Revista del
Hospital General “Dr. Manuel Gea González” Volumen Volume
6
Número Number
1
Enero-Abril January-April
2003
Artículo:
La situación de salud pública en México
Derechos reservados, Copyright © 2003: Hospital General “Dr. Manuel Gea González”
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Rev Hosp Gral Dr. M Gea González Vol 6, No. 1 Enero-Abril 2003 Págs. 40-44
Artículo de revisión
La situación de salud pública en México (1870-1960) José Antonio Rivera-Tapia1 RESUMEN
ABSTRACT
Durante el periodo de 1870-1960 México presentó cambios importantes en lo referente a la vida social y la salud, ya que el 91% de los habitantes pertenecían al sector más pobre de la población. La alimentación de los peones era insuficiente, la higiene era pésima, no se contaba con agua entubada, letrinas higiénicas, baños y drenaje. En las ciudades el agua se obtenía de las fuentes, sin que existiera interés oficial en su limpieza, siendo hasta finales del siglo XIX cuando se implementó el drenaje sanitario. Los baños gratuitos en 1901 daban una proporción de 1 por 12,000 habitantes, por tanto no sorprende que la gente de campo y de las ciudades, mal nutridos, fatigados y sucios, fueran presa fácil de las enfermedades por parásitos y de las infecciones. Debido a este “avance social” de nuestra nación, la población más pobre moría de hambre o de viruela, pero lo importante era mantener un cordón sanitario entre la gente “decente” y la plebe, y para eso bastaban 35,430 vacunas en el Distrito Federal y 5,273 para el resto de los estados. La precaria situación sanitaria del país decaía como consecuencia de la situación social, de tal forma el Instituto Patológico desapareció y la Academia de Medicina fue expulsada de su recinto en 1913. Por su parte el Instituto Bacteriológico Nacional fue disuelto y el Hospital General cambió seis veces de director entre 1911 y 1914, era evidente que el gobierno revolucionario no podía ocuparse de la ciencia. Aún queda la pregunta si la revolución cumplió en definitiva con una de las tareas más urgentes “el deber de mejorar la salud de los mexicanos”.
Mexico during the period of 1870-1960 presented important changes regarding the social life and health, because 91% of the inhabitants belonged to the poorest sector. The feeding of the farmhands was insufficient, the hygiene was terrible, they didn’t have tap water, hygienic latrines, toilets and drainage. The water was obtained from natural fountains, without official interest in its cleaning, until final of the XIX century when the sanitary drainage was implemented. The gratuitous restrooms in 1901 gave service to 1 of 12,000 habitants, therefore it doesn’t surprise us that bad nourished tired and dirty people, were easy prey of infections produced by microorganisms and parasites. Due to this social advance of our nation, the poorest population died from hunger or of small pox, but the important thing was to maintain a sanitary cord between decent people and populace masses, 35,430 vaccines were in the Distrito Federal available and 5,273 for the rest of the states. The precarious sanitary situation of the country decayed as consequence of the social situation, in such a way the Pathological Institute disappeared and the Academy of Medicine was expelled of its place in 1913. The National Bacteriological Institute was dissolved and the Hospital General changed six times of director between 1911 and 1914, it was evident that the revolutionary government could not be in charge of the science. It is even the question if the revolution fulfilled in definitive, one of the most urgent tasks the duty of improving the health of Mexicans.
Palabras clave: México, siglo XIX y XX, salud pública.
Key words: Mexico, century XIX and XX, public health.
