La Gaceta núms. 545-546 del FCE - Fondo de Cultura Económica

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400 años de fecundidad

Ilustración: ©A N D R E A G A R C Í A F LO R E S .

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Soneto 129 WILLIAM SHAKESPEARE

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Los demonios de Cervantes IGNACIO PADILLA

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Conversación con Ignacio Padilla SANDRA LICONA

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La pausa y la voz de Fernando del Paso JUAN CRUZ

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Del Paso y su viaje alrededor de El Quijote JOSÉ CARREÑO CARLÓN

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¿Qué hay en un hombre? FERNANDO DEL PAS O

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Shakespeare, 400 años de resurrecciones ALFREDO MICHEL MODENESSI

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NOVEDADES TRASFONDO FELIPE SOTO VITERBO

E DI TOR I A L

Cervantes y Shakespeare: 400 años de fecundidad

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espués de lo mucho que se ha escrito sobre Miguel de Cervantes y William Shakespeare por grandes escritores y críticos de todas las lenguas, sería un disparate pretender encapsular o siquiera insinuar en unas cuantas líneas la grandeza, el alcance y la fecundidad de sus obras. Baste ratificar que éstas son consideradas las cumbres de la literatura por aclamación universal. Todo lector atento se habrá de topar un día con ellas y, misteriosamente, regresará a leerlas una y otra vez. Tal es su magnetismo, su estatuto de clásicas. Su supremacía indisputada por más de 400 años parece apoyar la idea de que la literatura no progresa, sólo alcanza cumbres respecto de las cuales ha de ser medido el resto de la producción literaria universal, lo cual impone un voto de humildad para todos los escritores, consumados y principiantes por igual. El arte, como la filosofía, implica reverencia, no como culto a las cenizas sino como preservación del fuego. El hecho de que Shakespeare y Cervantes hayan vivido en la misma época suscita la cuestión de qué hubo en ella para que surgieran escritores de tamaña envergadura y trascendencia (hay otros astros deslumbrantes en esa constelación). T. S. Eliot propone que en esa época el pensamiento y la emoción estaban unidos, que a cada pensamiento correspondía una emoción, y que después tomó lugar una “disociación de la sensibilidad”, de lo que se sigue que la expresión literaria ya no pudo alcanzar la plenitud alcanzada por Shakespeare y Cervantes. En sus obras pudo haber influido también el hecho de que el castellano y el inglés estaban entonces en transición hacia su forma moderna en un contexto de intensa mundialización, de modo que ambos pudieron tomar palabras, experiencias y conocimientos de aquí y allá, y conjugar presente y pasado de manera libérrima. Al parecer, esto es lo que da a sus obras la riqueza expresiva y la gran diversidad de experiencias que las caracteriza, en rangos de expresión que abarcan desde lo más bajo hasta lo más alto, la vulgaridad y la nobleza, la fantasía más desaforada y el realismo más llano. Todo sin ceñirse a género alguno, salvo en un sentido muy general, pues sus obras contienen todos los géneros. No parece ser casual que Shakespeare y Cervantes son quienes han aportado más palabras, expresiones y giros a sus respectivos idiomas y, mucho más importante, quienes le dieron su forma literaria consumada. La luminosa vigencia de sus obras parece apoyar la idea de que el arte no cambia, sólo cambia el material a disposición de los artistas.W

José Carreño Carlón D I R E C TO R G E N E R A L D E L F C E

Roberto Garza

León Muñoz Santini

E D I TO R D E L A G AC E TA

ARTE Y DISEÑO

Ramón Cota Meza

Adriana Konzevik Teresa Ramírez Víctor H. Romero

R E DAC C I Ó N

Martha Cantú, Adriana Konzevik, Susana López, Socorro Venegas, Rafael Mercado, Karla López y Octavio Díaz

C O R R E C C I Ó N D E E S T I LO

Andrea García Flores F O R M AC I Ó N

C O N S E J O E D I TO R I A L

Ernesto Ramírez Morales V E R S I Ó N PA R A I N T E R N E T

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Impresora y Encuadernadora Progreso, sa de cv IMPRESIÓN

La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Bosques del Pedregal, 14738, Tlalpan, Ciudad de México. Editor responsable: Roberto Garza. Certificado de licitud de título 8635 y de licitud de contenido 6080, expedidos por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de febrero de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro postal. Publicación periódica: pp090206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica. ISSN: 0185-3716. —————————

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I L U S T R AC I Ó N D E P O R TA DA : L E Ó N M U Ñ OZ S A N T I N I Y A N D R E A G A R C Í A F LO R E S

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Ilustración: © S H A K E S P E A R E , H A M L E T ( 1 6 0 4)

SHAKESPEARE Y CERVANTES: P O ES400 Í A AÑOS DE FECUNDIDAD

Este singular soneto ha sido objeto de encomios y condenas a lo largo de los siglos. Sólo hasta el análisis estructural de Roman Jakobson se empezó a apreciar su riqueza léxica situada en su contexto, la entonación apareada al sentimiento expresado y las ambigüedades que entrelazan lo crudo y lo sublime, aspectos que hemos sido incapaces de verter al español. Una lectura detallada en Ensayos de poética (Roman Jakobson, FCE, 1977).

Soneto 129 WILLIAM SHAKESPEARE

El gasto del espíritu en un derroche de vergüenza Es lujuría en acto y, hasta el acto, Es traidora, asesina, sanguinaria culposa, Salvaje, inmoderada, grosera, cruel, desleal. No bien disfrutada es despreciada, No bien neciamente buscada es neciamente odiada, Anhelada sin mesura y, ya alcanzada, detestada como un cebo Puesto adrede para enloquecer al incauto. Insana en la búsqueda como en el goce, Excesiva al tenerse y en vías de tenerla, Una dicha al probarla y, probada, una inmensa congoja, Un regocijo esperado, luego una sombra. El mundo lo sabe de sobra, pero nadie sabe Evitar el paraíso que conduce a los hombres a este infierno.

