La idea de nación de las élites en Colombia y Argentina, 1880-1910

obra de autor, ni una obra sistemática de fundamentación política. [117] ... paz religiosa; industrialización como norte de la política económica; y centra-.
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CAPITULO 4

Colombia

que sustentaron ideológicamente la Regeneración, aunque a diferencia del caso argentino, sus ideas no solían expresarse en libros de autor (exceptuando quizás el Derecho público interno de José María Samper), sino fundamentalmente en artículos de prensa escritos al calor de los debates políticos. Pues una característica de los hombres de esta generación - e n toda la América Latina- fue que su participación política estuvo asociada a la actividad periodística. Las mismas urgencias políticas de esta literatura escrita como arma de combate contra la hegemonía radical o como "obra en marcha" en la defensa de la nueva hegemonía política que se construía con la Regeneración, llevaron a que se concediera mucho más espacio al análisis coyuntural o a la exploración de los grandes temas que dividían al país -v.g. la cuestión religiosa, la libertad de prensa, el alcance de la intervención estatal- que a una reflexión sistemática sobre el problema de la nación durante la época de la Regeneración. Los obras de más largo aliento de Caro (Utilitarismo), Núñez (Ensayos de crítica social) y Arboleda {La República en la América española) datan de la segunda mitad de la década del sesenta sin que ninguna de ellas se convirtiera, por sí sola, en una bitácora para el nuevo período que se iniciaba. Sólo Samper, en su Derecho público intemo intenta una justificación sistemática del proyecto del 86 . FUERON MUCHOS LOS INTELECTUALES-POLÍTICOS

En rigor, los Ensayos de crítica social son publicados en 1874. Sin embargo, la gran mayoría de los artículos allí contenidos fueron escritos entre 1865 y 1871. Aunque la Constitución de 1886, redactada por Caro, podría ser considerada otra sistematización. Sin embargo, en tanto resultado de debates no puede ser considerada una obra de autor, ni una obra sistemática de fundamentación política.

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Sin embargo, en la literatura periodística es posible rastrear - y es el esfuerzo que aquí adelantaremos- las principales ideas de nación que guiaron el esfuerzo de las élites en este período. Como ya hemos señalado, la Regeneración no parte de un consenso previo. O de existir alguno fue, al mismo tiempo, mucho más limitado y más general que en Argentina. Más general en tanto que se refirió a la impostergable necesidad de la paz y del orden para lograr el desarrollo económico, y fortalecer el poder presidencial para consolidar la gobernabilidad. Más limitado en tanto que los radicales -que aún constituían un sector importante de la opinión- no renunciaron a la guerra como estrategia política, mientras que los intentos de reformar pacíficamente la Constitución de Rionegro fracasaban, como lo ha de constatar Núñez en su primer período. Y hasta aquí, las coincidencias previas; muy insuficientes todavía para diseñar el nuevo país. No hay consenso con los radicales sobre temas claves como el centralismo, la educación, el papel de la Iglesia o el fortalecimiento del Estado. En ese marco, la Regeneración debió, paralelamente, organizar c! nuevo país y construir los acuerdos básicos o, si se prefiere, la hegemonía ideológica. Núñez edificó el proyecto regenerador interpretando esos acuerdos sobre los siguientes puntos: instauración de un régimen concordatario que establezca la paz religiosa; industrialización como norte de la política económica; y centralismo político con autonomía administrativa. Los más caracterizados intelectuales orgánicos de este proyecto son, sin lugar a dudas: Rafael Núñez (1825-1894); José María Samper (1831-1888); Miguel Antonio Caro (1843-1909) y Sergio Arboleda (1822-1888). Aunque todos fueron defensores de la Regeneración, hay matices importantes entre ellos. Los dos primeros parten del liberalismo y Samper, incluso, fue radical en su juventud. Ambos habían evolucionado hacia posiciones conservadoras -aunque Núñez nunca aceptó haber abandonado el partido liberal, mientras que Samper se definía hacia el final de su vida como un conservador con espíritu liberalcoincidiendo con el partido Conservador en la cuestión religiosa; siempre guiados por un espíritu pragmático y, al menos en la teoría, republicano y democrático. En Arboleda y Caro el sentimiento religioso no estaba atado a la "realidad sociológica" del país como lo concebían Núñez y Samper. Su compromiso era mucho más fundamental. Lo que no obsta para que Caro, hasta la muerte de Núñez y durante todo su período (1892-1898), ponga al Partido Nacional por encima de los partidos tradicionales (Valderrama Andrade; 1990). Arboleda,

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autor de un proyecto de Constitución que presentará el general Reyes a la Asamblea de Delegatarios, permaneció fiel a los conservadores históricos, pero, a diferencia de la mayoría de sus copartidarios, no se enfrentó con el nuevo régimen (aunque no nos es posible saber qué hubiera ocurrido de no haber muerto tempranamente y cómo hubiera reaccionado ante escándalos como la emisión clandestina de billetes). Luego de su participación en las deliberaciones iniciales de la Asamblea -donde aprobará sus bases-, se retiró a su nativa Popayán para ejercer como rector de la Universidad del Cauca. Aunque fue varias veces senador y representante durante la década del 70", al igual que José María Samper, su figuración es más importante como intelectual y propagandista que como político. Otros intelectuales importantes, aunque de menor trascendencia ideológica y política en el período, fueron Carlos Holguín (1832-1894) y Carlos Martínez Silva (1847-1903). El primero ocupó la presidencia como Designado iniciando la Regeneración. Autor de numerosos escritos políticos, su trascendencia intelectual fue menor. Martínez Silva era un conservador histórico, que, a diferencia de Arboleda, fue enemigo acérrimo de Caro y del régimen que él representaba; su mayor producción intelectual fue posterior a la Constitución de 1886. Las ideas de estos últimos serán consideradas ocasionalmente pues, de todas maneras, hacen parte de un mismo movimiento intelectual. De todas maneras, todos estos hombres, además de diferencias, tienen mucho en común. Menos Arboleda -más preocupado por la historia- todos ellos son poetas y todos hombres de pluma más que de espada. Samper, Arboleda y Núñez combatieron en las guerras civiles circunstancialmente sin llegar a generales; su principal figuración fue como congresistas y periodistas -el más destacado, sin lugar a dudas, fue Caro-. Se caracterizaron por una posición no sólo anticaudillista, sino también antimilitarista. Esto contrasta con el caso de pensadores argentinos como Sarmiento y Mitre que -siendo enemigos de los caudillos, como casi todos en su generación, con excepción quizás de Olegario Andrade- se envanecían de su condición de generales a pesar de ser pésimos militares y poderosos intelectuales. Si bien estas similitudes no tienen por sí solas ninguna capacidad demostrativa, dejan entrever cuando menos, un espíritu compartido entre los ideólo-

' De hecho, hacia 1875, era el único senador conservador. Arboleda, el menos conocido de estos hombres, fue catedrático importante y académico; junto con Martínez Silva fundó en Bogotá El Colegio del Espíritu Santo y, desde la Universidad del Cauca, ejerció poderosa influencia en la generación posterior, especialmente en Marco Fidel Suárez.

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gos del período. De todas maneras, insistimos, tanto como similitudes, hay diferencias. Por ejemplo, el espíritu modernizante que comparten Núñez y Samper, parece diferenciarse bastante de la mirada más tradicionalista de Caro y Arboleda. Por eso, aunque Caro fue el continuador de la obra política de Núñez, en la Asamblea de Delegatarios, es Samper, quien era considerado el hombre del presidente . Y esta afinidad -que no amistad- entre ambos hombres no es coincidencial. No sólo ambos provenían del partido liberal (Samper lo abandonó al final de su vida, Núñez no) sino que los dos en Europa comenzaron a alejarse de la ideas radicales a las cuales acusan de afrancesadas y utópicas, pero sin llegar a romper su admiración por Inglaterra ni distanciarse totalmente del positivismo spenceriano . En el caso de Samper, este aprendizaje sociológico se verá reflejado en su obra, donde se nutre del análisis histórico para explicar, por ejemplo, las diferencias entre las mentalidades anglosajona y española. Al igual que Núñez, en sus escritos trató de conciliar los ideales republicanos con los liberales. Como se verá más adelante, estas características hacen que en el pensamiento de la Regeneración coexistan dos tendencias: un individualismo moderado (Samper y Núñez) con un fuerte comunitarismo (Caro, Arboleda). Samper y Caro constituyeron las dos posiciones extremas de la Regeneración, período que no fue totalmente homogéneo; como tampoco lo fue en Argentina. Si las tendencias más modernas de Núñez sufrieron un retroceso con Caro y Marroquín, el general Reyes -ya cerrando el período de consolidación estatal- desencadenó nuevamente las fuerzas modernizantes. Lo que por otra parte no es gratuito. Reyes, al igual que Núñez, era un admirador del espíritu emprendedor de los Estados Unidos. Enemigos ambos de la formación tradicional de médicos y abogados que caracterizaba a la América Latina decimonónica, los dos propugnaban por una educación técnica y orientada a los negocios; ambos también obsesionados por el progreso, veían en el ferrocarril el símbolo de un nuevo dinamismo económico.

Y también quien presentó los debates más importantes a Caro, logrando derrotarlo en numerosas oportunidades como, por ejemplo, sobre la composición del Senado que Caro quería corporativa. 3 Esta atracción que ejercía la naciente sociología sobre Núñez, pone en aprietos a Caro cuando quiere hacer un panegírico del desaparecido presidente y simultáneamente condenar toda forma de positivismo (Caro, 1990).

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Asimismo, se podría especular alrededor de las similitudes entra la personalidad de Reyes y la de quien abre y cierra nuestro período en Argentina, el general Julio A. Roca. Ambos militares y pragmáticos, se caracterizan por no ser intelectuales cuando eso era un requisito para el poder; ambos conocedores del país (uno como militar, el otro como militar y comerciante), de familias relativamente humildes (clase media) llegan al poder en hombros del prestigio adquirido como generales. Esta característica de hombres prácticos más que hombres de ideas, que significaba en sí misma un cambio en la política de los dos países, explica que a pesar de sus múltiples realizaciones como gobernantes, no sean fuentes prioritarias para rastrear la idea de nación pues, en general, se puede afirmar que ambos son constructores con base en planos que diseñaron otros. La definición de la nación Advertíamos en la introducción a este acápite, que no es dado encontrar una reflexión sistemática sobre la idea de nación en la producción escrita de los intelectuales políticos del segunda mitad del siglo XIX. Sin embargo, aunque ésta no esté desarrollada metódicamente en trabajos de la dimensión de Facundo, como veremos a continuación, la pregunta por la nacionalidad es más visible en los autores colombianos que en los argentinos y si en estos últimos la preocupación se centraba en cómo construir ciudadanos en medio del desierto, en Colombia la reflexión tendía a encontrar los mecanismos de construir la nación moderna rescatando las tradiciones -el elemento identitario- para garantizar la unidad. José María Samper, en su Derecho público interno de Colombia, dedica varios pasajes al tema, pues para él, la nación es la "cosa histórica" a la cual se refiere la Constitución (la de 1886). Cosa histórica y hecho político al que (...) están adheridos un nombre, una lengua, un cúmulo de tradiciones, una inseparable idea de existencia y honor, de derechos y deberes colectivos. La nación es el todo, el primer objeto que ocupa la mente del legislador constituyente. Por lo mismo, su primer deber, al constituirla, es designarla con sus caracteres esenciales. Y estos caracteres esenciales son: su nombre histórico, su modo de ser político y la forma general de su gobierno (Samper, 1982; p. 299). En esta primera definición, el énfasis es casi exclusivamente político, pues de las tres características que enumera Samper, sólo una remite a elementos culturales o identitarios, mientras que las otras dos se refieren a la organización

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política. Esta preocupación de asociar la idea de nación a la organización política es totalmente coherente con el objetivo del texto donde ésta se desarrolla: la sustentación de la nueva Constitución que no sólo se presentaba como una nueva etapa del Estado colombiano, sino también de la nación colombiana. Pues toda la defensa de la Constitución de 1886 no será hecha sólo en términos de una mejor organización del país, sino de la recuperación de la nacionalidad colombiana en la nueva Carta Magna. Sin embargo, un poco más adelante, esta primera definición se enriquece y las tres características dan paso a cuatro elementos constitutivos, a saber: "Un territorio apropiado, como dominio permanente y exclusivo; un pueblo sedentario, más o menos homogéneo, establecido en aquel territorio, y que lo domina; un orden de instituciones que rigen sobre aquel territorio de un modo privativo, y regularizan la vida social de aquel pueblo, y un gobierno constituido, entidad más o menos convencional, que dirige y defiende el Estado, lo representa ante el mundo, y es el lazo de unión y de fuerza entre los asociados" (Samper, 1982; p. 301). Estos cuatro elementos, que son casi una definición contemporánea del Estado nacional, no son en su perspectiva producto de la acción "iluminada" de los individuos o los partidos políticos, sino el resultado de la historia común, producto de la conjunción de una "patria material" que es la vinculación con un territorio donde se dan "derechos y deberes de sociabilidad permanente y, por lo tanto, de asociación política", y de "una patria moral (donde están) nuestras relaciones, nuestros vínculos, recuerdos y esperanzas, y en el cúmulo de instituciones que regulan nuestro modo de ser político y civil". La unidad, así entendida, es resultado de un proceso histórico, proceso que desconoció el particularismo de los Estados federales que estuvo a punto de aniquilar "la unidad histórica del pueblo colombiano" (Samper, 1982; p. 301). La historia en común está dada por imperiosas necesidades de sociabilidad, de conservación individual y colectiva; por deberes y derechos que les son comunes; por tradiciones de raza y de historia; por la comunidad de una lengua, de un espíritu, genio o índole de pueblo, y ordinariamente de una religión; y por intereses de todo linaje que se refieren al modo de trabajar y de vivir, a la propiedad y a los elementos de bienestar de todos y de cada uno. Esta comunidad de cosas, de situaciones, de afectos, de necesidades localizadas, de tradiciones y de modo de ser, es lo que se llama la patria social que, naturalmente representada por un símbolo objetivo, toma la forma del suelo, del nombre del pueblo y de las instituciones componentes de un país, o provincia, o estado o nación, más o menos regularmente constituido y considerado en el vasto concierto de las sociedades humanas (Samper, 1982; p. 562).

