Migraciones y Exilios, 3-2002, pp. 23-42
La literatura del exilio en su historia Carlos Blanco Aguinaga
RESUMEN: El autor recuerda cómo se planteó la problemática integración de la obra literaria del exilio al escribir la Historia social de la literatura española en los inicios del post-franquismo, repasa las diversas aproximaciones realizadas desde entonces y establece marcos de comparación con otros exilios producidos en la cultura occidental durante el siglo XX. Finalmente evoca su experiencia como miembro de la segunda generación del exilio republicano y su integración en el grupo que editaba la revista Presencia. Palabras clave: Exilio republicano; Literatura española; Siglo XX; Historia de la literatura. ABSTRACT: The author remembers how the problematic integration of the literary work of the exile was raised when writing the Social History of the Spanish Literature in the beginnings of the post-franquismo, reviews the diverse approaches realized from then on, and establishes frames for comparison with other exiles taken place in the western culture during the XX Century. Finally, he evokes his experience as a member of the second generation of the Republican exile, and his integration in the group that published the magazine Presencia. Key words: Republican Exile; Spanish Literature; XX Century; History of the Literature.
El título bajo el que nos reunimos en este muy especial Seminario, «Exilio e historia literaria», se presta ante todo a pensar (o a seguir pensando) en cuestiones de orden teórico general acerca de lo que —a diferencia de «diáspora» o «emigración», por ejemplo— significa el concepto de exilio y a explorar las variadas relaciones que pueda haber entre escritores exilados de diversas culturas y tiempos históricos y las literaturas de sus lugares de origen. Remitiéndome a algunas de esas cuestiones generales (exilio individual, político o no, a diferencia de exilio político masivo; exilio corto o largo; exilio que acaba por convertirse en emigración; etc.) algo he dicho (pero no publicado) en los últimos tres o cuatro años sobre lo que llamo “la especificidad del
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exilio español del 39”. Pero he resistido la tentación de ir aquí por esa vía y, en cambio, voy a tratar de lo que, es de sospechar, más nos preocupa en esta reunión a todos: cómo dejar “inscrita” de una vez por todas la literatura del exilio de 1939 en la Historia de la literatura española. Sospecho que a estas alturas, tal vez especialmente después de la reciente Historia de la novela española (1936-2000) de Ignacio Soldevila, mis opiniones al respecto resultarán elementalmente perogrullescas. Más perugrollesco aún, si cabe, es un dato que me siento obligado a recordar antes de entrar en harina: y es que si, bien por costumbre (y tal vez por comodidad), solemos todos hablar de “el exilio español de 1939” no debemos nunca perder de vista que en aquel exilio había personas mayores, adolescentes y niños, y que debido a esa diferencia las actividades, literarias o no, de unos y otros a lo largo de los años han sido muy diferentes y significan cosas muy distintas. Por lo que va a importar para lo que propongo al final de esta ponencia, me permito, pues, recordarles una de las cosas más olvidadas de puro sabidas: que los más de los escritores y escritoras de los que solemos ocuparnos pertenecen a tres generaciones distintas, la de Picasso y Ortega, con Juan Ramón a la cabeza; la de la generación del 27 y sus benjamines, abrumadoramente mayoritaria en el exilio de 1939; y la de los niños y adolescentes de aquel exilio, los más de los cuales entre los que a veces nos ocupan son coetáneos de lo que en España tiende a llamarse «generación del 50». Recordado esto, paso a nuestro tema.
LOS MAYORES DEL EXILIO EN LA HISTORIA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA No tengo costumbre de hablar de mi mismo cuando de cuestiones «profesionales» se trata, pero se me disculpará si en este caso no se me ocurre mejor manera de empezar que repensando públicamente algunos problemas que, en mi opinión, presentaba —y, desgraciadamente, sigue presentando— una Historia de la literatura en cuya producción he participado a lo largo de tres ediciones y algo más de 20 años. Cuando algo antes de mediados de los años 70 del siglo pasado, a instancias del incontenible y contagioso entusiasmo de Julio Rodríguez Puértolas, él, Iris Zavala y yo nos metimos en la difícil empresa de escribir una Historia social de la literatura española (en lengua castellana), donde por “social” queríamos decir marxista —cosa que unos y otros entendieron enseguida, muy en particular la crítica enemiga— decidimos sin dificultad que, al llegar a Juan Ramón y a la generación del 27, dividiríamos su ingen-
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te obra en dos partes: lo escrito en España y lo escrito en el exilio a partir de 1939 (en algún caso, lo escrito a partir de 1937 y 1938). Al establecer aquella división nos guiaban, por supuesto, razones literarias: a partir del exilio cambiaban los temas y hasta las maneras y el lenguaje en aquellos poetas y narradores, no sólo en el caso de un Prados, un Cernuda, o un Max Aub, pongamos por caso, sino, incluso, en el caso del mismo Juan Ramón y en los casos de Salinas y Guillén. Por lo demás, claro está, era evidente que esos cambios respondían a una situación histórica y política que había de guiarnos para proponer a los lectores españoles que su mejor literatura post-98 había sido obligada a un exilio que por entonces sumaba casi ya los famosos 40 años. Era y es más que obvio que la totalidad de la obra de los del 27 no se entiende sin aquella ruptura, que fue la ruptura de la vida española, y al dividir aquel capítulo en —por así decirlo— un «dentro» y un «fuera» de España no inventábamos nada ya que, aunque los más de los estudios hasta entonces sobre —por ejemplo— la novela trataban de la novela escrita en España, había también estudios «paralelos» sobre la narrativa escrita en el exilio (empezando, por ejemplo, por el libro pionero del malogrado José Ramón Marra López, Narrativa española fuera de España, 1939-1961, Madrid: 1963). Y es que, sin duda, todos los españoles (y no sólo los españoles) estaban conscientes de la existencia de lo que solía llamarse “las dos Españas”. La diferencia, si acaso, estaba en que nosotros queríamos polémicamente establecer la división entre esas dos Españas como parte de un mismo capítulo de un solo