The expense of spirit in a waste of shame Is lust in action; and till action, lust Is perjured, murderous, bloody, full of blame, Savage, extreme, rude, cruel, not to trust; Enjoyed no sooner but despised straight; Past reason hunted; and no sooner had, Past reason hated, as a swallowed bait On purpose laid to make the taker mad; Mad in pursuit, and in possession so; Had, having, and in quest to have, extreme; A bliss in proof; and proved, a very woe; Before, a joy proposed; behind, a dream. All this the world well knows, yet none knows well To shun the heaven that leads men to this hell.

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Ilustración: ©A N D R E A G A R C Í A F LO R E S

I NTR O D U CC I Ó N

400 años de fecundidad La conmemoración universal del 400 aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes y William Shakespeare es ocasión para muchos propósitos. Uno de ellos es la reconsideración del estatuto de la figura “autor”, tan invocada y publicitada en esta época de comercialización de la literatura. Nuestros homenajeados no se preocuparon mucho por aparecer como autores. Cervantes simula no ser el autor de El Quijote, escudándose detrás de un tal Cide Hamete Benengeli, de quien afirma ser sólo el traductor. Cide Hamete Benengeli también se esconde, advirtiendo a menudo haber escuchado tal historia aquí o allá. Cervantes parece divertirse con su propia desaparición. Shakespeare es, qué duda cabe, el epítome de la despersonalización; los personajes de sus obras parecen tener vida propia y su mente contiene multitudes. Sus temas tampoco son invenciones autorales sino adaptaciones de otras historias, crónicas, leyendas y cuentos populares. Viene al caso refrescar la idea de que la poesía no es expresión de la personalidad, sino escape de ella, si bien sólo aquellos que tienen personalidad y emociones saben lo que significa querer escapar de estas cosas (T. S. Eliot). En este número publicamos el proemio de Ignacio Padilla a Los demonios de Cervantes, tercer volumen de su trilogía sobre el tema, todos publicados por esta casa. Padilla se sumerge en el pensamiento religioso, supersticioso y demonológico de Cervantes, apoyado en ideas aportadas por Michel Foucault y Roger Bartra y en su propia experiencia como escritor. Su texto es acompañado de una entrevista. De Juan Cruz publicamos la introducción a la edición española de Viaje alrededor de El Quijote de Fernando del Paso. Incluimos la presentación de la edición española de este libro, en Alcalá de Henares, por José Carreño Carlón, director general del FCE. De Fernando del Paso publicamos su prólogo a Un enigma llamado Shakespeare de Gustavo Artiles, de próxima publicación por el Fondo. El catedrático Alfredo Michel hace un repaso crítico de las cambiantes interpretaciones de Shakespeare en la historia, bajo la idea de que su obra no es un compendio de verdades sino una fuente de preguntas complejas sobre lo humano. Concluye que Shakespeare está hoy más vivo que nunca, como lo muestran las múltiples y diversas interpretaciones y representaciones de sus obras en los últimos años. (

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Ilustración: © G U S TAV D O R É

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Ilustración: © P O R TA DA D E L A P R I M E R A E D I C I Ó N D E L Q U I J OT E . B I B L I OT E C A N AC I O N A L , C E R V/ 1 1 8

SHAKESPEARE Y CERVANTES: 400 AÑOS DE FECUNDIDAD

P R O EMI O

Los demonios de Cervantes El autor explica las lecturas y experiencias que le dieron luz y lo animaron a escribir el tercer volumen de su estudio sobre Cervantes y El Quijote: Los demonios de Cervantes ( FCE, 2016). Trata del demonio y lo demoniaco en su personal combate con los demonios que habitan la obra, la vida y el pensamiento de Miguel de Cervantes, próxima publicación de este grupo editorial. IGNACIO PADILLA

DE LA LUCHA CONTRA EL ÁNGEL

Suele olvidarse que Lucifer fue ángel y que en parte sigue siéndolo. El de san Miguel sería entonces un combate contra lo Mismo como el sueño de Jacob tolera ser mirado como un combate contra lo Otro. Intercambiables e infinitas, ambas contiendas describen la movediza unidad de la conciencia humana, esa condición atribulada, atenazada siempre entre la semejanza y la diferencia. Nuestro litigio permanente contra el monstruo es menos la vía para edificar la identidad que la identidad misma. También suele olvidarse que el monstruo, por mera lealtad a su etimología, nos muestra. Somos, en suma, el abismo al que Nietzsche nos previno de asomarnos: pese a la quimera del libre albedrío con que insistimos en consolarnos, lo cierto es que nunca nadie nos concedió la opción de rechazar el envite para luchar contra la bestia en la que irremediablemente necesitamos convertirnos. Desde la religión y la metafísica hasta la antropología y la neurolingüística, las sendas del conocimiento humano han conducido a una pareja conclusión: los sueños y las ficciones del combate del héroe contra sus demonios, no importa cuáles sean sus manifestaciones, nombres y dimensiones, son meros traslados remediales del esfuerzo por sobrellevar la abrumadora carga de lo que tenemos dentro. Lo que se teme y lo que se goza, lo que se ha perdido y lo que se desea, incluso lo que se teme porque se desea, están tan imbricados en la conciencia de los hombres que a veces es preciso exteriorizarlos en la ficción, colocándonos por nuestro bien en la perspectiva amortiguada del sueño o, mejor aún, en la más tolerable y negadora fantasía del érase que se era en un reino muy lejano. La medicina del alma, primero, y más tarde la psiquiatría y sus sucedáneos encabezan quizás el censo de aquellas disciplinas del conocimiento que han querido deslindar y enunciar en términos estrictamente corporales la casuística que conduce a la ficción del combate del héroe contra el monstruo. Una y otra ciencias nos han legado un opulento lexicón de términos médicos alusivos a sustancias y otros constituyentes biológicos con los que ha querido sustituir la legión de quimeras con las que la ficción, sea prelógica individual o preliteraria colectiva, quería y quiere todavía dar rostro asible y horrible a sus pulsiones en cuanto seres de camino a la extinción. Humores, hormonas, genitales y hasta neuronas han tomado en nuestros tiempos el sitio que antes ocupaban las sirenas, los diablos, los ogros y las ha-