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De lo cual concluye Samper que todos tienen derecho a combinar su propio bienestar con la prosperidad de la nación constituida en Estado y tienen derecho a esperar del Estado toda la protección; y que, correlativamente, todos tienen el deber de contribuir a sostener la prosperidad del Estado obrando bajo los siguiente principios: "Obediencia a las leyes y a las autoridades, pago de impuestos y contribuciones, prestación de servicios públicos, protección y mantenimiento dados a la familia, respeto por la propiedad pública y privada; en fin, cuanto pertenece a los dominios del deber individual, civil y político, es simplemente una compensación, más o menos proporcional y equitativa, de los servicios que se reciben de la sociedad y del Estado, para satisfacción del derecho" (Samper, 1982; pp. 562-563). Según este pensador, el papel político de la soberanía habría sido producto de la conciencia nacida de la experiencia de la insurrección de los Comuneros en 1781, momento en que "los proceres comprendieron que la independencia era inherente a la nacionalidad (...) y concibieron la resolución de crear una patria política donde sólo vegetaba una patria social muy restringida" (Samper, 1982; pp. 11-12). Ese antecedente histórico es el elemento que encuentra Samper para considerar que con los Estados soberanos "se invertía el orden natural de las cosas" al dar preexistencia a éstos por derecho propio y ver a la nación como la suma de ellos, donde delegaban parte de la soberanía primitiva, "cuando la verdad era que la nación, en uso de su primitiva, real e histórica soberanía, había creado los Estados formándolos de su propio seno y otorgándoles un cúmulo de facultades" (Samper, 1982; p. 200). Tradiciones históricas comunes que aunadas a consideraciones pragmáticas, le permitían afirmar que la soberanía era una e indivisible, no por mandato de la ley natural - a la que poco se refiere Sampersino como producto de esa peculiar manera de sociabilidad que se ha construido en su trayectoria común y por las características étnicas del pueblo. Pero también, "por necesidad imperiosa de buen gobierno y de paz y seguridad, y por consecuencia lógica de los principios de la ciencia constitucional" (Samper, s.f; p.395). En esta lógica, pero consciente de la diversidad cultural, de las inmensas dificultades de comunicación, de la variedad de factores de producción y riqueza del país, entre otros, consideraba que la división en unidades administrativas con cierta autonomía era indispensable para Colombia. Pero esta autonomía no podía implicar fragmentar la unidad nacional. Una cosa es la descentralización administrativa que, según él, fue el origen de los Estados Federales, y otra

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la parcelación de la soberanía nacional como lo entendió el federalismo de Rionegro, pues "De ningún modo se trataba de dividir al pueblo neogranadino en ocho o nueve pueblos más o menos antagonistas, como luego han venido a ser, ni de dividir la autoridad verdaderamente política entre numerosas entidades soberanas" (Samper, s.f; p. 397). José María Samper, en esta definición inicial de la nación, recurre a elementos conceptuales y pragmáticos, siempre dentro de un pensamiento laico. De esta manera, el inmenso peso que le concede a la organización política en la constitución de la nación, es comprensible en el interés de fundamentar el proyecto regenerador que comenzaba a ponerse en marcha. Proyecto que se presenta, no sólo como refundación del Estado, sino de recuperación de la nacionalidad misma que, hasta entonces, habría sido olvidada en las Constituciones promulgadas anteriormente. A pesar de que Núñez nunca se planteó el problema nacional como una reflexión en abstracto sobre Colombia -aunque hay menciones en sus Ensayos de crítica social sobre Irlanda, Inglaterra o Estados Unidos-, su pensamiento más tardío sobre el tema parece similar al de Samper. Sin embargo, como es lógico a su posición de hombre de Estado, a pesar de sus referencias a la actualidad política inmediata, para Núñez parece más importante el componente cultural (que él llama etnográfico) en la conformación de la unidad nacional, que la reflexión conceptual abstracta. Ya en sus Ensayos señalaba: "La unidad es imposible allí donde hay divergencia de tradiciones etnográficas, la cual se traduce necesariamente en diversidad de creencias políticas y religiosas, de costumbres, de necesidades, y en definitiva, de intereses" (Núñez, 1994a; p. 52). Esta preocupación por encontrar un elemento de unidad que permitiera cohesionar la nacionalidad (y lo que dejaría suponer que el individualismo liberal se mantuvo más intacto en Samper que en Núñez) estará presente aún en 1885. Entonces, Nuñez hacía un diagnóstico de las diferencias en la Nueva Granada, en el cual afirmaba que ésta "no es una nación, sino un conjunto de nacionalidades" (Núñez, 1986; p. 20). Si bien entonces, con este argumento, defendería el federalismo ante la atomización política del país, usará el mismo razonamiento para insistir en la necesidad de la unidad que -en lo cultural- sólo podía otorgar la religión católica. La diversidad podrá ser subsanada por una eficiente descentralización administrativa que, a su vez, mantendría la unidad indivisible de la nación. Esta preocupación por lograr la unidad nacional en una nación heterogénea no es nueva en Núñez, e incluso en sus épocas federales, buscará un princi-

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pió de cohesión nacional - n o el único- en los elementos culturales. A estos los denominará elementos conservadores . Este elemento conservador garante de unidad es el que Núñez se propone recuperar con la Regeneración y que encontrará en la religión católica. En su Mensaje a la Asamblea de Delegatarios, decía: "Ante todo, (debemos emprender) la reconstrucción de la nacionalidad, rota en 1863, por el federalismo, cuando se fraccionó la soberanía de la nación entre nueve Estados diferentes, cada uno con su propio ejército, sus propios códigos (...)". Como consecuencia de ello recomendaba la adopción de una legislación nacional, con una administración pública igualmente nacional para aplicarla: se establecía el principio de una república unitaria; se reconocía el hecho innegable y protuberante de que la religión católica era la de las mayorías de la nación, y que, por tanto, el sistema educativo de ésta debía tener por principio "la divina enseñanza cristiana, por ser ella el alma mater de la civilización del mundo" (Núñez, 1986). Esta idea sobre la unidad e indivisibilidad de la nación, soportada en la Iglesia Católica (y en la legislación centralizadora), no sólo hace parte del pensamiento de Núñez y Samper o -desde otro punto de vista, de Caro, Holguín y Arboleda- sino que inspiró a la mayoría de los hombres de la Regeneración. Las 18 bases para la reforma constitucional que presentó el delegatario José Domingo Camacho, la retoman cuidadosamente. En ellas se afirma: "lo. La soberanía reside única y exclusivamente en la nación, que se denominará República de Colombia. 2o. La conservación del orden general y seccional corresponde a la nación. Sólo ella puede tener ejército y elementos de guerra, sin perjuicio de los ramos de policía, que corresponden a las secciones. 3o. La legislación civil y penal, electoral, comercial, de minas, de organización y procedimiento judicial, es de competencia exclusiva de la nación. 4o. La nación reconoce que la religión católica es la de la casi totalidad de los colombianos, principalmente para los siguientes efectos: a) Estatuir que la Iglesia Católica gozará de personería jurídica;

"En todas las sociedades políticas, así como en todas las demás cosas del mundo, un elemento conservador es indispensable como principio de existencia y de progreso. El elemento conservador en este país (refiriéndose a la religiosidad en los Estados Unidos) ha sido el principio de la unidad nacional, contrapuesto afortunada y previsivamente desde los primeros años posteriores a la Independencia, a la doctrina disolvente de la soberanía absoluta de los Estados" (Núñez, 1994a; p. 32).

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b) Organizar y dirigir la educación pública en consonancia con el sentimiento religioso del país; c) Celebrar convenio con la sede apostólica, afinde arreglar las cuestiones pendientes y definir y establecer las relaciones entre la potestad civil y la eclesiástica; 5o. Nadie será molestado por sus opiniones religiosas ni obligado por autoridad alguna a profesar creencias, ni a observar prácticas contrarias a su conciencia" (citado por Jaramillo U, J. et al, 1986; pp. 49-50). Si para Samper y Núñez la nación es producto de un proceso histórico al cual deben adaptarse unas instituciones políticas que favorezcan el buen gobierno - y que a su vez repercutan sobre esa nación- sin que haya en ellos una referencia a una esencia del pueblo que defina tal proceso. Al contrario, la religión -como se verá más adelante- sólo se constituye en un instrumento de unidad en un país heterogéneo. Distintos serán los argumentos de Arboleda y de Caro, aunque las conclusiones a las que lleguen sean las mismas. Para Arboleda, más que un fundamento de unión posible, la religión es la única posibilidad de garantizar el orden; y el régimen federativo sólo será posible cuando se procede por agregación de diferentes naciones que obtienen ventajas al estar unidas. Pues por encima del proceso histórico -que Arboleda nunca olvida en sus análisis- sólo dos bases permitirían el funcionamiento de las sociedades: "La ley natural y las creencias religiosas son el fundamento del orden social y político; porque los principios y doctrinas de la moral religiosa son la regla de conducta y de las opiniones de los hombres" (Arboleda, 1991; p. 244). Pero ¿cuál es la base de la nación para Arboleda? El clima, la ubicación geográfica, el desarrollo y tipo de industria, hacen parte de la constitución moral y social de los pueblos, afirma. Pero, (...) no menos influyen sobre ella el carácter de las razas y los hábitos antiguos que hacen un segundo carácter; el idioma, que si se presta a traducir literalmente las instituciones extrañas, no por eso comunica al pueblo que las adopta la misma idea del pueblo que las inventó; las creencias religiosas, que jamás pierden su imperio en nuestro corazón; y en fin, el genio mismo de los grandes hombres que imprimen su sello, digámoslo así, a las sociedades que dirigen, y ese cúmulo de acontecimientos tan variados como imprevistos cuyo conjunto ordenado constituye la historia de una nación (Arboleda, 1951; p. 41). Carácter y tradiciones, idioma y religión -además de la historia- son para Arboleda los elementos constitutivos de una nación; invirtiendo la distribución

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de las cargas que haría Samper, a u n q u e , n o sobra recordarlo, ni Samper olvida los elementos culturales y religiosos, ni Arboleda los políticos e históricos. La conjunción de estos elementos culturales, políticos e históricos constituyen la personalidad de u n p u e b l o q u e se plasma en las formas de gobierno regidas p o r el derecho natural: La facultad que tiene cada nación de dar a su gobierno la forma que más apropiada le parezca para lograr que impere la ley natural, tanto en su régimen interior como en sus relaciones con los demás pueblos, constituye su personalidad, o lo que impropiamente se ha llamado soberanía; y decimos impropiamente, porque en el sentido absoluto no hay sobre la tierra poder soberano: la soberanía no cabe en el hombre, ser débil y falible. La soberanía así entendida, reside en la nación; es decir, en la sociedad con su gobierno, en esa personalidad que se llama nación, y no en ninguna clase ni individuo de ella (Arboleda, 1951; p. 253). La convicción de Arboleda de q u e la nación es ante t o d o u n a personalidad, lo conducirá a m i r a r con escepticismo el futuro de los Estados U n i d o s cuya Constitución garantiza la libertad de cultos. En los Estados Unidos de América se ha llegado a constituir nacionalidades con diferentes cultos; pero aún le falta a este hecho la prueba del tiempo: en el poco que llevan de existencia, los resultados están muy lejos de confirmar la teoría indiferentista. Obsérvese que todos allí son cristianos, que reconocen la misma moral y que pueden ser regidos por leyes civiles y penales semejantes, y que, sin embargo, su estado social no es muy lisonjero: la institución de la familia, sin suficientes y uniformes garantías, se va desmoralizando, y los intereses materiales absorben y anulan los sentimientos del corazón (Arboleda, 1951; pp. 222-223). Sin e m b a r g o , la crítica de Arboleda reconoce que la diversidad étnica y religiosa n o permitía otra opción en aquel país, p o r lo m e n o s hasta que el catolicismo se impusiera c o m o religión mayoritaria p o r la fuerza de la verdad que encierra. Los reparos de Arboleda p o r el futuro de los Estados Unidos m u e s t r a n u n a visión del m u n d o que t a m b i é n c o m p a r t e Carlos Holguín - y en m e n o r m e d i d a C a r o - y que grosso modo implican u n a p r o f u n d a desconfianza hacia los resul-

Para hacer más fací! la exposición, hacemos esta diferencia entre cultural e histórico sin ahondar en discusiones sobre la historicidad de la cultura que, nos parece, no es la perspectiva de los autores citados.

