OPINION
Sábado 7 de abril de 2012
Malvinas y sus fantasmas OSVALDO QUIROGA
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PARA LA NACION
O es una novela más sobre la Guerra de Malvinas; tampoco un relato que siga la historia de la contienda ocurrida treinta años atrás. Trasfondo, de Patricia Ratto, convoca, en 143 páginas, los fantasmas de una guerra plagada de engaños, falsificaciones y encubrimientos. Ya en su novela Nudos, Patricia Ratto se ocupaba de las Malvinas a través de algunas historias de ex combatientes. Pero lo que hace en Trasfondo va mucho más allá. A su excelencia literaria hay que sumar el clima de un momento histórico en el que buena parte del país navegó como lo hace este puñado de militares encerrado en un submarino en el que nada termina de funcionar: los torpedos no estallan en los blancos elegidos, los motores se averían en plena travesía y la oscuridad, el desconcierto y el desamparo parecen dominarlo todo. Digámoslo sin miedo: lo único real de esa guerra fueron los chicos muertos y la valentía de algunos aviadores que volaban a ras del mar para cumplir con misiones imposibles. También el coraje de los muchachos de apenas 18 años que se congelaban en las improvisadas trincheras. Lo demás fue el delirio de una dictadura agonizante y la voluntad colonialista de un país lejano. Patricia Ratto, valiéndose de una prosa de rara belleza y admirable precisión, ilumina ese delirio contando la historia de un barco fantasma y su tripulación intentando combatir en un océano donde nada es lo que parece. Tiene razón Martín Kohan cuando en la contratapa afirma: “Patricia Ratto ha escrito con Trasfondo una perfecta novela
En Trasfondo, el lenguaje da cuenta de lo inefable, de lo no dicho que se convierte en la cara más atroz de la guerra de guerra. Perfecta en la dosificación de la acción y la inacción, perfecta en la narración de lo más difícil de narrar que es la espera”. Como en sus novelas anteriores, Pequeños hombres blancos y Nudos, la autora prefiere detenerse en los detalles y describir una atmósfera viciada por la falta de aire, por el encierro, por la convivencia forzada de un puñado de hombres que deambulan en un océano desconocido y amenazante. De pronto, una noticia brutal: “Acaban de confirmarnos que hundieron el crucero General Belgrano, notifica el comandante”. Y entonces lo real de la guerra resuena en estos hombres aturdidos y alguno acaso imagina la sangre, los cuerpos flotando, la confusión, el miedo, el pavor y todo aquello que no figura en ninguna estadística. Trasfondo indaga en lo que no se ve. El lenguaje da cuenta de lo inefable, de lo no dicho que se convierte progresivamente en la cara más atroz de la guerra: el verdadero testigo, como diría Giorgio Agamben, está muerto, lo que queda son relatos difusos, fragmentos de un inmenso fracaso, restos de memoria que sólo la ficción puede reconstruir. “… todos apilados estamos, acaso todos muertos, un ataúd sobre otro, sólo que aún no nos hemos dado cuenta. ¿Podrá en verdad uno morirse y no saberlo?”, reflexiona el narrador. Pero quizá lo más inquietante del texto es la niebla. ¿Puede haber niebla debajo del mar? ¿Cómo llamar a esa oscuridad por la que se desliza el submarino amenazado por el fuego enemigo? La niebla es aquí un tripulante silencioso. Esa misma niebla que recibió al submarino en su regreso a la base de Puerto Belgrano también estuvo siempre en el corazón de la travesía. Los que tenían que regresar con gloria lo hicieron escondidos en la madrugada. Como si la derrota fuera menor cuando se oculta. Aun hoy nuestros muertos en las Malvinas esperan que nos los cubra la niebla. Aunque Patricia Ratto no lo sepa, su novela convoca a fantasmas que nos siguen acompañando. Alguna vez, tal vez, podamos ver las islas sin ese manto de neblina. © LA NACION
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COMO HUMPTY DUMPTY PERMITE COMPRENDER EL DISCURSO POLITICO
La obsesión argentina por el relato CARLOS BALMACEDA PARA LA NACION
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AS teorías lingüísticas del personaje infantil Humpty Dumpty son un asunto muy serio, aunque su figura provoca desconcierto: tiene forma de huevo con ojos, nariz y boca humanos, usa camisa, corbata, pantalones y zapatos. Humpty Dumpty nació en Inglaterra en el siglo XIX. Al principio fue un acertijo y luego una rima y canción infantil, pero, según la tradición francesa, ya formaba parte de los Cuentos de Mamá Oca que se remontan al siglo XVII. Charles Perrault recopiló varios de aquellos relatos anónimos en su libro Historias o Cuentos del tiempo pasado, pero ahí Humpty Dumpty no aparece. Al pedante huevo que habla con agudeza filosófica, y que se hace pedazos al caer ruidosamente del muro en donde se había sentado, le llegó la fama con Lewis Carroll y su cuento A través del espejo y lo que Alicia encontró allí. En el cuento, Alicia y Humpty Dumpty –traducido como