La Inspiración y Verdad en las Escrituras

El Concilio de Trento, en la sesión del. 8 de abril de 1546, volvió a reiterar esta enseñanza: “El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento,.
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Quien se acerca a las Sagradas Escrituras lo hace con el respeto que merece saber que contienen la “palabra de Dios”. ¿Pero qué se afirma realmente cuando se dice “palabra de Dios”? Algunos han imaginado que Dios dictó al oído del autor las frases que él quería que llegaran hasta los lectores.

Pero es evidente que se trata de un fenómeno mucho más complejo. Este fenómeno se llama INSPIRACIÓN, pero no se entiende en el sentido en que un artista se inspira para Dios, en lo profundo del autor sagrado.

La inspiración respeta, por decirlo así, toda la humanidad del autor, su cultura, sus inclinaciones, sus gustos, su forma de escribir.

“la revelación divina, en cuanto dirigida a los hombres, se ha servido del lenguaje humano, con lo que la palabra de Dios se convierte en palabra humana, sin perder su espontaneidad”

Como se puede apreciar a simple vista, cada libro de la Biblia tiene una forma propia, imágenes y matices que no aparecen generalmente en otros libros. Esto se debe precisamente a que el hagiógrafo (tal es el nombre que recibe el autor sagrado) esté plenamente involucrado en lo que Dios le manda escribir.

Por esto

cuando se pregunta por el autor de la Biblia, se debe tener en cuenta esta doble dimensión: POR UN LADO, EL AUTOR ES DIOS, EL QUE INSPIRA; POR OTRO, ES EL HAGIÓGRAFO, QUIEN REALIZA SEGÚN SUS MEDIOS PERSONALES ESA TAREA QUE DIOS LE ENCOMIENDA.

El tema de la inspiración se ha desarrollado a lo largo de la historia en la Iglesia, pero antes de tratar ese aspecto, es conveniente ver como aparece en la misma Escritura. Con distintas expresiones se manifiesta el origen divino de la Ley Dios escrita por Moisés:

En Ex 34, 27-28, Dios ordena a Moisés que ponga por escrito los mandamientos que acaba de darle. En Dt 4, 13, dice que Dios reveló su alianza al pueblo escribiéndola él mismo en las dos tablas de piedra.

También entre los profetas figuran testimonios de que lo que escriben en los libros responde a un mandato explícito de Dios, tal es el caso de Isaías y Jeremías (Is 30, 8; Jer 36,1-2.28.32), a quienes Dios manda poner por escrito lo que él les ha revelado anteriormente.

En distintos momentos de la historia del Antiguo Testamento se menciona el libro de la Ley de Yahveh, pero sin decir que haya sido escrita por el mismo Dios o por orden de Dios. SOLO SE CONSIGNA QUE LA LEY VIENE DE DIOS (2 Rey 22, 8.11; 2 Cron 17,9; 34, 1415; Esd 7, 11; Neh 8,1.8.18)

En el Nuevo Testamento se cita el Antiguo Testamento, dando por supuesto su origen divino. El mismo Jesús lo cita como una fuente inapelable, por ejemplo, en Mt 21, 42; 22, 31-32; Lc 24, 27.

Dice que el autor de un texto del AT habló “en el Espíritu Santo” (Mt 22,43)

“Así, pues, queda perfectamente atestiguado el uso de la Escritura del Antiguo Testamento por parte de Cristo, los apóstoles y evangelistas. Pero lo verdaderamente interesante no es tanto que esto suceda, sino el que se reconozca a los textos un contenido de absoluta verdad, junto con una autoridad irrefutable.”

En el Nuevo Testamento hay datos que testifican la inspiración del mismo Nuevo Testamento “Nadie puede interpretar por cuenta propia una profecía de la Escritura, porque ninguna profecía ha sido anunciada por voluntad humana, sino que los hombres han hablado de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo” (2 Pe 1, 20-21)

También dice “Toda la Escritura está inspirada por Dios, y es útil para enseñar y para argüir, para corregir y para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer siempre el bien” (2 Tim 3, 16-17). El texto se puede traducir también sin hacer ningún cambio en el texto original griego: “Toda Escritura inspirada por Dios es útil para…”

Este segundo texto describe el origen divino de la Escritura llamándola “inspirada por Dios” (en griego: theopneustos). Esta palabra se deriva de la palabra “DIOS” (theós) y del verbo “soplar” (pnéo), relacionado con la palabra pneuma (= Espíritu). Se quiere decir que hay un soplo (Espíritu) de Dios en el escritor para que produzca el libro sagrado.