libro sobre literatura española. Ahora bien, la estructura de nuestra propia narrativa a partir de 1939 no podía ser lineal, precisamente porque mientras unos españoles escribían (o habían escrito) en el exilio, otros escribían en España. Así, al llegar ya al final de la Guerra Civil, no tuvimos más remedio que abrir una sección aparte titulada «La España peregrina». Al hacer ese apartado, pretendíamos de paso confirmar, un tanto indirectamente, que — dijera lo que dijera Julián Marías en uno de sus más tontos artículos— León Felipe había tenido razón cuando escribía aquello de que los exilados se habían llevado “la canción”. Una “canción” que, por lo demás y según indicábamos en la introducción a esa sección, se llevaron consigo no sólo los poetas, los narradores, los dramaturgos y los músicos mismos, sino, con ellos, los filósofos y filósofas, los historiadores y las historiadoras, los periodistas, los fisiólogos, los químicos, los maestros y maestras de escuela, los ingenieros, los torneros, los linotipistas, los sastres, las costureras... Contextualizando así aquel apartado, tratábamos de que no se olvidara que la literatura española escrita en el exilio era parte imborrable de una sociedad y una cultura
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que Franco había pretendido destruir. Nada menos que la de la España que en abril de 1931 trajo la Segunda República y en febrero de 1936 votó al Frente Popular. Los tres volúmenes de la primera edición se publicaron en 1979 y, para ser una simple Historia de la literatura, tuvieron un sorprendente éxito de ventas, especialmente el volumen tercero, en el que tratábamos de estas cuestiones. Correspondientemente, las reseñas críticas fueron feroces (y, en el caso de El País, sostenidas durante varias semanas). ¿Qué nervio habíamos tocado en los lectores entusiastas que promovieron el libro por el “boca a boca” y en los críticos que nos condenaban de manera prácticamente unánime? Me permito seguir recordando algunas cosas más casi olvidadas de puro sabidas. Ya en 1976 se había estrenado la película de Patiño Canciones para después de una guerra, y tal vez los mayores entre los de este Seminario recuerden que a su estreno en Madrid acudieron toda clase de capitostes políticos y que todos ellos, sin excepción, aprovecharon la película para proponer que había que olvidar las cosas malas del pasado, en particular, por supuesto, la Guerra Civil. Luego, en enero del 77, fue la matanza de Atocha, motivo de gran dolor y ocasión para que más de un centenar de miles de gentes gritaran en Madrid “Unidad, unidad” por la calle de Génova y por la Castellana el día del entierro de los laboralistas muertos. Vinieron luego la legalización del PC y las elecciones que ganaron Suárez y UCD. Ya para entonces, los socialistas habían dejado de pedir la unidad de la izquierda, Felipe González estaba a punto de declarar que, en cuanto socialista, no le hacía falta el marxismo para nada (“No me hace puñetera falta” diría en una entrevista en Barcelona, preparando con ello la liquidación del marxismo en el seno del PSOE, que se llevó a cabo en el Congreso de ese partido en 1979) y, a pesar de los Pactos de la Moncloa, UGT y USO seguían enfrentándose cotidianamente a CCOO. En lo que todos, salvo militantes del MC y otros partidos de, digamos, extrema izquierda, parecían, sin embargo, estar de acuerdo era en que seguía siendo necesario olvidar. Y en ese contexto aparece nuestra Historia social de la literatura española (en lengua castellana). Que yo recuerde, las críticas al libro fueron principalmente dirigidas a lo que los más descarados llamaron nuestro “estalinismo” (hablábamos de “burguesía” a finales de la Edad Media, enorme error/horror histórico, según ellos; nos permitíamos dudar que Santa Teresa mereciese un lugar en la historia de la literatura que no se concedía —por ejemplo— a los artículos de Pablo Iglesias; hablábamos de ideología al tratar de Lope y Calderón; y un largo etcétera). Pero no recuerdo que alguien cuestionara que diéramos tanta importancia a la literatura de la Guerra Civil, o que divi-
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diéramos la obra de Juan Ramón y los poetas y narradores del 27 en dos partes y que, por tanto, separáramos la obra escrita en el exilio por españoles de la de la literatura escrita en España a partir del 39. A fin de cuentas, como digo, ello ya se había hecho en estudios parciales. Pero en nuestra Historia, como estorbando en medio de todo lo demás, estaba el recuerdo de lo que había que olvidar, y quedaba claro en el libro que, con sus excepciones, desde luego, ya más allá de los del 98, desde 1925 o 1930 hasta, más o menos, mediados de los cincuenta, la única literatura española digna de tal nombre era la de los exilados, algunos de los cuales, como Aleixandre o Dámaso Alonso, habían vivido un exilio interior. La cuestión nos parecía a nosotros tan importante que al preparar la segunda edición (1981), en la que, por supuesto, se introducen correcciones, no vimos motivo alguno para cambiar la estructura de aquellos capítulos: literatura española escrita en España / literatura española escrita en el exilio. Seguía tratándose, por una parte, de recordar lo que muchos querían que se olvidara; por otra, de que esa memoria calase lo suficientemente hondo como para ayudar a la “recuperación” de los escritores del exilio. El triunfo electoral del PSOE en 1982 no cambió mucho el ambiente con respecto a la cuestión de la recuperación de la memoria. A fin de cuentas, en el 23-F del ‘81 los “poderes fácticos” se habían hecho sentir directamente en el golpe de Tejero y no se consideraba prudente hurgar en viejos conflictos y enemistades cuando se trataba de solidificar la “Transición” hacia la democracia. Esta actitud anti-historicista de quienes gobernaban o querían gobernar duró en forma beligerante hasta, por lo menos, 1986. Ya después la Transición parecía asegurada y no era tan necesario machacar sobre el tema. De ahí que en una conferencia dada en Madrid por ahí del 86, y luego repetida con variantes en México en 1990, insistiera yo todavía en la dicotomía dentro / fuera y tratara de expresar por primera vez de forma explícita lo difícil que —en mi opinión— resultaba aún incorporar de manera natural a los escritores del exilio a la historia de la literatura española. Cierto que en aquellas conferencias (de las que luego resultó un artículo) distinguía entre poesía y narrativa, pareciéndome más fácil —por razones que, para mí, son obvias— la «recuperación» de los poetas que la de los prosistas. Y no sólo por lo especial que es la tendencia de la poesía a «universalizar» las ideas y sentimientos, sino porque, a fin de cuentas, ya desde el libro fundamental de Castellet algunos poetas del exilio habían vuelto a reaparecer en España, no sólo como poetas de calidad, sino como influyentes en el despertar poético y hasta en la evolución de los entonces jóvenes poetas de España. Creo que es un hecho que ni un
