OPINION
Jueves 30 de agosto de 2012
L
PARA LA NACION
A sonriente presencia del vicepresidente Boudou en el debate senatorial sobre la expropiación de una empresa a la que se hallaría vinculado y el modo en que tramitó en la Cámara de Diputados el proyecto de transferencia de los depósitos judiciales del Banco Ciudad al Banco de la Nación Argentina muestran las nocivas consecuencias de la falta de una regulación específica de ética pública en el Congreso de la Nación. La necesidad de una normativa que permita garantizar la independencia y la transparencia de la función parlamentaria fue satisfecha en diversos países de la región, como es el caso de Chile, pero permanece como una cuenta pendiente de nuestro Congreso. Esto no significa que los legisladores estemos exentos de cumplir con los deberes aplicables a quienes ejercen la función pública, de acuerdo con la ley vigente de ética en el ejercicio de la función pública. En razón de esta ley, todos los funcionarios de los poderes Ejecutivo –sean o no elegidos por el voto popular–, Legislativo, Judicial y de otros organismos públicos centralizados o descentralizados debemos abstenernos de intervenir en todo asunto cuyo resultado pudiera beneficiarnos. Sin embargo, Boudou, pese a la existencia de una causa judicial que investiga sus conexiones y las de sus amigos con la empresa cuyas deudas pagará a partir de ahora el Estado nacional, además de dirigir el debate en el Senado pudo haber intervenido y dirimido la cuestión con su voto en caso de un empate, tal como lo puso de relieve la senadora Laura Montero. De manera similar, en la sesión de Diputados del 8 del actual, así como en los debates previos en las comisiones, el diputado Carlos Heller, quien preside un banco que compite directamente con el banco afectado por el proyecto que ahora se halla en estudio en el Senado, fue el miembro informante de la fuerza política que terminó aprobando esta iniciativa. El diputado Heller, además de ocupar desde 2005 el cargo de presidente del banco, fue gerente general de la entidad desde 1979. Dada esa trayectoria, es razonable la existencia de múltiples lazos con la institución. La posibilidad de que su intervención protagónica pudiese provocar un beneficio para el banco con el que está vinculado debió haber motivado, al menos, una explicación de los posibles elementos peligrosos para su independencia e imparcialidad. Frente a ello, es absolutamente irrelevante que se trate de una cooperativa, como trataron de justificar en el bloque oficialista. La falta de aplicación de la ley 25.188 de ética pública en el Congreso y la ausencia de, por lo menos, una agencia específica idónea en el Congreso para controlar el comportamiento ético del cuerpo parlamentario permiten que se pasen por alto conflictos de interés, dando lugar a bochornos como los que mencionamos. La posibilidad de que un legislador sea a la vez lobbysta de intereses distintos de los públicos no está suficientemente neutralizada por los mecanismos existentes, y tal ausencia de control provoca que la forma en que se toman las decisiones quede bajo sospecha. © LA NACION El autor es diputado nacional (UCR) y fue fiscal nacional de Investigaciones Administrativas
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OLA DE VIOLENCIA SEXISTA
Baches de ética en el Congreso MANUEL GARRIDO
I
La mujer golpeada de cada día FERNANDA SANDEZ PARA LA NACION
S
ON diez segundos. La nena, de espaldas a la cámara y con campera rosada, es la única figura inmóvil. Permanece quieta –petrificada– mientras un hombre golpea a una mujer. El se llama Julián Bilbao, ella se llama Natalia Riquelme y la nena (la hija en común, de cinco años) mira una escena que, como ella, no tiene nombre. Una en la que un señor alto se ensaña con alguien que ataja los golpes como puede. La nena, en cambio, no puede nada: ni atajar lo que ve, ni hacer demasiado. Son cinco años contra veintinueve, alto contra bajita, ellas dos (madre e hija) contra todo lo demás. Y si algo sabe el agresor es precisamente eso: que “todo lo demás” está de su lado. Que –en el país donde alguna vez las paredes gritaron “¡Grande, Barreda!”, aquí donde muere casi una mujer por día a manos de alguien de su círculo íntimo– tiene todo para seguir haciendo eso que hace. Eso que siempre hizo con Natalia, eso que siguió haciendo a pesar de las casi veinte denuncias, eso que posiblemente vuelva a hacer dentro de tres meses, cuando concluya la