada, pero optamos por la segunda, pese a nuestra limitada capacidad para estimar el crecimiento argentino, labor que requiere recursos económicos de los que carecemos. Sin embargo, con las dudas del caso, presentamos a continuación nuestras mejores –aunque precarias– cifras sobre la evolución del PBI argentino y brasileño desde 2000 (limitando nuestro ejercicio hasta 2011, para no abrir juicios prematuros sobre este año). La Argentina, 48,9%; y Brasil, 47.5%. Los números muestran que, como sería de esperar, el PBI argentino evolucionó en forma parecida al brasileño. La razón es que el principal motor del crecimiento de ambos países es exógeno: resulta del favorable contexto internacional para toda la región. Sumado, para el caso argentino y a partir de 2002, a la enorme capacidad ociosa y a la subvaluación inicial de la moneda tras la crisis de ese año. Obviamente, para nuestro país ambas cosas se agotaron, y el escenario argentino futuro es de sobrevaluación cambiaria, inflación, déficit externo, déficit fiscal, restricciones a la importación, racionamiento energético en las industrias y una virtual imposibilidad de financiamiento de la inversión (con recursos internos, por la inflación, y con recursos externos, por la inseguridad jurídica). Para no dejar al señor Paul Krugman sin ejemplos en su argumentación “europea” le proponemos el caso de Paraguay, que en 2010 creció un 15%. Es probable que Angela Merkel y el recientemente elegido François Hollande sepan apreciar ese modelo alternativo, y podrán imitarlo. © LA NACION Los autores son economistas
L pasado 5 de mayo Japón desconectó el último de sus 54 reactores nucleares que estaba en actividad. La drástica decisión cierra el drama abierto con el tsunami y el desastre de Fukushima, pero priva al país de un 30% de su energía que provenía de esa fuente, colocándolo en una situación crítica. Cuando llegue el verano inminente, o Japón importa masivamente gas y petróleo para completar la oferta de electricidad o el centro de Tokio será inhabitable, porque los grandes edificios han sido diseñados para respirar gracias a los acondicionadores; son dependientes de un pulmotor. ¿Crisis de un modelo energético o crisis de un modelo de civilización? ¿Y nosotros, en la Argentina, luchando por YPF? La civilización de la energía empezó hace algo más de un siglo y medio, con la generalización del motor a vapor: fue el tren, la navegación sin depender de los vientos y el impulso incontenible de la Revolución Industrial. Y todo a partir de los combustibles, que a medida que se avanzaba en la tecnología y los descubrimientos, adquirieron certificado de ilimitados. La hidroelectricidad primero y la energía nuclear después le dieron al siglo XX la certeza de un camino interminable, complementando y aún sustituyendo al carbón, el petróleo y el gas. Esa plétora de alternativas creó la confianza necesaria para hacer bascular todos los criterios de organización y tecnología de la sociedad hacia el uso ilimitado de la energía. Esta es la civilización de la energía en que hemos nacido tanto nosotros como nuestros padres y abuelos. Y los únicos conflictos emergentes han resultado de la apropiación de las fuentes de esas energías con las terribles consecuencias bélicas que han llenado el siglo pasado: a tal punto el control de esos recursos condicionaba –y condiciona aún– la viabilidad de los países. Pero no estaba en cuestión la ecuación “energía=progreso”. La primera desestabilización de ese modelo se presentó en el quinquenio 19731978, con dos olas de “crisis del petróleo” que sonaron sorprendentes, aunque ya diez años antes el Club de Roma había alertado sobre los límites naturales al desarrollo de nuestra cultura. Pasado el primer pánico, se admitió que si se pagaba más caro el recurso energético se tendría oferta suficiente para seguir andando. Y a los yacimientos más inaccesibles y a las centrales hidroeléctricas más gigantescas siguió pronto la inversión apurada en energía nuclear. Tampoco pareció alarmar mucho que este gigantismo tuviera crecientes consecuencias negativas sobre el medio ambiente o la seguridad. Era sólo la carrera hacia “más energía”. No todos corrieron con la misma convicción. Tanto los países europeos occidentales como Estados Unidos redescubrieron la virtud ahorrativa de energía de los ferrocarriles y se emprendieron