La política del discernimiento

de Raymond Carver–, es usar un lenguaje concreto, en vez de ... lector con un lenguaje erudito usa términos ..... tuvo su origen en la filosofía del lenguaje.
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NOTAS

Miércoles 3 de marzo de 2010

I

LIBROS EN AGENDA

PACTAR A PESAR DE LAS DIFERENCIAS, COMO ESENCIA DE LA DEMOCRACIA

Relatos de la patria

La política del discernimiento

SILVIA HOPENHAYN

E

PARA LA NACION

N el capítulo XIX de la primera parte de Don Quijote de la Mancha, aparece la cita que luego utilizaría Borges para uno de sus más famosos cuentos: “La verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”. Esta proclamación merece ser leída varias veces. No es fácil captar el sentido de la historia, y menos aún provista por Cervantes. No hablamos aquí ni de la novela histórica ni de la historia novelada. Pero sí de relatos que nos constituyen. Narraciones de la independencia, el nuevo libro del filósofo y escritor argentino radicado en París Dardo Scavino, es un aporte a los festejos y las rememoraciones del Bicentenario. Su intento por discernir lo constitutivo del espíritu criollo –que, según Octavio Paz, comenzó a despuntar en el siglo XVII– le permite encontrarse con escritos deslumbrantes y personajes memorables. Desde las primeras narraciones del escritor y científico mexicano Sigüenza y Góngora hasta las memorias de Monteagudo, o textos como Multitudes argentinas, de Ramos Mejía. Lo que Scavino se propone es intervenir el “binarismo maniqueo”, que, según García Canclini, plantea dos lecturas opuestas e irascibles: la tesis hispanista, que destaca el papel de los colonizadores frente a la brutalidad de los indios, y la tesis indigenista, que considera a los españoles y a los portugueses auténticos destructores. El problema del dualismo es la riqueza que se extravía en el camino. Scavino nos permite descubrir aquí a los antecesores acallados por la modernidad o por el revisionismo. Tres años antes de la famosa “Carta de Jamaica”, de Simón Bolívar, el fraile revolucionario Camilo Henríquez, miembro de la orden de los Ministros de los Enfermos Agonizantes, o Frailes de la Buena Muerte, publicó unos cuartetos endecasílabos, en los que plantea la dificultad de enunciar un “nosotros” o un “todos”. Otro personaje de la época, fray Servando Teresa de Mier es rescatado por Scavino para entender el papel de las revoluciones de la independencia. Según los relatos de fray Servando, estas revoluciones “se inscribirían en una tradición de asonadas criollas que se remontan a las sublevaciones contra las leyes de 1542, promulgadas por Carlos V”. Más allá de los decretos y de las revoluciones, lo interesante es la identidad que surge de las distintas narraciones de la independencia. Según Scavino, nos encontramos con la novela familiar del criollo “que cuenta la historia de esta minoría abandonada por sus parientes en un territorio lejano” y también con la epopeya popular americana, “para la cual la conquista es sinónimo de usurpación”. En estos relatos, “los criollos ocupaban dos lugares a la vez: en su enfrentamiento con los españoles, asumían la identidad de los conquistados; en su relación con los indios, asumían la identidad de los conquistadores ibéricos. En un caso, eran naturales de América; en el otro, oriundos de España”. Para volver a Cervantes, a decir verdad, la madre patria no parece ser la misma que la madre historia. © LA NACION

