OPINION
Jueves 26 de agosto de 2010
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HOY, EN EL DIA DE LA SOLIDARIDAD, SE CUMPLEN CIEN AÑOS DEL NACIMIENTO DE LA MADRE TERESA
La santa del basural ALINA DIACONU PARA LA NACION
N sari blanco con bordes azules, una cruz abrochada sobre el hombro izquierdo y un par de sandalias que había encontrado en la basura y que le duraron muchos años –según lo contó ella misma– fueron las pertenencias y el sello externo de la Madre Teresa de Calcuta, de cuyo nacimiento se cumplen hoy 100 años y en cuya memoria se celebra el Día Nacional de la Solidaridad. “Nosotras estamos siempre listas para responder ‘presente’. Y esto no es difícil cuando no se tiene gran cosa de equipaje: una colchoneta tan delgada que se lleva bajo el brazo, dos saris, un par de sandalias y un pedazo de jabón. A esto se reduce nuestro ajuar”, manifestó en una de sus conferencias la Madre Teresa. Para ella, la pobreza fue libertad, estar desapegada de lo material y, por lo tanto, estar disponible para los demás. Citaba a menudo las palabras de Sócrates: “¡Cuántas cosas no necesito! Qué libre me siento sin ellas!” De su larga vida (26 de agosto de 1910-5 de septiembre de 1997) se sabe que nació en Skopje, capital de la Albania de entonces, en los Balcanes; que era la menor de tres hermanos y que su nombre era Gonxha (en latín sería Agnes y en castellano, Inés). Sus padres fueron Nicollë Bojaxhiu y Drana Bernai. Quedó huérfana de padre a los ocho años y la estrechez económica signó su vida desde pequeña. Desde chica también sintió devoción por la Virgen de Letnice (Montenegro), el llamado de Cristo y la necesidad de servicio. A los 18 dejó su país natal, viajó a la India y entró en el Instituto de las Hermanas de Loreto (o Damas Irlandesas) de Calcuta, donde recibió el nombre de María Teresa por Santa Teresa de Lisieux. Calcuta era, según Nehru, “la ciudad-pesadilla” de la India. Allí enseñó historia y geografía en la Escuela para Mujeres St. Mary, hasta transformarse en directora del centro. Pero recién en 1946, cuando viajaba en un vagón de tren de tercera clase atestado de indios para hacer un retiro en Darjeeling, al pie de los Himalayas, recibió el mensaje de Cristo como una revelación, “Ven y sé mi luz”, pidiéndole que “irradiase a las almas su amor” y que fundase una congregación para servir a los más pobres entre los pobres. El 17 de agosto de 1949 la Madre Teresa se puso por vez primera el sari blanco con orlas azules. Así nacieron las Misioneras de la Caridad, que fueron reconocidas oficialmente en 1950. Con el tiempo se abrieron casas para la congregación no sólo en la India, sino en todo el mundo (más de 700) y hasta en países comunistas como Cuba, Nicaragua y la entonces Unión Soviética .Tuvo varios premios, entre ellos el Padmshri en la India, en 1962, y el Nobel de la Paz en 1979, a cuya cena de gala se negó a asistir, por contrariar su estilo de vida. Atender amorosamente a los más pobres, a los más enfermos, a los moribundos, a los niños y ancianos de la calle, a los huérfanos, a los expulsados de todas partes (hasta de los hospitales) fue su manera de ver a Cristo en cada persona. “El primer trabajo que hacemos es lavar las caras y los cuerpos –dijo–. La mayoría no sabe lo que es el jabón, les da alegría la espuma… Si las hermanas llegasen a no ver en esos despojos cadavéricos el rostro de Cristo, este trabajo se les haría imposible.” Esto era para ella “el amor en acción”. En los años 90 ya habían recogido en las calles de Calcuta más de 54.000 desamparados. Con el tiempo, llegarían a 150.000.
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SAM PANTHAKY/AFP
Una monja decora un retrato de la Madre Teresa en un orfanato de las Misioneras de la Caridad en Gujarat, India, ayer La Madre Teresa decía que tenía cura para la tuberculosis y para la lepra, pero no para el hombre que sufría de soledad, para el que se sentía rechazado y no amado. En su libro sobre la Madre, Profeta de la Paz, el sacerdote español Pedro Arribas Sánchez (quien era su amigo y la llamaba “la santa del basural”) cuenta la respuesta que Teresa le da a una persona que quería viajar a la India para ir a ayudarla en su congregación: “Yo te aconsejo que no malgastes tu dinero y que el importe del boleto lo dediques a los pobres de tu país. Porque es fácil amar a la gente que vive lejos, pero no es tan fácil amar a aquellos que viven a nuestro lado”.