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Blas de Otero, ni un José Hierro, ni los más jóvenes Ángel González o Gil de Biedma (quien, no debe olvidarse, había escrito un libro sobre Guillén) habían sido ajenos a Lorca, o a Guillén, o a Alberti, o a Aleixandre, como no eran ajenos a Machado o a César Vallejo, el gran peruano coetáneo de los del 27. Pero no es lo mismo influir en minorías que quedar en la Historia cotidiana de la literatura y, por tanto, pensábamos que era todavía importante insistir en la estructura dentro / fuera de nuestra versión de la Historia de la literatura española. Además, como digo, más difícil veía yo en aquellas conferencias la incorporación de los narradores del exilio ya que, aunque con posibles excepciones notables (Kafka, lo más famoso de Borges, por ejemplo), incluso los narradores posteriores al realismo del siglo XIX parecen necesitar alguna tierra, alguna lengua, algún tiempo y algunos lectores concretos en los que asentar sus ficciones. Esto vale no sólo para Thomas Mann, D.H.Lawrence, Pavese, Rulfo o Luis Martín Santos, sino para el Unamuno «nivolista», para Proust, para Joyce y para el Cortázar de Rayuela. Pero ¿qué ocurre cuando los narradores modernos pierden su «tierra» y el contacto directo con los posibles lectores de esa tierra? ¿Qué relaciones con esa «tierra» encontramos en la narrativa de los múltiples exilios contemporáneos, obligados o voluntarios? Al igual que en los casos de Joyce (individual exilio voluntario), Mann (parte de un exilio masivo obligado), Cortázar (exilio individual voluntario) o Unamuno (individual exilio obligado), la narrativa del exilio español del 39 (consecuencia de un obligado exilio político masivo) se ocupa, principalmente, de la tierra y el tiempo que los narradores han dejado atrás. Tal vez el caso más extremo sea el de Max Aub quien, entre l943 y l968, no sólo escribe sus seis «Campos», sino Las buenas intenciones (l954) y La calle de Valverde (1961), a más de Jusep Torres Campalans (1958) y un nuevo Luis Álvarez Petreña (1971). Pero no es Aub el único empeñado en narrar desde el exilio vidas españolas de la pre-Guerra, la Guerra y la post-Guerra. La obra de Sender perdería no poca de su importancia si no hubiese escrito en el exilio Crónica del alba (1942; edición definitiva, 1965-1966), Moisés Millán (l953), o Réquiem por un campesino español (1960). Otro tanto podría decirse a propósito de Los usurpadores y La cabeza del cordero (ambos de 1949), de Francisco Ayala, o de los cuentos de Manuel Andujar, así como la fundamental y especialísima trilogía de Arturo Barea, La forja de un rebelde, novela que aunque escrita en castellano en Inglaterra entre 1941 y 1944, vio la primera luz traducida al inglés en 1946. Según sabemos todos en esta reunión, la lista podría ser larguísima, y entre los autores que tendríamos que recordar encontrarían su sitio, por ejemplo, María Teresa León, Serrano Poncela, Paulino Masip, Rosa Chacel, José Rubia Barcia, José Blanco Amor y muchos más.
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Me bastaba ver las dificultades que teníamos los historiadores de la literatura española contemporánea para situar en su Historia a los narradores que durante unos treinta años escribieron fuera de España, para creer que —como decía Cernuda de su propia obra— la literatura del exilio se encontraba en el “limbo”. Porque, traten sus textos de cosas de España o, según ocurre en algunos casos, de cosas de América1 es un hecho que, mientras los narradores del exilio producían desconectados no sólo de su tierra de origen, sino de los lectores españoles, la narrativa española iba haciendo su propia historia interna (La colmena, El Jarama, La Piqueta, Central eléctrica, Tiempo de silencio, Volverás a Región...) sin contacto real alguno con lo que producían en América Max Aub, María Teresa León, Ayala o Sender, entre otros. Como, además, la narrativa del exilio español no está inserta en la cultura hegemónica de Occidente (como, por ejemplo, está un Nabokov, y pueden estarlo, aunque sea un tanto marginalmente, un Guillén, un Alberti, o, gracias a un sorprendente Premio Nobel, un Aleixandre), podría tal vez pensarse que, desde el punto de vista de la Historia literaria en cuanto ámbito supuestamente universal, se le pueden aplicar a esa narrativa aquellas terribles palabras que Max Aub escribió en La gallina ciega (l971) acerca de los refugiados de la Guerra Civil española en general: “la verdad es que somos un puñado de gente sin sitio en el mundo”2. No es extraño que dijera esto un novelista y dramaturgo, porque si los poetas del 27 habían influido y empezaban ya para entonces a aparecer con cierta naturalidad en la Historia de la literatura española, los narradores ni habían influido ni aparecerían por mucho tiempo. Sin embargo, como las obras literarias no son personas (es decir, la vida del texto literario no acaba necesariamente en sí misma), y como sabemos de la calidad e importancia de buena parte de la narrativa del exilio, inseparables esa calidad y esa importancia del hecho de ser esa narrativa forma de la representación profunda de un momento terrible y crucial de la conciencia española, así como de su encuentro directo, vivo y contradictorio con América, me resultaba imposible suponer que no tendría
01 Falta por estudiar el papel que en esta historia juega la literatura de temas americanos que se escribió en el exilio. Sospecho que aquí —siempre bajo la sombra de Tirano Banderas— habría que hablar de contactos personales y de influencias mutuas entre escritores refugiados y escritores de América. Y tal vez tengamos también que tomar en cuenta la influencia que pueda todavía tener en España lo escrito sobre América por los escritores del exilio. Pero confieso que no tengo nada claro este aspecto de la cuestión. 02 Cf. ZELAYA, María Elena: Testimonios americanos de los escritores españoles transterrados de 1939, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica: 1985, p. 33.