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das. Todos, no obstante, siguen siendo metáforas del monstruo. Esta traducción de lo ficticio a lo concreto ha sido parcial y paradójica pues ni las mentes más unívocas han podido librarse del influjo tremebundo de la equivocidad del signo que comunica a los hombres, hasta hoy, si excluimos a la divinidad, los únicos seres autoconscientes de la Creación. Al vincular temperamentos humorales con planetas de nombres olímpicos o al ilustrar complejos psicológicos con relatos trágicos —incluso al amueblar la descripción de los impulsos cerebrales con analogías tan poéticas como didácticas— los popes del conocimiento corporeísta del alma humana reconocen la utilidad de lo multívoco que la imaginación les ofrece para explicarse. Espejos neuronales, temperamentos mercuriales y complejos edípicos acreditan el imperio y la necesidad de la ficción para explicar la realidad. Y por supuesto, en este desfile triunfal del vocabulario fantástico para comprender lo físico participan también unas voces monstruosas en las que nuestras tormentas y tormentos se explican todavía con fantasmas, ogros, leviatanes y deidades. La voz demonio es sin duda una de las más prósperas en esta aventura de supervivencia de la metáfora monstruosa como registro de pulsiones, patologías, deseos y aprehensiones de la mente humana. Desde los espíritus inspiradores platónicos hasta los espectros que acunaron Swedenborg y Schopenhauer, pasando desde luego por las deidades familiares latinas, los genios orientales y los fairies celtas, las entidades que se agrupan en el colectivo demoniaco han sido trasunto y efigie de los conflictos de la mente humana, sea en el sueño, sea en su enfrentamiento cotidiano con los fenómenos más enigmáticos de la naturaleza, sea en nuestra lucha cotidiana contra los instintos o en nuestra relación, nunca sencilla, con nuestros pares. Demonios siguen siendo las pulsiones de la libido, las manías persecutorias, los trastornos de la personalidad, las enfermedades del espíritu, las inspiraciones y expiraciones del artista entre este mundo y los otros. Sin importar los nombres y apariencias que les adjudiquemos en la ciencia y en la creencia, el demonio es en todo caso el rey de los oponentes y, a un tiempo, legión señera de nuestra interioridad. Con ese demonio entablamos día a día nuestra contienda interna entre lo Mismo y lo Otro. Del demonio y lo demoniaco en ese sentido trata este volumen, tercera y espero que última escala en mi personal combate con los demonios que habitan la obra, la vida y el pensamiento de Miguel de Cervantes.

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LEER AÚN DESPUÉS DEL FIN DEL MUNDO

Éste hará veinte años que decidí, con más efusión que prudencia, adentrarme en el hondo abismo del pensamiento religioso, supersticioso y demonológico de Miguel de Cervantes. Cuando ahora miro sobre el hombro la senda que a la postre me ha traído hasta el punto de evidente no retorno, descubro con perversa alegría que he hallado más preguntas que respuestas, y que es probable que a estas alturas también yo me haya convertido en un abismo. Al hombre que fui entonces lo han mudado muchas cosas y muchos libros, no menos que al mundo. A lo largo de estas décadas se han derrumbado muros que se pensaban imbatibles y torres que se creían intocables, y se han levantado otros muros y otras torres mientras se cometían atrocidades de las que nadie quiso hablar y otras de las que no queda más remedio que escribir poesía porque nadie es una isla y la muerte de cada hombre nos disminuye todavía. En este tiempo innúmeras sentencias de muerte —de la novela, de la poesía, de la historia y de las utopías— demostraron ser falacias de incendiarios profetas apocalípticos que hubieran dado un ojo y dicho cualquier cosa por ver el mundo arder. Sólo dos años después de que publicase la segunda entrega de mi lectura infernal de la obra de Cervantes, el mundo supuestamente terminó no con un estallido sino con un murmullo: el colapso Sturm und Drang que se vaticinaba en 2012 para el mundo, el individuo, el arte, la civilización y el cosmos ocurrió acaso sin que lo notásemos para que enseguida comenzara a rodar un mundo no necesariamente mejor en el que de cualquier modo las peores cosas han seguido casi iguales: lo fugitivo todavía permanece entre epidemias, debates cruentos entre la pureza y la mezcla, crisis económicas no vistas desde los tiempos del ruido, titubeos de muchachos iracundos y medrosos con un siglo del terror edulcorado en la religiosidad fanática y sin juicio de los indignados. Entretanto, la gran revolución de las comunicaciones que en los noventa nos había arrojado sin espada al ruedo del mundo hiperconectado en el que escribí mi primer libro cervantino, con no detenerse progresó hasta modificar la palabra y sus modales, la ortografía, la exégesis, el acto de leer y el oficio de escribir, todo ello merced a la edición digital y a la sacudida de las llamadas redes sociales. Sólo en la década que media entre la publicación del primer volumen de esta trilogía y de éste que ahora escribo, hemos ingresado en una época donde la tecnología ha hecho posibles y a veces necesarias nuevas aproximaciones a la obra de

