LA MALA CONCIENCIA
Cinco años sin saber nada de Ester y de repente esa noticia que parecía sacada de las páginas de un periódico amarillo. ¿Qué se hace en esos casos? ¿Se olvidan los rencores y se acude en ayuda? Hubiese sido lo cristiano, pero con Ester comportarse cristianamente podía acarrear serios problemas. Difícil definir cuál era la primera impresión que causaba. Era hosca, es verdad, pero eso, después de los años que yo llevaba viviendo en el sur andino, no me llamaba la atención. Era también un tanto esquiva, aunque quizá este sea un juicio a posteriori. Más justo sería decir que era retraída, con unos destellos de ironía que eran señal clara de inteligencia o, por lo menos, de agudeza. Y en cuanto a lo físico la impresión era igual de ambigua. Ni linda ni fea, ni chata ni alta, ni gorda ni flaca. A ratos, sobre todo cuando sonreía, su rostro parecía simpático, pero al instante siguiente podía lucir más bien desagradable. ¿Qué me atrajo de ella? ¿Por qué de todo ese grupo de jóvenes con los que en adelante me tocaría trabajar me fijé precisamente en el patito feo? —¿De dónde eres? —le pregunté. —De Ayaviri. —¿De Ayaviri? No mientas. Yo he trabajado en Ayaviri y conozco a todo el mundo. No recuerdo a ninguna familia Saldívar. —Es que somos de otro sitio... —se justificó. —¿De dónde? —Pero he crecido en Ayaviri... —¿Nunca respondes de frente?
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—¿Cómo que no? Si justamente te estoy explicando... —¡Más evasivas! ¿Dónde has nacido? —¡Ni que eso fuera importante! He vivido en Ayaviri hasta terminar el colegio y después me vine a hacer la carrera en Puno. —¿De qué te avergüenzas? Ayaviri, la punta del cerro, Lima, París, ¿qué más da dónde has nacido? —Eso es lo que te estoy diciendo... Conozco su pueblo natal. Es un puñado de casas a orillas de una hermosa laguna cordillerana. Unas son de indios, otras de mistis, pero para saber quién es quién en el pueblo hay que ser de allí. Todos, indios y mistis, tienen el mismo rostro cetrino, la misma mirada torva, los mismos rasgos angulosos. En Ester su procedencia se notaba en la nariz, en apariencia bonita, respingada, pero bien mirada más bien un tanto ñata, de fosas demasiado abiertas, adaptadas para atrapar el poco oxígeno que se respira sobre los cuatro mil metros de altura. En algún momento, cuando decidí que con ella podía ir más allá de una simple amistad, introduje en nuestra conversación el tema de las tentaciones y el pecado. Con mucho cuidado al comienzo, a modo de ir tanteando el terreno. —¡Cómo se nota que no sabes nada de la vida! —la hacía rabiar. —¡Y tú menos! ¡Serás mi mayor, pero tampoco eres experimentado! —¡No te engañes! ¡Acuérdate de los lobos con piel de cordero! —trataba de intrigarla. —¡Tú de lobo solo tienes la barba! —se reía Ester. —Eso crees. Aquí donde me ves soy peor que un lobo, soy el demonio. ¿No tienes miedo a las tentaciones? —... —silencio.
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—¿Tanto confías en tu entereza? —... —más silencio. Unos escarceos bastante torpes, hasta ridículos la verdad, pero inevitables. Las mujeres jóvenes llegan a extremos increíbles de incoherencia: les encanta jugar con fuego, pero si se les chamusca apenas la yema de un dedo, ponen el grito en el cielo. ¿De qué otra manera podía asegurarme de que Ester no se escandalizaría al darse cuenta de mis intenciones? Tenía que seguir jugando al tonto jueguito del diablo que pone a prueba la virtud de la muchacha inocente. —¿Un partidito de pinki? —le propuse una noche que pasábamos delante de uno. —¡Ya! —se le iluminaron los ojitos. El pinki es de lejos el juego favorito de los jóvenes católicos, pero los curas, después de tantos años en el seminario, lo jugamos mejor. —¿Qué te apuestas? —le pregunté mientras estábamos calentando. —Lo que quieras —me dejó como siempre la iniciativa. —¿Un cine? —Ya —asintió sin despegar los ojos de la bola. —El que queda aquí al lado —puntualicé. Ester se olvidó del juego y me miró sorprendida. —¿Qué? ¿No te atreves? —¿Tú te atreves? —devolvió la pregunta a mi cancha. En el cine del que estábamos hablando solo pasaban películas pornográficas. Yo planeaba hacer durar el partido hasta que la función estuviese empezada, ver un poco y salirnos con las mismas. —Tú no terminas de creer que soy un demonio, ¿no? Todavía estás a tiempo de rechazar la apuesta. —¡Te voy a ganar! —dijo resuelta. —¡Eso veremos! —me alegré.