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tados obtenidos por las democracias liberales del mundo que entonces se solía llamar "civilizado". Samper, y sobre todo Núñez, ambos deslumhrados por el pragmatismo inglés y su tolerancia religiosa, están conceptualmente en las antípodas. Sin embargo, hay que ser cuidadosos en equiparar el pensamiento de Arboleda y Caro, al de Holguín, pues en este último, el rechazo a lo europeo parece estar enmarcado en un discurso demagógico destinado a justificar la extrema miseria de Colombia, sin hacer parte de un pensamiento coherente y reflexivo sobre el país. Así parece deducirse de su mensaje al Congreso en 1982, donde asegura que Ni la riqueza es por sí sola elemento de felicidad para los pueblos, como no lo es tampoco para los individuos, ni a su consecución se pueden sacrificar otros bienes de orden superior. Colombia sería uno de los países más felices de la tierra, con sólo que nos diéramos cuenta de nuestra felicidad. (...) Yo las he visto de cerca durante años enteros, (las desgracias del mundo desarrollado) y puedo deciros que somos muy felices, que no cambiaría nuestro atraso por la prosperidad de ninguno de los países que he visitado (citado por Martínez, 1995). Esa estrecha relación entre sentimiento religioso compartido y nación se encuentra también en Miguel Antonio Caro cuando contrapone orgullo nacional y sentimiento religioso: sólo en este último encuentra el principio de la nacionalidad: De aquí que las naciones protestantes hayan buscado la fuerza de su unidad en el orgullo nacional; pero como ninguna nación ha sido ni podrá ser grande ni merecer siquiera el nombre de nación sin la unidad del sentimiento religioso, la han buscado igualmente en la fuerza de la religión, bien que recortada, confinada y raquítica, subordinada al poder civil, o sea a ese orgullo nacional que, entregado a sí mismo, degenera fácilmente en el quijotismo político mil veces humillado y quebrantado por altos juicios de Dios (Caro, s.f.a; p. 204). Al igual que Arboleda, Caro cree imposible fundar la nacionalidad en algo distinto al sentimiento religioso y lingüístico. Si para Samper y Núñez las instituciones políticas debían reconocer esas bases culturales para proyectarlas en la organización legal y, de esa forma, fundar la nacionalidad, la vertiente de la Regeneración de origen conservador parte de una nacionalidad ya constituida que - c o n el apoyo de la ley natural- debe ser reconocida por ellas. En esta unidad cultural se basa la fuerza de la nación:

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Hoy una nación que posea la unidad religiosa, reconocida y sancionada por la ley fundamental y por solemnes actos de concordia entre el poder civil y el eclesiástico, posee una gran fuerza como nación; dispondrá, por participación, del poder asimilativo de la Iglesia, disfrutará de las simpatías de todos los católicos de la redondez de la tierra, y del concurso cordial de todos los elementos católicos que vengan a servirla, con ella por tal motivo connaturalizados, pues saben que sirviéndole sirven a una causa más general, que es aquella causa santa cuya bandera han jurado. Si esta nación lograse asentar firmemente la unidad nacional, fundando la concordia civil sobre la paz religiosa, sería el pueblo escogido y la nación más próspera de la tierra (Caro, s.f.a; p. 207). Unidad cultural que fundamentan los hombres de la Regeneración en la Iglesia Católica, pero que debía materializarse en una unidad política, pues a diferencia de los Estados Unidos, Colombia es una nación, nunca un conjunto de naciones que se asocian en una federación, pues "las partes que componen la república nunca fueron, bajo el imperio de la civilización cristiana, naciones organizadas e independientes" (Caro, 1990; p. 354). La nación unitaria, preexistiéndolos, está en los partidos, que no son considerados expresión de intereses sino de la nación misma, fragmentada transitoriamente en ambas esencias que, con el progreso, deberían volver a fundirse so pena de degenerar a la barbarie (Caro, 1990; p. 33). Aquí, nuevamente, el pensamiento de Caro parece alejarse del de Núñez, pues para éste, siendo ambos partidos expresiones de la nación, deben permanecer y complementarse combinando ese sentimiento progresista y conservador que ya mencionaba en sus Ensayos de crítica social. Si para Caro las nacionalidades hispanoamericanas alcanzan su concreción en tanto nación con la Independencia, como se verá más adelante, éstas ya estaban formadas como producto de la dominación española, hasta el extremo que la guerra contra España es, para él, una guerra civil producto de los errores cometidos por la Corona. En medio del consenso alcanzado sobre los objetivos básicos (que Núñez define como paz religiosa, centralización política con descentralización administrativa y progreso), hemos querido mostrar los diferentes matices sobre los que aquél se funda. Sin embargo, las diferencias de énfasis no deben ocultar las coincidencias que hay entre ellos, a saber: la nación es una realidad cultural que debe cristalizar en las instituciones políticas. Realidad cultural asentada sobre diversos elementos (lengua, geografía, historia) de los cuales el más destacado

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es el religioso. Con base en este elemento anterior a la Constitución de los Estados, se puede garantizar la unidad, el sentimiento colectivo. Lo unitario no es el sistema político, sino la nación misma. Pero estas coincidencias -y diferencias— ¿en qué principios se fundan? ¿Cómo se conciben esas bases culturales que fundamentan la nación? ¿Qué elementos constituyen esa conciencia colectiva? Aunque parcialmente hemos adelantado la respuesta, en la solución de estos interrogantes se podrá ver claramente esa concepción de lo nacional que hasta ahora se ha expuesto a grandes rasgos. La valoración de las bases de la identidad Las dos vertientes que nutren el pensamiento de la Regeneración se manifiestan, coherentemente con la idea de nación de que parten, en la valoración que hacen de la materia prima sobre la que ésta será construida: el pueblo. Sin embargo, aunque varíen las estrategias de argumentación, hay acuerdo en torno a que la nación colombiana debe "cristalizarse" sobre una nacionalidad anterior, recurriendo, para ello, a elementos presentes en la cultura y en la historia. Se trata de rescatar la identidad, sea por razones de principio, sea por una necesidad pragmática de no ir contra la realidad sociológica del país. Nadando entre las aguas de la ideología del progreso y los desastrosos resultados que había producido en Colombia la importación aerifica del pensamiento francés adelantada por los radicales, Núñez no es muy optimista sobre esa materia prima con la cual debe construirse la nación colombiana. Si bien para él las causas materiales de la decadencia económica en que se encuentra el país hacia los años 80 están relacionadas con "la quebrada topografía que nos aisla", así como con el sistema institucional sancionado por la Constitución federal, existen, además, otras causas que explican el fenómeno. Éstas son las causas morales. Y aquí el pensamiento de Núñez vuelve a expresar esa tensión que señalábamos más arriba, pues aunque en otro lado se refiere a la "buena savia" del pueblo colombiano como única contención a la catástrofe producida en el período radical, "Las causas morales a que atribuimos nuestra decadencia económica, son probablemente las que enseguida enumeramos: 1) la educación en todos sus ramos; 2) las tradiciones; 3) el carácter (...)" (Núñez, 1994; p. 147). Esta ambigüedad de Núñez contrasta con el pensamiento de Arboleda, quien, en una concepción que hoy llamaríamos progresista, se adelanta mucho a su época en una interpretación positiva de lo americano que sólo emergerá con la Revolución Mexicana y con los nacionalismos latinoamericanos de la ter-

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cera y cuarta décadas del siglo XX. En La República en la América española, afirmaba: "Devolved a estos pueblos sus creencias (católicas) y el goce tranquilo de su majestuoso culto, y entonces veréis cuan grandes son, cuan poderosa la inteligencia americana, y cuan capaz de virtud y de energía es esta raza, mezcla de todas las razas, que el europeo desprecia" (Arboleda, 1951; p. 186). De esta manera, Arboleda ofrece una reinterpretación a la antinomia de civilización y barbarie que Sarmiento había acuñado en 1845. La construcción de la nación no es una lucha entre estos dos polos; para él ambos están presentes en las naciones de la América española, donde la barbarie se asocia al autoritarismo y la civilización al sentimiento religioso. No será el componente étnico el que los defina: Lo que hay en estos países, es una lucha entre dos elementos sociales que se apoyan respectivamente, el uno en los intereses de la civilización, y el otro en los instintos de la barbarie, y la barbarie está representada en cada país americano por distintas mayorías: en Buenos Aires por mayoría blanca, en Venezuela por mayoría negra, en Méjico, Guatemala, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile y Paraguay, por mayoría indígena y en el resto de Centro América, igualmente que entre nosotros, por una mezcla de todas las razas, en que sería difícil averiguar cuál tiene mayor número (Arboleda, 1951; pp. 123-124). Miguel Antonio Caro no sólo comparte con Arboleda la convicción de que la nacionalidad colombiana es una unidad cultural de larga data, sino también su creencia en la buena índole del pueblo que la compone. Los males que acosan al país (...) no son manifestaciones de nuestro carácter nacional, ni brotes de la índole de nuestro pueblo, naturalmente dócil y manso, sino resultados de vicios radicales de las instituciones que nos rigen. (...) La raza española ha conservado en América muchas de sus buenas cualidades, templada la dureza de su carácter por la influencia del cielo y la mezcla con la raza indígena. Nuestro pueblo no es rapaz ni feroz (Caro, 1990; p. 47). Este pueblo, sobre el que se puede reconstruir la nación, debe mucho de sus méritos a la influencia española en América. Ésta será tan importante para Caro que el desprecio por España -que para él no es lo mismo que la crítica a los errores cometidos por los reyes- se traduce en autodesprecio: ¿Y por dónde empezó la tentación de despreciarnos en comparación con el extranjero, si no fue por esas declamaciones contra los tres siglos, es decir, contra

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nuestra propia historia? ¿Y de dónde nació esa peligrosa y fatal desconfianza en nosotros mismos, sino del hábito contraído de insultar la memoria de nuestros padres, o de ocultar sus nombres, como avergonzados de nuestro origen? Natural y facilísimo es el tránsito de lo primero a lo segundo, como es lógico, e inevitable el paso de la falta cometida al merecido castigo (Caro, s.f.a; p. 63). Más allá de licencias poéticas , Caro considera que la raigambre española en América era de tal magnitud que, si bien no llega a equiparar América y España como una misma nación -salvo en el poema citado- pues la americana apenas comenzará a cristalizar con la Independencia, sí repite en varias ocasiones su convicción de pertenecer a una patria en común. "Nuestra Independencia viene de 1810, pero nuestra patria viene de siglos atrás. Nuestra historia desde la conquista hasta nuestros días, es la historia de un mismo pueblo y una misma civilización" (Caro, s.f.a; p. 103). Y en él, la idea de patria remite tanto a una filiación como a una nacionalidad. El papel fundamental que le conceden Caro y Arboleda a la herencia española en la formación de las nacionalidades latinoamericanas, es también reconocido por Núñez y Samper. Pero la valoración que ellos hacen de este aporte es menos unívoca, como también lo es su pensamiento sobre el tema. Ya en los Ensayos de crítica social, Núñez reconoce los grandes méritos de España en la historia de la humanidad; para él el problema de España no es un problema de raza o étnico, sino un problema político que ha impedido el triunfo de la justicia en aquel país debido a la constante persecución que ha sufrido la inteligencia: España, en efecto, ha sido, como todo el mundo sabe, el país clásico de la intolerancia religiosa durante no años sino siglos, intolerancia suicida y cruel en la expulsión de los moros y judíos y en las hogueras de la Inquisición (...) Los españoles no han tenido pues, como nación, los medios de elevarse a la concepción "¡Oh, vedlas! Españolas/ Naciones ambas, ambas fratricidas/! Muy más que por las olas,/ Por odios divididas... /¡Ora en el lazo del furor ceñidas! (...) Tú así la que vencías,/ España, y repoblabas las naciones/ Madre infeliz! Envías/ A antípodas regiones,/ Ciegas contra hijos tuyos tus legiones! (...) No tuyo entero clames/El lauro antiguo que en tus sienes brilla, /¡España! Y tú no infames,/ América, a Castilla,/ Que ese insulto dos veces te mancilla!/ Vencedor o vencido,/ Tú eres ibero, y tú: lleváis iguales/ Habla, sangre, apellido;/ Fe y rencor, gloria y males, /¡Oh en mutuo daño, a un tiempo criminales! (...) Vuelvo airado los ojos/ Del choque rudo y la maldita saña;/De muertes, de despojos;/De la propia y la extraña/Sangre que tiñe el mar: toda es de España" (Caro, s.f.a; pp. 41-43).