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LOS DEMONIOS DE CERVANTES

arte. El paradójico progreso, en fin, ha puesto a la mano herramientas que acaso habrían modificado de manera dramática algunos de los caminos y de las nada concluyentes conclusiones a los que ingenuamente creí llegar en El diablo y Cervantes y Cervantes en los infiernos. No han sido menos ni menores las transformaciones que atañen al asunto de este volumen. El siglo xxi, que parecía tan lejano cuando leí por primera vez El Quijote, está ya entrado en su segundo decenal y ha demostrado merecer el nombre que algunos al principio juzgamos exagerado y prematuro: el Siglo del Terror. Las enfermedades de alma y cuerpo seguramente son las mismas de antaño aunque han mudado de nombre, como han cambiado también los diagnósticos, la sintomatología, el juicio, la redención, la condena, el tratamiento y hasta el concepto mismo de enfermedad. Por otra parte la neurociencia, sujeta a un abrupto y feliz choque de maduración, se ha tomado de la mano con la genética, que se vio catapultada a la estratósfera a partir del trazo del mapa del genoma humano. Juntas, neurología y genética han tomado por asalto el territorio de las enfermedades mentales, un territorio que hasta hace nada fue imperio de psicólogos y psiquiatras a los que la moda y el tedio finisecular hicieron dar vueltas sobre sí mismas hasta extenuarlas. Decididamente hoy no podemos ver en los mismos términos las reglas de la lucha del héroe contra el monstruo de su interioridad ni los barateos entre el yo, el superyó ni el ello, no digamos sostener por mucho más tiempo la secular separación entre el alma, el cuerpo y el ánima. Tampoco así podemos regresar sobre nuestros pasos para deslindar con la inocencia de antaño el alma de las personas, los personajes y los libros de hogaño. ADVERSUS FREUD

Cautivo y testigo de todas estas transformaciones, me he visto asimismo transformado, distinto de quien era cuando emprendí mis estudios sobre El Quijote. Supongo que la transformación ocurrió a partir de ese momento, pues las novelas, la poesía y el teatro de Cervantes también me fueron ocurriendo, me curtieron paralelamente a la lectura de sus contemporáneos y los míos, me estremecieron y me confundieron una y otra vez para que al final comprendiera que la única manera de entender el pensamiento del autor de El Quijote era asumiendo que nunca hallaremos en él una línea clara de pensamiento simplemente porque no la hay ni debemos esperar que la haya. Después de hurgar en los antecedentes y constantes de la cultura y la persona cervantinas, y luego de combatir en balde contra las acusaciones que se hicieron a Cervantes de hipócrita o bifronte, entendí que para leer a este autor, lo mismo que a sus criaturas y su tiempo, primero había que concederles el privilegio de la duda, no en el sentido en el que habitualmente empleamos esa voz, sino asumiendo desde el origen que el alcalaíno fue un hombre cabalmente confundido en un tiempo de confusión. Un ser fieramente humano, tan atormentado por sus demonios y tan contradictorio como la época que le tocó vivir. Una época que, por lo demás, no es muy distinta de la que hoy vivimos. Sólo así o sólo desde allí me pareció posible o al menos admisible acercarme a la obra de Cervantes menos para descifrarla que para mejor disfrutarla y hasta para invocarla en la lectura de la obra de sus contemporáneos. Con esa asunción de la admirable y humanísima inconsistencia cervantina he seguido adelante en mis lecturas de su obra y de su vida, siempre crítico pero también actor yo mismo de quijotadas de diversa envergadura, asimilado y a veces también esclavizado a los recursos nuevos y a los discursos viejos de la exégesis, perplejo y más de una vez indignado también ante lo que no ha cambiado desde entonces ya no en el mundo en general sino en nuestra visión del pensamiento de Cervantes en particular. ( Tres rémoras de la interpretación cervantina me han incomodado hasta el escándalo entre las muchas que existían en la década de los noventa y las cuales veo que persisten pese a todo en nuestros días: primera, la subsistencia de una idea de don Quijote como emblema romántico de la lucha de lo ideal contra lo real; segunda, la tendencia de estudiosos y lectores a confundir a Cervantes con su criatura; y tercera, la creencia de que aún es posible deslindar

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tanto la locura quijotesca como el alma cervantina con las herramientas, términos, diagnósticos y tratamientos del psicoanálisis y la psiquiatría. De lo primero me queda a estas alturas muy poco por escribir. Entre las celebraciones que últimamente han acompañado la lectura de la obra de Cervantes con motivo del cuarto centenario de la mayor parte de sus libros y de su muerte, he hecho cuanto he podido por cuestionar la interpretación que los románticos alemanes, especialmente Schlegel y Schelling, nos legaron del hidalgo manchego como abanderado de la lucha por los más altos ideales. Combate inútil, lo confieso. Dura lección y vana quijotada que me ha dado éste, mi siglo. Me queda al menos el consuelo de que, en el camino, voces más diestras y respetadas que la mía han denunciado y siguen denunciando aquella aberrante y dominante lectura de El Quijote, una lectura que espero sinceramente algún día se venga abajo como quiso Cervantes que ocurriera con las novelas de caballerías. Sobre el constante riesgo que corremos algunos intérpretes de confundir los demonios de Cervantes con los de sus personajes, especialmente con los de don Quijote, para este volumen he tomado en cuenta una distinción conciliadora propuesta por Foucault, distinción que acaso habría podido regir mis aproximaciones anteriores a Cervantes y su obra si la lectura cervantina del gran filósofo francés me hubiese ocurrido antes. Me refiero sobre todo al concepto de homosemantismo que Foucault propone en Las palabras y las cosas como guía para distinguir, sin divorciarlas, las figuras del poeta y el demente. Del primero, el francés afirma que “el papel alegórico, bajo el lenguaje de los signos y bajo el juego de sus distinciones bien recortadas trata de oír el ‘otro lenguaje’, sin palabras ni discursos, de la semejanza”, en tanto que el loco, entendido menos como desviación sustentada que como enfermo, “carga todos los signos con una semejanza que acaba por borrarlos”.1 En otras palabras, el poeta, situado también en las márgenes de nuestra cultura, allega la semejanza hasta los signos en tanto que el loco recarga de tal modo los signos con su semejanza que termina por anularlos. Para Foucault, que tanto supo de demencia y de escritura, el poeta y el loco comparten su condición limítrofe, son marginados en cuyas palabras se encuentran “incesantemente su poder de extrañeza y el recurso de su impugnación”.2 Ni bien leí estas claridades de Foucault se me ocurrió que quizás la marginación compartida del poeta y el loco podía ser el punto común de estudio de los demonios de Cervantes y los de su criatura. Tal vez en esa zona limítrofe —una zona donde lidiaban y se reconocían las máscaras, la locura, la superstición, la violencia verbal, las patologías del alma y la creación poética— fuese posible identificar a algunos de los demonios que acosaron tanto al poeta como a su más ilustre personaje, pues entre ambos se habría abierto “el espacio de un saber en el que, por una ruptura esencial en el mundo occidental, no se tratará ya de similitudes, sino de identidades y de diferencias”.3 En tal espacio decidí desplazarme para escribir este libro sobre los demonios de Cervantes. Y fue justamente allí, en mi trasiego por el mundo roto de las identidades y las diferencias que atañen tanto al poeta como al demente, donde di de bruces con una noción de melancolía que en gran medida podría ayudarme a sortear el tercero de los escollos cervantinos que he mencionado. EL LLANTO OTRO DE AMADÍS Y LA FURIA MISMA DE ORLANDO