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Se defendió con uñas y dientes, recurrió a tácticas vedadas como los molinetes o sacudir la mesa, pero igual cayó derrotada. —¿Tienes para pagar la apuesta o te presto? —le pregunté con sorna. —Tengo —sacó a relucir su orgullo. La película, como calculé, llevaba rato empezada. Los escasos espectadores, todos hombres, estaban hipnotizados por la escena que se veía en la pantalla. —Tápate los ojos. ¡No mires! —le susurre al oído a Ester, pero ni siquiera volteó la cabeza. Me concentré yo también un rato en las imágenes, pero casi de inmediato empecé a sentirme incómodo. No solo por la presencia de Ester. Creo que incluso estando solo me hubiera turbado ese coito tan explícito que se prolongaba eternamente y que encima parecía una demostración de las habilidades gimnásticas de la protagonista. —¿Tú crees que una mujer normal pueda hacer eso? —le comenté a Ester, pero volvió a ignorarme—. ¡Vamos ya! —aproveché que por fin hubo un cambio de escena. Nos alejamos del cine en silencio, pero era un silencio que, pasado el primer momento, poco tenía que ver con lo que acabábamos de presenciar. Nos estábamos midiendo más bien: Ester esperaba cuál sería mi siguiente paso y yo calculaba mi jugada. —¿Y ahora? ¿El domingo a confesarte? —moví cuidadosamente una ficha. —¿A confesarme? ¡Estás loco! Yo no les cuento mi vida a los curas. —¿Cómo es eso? ¿No te confiesas? —me asombré. —Claro que sí, pero sola ante Dios. —Ah, bueno, le contarás entonces este pecadito. —¿Eso te parece pecado? A mí solo me parece una mala película —se dio el lujo de ironizar.
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Era la señal que yo estaba esperando. La siguiente vez que llegó a visitarme le advertí, ni bien tomó asiento, que se cuidase, que otra vez el demonio se había posesionado de mí, que no era dueño de mis actos. —¡Fuchi!, ¡fuchi! —formó una cruz con los índices de las manos para exorcizarme y eso nos hizo reír. Aprovechando el instante de complicidad, me acerqué y le besé apenas en los labios. Me aparté de inmediato para ver su reacción, pero imposible saber qué pensaba: ¡estaba inmutable cual esfinge andina! Transcurrieron unos segundos que me parecieron eternos, con los dos jugando a quién pestañea primero, hasta que por fin Ester decidió lanzarse a la piscina: se me acercó sin dejar de mirarme fijamente y me devolvió el beso. Al rato ya estábamos en mi habitación, en la cama, yo encima de Ester y ella recibiéndome con las piernas abiertas, como si fuésemos a hacer el amor. Mejor dicho, estábamos haciendo el amor, sin desvestirnos, es verdad, pero quizá por eso mismo alocadamente, con furor, con tanto furor que no nos preocupábamos por acompasar los impetuosos movimientos de nuestros cuerpos. Cuando terminamos, yo estaba doblemente asombrado: por lo que había ocurrido y por como Ester se había movido. Sobre todo por esto último. No pude contenerme y se lo dije, al oído para no azorarla: —Nunca había estado con una mujer tan fogosa. ¡Eres increíble! ¡Eres... como un volcán! Ester no hizo ningún comentario. No dejó traslucir tampoco si mis palabras le agradaron o le molestaron. —La próxima vez tenemos que hacerlo sin ropa —insistí—. ¿Me lo prometes? ¡Prométemelo! —¡Es tarde! Me tengo que ir —no quiso comprometerse a nada.
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¡Calentadoras! Así les dicen a las chicas que tienen la pésima costumbre de echarse para atrás en el momento decisivo. ¿Sería Ester una de ellas? Solo había una forma de averiguarlo: la invité de nuevo y, al rato de estar restregándonos, intenté desabotonarle el pantalón. Fue como romper el conjuro que la tenía convertida en una odalisca. —¿No quieres que hagamos el amor? —pregunté retirándome a un lado. —No es eso —dejó Ester una rendijita abierta. —¡¿Tienes miedo?! —me alegré, pues creí entender lo que pasaba—. ¡No seas tontita! ¡Voy a cuidarme! —... —¿No me crees? Yo soy el principal interesado en que no nos llevemos un susto. —... —¡Ester! —le rogué buscando su mirada. —No tengo miedo de quedar embarazada —habló por fin. —¿De qué tienes miedo entonces? ¿De estar con un cura? —No. Eso sería más bien una ventaja. Pecado y absolución vienen juntos, como en oferta —salió con sus ironías de siempre. —Te estoy hablando en serio. ¿Por qué no quieres estar conmigo? —... —¡Ester! —comencé a desesperarme. —Está bien, te voy a contar. Tengo miedo porque... me han violado. —¡¿Qué?! —no podía creer lo que estaba escuchando—. ¿Cómo que te han violado? ¿Cuándo? ¿Quién? —¡Qué importa eso! ¡He sido violada! —repitió poniendo esa cara que no me gustaba.