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sublime del derecho, de practicar la justicia, de establecer y consolidar un sistema político que realice la libertad en el orden y el orden en la libertad (...). El problema político, dije antes, no se resuelve sino por la conciencia con la ayuda de la inteligencia. Pues bien, en España esta última ha estado casi constantemente tan oprimida y torturada como aquella. La estadística de la instrucción se ofrece allí por eso con datos más lastimosos que en ninguna otra parte de Europa, hecha excepción de Turquía (Núñez, 1994a; pp. 91-92). Aunque Núñez no saca conclusiones sobre lo que esto significó para la identidad colombiana, podemos inferir que su evaluación no debió de ser muy positiva, por lo menos en lo que se refiere a la influencia clerical -diferente de la religiosa, aclara- que, "en la exageración del comunismo monástico y de la limosna", llevó a que "en España, por ejemplo, la noción del trabajo en todo su sentido se haya perdido (...). Aquellas palabras evangélicas: a cada día le basta su afán, mal comprendidas, peor aplicadas y tan poco fomentadoras así del esfuerzo productor; aquellas palabras, repito, parecen ser la divisa de muchos españoles" (Núñez, 1994a; p. 118). Es interesante destacar que la crítica de Núñez a España se centra, especialmente, en un modo de organización política y al papel que juega la intolerancia religiosa en él. No da el paso, muy en boga en la época, de hablar sobre "lo español" o "el espíritu latino". Su preocupación y su crítica se dirigen a la imposibilidad de fundar una ética del trabajo en una sociedad teocrática en los términos en que la instituyeron los españoles: Ahora bien, el desarrollo de la iniciativa individual no es un resultado accidental sino la consecuencia lógica de ciertas premisas. Propagad e inculcad exageradamente en un pueblo la creencia en lo sobrenatural, y ese pueblo perderá poco a poco la confianza en sus propias fuerzas. Los milagros del esfuerzo humano, que son los que han fundado la industria moderna, son incompatibles con los del orden místico. El desprecio del mundo, que el ascetismo predica, es otro elemento adverso de la actividad productora. No hay, por el contrario, mejor estímulo para ésta, que la perspectiva del bienestar en todas sus variadas formas. No se trata de proscribir el espiritualismo, sino sólo de reducirlo a justos límites. El trabajo ha sido, además, considerado según la doctrina religiosa más en boga en España, como una expiación o castigo, y necesario es convenir en que semejante noción no es la más adecuada para desenvolver la potencia industrial del hombre (Núñez, 1994a; p. 126).

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De esta manera hace una síntesis entre concepciones modernizantes como la necesidad de crear una ética del trabajo -sin llegar al radicalismo laico que primó en Argentina-, y la religión como "elemento conservador" y unificador. La religión no es, desde su punto de vista, un factor negativo en tanto no sea impuesta por la fuerza ni contradictoria con las necesidades del desarrollo industrial, es decir cuando es ejercida y recibida libremente (Núñez, 1994a; p. 99). En estas ideas de Núñez se puede encontrar la clave de muchas decisiones tomadas durante la primera época de la Regeneración. Sólo Samper, en su época temprana del Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas, atribuirá características políticas y culturales a las diferencias raciales entre el latino y el anglosajón - m u y a la manera de Sarmiento en Argentina- contraponiendo individualismo y estatismo (Jaramillo Uribe, 1982; p. 49); aproximación que matizará hacia el final de su vida. En todo caso, Samper en su Ensayo sí saca las conclusiones a las que no llegará Núñez sobre el papel jugado por la influencia española en América. El resultado era el descuido en la instrucción pública, el fanatismo, la superstición y una población que se hacía acreedora a todos los males desde la mendicidad y los vicios, hasta la soberbia de la clase de los poderosos que vivía con instituciones aristocráticas a pesar de estar "destinada por los cruzamientos de diversas y muy distintas razas a vivir bajo el régimen de la igualdad". Males que se agravaban por la esclavitud ya sea en su forma lata, ya como organización "artificial" de los resguardos indígenas; esta última forma no permite el desarrollo de la propiedad, pues estanca e inmoviliza las fuerzas del emprendimiento personal, y condena a los indígenas a permanecer en su estado de tribus. Si bien hasta aquí la argumentación está en la misma línea que el diagnóstico que Núñez hiciera de España, Samper introduce un elemento nuevo que es ajeno al pensamiento de la Regeneración. Esta novedad se da por la introducción de elementos raciales en el análisis sociopolítico que, curiosamente, no retomará en su última obra El derecho público interno de Colombia, cuando se refiere a la nación: Nuestras sociedades tienen los defectos (que pueden un día convertirse en cualidades) inherentes a estas cuatro circunstancias: la influencia de la sangre española, la promiscuidad de castas, la índole de la democracia y las condiciones topográficas. La raza española, por causas que no es del caso examinar, es petulante y vanidosa, en lo bueno como en lo malo; y de esta cualidad provienen muchas de las grandes cosas y de las debilidades que han hecho notable a España. Los

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criollos colombianos hemos heredado ese don, y a veces lo hemos llevado hasta el quijotismo más risible. Nuestros mulatos son todavía más petulantes y vanidosos, a causa del cruzamiento mismo, ya por espíritu de imitación (...) Por último, esos pueblos jóvenes -vanidosos como es siempre la juventud- viven dispersos en vastísimas regiones difícilmente comunicadas, y esa situación les ha inspirado la aspiración a la autonomía y la conciencia de cierta personalidad local o seccional (Samper, 1982; p. 206). Pero esta valoración negativa en términos raciales y culturales que hace de la identidad colombiana Samper en ese momento de su vida, no sólo está matizada por la aproximación de Núñez, sino que contrasta con la posición opuesta que sostienen Caro y Arboleda. Para ambos, la herencia española es la característica más fuerte de la nacionalidad, pero no existe sola. Ella se enriquece con el aporte indígena y se amalgama en la lengua y la religión. Desde ya se ve el mestizaje como un factor constitutivo de la nacionalidad, lo que lleva a ver a "(...) la sociedad americana formada de aborígenes y españoles, reunidos bajo un mismo estandarte, hablando una sola lengua y profesando una misma religión. Esto no es de ahora, desde época remota vemos ya a indígenas distinguidos ocupando varias sillas episcopales, y a muchas familias, también indígenas, incorporadas en la nobleza de la Colonia, de las cuales no pocos de nosotros descendemos" (Arboleda, 1951; p. 56). Un temprano reconocimiento de las diversas vertientes raciales y culturales que integran el país llevó a que en el imaginario se concibiera una nación donde todas se integran y todas aportan, no en tanto individuos, sino debido a sus características culturales. Es claro que la raza indígena es un elemento del cual no puede prescindirse, aunque sea por la cantidad de población. Menos generoso es el lugar que se le destina a la población negra, pero, para Arboleda, también tendrá algo que aportar: La raza negra, salvo excepciones que convencen de su aptitud para la civilización, sólo bajo el amparo de la blanca puede servirla con provecho, disfrutar sus beneficios y elevarse en religión, mediante los actos exteriores del culto, hasta el sublime de la caridad; pero, perezosa y sensual, cuando se la deja entregada a sí misma, torna presto a su barbarie primitiva. Mientras el americano tiende a aislarse de las demás razas, el negro procura confundirse con la blanca, y su tipo desaparece en la descendencia a pocas generaciones. A diferencia también del indígena que provoca la tiranía, el negro relaja sus cadenas por la sinceridad con que agradece el beneficio: su lealtad y fidelidad, son hijas casi siempre del afecto y rara vez del

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temor. Por su fuerza física, por la confianza que pone en ella, y por su aptitud para habitar en climas ardientes y malsanos, la raza africana es útilísima para la industria en las regiones tropicales. No sin designio ha hecho de ella la Providencia uno de los elementos sociales de las Antillas, Venezuela, costas del Perú y Estados del Cauca, Panamá, Bolívar y Magdalena (Arboleda, 1951; pp. 83-85). La diferente valoración de la herencia española que hace Núñez, por un lado, y Caro y Arboleda, por el otro, no implican argumentos contradictorios sino énfasis distintos. El primero atacaba el papel negativo que jugaron las instituciones en la construcción de una ética del trabajo; los segundos la defendían como promotora de la civilización y elemento de la conciencia colectiva. Presuponiendo que cada una de las razas podía aportar sus características positivas a la nación, el mestizaje y la diferencia étnica no fueron vistos como un problema, siempre y cuando se recurriera a un común denominador para integrarlas y elevarlas moralmente. En ese combate entre civilización y barbarie que se libraba en América española, Arboleda proponía: "seamos activos y eficaces en aniquilar la barbarie; mas no como en Buenos Aires con el sable y el cañón, sino con la doctrina y la enseñanza (... porque) indígenas, africanos, caucáseos, todos sin distinción estamos llamados a este gran banquete que debe servir la caridad cristiana" (Arboleda, 1951; pp. 94-95). La religión católica, además de ser la base de la ley natural, es la que a través de la historia juega el papel civilizador y, hasta cierto punto humanizador, de las etnias. Este papel es evidente en el contraste entre la actitud de los anglosajones, que bestializaban o cosifícaban a sus esclavos, y los católicos que hacían de él "el compañero de los trabajos de su señor, y casi un miembro de su familia" y, sobre todo, hermanos en la fe, lo que permitió su incorporación a la sociedad (Arboleda, 1951; p. 57). Construcción de la conciencia colectiva e integración La religión Confluyen de esta manera dos diagnósticos disímiles entre los intelectuales de la Regeneración. Uno que consideraba que las bases de la nacionalidad estaban ya formadas por el mestizaje realizado alrededor del componente español y que tenía su máxima expresión en la religión católica, negada por las elucubraciones radicales. Otro que, aun teniendo dudas sobre los resultados producidos por ese mestizaje, consideraba necesario fortalecer los elementos de unidad perdidos durante los gobiernos federales. Poco antes de la guerra de 1885, Núñez ex-

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presaba esta inquietud. "Un país no pasa de ser una simple expresión geográfica mientras no cuente en su seno con suficiente número de fuerzas capaces de converger a un mismo deliberado fin. Nuestra población no excede de tres millones, poco civilizados en su mayor parte"; pero agrega: "tengo una alta idea de la perspicacia del pueblo colombiano para evitar el desastre". (Núñez, 1994; p. 29). Dados estos diagnósticos de las características de la nacionalidad colombiana y la certeza de la necesidad de cimentar la unidad sobre ellas y no sobre actos de voluntad o especulaciones teóricas, el movimiento de la Regeneración eligió integrar la nación con base en aquello que más fuertemente definía la nacionalidad: la religión y la lengua. Pues aunque distintos son los motivos que guiaron a estos hombres -para unos recuperar lo mejor de la cultura común; para otros recurrir a lo único que unía al país y garantizaba la paz- la conclusión era la misma: partir de los elementos comunes rescatables y con base en ellos, refundar la nación. En la medida en que la lengua no estaba en peligro por competencias lingüísticas alternativas, pues el mestizaje ya había impuesto el español como lengua nacional, será sobre la religión -fuente de unidad, pero también de orden y de elevación moral- que se construirá el nuevo proyecto. Para entender el porqué de esta elección en hombres enemigos de la intervención del clero en asuntos seculares, como Núñez, Samper y, en menor medida, Caro, es importante tener en claro la decisión de todos ellos de no guiarse por "teorías importadas de Francia", sino por la realidad sociopolítica del país. En esta actitud se ubicará una de las principales diferencias con el proyecto que se siguió en Argentina. Así, Caro es enfático en afirmar que el legislador "no va a crear hombres, no va a organizar entidades ideales, sino a dirigir sociedades formadas que ya tienen sus tradiciones y costumbres (...): el criterio del legislador debe ser poco teórico y muy práctico" (Caro, 1990; p. 76). El cambio de actitud de Núñez sobre la Iglesia Católica también se explica por este "nuevo realismo". Según sus propias palabras en la instalación de la Asamblea de Delegatarios, ésta debía recoger los "sentimientos que habían venido elaborándose en el alma del pueblo colombiano. La Reforma Política no será parto de especulaciones aisladas de febriles cerebros, sino un trabajo como de codificación natural y fácil del pensamiento y anhelo de la nación" (citado por JaramilloU.,eífl/., 1996; pp. 38-39). El mismo Samper, uno de los principales analistas contemporáneos de la nueva Constitución, es de este parecer. Sin renunciar del todo a su ideal de toAl igual que Samper, no es raro encontrar en Núnez referencia "al indio abyecto".