Sobre el tercer vicio o riesgo al que estamos sujetos quienes neciamente rebuscamos demonios en el universo cervantino —esto es, la fruición con que se insiste en aplicar raseros psicoanalíticos a Cervantes y a sus personajes, particularmente a don Quijote— puedo decir que a este ensayo lo impele en gran parte la gana que tengo de sacudir, así sea un poco, tal vicio interpretativo. Así como otrora me metí en dibujos para trazar un mapa del pensamiento religioso de Cervantes y uno más sobre los rituales iniciáticos cervantinos desde la perspectiva narratológica, emprendo ahora la lectura de lo demoniaco cervantino desde una perspectiva de las patologías del alma tan distante como sea posible de los cánones psicoanalíticos y psiquiátricos. Reconozco los

peligros que me guarda esta empresa, que quizá esté guardada antes para un médico que para un escritor. Obcecado al fin, asumo no obstante los riesgos y emprendo la lectura reconociendo en primer lugar que la búsqueda de un cuadro clínico de Miguel de Cervantes con o sin el psicoanálisis puede resultar tanto más arduo de lo que fue el estudio de su religiosidad, pues el laconismo y las contradicciones que nos ofrece la biografía del alcalaíno son tales, que no tengo más remedio que coquetear con una lectura en ocasiones biografista de su obra. Para sortear esas tentaciones en la medida de lo posible, he acudido a algunos autores, textos y nociones que me han sido de gran ayuda, si no para comprender del todo, sí para desplazarme con alguna confianza entre la psicología cervantina y la quijotesca, por un lado, y el deslinde de las semejanzas y las diferencias entre Cervantes y don Quijote, por otro. Para lo primero han sido de gran ayuda los trabajos de Roger Bartra en torno de la cultura de la melancolía; para lo segundo, estoy en deuda, como he dicho, con los estudios de Michel Foucault sobre locura en general y sobre don Quijote en particular. Curiosamente, ni uno ni otro son psicólogos ni psiquiatras. Por algo será. A continuación ofrezco algunas de sus perplejidades e intuiciones tal como han llegado a convertirse en tablas de salvación en la mar procelosa de los demonios de Cervantes y de algunos de sus vástagos. ( Queda claro a estas alturas que los más sabios intentos de interpretar las patologías de las almas cervantina y quijotesca con las herramientas del psicoanálisis freudiano han fracasado tan rotunda como sistemáticamente. Menos evidentes son las razones para tal fracaso. Basta remirar las más célebres lecturas psicológicas de El Quijote, desde Freud hasta la moderna psiquiatría, para entender que una tal aproximación al más inestable, asistemático y extraño loco que ha dado la ficción sólo acarreará sospechas, especulación y galimatías sin cuento. De los muchos esfuerzos que se han hecho para dar a don Quijote un diagnóstico más o menos consistente con las propuestas del psicoanálisis, emerge un cañoneo de términos y cuadros clínicos que últimamente se ha vuelto cuestionable aun cuando aplicada a las personas reales: personalidad paranoica, psicosis neurótica, paranoia como rasgo de una personalidad obsesivo-compulsiva que en la psicosis engendra el delirio de las fobias, en suma, el habitual vocabulario del diván y la libreta, sólo que en este caso no hay diván ni habrá libreta. No quiero decir con lo anterior que las lecturas psicoanalíticas del indiagnosticable hidalgo manchego carezcan de interés ni que a veces en sí mismas no resulten por lo menos estimulantes como juegos exegéticos. Algunas incluso han arrojado importantes luces sobre posibles rasgos del temperamento de Cervantes y han servido como punto de partida para que desde otras perspectivas se produzcan aproximaciones deslumbrantes. Si acaso, lo más cercano a una lectura sostenible de la monomanía quijotesca así como de la neurosis cervantina tenga que ver con la paranoia. Esta voz, tan habitual en el léxico psicoanalítico y en la cultura popular, se traduce en un término central para un análisis más eficaz de ese demonio multiforme que secularmente ha atosigado a la humanidad y que a últimas fechas es conocido como depresión. La depresión o monomanía melancólica se imbrica con la paranoia para sugerir un cuadro que podría ajustarse tanto a Cervantes como a algunas de sus criaturas, las cuales presentan profundas heridas en su relación con los otros y lo otro, mismas que a su vez se traducen en el delirio de las fobias. De acuerdo con esta lectura, la paranoia conduciría a la prevaricación de la realidad o, de plano, a la confusión de visiones propias de los estados alterados de conciencia que el enfermo es incapaz de distinguir como irreales. Estas visiones, en cualquier caso, existen: lo que vemos y lo que creemos, sencillamente es. El carácter alucinatorio de ciertas experiencias no obsta para que importen: su procedencia es su esencia, su importancia y su sustancia son determinantes para nuestra conducta, si bien esa importancia debe ponderarse partiendo del hecho de que su existencia tiene lugar no dentro de la irrealidad sino dentro de una esfera de realidad distinta de

1 Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, México, 2014, p. 66. 2 Idem. 3 Idem.