A lo largo de la historia, las primeras intervenciones del Magisterio se refieren a que Dios es “el autor de los Escritos Sagrados del Antiguo y Nuevo Testamento”. Fue necesario insistir en esta enseñanza, porque los maniqueos afirmaban erróneamente que Dios era el principio del Nuevo Testamento, mientras que el principio del Antiguo era el diablo.

En 1053, el papa León IX proclamaba en el Símbolo de la fe: “Creo también que el Dios y Señor omnipotente es el único autor del Nuevo y Antiguo Testamento, de la Ley y de los Profetas y de los apóstoles”

En 1208 el papa Inocencio III propuso una profesión de fe a los valdenses: “Creemos que el único y mismo autor del Nuevo y del Antiguo testamento es Dios…”

Más tarde, en 1442, el Concilio de Florencia reafirmó que el autor del Antiguo y Nuevo Testamento es Dios. Además, el Concilio no entiende por “Testamento” los acontecimientos salvadores de ambos sino los escritos mismos, que contienen la palabra de Dios que expresaron los hombres bajo la inspiración del Espíritu

El Concilio de Trento, en la sesión del 8 de abril de 1546, volvió a reiterar esta enseñanza: “El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo (…) siguiendo los ejemplos de los Padres ortodoxos, con igual afecto de piedad e igual reverencia recibe y venera todos los libros, así del Antiguo como del Nuevo testamento, como quiera que un solo Dios es autor de ambos…”.

El Concilio Vaticano I, en 1870, se opuso abiertamente al racionalismo, que pretendía negar el origen divino de las Sagradas Escrituras o proponía otras formas de entender la inspiración: La primera es la teoría de la inspiración subsecuente, según la cual los escritos, de origen puramente humanos, se volverían santos e inspirados por la aprobación posterior de la Iglesia.

Otra es la teoría de la inspiración concomitante, según la cual el hagiógrafo habría hecho el libro por su propia cuenta y el Espíritu Santo solamente se habría limitado a preservarlo de errores.

El Concilio Vaticano I, el 24 de abril de 1870, estableció que “Estos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, íntegros con todas sus partes (…) la Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque compuestos por sola obra humana hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente porque contengan la revelación sin error, sino porque escritos por inspiración del Espíritu Santo tienen a Dios por autor, y como tales han sido entregados a la misma Iglesia”

Entre ambos Concilios Vaticanos, I y II, el papa León XIII publicó Encíclica Providentissimus Deus (18 de noviembre de 1893), en un momento en que se cuestionaba el origen divino de los textos bíblicos y también su contenido, porque los avances de la ciencia y los hallazgos de la arqueología parecían indicar que la Biblia participaba de los mismos errores que tenían los hombres de la antigüedad.

Dijo el papa León XIII: “(…) es absolutamente inútil alegar que el Espíritu Santo tomara a los hombres como instrumento para escribir, como si, no ciertamente al autor primero, pero sí a los escritores inspirados, se les hubiera podido deslizar alguna falsedad. Porque fue él mismo quien, por sobrenatural virtud, de tal modo les asistió mientras escribían, que rectamente habían de concebir en su mente, y fielmente habían de querer consignar y aptamente con infalible verdad expresar todo aquello y sólo aquello que él mismo les mandara: en otro caso, no sería él autor de toda la Sagrada Escritura”

Pero las ciencias siguieron avanzando y se agudizó el problema de las contradicciones con la verdad de la Biblia.

Por este motivo, el 15 de septiembre de 1920, Benedicto XV publicó la Encíclica Spiritus Paraclitus.

En este documento, dedicado a celebrar los quince siglos de san Jerónimo, apeló a la autoridad de este santo Padre para reiterar la afirmación del origen divino de las Sagradas Escrituras:

“Se ve que no hay diferencia entre las palabras de Jerónimo y la común doctrina católica sobre la inspiración, ya que él sostiene que Dios, con su gracia, aporta a la mente del escritor luz para proponer a los hombres la verdad en nombre de Dios; mueve, además, su voluntad y le impele a escribir; finalmente, le asiste de manera especial y continua hasta que acaba el libro”.