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Centro de Investigaciones Microbiológicas y Postgrado en Ciencias Ambientales del Instituto de Ciencias de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
Biológicamente hablando, los 26 años de la dictadura de Porfirio Díaz son de tal manera adversos para los mexicanos, mientras que en otras partes del mundo tenía lugar una formidable expansión, en la República Mexicana la población, diezmada por una mortalidad de 48.3 y de 46.7 por millar (promedio para 18911900 y 1901-1910) apenas crece de 9,380,459 en 1876, a 13,605,919 en 1905, lo cual corresponde a
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Correspondencia: M. en C. José Antonio Rivera-Tapia. Centro de Investigaciones Microbiológicas, Instituto de Ciencias de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Edificio 76 Complejo de Ciencias. Ciudad Universitaria. C.P. 72570, Puebla, Pue., México. Tel. 2 33 20 10 Ext. 21. E-mail:
[email protected]
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una reducción del incremento del 35% observado entre 1877 y 1895, al 20% que es el que se registra en los últimos 15 años de la dictadura.1,2 El marco de la vida social y la salud de los mexicanos de entonces pueden fácilmente concebirse si se toma en cuenta lo dicho y si se recuerdan los cálculos de Iturriaga, según quien los peones-jornaleros y los obreros constituían el 77 y el 14%, respectivamente, de la población. Lo que dicho de otro modo puntualiza que, en los tiempos del gobierno del general Díaz, el 91% de los habitantes de México pertenecía al sector más pobre de la población.3 A los bajos salarios se acompañaba una jornada de trabajo agotadora: los peones iniciaban sus labores a las 4 a.m. trabajando hasta la puesta del sol, los gañanes lo hacían de las 5 a.m. a las 6 p.m; mientras que en la Ciudad de México los obreros y los dependientes de las casas comerciales iniciaban sus actividades a las 7 a.m. para terminar unas 13 horas más tarde. El trabajo doméstico de los “criados” no ameritaba salario, ni tenían horario fijo.4 La alimentación de la peonada era uniformemente monótona e insuficiente y consistía en hojas con pilonodarobale FDP cillo, gordas de maíz y frijoles con:rop chile y sólo de muy de vez en cuando cambiaba por “mole de guajolote” o edmala AS, cidemihparG por “barbacoa”. VC A la comida hacía habitual compañía una gran cantidad de bebida, pulque sobre todo, cuya venta constituía negocio arap de mayor o de menor importancia para los hacendados y que con el acidémoiB arutaretiL :cihpargideM aguardiente mantenían a los infelices entre el furor bestial o los más tristes lamentos y el embrutecimiento. Se bebía diariamente, pero sobre todo los días de raya y los domingos, sirviendo para el caso tanto el jacal como la vía pública y sobre todo las numerosísimas pulquerías y cantinas, cuya proporción era de dos y una respectivamente por cada calle en la “Ciudad de los Palacios” de 1893.5 La higiene de nuestro pueblo era pésima: los peones no disfrutaban de agua entubada, de letrinas higiénicas, de baños ni del drenaje; adentro, en el jacal, convivían con las aves, con los perros y con los cerdos y afuera, el corral no era otra cosa que basurero, excusado y chiquero. En las ciudades el agua se obtenía de las fuentes o de los aguadores, sin que hubiera mayor interés oficial en su limpieza, ya que no en su pureza bacteriológica; las aguas negras corrían frecuentemente por el arroyo, aunque algunas grandes ciudades y desde luego la Capital, comenzaron a partir de fines del siglo XIX a disfrutar del drenaje sanitario.2,6
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En las vecindades de la capital se amontonaban hasta 900 personas, sin disfrute del agua corriente y con excusados del tipo “común”. El cuarto de baño era, naturalmente, un lujo, aunque algunas viviendas tenían instalaciones de “tina”, pero el aseo del cuerpo era para los pobres difícil e incómodo, pues los baños públicos gratuitos apenas daban, en 1901, una proporción de 1 por 12,000 a 15,000 habitantes; en justicia no podía pedirse a los proletariados mucho aseo; pero el amor de nuestra gente al agua limpia existía y se expresaba en el aprovechamiento para el efecto de los riachuelos y algunos canales de los alrededores de la capital y en los alegres chapuzones colectivos de los días de San Juan. Tomando en cuenta lo dicho, no sorprende que el proletariado del campo y de las ciudades, mal nutrido, fatigado y sucio, fuera presa fácil de las enfermedades por parásitos y de las infecciones.2 La