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SHAKESPEARE Y CERVANTES: 400 AÑOS DE FECUNDIDAD

LOS DEMONIOS DE CERVANTES

Sin importar los nombres y apariencias que les adjudiquemos en la ciencia y en la creencia, el demonio es en todo caso el rey de los oponentes y, a un tiempo, legión señera de nuestra interioridad. Con ese demonio entablamos día a día nuestra contienda interna entre lo Mismo y lo Otro. Del demonio y lo demoniaco en ese sentido trata este volumen, tercera y espero que última escala en mi personal combate con los demonios que habitan la obra, la vida y el pensamiento de Miguel de Cervantes. la habitual.4 Hay que añadir a esto que el lenguaje permite articular o trasladar, como los sueños narrados, lo delirado a los distintos estados de la conciencia. Por otra parte, a la paranoia y a la depresión ha sido necesario agregar algunos rasgos de la monomanía quijotesca que, gracias o a pesar del psicoanálisis, han aportado más modernos estudiosos de las enfermedades del alma. Así, por ejemplo, debo a José Cueli la esperanzadora sugerencia de que un puente viable entre el psicoanálisis y el cervantismo podría haberlo aportado Derrida5 a partir de la experiencia subjetiva enunciada por Freud y susceptible de conducirnos al análisis de la intersubjetividad, el gesto y el punto de vista. En el mismo tenor podríamos buscar en Derrida, en Lacan o en el propio psicoanálisis una respuesta a la desazón de don Quijote y quizá de Cervantes en la herida trágica del hombre que habría denunciado también Freud: la herida del desamparo originario, el incentivo de la incompletud, la búsqueda de algo perdido, el impulso que surge del desvalimiento y que nos lleva lo mismo a soñar que a crear. ( Como sea, gracias o a pesar de estas aportaciones del psicoanálisis, decididamente el concepto moderno de la depresión seguía imperando en los diagnósticos quijotescos y cervantinos, pero era a todas luces insuficiente para entender a don Quijote. En cuanto a Cervantes, el mismo concepto, como el resto del lexicón psicoanalítico y psiquiátrico, sólo sería útil si por ventura llegase el día, tan dichoso como improbable, en que al fin contemos con datos de la vida del alcalaíno más allá y más completos de los que podemos extraer de su obra. Ante la insuficiencia de la 4 En su discurso de aceptación del XXVI Premio Internacional Menéndez Pelayo, Ernesto de la Peña propone una visión y una terminología que zanje la distancia entre la realidad y la irrealidad quijotescas. Acuña para ello la idea de dos realidades, o si se quiere, dos concepciones distintas de la realidad. Escribe el ilustre fi lólogo: “Hablemos, pues, de realidad realidades, de lo tangible y lo incorpóreo, de lo que está a la mano y de lo que se alcanza únicamente mediante el ejercicio de la fantasía y la vigencia de lo poético. El resultado será, por consiguiente, una realidad que debemos llamar ficcional, perenne, indeleble, esa peculiar realidad de las grandes creaciones del arte, oculta y desafiante.” Ernesto de la Peña, “Las realidades en el Quijote”, El Colegio de México, México, 2012, p. 24. 5 José Cueli, Entre el delirio y el sueño: Cervantes y Freud, La Jornada Ediciones, México, 2010.