Tentetieso– sostienen un diálogo efervescente: –Cuando yo empleo una palabra –insistió Tentetieso en tono desdeñoso– significa lo que yo quiero que signifique…, ¡ni más ni menos! –La cuestión está en saber –objetó Alicia– si usted puede conseguir que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. –La cuestión está en saber –declaró Tentetieso– quién manda aquí…, ¡si ellas o yo!” Este contrapunto provocó múltiples lecturas durante 140 años. Ahora yo lo reinterpreto para comprender el modo en que la palabra relato, surgida en la literatura, extendió su horizonte semántico al campo de la política. Como si Humpty Dumpty hubiera dicho: ¡Yo quiero que la palaba relato signifique “discurso político”!, y ya está, le hicimos caso: ahora el relato es un río de argumentos políticos que participan de la lucha por el poder, y es un conjunto de procedimientos narrativos y discursivos donde confluyen palabras, imágenes, actos y gestos públicos, emblemas y símbolos, espectáculos y otros modos de comunicación masiva. El relato político busca la masividad para lograr la construcción hegemónica de sentido y de realidad. Pero la zambullida semántica del relato en el tumultuoso mar de la política crea graves contradicciones. El significado de las palabras es imposible de gobernar por capricho, aunque Humpty Dumpty diga lo contrario. La lengua no es propiedad de alguien en particular sino que es un patrimonio colectivo, social, y el significado primordial de las palabras suele permanecer latente más allá de los vaivenes del habla. Las contradicciones aparecen cuando las virtudes del relato literario, transferidas al relato político, se convierten en graves defectos que hieren su sentido y significación. Lo aclaro: para mí el relato político es un género narrativo que se organiza con estrategias discursivas pertenecientes al terreno de la ficción. Es más: el relato político, surja de donde surja, es una ficción que quiere reemplazar la realidad y la verdad. Y para lograrlo se construye y se hace circular según las reglas de toda lucha por el poder: debe actuar como una herramienta de combate adaptable y manipulable según las necesidades políticas. Por eso hay un relato para cada tiempo y circunstancia. Aprovecho algunas escenas literarias para explicar lo que pienso. El relato –que deriva del latín relatus– es una forma narrativa que hunde sus raíces en lo más hondo de los tiempos. Es hermano gemelo del cuento y muchas
veces ambos actúan como sinónimos. El relato también tiene lazos sanguíneos con el mito, la leyenda y las crónicas. Por ejemplo: el texto escrito más antiguo de la historia que se conserva es La Epopeya de Gilgamesh, una saga mitológica que tiene más de 3500 años y que se creó mediante la reelaboración de diferentes relatos míticos y legendarios, de origen sumerio y acadio, que giran en torno del héroe Gilgamesh y su dramática búsqueda de la gloria y de la inmortalidad. El relato como narración o cuento se desarrolló de modo mestizo, híbrido, conjuga fantasía y realidad y es subjetivo, simbólico, metafórico. Reformula experiencias individuales y colectivas de acuerdo con las creencias y deseos del que cuenta y no según la verdad de los hechos narrados. El relato no es un testimonio judicial ni una declaración jurada. Es una ficción, aunque el narrador asegure que “los hechos ocurrieron así”. Luego de leer y releer el Relato de un náufrago todavía no logro descifrar dónde está lo cierto y dónde lo imaginado por Gabriel García Márquez, y eso si hay algo cierto en el relato. Lewis Carroll defendió con énfasis –en su obra Lógica simbólica– la relación semántica entre las palabras y la realidad que surge de la teoría de Humpty Dumpty: “Si un autor declara al comienzo de su libro «convengamos en que cuando yo digo negro significaré siempre blanco y que cuando
diga blanco significaré siempre negro», yo aceptaré sin discutir esa convención, por arbitraria que me parezca”. Carroll se ubica sin equívocos en el vasto mar de la literatura, en donde los códigos de la ficción permiten que el narrador gobierne con arbitrariedad las normas y reglas del lenguaje. Pero en la realidad cotidiana, en nuestra vida de todos los días, los caprichos semánticos reproducen el caos de la Torre de Babel. Nadie puede manipular sin ton ni son el significado de las palabras sin chocar con las paredes. Tampoco la política. La capacidad del relato político de construir versiones alternativas de la realidad y la historia se funda sobre la posibilidad que existe de reinterpretar y transmutar el sentido del pasado y sus lazos con el presente. El famoso escritor norteamericano Theodore Sturgeon, autor de poéticas novelas y relatos de fantasía científica, acuñó una frase que se conoce como La Ley de Sturgeon. La frase dice: Nothing is always absolutely so, que traducido significa: “Nada es siempre absolutamente así”. La versión argentina de la Ley de Sturgeon es el insólito: “Eso no es tan así”, lo que implica que las cosas pueden ser más o menos de otro modo. Pero atención que Sturgeon se refería a la literatura, donde la realidad puede subvertirse y trastocarse sin límites. Si nada es siempre absolutamente así, los escritores pueden contar