El 30 de septiembre de 1943, durante la Segunda Guerra Mundial, Pío XII publicó Divino Afflante Spiritu, una encíclica dedicada a la correcta interpretación de las Sagradas Escrituras. Dio un giro de gran trascendencia al aceptar que se tuvieran en cuenta los géneros literarios en el proceso de interpretación de los textos bíblicos.

El Papa indicó que el autor sagrado, al componer el libro, se expresaba de acuerdo con las formas propias de su cultura y de su tiempo. Se abría así el camino hacia la afirmación de que también el hagiógrafo es autor de la Escritura. Una verdad que nunca se había expresado claramente, desde el momento en que el Magisterio siempre se ha debido enfrentar con los que negaban que Dios fuera el autor de la Escritura.

El Concilio Vaticano II captó el problema en su hondura y esto se manifiesta en la Constitución dogmática Dei Verbum. Hasta ahora en las explicaciones se había recurrido con frecuencia a la metáfora de que “Dios dictaba” la Escritura, o de que “el hombre escribía bajo dictado”, o que era “como la pluma en manos del escritor”. Esto podía dar lugar –y de hecho había dado- a interpretaciones erróneas: Dios era el autor de la Escritura, pero el hombre no ponía nada de su parte. Solamente escribía lo que se le dictaba.

Dice la Dei Verbum: “La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuánto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia. En la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería”

La Constitución dogmática Dei Verbum tiene una perspectiva novedosa: No trata de la inspiración como un fenómeno aislado, sino que la coloca dentro del proceso de la conservación y transmisión de la revelación por la vía escrita, que se realiza por obra del Espíritu Santo. El carisma de la inspiración actúa para poner por escrito lo conocido por la revelación, y de la misma forma que la predicación oral apostólica es infalible, también lo es la inspiración

Desde ahora, se vuelve la mirada al escritor sagrado, indicando que su papel de transmisor cualificado de la Revelación se realiza por una elección providencial de Dios, que la plenitud de sus cualidades humanas no se halla en modo alguno deteriorada por la acción superior de Dios y, por lo tanto, se resalta su verdadero papel de autor.

Sin embargo, Dios es verdadero autor de la Escritura en cuanto produce la obra inspirada, mediante su acción en el hagiógrafo

Ahora bien, es evidente que entre los efectos de la inspiración, la in-errancia o verdad de la Escritura ocupa un lugar fundamental. Una de las consecuencias fundamentales del hecho de que la Escritura sea inspirada por Dios es que la misma no puede mentir o errar, o dicho positivamente, todo cuanto dice es verdad. Sin embargo, hay distintas formas de entender esto, por lo tanto, para analizar este problema en detalle, enfocaremos el problema desde su historia.

Durante un largo período, dieciséis siglos aproximadamente, nadie puso en duda esta cuestión. Era ampliamente reconocido que Dios es el autor de los textos sagrados y que, por lo tanto, en la Biblia no puede haber error alguno.

Entre los siglos XVI y XVII comenzaron a suscitarse los primeros problemas. El caso Galileo (1564-1642) no fue más que una expresión de esto.

Este sabio descubrió en sus observaciones que la tierra giraba alrededor del sol. La Biblia, por otra parte, se expresa en forma que indica que es el Sol el que gira en tomo a la Tierra (Jos 10, 12-13). ¿Estaba equivocado Galileo? ¿Estaba equivocada la Biblia? En repetidas oportunidades el sabio afirmó la verdad absoluta de la escritura, pero la dificultad se presentaba a la hora de la interpretación.

12

Aquella vez, cuando el Señor puso a los amorreos en manos de los israelitas, Josué se dirigió al Señor y exclamó, en presencia de Israel: "Detente, sol, en Gabaón, y tú, luna, en el valle de Aialón". 13 Y el sol se detuvo, y la luna permaneció inmóvil, hasta que el pueblo se vengó de sus enemigos. ¿No está eso escrito en el libro del Justo? El sol se mantuvo inmóvil en medio del cielo y dejó de correr hacia el poniente casi un día entero.

El avance de las ciencias y su evidencia lanzaban desafíos a la verdad bíblica. En el siglo XIX, con el avance extraordinario de todas las disciplinas científicas y con los hallazgos de la arqueología, se agudizó la situación.