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MORI PONSOWY PARA LA NACION

L

OS buenos escritores de ficción suelen quejarse de la cantidad de tiempo que dedican a investigar temas que desconocen, para al fin usar apenas una o dos frases relacionadas con todo lo investigado. Pueden pasarse horas en el Botánico mirando plantas y árboles, anotando la forma de las hojas, olfateando flores y ramitas, para que después en la novela todo se resuma en una sola oración que, para colmo, no parece tomar nada de lo investigado. Sin embargo, al escritor no le importa demasiado el tiempo perdido: sabe que para que la escena sea rica y verosímil debe dar suficientes detalles. Otro secreto del oficio, según John Gardner –el maestro de Raymond Carver–, es usar un lenguaje concreto, en vez de abstracto. “Si el escritor dice criaturas en vez de víboras –afirma Gardner–, si queriendo impresionar al lector con un lenguaje erudito usa términos como maniobras hostiles en vez de palabras certeras como azotar, enroscarse, escupir, silbar, si en vez de la arena y las rocas del desierto habla de la morada inhóspita de las víboras, el lector no sabrá qué imagen evocar en su imaginación.” Este énfasis en lo concreto y en la atención al detalle que caracteriza a la buena literatura me ha hecho pensar en el énfasis contrario que a menudo parece caracterizar a la política. “O están con nosotros o están en nuestra contra”, afirmó George W. Bush en noviembre de 2001. Exactamente ocho décadas antes, en noviembre de 1920, Lenin había dicho algo similar: “Cada hombre ha de elegir entre sumarse a nuestro bando o al bando contrario”. También Mussolini, en decenas de discursos pronunciados a lo largo y ancho de Italia, afirmaba “o con noi o contro di noi”, y Brezhnev justificó la invasión de Praga diciendo que “el mundo está dividido en dos sistemas opuestos”. Ni la izquierda ni la derecha están libres de

la vida, de la literatura y –me atrevo a aventurar– también de la política entendida no como mera búsqueda del poder, sino como posible fuente de tolerancia y camino hacia sociedades más justas. Discernir supone reconocer que, aunque sea de noche, no todos los gatos son pardos, ni malas todas las decisiones de un gobierno que no nos gusta, ni buenas todas las propuestas de uno que sí. Claro que dejar el discernimiento de lado para zambullirse en generalizaciones manidas es mucho más fácil: no requiere ningún esfuerzo y la tentación de hacerlo acecha en cada esquina.

enanos son bonsáis ni carnívoras todas las plantas con pelitos pegajosos. “La política es el gran generalizador”, dice Philip Roth en su novela Me casé con un comunista. Y continúa: “El impulso que nos lleva a individualizar es literatura. ¿Cómo se puede ser un artista y renunciar a los matices? Como artista, los matices son tu misión. Tu misión es no simplificar. Incluso si decidieras escribir de la manera más simple, a la Hemingway, la misión sigue siendo comunicar los detalles, dilucidar la complicación, implicar la contradicción. No borrar la contradicción, sino ver

reconocer las diferencias y aprender la difícil tarea de pactar a pesar de ellas, sin pretender anularlas, tal vez sea la esencia de la democracia, un sistema en el que también las minorías tienen voz, en el que los matices cuentan. Discernir, dejar atrás las generalizaciones e intentar desembarazarse de prejuicios supone, para todos –-¡izquierda y derecha, peronistas y no!– un desafío intelectual trabajoso y muchas veces incómodo. Para colmo, el desafío también es emocional, pues la mayoría de los prejuicios son irracionales, obedecen más a la pasión que al intelecto y provienen de lo aprendido no en los libros, sino por ósmosis desde pequeños en los círculos a los que pertenecemos. Todo esto hace de prejuicios y generalizaciones vicios obstinados, difíciles de erradicar. En el tercer episodio de La guerra de las galaxias, cuando el lado oscuro se apodera de Anakin Skywalker, él le dice a Obi-Wan Kenobi: “Si no estás conmigo, eres mi enemigo”, a lo que Obi-Wan responde: “Sólo un sith piensa en absolutos”. George Lucas, autor y director de esa saga, modeló la historia en mitos tomados de las más diversas culturas, y fue al estudiar la mitología universal cuando encontró que tanto la búsqueda compulsiva del poder como la tendencia a clasificar la compleja infinitud del mundo en compartimentos estancos solía ser un rasgo típico de los personajes “oscuros”. ¿De dónde el vínculo de la oscuridad y los absolutos? ¿Por qué esa insistencia de Gardner, Roth, y tantos otros, en prestar atención a los detalles? Es que sin detalles la imaginación y la empatía permanecen dormidas; no creen lo que les están contando; no tienen manera de identificarse con el personaje. Por eso es fácil odiar cuando no se conoce al enemigo: si es sólo un “extranjero”, un “bárbaro”, un “gori-