las cosas a su antojo y cada versión será un relato distinto. La vida de Jesús fue narrada de modo muy diverso y magistral por los novelistas Norman Mailer, José Saramago y Robert Graves. Pero, en el fragor del relato político, la Ley de Sturgeon disuelve las certezas, erosiona las convicciones, relativiza las verdades y vuelve opacas las certidumbres. No hay modo cierto de saber cómo son las cosas porque siempre pueden ser de otro modo. Es el maravilloso reino de la subjetividad y la perspectiva, tan propio de nuestros tiempos posmodernos. También es el mundo del “yo digo lo que quiero decir y las cosas son como yo digo” que propone Humpty Dumpty. Así es como el relato siempre queda impregnado por la subjetividad del relator porque no existe un relator objetivo. El “yo” que habla y enuncia siempre cuenta lo que quiere contar y calla lo que quiere callar. El silencio también forma parte del relato, y ningún relato es completo: es siempre una versión de los hechos. Incluso, el relato puede ser inverosímil o increíble: salvo los chicos, nadie imagina que El Gato con Botas o Caperucita Roja son relatos ciertos y verosímiles. Pero el relato político quiere instituirse como un relato verosímil, real y verdadero, y entonces debe transformar su naturaleza subjetiva en otra de carácter objetivo. Al hacerlo fragmenta la realidad y disfraza la verdad. Advertencia: los cultores del relato político deben saber que la cualidad revolucionaria de las palabras y el discurso no se sujeta al poder autócrata de quien los enuncia sino a la libre interpretación de quien los escucha. A eso se refiere Alicia cuando le responde a Humpty Dumpty: “La cuestión está en saber si usted puede conseguir que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes”. Ni siquiera Humpty Dumpty pudo. ¿Alguien puede? En Las ciudades invisibles, Italo Calvino incluye media docena de veces la palabra relato para referirse al modo en que Marco Polo le cuenta sus viajes por el mundo al emperador de los tártaros, Kublai Kan. El libro es de 1972 y por la lucidez de sus diálogos y reflexiones contagió el espíritu de lingüistas, filósofos y semiólogos. En un párrafo, le dice Marco Polo al Gran Kan: –Lo que comanda el relato no es la voz, es el oído. –(Kublai Kan contesta) A veces me parece que tu voz me llega de lejos, mientras soy prisionero de un presente vistoso e invisible… Y en otro tramo del libro leemos lo que cuenta el narrador: “Con el paso del tiempo, en los relatos de Marco Polo las palabras fueron sustituyendo los objetos y los gestos…” Acá tal vez haya una premonición: quizás el relato político busca sustituir la realidad por las palabras para que todos quedemos presos de un presente vistoso e invisible; y tal vez busca reemplazar la historia por el discurso, y desplazar la verdad para instaurar el dogmatismo, y distorsionar la memoria para entronizar una leyenda. Pero en la naturaleza del relato está inscripto su destino de ficción y a eso se refiere la bella Seküre en las últimas dos líneas de la novela Me llamo rojo, del premio Nobel Orhan Pamuk: “Porque no hay mentira a la que no sea capaz de recurrir con tal de que la historia sea hermosa y nos la creamos”. © LA NACION El autor es escritor
Los adolescentes, el dilema de la TV ROXANA MORDUCHOWICZ
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NTES de que comience el nuevo “año televisivo” es interesante revisar lo que sucedió el año pasado en relación con los programas televisivos para chicos y adolescentes. La televisión abierta privada de 2011 ofreció 222 ciclos diferentes. De ellos, menos de un 10% estuvo destinado especialmente a niños y jóvenes. La gran mayoría fueron dibujos animados extranjeros y series norteamericanas. Casi todos los programas se emitieron muy temprano a la mañana. Muchos comenzaban a las 6, más para cumplir con una obligación legal (emitir una cantidad de horas diarias) que por tratarse de un buen horario para la audiencia infantil. No hay casi programas para chicos y adolescentes que se extiendan más allá del mediodía, precisamente cuando empieza a contar el rating televisivo (de 12 a 24). Los chicos y adolescentes “están fuera del rating”, en horarios intrascendentes, que poco importan. Sorprende que algunos de estos programas tengan muchos años de existencia y se remonten a las infancias de quienes hoy están en la universidad: El Zorro, Brigada A y El Chavo son algunos ejemplos. Entre los programas nacionales, varios son sólo repeticiones de años anteriores: tal el caso de Chiquititas, Floricienta y Piñón Fijo. Las escasas ficciones para adolescentes tienen tramas muy simples, personajes estereotipados y conflictos muy antiguos.
