6
ENFOQUES
I
Protagonistas
Domingo 5 de abril de 2009
:::: Entrevista con Clara Rojas
Terapia (arriba también se sufre)
La otra verdad de la selva Clara Rojas fue durante seis años prisionera de las FARC por seguir los pasos de su amiga Ingrid Betancourt, con quien luego se enemistó. Aquí cuenta la intimidad de esa disputa y el infierno que vivió lejos de su hijo PABLO ORDAZ EL PAIS
Clara Rojas sonríe en el helicóptero que la llevó a Venezuela luego de su liberación
L
o primero que quiso hacer tras su liberación fue darse una ducha. Una ducha larga de agua caliente. Al salir, después de haber probado sobre su piel todos los jabones y todas las cremas que encontró, Clara Rojas advirtió que en aquel lujoso baño de aquel lujoso hotel de Caracas había un enorme espejo de pared: –Me aterraba verme de cuerpo entero, pero me armé de valor. Me planté delante y me miré. Hacía seis años que no me veía así, desnuda, delante de un espejo. Recorrí mi cuerpo con la mirada. Vi la cicatriz de la cesárea, mi rostro cansado y ya con algunas arrugas en la frente… Pero, además de las huellas de mis seis años de cautiverio en la selva, vi que estaba entera, sana y salva, y le di gracias a Dios. Clara Rojas fue secuestrada el 23 de febrero de 2002 por la guerrilla colombiana de las FARC junto a su amiga Ingrid Betancourt, por aquel entonces candidata a la presidencia de la República por el partido Verde Oxígeno. Ingrid le había pedido a Clara que la acompañase en un viaje varias veces pospuesto a San Vicente del Caguán. No era una misión fácil. Sólo dos días antes, el presidente Andrés Pastrana, que desde 1998 venía intentando mantener un diálogo con la guerrilla, había dado por rotas las conversaciones y ordenado el levantamiento de la zona de distensión. Así que aquel viaje implicaba meterse en la boca del lobo. Habría que volar desde Bogotá hasta Florencia, capital del departamento del Caquetá, y de allí en helicóptero hasta San Vicente, a unos 160 kilómetros de distancia. La noche anterior a la partida, el jefe de seguridad le advirtió a Clara Rojas –abogada de profesión y asistente y amiga de Ingrid Betancourt– de los peligros del viaje. Clara se los trasladó por teléfono a Ingrid, y ésta le contestó: “Clara, si no quieres ir, te quedas. En todo caso, yo viajo”. –Le dije que iría con ella, y esa decisión marcó mi vida. Tendría que haberle dicho que no. Pero le dije que sí. Tras colgar el teléfono, cené con un amigo en mi casa. Nos tomamos una deliciosa botella de vino blanco. Al marcharse, me dio un beso y un gran abrazo. No exagero si le digo que ése fue el último gesto de cariño y amistad que recibí hasta el día en que me liberaron. Y de aquel abrazo a la liberación transcurrieron seis años, seis largos años… Clara Rojas dice las cosas más tristes con una sonrisa en la boca, sin dejar de mirar a los ojos, terminando muchas de sus frases con una muletilla –“¿cierto?”– que busca en el otro la complicidad que tanto extrañó en la selva. Durante una hora y media de conversación, en un club social de Bogotá que fundó su padre y donde los camareros que hoy le sirven el desayuno la vieron crecer junto a sus cuatro hermanos varones, esta mujer de 44 años no deja de sonreír más que en una ocasión. Cuando recuerda que ahora mismo, mientras ella saborea los pequeños placeres recuperados, muchos de sus compañeros siguen allí, en algún lugar de la selva colombiana, encerrados en jaulas y encadenados al cuello como perros malqueridos, vigilados día y noche, temiendo que en cualquier momento el ejército intente su liberación y mueran víctimas del fuego cruzado o ejecutados por los guerrilleros. –¿Temían que el ejército intentase su liberación? –Sí. Todo el tiempo. Ya sé que eso es muy difícil de entender para cualquier persona que esté fuera, pero lo cierto es que ésa es una angustia con la que vivíamos permanentemente. El ejército no sabe con exactitud dónde te encuentras ni quién eres en realidad, porque los guerrilleros te dan la misma ropa que usan ellos. –¿A usted la amenazaron con matarla? –Sí, nos lo dijeron a Ingrid y a mí: “Si el Ejército intenta rescatarlas, las matamos. Nosotros no las vamos a entregar. No dejaremos que nos las quiten. Sólo se las entregaremos muertas. Es bárbaro. Te lo dicen apuntándote con sus armas, cuando han advertido la presencia cercana de los soldados y tienen que cambiar de escondite. Y te lo repiten para que prepares tus cosas y salgas corriendo con ellos, sin retrasar la huida… Si te retrasas, te vuelven a apuntar y te lo vuelven a repetir: “Antes de que las rescaten, las matamos”... –¿Fue eso lo más duro de sus seis años de cautiverio? –No. –¿Qué fue? –La sensación de tiempo perdido. Yo era una persona permanentemente atareada, con unas ansias enormes de aprender. Incluso leía libros sobre cómo aprovechar mejor el tiempo. Y de
Quién es Nombre y apellido:
CLARA LETICIA ROJAS GONZALEZ
Edad: 44 De asistente a candidata: Asistente y amiga de Ingrid Betancourt, tras el secuestro de ambas en 2002, por parte de las FARC, fue nombrada candidata a vicepresidenta para que su secuestro no quedara en el olvido. Operación Emmanuel: Luego de estar cautiva durante seis años, fue liberada en 2008 durante la Operación Emmanuel, llamada así en homenaje al hijo que Rojas tuvo en la selva. Madre e hijo habían sido separados poco después del nacimiento de Emmanuel.