orden de alejamiento dictada por una jueza. Así de clara fue la justicia argentina; sólo le pidió resistir por noventa días sus ganas de golpear. A otros ni siquiera se les pidió tanto y los dejaron hacer tranquilos. Las tres acuchilladas de Benavídez (una abuela, una joven, una niña –familiares de la ex pareja del asesino–) y la chica muerta a tiros por su ex novio, en Banfield, no hacen más que confirmar lo que ya todos sabemos: que estamos en temporada de caza de mujeres. Tres años atrás, la aprobación de la ley 26.485 fue saludada con bombos y platillos. Sin embargo, cosas y palabras han probado ir por carriles bien distintos. Porque si bien la llamada ley “de protección integral” le da a cada matiz del salvajismo contra la mujer una denominación, el fenómeno va en aumento. Tenemos pues la ley, y tenemos la trampa: creer que por algún mecanismo mágico la sola mención de las cosas bastará para empezar a remediarlas. ¿Que algo es mejor que nada? Sin duda. Sobre todo porque, como alguna vez dijo Griselda Gambaro, “el crimen que no se nombra es menos crimen porque la palabra es el primer testigo incómodo”. Tenemos ahora pues unas palabras para nombrar el crimen largamente escondido casa adentro, y hasta una ley para decirnos algo más de todo eso. Siete países de América latina y once estados en México han aprobado leyes que buscan penar la forma más extrema de violencia sexista: el femicidio, otra palabra relativamente nueva para aludir a aquella vieja costumbre de matar a una mujer como el último acto de una cadena de maltrato. En la Argentina, incluso, avanza un proyecto de ley –ya con dictamen en las comisiones de Derecho Penal y Familia, Niñez y Adolescencia– que, a grandes rasgos, propone la cadena perpetua para los femicidas, contempla los llamados “femicidios relacionados” (cuando se asesina a un niño sólo para atormentar a su madre, como en el caso de Benavídez) y propone que la supuesta infidelidad de la víctima no termine beneficiando al asesino. Con todo, la brecha entre la realidad y la nube de buenas intenciones nunca parece haber sido tan brutal. Porque basta con mirar más allá de la ley y de los proyectos de ley para entender que no vamos bien.
“Lo hice por venganza. Ella me había abandonado”, dijo Juan Carlos Cardozo, el asesino de Benavídez, luego de matar a la madre, la hermana y la hija de su ex. “Vos no hacés caso. Ese es el problema: que vos no hacés caso”, me repetía mi ex suegra, como un mantra. Hace casi tres siglos, en el Emilio o la educación, Jean Jacques Rousseau reflexionaba sobre varones y mujeres, y anotaba: “Nosotros, sin ellas, subsistiríamos mejor que ellas sin nosotros. Para que posean lo que necesitan en su estado es preciso que se lo demos, que se lo queramos dar, que las reputemos dignas; depende así de nuestros afectos, del precio que pongamos a su mérito. Por ley natural las mujeres, tanto por sí como por sus hijos, están a merced de los hombres, y no es suficiente que sean apreciables; es indispensable que sean amadas”. Las cosas no han cambiado tanto desde entonces. Una minifalda por allá, una doble jornada laboral por acá, sobredosis de discurso igualitario por todos lados y
En la Argentina, resulta más relevante llevar un registro de los autos robados que de las mujeres asesinadas
Nada bien. Cuando un hecho –cualquier hecho– comienza a repetirse, los medios de comunicación suelen dedicarle una sección especial. Así pasó con la inseguridad, y así pasa hoy con la violencia sexista. Y eso es lo grave: convertida en volanta, vuelta espacio a rellenar con la golpeada o la muerta nuestra de cada día, la violencia de género ha dejado de ser excepción para convertirse en regla. La nueva quemada, la pateada en la calle, la picaneada, son apenas una más en la serie. La última en una lista que no para de crecer y que, valga la aclaración, no es oficial. En la Argentina, de hecho, resulta más relevante llevar un registro de los autos robados que de las mujeres asesinadas, por lo que la principal fuente de datos al respecto es el Observatorio de Femicidios Maricel Zambrano, creado por la ONG La casa del encuentro. Se dice allí que en 2010 hubo 260 femicidios, 282 en 2011 y que, en lo que va de 2012, el cuenta cadáveres marca 119. ¿Pocas?¿Muchas? ¿Hay, acaso, una cifra “esperable”? Seguramente, no. Lo único invariable, omnipresente, es la matriz de desigualdad que subyace a todos estos hechos y contribuye a que se repitan. ¿Por qué?