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su sitio, algún sitio en alguna Historia ya que, a fin de cuentas, ninguna producción humana puede quedar fuera de la Historia. Sólo que, para encontrar ese sitio —proponía yo entonces—, tendríamos que inventarnos otra manera de entender y de inscribir la literatura del exilio español del 39 en la historia de la literatura española. Es decir: quedaba aún por encontrar la forma de narrar la historia de esa literatura en el interior de la Historia de una literatura de la que, en realidad, nunca había ni ha estado ausente. Ya para el 90, más o menos, lo tenía yo claro: fundamentalmente, era ya hora de eliminar la división entre lo escrito en España y lo escrito en el exilio. Para lo cual habría que empezar por entender realmente, en el meollo de la conciencia, en sus entrañas, lo que todos hemos sabido siempre, aquello que querían que olvidáramos y que, al parecer —yo diría que inevitablemente—, se va olvidando con la nuevas generaciones: que en la entidad nacional conocida desde hace siglos como «España», tras una Guerra Civil de casi tres años de duración, todo quedó a partir de l939 dividido en vencedores y vencidos. Recordar este hecho, tan sabido por todos, pero rechazado por quienes pretendían borrar la memoria histórica de los españoles, significaría recordar que, durante largos años, mientras en España los vencedores no sólo hacían y deshacían, sino que hablaban y escribían públicamente, a los vencidos se les tenía prohibido el hacer y el decir. Ahora bien, como había vencidos dentro y fuera de España, la «prohibición» no afectaba a todos por igual: dentro, durante muchos años, los vencidos se vieron obligados a producir una escritura clandestina y / o socio-históricamente alusiva-elusiva; fuera, se escribía y se publicaba al aire libre. Pero, en última instancia, las dos maneras de escritura tenían el mismo problema: ninguna de las dos podía llegar directamente a los lectores españoles de todos los días. No se trata, sin embargo, de escrituras iguales. La del exterior, libre pero lejana del momento actual de la tierra en la que vio su origen, tenía como función principal reconstruir (para que quedara en la memoria histórica) la España que había precedido al triunfo final de los vencedores; la del interior, que en sus inicios centralmente pedía libertad, intentaba representar el dolor y la angustia cotidianos de quienes todavía pisaban su propia tierra (conectando más o menos ambiguamente con el pasado inmediato). Podría decirse, por tanto, que, entre —más o menos— l940 y l950 se trataba de dos facetas complementarias de una sola literatura que los vencidos todos escribían. Como en todo caso de complementarios, la una carecía de lo que tenía la otra. A lo que se escribía fuera, le faltaba la concreción de las dificultades de la lucha interna, donde por “lucha” entiendo no sólo un comportamiento político, sino los quehaceres necesarios para la pura sobrevivencia; lo escrito dentro, en cambio, buscaba los
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precedentes de su lucha en una Historia cuyo discurso, prohibido en su casa, poseían todavía quienes ya no vivían con ellos. Una comprensión clara de esa dialéctica de la presencia-ausencia —pensaba yo— nos permitiría entender que, en esos años de la —digamos— post-Guerra inmediata, sólo hay dos historias posibles de la literatura española, pero no la de dentro y la de fuera, sino la de los vencedores y la de los vencidos. Y esas dos historias eran parte de una sola historia puesto que el discurso de los vencidos, estuvieran fuera o dentro, no funcionaba sin el referente del de los vencedores, al cual una y otra vez nos remite. Curiosamente, pero quizá no sea tan paradójico como parece, la primera reunión de todos estos diversos factores se logra en La colmena, novela escrita en España nada menos que por un censor de antecedentes fascistas, pero publicada por primera vez, no lo olvidemos, en el extranjero. A partir de ahí, van surgiendo en España los Ferlosio, Blas de Otero, Hierro, Celaya, Salinas, Ferres, Luis Martín Santos, etc. y es evidente en todos ellos la presencia de la ausencia, desde cuyo centro empiezan a reconstruir el mundo. Piénsese: Ferlosio titula y sitúa su novela nada menos que en el Jarama, río de grandes batallas en la Guerra que en un momento de la novela lleva aguas rojizas como de sangre; Blas de Otero incrusta en sus poemas versos de Machado o de Vallejo; Celaya dialoga con Neruda y sus poemas sobre España; Luis Martín-Santos crea un personaje cuyo fracaso científico está presidido por una foto de Cajal, alguno de cuyos discípulos obtendría el premio Nobel residiendo en el exilio; etc. Y fuera de España, debemos recordar de nuevo a Max Aub, quien por entonces publicó en México una importante antología de poetas de allá (o sea de aquí), insistiendo fuertemente en que lo que le faltaba a la literatura del exilio habría de encontrarse en la lucha que contra la censura estaba ya por entonces llevando públicamente la literatura que se producía en el interior. A partir de ese tiempo, que puede situarse entre mediados de los cincuenta y principios de los sesenta, y que es también —entre tantas otras cosas— el momento en que se reestablece tímidamente la comunicación (puramente epistolar en la mayoría de los casos) entre los escritores de dentro y los de fuera, sospecho que la producción literaria del exilio, sin perder nada de su importancia ni, por supuesto, dejar de ser española, pasa a cumplir una función ya ancilar, aunque todavía significativa: será uno de los depósitos de la memoria que la España anti-franquista del interior tenía que ir recuperando poco a poco para encontrarse a sí misma como distinta pero, de algún modo, todavía heredera de la España progresista de la República y anti-franquista de la Guerra. Tres novelas escritas por españoles del interior, pero publicadas fuera de España, son testimonios notables de esta difícil dialéctica. Me refiero a El exilio inte-
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rior, de Miguel Salabert, publicada en francés en París en 1961; a Estos son tus hermanos, de Daniel Sueiro (México: 1965); y a Si te dicen que caí, de Juan Marsé (México: 1973). Hemos de notar también que, cuando —vencida en no pocos casos por la muerte física de quienes la produjeron— va cesando la escritura de nuestros mayores en el exilio, algunos de sus textos van apareciendo en España. Sin embargo —por razones que, ya digo, me parecen obvias— es muchísimo más amplia la «recuperación» española de la poesía que la de la narrativa del exilio. Y, aún así, depende de qué poesía. Por ejemplo, durante mucho tiempo no se pudieron publicar en España poemas importantes de Alberti, ni partes claves del Clamor de Guillén. Y no puedo sino recordar que, todavía en 1975 y 1976, de los dos tomos de las Poesías completas de Emilio Prados, editados por Aguilar, el primero de ellos, que es el que contiene su poesía política de los años treinta y de la Guerra, tuvo que publicarse en México. Desafortunadamente, y por razones que no vienen aquí al caso, no se pudo corregir en la tercera edición de nuestra Historia el cambio en el que yo venía pensando. Cosa que mucho lamento, y tal vez especialmente porque entre 1981 y 1984 habían ya aparecido en la editorial Crítica los tomos 7 y 8 de la Historia y crítica de la literatura española, dirigida por Francisco Rico. Los dos tomos se publicaron bajo el título de «Época contemporánea», yendo el primero de 1914 a 1939, y el segundo de 1939 a 1980. Si se hojean los índices se