“Es fácil amar a la gente que vive lejos, pero no es tan fácil amar a aquellos que viven a nuestro lado”, decía la Madre Teresa Dominique Lapierre, el autor francés de La ciudad de la alegría, escribió: “¿Quién no recuerda esas imágenes admirables de la Madre Teresa con un niño en brazos, en la misma línea de fuego de Beirut, entre el silencio de las ametralladoras que ante ella se habían bloqueado imprevistamente? Cada vez que aparecía, traía consigo la esperanza”. Donde había un desastre, inundaciones, guerras, devastación, la Madre Teresa aparecía. Durante su beatificación, el papa Juan Pablo II expresó: “Toda la existencia de la madre Teresa fue un himno a la vida. Sus encuentros diarios con la muerte, con la lepra, con el sida y con todo tipo de
sufrimiento humano la hicieron testigo convincente del evangelio de la vida”. También el Dalai Lama la apreciaba mucho: “La Madre Teresa fue un ejemplo viviente de la capacidad humana para generar un amor infinito”, dijo. La Madre Teresa sintió una gran atracción por América latina, al que llamó “el continente de la esperanza”. Visitó dos veces la Argentina, donde actualmente hay varias casas de las Misioneras de la Caridad (en las provincias de Buenos Aires, Mendoza, Santa Fe y Córdoba). El monje y maestro budista –argentino de padres japoneses– Gustavo Javier Aoki nos daba hace poco una reflexión sobre la Madre. En el año 1992 se encontraba peregrinando por los ocho lugares sagrados del budismo en la India y se detuvo en Calcuta. Sabiendo que todos los días se podía hallar a la Madre Teresa en la misa de la orden de las Misioneras de la Caridad, la fue a visitar. En el templo había muchos jóvenes occidentales deseosos de ver a una santa. “Yo, por mi parte, quería ver quién era –recuerda–. Al aparecer, se produjo un rumor entre los jóvenes. Mi primera impresión fue la de una buena abuelita cansada. Pero al terminar la misa, el cambio en ella fue sorprendente. Era una mujer llena de energía, que irradiaba luz. La misa, la comunión con Dios, la habían llenado de gracia. La entrega que realizaba hacía de ella un instrumento de Dios. Un medio de la gracia divina, libre de ego.” Carmen Venerandi, una persona dedicada al servicio (más allá de sus estudios de medicina y filosofía), conoció a la Madre Teresa en Zárate, en su segunda visita a nuestro país. Durmió en el mismo cuarto de ella, compartido entre unas ocho mujeres,
en la precaria casa que la congregación tenía allí frente al río. En ese entonces la Madre Teresa tendría más de 60 años. “Fue una de esas personas difíciles de olvidar, sobre todo por su mirada –cuenta–. Era muy pequeña, pero muy fuerte, un verdadero tanque, habiendo hecho lo que hizo en un país como la India, siendo mujer y católica. Tenía una de esas miradas que transforman, inducen a la reflexión, una mirada tras la cual una se pregunta ¿quién soy yo? Conocerla marcaba un antes y un después. Parecía una viejita buena, pero era férrea, estricta y no hacía concesiones, sin perder por eso su aspecto femenino y maternal. Cuando entraba en un recinto generaba un
Ella creía que lo que había que hacer era cambiar al ser humano, lo que nos recuerda al Mahatma Gandhi gran silencio. Luego, algarabía. Los niños la adoraban. Como todas las demás hermanas, se levantaba a las 4.30 de la mañana, oraba, iba a misa, luego desayunaba y después se dedicaba al trabajo. Todas se acostaban a las 22, salvo la Madre que debía hacer cuentas y ocuparse de la correspondencia. Dormía sólo cuatro horas.” Facundo Cabral la conoció en la India. “Pregunté a la Madre Teresa en Calcuta: ¿cuándo descansa? Y me dijo: ‘Descanso en el amor’. Le dije: ‘Nunca la escuché hablar de política’, y me dijo: ‘Yo no puedo darme el lujo de la política, una sola vez me detuve cinco minutos a escuchar a un político y en esos cinco minutos se
me murió un viejito en Calcuta’.” Y sigue Cabral: “Cada vez que yo entraba a la casa de la Madre Teresa sentía que Dios recién había salido. Una señora, impresionada por verla bañar a un leproso, le dijo: ‘Yo no bañaría a un leproso ni por un millón de dólares’. A lo que Teresa contestó: ‘Yo tampoco, porque a un leproso sólo se lo puede bañar por amor’”. Al entrar en una capilla de las Hermanas de la Madre Teresa, uno encuentra, sobre la pared de atrás del altar, la frase de Cristo, que es emblema de la congregación: I thirst. (Tengo sed). Ese fue el móvil primordial que llevó a la Madre al servicio del más pobre, enfermo y desamparado, para “apagar así la sed de Jesús en la Cruz”. En un video realizado por dos de sus amigas, Anne y Jeannette Petrie, la Madre Teresa expresa: “Calcuta está en todas partes si tienes ojos para ver”. Para nosotros, hoy, en la Argentina, esta frase adquiere una resonancia particular. ¿Tenemos ojos para ver nuestra propia Calcuta? Por supuesto, nunca faltaron los detractores de esta santa mujer, quienes le reprocharon no haber construido hospitales con las donaciones que recibía en vez de multiplicar las sedes de su congregación en el mundo. Le pedían que fuera una revolucionaria, pero ella no tenía