grandes inversiones no sólo en su reequipamiento sino en inventar nuevos modelos, de donde surgieron los hoy publicitados “trenes bala”. Simultáneamente, los europeos comenzaron a dictar normas y establecer estímulos para que una industria automotriz más inteligente proveyera vehículos menos voraces, para ampliar los transportes públicos y colectivos e inducir a la construcción de edificios con normas ahorradoras de energía. Había empezado un viraje que, a pesar de los avances, resultó más lento que el aumento de la demanda de energía debido a las altas tasas de crecimiento de la economía mundial, especialmente en los países desarrollados. Esa disritmia se fue reflejando, como en un termómetro, en el incremento del precio del petróleo, que opera de insumo principal e indicador del conjunto. Y mientras se agotaba el petróleo fácil, el gas fácil, los cursos de agua para hacer diques con graves perjuicios ambientales, y la tranquilidad de la energía nuclear, que aventó Chernobyl, se imaginaron nuevas “energías alternativas”,
como la solar y la eólica, que hoy son las mimadas del debate. Pero ya nada es igual. Porque las “energías alternativas” plantean gruesos problemas ambientales e implican grandes inversiones que encarecerán el producto; los “nuevos” yacimientos de petróleo que están debajo del mar o en las rocas porosas amenazan con gigantescas contaminaciones, y la proliferación de usinas nucleares –que siguen pareciendo la solución más limpia– ha puesto a todos en el riesgo que hoy acobarda a los castigados japoneses. Los países más dependientes de la energía o más lúcidos sobre el diseño futuro están girando sobre sus talones, anunciando un cambio de época, como si para ellos lo que ha entrado en crisis fuera esa “civilización de la energía”. El presidente Obama ha asistido a los fabricantes de automóviles de su país con grandes apoyos financieros, pero imponiéndoles la condición de racionalizar sus productos. Estas y otras decisiones han provocado ya una merma de 20% en el consumo de naftas de
Hemos destruido los ferrocarriles y desalentado el desarrollo de los transportes urbanos, que ahorran energía Estados Unidos. En Europa se generaliza una política de desaliento al uso del automóvil junto con la promoción de modelos menos gastadores, y los gobiernos regulan la calefacción de los espacios públicos e inducen a los privados a lo mismo, fijando un máximo de 19° centígrados. Y todos ellos están dictando normas para reducir la emisión de CO2 por contaminante, con el efecto secundario de desalentar la quema de combustibles fósiles. Algunos van más adelante. El 22 de abril de 2008, el Ministerio de Trabajo y Economía de Finlandia creó una comisión de Eficiencia Energética integrada por un delegado de cada sector crítico en energía de la sociedad, lo que dio una cifra notable de treinta personas. Y el 6 de noviembre el gobierno aprobó el informe resultante y lo presentó al Parlamento. Un conjunto vasto, diverso y minucioso de medidas proponen detener el consumo de energía hacia 2020 y reducirlo hacia 2050 nada menos que en un tercio del total actual; un programa
revolucionario, si tenemos en cuenta que la economía finlandesa seguirá creciendo en el lapso programado. La audacia finlandesa tiene vecinos. El gobierno sueco dictó normas severas sobre la ya mentada emisión de CO2 hace quince años y su aplicación ha tenido un efecto virtuoso: mientras la economía del país creció 40%, el consumo energético sólo avanzó un 8%. Y véase bien que estos países nórdicos tienen, por razones climáticas, una severa dependencia del consumo energético. Esas sociedades están cambiando su modelo de civilización, inventando el pasaje de la energía abundante a la energía escasa. Inventando una nueva vida, con nuevas tecnologías y, tal vez, nuevas pautas culturales. Lo mismo puede suceder en Japón, porque aunque los ingenieros, los políticos y los economistas afirman que el cierre de centrales es “provisorio”, el estado de la opinión pública, que ha satanizado a la energía nuclear, hace difícil pensar en tal restauración. No es la ingeniería, es la voluntad de la gente. En lo inmediato, Japón pierde por las importaciones de petróleo y gas el superávit comercial que ostenta desde hace treinta años. Pero esta tercera potencia mundial, con su sólida capacidad de invención, su disciplina social y