Porque quien desoye una denuncia formulada no una sino ochenta veces, lo que dice en realidad es que esa voz no importa. (“Exagerada, como buena mina”) Porque quien deja salir de prisión al que convirtió a su esposa en una antorcha humana, dice que el crimen no fue tan crimen. (“Los que se pelean, se aman”) Porque quien siente que en el momento de la agresión es más importante registrar eso en un video que auxiliar a la víctima dice (sin decirlo) que se le tiene más fe a una filmación que a la denunciante. Que, como hasta hace no tanto tiempo, mujeres, niños e incapaces vienen a ser más o menos lo mismo. Formas imperfectas de humanidad, menos valiosas y, desde luego, menos confiables. “Mi marido me pega lo normal”, decía hace años una mujer española, dichosa de tener “sólo” un ojo en compota. “Si una violación es legítima, el cuerpo de la mujer tiene cómo deshacerse de eso”, dijo el senador republicano Todd Akin, quien se opone al aborto aún en caso de violación. “Vos me convertiste en este monstruo”, le decía Julián Bilbao a la mujer que solía usar de putchingball.
aquí no ha pasado nada. Especialmente porque, a fuerza de persistencia y repetición, los patrones de descalificación y violencia ya son parte de nuestro modo de mirar, pensar, hacer. ¡Guay del nene al que no le guste el fútbol o de la nena que no quiera desfilar y tirar besitos a cámara! Puede incluso que –cediendo a esa tendencia tan humana de contemplar el mundo desde las alturas del propio ombligo– lleguemos a pensar que la condición de la mujer ha mejorado mucho sólo porque no hay cerca quien tenga catorce hijos o haya muerto de parto. De nuevo, apariencia pura. Que las redes de control sexista se hayan vuelto transparentes no significa que hayan desaparecido; como mucho, se han perfeccionado en el arte del mimetismo. En eso de estar ahí sin que siquiera las veamos, enquistadas en el corazón de cada una de las instituciones a las que recurre una mujer desesperada. Listas para desestimar las denuncias, llamar al agresor y ponerlo sobre aviso, pedir moretones probatorios, testigos, filmaciones. La pila de cadáveres que no para de crecer habla de eso: de su intacta capacidad de matar. Pero también de los peligros del “como si”. De creer, por ejemplo, que se está haciendo algo cuando para muchas mujeres la denuncia no es siquiera una opción porque no tienen herramientas para valerse solas, ni adónde ir. Cuando las políticas integrales son mera enunciación, el personal capacitado sólo figura en los papeles y las partidas presupuestarias nunca son las que se necesitan.. Cuando, en definitiva, lo único que se ha hecho es repetirles a los violentos que pueden seguir adelante. Que no pasa nada. Que nosotros –todos nosotros– somos la niña sumisa con la que soñaba Rosseau. La nena de campera rosada, viendo a los cinco años –y en diez segundos- una muestra del futuro que le tenemos reservado. © LA NACION
Estrategias de dominación E
N momentos en los que circulan pronunciamientos de sectores de la cultura en favor de la re-reelección presidencial, se actualiza la cuestión de las estrategias oficiales de dominación para incidir en las subjetividades colectivas. Desde la perspectiva de esos sectores de la cultura que apoyan la re-reelección, Cristina Fernández sería una líder irreemplazable de un proceso de transformaciones sociales profundas que se estaría desarrollando en la Argentina y, por ese motivo, objeto central del ataque de los grandes poderes, en particular del poder mediático. La re-reelección vendría a garantizar la continuidad del “Proyecto”, definido como nacional y popular –o si se quiere, progresista–, una premisa, o más bien “una verdad”, que reclama ser motivo de creencia, ya que sus contenidos nunca se formularon claramente ni se expusieron al debate público. Después de casi una década de gobierno, se impone entonces la pregunta de qué es lo que ha cambiado. Obviamente ha cambiado la composición del grupo hegemónico en el poder. Pero no sólo no se ha modificado la dependencia, sino que cada vez es mayor la penetración y concentración de las corporaciones y la extranjerización de la tierra. Se sigue dependiendo del éxito de las cosechas, se impone crecientemente el monocultivo de soja y los beneficiarios son los grandes pools y las agroexportadoras. No se ha resuelto la crisis energética, de la vivienda, del transporte, de la salud, de la educación. La contaminación y el
DIANA KORDON, LUCILA EDELMAN Y DARIO LAGOS PARA LA NACION riesgo ambiental crecen de la mano de la megaminería y las demandas de los pueblos originarios por sus tierras son desoídas. Los muertos en las protestas sociales son la expresión más dolorosa del avance en la criminalización de las luchas sociales. La respuesta a estos cuestionamientos, en el mejor de los casos, es la aceptación de “lo que falta” a cambio de la afirmación de una certeza, que nos exige complicidad, de que estamos en el camino de resolución de los grandes problemas del país. Como fundamento de esa certeza, surge inmediatamente la comparación con la extrema situación de 2001 que ha dejado huella. Las vivencias de desamparo e indefensión, la sensación de disgregación del cuerpo social como apuntalador de la pertenencia y de la identidad, y la incertidumbre acerca del futuro quedaron inscriptas en la memoria colectiva como marcas traumáticas. Y las huellas traumáticas, como las de la dictadura o las de la crisis hiperinflacionaria, acechan como fantasmas al imaginario colectivo. Frente a semejante comparación, es evidente que la situación social ha tenido algunas mejoras. En particular, y en el contexto de una situación económica favorable para toda la región, se redujo relativamente la desocupación, se consiguió cierta recomposición salarial y se tomaron algunas medidas paliativas para reducir la gravísima situación de los sectores más vulnerables. Esto ha producido cierto alivio y es la base objetiva sobre la que operan los discursos y las maniobras de manipulación de la opinión pública por parte del Gobierno.