ideología, sino fe. Su batalla, según lo explicó, era otra. Ella era una religiosa con una enorme sensibilidad social, que dedicó su vida a servir a los pobres y a vivir exactamente igual que ellos, en la pobreza más absoluta. Le criticaron no haber atacado la raíz de la injusticia social del mundo, poner simplemente “analgésicos contra las dentelladas de un capitalismo feroz”. Ella respondió con aquella famosa frase: “Nuestra obra es solamente una pequeña gota en el océano. Pero si no existiéramos, el océano tendría una gota menos”. También aclaró: “Yo empecé recogiendo a una sola persona…Una vida salvada, una persona rescatada de la muerte es una victoria muy importante. (…)Yo he sido llamada para ayudar a los individuos, para amar a cada persona, no a cambiar las estructuras. (…) Para combatir el flagelo del hambre, de la violencia, de la soledad, de poco valen bellos discursos, las soluciones idealistas, los programas a corto o a largo plazo elaborados en las oficinas burocráticas. La solución hay que buscarla por la línea del compromiso personal y de la acción inmediata. La indiferencia y el egoísmo de nuestros contemporáneos seguirán agravando el calvario de los inocentes”. La Madre Teresa creía profundamente que lo que había que hacer era cambiar al ser humano, su transformación interior (“El sufrimiento de unos es atribuible a la avaricia de otros”). Esto nos recuerda también aquel pensamiento de Gandhi, quien afirmaba que lo que le falta a uno le sobra a otro. Ver a Cristo en cada enfermo, en cada moribundo, en cada desahuciado y en cada persona coincide también con la visión hinduista de creer que Dios no está fuera de nosotros, sino dentro de nosotros mismos. A esa chispa divina que habita en nuestro interior, y que algunos llaman “alma”, la Madre Teresa le dedicó su vida con una fogata de altruismo y de compasión. © LA NACION La autora es escritora. Avatar y Ensayo general son sus libros más recientes
Pensarlo todo de nuevo VICENTE MASSOT PARA LA NACION
N este Bicentenario, a diferencia de cien años atrás, no hubo mucho que festejar. Si individualmente nos destacamos los argentinos en casi todos los campos, hemos resultado, al mismo tiempo, desde mediados del siglo pasado, un fenomenal fracaso colectivo. La frase, tan breve como sentenciosa, bien podría parecer provocativa. Es que no estamos acostumbrados a que nos zamarreen como pueblo, a que nos pongan en autos de qué tan bajo hemos caído en términos del desapego respecto de las instituciones señeras de la República, a que nos enrostren, sin piedad, el grado de engreimiento que nos caracteriza y ridiculiza por igual. Nos creemos predestinados a consumar no se cuántas hazañas y parecemos convencidos de que, en comparación con otros países, la Argentina es única, o poco menos. Pero esas hazañas han resultado, a la postre, ilusiones pasajeras, y si acaso fuera posible distinguir alguna característica singular en nuestra idiosincrasia, no sería para enorgullecernos precisamente. Por lo tanto, aquella aseveración inicial no arrastra intención peyorativa alguna. Es un dato de la realidad que debería llamarnos a la reflexión. Si, en cambio, nos atajáramos diciendo que lo dicho constituye un agravio descomedido, enderezado contra el conjunto de los argentinos, demostraríamos a los topes de ceguera y necedad a los cuales hemos llegado. Nadie insinúa que llevamos adosado, a modo de una segunda naturaleza, el estigma de un pueblo fallido desde la cuna. No es levantar, pues, un infundio
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contra nosotros mismos sostener que en apenas 130 años obraron los protagonistas de la Independencia, de la Organización Nacional y de la Generación del 80, un proceso desigual pero notable por sus logros, y que ese esfuerzo fructífero lo hemos echado a perder en los últimos setenta años. Si mirásemos hacia atrás y sólo halláramos escombros y desolación; si al desandar la historia nos topásemos con proyectos frustrados, guerras perdidas y generaciones desperdiciadas, tendríamos derecho a ensayar una defensa basada en el hecho de que nacimos abandonados de la mano de Dios y condenados a vegetar, al garete, sin posibilidades de ser artífices distinguidos de una gran epopeya. Si fuera esto cierto, entonces de nada deberíamos avergonzarnos. Sólo que es falso. Cuando Juan Bautista Alberdi pasaba revista, en 1847, a lo que había sucedido en esos treinta años transcurridos a partir de 1810, decía: “La República Argentina no tiene un hombre, un suceso, una caída, una victoria, un acierto, un extravío en su vida de nación del que deba sentirse avergonzada. Todos los reproches, menos el de villanía. Nos viene este derecho de la sangre que corre en nuestras venas: es la castellana; es la del Cid, la de Pelayo”. No lo hacía en clave hispanista, sino en atención a las hazañas consumadas por los descendientes de la colonización española: la doble victoria sobre los ingleses en 1806 y 1807, las campañas libertadoras de San Martín y la defensa de la soberanía hecha por Rosas frente a la agresión anglofrancesa.