ve que en ninguno de los dos tomos hay división entre la España interior y la España peregrina. Se diría, pues, que se trata de la estructura que a mi llegó a parecerme sensata varios años más tarde. Pero, claro, no todo está en la forma, en eliminar el dentro y el fuera: la verdadera recuperación de la literatura escrita durante la Guerra y en el exilio exigía atención a los contenidos de lo escrito entre —digamos— 1932 y 1965. Para entendernos, les recuerdo los índices de estos dos tomos. En el que va de 1914 a 1939, aparece la nómina casi completa de los poetas del 27, con lo cual quedan indiscutiblemente incorporados a la historia de la literatura española. Sólo que, abrumadoramente, los fragmentos de artículos o libros que componen el estudio de cada poeta, tratan de obras anteriores a la Guerra Civil, pero excluyendo la poesía política de los años treinta, en tanto que apenas uno o dos de los apartados se dedican a la poesía escrita en el exilio. Bien es cierto, por otra parte, que el último capítulo de este volumen 7 trata de «La literatura de la guerra civil», pero balanceando exquisitamente (“!Ay, balance, balance!”, que cantaba Sarita Montiel) páginas sobre la revista Hora de España con páginas sobre «Las revistas de Falange»
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(páginas todas, por cierto, muy buenas), páginas sobre «La poesía escrita en la zona republicana» con páginas sobre «La poesía escrita en la zona nacionalista»; etcétera. Y todo ello al final del volumen, como si fuese al final de los años que van del 14 al 39, y no en su centro, donde se encuentran los tres años de Guerra que van del 36 al 39; años cuya producción literaria debería haber sido tratada como parte fundamental en las anteriores páginas de los más del 27 (con excepción, tal vez, de Guillén y Salinas). El tomo 8 de esa Historia y crítica de la literatura española, el que va de 1939 a 1980, es, si cabe, más sorprendente. Como si todos hubieran muerto en 1936, no aparece ahí ni un solo poeta del exilio. No cabe sino pensar que el editor de este volumen suponía que la importancia de la obra de Juan Ramón y de los poetas del 27 había sido suficientemente aclarada en el volumen anterior (que si cubismo, que si surrealismo, que si primeros poemas de Emilio Prados) y que, por tanto, no importaba ya consignar lo que escribieron en el exilio aquellos poetas que, en la mayoría de los casos, es lo más de su obra. Dada esta idea de la historia de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX, quizá no sea de extrañar, por tanto, que en la lista oficial de lecturas para los institutos de la Comunidad de Madrid —tomo por caso— sólo aparezca un texto de un narrador exilado y que ese texto sea, asombrosa ocurrencia, Platero y yo; sólo dos poemarios de poetas del exilio exterior, Piedra y cielo, de Juan Ramón Jiménez, y Sobre los ángeles, de Alberti; y que, entre los ensayistas, no aparezca ninguno de escritores exiliados. A pesar de lo cual, me atrevo a pensar que el enorme esfuerzo de las gentes de GEXEL —y, en mucha menor medida, de algunos de nosotros—, esfuerzo que empezó con la voluntad político-cultural de «recuperar» una literatura semi-desconocida en la España franquista, ha dado ya sus principales frutos. Y, salvo que ha habido casos más «difíciles» de «recuperar» que otros (digamos, por ejemplo, Max Aub frente a Guillén o a Ayala), están todos perfectamente «recuperados». Unos se leen más, otros menos; de unos se leen unas cosas y no otras; pero Juan Ramón y la generación del 27 —en su sentido más amplio— están tan asentados en la historia literaria española como cualquier otra generación. Que cuando unos u otros tratan de la Guerra o de su exilio el asunto resulte aquí de poco interés general es una cosa; pero creo —y lo digo por experiencia propia— que es un hecho que para dar una conferencia o publicar un artículo sobre Emilio Prados, sobre Moreno Villa, sobre Jarnés, etcétera, no hace ya falta acudir a esta Barcelona de GEXEL: están la Residencia de Estudiantes, la Fundación García Lorca, la fundación ésa de Alberti, la Fundación Max Aub, la Fundación Jorge Guillén, el CSIC, los cursos de Verano de varias uni-
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versidades, y las Facultades de Filosofía y Letras de cualquier universidad española, sin excluir la de Vigo, ni la de la Universidad del País Vasco en Vitoria, ni la de la Universidad de Granada. A fin de cuentas, hasta el PP (tan carente de «canción» como el franquismo) ha apoyado a la Fundación García Lorca y a la Fundación Max Aub, en tanto que el mismísimo Aznar ofició en la ceremonia de entrega de los papeles de Cernuda a la Residencia de Estudiantes. Es decir, queda todavía por escribir una Historia de la literatura española contemporánea en base al método dialéctico del que he venido hablando pero, dadas las preocupaciones mayormente apolíticas con que lo más joven de España se enfrenta a la vida, me imagino que también eso se andará, aunque, tal vez (o seguramente) perdiendo en el camino gran parte del sentido histórico-político de la literatura del exilio.
LA
GENERACIÓN SIGUIENTE Y LA HISTORIA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA. (UN
EJEMPLO DE
MÉXICO)
Muy distinto es el caso de quienes, habiendo salido de España de niños, se hicieron escritores en el exilio. Cierto que se ha escrito algo sobre lo que les diferencia de sus mayores, y el libro de Susana Rivera, Última voz del exilio, por ejemplo, me parece en este sentido especialmente importante. Sin embargo, como sin darnos cuenta, seguimos todos usando las frases «el exilio español», «el exilio español del 39», etc., sin distinguir a unos de otros. (En un precioso artículo lo hace, incluso, Enrique de Rivas, que tenía 8 años al terminar la Guerra y llegó a México de 10). Pero hay más: tampoco suele distinguirse entre quienes llegaron a México con 12 o 14 años de los que llegaron con 6, o con 2. Así, por ejemplo, la misma Susana Rivera, que tan bien distingue entre los mayores y los pequeños del exilio, aceptando lo que llama “la exigencia cronológica señalada por Ortega” para distinguir entre generaciones, junta a un Manolo Durán, nacido en 1925, exilado desde los 14 años y llegado a México con 17, con un Federico Patán, nacido en 1937 y llegado a México en 1939 con 2 años de edad. ¡Ahí es nada la diferencia que iba de caer en México D.F. en 1939 con 17 años a caer allí con 2 años! Aunque, en mi opinión, está muy bien estudiar a los pequeños del exilio, según se viene haciendo desde hace algún tiempo, creo que, según lo hizo Susana Rivera, es necesario separarlos de sus mayores. Para empezar, dejando tal vez de hablar de «el exilio español del 39» como si fuese un bloque. Porque, ya digo, no es lo mismo atravesar el Atlántico hacia México en 1939 o 1942 con 35 o 18 años de edad (como ocu-