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psicología para entender los demonios que infestaron tanto a Cervantes como a don Quijote, mi pregunta, entonces, persistía. ¿Era posible hallar un rasero que propiciase la carambola de la exégesis demonológica proveyendo de un sistema lo bastante amplio para abordar lo mismo al autor y al personaje desde la perspectiva de las enfermedades del alma? La respuesta a esta inquietud vino nada menos que del cuestionamiento de la idea de depresión que en fechas recientes ha hecho Roger Bartra.6 Con su puesta en duda de depresión clínica, y hasta de la melancolía tal como quisieron explicarla psicólogos y psiquiatras en el pasado siglo, Bartra ha redefinido nuestra idea de melancolía y la ha consagrado, a mi entender, como posible marco general para un estudio creíble y riguroso del alma de Cervantes, su tiempo y sus personajes. Debo aclarar, con todo, que Bartra entiende y propone la melancolía no como antecedente patológico de la moderna depresión sino como una cultura cuyo mayor florecimiento tuvo lugar en el siglo de El Quijote. Hace apenas unos meses, mientras buscaba en mitad de los festejos cervantinos un punto en común para la lectura de Cervantes y don Quijote, llegó a mis manos un volumen de dimensiones casi risibles cuyo título era de por sí una provocación: Don Quijote para curar la melancolía.7 François Davoine, su autora, pondera su obra como una suerte de guía para el psicoanálisis de las armas errantes y sostiene la tesis de que la locura de don Quijote exploraba las experiencias traumáticas de Cervantes. Por añadidura, Davoine describe una conversación con un colega donde ambos se preguntan si el viejo soldado no habría inventado, con el don Quijote como manual de supervivencia psíquica, un psicoanálisis del frente. El libro prosigue en ese ánimo afirmando que para salir de las zonas del trauma, don Quijote habría aportado a su autor lo que faltaba “en el proceso catártico puesto en marcha y luego suspendido en torno de la muerte de su padre, Rodrigo, el barbero, en 1587, cuando dejó de escribir”. Nada costará al desocupado lector de mis líneas imaginar la desazón que en mí sembraron las propuestas de Davoine, así como el miedo que entonces tuve de recaer en un semejante psicologismo durante mi propio camino por los demonios de la mente de Cervantes y de don Quijote. La palabra melancolía en aquel caso era otra vez invocada como sinónimo de depresión, al tiempo que reincidía en la versión romántica de don Quijote y volvía a confundirse el ser en sí de la obra literaria con la escritura de esa misma obra. Escarmentando en la carne de Davoine, cerca estaba ya de renunciar a mi indagación de la psique cervantina cuando recaí en la lectura de los estudios que sobre la melancolía ha desarrollado Roger Bartra, particularmente en su ensayo Cultura y melancolía, en el cual dedica un buen capítulo a Cervantes, don Quijote y la melancolía, ya no como enfermedad sino como eje fundamental de la cultura renacentista que alumbró a Hamlet, los ensayos de Montaigne y desde luego don Quijote. Entre otras cosas, Bartra anuncia que la melancolía, como él la entiende, “es un fenómeno ligado a una amplia y compleja constelación cultural, que rebasa las consideraciones psiquiátricas y neurológicas que han tratado de confinarle en lo que se denomina ‘depresión’, enfermedad mental definida técnicamente como un desorden afectivo y asociada para déficits en las aminas neurotransmisoras en el cerebro”.8 Vista así, la melancolía era algo más que un mero desorden psicosomático y que por tanto no podía ni necesitaba ser tratada, como querrían Arnold y la propia Davoine, con los refinamientos del arte o la así llamada alta cultura. Por el contrario, si para el análisis tomásemos la melancolía como una condición existencial antes que como una enfermedad, entonces los demonios de la literatura dejarían de ser vistos como una patología sino como un síntoma de la relación del hombre con su mundo. La melancolía como un conflicto vivo de la cultura y un modelo para la imitación. La melancolía ciertamente madre de la depresión pero sin duda sólo una faceta de un canon cultural más amplio y más complejo de lo que quieren los manuales de psiquiatría. Desde esta perspectiva, ni la escritura ni la lectura pueden ser un antídoto contra el caos melancólico por cuanto la melancolía sería ya parte del caos existencial ex6 Roger Bartra, Cultura y melancolía. Las enfermedades del alma en la España del Siglo de Oro, Anagrama, Barcelona, 2001. 7 Françoise Davoine, Don Quijote, para combatir la melancolía, trad. Horacio Pons, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2012. 8 Ibid., p. 11.

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presado en la cultura, un desorden muchas veces imitado y casi siempre refractario a la sistematización médica como antes lo había sido para la regulación religiosa. Al exponer el temperamento melancólico como una cultura en sí misma antes que como patología, Bartra recupera y amplía las posibilidades de interpretar bajo un mismo cielo los estados del alma tanto de personas como de personajes. A la luz de esta propuesta, los demonios que acosaban a Cervantes y don Quijote, lo mismo que a Shakespeare y a Hamlet, podían trascender el cientificismo y el sexocentrismo freudianos. Los supuestos rasgos depresivos de Cervantes y la monomanía quijotesca, así como los de sus contemporáneos y los nuestros, toleraban ser leídos ya no sólo desde la neurología sino desde la antropología, la arqueología, la semiótica, la lingüística, la estética y los instrumentos que nos ha legado la joven aunque rigurosa historiografía de las emociones. ( Con el salvoconducto de que es imposible limitar la monomanía melancólica a los manuales de psiquiatría, ya no me pareció tan osado arremeter en un mismo volumen un estudio de la cultura y el alma cervantinas según podrían haberse proyectado en su obra por vías tan distintas como la violencia verbal, la máscara teatral, la superstición popular, la tradición oral y hasta la confrontación milenarista entre lo distópico y lo utópico que a mi entender atormentaba tanto al alcalaíno como a sus engendros. Opino ahora que la melancolía como cultura o como condición existencial remedia o al menos hace más atendibles muchos de los grandes dilemas psíquicos o anímicos de la obra de Miguel de Cervantes, pues tolera un aspecto de la literatura que los manuales psiquiátricos ningunean o de plano excluyen: la posibilidad de la mímesis, actividad demoníaca por excelencia, y por tanto la idea misma de libertad, problema humano por antonomasia. En este crisol conviven sin matarse los extremos de la melancolía como modelo cultural heredado al que el escritor aspira igual que su criatura decide imitar a veces la reclusión melancólica de Amadís y otras veces la monomanía furiosa de Orlando; don Quijote como juego o don Quijote rematadamente loco; Cervantes en brega entre su fe y su desencanto; el contraste entre las insanias de Cardenio y don Quijote, la una constante e inevitable y la otra intermitente y elegida. En suma, la elección consciente o inconsciente de imitar modelos culturales melancólicos por fuerza contradictorios, la lucha contra los demonios personales y culturales como un modo vital y escriturístico de sobrellevar el vértigo de la libertad. LA FE DE CERVANTES, ÚLTIMA