Pero después de casi una década, estos aspectos, en sí mismos, no son indicadores de ninguna transformación social. El Gobierno sí tiene una percepción afinada de las necesidades y aspiraciones de amplios sectores sociales. Esta percepción la utiliza para impulsar la “sintonía fina” que significa hoy ir aplicando el ajuste por partes y por sectores diferenciales para enmascarar los reales intereses que defiende e impedir el desarrollo de una respuesta
La expresión “esto es lo posible” funciona como elemento tranquilizador para la conciencia de algunos social unificada. Por otro lado, como hacía el menemismo, deriva a las provincias parte de esta “ingrata” tarea. La expresión “esto es lo posible”, que se utiliza como argumento universal y como una verdad indiscutible, funciona como elemento tranquilizador para la conciencia de algunos, pero sobre todo como instrumento de control social, marcando el campo estricto en el interior del cual deben canalizarse las inquietudes. Precisamente, el control social es eficaz en tanto que hace que se naturalicen las ideas y las acciones que propone el discurso hegemónico y, por lo tanto, habilita el camino a la instrumentación alienatoria. Se establece una lógica binaria: o se
está con el Gobierno, y en consecuencia con el proyecto nacional y popular que ellos encarnan, o se es parte de “la corpo”. Este mecanismo de ubicar al otro según una lógica excluyente produce un efecto de culpabilización e intimidación que promueve el silencio y la parálisis. Desde esa perspectiva, a lo largo de todos estos años, han estimulado la división de todas las organizaciones sociales, práctica absolutamente contradictoria con su discurso de ser impulsores de la unidad nacional y popular. En esa política de dividir, dividir, dividir, se inscribe la mecánica de la cooptación. Y lo más grave de ésta –que incluye no sólo el apoyo político, sino también la utilización de fondos públicos o el otorgamiento de puestos en el Estado– es que aquellos que son absorbidos abandonan sus demandas históricas en función del apoyo político que pasan a brindar. Debemos reconocerle al kirchnerismo un acierto importante: siendo gobierno, ha logrado exhibirse como si fuera oposición. Esto se acompaña de un discurso épico en el que Cristina Kirchner se autoproclama abanderada de las necesidades y los anhelos de los sectores más desposeídos mientras enmascara los reales intereses que defiende. Obviamente, mantiene oculta la enorme cuota de poder político y económico que ha acumulado en estos casi diez años, su papel hegemónico en las estructuras del poder real de la Argentina actual y la utilización que hace del Estado en función de su crecimiento como grupo económico.
También le reconocemos la “creatividad” discursiva y la arbitrariedad en el decir y no decir. Llamar desendeudamiento al pago de la deuda externa, apoyar a las corporaciones multinacionales como si éstas favorecieran el desarrollo industrial al servicio de intereses nacionales, defender el “truchaje” de los datos del Indec como ejercicios de libertad son ejemplos de esta “creatividad”. El no decir, en particular, tuvo su expresión paradigmática en el silencio indiferente ante un hecho como la masacre de Once. También se expresó en la sanción del engendro fascistoide de la ley antiterrorista, como si ésta no hubiera sido producto de su propia decisión. Reconocemos también la audacia. Cómo entender si no la sesión del Senado en la que se trató la expropiación de Ciccone, presidida justamente por Amado Boudou. Esta escena, que quisiéramos considerar como un paso de comedia, nos acerca, en realidad, al drama del ejercicio impune del poder que naturaliza la corrupción. La crisis va develando, relativamente, lo que se pretende ocultar. Y lo engañoso se va haciendo más grosero y evidente. La evaluación oficial del valor de la canasta familiar no resiste el más mínimo análisis, ni siquiera desde el sentido común o de la experiencia de la vida cotidiana. La ilusión de la excepcionalidad del “modelo argentino” ha entrado también en crisis. © LA NACION Los autores son médicos psiquiatras, integrantes de Plataforma 2012