mortalidad en general era elevadísima, cuatro veces mayor aproximadamente que la observada en la década de 1950, pero por su significado conviene detenerse a analizar los casos de viruela, enfermedad científicamente evitable, del tifo, padecimiento grave que acompaña a la sustraídode-m.e.d.i.g.r.a.p.h.i.c suciedad y a la miseria, y de la mortalidad infantil, seguro índice del avance social de las naciones.5 Desde que los conquistadores importaron a América la viruela, este padecimiento atacó con saña a la población nativa. De triste fama es la epidemia que atacó a los defensores del Imperio Mexicano, debilitando su fuerza de combate hasta hacerlos fácilmente vulnerables frente al puñado de españoles que invadía México; en 1779 tuvo lugar otra epidemia tan feroz como la primera, pues en sólo la Capital de la Nueva España atacó a 44,286 personas, causando 8,820 muertes. A principios del siglo XIX comenzaba a generalizarse en el mundo civilizado el empleo de la vacunación descubierta por Jenner y el virus fue traído a México por el Dr. Balmis, pero su empleo se hizo en escala restringida de tal modo que aún en tiempos del Consejo Superior de Salubridad y de Liceaga (desde 1879), la viruela continuaba existiendo endémicamente en México y produjo en 1909 una mortalidad de 118 por 100,000 (aproximadamente 90,000 casos) y eso que para la última fecha la bondad del procedimiento no dejaba lugar a dudas y que la inmunización se había simplificado mediante la obtención del virus en la ternera.7 Las masas no contaban, los peones y los jornaleros morían de hambre o de viruela; lo importante era mantener un cordón sanitario entre la gente “decente”
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y la plebe, y para eso bastaban 35,430 vacunaciones en el Distrito Federal y la distribución a los estados de 5,273 tubos de linfa. Quince años más tarde y uno tan sólo después de la proclamación de la Constitución, la vacunación sería oficialmente implantada y forzosa cuatro años después, tocando a Gaviño ser el impulsor científico de esta obra.3 El tifo no había entregado en los primeros años del siglo XX el secreto de su patogénesis. Pero sí se sabía que el amontonamiento de gente y la suciedad prohibían su diseminación, siendo famosas por ejemplo, las epidemias invernales de la cárcel de Belén. Pues bien, mientras el padecimiento tendía a extinguirse en otros países, en el nuestro florecía, dando una mortalidad de unos 173 por 100,000 a fines del siglo y siendo causa de la muerte de 125,204 mexicanos entre 1893 y 1907; los investigadores norteamericanos venían a nuestra Capital para estudiar esta plaga, triste privilegio nacional cuyo resultado serían los brillantes descubrimientos de Goldberger y Anderson en 1909 y los de Ricketts y Wilder en 1910, y la muerte como mártir de la ciencia del propio Ricketts, descubridor del agente causal.3 Pero los días para llegar al triunfo sobre esta enfermedad estaban contados y ya pronto Nicolle probaría el papel del piojo como agente transmisor, y la introducción de los baños de regadera en las viviendas y en los lugares de trabajo y los insecticidas, darían fin a tan temible enemigo de la salud de nuestro pueblo.3 Lo que importa para el progreso de la nación era según Mateo Castellanos, la inmigración extranjera “sin importar la raza o la nacionalidad”, afirmación acorde con la del “sabio” Porfirio Parra para quien era quimérico creer que hubiera con la población nativa posibilidades de prosperidad para el País. Para el pensamiento de Díaz y de la mayor parte de sus colaboradores, resultaban incuestionablemente consecuentes la política de colonización europea de México y el gasto federal en salubridad de cuatro centavos por habitante en el año de 1910; la primera representaba el movimiento hacia la prosperidad, el segundo el ahorro de la inútil inversión que mantendría viva una población económicamente inerte o aun perjudicial.6,8 Durante la Colonia el Protomedicato había actuado como instrumento de salubridad pública, pero en 1831 fue disuelto creándose en su lugar la Facultad de Medicina, misma que dos años más tarde dio su sitio al Establecimiento de Ciencias Médicas, el cual dejó en 1841 parte de sus funciones al Consejo Superior de