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rre con los del 27 y sus benjamines) que hacerlo con 2, 8, o 12 años. Si por su edad y por sus vivencias culturales y políticas, los más de los escritores exiliados pertenecían a la generación de Juan Ramón y a la del 27, entre los que les siguen, los más son coetáneos de lo que en España sería el grupo del 50, aunque algunos estarían, por ejemplo, más cerca de Vázquez Montalbán (n. 1939). No ha de extrañarnos, por tanto, que la poesía de Patán (2 años al llegar a México) o de Deniz (8 años a su llegada) tengan poco, muy poco que ver con la de un Yomi García Ascot (llegado a México a los 12). Tomaré como ejemplo el caso de los de la revista Presencia. Valdría casi igual el caso de los de Clavileño (quienes, dicho sea de paso, eran para los de Presencia los “pequeños”), pero conozco mejor los entresijos de Presencia ya que colaboré en todos sus ocho números, desde 1948 hasta 1950. Me permitirán, pues, que, para explicarme, utilice un cierto tono rememorativo. Aunque todos los de Presencia trabajábamos en algo3, nos veíamos casi a diario, generalmente en el café de la Facultad de Filosofía y Letras, que estaba entonces en el muy venido a menos pero hermoso edificio de Mascarones, en Ribera de San Cosme. Pasábamos también horas hablando en los llamados cafés de chinos, paseando por la Reforma, yendo al cine a ver las primeras películas del neo-realismo italiano y películas francesas o inglesas que discutíamos tan detallada y apasionadamente como el último texto de Camus, o páginas de El ser y la nada de Sartre, o un poema de Saint John Perse que habíamos «descubierto» todos a la vez. O Kafka. O La forja de un rebelde, de Arturo Barea, de la que, antes de aparecer la versión en español en 1951, Roberto Ruiz publicó una excelente y apasionada reseña en el último número de Presencia. Porque es que teníamos e íbamos adquiriendo esa cultura histórica y literaria que suele suponerse en los escritores incipientes y que, por lo demás, era común en el México de entonces. Así, por ejemplo, algunos conocíamos bastante de filosofía y todos estábamos bastante al día de las tendencias existencialistas (impulsados, en parte, por los cursos de Gaos y Nicol en la Facultad de Filosofía y Letras); entre unos y otros hablábamos o leíamos dos o tres lenguas y habíamos leído o estábamos leyendo a escritores ingleses o norteamericanos; leíamos la literatura mexicana; nos cono-
03 Por lo general, y Roberto Ruiz era al principio una excepción (trabajaba en una chocolatería), trabajábamos dando clases particulares aunque, pronto, algunos de nosotros hicimos de profesores universitarios, en un College para americanos que se fundó por entonces, el Mexico City College, o de ayudantes-suplentes de profesores de literatura de la Facultad de Filosofía y Letras.
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cíamos casi de memoria la edición «Laurel» de la editorial Séneca, esa gran antología de poesía «Hispano-Americana» que va desde Darío y Unamuno hasta los del 27, incluyendo, claro está, a Huidobro, Barba Jacob, Vallejo y un largo etcétera. Y, por supuesto, nos eran familiares poemas como el «Canto a Stalingrado» de Neruda, publicado en México en 1942. No es de extrañar, por tanto, que Yomi García Ascot escribiera su tesina sobre algo así como el existencialismo de Baudelaire, Manolo Durán sobre el surrealismo en la poesía española y Roberto Ruiz sobre el Petit Prince de Saint Exupery. Nos tomábamos la producción de Presencia muy en serio, reuniéndonos todos los sábados por la tarde para discutir los materiales del siguiente número. Quienes habían escrito (o traducido) algo que —siempre con dudas, claro— creían digno de publicación lo leían en voz alta, así fuera un poema breve, un ensayo largo o un cuento, tras de lo cual venían las apreciaciones de los demás, siempre rigurosas (enorme atención a cuestiones de lenguaje y estructura, pero obsesión, también, por lo socio-histórico), a menudo discutidas por quienes no se ponían de acuerdo sobre si valía la pena publicar aquel texto o no. Pero no creo que ninguno de nosotros pensara que la revista iba a revolucionar el Mundo. Carecíamos de la soberbia (supongo que necesaria) de los grupos literarios que, con revistas o sin ellas, han influido algo, unos más, otros menos, en la historia de la literatura. Tal vez debido a la falta de estabilidad que nos caracterizaba a todos, éramos los más demasiado modestos para suponer que podíamos revolucionar nada. Creo que incluso Tomás Segovia, quien —yo diría— nunca ha dudado de su talento, y que ya a los dieciséis o diecisiete años se había declarado «escritor» y «poeta» (y nada más), se veía a sí mismo más como inserto en una tradición que como radical antagonista de sus predecesores. Y Roberto Ruiz —me atrevo a seguir opinando—, tal vez a su manera el más orgulloso del grupo, si bien despreciaba (como todos, por otra parte) a —digamos— Baroja o al Cela de Pascual Duarte, entendía muy bien dónde se situaba su incipiente obra entre narradores como Galdós, Melville, Tolstoy, Sherwood Anderson, Joyce, Steinbeck, o el mucho más incipiente Norman Mailer de The Naked and the Dead, pongo por caso. De ahí, sospecho, que, habiendo dedicado tanto quehacer apasionado a Presencia, cuando por fin tuvimos que “cerrar el charango” los más nos quedáramos por muchos años con la idea de que aquella revista había estado bien, pero que, en el fondo, no había sido gran cosa. Pero ocurre, y es lo que me importa aquí especialmente, que habiendo releído de vez en cuando unas y otras cosas de los ocho núme-
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ros de la revista, he llegado a la conclusión de que han quedado ahí poemas, ideas y prosas de principiantes de, por lo menos, tanta calidad como las prosas y versos de otros principiantes de nuestra misma generación, lo mismo en México que en España. Como, por otra parte, es un hecho que varios de aquellos compañeros han destacado en diversas actividades literarias, debo dar todavía algunos detalles para llegar a mi meta de estas páginas. Pagábamos la revista con lo poco que podíamos sacar de nuestros bolsillos y dando uno que otro «sablazo» a algunos de nuestros mayores en el exilio. Como es (o nos parecía) lógico, nosotros mismos lo pasábamos todo a máquina, llevábamos los materiales a una imprenta barata, corregíamos las pruebas, recogíamos los ejemplares y los distribuíamos como buenamente podíamos. Pero (y ahí está el busilis, como diría algún personaje de Galdós), ¿para quién hacíamos todo aquello? ¿Para quién escribíamos? Cuando pienso que entre quienes asistíamos con regularidad a las reuniones de los sábados o publicamos en todos los números, desde el verano de 1948 hasta el número doble 7-8 del verano del 50, sólo tres eran mexicanos (María Teresa Silva, narradora; Luis Villoro, filósofo; Enrique Echeverría, pintor) en tanto que los otros once4 éramos refugiados españoles y que, además, publicamos los primeros poemas de los algo más jóvenes Inocencio Burgos, Alberto Gironella y Luis Rius, así como la que quizá sea la primera traducción del francés al español de un poema de Jorge Semprún, parece claro que, trataran los textos o no de cosas de España, a conciencia o no, pero inevitablemente, nos dirigiríamos a lectores españoles. Pero, ¿a qué españoles? Desde luego que no a los de España. Estábamos absolutamente convencidos de que León Felipe había tenido razón al escribir que nos habíamos llevado “la canción”. Allí no había sino represión, «garcilasistas» y «pensadores» o «escritores» fascistas, Laín Entralgo, Azorín, Cela (estamos, no se olvide, entre el verano del 48 y el verano del 50, y La colmena no aparece hasta 1951, en tanto que El Jarama se publica en 1956). Nuestros lectores posibles, pues, a más de algunos mexicanos de buena voluntad (quienes, por lo demás, bastante tenían con ocuparse de su propia literatura, por no hablar de todo lo demás que importaba en México), habían de ser nuestros mayores en el exilio, nuestros padres, o tíos, o maestros, o amigos de nuestros padres, tíos y maestros, especialmente, claro está, los escritores del 04 Pancho Aramburu, Carlos Blanco, Manuel Durán, José Miguel -“Yomi”- García Ascot, Ángel Palerm, Roberto Ruiz, Tomás Segovia, Lucinda Urrusti, Jacinto y Carmen Viqueira y Ramón Xirau.