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lerancia religiosa que tanto le había impactado en Inglaterra, apela a la originalidad colombiana -volviéndose un pionero de este argumento que hará carrera- para justificar su nueva concepción de la relación que debía regir en Colombia entre la Iglesia y el Estado: Aquí la existencia de la Iglesia Católica está identificada de tal modo con la vida moral del pueblo colombiano, que no es posible proteger a este pueblo sin protegerle en su religión. A tal punto es esto cierto, que, si notoriamente falta en la población la unidad de raza, y en el territorio la unidad de topografía y clima, al contrario, por lo tocante a la religión, como al idioma, la unidad social es completa. De aquí la necesidad y la justicia de reconocer a la religión única del pueblo colombiano, y por lo tanto a su Iglesia, todas las prerrogativas de independencia y dignidad, autoridad y respeto que le son propias; de ahí también la consiguiente posición privilegiada, aunque no oficial, de esa Iglesia, por cuanto es la de los colombianos (Samper, 1982; pp. 348-349). En esta convicción, los intelectuales de la Regeneración estaban convencidos de que las constituciones federales, y en especial la de Rionegro, que quitaban la invocación a Dios en el preámbulo, inspiradas en la Constitución de los Estados Unidos, estaban violentando la nacionalidad colombiana. Así, en sus análisis, consideraban que uno de los grandes problemas de la organización promovida por los radicales estaba en la intención de dar instituciones protestantes a un país católico, fenómeno que se veía como una violencia a la historia propia. Arboleda lo expresaba claramente: Ahora bien: En 1810 la Nueva Granada era esencialmente católica. Nuestros hombres tradujeron y acomodaron a nuestras provincias Constituciones de repúblicas protestantes y lo mismo ha continuado haciéndose hasta hoy. Obligados nuestros pueblos a aceptarlas, han debido por supuesto, tender hacía el Protestantismo. Mas, como al propio tiempo que se traían esas instituciones a nuestra tierra, se imbuía la juventud que debía ejecutarlas, en las ideas filosóficas que son la negación de toda verdad religiosa y moral, se ha presentado un fenómeno raro, extraordinario en la historia de la legislación del mundo, a saber: una nación con instituciones a que no se acomodan ni la clase gobernante ni la gobernada y que están en pugna con las ideas de todos (Arboleda, 1951; p. 386). Núñez, siempre preocupado por buscar ese "elemento conservador" que fuera garantía de unidad sin necesidad de recurrir a dictaduras, también lo comprendía así:

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Llegamos aún, en un pueblo profundamente religioso y de uniforme credo, a pretender expulsar del mecanismo político el grande elemento de moralidad y concordia que la fe en Dios constituye, y especialmente cuando es una misma esa fe. Hicimos, en suma, de la libertad humana un ideal estúpido, semejante a los ídolos sangrientos de las tribus bárbaras, cenagoso manantial de pasiones ciegas que, comenzando por perturbar el criterio, sumergían a cada ciudadano en la más lastimosa de las servidumbres, cual es la depresión moral. Pero, gracias a nuestra privilegiada índole, podremos, probablemente, concluir nuestra obligada transición, sin pasar por el puente oprobioso de la dictadura de un Rosas, de un Santana o de un Carrera, o de la anarquía militar o demagógica llevada a su más ignominioso temperamento, que han soportado algunas repúblicas hermanas (Núñez, 1986; p. 80). No se trataba en Núñez de instaurar el gobierno teocrático que había criticado anteriormente en sus Ensayos, sino de potenciar ese papel integrador que había visto cumplir al sentimiento religioso en los Estados Unidos. De esta manera, creía adaptar a la realidad colombiana -donde existía "un pueblo profundamente religioso y de uniforme credo"- lo que él consideraba la base del progreso de América del Norte. "Creo que una gran parte de los progresos de este país se debe a la dirección que se ha dado y al cultivo que han tenido los instintos religiosos. A falta del principio de autoridad, tan necesariamente débil en las democracias, es indispensable buscar elementos de orden en los dominios de la moral" (Núñez, 1994a; p. 29). De esta manera, el sentimiento religioso, para Núñez, es importante como fundamento de la unidad y constructor del talante moral de un pueblo; no como elevación personal hacia la divinidad. Sin embargo, si para los hombres de la Regeneración, la moral religiosa era el principio del orden -lo que en sí mismo no es nada contradictorio con una actitud moderna que Núñez y Samper habían admirado en los países anglosajones-, el desafío que se plantean está en plasmar institucionalmente el catolicismo que define a la nacionalidad colombiana, sin implantar un estado teocrático. Pero, aunque Núñez para entonces había matizado sus juicios sobre el papel de la Iglesia Católica, en 1883 sigue poniendo como ejemplo a Inglaterra en tanto sociedad fundada en un sentimiento religioso que no excluye la tolerancia, citando en su apoyo las ideas de G.Washington (Núñez, 1994; p. 183). Es indudable que sobre el tema religioso, el pensamiento de estos hombres, que fueron liberales y luego gestores de la Regeneración, varía desde la década de los sesenta a la de los ochenta (como varía también el de liberales

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opuestos a ella como Miguel Samper). En artículos escritos a principios de 1870, abogando por una nítida separación entre Iglesia y Estado, Núñez considera que la intromisión de la jerarquía religiosa en asuntos públicos es una fuente de conflictos permanente. "Los conflictos, como se ve, son siempre originados de la tendencia de la jerarquía católica a invadir la órbita de los intereses políticos y hacerse sentir verdadera entidad gubernativa, so pretexto de la salud de las almas (...): el catolicismo no es propiamente hablando una religión, sino una teocracia; teocracia que tuvo su razón de ser en tanto que representó la civilización y el progreso y fue de consiguiente la protectora del derecho, en todas sus formas, contra los atentados de la fuerza" (Núñez, 1994a; p. 293). Sin embargo, Núñez creía también que a medida que la civilización se impusiera, la Iglesia debería ceder este espacio. Como se señaló anteriormente, el fundamento católico de la Regeneración no debe asociarse - e n el caso de Núñez y Samper- con la búsqueda de instaurar un Estado religioso. Por eso, desde el gobierno, en polémica con un periodista liberal mexicano que en 1887 afirmaba que en Colombia se había sancionado una nueva Constitución basada en el catolicismo como religión de Estado con un predominio absoluto del clero, Núñez respondió: Sus artículos (de la Constitución del 86) sobre Iglesia y Religión, están en perfecta congruencia con las nuevas necesidades y también con los precedentes políticos. Separadas, como lo fueron, desde 1853, las dos potestades, no era posible volver pacíficamente al Patronato; el cual fue por otra parte, antes de la separación, causa de los mayores conflictos y disturbios. Buscando ahora el pueblo colombiano la seguridad en la paz, habría sido insensatez propinarle nuevo brebaje de discordia. Se optó, por tanto, por la continuación de lo existente; y eso es lo que, en sustancia, se ha verificado (...). Lea otra vez el colega de México la nueva Constitución y encontrará: 1) Que el gobierno no presta mano fuerte como en otros tiempos a la Iglesia, sino que ésta queda armada, únicamente de su poder moral. 2) Que, en consecuencia, no hay, como antes, contribuciones obligatorias para sostenimiento del culto. 3) Que todas las creencias y prácticas cristianas son permitidas. 4) Que el clero queda aun sin el derecho de recibir empleos civiles. Esto por propia voluntad y exigencia suya. 5) Que se prohiben las vinculaciones inenajenables, esto es, las'manos muertas'. 6) En fin, que la enseñanza es libre. Tiene, pues, la ciencia, ilimitado campo para revelarnos, si puede, lo que hay arriba de las nebulosas, y lo que hay debajo de los microbios. Si tratándose de un pueblo católico, todo esto no es solución sinceramente liberal, el liberalismo es entonces algo muy extravagante (citado por Pérez, R, 1982; p. xiv).

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Más allá de sus convicciones íntimas, la posición de Núñez es de un total pragmatismo. Si la religión es el elemento unificador de la nación colombiana, las instituciones políticas cometerían un inmenso error desaprovechando ese cemento de la sociedad. Núñez, Samper, Arboleda y, en menor medida Caro, están convencidos de que esa conciencia colectiva es indispensable para que el país se pueda proyectar hacia el progreso. Es tan claro este pragmatismo en Núñez, que considera que sus opiniones personales no deben estar en discusión. "En los países más libres -verdaderamente hablando- nadie, que sepamos, se ocupa en investigar las creencias íntimas de los estadistas; pues para eso es que en todos ellos se ha luchado en un período más o menos largo de su historia, con grande encarnizamiento por abolir las inquisiciones de todo linaje" (Núñez, 1994; p. 185). El problema no está en el campo de los principios sino en el de construir la nación sobre un piso sólido, cualquiera fuera éste: No de otra manera llegó a formación completa la gran nacionalidad española. La idea religiosa fue el instrumento principal de esa difícil obra. (...) La idea de la unidad de raza ha hecho la Italia y la Alemania modernas, sobreponiéndose a dificultades de intereses y preocupaciones, que eran, al parecer, insuperables. En todos los tiempos debe haber elementos de unión y progreso, de esta o semejante índole, porque es por medio de ellos cuando únicamente pueden los gobiernos cumplir la tarea preliminar de generalización, que es requisito indispensable para el conveniente ejercicio de los poderes ordinarios (Núñez, 1986; p. 115). Es tal la preocupación que existe entre los intelectuales de la Regeneración por recuperar un sentimiento colectivo sobre el cual garantizar la unidad nacional, que incluso hombres profundamente religiosos como Arboleda y Caro, privilegiaban esta argumentación sobre aquella que remitía a sus principios fundamentales. La mayoría de estos hombres creía haber encontrado una ley sociológica de tal magnitud en este pragmatismo, que Arboleda -católico ferviente- pone por encima la necesidad del sentimiento religioso, a su forma concreta: "Lo que sostenemos es que el legislador ha de tomar por base de sus instituciones y leyes, la religión de la mayoría de sus pueblos; que si por desgracia la moral de esa religión es imperfecta, cumple su misión fomentando por medios indirectos, sin herir nunca la libertad, la propagación de creencias más puras, abriendo campo franco a las reformas que pida la opinión, a medida que se ilustre con el progreso de las nuevas doctrinas" (Arboleda, 1951; p. 228). Y, en la medida en que la religión católica era la del pueblo colombiano, sobre ella debería reedificarse la nación.

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Si bien, en el período, toda la concepción del hecho nacional se sustentaba en esta asociación entre religión, conciencia colectiva y nacionalidad, no es posible ignorar los matices que existen entre estos hombres. La religiosidad personal de Caro y Arboleda, trasciende el hecho pragmático para llegar a veces al fundamentalismo religioso -más en el primero que en el segundo-. También Miguel Antonio Caro proclamaba: "El catolicismo es la religión de Colombia, no sólo porque los colombianos la profesan, sino por ser una religión benemérita de la Patria y elemento histórico de la nacionalidad y también porque no puede ser sustituida por otra" (Caro, s.f.; pp. 93-94). Aunque el objetivo de este trabajo no es todo el pensamiento de la Regeneración, sino sólo lo relacionado con la nación, no puede dejar de mencionarse la constante presencia que tiene este tema en un hombre tan importante en este proyecto como Caro. Así, de la misma manera que sus discusiones económicas están usualmente salpicadas de referencias bíblicas —como en Los enormes sueldos, artículo publicado en varios números de El Orden en mayo de 1887- lo están sus discusiones jurídico-políticas. El que impone las leyes está sujeto a una ley anterior que le señala sus derechos y deberes al intento mismo de legislar. El hombre constituido en autoridad es un maestro aleccionado por otro maestro superior. Dios es este maestro de maestros, rey de reyes. Él dicta la ley universal, la enseña a la razón (esta ilustración es lo que llamamos ley natural), y complementa su enseñanza mediante revelación. Toda sociedad humana se asienta sobre esta base" (Caro, 1869;p. 156). Sin duda, el fundamentalismo religioso de Caro no es ajeno al sesgo autoritario que le imprimió su gobierno a la Regeneración. La vertiente conservadora de la Regeneración trasciende el análisis de la particularidad colombiana para encontrar en el sentimiento religioso el fundamento de toda sociedad y la única posibilidad de orden. Arboleda se preguntará "si el legislador puede prescindir de un elemento como el religioso, tan íntimamente relacionado por lo social, civil y político con la gobernación de los pueblos, y si el catolicismo puede ser extrañado de las Constituciones de las repúblicas americanas, sin anarquizarlas y disolverlas" (Arboleda, 1951; pp. 206208) para dar una respuesta negativa. Pero, y en esto se diferencia de la vertiente liberal, es el sentimiento el fundamento mismo de toda nacionalidad en todo momento, y no su forma concreta; El sentimiento religioso es, pues, el primero que se desarrolla en el hombre; el más fuerte de cuantos abriga su corazón; el más general en la humanidad y el que impera