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Pareciera que la única manera de acercarse a la cultura juvenil en una ficción es mostrando a los personajes usando celulares, mandando mensajes de texto o chateando. La imagen más frecuente que la televisión suele dar de los más jóvenes es de conflicto. Cuando hablan de los adolescentes, las noticias suelen sobre todo mencionar la violencia escolar, el fracaso educativo, la drogadicción, la anorexia, la bulimia, la deserción escolar, la depresión, el alcoholismo y el embarazo precoz. En la ficción, en cambio, la imagen de los jóvenes es completamente opuesta: son ricos, estudian, tienen éxito y sus problemas son básicamente por amor (o por falta de amor). Muy de vez en cuando aparece algún adolescente que escapa a estos dos arquetipos. Los personajes de estas emisiones viven por lo general en un mundo de abundancia (en barrios cerrados o countries) en el que la pobreza parece no existir. ¿Cuál es el riesgo de esta manera de hablar sobre los adolescentes? El efecto más importante es la legitimación de una imagen, a la que hace aparecer como normal y así representada, esa imagen pasa a formar parte natural de la vida. Los adolescentes son –según los escasos programas para ellos– marginales, peligrosos, violentos y conflictivos o bien ricos, despreocupados y superficiales. Millones de chicos que viven en la Argentina no
pertenecen ni se sienten incluidos en ninguna de estas categorías. Por otro lado, los ciclos de entretenimiento destinados a adolescentes siguen la misma línea: son repetitivos, no innovan y remiten a formatos de décadas atrás. A la luz de estos datos, es posible definir cómo piensa la televisión a los más jóvenes. Para ella, no son un público relevante, no han cambiado demasiado desde los años 70 y tienen las mismas preocupaciones y conflictos que dos o tres décadas atrás.
El riesgo, sin programas de calidad, es que la falta de opciones sea el motivo de los adolescentes para encender la TV La TV juvenil no ha cambiado quizá porque crea que los menores de 18 están más pendientes de Internet que de la pantalla chica. La realidad, en cambio, es bien diferente. Los chicos –igual que los ancianos– son los espectadores más fieles que tiene hoy la TV. Para los adolescentes argentinos, la televisión es el medio de mayor presencia en su tiempo libre y el que más lamentarían perder si mañana desapareciera. La pantalla ocupa tres horas diarias en la vida de los chicos y es la actividad que
más comparten en familia, antes que navegar por Internet, comer, hablar y hacer la tarea. Desde que apareció la televisión, en la década del 50, los primeros hogares que contaron con la pantalla en su casa fueron aquellos en los que había chicos. Hoy, se sabe que las casas que cuentan con más de un televisor son aquellas en las que hay adolescentes. Y cada vez más habitaciones de chicos en edad escolar primaria y secundaria cuentan con un televisor. Sin embargo, ¿qué programación le ofrece la TV a un público que le confía tantas horas diarias y con tanta expectativa? Este sería un excelente interrogante para un departamento de “niños y jóvenes” que en cada canal pudiera pensar la cultura juvenil y generar propuestas innovadoras, creativas, arriesgadas y no estereotipadas, para el más fiel de sus públicos. Una reciente encuesta nacional entre adolescentes de todo el país reflejó que la mayoría de los chicos argentinos encienden la televisión para ver qué hay, sin saber qué quieren ver. Este dato no puede sorprender: cuando no hay programación de calidad, se corre el riesgo de que la falta de opciones sea el único motivo de los adolescentes para encender la televisión. Y sólo para ver qué hay. © LA NACION La autora dirige el Programa Escuela y Medios en el Ministerio de Educación de la Nación