pronto me vi cautiva y forzada a una inactividad insoportable. Sin noticias de los tuyos, sin periódicos, sumida en la monotonía más absoluta. El cautivo es despojado bruscamente de todo. Pierde por completo el control de su propia vida y de todo lo que le rodea. Se encuentra solo frente a sí mismo, sin nada más. No tienes más opciones que dejarte morir o luchar por la vida. Ingrid y yo decidimos luchar. No llevábamos ni tres días de secuestro cuando empezamos a pensar en huir y nos hicimos la promesa de escapar juntas en cuanto tuviéramos la menor oportunidad. No lo consiguieron. Pero eso ya es casi lo de menos. Lo más relevante es que de aquellas fugas frustradas –pasaban varios días de sustos y penalidades, perdidas en la selva hasta que se daban por vencidas o eran encontradas por la guerrilla– surgió entre Ingrid y Clara un desencuentro tan grande que todavía hoy persiste. Poco tiempo después de que las FARC pusieran en libertad a Clara Rojas, gracias a la intermediación del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, el Ejército colombiano logró, tras urdir una ingeniosa operación de rescate, liberar a Ingrid Betancourt… –¿Han hablado tras su liberación? –No. –¿Nunca? –Nunca… –¿Qué pasó entre ustedes? –Habíamos intentado escaparnos varias veces. Incluso en una ocasión, el secretariado de las FARC mandó a un comandante para preguntarnos por qué seguíamos intentando escapar. No lo entendían. Ellos creían que nos trataban bien porque nos daban de comer todos los días. El caso es que, tras fracasar nuestro último intento de fuga, los soldados nos trataron con mucha rudeza. Nos
EFE
encañonaron y amenazaron con matarnos. Incluso nos cambiaron de comandante y de guardianes. Los nuevos no se anduvieron con paños calientes. Nos colocaron un candado en el tobillo con una cadena de unos tres metros amarrada a un árbol. Sólo nos soltaban para ir al baño. Fue la única vez que nos pusieron cadenas durante los seis años, pero aquel recuerdo, terrible, dejó en mí una marca imborrable. Y creo que entonces empezó a cambiar mi actitud hacia Ingrid. Clara Rojas admite que se irritó con su amiga cuando, en el segundo intento de fuga, Ingrid Betancourt se descontroló al toparse con un avispero. Fue a plena luz del día. Las dos fugitivas estaban cruzando el cauce de un riachuelo, escondidas bajo un puente de apenas un metro y medio de altura. “Cuando Ingrid se topó con el avispero, salió corriendo y gritando, haciendo todo tipo de aspavientos a pesar de que era pleno día y podíamos ser vistas”. De hecho, fueron capturadas. Intentaron combatir aquel fracaso rezando juntas por el padre de Ingrid, que acababa de fallecer, y leyendo y comentando la Biblia, pero poco a poco fueron encerrándose en el silencio y el desencuentro. “Imagino –explica Clara Rojas– que cada una culpaba a la otra de que hubieran fracasado los intentos de fuga, pero nunca nos lo dijimos. Todo aquel dolor mal digerido creó entre nosotras una barrera de silencio. –¿Hubo algún momento en que pensó que podía estar perdiendo la razón? –Sí. Hay un momento. La soledad me había embargado. Pasaba mucho tiempo callada, casi no pronunciaba palabra. Me había separado del grupo. Comía siempre sola, no tenía con quién hablar. Hasta perdí la costumbre de que alguien me dirigiera la palabra. Un día, cuando estaba lavando la ropa, vino el comandante a decirme algo, pero yo seguí con lo mío. No me inmuté con su llegada ni cuando se volvió hacia mí y me llamó por mi nombre. Como no le contesté, me llamó varias veces más hasta que perdió la paciencia y gritó: ¡Clara! Yo estaba como ida. Mi cuerpo estaba allí, pero mi mente andaba lejos. Aquel grito me sorprendió y me di la vuelta para mirarlo. Me di cuenta en ese momento de que estaba siendo ignorada completamente como ser humano… –¿Ese grito la salvó? –Casi que sí, casi que sí… Me permitió reaccionar, y reaccionar positivamente. –¿Se sintió torturada? –Claro que todo aquello constituía una tortura.