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y domina sobre todos los demás sentimientos. Como lo ha dicho un célebre pensador cristiano, el hombre es un animal religioso, y el único que lo es; la religiosidad es la primera de sus leyes. De aquí que la historia de todas las naciones empiece siempre por su vida religiosa, y que ésta haya aparecido dondequiera, antes que la vida política y confundida con la doméstica y civil. De aquí que la religión sea la base de su progreso, la regla de las instituciones y el amparo de su civilización" (Arboleda, 1951; p. 208). En ese sentido, una nación no puede prescindir de la religión - d e la misma manera que le era imposible concebir un Estado laico- porque equivaldría a desconocer la innata orientación religiosa del hombre. Sería también una necedad condenada al fracaso, pues no sólo desperdiciaría el importante elemento de orden que es la religión, sino que tampoco se lograría la cohesión social necesaria para proyectarse como nación y como Estado. Sin embargo, tanto Arboleda como Caro afirman que las creencias religiosas no se pueden imponer por la fuerza, sino que son producto de realidades históricas. En Colombia la religión del pueblo es la católica —"la más perfecta"- y por tanto sobre ella se debe construir la nación. Sin embargo, Arboleda al considerar que la ley natural es interpretada de manera diferente por el falible entendimiento humano, deja abierta la posibilidad que durante el progreso histórico la relación del hombre con la divinidad varíe -como, a su juicio, había variado- como resultado del perfeccionamiento del hombre, garantizando de esta forma la tolerancia religiosa. En medio de estas distintas interpretaciones sobre el alcance del hecho religioso, será José María Samper quien, argumentando en la perspectiva de Núñez, diferencie el apoyo a la Iglesia Católica como principio de orden social, de su sanción como religión oficial. Del minucioso análisis que hace de la Constitución de 1886 concluye que el hecho de que la Iglesia sea protegida por el Estado (protección que no implica que se conculque la libertad de cultos), no convierte al catolicismo en religión oficial. Lo que sucede, señala, es que la religión católica es la del pueblo y las Constituciones deben satisfacer las necesidades de los pueblos (Samper, 1982; pp. 345 y ss.). Pues para él "lo que pertenece a la religión (...) es el elemento del orden social"; pero la Iglesia no es oficial en la medida que no hay Patronato ni se incorpora el derecho canónico (ibid., p. 368). En esta lógica, la Constitución del Estado soberano de Mariquita es la que fórmula

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con mayor sabiduría la idea de la necesidad de respetar y proteger la religión nacional en los siguientes artículos: Art. 54 El gobierno debe mirar la religión como el vínculo sólido de la sociedad, como su más precioso interés y como la primera ley del Estado: se dedicará a sostenerla y hacerla respetar con su ejemplo y con su autoridad; pues no puede haber felicidad sin libertad civil, libertad sin moralidad, ni moralidad sin religión; Art. 57. La autoridad civil auxiliará a la eclesiástica en sus casos, como hasta aquí, pero jamás exigirá el de sus armas. De esta manera quedaba sencillamente resuelto el problema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, mediante la justa independencia de ambas potestades, su respeto recíproco, su buena inteligencia y un racional apoyo, sin el empleo de la fuerza coercitiva en favor de lo que tiene fines puramente espirituales (Samper, 1982; p. 75). En definitiva, con mayor o menor fuerza, el catolicismo, con base en su arraigo histórico en el pueblo, fue considerado el cemento de la conciencia colectiva sobre el que se refundaría la nación pues "es la única (religión) que ha podido hermanar las tres razas en este Continente y hacer que juntas lleven las andas de la civilización" (Arboleda, 1951; p. 87). ¿Cuál fue la valoración de otros recursos relacionados con la integración nacional, como la educación o la integración por medio de la participación en la política nacional, que tan importantes eran para Sarmiento? La educación No hay duda de que los regeneradores -sin despreciar las posibilidades brindadas por la coerción estatal y el monopolio de la fuerza- creían firmemente en la necesidad de forjar la unidad con base en la religiosidad. La educación - o la instrucción pública como se la llamaba entonces- también debía supeditarse y aportar a ese objetivo. De manera que, apoyándose en el Concordato firm a d o en 1887 y que fue considerado el c o m p l e m e n t o obligado de la Constitución, se determinó que el clero supervisara los textos escolares en lo relacionado con la enseñanza de la religión. De esa forma se lograba el anhelo de organizar la educación pública (especialmente la primaria) de acuerdo con los sentimientos del pueblo, tal como quedó plasmada en el artículo 41 de la Constitución (Samper, 1982; p. 351). Otra vez, estos intelectuales políticos ponen en el centro de su proyecto la necesaria concordancia de las ideas del pueblo con la organización institucional. También la educación debería reforzar el papel cohesivo y conservador que se le atribuía al sentimiento religioso. Era convicción compartida que cualquier tarea política

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o social del Estado moderno no podía realizarse contrariando los sentimientos religiosos de la población y sin la colaboración de la Iglesia Católica (Núñez, 1986; p. 86). Aunque la educación era vista como un importante elemento de cohesión social y elevación moral de los ciudadanos, a diferencia de la experiencia argentina, no se consideraba que una educación laica fuera capaz de garantizar el orden social por sí misma. El orden debía fundarse en la Iglesia, en tanto elemento inherente a la nacionalidad. "Todas las naciones, y con particularidad aquellas que han hecho un cambio fundamental en su Constitución política, deben dar a los pueblos una educación uniforme sobre un plan sistematizado y constante, hasta imprimirles el sello de las nuevas Constituciones. La educación no puede tener otra base que la moral religiosa, que lo es también del orden social" (Arboleda, 1951; p. 286). Aunque primordial para la sociedad, la instrucción esto es, lo que proporcionan las escuelas- era insuficiente si no se apoyaba en la educación, potestad de la Iglesia: "La instrucción especialmente en los conocimientos primordiales de la vida civilizada, debe ser también de cargo de la nación, y conviene extenderla cuanto sea posible, tanto porque es un medio importante de educación, como porque interesa aumentar el número de inteligencias ilustradas, capaces de contribuir con sus ideas al buen régimen de la sociedad. Pero la instrucción debe ir siempre acompañada de la educación, porque aquélla sin ésta, es de ordinario perniciosa, mientras que la educación, por sí sola, suple en mucho a la instrucción" (Arboleda, 1951; p. 286). Más radical, para Samper la instrucción primaria sólo era un bien en "caso de ser dirigida conforme al sentimiento y a las necesidades prácticas del pueblo colombiano" (Samper, 1982; p. 217). Caro centraba sus argumentos en una lógica más fundamentalista. Para él no era suficiente recoger el sentimiento del pueblo o garantizar el orden social. Se trata de un problema de potestades y de infalibilidad divina. "El legislador civil que ose formar un credo religioso, o que meta la mano en cuestiones científicas, ejerce una usurpación monstruosa en el primer caso, en el segundo una intrusión ridicula". De lo anterior deduce que "la Iglesia docente" no puede ser Aunque existe una renuncia del antiguo desamortizador a los principios de obligatoriedad y laicidad que defendiera casi dos décadas antes en los Ensayos, Núñez sigue confiando en la educación como fundamento de la tolerancia, la elevación moral y el progreso económico. Por otra parte, nuevamente el ejemplo de la instrucción religiosa en Inglaterra, lo había convencido de que ésta no es enemiga del progreso (Núñez, 1994a; pp. 245 y 293).

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reemplazada por el Estado docente, lo que equivaldría a decir l'Etat c'est moi, pues acatar la infalibilidad de la Iglesia es reconocer la propia falibilidad (Caro, 1990; p. 76). Para Caro, ante la falibilidad humana, sólo la Iglesia era garantía de sabiduría."(...) si no aceptan tal poder de definir en la Iglesia, que lo ejerce con títulos sancionados por la veneración de los siglos, menos pueden reconocerlo en poderes que ningún título alegan para que se les oiga como a oráculos de la sabiduría" (Caro, 1990; p. 77). Excepto en el tema de la falibilidad humana y la infalibilidad eclesial -presente en Caro pero ajeno a Arboleda, quien cree en la interpretación histórica de la ley natural- todos los intelectuales de la Regeneración creían que la Iglesia, en razón de su experiencia histórica y de las características de la nacionalidad, tenía potestad sobre la educación: (...) cuáles son los límites del poder público; creemos que su solución está en el reconocimiento recíproco de todas las potestades legítimas. En efecto, la sociedad civil no es la única sociedad humana, ni la potestad política la única potestad legítima. La autoridad paterna y la eclesiástica desempeñan cada una su respectiva misión en la obra de la educación de la especie. Reconocida su legitima jurisdicción por la autoridad política, acordes las tres en la obra de la educación, cada una sabrá reducirse a sus justos límites, y el equilibrio social quedará establecido (Caro, 1869; pp. 188-189). Los concordatos implicaban "aceptar que en Colombia existen dos potestades juntas y soberanas", lo que tornaba necesario un acuerdo entre ellas, dice Samper (1982; p. 373). La resignación del Estado a la dirección ideológica de la educación no implicaba una renuncia a la modernidad sino, más bien, una delimitación de diferentes esferas. En esta concepción, la ciencia y la razón no tenían la capacidad de reemplazar a la fe católica y a la tradición como productores de sentimiento colectivo o como generadores de valores. Esta posición no significaba un desprecio por el bienestar material -la renuncia mundana de la teocracia que anteriormente criticara Núñez - . Hemos mostrado ya la admiración de Núñez y Samper por el progreso anglosajón y la convicción de que el mundo tecnocientífico se impondría en todo el mundo civilizado. Tampoco en Arboleda y Caro se encuentran afirmaciones que contradigan esta idea. Pero todos coinciden Sólo Carlos Holguín y Marroquín parecen tener esta concepción (ver Mesa, 1982, y Martínez, 1995y 2001).

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en que la orientación hacia la técnica podría destruir el orden social si no se fundía con los valores tradicionales de la nacionalidad. El caso francés representaba ese riesgo hecho realidad. Núñez es quien más reiteradamente manifiesta esta necesidad de llegar a un equilibrio entre modernización y tradición que, a su juicio, no son contradictorias. El quid está en la separación de las esferas, nombradas por Núñez respectivamente como filosofía e Iglesia, que no es la aniquilación de una por la otra. La conjunción de ambas salvaría al mundo occidental del desastre que promete sobrevenir con un virtual triunfo de la ideología socialista (Núñez, 1986; p. 83). Integración política También las nociones de bien público y de ciudadanía se derivan en la argumentación de este sentimiento religioso en el cual se basan las costumbres en común y el orden social. "Ellos (los utilitaristas) quieren deducir la noción del bien público del menguado sensualismo, mientras que nosotros hacemos descansar la noción del bien público en la honestidad de costumbres, y en ella reunimos los diversos pero armónicos conceptos de moralidad, fuerza y saber" (Caro, 1990; p. 77). Extremando esta concepción, Caro consideraba que la legalidad no alcanza a constituirse en un mecanismo integrador suficiente, sino que su misma legitimidad dependía del origen divino en que se funda. Otra vez vemos que en el caso de este pensador se trasciende el pragmatismo para caer en el campo de los principios: Y no dudaré añadir no hay ley propiamente dicha, o lo que es igual, la ley escrita se reduce a letra muerta, no hay verdadero legítimo gobierno allí donde no se reconozca el origen supremo de toda legalidad, donde no exista el vínculo santo que liga las conciencias, donde no se tribute culto público al Creador y Conservador de la familia humana, por quien las voluntades libres, el pueblo inclinándose a la obediencia, y los magistrados ejerciendo justicia y misericordia, concurren a afianzar la concordia venturosa que constituye el orden social (Caro, 1990; p. 278). Arboleda, a pesar de reconocer que "no pretendemos fundar escuela pues la escuela a que pertenecemos existe: es la misma de los publicistas católicos de Europa", se mostraba mucho más flexible y, como en muchas ocasiones, recurre al argumento pragmático para fundar la ciudadanía en una base religiosa. Si queréis aumentar el número de ciudadanos, será para que concurra mayor suma de inteligencia a la dirección de la República y sea por lo mismo, más probable el

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imperio de la justicia. Pero, ¿por ventura se consigue esto consultando a la ignorancia? No: consigúese generalizando la educación, fomentando la industria, y facilitando a todos los medios de adquirir la capacidad e independencia necesarias para el útil desempeño de las funciones cívicas, y, sobre todo, consigúese extendiendo la instrucción religiosa, la instrucción en esta filosofía a un tiempo fácil, sencilla y profunda, cuyas máximas al alcance de todos persuaden la virtud hasta a las más estrechas inteligencias. Empapemos estos pueblos en cristianismo, para restaurar el sentido común que, permítasenos decirlo, se va pervirtiendo lastimosamente en algunos de los países americanos que hemos tenido ocasión de estudiar (Arboleda, 1951; p. 186). Arboleda veía en la religión un mecanismo de unión de indiscutible sello democratizante. No sólo porque la religión está - o debería estar- al alcance de todos los ciudadanos, sino también porque en tanto instrumento educador era el único que podía obviar las diferencias entre los ciudadanos e, incluso, entre las razas. La multiplicidad étnica, o "la variedad de razas", era considerada un grave peligro por estos hombres que querían establecer un fuerte movimiento cohesivo por medio de la fe católica. "La variedad de razas en una sociedad, es un peligro permanente de antagonismos y discordias. Es preciso tratarlas bajo el pie de perfecta igualdad y hacer que esta igualdad sea efectiva, ora promoviendo la educación, instrucción y mejora de las más atrasadas, ora fomentando por medios indirectos la traslación de la raza que superabunde en unas comarcas a otra" (Arboleda, 1951; p. 275). La legitimidad fundada en el origen divino que defendía Caro implicaba coincidencias con el pensamiento liberal tal como, por ejemplo, se manifestó en Argentina: la mayoría numérica no garantiza ni la verdad ni la bondad de las decisiones tomadas. Las mayorías no podían tener necesariamente la razón, pues para él y en menor medida para Arboleda, existía una ley natural encarnada en la Iglesia Católica que quedaba a salvo —gracias a la experiencia histórica de ésta- de los vaivenes de la opinión o de la seducción de los demagogos. Existía una verdad del pueblo que debía ser recogida por el legislador, aunque la cambiante opinión de las mayorías pudiera, en ocasiones, estar en contra. Mucho se hubiera sorprendido Miguel Antonio Caro de saber que esta era también la tesis de Rousseau que guió su desdén por las "tiranía de las mayorías" de los liberales. Por eso, el modelo de Constitución de Caro —como también el que presentó el general Reyes, redactado por Arboleda- tenía un matiz corporativista