Salubridad, constituido por 5 ministros y 7 adjuntos. Su contribución a favor de la salud se realizaba teniendo a la vista ante todo a la “higiene” como manifestación exterior de salud: había que exigir mejor vestido a los pobres siquiera por el “rubor al qué dirían los huéspedes del centenario” del mismo modo que la ayuda a favor de los ciegos se justificaba ampliamente en virtud de que, según las autoridades, con ella se lograba que éstos dejaran los andrajos para “ser aseados, comer con cubiertos y saber expresarse en un lenguaje culto y humilde”. Existía, además, el peligro del contagio, y para evitarlo y sin duda también para evadir la vista de espectáculos repugnantes se construyeron en un llano desierto, lejos de la ciudad y convenientemente tapiados, el Hospital General de México y el Manicomio; Liceaga decía que la construcción del primero obedecía a los propósitos de dar buena asistencia a los enfermos, contribuir a la enseñanza de la medicina y facilitar la educación médica de los enfermos, pero el hecho es que no era necesario para cumplir con ninguno de los tres objetivos que el autor de la idea expresaba llevar a los enfermos tan lejos de la ciudad, siendo francamente desfavorable para la enseñanza y un error no rectificado, alejar a estos hospitales de la Escuela de Medicina. El Manicomio fue creado probablemente para lo que sigue siendo; un lugar destinado para el albergue más bien que para la atención de los enfermos mentales.9,10 Los médicos escaseaban, siendo en 1910 su proporción en la República de 1 por 5,000 habitantes, pero de acuerdo con la postura liberal de dejar actuar en libre juego a la demanda y a la oferta, se concentraban alrededor de quienes podían pagar sus consultas, el 86% de estos profesionistas residían en la Ciudad de México, mientras que en Chilpancingo, capital del estado de Guerrero, sólo había uno y Minatitlán por su mal clima, no contaba con los servicios de los médicos. El altruismo se expresaba mediante la oferta de la tradicional consulta gratuita para los pobres y los servicios médicos gratuitos en los hospitales de Jesús, en el Béistegui y el de la Luz en la Capital y en otros del interior de la República, así como a favor de otras obras caritativas como la de San Vicente de Paul y además instituciones benéficas donadas por Díaz de León, Gabriel Mancera, la señora de Betti, etcétera, pero el espíritu caritativo fracasaba en algunos momentos críticos como ocurrió en 1902 cuando en una epidemia de fiebre amarilla los médicos de Colima dejaron de atender a los enfermos pobres y subieron sus honora-
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rios a 10 pesos por visita, resultando casi inoperante en los casos de endemias, de padecimientos crónicos y de invalidez. La medicina organizada estaba representada por la Academia de Medicina, asociación que además de ser órgano de consulta del gobierno participaban en la vida sanitaria del País llamando la atención del Secretario de Instrucciones acerca de asuntos tan importantes como los trabajos de Finlay y relacionados con la fiebre amarilla, el papel de las aguas subterráneas en la epidemiología del tifo y la lucha contra la peste bubónica.5 El porfiriato no ofrecía condiciones propicias para mejorar la salud de los mexicanos, ya que el reparto desigual de la riqueza hacía que la mayoría de las gentes y ante todo los pobres, carecieran de servicios médicos; la medicina organizada, aunque participaban en las tareas sanitarias lo hacía y esporádicamente y tímidamente, sin preocuparse en realidad por la salud de las masas; las clases dominantes justificaban su indiferencia ante la enfermedad y la miseria dando a éstas como causas, la indolencia y la degeneración de la raza, y el gobierno, en fin, deseoso de inyectar al país la savia vivificante de la inmigración extranjera, abandonaba al proletariado a su propia destrucción.3,11 En verdad, los primeros años de guerra civil no hicieron más que acentuar la miseria e intensificar la gravedad de las enfermedades, dando mayor extensión a las endemias y favoreciendo la propagación de los focos de infección: la mortalidad general continuaba en el lapso de 1911 a 1920 con un promedio anual de 37.4 por millar, la viruela mataba a un promedio de 32 por 100,000 habitantes en los años de 1916 a 1925 y el tifo llegó a su máximo en 1916 con una mortalidad de 337 por 100,000 habitantes.2 Al mismo tiempo que la tan precaria situación sanitaria del País decaía más aún como consecuencia de la lucha, el caos asaltaba a las instituciones médicas: el Instituto Patológico fundado por Lavista y Toussaint desaparece en 1913, la Academia de Medicina declarada organismo oficial por Madero en 1912, era expulsada de su recinto por Urrutia en 1913, siendo más tarde sus colecciones de publicaciones puestas en la vía pública. Palavicini expresa en un discurso que el gobierno revolucionario no puede ocuparse de la ciencia (1914); el Instituto Bacteriológico Nacional, fundado por Gaviño fue disuelto y sus elementos de trabajo se transportaron a Jalapa (1916); el Hospital General cambió 6 veces de director entre 1911 y 1914, y vivió en condiciones de extraordinaria penuria hasta que se