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exilio. Sólo que manteníamos una muy importante distancia con ellos: jamás nos pasó por la cabeza pedir un texto cualquiera a Prados, a Altolaguirre, a Bartra, o a Max Aub, pongamos por caso, o dibujos a Ramón Gaya y Elvira Gascón, todos más o menos conocidos nuestros y, en el caso de Prados, incluso ya muy buenos amigos. Tengo la impresión de que estábamos funcionando como cualquier generación nueva que quiere afirmar su «presencia» (los índices de la revista decían / dicen: «Presencia de...»), sólo que, por razones históricas que a mi me parecen claras, esa «presencia» no podía afirmarse, como en tantas otras revistas o movimientos, contra nuestros mayores. Podíamos bien no tener interés en publicarles, porque —a más que ellos tenían otras revistas— no éramos ellos, pero (aunque nos quejábamos de las obsesiones de Max Aub, de la politiquería partidista de nuestros mayores todos en el exilio, o de los «rollos» de las conferencias del Ateneo Español de México, fundado por refugiados) no se nos habría ocurrido jamás ir contra ellos. ¿Quiénes, si no ellos, habían luchado por nosotros? ¿Quiénes, con gran dolor y nostalgia suya, habían intentado educarnos como no se educaba a nadie en la España de Franco? Así, por lo que respecta a la tradicional guerra entre generaciones, ni afirmábamos nada contra nuestros mayores del exilio, ni luchábamos en su contra. ¿Qué pretendíamos, pues, hacer con Presencia, aparte de darnos a conocer, y no necesariamente entre los jóvenes mexicanos que también por entonces hacían sus pinitos literarios (¡pensar que por esos años Juan Rulfo escribía historias conocidas sólo por sus pocos amigos, los más de su tierra, Jalisco!)? Varios de nosotros éramos ya de nacionalidad mexicana, pero —ya se sabe— no acabábamos de ser mexicanos. ¿Dónde estaba la cabeza de Roberto Ruiz, quien siempre escribía sus cuentos sobre españoles, o sobre España, o sobre memorias de su acentuado madrileñismo? ¿Qué significaba el que Ramón Xirau y Manolo Durán escribieran y publicarán muchas de sus cosas en catalán?5 Los de Presencia, como todos los exiliados de mi generación, vivíamos como aquel indio de mediados del siglo XVI que, preguntado por el cura de su pueblo que cómo estaba, contestó sencillamente que “aquí no más, padrecito, nepantla”; es decir, en medio. Ni aquí ni allá, quería decir el indio legendario; ni del todo con mis antepasados, ni realmente con ustedes. Está contando esto aquí quien, único entre todos aquellos amigos, hizo por entonces su servicio militar en el ejercito mexicano. 05 Todavía hoy, cincuenta y dos años después de liquidada Presencia, en una entrevista reciente Ramón Xirau, filósofo y crítico literario en castellano, explica que “la poesía solamente la puedo escribir en catalán, porque es un asunto de sonido y ritmo”; La Jornada, México D.F., 19 de marzo de 2002.
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Supongo que para intentar resolver aquel dilema nuestro, publicábamos también en Presencia textos en inglés y francés, no sólo poemas y cuentos, sino ensayos (Sobre la dictadura de Haití, sobre la sartriana responsabilidad del escritor...). Si éramos, pero no acabábamos de ser, españoles y mexicanos, ¿qué mejor que resolver la confusión siendo internacionales? A fin de cuentas, teníamos extraordinarios modelos de internacionalismo cultural en nuestros mayores ya que, para fortuna de la cultura española, los intelectuales del exilio todos, literatos o fisiólogos, matemáticos o filósofos, todos habían estado siempre al corriente de lo que se producía en el Mundo. Pero ellos habían sido internacionalistas en función de transformar la realidad española y, ya en el exilio, seguían pensando en España como ámbito natural de su producción, fuese ésta literaria, científica o pictórica. Nosotros, en cambio, éramos «internacionales» porque ni éramos españoles como ellos, ni éramos mexicanos; en verdad, no sabíamos dónde estábamos situados. Me temo que en aquel entonces lo nuestro era desequilibrio puro, y el que para todos los refugiados de nuestra generación en México se haya inventado el término «Hispano-Mexicanos» no debe esconder el hecho de que, más que ser las dos cosas, no éramos ninguna de ellas. El bueno de Luis Rius lo decía con lúcida tristeza: “era demasiado temprano para que al llegar a México, fuéramos ya, como nuestros padres, españoles; y demasiado tarde para poder ser mexicanos”. Lo que no quita que, con el tiempo, Ángel Palerm llegara a ser uno de los grandes antropólogos mexicanos; Jacinto Viqueira un extraordinario ingeniero, diseñador y constructor (con otros, claro) de gran parte del sistema eléctrico de México, y hoy todavía (¡con sus años!) excelente profesor en la UNAM; Ramón Xirau eminente miembro de El Colegio Nacional; o Tomás Segovia reconocido (y premiado) poeta mexicano6. En ellos, como en la inmensa mayoría de quienes llegamos a México con, más o menos, los mismos años que los de Presencia, parece haberse cumplido la definición-propuesta de José Gaos: acabada con el tiempo lo más doloroso de la angustia del des-tierro, todos éramos, o seríamos, o deberíamos ser (o haber sido) transterrados. No en vano varios de los de Presencia participamos algunos años después con mexicanos (estando esta vez nosotros en minoría) en la Revista mexicana de literatura. Pero aquí viene lo grave. Año más, año menos, los de Presencia, somos de la generación de Ángel González, Gil de Biedma, Caballero Bonald, Carlos Barral, Sánchez
06 Pero la ambigüedad persiste. A propósito del Premio Octavio Paz otorgado este año a Juan Goytisolo, se menciona que en el año 2000 lo recibió "el (también) español" Tomás Segovia (El País, 20 de marzo, 2002).