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donde la Iglesia debería tener asiento en el Senado por derecho propio. No significaba esto que se negara el principio del voto popular y, puesto a elegir entre una democracia censataria y otra irrestricta, se inclinaba por esta última. Caro se opuso -sin éxito- en la Asamblea de Delegatarios al voto censatario que defendió Samper. Su problema no era con la voluntad popular, pues en su lógica, un pueblo profundamente católico debería ser confiable, si se le permitía la expresión, sino con tres aspectos que podían o no derivarse de aquél principio: uno respecto de la amplitud de la soberanía popular; segundo, en la concepción de la sociedad como el espacio en el que se expresaba aquélla; y, por último, en la idea que tenía Caro sobre la naturaleza y campo de acción del Estado (Jaramillo Uribe, 1982; p. 307). La vertiente conservadora de la Regeneración mal podía encontrar en la democracia liberal un mecanismo de integración válido en sí mismo, cuando no aceptaba el principio básico que la regía: la sociedad como suma de individuos iguales ante la ley. La sociedad estaba compuesta para ellos por agrupaciones preexistentes más o menos "naturales": científicas, religiosas, económicas que lograrían su mejor expresión en un sistema corporativo: Todo sistema de elección popular, ofrece dos inconvenientes gravísimos e incorregibles: uno, que las colectividades representadas son circunscripciones numéricas ficticias, no agrupaciones orgánicas, naturales; otro, que los votantes para buscar alguna organización en la lucha, tienen que afiliarse en partidos políticos preexistentes y las influencias políticas casi exclusivamente son las que dan color a la representación. Suponiendo una elección popular legítima ajena a todo fraude, siempre quedan sin representación elementos sociales muy dignos de tenerla (Caro, s.f.; p. 242). No se trataba de desconfianza en la rectitud del juicio popular -que, por otra parte, era positivamente valorado- sino que, nuevamente, se pensaba que se debía recoger orgánicamente la realidad social, buscando un equilibrio entre un factor de cambio -la Cámara baja- y uno conservador - u n senado corporativo-: El remedio no está en tratar de restringir el sufragio popular por elecciones indirectas que tienden a desvirtuarlo en su origen y no corrigen sus defectos. El remedio consiste en buscar contrapeso a la representación democrática. Dejemos a la Cámara Popular con sus caracteres propios, con sus ventajas y defectos característicos. En ella tienen asiento las pasiones ardientes, los intereses progresivos y si se quiere, las tendencias revolucionarias. Pero sometida a la misma coyunda de la otra cámara que representa tradiciones e intereses conservadores,

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moderará con la práctica de los negocios y la concurrencia de ese colaborador sabio y discreto, el ardor de novedades peligrosas y se obtendrá la conciliación de la libertad y el orden, que es nuestro lema nacional (Caro, s.f.; p. 242). Por eso, aunque a primera vista parezca paradójico que los defensores del sufragio universal sean a la vez los representantes de un pensamiento que podría tacharse de tradicionalista, tal contradicción no existe. Caro, en el debate con Samper -ya mencionado y en el que a la postre resultó derrotado- no cree que el buen juicio sea producto de la instrucción sino de la educación religiosa. Así, dado que el sufragio remitía a una voluntad popular, ésta debería poder expresarse sin restricciones en el voto para que fuera genuinamente popular, sin diferenciar, como propuso Samper, entre ciudadano y elector (Jaramillo Uribe, 1982; p. 221). Esta posición de Caro es profundamente coherente con su visión del Estado como un organismo con funciones morales además de administrativas, fundamentado en la enseñanza divina y en las tradiciones y necesidades del pueblo: Insisto (...), porque este punto es capital, en que la instrucción o la riqueza, que pertenecen al orden literario y científico la primera, y al económico la segunda, no son principios morales ni títulos intrínsecos de ciudadanía y que sólo tienen valor en cuanto se subordinan al superior criterio que exige en el ciudadano recto juicio e independencia para votar. Conferir exclusivamente a los propietarios el derecho de votar porque pagan contribución al Estado, es dejar de ver en el Estado una entidad moral para convertirla en compañía de accionistas, y atribuir exclusivamente esas funciones a los que sepan leer y escribir, como si esta circunstancia envolviera virtud secreta, es incurrir en una superstición (...). Para probar cuan injusta es esta exigencia, bastaría recordar que la escritura no entró en los planes primitivos de la Providencia respecto de la especie humana, y que hoy mismo, las buenas costumbres, base esencial de la ciudadanía en una república bien ordenada, no se propagan por la lectura, sino por la tradición oral y los buenos consejos (Caro, s.f.; p. 242-4). La misma desconfianza a la aceptación acrítica de las instituciones liberales es manifestada por Arboleda. La igualdad formal ante la ley y el principio político de "un ciudadano, un voto", no le parecen totalmente adecuadas para el país, pues está convencido de que dadas las condiciones históricas eran indispensables las discriminaciones positivas que protegieran a los grupos más indefensos. Para él tampoco se podían desconocer las costumbres y los hechos históricos en que se había forjado la nacionalidad sin caer en la injusticia, po-

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niendo por encima las necesidades morales el formalismo jurídico. La legislación indígena era un ejemplo de esta situación: así, la igualdad significaría, para los resguardos indígenas, igualdad formal ante la ley, es decir, la pérdida de sus resguardos protegidos por la ley española. Desde su óptica veía más importante la justicia, introducida por el cristianismo, que la igualdad. También él muestra reticencia a la dictadura de las mayorías si éstas no estaban balanceadas por un senado corporativo, lo que no significaba una oposición al principio democrático de la elección popular. "Sin el principio democrático casi no se puede hoy concebir el progreso: él es quien rige la opinión, hace efectivos sus fallos y regula por la justicia la acción de los gobiernos; él esclarece las más oscuras cuestiones con la luz de la sana moral, mantiene vivo el fuego del amor a la patria y hace para defenderla de cada ciudadano un héroe" (Arboleda, 1951; p. 179). La verdadera oposición al sufragio universal no surgió, entonces, de la vertiente conservadora de la Regeneración, sino de la liberal. Ya hemos mencionado que Caro y Arboleda, sin aceptar el principio de la soberanía popular por encima de la divina, tenían profunda confianza en la capacidad de discernimiento del pueblo si se podía expresar en instituciones que recogieran sus tradiciones. Samper era de la posición contraria y, a pesar de su giro hacia el partido conservador, nunca abandonó su tendencia liberal que lo llevaba a privilegiar la cultura letrada sobre el saber popular. Por tanto, será él quien defienda en 1886 la premisa de que el voto debe ser restringido por ingresos o alfabetismo, pues la ciudadanía tendría que ser producto de la elevación moral -entendida aquí como intelectual- de los colombianos. Comentando las Constituciones que se dio el país a sí mismo, retomó una idea varias veces expuesta: el pueblo no está maduro para las demandas de la democracia. "El miedo al pueblo" que algunos analistas han atribuido a las clases dirigentes nacionales estaría más encarnado en la vertiente liberal de la Regeneración, que en la conservadora: El estado de ignorancia y abyección de las masas populares en 1828, no justificaba la pretensión de los liberales, de extender considerablemente lo que desde entonces se dio en llamar el derecho de sufragio. Nunca el sufragio ha tenido ni podido tener otra naturaleza verdadera que la de simple función pública, esto es, de encargo dado por la nación a aquellos de sus ciudadanos a quienes reputa capaces de ejercer con acierto la soberanía nacional, mediante una delegación de autoridad representativa. Si no se trataba de reconocer un derecho inmanente, una prerrogativa propia de la calidad de asociado, sino de atribuir a los asociados idóneos la ciudadanía política, y con ella la función del sufragio; claro es que la cuestión era de principios constitutivos del derecho. Era cuestión de estudio no

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práctico del estado social y moral del pueblo colombiano; y en este terreno, la evidencia de los hechos patentizaba que no había llegado aún la oportunidad de ensanchar considerablemente la base del sufragio (Samper, 1982; p. 113-4). Sin arriesgarse a afirmaciones tan polémicas, en varias ocasiones Núñez también manifestó su desconfianza al sufragio universal y secreto cuando "la ignorancia de las masas era (...) casi absoluta" (Núñez, 1994; p. 126). Pero, más allá de la ignorancia de las masas, en los años setenta ya afirmaba: "El voto secreto no tiene mis simpatías, porque fomenta mucho el fraude y la hipocresía en una materia en que la autenticidad y la franqueza me parecen condiciones no sólo cardinales sino vitales" (Núñez, 1994a; p. 187). Es difícil con base en estas afirmaciones sacar conclusiones apresuradas de que en Colombia existió un pensamiento conservador enemigo de la democracia que se opuso a uno liberal moderno y progresista -como lo señalan algunos ideólogos y analistas contemporáneos—, y que el primero desdibujó los objetivos democráticos de la Regeneración que impulsaron los segundos. En ningún caso consideraron estos hombres que la opción católica era contraria a la libertad (aunque de hecho algunas medidas como la llamada "ley de los caballos" tenían un fuerte matiz autoritario). La tolerancia religiosa y una idea de libertad realista -es decir que no se guiara por las especulaciones "aisladas" del pensamiento francés-, eran los antídotos contra la dictadura. "Funcionan en el vasto dominio del movimiento político dos especies de libertad: la una, de origen anglosajón; la otra, de origen francés. La primera de esas libertades se cuida poco de la forma en obsequio del fondo. La segunda tiene más alas que lastre y habla más a la imaginación que al entendimiento. La primera fortifica y la segunda embriaga. La primera ilumina y la segunda incendia. La primera se alimenta de palabras y la segunda exige obras" (Núñez, 1994; p. 142). Y, si bien la libertad realista implicaba en ese momento centralización, monopolio de la fuerza y restricción a la libertad de prensa, los artículos publicados en la época y la proliferación de las hojas volantes sin firma, pero de autor conocido, no dan la impresión de una dictadura aunque sí de un régimen autoritario. Se puede afirmar que los esfuerzos constantes que hacen los regeneradores por diferenciarse de un Santana, un Rosas o un Francia, no es pura demagogia. No hay duda de que la libertad junto con la tradición y el respeto a la ley y la educación moral, también constituían la base ideológica de la refundación de la nación:

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Todo es obra del orden, del buen gobierno, de la armonía social, y este orden, este gobierno y esta armonía son el resultado del equilibrio de dos fuerzas incuestionables: la acción de la libertad y el respeto a la autoridad colectiva; o en otros términos: obra de la Ley. De la ley, que es simultánea y correlativamente la garantía de todo derecho y de todo deber (...). La ley social es, pues, para todos, la expresión relativa del bien, de la justicia, del orden, de la conservación, la regularidad en la vida común y en el progreso humano. La ley dice a cada cual: este es tu derecho, y los demás deben respetarlo; este es tu deber, y los demás tienen razón para exigir que lo cumplas. Y todos se someten, todos la respetan porque la ley les protege y ampara por igual. De ese respeto nacen simultáneamente la libertad y el orden, o mejor dicho, nace una libertad ordenada, una libertad que funciona con regularidad. La policía, (...) es una de las maravillas sociales de aquella civilización (...) (Samper, s.f.; p. 438). Otra vez se dejan ver las diferencias entre las vertientes conservadora y liberal de la Regeneración. Si para estos últimos la educación moral tiene sus efectos en la preservación del orden, la unidad y el progreso, para los primeros tiene también sus efectos en la perfectibilidad del ser humano: Ahora bien: una nación será tanto más libre cuanto más moral, y más moral cuanto más religiosa y cuanto más propia sea su religión para reprimir las pasiones. De todas las creencias que se profesan en el mundo, el catolicismo es la única que las refrena todas, y especialmente las más poderosas y perjudiciales a la vida civil y política: la sensualidad a que el Corán concede derechos de ciudadanía hasta en su paraíso, y la codicia, el orgullo y su bastarda hija, la rastrera envidia, que el protestantismo deja libres. El catolicismo es, pues, la religión de la libertad (Arboleda, 1951; p. 152). Aunque más arriba mencionamos que el pragmatismo que guió a esta generación llevó a que el proyecto nacional fijara principios que valoraban altamente la autenticidad colombiana, ellos no estuvieron acompañados por elementos nacionalistas como los concebidos en el siglo XX por el populismo en América Latina o, desde su inicio, por la ideología de los padres fundadores de los Estados Unidos. Son escasas las referencias a los gestores de la Independencia como fundadores de la nacionalidad, a la historia patria escrita con mayúsculas o a los símbolos nacionales. Incluso, cuando se menciona la generación de la Independencia hay, a menudo, junto con el reconocimiento de sus méritos, una cierta distancia crítica. Los debates sobre educación no dan un lugar privilegiado a la historia. Cuando Caro menciona la necesidad de fortalecer el espíritu nacional por el estudio de la historia patria, tiene buen cuidado de recordar