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hizo cargo de su dirección en 1920 el doctor Carlos Dávila, médico del Presidente Obregón.3 El movimiento de los ejércitos, la falta de higiene y la miseria en aumento, hicieron propicio el terreno para el desarrollo de nuevas epidemias de tifo y para la propagación de la influenza española (1918), lo cual permitió que Pruneda y Ocaranza pusieran en práctica las primeras campañas antiparasitarias y sirvió de estímulo para que en virtud de una resolución del “Primer Congreso Mexicano del Tifo”, Terrés, Escalona, Saloma, Jiménez, Rode y los practicantes Baz y Ayala González instalaran en el Hospital General una “Comisión para el estudio del Tabardillo” (1919); pero la profesión médica permanecía, en general, extrañamente al margen de la Revolución, como puede comprobarse examinado las Memorias del V Congreso Nacional celebrado en Puebla en la semana del 9 al 16 de enero de 1918. En realidad la mayor parte de los trabajos que se presentaron parecen haber sido realizados por personas aisladas o indiferentes al drama nacional. Existen, sin embargo, tres excepciones en relación con lo dicho, es decir los casos del doctor Alonso, quien se interesó en el problema de los accidentes del trabajo y las indemnizaciones, el de J. González, quien propuso medidas para disminuir la ceguera en México, y el de Joaquín Baeza (de Guadalajara), quien reclamaba una Ley para la Protección de los niños, señalando la obligación del gobierno de dar salud al pueblo y aconsejando la fundación de “Gotas de leche y consultorios gratuitos para los niños de pecho”, el mismo doctor Baeza propuso ante los congresistas una solución para acabar con la viruela en la República Mexicana. Estos trabajos y sobre todo los de Baeza traducían sensibilidad e interés efectivo en problemas sanitarios, pero pese a ello y según se desprende de las actas del Congreso, no lograron despertar el interés de los doctores, ya que el proyecto de ley protectora de la infancia no fue motivo de comentarios “por ser un trabajo muy largo y por falta de tiempo”, pasando al archivo.8 Para el año de 1960, el panorama de nuestra Patria era aún incierto, el dominio político de los latifundistas ya no existía, desaparecieron las tiendas de raya, y aunque la pobreza todavía agobiaba a nuestros campesinos, éstos ya no eran siervos, sino ciudadanos. En las ciudades el cambio fue favorable, las leyes de trabajo impiden la explotación de los trabajadores, la jornada de trabajo es la universalmente admitida, los descansos semanales y las vacaciones son obligatorias, las presta-
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ciones médicas forzosas, y la ley obliga a los patrones a dar justa indemnización al trabajador, en caso de accidente o de enfermedad profesional. En el deber de mejorar la salud de los mexicanos la Revolución cumplió en definitiva, con las más urgentes tareas. El éxito de las grandes campañas sanitarias y la inminente erradicación del paludismo, de la oncocercosis, del mal del pinto y de la lepra, pronto permitieron construir uno de los más preciados galardones para los gobiernos revolucionarios, aunque todavía quedaba en pie resolver los problemas de la atención médica en relación a los padecimientos cardiovasculares, mentales y tumorales. Sin embargo, permanecía incierta la situación de la fracción de los mexicanos más pobres, y que al mismo tiempo constituyó el pilar sobre el cual descansaron nuestras posibilidades de sobrevida como nación independiente. Los campesinos y los jornaleros no sufrieron ya más los horrores de la viruela, tampoco fueron diezmados por el tifo, ni vieron a sus hijos morir presa de las infecciones intestinales, pero frente a ellos se estableció un panorama de la desnutrición y de la miseria, contra las cuales no sirvió de nada el saneamiento del medio, el agua, los sueros y las vacunas. Ahora sólo nos queda cuestionarnos si nos hemos acercado a la meta de la salud, como estado que niega
la enfermedad. ¿Pero eso es bastante?, sabemos que la salud es mucho más que no estar enfermo. Por tanto, la salud integral consiste en el disfrutar de la vida a través del bienestar físico, del derecho al trabajo, al descanso y a la seguridad.
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