La desconfianza y el odio se borran al reconocer nuestra común humanidad, cuando vemos las pequeñas cosas que hacen la vida del otro

La mejor política no generaliza, porque sabe que el discernimiento es la base de la justicia, del verdadero humanitarismo

tales exabruptos; ambas caen en la tentación de olvidar las diferencias –¡los detalles que hacen la vida!– y de intentar hacernos creer que todas las ideas pueden catalogarse mediante compartimentos ideológicos estancos. Tampoco hace falta recurrir a la historia universal para encontrar ejemplos de lo que podríamos llamar mala praxis literaria en la política: el pasado y el presente argentino son hervideros de disyunciones de este tipo, de simplificaciones que despojan a la realidad de su riqueza y sus matices, para convertirse en eslóganes publicitarios al servicio de la venta de un producto: los políticos, los grupos de interés y los medios que los pronuncian. Recordando o escuchando frases como ésas, altisonantes, dichas con índices acusatorios, me pregunto dónde quedamos todos los que osamos descreer de la falsa obligación de decidir entre un lado y otro, todos aquellos que no estamos ni con Bush ni con los terroristas, ni con Braden ni con Perón, ni con el Gobierno ni con el campo, porque creemos en el derecho a tener una identidad propia y a discernir entre un árbol y otro, como hace la buena literatura, notando las diferencias entre un olmo y un abedul, entre apamates y araguaneyes, entre el gentil resguardo de un fresno y la sombra escueta de cualquier álamo. “Discernir”. Creo que ésa es la palabra clave, la que abre la puerta a la riqueza de

la”, un “cabecita”, nuestro afecto no está en juego; se trata de un Otro que no tiene nada que ver con nosotros. En cambio, la desconfianza y el odio son barridos por el reconocimiento de nuestra común humanidad cuando conocemos las pequeñas cosas que hacen la vida del otro –su nostalgia al cantar melodías del viejo terruño, el amor que pone en el cuidado de sus hijos, su manera de cruzar las manos sobre la mesa o de hacer bolitas con la miga del pan cuando está nervioso. La mejor literatura, el arte verdadero, los historiadores honestos, huyen de las generalizaciones. Tal vez la mejor política también lo haga, pues sabe que el discernimiento es la base de la justicia, del verdadero humanitarismo. Albert Camus decía que los absolutos no dejan lugar para la belleza. Creo que a eso se podría agregar que tampoco dan cabida a la bondad, ni a la ternura. La vida y las acciones humanas están hechas de detalles, de matices, de gestos. Simpaticemos con el bando que sea, ignorar esa riqueza tergiversa la verdad, la empobrece y, lo que es peor, nos convierte en marionetas sujetas a intereses que no favorecen nuestro bienestar, sino la acumulación del poder en manos que no nos representan. © LA NACION

Todos generalizamos, muchas veces sin querer o sin darnos cuenta, y caemos en estereotipos y prejuicios. Discernir, en cambio, diferenciar, investigar, separar la paja del trigo –como hacen los buenos escritores, los científicos y los estudiosos de las ciencias sociales honestos– supone ejercitar el pensamiento propio cada día, en vez de arrojar cada cosa que parezca verde en la categoría “árbol”, a cada persona próspera en la “derecha”, a todas aquellas que pronuncien seguido la palabra “pueblo” en la “izquierda”… o todo acto aparentemente clientelista entre los pecados capitales, y cualquier defensa del gasto público en señal de un camino que lleva al peor de los infiernos. Basta un paseo atento al Botánico para darse cuenta de que no todos los árboles