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que éste debe empalmar con la historia colonial, lo que es totalmente lógico si se recuerda su convicción de compartir una nacionalidad con España. Tampoco el servicio militar obligatorio o el ejército nacional son destacados como mecanismos de integración. Aunque era difícil remitirse a un ejército nacional en un país que aún no había salido de las guerras civiles y donde los caudillos armaban ejércitos a voluntad, con base en el ejército libertador se hubiera podido armar un mito fundacional. Pero cuando Samper, comentando la nueva Carta Magna discute el artículo referido al servicio militar obligatorio, lo hace en términos del deber de todos los ciudadanos para con la patria: no destaca el papel pedagógico que podía cumplir como fragua de la nacionalidad (Samper, 1982; p. 562). Parecería que el elemento religioso como base de la conciencia colectiva desdibujó otras alternativas posibles. Organización institucional y territorio Hemos visto en el principio de este apartado cómo el centralismo era considerado en Colombia más que como una posible organización para la administración del territorio, como resultado inherente de la unidad previa de la nación, la que, a su vez, era el producto de un sentimiento religioso común y, para algunos, la expresión lógica de la integración étnica forjada durante la Colonia. Volveremos rápidamente sobre este tema, vinculándolo a otros aspectos ya mencionados: la barbarie y la topografía. Aunque aquí también encontramos argumentaciones diferentes -basadas en las distintas valoraciones de la nacionalidad- que llegan a conclusiones similares, existe en este tema más consenso que los otros expuestos. Samper es quien más in extenso hace una defensa del centralismo -para Caro y Núñez los resultados del federalismo constituían suficiente demostración- apelando al principio racial y cultural. Es por otra parte el único que retoma la concepción de barbarie que acuñó Sarmiento. Para ello, en su Ensayo, Samper compara las razas latinas con las del norte: Nuestras razas latinas, al contrario, sustituyen la pasión al cálculo, la improvisación a la fría reflexión, la acción de la autoridad y de la masa entera, a la acción individual, el derecho colectivo, que lo absorbe todo, al derecho de todos detallado en cada uno. (...) Ahora bien, si para dominar a un pueblo civilizado, lo que se necesita es fuerza colectiva y poder de asimilación, para fundar una sociedad civilizada en el seno de la barbarie es indispensable el poder de creación servido por el esfuerzo individual, libre y espontáneo. En Colombia -mundo inmenso, salvaje casi en su totalidad y muy rudimentario en lo demás- era preciso que los

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colonizadores no fuesen los gobiernos (que no saben ni pueden crear, por lo común, sino reglamentar y regularizar lo creado), sino los individuos obrando libremente, cada cual según su inspiración, durante un largo período, hasta que el conjunto de esfuerzos individuales hubiera fundado cultivos y trabajos mineros, artes, comercio, especulaciones, aldeas y ciudades, haciendo surgir un pueblo. Los gobiernos obran sobre los pueblos, las sociedades, los intereses, no sobre territorios desiertos. Son los individuos los que, explotando libremente esos territorios, creando intereses y asociándose, preparan el terreno a toda acción colectiva o gubernamental (citado por Jaramillo Uribe, 1982; p. 47). Aunque la concepción de Samper sobre la relación individuo-Estado variará radicalmente en los años posteriores, no sucederá lo mismo con sus apreciaciones raciales. En todo caso, lo que nos interesa destacar aquí es el principio - q u e no hará carrera- de administrar un país despoblado. A pesar de que estos intelectuales mencionan en varias ocasiones la poca población de Colombia, no arraigará en el país el mito del desierto que tanta importancia tuvo para la fundación de la nacionalidad en Argentina y los Estados Unidos. Las conclusiones a que se llegará durante la Regeneración -incluyendo a Samper- sobre el tipo de gobierno que mejor se adapta a las condiciones geográficas y poblacionales no tenderán hacia el federalismo, sino hacia una amplia descentralización administrativa con centralización política: Una sociedad compuesta de muy heterogéneos elementos (un reducido número de españoles peninsulares, otro mayor de españoles criollos, y otro muy considerable de indios abyectos, negros esclavos y mestizos diversos); sociedad compuesta de poco más de un millón de almas, difundida en un territorio de 140 millones de hectáreas, sin vías de comunicación, ni industria, ni comercio, ignorante por extremo, y que súbitamente salía del limbo del régimen colonial para pasar al cielo de la independencia republicana; una sociedad como esta, decimos, mal podía practicar desde los primeros días de su emancipación, las Constituciones y leyes propias de una república federal" (Samper, 1982; p. 81). La idea de rescatar una unidad previa es mucho más fuerte que la preocupación por la topografía -que debería superarse por medio de la integración que proporciona el ferrocarril- o por la densidad de población: Naciones, en cuyos cantones o provincias se profesa la misma religión, se habla la misma lengua y se han practicado idénticas instituciones políticas y civiles, están llamadas por la naturaleza de las cosas a tener un sólo gobierno (salvo el caso de

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que su territorio sea demasiadamente (sic) extenso) y a obedecer además, una misma legislación civil, militar y penal. Las pequeñas diferencias que se advierten en sus necesidades por accidentes topográficos, industriales y mercantiles, pueden ser atendidas, dejando a cada sección facultades para arreglarlas a su modo: esto se llama libertad municipal (Arboleda, 1951; p. 272). ¿Qué hacer entonces con las poblaciones que todavía no estaban integradas totalmente en esa unidad? No se trata de desplazarlas o reemplazarlas por otras más aptas para la ciudadanía como se pensaba en Argentina, sino integrarlas con base en ese principio común: No todas las secciones de una nación pueden gozar de igual suma de libertad municipal: ésta debe ser proporcional al grado de civilización. Pueblos atrasados, que habiten en escaso número territorios extensos y que hayan decaído hasta la vida salvaje, deben ser sometidos de preferencia a un régimen teocrático: a los sacerdotes o misioneros, toca ejercer en ellos el principal poder, y las autoridades políticas y civiles reducirse a darles protección y a impedir los abusos que pudieran cometer (Arboleda, 1951; p. 272). Otra vez la Iglesia aparece como el gran mecanismo "educador" para cimentar la unión nacional por encima de las razas. Si bien la afirmación de Arboleda implica una actitud etnocéntrica ante los "salvajes" (muy del siglo XIX), él creía que estos grupos eran perfectibles por medio de la fe católica, opinión que lo distancia de las posiciones racistas de los liberales argentinos "a la" Sarmiento. En esta lógica, es comprensible que el problema de la inmigración europea —esa panacea soñada por todos los liberales de América Latina a finales del siglo XIX- no ocupe un lugar tan importante en el proyecto nacional colombiano. Si bien es cierto que Colombia en razón de su débil vinculación al mercado mundial y sus continuas guerras civiles, no era un lugar muy atractivo para los emigrantes que venían con la esperanza de "hacer la América" y regresar a sus países de origen, tampoco los constructores del proyecto de la Regeneración parecen haberla extrañado demasiado. Para ellos será más importante, en una aproximación que defenderá casi en solitario José Hernández en Argentina, moralizar o civilizar -dependiendo de quién lo diga- a la población autóctona. Núñez, con el realismo político que lo caracterizó, proponía ya en sus Ensayos, no perder el tiempo con preocupaciones teóricas de si sería posible o no atraer inmigración al país:

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El problema de la inmigración, por ejemplo, debe ceder evidentemente al paso de la educación; porque por ministerio de ésta realizamos aquella sólida y lógicamente. No son, en efecto, brazos lo que nos falta, sino brazos inteligentes; y una vez que la luz sea hecha más allá de nuestra superficie social, tendremos lo que por el momento estamos necesitando. Nuestra actual población alcanza a unos tres millones, cuya gran mayoría no sabe siquiera leer, ni está por lo mismo realmente civilizada. ¿Qué podemos prometernos de ella respecto a producción, fuera de lo que alcanza a ejecutar un simple agente natural cualquiera? Importación de profesores y maestros es no sólo racional, sino indispensable; pero las escuelas (escuelas teóricas y prácticas en todos ramos) nos darán después la inmigración en masa, duplicando, triplicando, quintuplicando tal vez las facultades productoras de aquella inane muchedumbre (Núñez, 1994a; p. 245). Por eso, la necesidad de atraer inmigración no fue considerada un valor superior a la unidad nacional e, incluso, existía temor sobre el papel disolvente que ésta pudiera tener. "No es tampoco el interés de traer población a nuestros inmensos y fértiles desiertos, como lo pretenden con notoria inconsecuencia los que llaman indiferentista al siglo XIX, lo que puede obligar a los legisladores de América a adoptar el principio de la indiferencia constitucional en religión (...). Si nuestros desiertos se han de poblar por extranjeros si se quiere que esa población venga, menester es dar garantías al catolicismo" (Arboleda, 1951; p. 226). Y, claro, mucho menos existió el interés de mejorar "la raza" o las costumbres políticas, gracias a la influencia de la población anglosajona como soñaban los liberales argentinos: El progreso de la República Argentina, próspera entre sus hermanas, tiene múltiples causas; pero no es de olvidarse, al contemplarlo, la creciente inmigración de españoles que de años atrás han hallado allí una segunda patria en la patria de sus hermanos independientes. ¿Qué sería de la fisonomía propia de esa República si en esta masa auxiliar de gentes consanguíneas, no hubiese hallado vigor bastante para dominar el extranjerismo de otras inmigraciones que sobre ella se derraman? (Caro, s.f.a; p. 85). Núñez, en artículos escritos al final de su vida, veía la inmigración como la solución a un problema económico, no político. Lo importante eran los capitales que permitieran hacer realidad su gran obsesión, la integración física del país. "Sin inmigración, transcurrirán muchos años antes de que se vea el engrandecimiento de Colombia y si llega siquiera a temerse que se perturbe la paz

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de que gozamos hace años no habrá inmigración y nos veremos privados del valioso y necesario concurso del capital extranjero para la construcción ya iniciada de nuestras vías de comunicación" (Núñez, 1994; p. 268). En resumen, lograr la unidad nacional por medio de la centralización política, educación moral e instrucción pública, todas ellas basadas en el sentimiento religioso, las tradiciones y el mestizaje, son los principios en que convergen los hombres de la Regeneración. Respeto a las tradiciones, combinado con una fuerte dosis de realismo político, es la marca más distintiva de este discurso. ¿Fueron las ideas de nación durante este período un triunfo del tradicionalismo? Sin lugar a dudas esa tendencia existía con fuerza, pero muy matizada por elementos modernizantes. Samper lo expresó admirablemente aunque, como tantas otras cosas, cribado por su propia desconfianza a la democracia: ¿A qué entregarlo todo a los comicios populares, si no teníamos medios suficientes de formar la conciencia popular y dar sanción, seguridad y dignidad a sus manifestaciones? ¿A qué el absolutismo del gobierno propio, con el nombre de federación, si no habíamos consolidado siquiera nuestra unidad nacional, ni conocido, y menos apropiado y colonizado, el territorio que se nos reconoce como nuestro, ni formado en las escuelas, en el trabajo y en las prácticas de la ciudadanía los hombres necesarios para diez trenes de gobierno y administración? Lo que en España se llama caciquismo; lo que en lo antiguo se llamó feudalismo; lo que pintorescamente llaman en Colombia gamonalismo, está en pie, en toda su fuerza, como una continuación de la encomienda colonial, y es la ley que de hecho nos domina. El "gamonal" o cacique, señor feudal de hecho, domina en la campiña, en la aldea, en la villa y la ciudad; y nuestros gobiernos han sido todos, más o menos, gamonalicios o de cacicazgos. Nada más contrario a la libertad y a la democracia. A fuerza de desprestigiar la autoridad con teorías de libertad absoluta, hemos consolidado la autoridad del abuso, en manos de todos los caciques, grandes o pequeños, oficiales o existentes de hecho. La República Argentina no ha logrado paz, estabilidad y progreso, sino centralizando y condensando las fuerzas que había tenido esparcidas. El Brasil ha mantenido su vida progresiva y fuerte, en un inmenso territorio, combinando la unidad política y las instituciones conservadoras del imperio, con la descentralización administrativa y una democracia moderada. Chile se ha civilizado y engrandecido con un gobierno vigoroso, con la práctica severa de la legalidad, y con la estabilidad consiguiente al poder de la industria y de los intereses sociales enérgicamente protegidos. México no ha comenzado seriamente la obra

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de su regeneración y de su engrandecimiento, sino cuando ha empezado a dejar la senda de las utopías y del absolutismo de ideas, en que la ha acompañado Colombia desde 1853 hasta 1884 (Samper, 1982; p. 251). La fusión de ambas vertientes en el pensamiento de la época da esa peculiar construcción de la nación y del Estado con la cual Colombia hace su entrada en el siglo XX.

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