–¿Consciente? –Claro. Si no es para hacerte daño, ¿por qué te quitan la radio? ¿Por qué de pronto te dejan sin pilas, sabiendo que para ti es vital escuchar las noticias, los mensajes de apoyo de tu familia o los testimonios de las familias de otros secuestrados?… Ellos saben el daño que están haciendo. Ellos me ven llorar de tristeza. Sí, conscientes sí son. Y, de hecho, hay un momento en el que un comandante me pide perdón en su nombre y “en el de la organización”. –¿Usted los ha perdonado? –Sí. –Después de aquella ducha en el hotel de Caracas, ¿qué hizo? –Llamar a mi hijo. Lo que viene a continuación es una historia de mucha alegría y de mucho dolor, una historia sobre hasta qué punto la vida, cuando quiere, se abre paso a puñetazos en las condiciones más adversas. Clara Rojas se quedó embarazada durante su cautiverio. A finales de 2003, después de una temporada en la que los guerrilleros cambiaron frecuentemente a sus víctimas de campamento, Clara notó que, además de sentirse mal, estaba aumentando de peso. “Se lo comenté a algunos de mis compañeros, quienes me aconsejaron, con cierto malestar, que se lo comentara a la guerrilla. Noté ya entonces que no se querían implicar, y aquella respuesta me dejó un mal sabor de boca. Decidí pedir una cita con Martín Sombra, el jefe de los guerrilleros. Cuando me recibió, me dijo: ‘Doña Clara, ¿cuál es la joda?”. Clara Rojas le contó sus temores y él mandó llamar a una enfermera. “Me sorprendió su manera de resolver el asunto, como si fuera un médico, sin interesarse por chismes ni cuentos. Cuando me iba, me regaló un par de paquetes de galletas y dos latas de leche condensada”. Clara Rojas no durmió aquella noche. “Antes del secuestro había pensando en tener un hijo. Notaba desde hacía un tiempo que estaba corriendo mi reloj biológico. Por eso, al saber que estaba embarazada, aunque fuera en una situación inverosímil y arriesgada, pensé que tal vez se trataba de la última oportunidad de cumplir mi aspiración de ser madre. Descarté enseguida la idea de no tener el niño”. A los pocos días, Martín Sombra la volvió a llamar para que se hiciera el test del embarazo. “Cuando resultó positivo, el comandante y una enfermera me felicitaron y trataron de animarme. El me recomendó que me untara en la barriga aceite de tigre y, al percatarse de mi angustia, me dijo: ‘Clara, no se preocupe más de la cuenta. No vamos a dejarlos morir ni a usted ni a su bebe. Y recuerde: ese bebé es suyo y lo va a cuidar como una tigresa furiosa’”. Es aquí donde, sorprendentemente, los papeles se cambian. Al volver al campamento con la noticia, Clara Rojas sólo recibe indiferencia –en el mejor de los casos– o las críticas de sus compañeros. –¿Qué sucedió? –Ingrid sólo me dijo: bienvenida al club, de una forma sarcástica que me llenó de pesar. Y al día siguiente los prisioneros me hicieron una encerrona. Me empezaron a preguntar de forma insistente quién era el padre de mi hijo. Unos me llamaron irresponsable y otros me acusaron de estar metiéndolos en problemas. Supongo que temían que se pensara que alguno de ellos era el padre, así que les devolví la pregunta: ¿alguno de ustedes es el padre? Al responder uno tras otro que no, les dije: muy bien, entonces no se preocupen. Déjenme tranquila, que yo respondo por mi bebe… –¿Qué vio ese día en el espejo? Lo que sigo viendo ahora. El tiempo perdido. © LA NACION
Hoy, Graciela Ocaña DIEGO SEHINKMAN PARA LA NACION