su austeridad, nos puede ofrecer sorpresas creativas en la construcción del nuevo paradigma civilizatorio, uniéndose o incluso adelantándose a los escandinavos, a los europeos y a Estados Unidos. Este nacimiento que se atisba no tiene correspondiente en la Argentina. En los últimos treinta años hemos destruido los ferrocarriles y condenado a nuestra eficiente agricultura a pagar enormes fletes de camión con abrumador derroche de carburante, lo mismo que el resto del transporte de cargas y pasajeros. Hemos desarmado y desalentado el desarrollo de los transportes urbanos colectivos para reemplazarlos por el automóvil individual, y protegemos y aplaudimos a una industria automotriz que ofrece motores antiguos que gastan el doble que sus equivalentes europeos. Como se venden cientos de miles de estos autos, formamos un parque automotor que por lo menos durante diez años nos condena al derroche. Es probable que si tuviésemos trenes de mediana eficiencia, transportes urbanos modernos y autos de última ingeniería, el temido déficit energético no existiría, aún con la producción declinante de petróleo y
gas. Nos estaríamos ahorrando 14.000 millones de dólares y, si hubiéramos empezado antes, habríamos quemado mucho menos combustible que aún estaría en nuestros yacimientos convencionales. El ejemplo del transporte argentino es sólo una rama de nuestro desdén por el uso racional de la energía. En los hogares, los muchos años de subsidio de las tarifas ha desalentado el ahorro, que no depende sólo de apagar la luz, sino de tener nuevos sistemas de aislamiento y acondicionamiento del aire, cocción, etc. ¿Cuánto se ha aumentado nuestra voracidad energética con el insensato programa de fomentar la compra de acondicionadores de aire que hemos tenido los últimos dos y tres años? En términos claros: nosotros caminamos en el sentido contrario de la vanguardia. Pero la realidad de la dinámica mundial nos está alcanzando. Y mientras esa vanguardia acelera el paso para escapar de la trampa de la energía barata –que fue bendición durante un siglo y medio– nosotros hinchamos el pecho para meternos adentro. En este contexto, el debate sobre la propiedad de los hidrocarburos, la nacionalidad de las empresas y la recuperación de YPF, con todas sus resonancias –incluso la descalificación y el procesamiento de los dirigentes y empresarios responsables de la mala gestión petrolera y gasífera– suena a una pelea con el pasado. Y la promesa mágica de que poseemos rocas cuya explotación nos daría enormes ofertas de combustible y que a lo mejor el mar epicontinental tiene iguales posibilidades, sirve para aletargarnos y mantenernos alejados de la mirada de largo plazo. Esas promesas son caras, carísimas, darían combustibles de altísimo precio para echar en el tanque de nuestros autos anticuados y provocarían incalculables daños ambientales. Si es verdad que la explotación de las rocas petroleras y gasíferas requerirá de una inversión de 28.000 millones de dólares, corresponde recordar aquí que con la mitad de esa cifra se reconstruiría en su totalidad la red ferroviaria nacional. Pasados los ecos patrióticos de estos días de nacionalismo primario, bueno sería que pensemos en el futuro, a ver si también la Argentina se anoticia de que hay un cambio de civilización en camino y somos capaces de pegar el salto con los mejores. © LA NACION El autor es economista e historiador
La cruel importancia de los finales JAVIER MARIAS EL PAIS
N
MADRID
UNCA está de más recordar la volatilidad y la fragilidad de nuestras acciones y la desmesurada importancia de los finales. En mi novela Tu rostro mañana, el personaje principal hablaba de eso y lo calificaba de “horror narrativo” o de “repugnancia narrativa”, si no me equivoco, y se lo atribuía sobre todo a aquellos personajes públicos que tienen demasiada conciencia de serlo y que se preocupan por el conjunto de su historia y el acabamiento de su figura, por cómo lucirán una vez que su retrato esté completado (ninguno lo está hasta la muerte, y a veces incluso varía póstumamente, por ejemplo cuando se descubren secretos que en vida se lograron mantener a buen recaudo). Esos individuos son conscientes de que cuanto hagan y consigan a lo largo de su existencia, sus méritos, hazañas o servicios prestados, puede quedar eclipsado e injustamente olvidado no ya por una felonía o desliz cometidos a última hora, sino por un final excesivamente espectacular, del cual acaso ellos no tengan