La crítica histórica, por ejemplo, comenzó a discutir los libros históricos: las investigaciones históricas llevaban a la conclusión de que muchos acontecimientos no habían sucedido así como son narrados en la Biblia, o sencillamente no habían sucedido.

Algunos autores quisieron salir de la dificultad proponiendo que sólo algunas partes de las Sagradas Escrituras tenían garantía de verdad. El cardenal H. Newman, por ejemplo, opinó que carecían de esta garantía de verdad las cosas dichas “como de paso” (óbiter dicta), las cosas sin mayor importancia. Otros pensaban que los relatos históricos o las cosas que no se referían directamente a la fe y a las costumbres no poseían esa garantía.

Hasta aquí las repuestas no eran favorables. La Encíclica Providentissimus Deus (1893) del papa León XIII propuso una primera respuesta: “Es absolutamente ilícito limitar la inspiración solamente a algunas partes de la Sagrada Escritura, como también conceder que erró el mismo autor sagrado. Ni debe tampoco tolerarse el procedimiento de aquellos que, para salir de estas dificultades, no vacilan en sentar que la inspiración divina toca a las materias de fe y costumbres y a nada más…”.

Pero aclaró, citando a san Agustín, que no se puede tomar la Biblia como un manual de ciencias naturales:

“No se lee en el Evangelio que el Señor haya dicho: Les envío el Paráclito para que les enseñe el curso del sol y de la luna. El Señor quería hacer cristianos y no astrónomos”.

“El Espíritu de Dios, que ha hablado a través de los escritores sagrados, no ha querido instruir a los hombres en ese género de cosas que no tienen utilidad para la salvación”.

Pío XII, en la Encíclica Divino Afflante Spiritu (1943), continuó y completó esta doctrina. Enseñó que el exégeta católico, cuando afirma que un texto de la Escritura goza de la in-errancia, debe determinar antes qué es lo que en realidad dice el autor. Para esto es indispensable investigar qué formas de hablar se usaban en los tiempos del escritor sagrado. Las formas de expresarse de aquellos tiempos no son las mismas que las del tiempo actual. Sobre todo es necesario conocer cuáles eran “los géneros literarios” propios de aquella cultura.

Para el caso que aquí se planteaba, puede ser que un libro aparezca como “histórico”, aunque en realidad pertenezca a otro género literario.

Por ejemplo, un relato puede presentarse como si fuera “historia”, cuando en realidad es “novela”.

El conocimiento del “modo de expresarse del autor o del género literario empleado por el hagiógrafo contribuye a la verdadera y genuina interpretación”. Pero “cual sea el sentido literal no es muchas veces tan claro en las palabras y escritos de los antiguos orientales, como en los escritores de nuestra época (…). Es absolutamente necesario que el intérprete se traslade mentalmente a aquellos remotos siglos del oriente, para que ayudado convenientemente con los recursos de la historia, arqueología, etnología y de otras disciplinas, discierna y vea con distinción qué géneros literarios, como dicen, quisieron emplear y de hecho emplearon los escritores de aquella edad vetusta. Porque los antiguos orientales no empleaban siempre las mismas formas y las mismas maneras de decir que nosotros hoy, sino más bien aquellas que estaban recibidas en el uso corriente de los hombres de sus tiempos y países…”.

En la época del Concilio Vaticano II se venía madurando una idea expresada por algunos teólogos de renombre, que quedó impresa en la doctrina de la Constitución Dei Verbum. Contra los que decían que la Biblia contenía errores, los documentos del Magisterio repetían incansablemente que “la Biblia goza de inerrancia, no contiene error”, porque es inspirada por Dios. El Concilio, en cambio, dejó de definirla en términos negativos (in-errancia, no tiene error) y pasó hablar directamente de “verdad”. Se puso el acento sobre un concepto positivo (la verdad que contienen las Sagradas Escrituras) y no sobre un negativo (la ausencia de error)

“Hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las Sagradas Letras para nuestra salvación” (DV 11) Se trata entonces de “la Verdad” revelada por Dios para la salvación de la humanidad, que es fundamentalmente la revelación de Jesucristo. De modo que toda la Escritura tiene la garantía de verdad, no tal o cual parte aisladamente, sino la Escritura en todas sus partes y en su totalidad, siempre que se la contemple desde el ángulo de la salvación.