Culminado el ciclo de la espada, quienes asumieron la conducción del país convirtieron un desierto en una de las sociedades más adelantadas del mundo. No por nada desde el Centenario hasta la década del cuarenta del siglo pasado la Argentina fue considerada el país del futuro. Su crecimiento económico, su esplendor cultural, la movilidad social que logró consolidar y su alta tasa de alfabetización, entre muchos otros aciertos, fueron la demostración más cabal de un singular éxito. Lo que sucedió después es largo de analizar. Tiramos por la borda la cultura del esfuerzo y endiosamos, en su lugar, la de la demanda; hicimos trizas el tinglado institucional forjado con tanto esmero y en su reemplazo reverenciamos sólo a líderes carismáticos y providenciales; despojamos a la justicia de su independencia y la uncimos, como vasalla, al carro de los dirigentes políticos de turno; jugamos a las escondidas con el capitalismo erigiendo, sobre sus ruinas, un sistema prebendario caro, corrupto e ineficiente; transformamos el Estado en estatismo y, a pesar de todo lo enunciado, cuando nos miramos al espejo y percibimos nuestras miserias, inventamos la teoría de la culpabilidad ajena. Carece de sentido ensayar una nueva explicación acerca de la decadencia que nos golpea. Basta saber que se aposentó entre nosotros y nada hace prever, de persistir en los mismos errores, que las cosas vayan a cambiar para mejor. Es necesario asumir, de una buena vez, que el camino
que hemos seguido, las ideologías que hemos abrazado y las recetas que hemos puesto en práctica, a la vuelta de algunos aciertos han resultado un rotundo fracaso. Empeñarse en reeditarlos sería suicida. No tuvimos mala suerte ni sufrimos un complot gestado por unos poderes extranjeros perversos ni, mucho menos, quedamos postergados en razón de estar lejos de los centros de decisión del mundo. Sencillamente desperdiciamos, producto de malos diagnósticos y peores políticas públicas, las posibilidades que, en forma reiterada, se nos presentaron. Como todos los ensayos políticos, sin excepción, han defraudado las expectativas
Debemos asumir la responsabilidad de consensuar como argentinos, más allá de nuestras ideologías, el rumbo a seguir que generaron en sus comienzos, nadie debería agraviarse si dijéramos que aquí tuvieron la oportunidad de interrumpir el ciclo de la decadencia tanto el justicialismo como la UCR, el liberalismo nativo como el nacionalismo en sus diversas variantes y, por supuesto, los militares que fueron, por espacio de medio siglo, entre 1930 y 1980, el principal factor de poder de la Argentina moderna. Aún reconociendo los méritos parciales que pudieran corresponderles a los regímenes que se sucedieron desde
1945 hasta la fecha, lo cierto es que ninguno logró, por las razones que fuera, sacar al país del atraso en el cual se halla estancado. ¿Qué sentido tendría, pues, enarbolar los programas históricos de unos partidos que si bien han echado honda raigambre entre nosotros, no han sido capaces de solucionar los problemas estructurales que nos aquejan? Lo que valía para el radicalismo de Alem, Irigoyen, Balbín e Illia, ya no sirve. Lo mismo corresponde decir de la “comunidad organizada”, tan cara al peronismo; de la idea de que achicar el Estado es agrandar el país o de las banderas que levantó en su momento la reforma universitaria. Tamaños tópicos lucen apolillados. Pudieron tener sentido en determinada época. Hoy se han hecho acreedores a una honrosa jubilación. Obrar un giro copernicano supone, en un mundo nuevo, pensar de nuevo. Hay unos desafíos inéditos, nuevas enemistades, un contexto donde la independencia supone interdependencias, ventajas comparativas –que tenemos– a las que es menester sumarle las competitivas, que insistimos en desconocer. En suma, hay un escenario que reclama un esfuerzo común, trasparentado en políticas de Estado. Debemos asumir la responsabilidad de decidir y consensuar como argentinos, más allá de nuestras observancias ideológicas, los grandes rumbos por seguir. De lo contrario, la Argentina continuará girando como una bola sin manija, al compás de los caprichos de las distintas banderías en pugna. © LA NACION