ninguna culpa, sino sean meras víctimas. En aquella novela se hablaba también del “complejo Kennedy-Mansfield” para denominar ese temor. Poco importa lo que llevara a cabo el presidente John F. Kennedy durante su breve mandato ni con anterioridad; poco, las ilusiones y expectativas que despertó: su asesinato fue tan chillón que, por así decir, es lo primero que se asocia con su persona y tiñe o borra lo demás. A Kennedy se lo cargaron en Dallas, eso es lo único que, al cabo de tantos años (pero desde hace ya muchos), permanece en la memoria colectiva de la gente. Se podría afirmar que su biografía ha quedado reducida a su ultimísima escena a causa de lo llamativo de ésta. Sobre el caso de Jayne Mansfield (incomparablemente menos famosa y recordada ya sólo por mitómanos como yo), hay una larga explicación en esa novela, y no toca repetirla aquí. Son incontables más, desde luego, los afectados por ese “horror”. John Lennon, por mucho Beatle que fuera y aunque sea considerado un gurú por una multitud, es vinculado al instante con su asesinato
a manos de un enfermizo fan, es lo que prevalece. A quienes aún recuerdan al actor James Dean, su nombre les trae a la memoria, antes que sus pocas películas, el hecho de que muriera muy joven en accidente de coche, y algo parecido sucede con Marilyn Monroe, que dispuso de más tiempo y más películas: éstas no están olvidadas en absoluto, y su historia y sus vicisitudes son rememoradas y reconstruidas sin cesar, pero todo lo preside su suicidio, que no pocos han querido convertir en asesinato, para darle aún mayores misterio, dramatismo y relieve. La cosa se remonta más lejos: para el aficionado a la poesía, es imposible que Keats, Shelley y Byron no vayan unidos al conocimiento de sus prematuras muertes (sobre todo las de los primeros), y junto al apellido Rimbaud aparece en el acto la noción de sus precoces desdén y abandono de la literatura, su desaparición y su oscura conversión en traficante de armas y seguramente de esclavos; es decir, en personaje novelesco, con apariencia de ficticio. Y el nombre de Larra invoca como un relámpago su pistoletazo a los
27 años. Hasta Jesucristo es indisociable de su final, de su ejecución en la cruz. Es más, en su caso, de no haber muerto de forma violenta y temprana e injusta no habría adquirido la trascendencia que tiene, ni siquiera sería una deidad; por mucho que se relaten y repitan sus dichos y hechos, lo fundamental es su manera de morir, su conclusión. Y otro tanto ocurre con quienes no fueron víctimas sino verdugos. Los libros del filósofo Althusser están tiznados por el hecho de que estranguló a su mujer; “tiznados” significa difuminados, ensombrecidos por su crimen. Y del novelista Céline no cabe articular tres frases sin que salgan a relucir su odio visceral a los judíos y su colaboración con los nazis. Quienes no son personajes públicos también van construyendo, con mayor o menor deliberación, sus vidas como un posible relato, aunque éste vaya a ser sólo de consumo doméstico o circulación familiar. Quien más quien menos obra a veces –no siempre, claro está– de una u otra manera con el siguiente pensamiento en la mente: “De mí no se podrá decir ... tal o cual cosa”,
lo que quiera que nos horrorice que de nosotros pudiera decirse. Y sin embargo toda esa meticulosa construcción más o menos consciente de la propia historia o de la propia figura, así como los logros y merecimientos, puede quedar arrasada por una sola desgracia o un solo oprobio de los que no tenemos ni que ser responsables, como no lo fueron Lennon ni Kennedy de sus asesinatos espectaculares, Jayne Mansfield o James Dean de sus truculentos accidentes automovilísticos. En realidad ni siquiera hace falta que el hecho determinante de la vida de alguien tenga lugar al final, aunque sin duda lo sea más –por irreversible y definitivo– si coincide con el término de esa vida y la clausura. Ya lo señaló Ferlosio hace muchos años: en las narraciones lo último se aparece siempre como lo verdadero. Y yo aún diría más y peor: como lo configurador. Pero de por qué puede venir a cuento todo esto en la actualidad, habrá que hablar quizás en otra ocasión. © El País El autor, español, es escritor. Su última novela es Los enamoramientos