Ocaña: (Acostándose en el diván) Bueno... acá estamos... Terapeuta: ... Ajá... acá estamos... O: ... (Le tiembla el mentón y se le va transformando la cara.) T: ... O: ¡No puedo más! (Se larga a llorar.) T: ... Tome. Acá hay pañuelos de papel. O: (Se seca los ojos.) Perdón. ¿Es que sabe lo que es ser ministra de Salud en este país? Volvieron el dengue, la fiebre amarilla, la rabia y la tuberculosis... ¿Ya escuchó la cargada? La única que no vuelve es la lepra, porque dice que el gobierno le pone trabas a la carne. T: ... O: (Se saca los anteojos empañados y los limpia.) ¿Sabe la presión que tengo? Ahora los senadores oficialistas, con la excusa del dengue, me quieren interpelar en el Congreso. Para mí que los mandó Kirchner, que me quiere sacar de encima. Me contaron que Néstor le pidió una opinión sobre mí a su médico personal. Y su médico le dijo: “Los ministros son como los cálculos renales. Uno puede convivir. Pero si empiezan a molestar, hay que eliminarlos. Si La Ocaña se convirtió en una piedra, tomá mucho líquido, y drenala por una lista de diputados cualquiera”. T: ... Ajá... O: (Voz llorosa.) ¿Qué quieren los senadores que les diga de la epidemia? ¿La verdad? ¿Que no hay política de salud? ¿Que les pregunte por qué no usan los 10 mil millones de dólares de los chinos para frenar el dengue en vez del dólar? T: ... Graciela, ¿qué la angustia? ¿Qué la “drenen” por una lista de diputados? ¿Qué la interpelen...? O: Que me echen la culpa. Mire. Yo viajé al Chaco para informarme de la situación, y el problema es que esa gobernación es un caos. Como decía alguien allá. ¿Sabe por qué fumigaron con químicos vencidos? Porque los que estaban buenos los agarró Capitanich para intentar eliminar a su mujer. T: ... O: Además con el gobierno nacional hay bronca generalizada. Cuando subía al avión para ir al Chaco, me dice la azafata: “No hay que hacerles tan mala prensa a los mosquitos. Ellos al menos vuelan. Lafsa le chupa la sangre al Estado y jamás despegó del suelo”. T: ... O: Y, encima, ahora que la epidemia se expande, ya me la veo venir. La gente va a empezar con que el dengue viene de tal país. Que la fiebre amarilla de tal otro... T: En estas ocasiones, la enfermedad que más rápido se propaga es la xenofobia...
O: (Se queda en silencio.) T: ... ¿Qué se quedó pensando? O: ¿Le puedo contar un sueño? T: ... O: Yo estaba en el Chaco viajando por la ruta. No sé por qué nos detenemos, bajo del auto, me paro en la banquina, y en eso escucho que me chistan. "¡Pss! ¡Pss!". Me acerco y veo que el ruido sale de una cubierta rota donde se juntó agua de lluvia. Y de adentro de esa cubierta, que era una cubierta de camión, veo que se asoma un mosquito con la cara de Moyano que me dice: “La que se está quedando anémica de mis picaduras sos vos”. T: ... O: ... Entonces yo voy como loca hasta el auto, bajo la máquina, y empiezo a fumigarlo y fumigarlo. Pero él se ríe y me dice: “Si me tocás los subsidios a las obras sociales que yo controlo, vas a conocer la verdadera máquina de fumigar” Y después, a punto de picarme, me dice: “¿Por qué te asustás tanto conmigo? ¿No te diste cuenta de que el que más te chupa la sangre es Kirchner?” T: ... O: ... Y justo ahí me desperté con mucha angustia. T: ... O: Doctor, ¿usted cree que Kirchner me usa para pelearse con Moyano y después me va a sacar del Ministerio? Porque ojo: Moyano pide subsidios para enfermos que no existen... T: ¿Y usted qué piensa? O: (Con tono enérgico.)... Que hay que controlar a las obras sociales. Para eso existe una ley. Y yo me considero eficiente en hacer cumplir la ley. T: ...Me habla tan formalmente que parece que estuviéramos en la interpelación... O: (Más enojada.) Yo soy así. Las cosas son blancas o negras. Y son legales o ilegales. T: ¿Por qué insiste tanto? ¿Acaso alguien lo pone en duda? O: ... T: ¿Qué se quedó pensando? O: ... La semana pasada voy al Ministerio. Y cuando estoy por entrar a una de las oficinas, está la puerta entreabierta y escucho que dicen: “A Ocaña le encanta hacerse la superheroína de la ética. Pero es una Batichica ingenua... Cree que trabaja para Batman... y no se da cuenta de que trabaja para el Pingüino”. T: ... O: ... (Midiendo cada palabra.) Yo sé que el trabajo de investigar y denunciar que hacíamos con Lilita en el ARI era necesario. Pero también entendí que es necesario meterse en el barro... Y Kirchner me invitó a meterme en el barro... T: ... ¿Y entonces...? O: ... (Inspira profundo.) ... Es que ya no estoy en el barro (mirando al terapeuta a los ojos)... Estoy en la arena movediza... T: ... Dejamos acá...