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Ferlosio, Carmen Martín Gaite, José María Castellet, Ana María Matute, Antonio Ferres, Daniel Sueiro, Miguel Salabert, etcétera; la generación llamada por algunos en España «del 50». No sé bien qué harían ellos en España mientras nosotros hacíamos Presencia (o sea, en sus meros inicios), pero sé, seguro, porque a todos los he leído y con varios de ellos he hablado a lo largo de los años, que —por culpa del franquismo, sin la menor duda—, en aquel México gobernado por Miguel Alemán, nosotros, y no digo sólo los de Presencia, sino todos los jóvenes intelectuales y escritores del México de aquellos años, «sabíamos» mucho más que ellos de literatura no escrita en castellano, tanto de la de los ya entonces entronizados (Joyce, Kafka, Dos Passos, Camus, Pound, así como —por supuesto— la de T.S. Eliot, aquel tonto pretencioso que creía ser poeta teológico, uno de los peores poetas modernos), como de la de los nuevos, Normal Mailer, por ejemplo; o de cine (frecuentábamos el Cine Club del Instituto Francés, que llevaba García Ascot, donde lo vimos todo); o, como digo, del pensamiento existencialista (valga como ejemplo de esto último el que un día se nos apareció por allí Merleau Ponty, con quien en varias reuniones privadas discutimos los de Presencia nuestros acuerdos y discrepancias con Sartre. ¡Casi nada! Digo, aparte de que durante un par de meses yo le di clases particulares de español a la inteligente y bellísima segunda esposa de Paul Elouard, quien también andaba por allí). Sin embargo, y a pesar de nuestra educación privilegiada y de nuestras relaciones con gentes que entonces significaban mucho, nosotros no hemos sido decisivos, ni en México ni en España, mientras que, en cambio, nuestra generación ha sido clave en el país donde nacimos. ¿Quién negará, por ejemplo, la importancia (para España, por supuesto) de El Jarama? ¿O de novelas como La piqueta; o la hermosa poesía primera de Ángel González; o del compromiso vital y complicaciones que significa la poesía de Gil de Biedma? ¿Hemos de concluir, por tanto, que así como —según pensaba León Felipe y pensábamos todos— lo mejor o más productivo de la generación de nuestros padres se encontraba en el exilio, lo mejor de la nuestra había quedado en España? Bien podría ser, desde luego; pero sería mucha casualidad, y en la Historia las casualidades siempre se dan en el interior de tendencias explicables. Tiene que haber, por tanto, otras explicaciones para entender nuestra diferente importancia en el ámbito de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX. Es de sospechar que, en última instancia, la razón fundamental se encuentra en que nosotros no estábamos allí (es decir: aquí). Y no quiero decir con esto que, debido a la distancia del exilio, no se nos conocía y no se nos conoce. No. Lo del desconocimiento o «ninguneo» tiene todo
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que ver con lo mucho que se tardó en «recuperar» en España a nuestros mayores, los escritores del exilio que nos educaron, pero no tiene nada que ver con nosotros. La clave de la diferencia entre nosotros y nuestros coetáneos de España podría encontrarse, sospecho, en que, si bien nosotros teníamos a mano maestros, libros y cine en dos o tres lenguas, así como todo un mundo cultural mexicano y latinoamericano, ellos, oprimidos, reprimidos y en gran desventaja cultural, vivían en una realidad que, sin dudas, era la suya, en tanto que nosotros no acabábamos de saber dónde vivíamos. Y sin realidad, sin que puedas decir aquí estoy yo y este mundo es mi mundo, no hay creatividad significativa que pueda encontrar lugar y asentarse en la historia literaria de una cultura específica cualquiera. De ahí que la literatura de post-guerra escrita por nuestra generación que importa sea la de ellos, no la nuestra. No se puede hacer la historia de la literatura española de entre 1936 y —digamos— 1965 sin tomar en cuenta la producción de nuestros mayores en el exilio: el vacío sería de dar espanto, o vergüenza. Pero se hace y se debe hacer la historia de la literatura española a partir de mediados de los cincuenta con los coetáneos nuestros que nunca salieron al exilio, y sin nosotros, que no influíamos para nada en el desarrollo de esa literatura. Eso no tiene vuelta de hoja. Lo escrito por nuestra generación en el exilio ni puede, ni debe «recuperarse». O sea: no tiene por qué entrar en una Historia de la literatura española. Si encaja o no en otra parte, cosa que está por ver, eso sería otra historia. Dicho todo lo cual, queda todavía pendiente el proponer de forma algo más explícita cómo podría hacerse una Historia de la literatura española del siglo veinte, en particular a partir de 1931. Mi opinión —que, como dije al principio, ha de tener a estas alturas muy poco de original— es que las sencillas líneas directrices deberían ser las siguientes: 1.-Al llegar a 1939, no dividir entre lo escrito dentro y lo escrito fuera. En vez, y en una línea narrativa de orden cronológico, distinguir (y oponer) bien, por lo menos hasta principios de los años cincuenta, entre literatura de vencedores y literatura de vencidos. 2.-Insistir en la importancia de la poesía (Prados, Alberti...) y la narrativa (Sender, Fernández...) de los años 30 y de la Guerra. No olvidar la relación del teatro de los años 30 (la Barraca, por ejemplo) con el de la Guerra (Alberti, por ejemplo). Tratar de las revistas, de los años treinta y de la Guerra, de izquierdas y falangistas.
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3.-Contextualizarlo todo en términos de lo que sería una Historia social de los años 30. Así, por ejemplo, ya en la Guerra, sería fundamental tratar de la cuestión de la alfabetización de los milicianos. Es decir —según sabemos y no hay que olvidar— la voluntad de transformación social de la República se representa no sólo en la literatura (o en las ciencias), sino en todas las dimensiones de la Cultura. 4.-Olvidarse de la cuestión de los «niños» del exilio. Para la Historia de la literatura española, ésta es la generación perdida.