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Durante buen rato no supe reaccionar, como si estuviera ante algo sucio, ante un tipo de suciedad que nunca había visto y que no sabía cómo limpiar. —¡Ves! ¡Ahora no vas a querer saber nada conmigo! —me sacó Ester de mi pasmo. —¡Cómo se te ocurre decir eso! ¡Estás loca! —le escondí mis verdaderos sentimientos. Necesitaba ganar tiempo para encontrar en mí al cura que debe brindar consuelo hasta en las peores circunstancias. La terrible historia que me contó Ester había ocurrido unos años antes, en sus tiempos de militante de izquierda. El tipo que la forzó era el famoso Negro Chávez, uno de esos matones que los partidos tenían en sus fuerzas de choque. Fue una noche que salían los dos de una reunión de cédula en la universidad. El Negro, contando una mentira, se hizo acompañar a un sitio apartado y allí abusó de ella. Según parece, Ester perdió en algún momento el conocimiento y cuando se descubrió a sí misma tirada en el suelo, con la entrepierna adolorida y ensangrentada, no podía entender lo que le había pasado, no podía creerlo. Era tal su estado de shock que al salir finalmente de la universidad estuvo horas deambulando sin saber qué hacer: ¿volver a su casa?, ¿ir a la Policía?, ¿quejarse con alguno de los dirigentes del partido?, ¿llamar a su novio por teléfono? Optó por esto último, pero el silencio que se hizo al otro lado de la línea le hizo entender que la pesadilla recién empezaba. ¿Quién se portó peor? ¿El Negro Chávez? ¿El novio? ¿El partido? El Negro podía ser de izquierda, pero en el fondo era solo un delincuente de la peor calaña. ¡No solo abusó de una muchacha que le imploraba que no hiciese eso, que juraba —y era cierto— que nunca había estado con un hombre! ¡Encima la dejó tirada, en un estado en el que le pudo pasar cualquier cosa! Los dirigentes del partido, esas basuras, se mostraron
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más preocupados por tapar el escándalo que por Ester. No expulsaron al Negro. Lo castigaron sacándolo de Puno. Y a Ester le arrancaron la promesa de que no denunciaría el hecho a la Policía. ¡Para no manchar el nombre del partido! ¡Inaudito! Al último personaje de este drama lo conozco de cerca: Ezequiel, uno de nuestros dirigentes jóvenes más apreciados. Ahora está en Lima. Casado. Con dos hijos preciosos. No sé si Ester dice la verdad cuando afirma que eran novios. De repente solo estaban enamorados. Intimidad, por lo menos, no habían tenido. Ni llegaron a tenerla. Ezequiel estuvo al lado de Ester unos días más, pero después rompió con ella. Fue sincero. Le dijo que no podía soportar lo que había ocurrido, que no podía superarlo. Juzgar al prójimo es muy fácil. Yo tan solo intento comprender. ¿Qué edad tendría el muchacho en ese entonces? Veintidós, veintitrés, no más. Demasiado joven. Demasiado inexperto. Esta circunstancia atenúa un poco su culpa, pero ¿lo exime de ella? ¿Por qué no encontró fuerzas en sí mismo, en su fe, para apoyar a Ester? Nadie está diciendo que debió casarse con ella, pero, así solo fuera por caridad, ¿no debió permanecer a su lado para ayudarla a superar ese doloroso trance? El golpe fue demasiado fuerte para Ester. O mejor dicho los golpes. Seguía haciendo su vida, pero como sonámbula. Hasta que una tarde, cuando cruzaba una calle para ir a clases en la universidad, sintió un fuerte sacudón y de nuevo estaba tirada en el suelo sin comprender qué había pasado. No le importó. Veía a unas personas que se afanaban a su alrededor, pero a ella le daba lo mismo... Los dolores de cabeza de los que se quejaba de cuando en cuando eran secuela de ese accidente. No había ninguna otra huella, ninguna cicatriz, ningún otro tipo de dolor. ¡Solo un tremendo y comprensible resentimiento! ¡Una amargura que en adelante tiñó el concepto que tenía de las personas!
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