dónde, en medio de la contradicción, yace el atormentado ser humano”. Se me ocurre que quizá convendría pensar más la política como un arte que como se la ha venido entendiendo desde que Maquiavelo escribió El príncipe y difundió la idea –hoy ampliamente aceptada por sociólogos y politicólogos, aunque no siempre confesa por sus verdaderos protagonistas– de la política como técnica cuyo fin es obtener y conservar el poder. En todo caso, aun suponiendo que anhelar arte en los políticos sea un desvarío, quizás al menos la sociedad haría bien en exigir una concepción y una práctica política más generosas –más artísticas– por parte de sus gobernantes y de todo aquel con aspiración a serlo, sobre todo porque

La autora es escritora; su último libro es Mujeres políticas y argentinas

Habitamos en el lenguaje L

OS seres humanos somos seres lingüísticos. Nuestras experiencias se realizan desde el lenguaje, y es a través de él que damos sentido a nuestra existencia. Nietzsche decía que el lenguaje es una prisión de la cual no podemos escapar, y es bien conocida la sentencia de Heidegger: “El lenguaje es la casa del ser”. Precisamente fue a partir de las teorías de estos dos filósofos, que representan puntos de ruptura en la evolución del pensamiento occidental, y de Ludwig Wittgenstein, con el llamado “giro lingüístico”, que se abrió un camino hacia una comprensión diferente de las relaciones entre los seres humanos y el lenguaje, desde la cual éste pasó a ocupar un lugar central. Siglos atrás se consideraba que el lenguaje era sólo un instrumento para describir lo que percibíamos o expresar pensamientos y sentimientos. La concepción tradicional suponía que la realidad antecedía al lenguaje y que éste se limitaba a dar cuenta de ella. Una interpretación generativa y activa fue reemplazando esa interpretación pasiva del lenguaje, que lo reducía a su rol descriptivo. Las ciencias sociales en general, pero también la biología y las llamadas “ciencias duras”, como la matemática y la física, fueron reconociendo en los últimos años la importancia decisiva del lenguaje en la comprensión de la vida humana. Tengamos en cuenta que cada día, en nuestras interacciones, expresamos ideas, sentimientos y deseos, preguntamos, sugerimos, saludamos, invitamos, elogiamos, bromeamos, nos justificamos, nos dis-

culpamos, perdonamos, recomendamos, censuramos, ofrecemos, aceptamos, ordenamos, aconsejamos, advertimos, pedimos, suplicamos, exigimos, conjeturamos, autorizamos, juzgamos. Además, con esos actos del habla, eventualmente buscamos lograr ciertos efectos en nuestros oyentes, tales como convencerlos, persuadirlos, disuadirlos, sorprenderlos, inspirarlos, instruirlos, etc. Y cada vez que lo hacemos, nos comprometemos de alguna forma con nuestro interlocutor, con nosotros mismos y, en definitiva –conscientes o no de ello–, con la comunidad en la cual hablamos. Así, de alguna manera percibimos que nuestras palabras tienen eficacia, que nuestro hablar produce o puede producir modificaciones en el ámbito en el que nos desenvolvemos. Por otra parte, actos del habla como “los declaro marido y mujer” o “instituyo como heredero” o “yo te bautizo” –dichos con un adecuado respaldo institucional– y otros de uso tan frecuente como “te prometo”, “te acuso”, “te prohíbo” ponen al descubierto que muchas realidades sociales lo son únicamente en virtud de las palabras. Cuando decimos a alguien “te juro”, no estamos describiendo un juramento, estamos realmente haciéndolo. El estudio del lenguaje como acción tuvo su origen en la filosofía del lenguaje. Fue J. L. Austin el primero en sugerir que la emisión de un enunciado conlleva la realización de acciones a través de las palabras. Y como lo señaló J. Searle siguiendo a Austin, “hablar un lenguaje es

ALBINO GOMEZ PARA LA NACION

realizar actos de acuerdo con reglas”. Para Austin y para Searle, como también para Habermas, el acto del habla es un tipo de acción, y sus teorías abordan el estudio del lenguaje desde la interacción social. Por ello, la filosofía del lenguaje sostiene que éste no sólo nos permite hablar sobre las cosas, sino que además crea realidades, hace que sucedan cosas. Y la forma en que lo externo existe para nosotros es lingüística.

El lenguaje crea una realidad social discursiva que convierte nuestra experiencia en conocimiento; su deterioro destruye esa comunicación Desde luego, hay dominios existenciales no lingüísticos, pero sólo desde el lenguaje nos es posible darles un sentido y reconocer su importancia. Es innegable que el mar seguirá siendo mar aun si no lo nombramos. Pero es sólo desde el lenguaje como adquiere un sentido para cada uno de nosotros y para cada cultura, siendo lingüística la forma en que esa realidad existe. Diferentes autores coinciden en señalar que el lenguaje no es un mero medio entre el sujeto y la realidad, ni tampoco un vehículo transparente o elemento accesorio

para reflejar las representaciones del pensamiento, sino que posee una entidad propia que impone sus límites y determina, en cierta manera, tanto el pensamiento como la realidad. Las nuevas teorías sostienen que el lenguaje es acción, porque no solamente hablamos de las cosas, sino que, al hablar, alteramos el curso de los acontecimientos. Y además de intervenir en ellos, establecemos relaciones, definimos la forma en que somos vistos por los demás. Pero también nuestra identidad es un fenómeno lingüístico. Como resultado de las innovaciones tecnológicas, se están transformando nuestras categorías mentales, la manera en que pensamos sobre nosotros mismos y sobre el mundo. Estamos enfrentando una transformación en la forma de comunicarnos. La profusión de medios de comunicación, las configuraciones de multimedia y el avance de la informática han ido produciendo una transformación de revolucionarias dimensiones en las relaciones económicas, políticas y sociales, en la organización de la vida, en las formas de convivencia, en nuestros modos de pensar y comunicarnos, que da lugar a nuevas concepciones y nuevas teorías en todos los campos del saber humano. Por eso, el lenguaje electrónico ha cambiado la forma en la que convivimos. La búsqueda actual de los lingüistas y filósofos radica en la construcción de paradigmas sobre la significación y la interpretación, que den cuenta de la inmensa complejidad de lo real, de la polifonía

discursiva y de la diversidad compatible con la unidad. Por ello es importante que empecemos a reconocer que los seres humanos somos eminentemente sujetos discursivos, que actualizamos discursos sociales en una acción comunicativa significativa. Las últimas teorías tienden a realzar el papel de la acción comunicativa en la construcción del conocimiento. Esta perspectiva considera el lenguaje no sólo un sistema de formas lingüísticas, sino también un sistema de valores ontológicos, sociales y culturales que influye en la construcción misma del sujeto social. Todo esto en el marco de una realidad social discursiva que convierte nuestra experiencia en conocimiento. Ello torna ineludible dar cuenta del poder mediador de la palabra en el proceso de construcción de sentido del mundo natural, social y cultural. Nuevas realidades exigen respuestas diferentes. En la era del conocimiento, de la incesante innovación, necesitamos nuevos paradigmas para sentar las bases de una democracia duradera, para aprender a convivir en la cultura de la complejidad y la diversidad. Sin embargo, todavía no pareciera comprenderse la extrema gravedad que implica el creciente deterioro en el uso del lenguaje, oral o escrito, y la necesidad de su preservación y enriquecimiento, en la vida y en los medios. Porque su deterioro afecta en el mismo grado al pensamiento y a la comunicación. © LA NACION El autor es diplomático, periodista y escritor