Don Quijote, se ha dicho, no era malo pero estaba malo. El sugerente retruécano sólo es posible en nuestra lengua, como lo es también preguntarnos si el hidalgo manchego está loco o se hace el loco. Afirmación y pregunta resumen a mi entender los mayores dilemas irresueltos de la gran novela cervantina pues atañen a las muy difusas líneas que separan lo moral de lo clínico y la responsabilidad de la enfermedad. Aun cuando en ocasiones don Quijote ejecuta actos social o moralmente condenables, sus lectores propendemos a disculparlo con la atenuante de su locura. Y aunque a veces sospechemos que el hidalgo está consciente de sus infracciones a las leyes, tanto de su antes como de su ahora, lo redimimos con los mismos argumentos que Foucault vampirizó de Beccaria: el loco no puede ser juzgado como si fuese un criminal ordinario por cuanto no es responsable de sus actos. Afortunado en su tiempo, el argumento ha devenido problemático en el nuestro: la persistente mutabilidad del concepto de locura se traduce aquí y allá en un persistente cañoneo contra principios cada vez menos claros y menos sólidos. En esta era donde el terror fanático mantiene un matrimonio insano y cruento con la ética indolora, se vale todo porque nada vale en un mundo que ha acudido a la retórica de la locura para librarse al fin de la maldita culpa del judeocristianismo. Con el elusivo argumento de la locura —a la que estamos expuestos todos si la buscamos por la ruta adecuada— se hizo posible y se ha hecho habitual evadir la responsabilidad en una hipérbole del vitalismo picaresco: en una sociedad malvada, el loco que la transgreda será bueno y puede que hasta cuerdo. Por esta frontera estrecha y lábil han transitado algunos de los más lúcidos lectores de El Quijote y más

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de un biógrafo de Cervantes. Muchos de ellos aventuraron respuestas categóricas y derrumbaron por eso en el callejón sin salida de la imposibilidad diagnóstica de la locura del hidalgo manchego lo mismo que de la melancolía barroca de Cervantes. Quienes mejor lo entendieron supieron dejar abiertas las preguntas insolubles que conlleva el dilema de responsabilidad e insania. Mientras Rosales proponía un esperanzador debate sobre la relación intermitente del hidalgo con la libertad, Unamuno terminó por cargar a Cervantes con la esclavización de su criatura. Mientras Julián Marías ponía sobre la mesa las preguntas necesarias sobre la posibilidad de que don Quijote fuese un simulador intermitente de su insania, Torrente Ballester declararía categóricamente que don Quijote sólo juega a estar loco. De cualquier modo, unos y otros asumieron que no es posible leer El Quijote ni comprender a su autor si no es desmontándole la psique. Una historia tan violenta como es la de don Quijote y una tan llena de fracasos y desilusiones como la de Cervantes obligan a reflexionar sobre ella desde los tormentos de la interioridad, no sólo los del hidalgo, su escudero o los demás habitantes de la ficción cervantina, sino los de su autor y la sociedad en la que nace. Neurótico uno y psicótico otro, ambos marcados por la cultura de la melancolía e imbricados en la marginalidad foucaultiana, tanto Miguel de Cervantes como don Quijote, por no hablar de otros personajes a los que la psicología consideraría sensiblemente deprimidos y paranoicos, seres con delirios persecutorios y cuadros autodestructivos en los que se deposita las responsabilidad del daño infligido o del arte creado o de la historia creada en enemigos, plagiarios, agresores, encantadores y perseguidores externos que en realidad sólo vienen de dentro. ¿Qué busca don Quijote para completarse o a quién persigue con tal saña en su melancolía imitatoria que lo mueve a salir al mundo a defenderse y defenderlo? ¿Quiénes persiguieron a Cervantes en el corazón vacío del abismo barroco? Los encantadores y sus aliados los demonios acosan al hidalgo pero al mismo tiempo le sirven de excusa para instalar en otros o lo otro su propia destrucción, su constante y bien procurado fracaso por agredir una realidad que de antemano iba a vencerlo. Cervantes tiene que haber sufrido un proceso similar: su confianza en las instituciones y su esperanza de una justicia cierta que premiase el comportamiento heroico de sus mocedades se ha desmoronado gradualmente. Él mismo imitador frustrado de modelos melancólicos, él mismo marginado e incapaz de reconocer abiertamente su propia derrota para adaptarse a regañadientes al mundo que le tocó en desgracia vivir, inepto para rebelarse contra él, Cervantes se instala en la imitación de la melancolía para construir un personaje que la actúa. Su alcoholismo, su ludopatía, su misantropía, su ineptitud para el trato amable y la diplomacia, su bifrontismo religioso, su rencor, su estoica preferencia por los perros, en fin, sus trastornos obsesivos compulsivos, sus reincidencias en prisión, todo es mal y de malas remediado en la creación del monstruo don Quijote, que es idéntico y distinto de él. Su obra a fin de cuentas son sus demonios, y en ese sentido él es criatura y al mismo tiempo es sus encantadores, es sus duques, sus clérigos, la sociedad que condena y maltrata a don Quijote y a Sancho, un mundo condenado en el Quijote y redimido más tarde en el Persiles. Encantadores, judíos, moros, mutaciones en la institución, demonios de la monomanía depresiva o melancólica. Vuelvo a preguntar entonces: ¿Quién persigue a don Quijote y quién a Cervantes? ¿Quién es el monstruo y quién es el héroe del cuento cervantino? ¿Hasta qué punto nosotros mismos somos el melancólico héroe y el deprimente monstruo del milagro quijotesco? Ya sabemos que los monstruos en cualquier sentido se llamarán siempre Legión, porque son muchos, diferentes y ellos mismos sus pulsiones, sus deseos, sus dudas y su libertad para aceptarlas o huir de ellas. Este libro está dedicado a buscar, combatir y tal vez acatar libremente el mandato de esos demonios.W

Ignacio Padilla es autor de la trilogía sobre Cervantes y El Quijote: El diablo y Cervantes, Cervantes en los infiernos y Los demonios de Cervantes.

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Conversación con Ignacio Padilla

“Hay que saber perderle el respeto a los mitos que hay de Cervantes, perderle el miedo al Quijote, prepararnos para que nuestros niños en la edad adulta puedan y quieran leer El Quijote, sobre todo divertirnos mucho, rejuvenecer ese cervantismo” S A N D R A LI CONA

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gnacio Padilla pertenece a una familia mexicana que lo instruyó en el catolicismo y en la aún vigente imaginería del lado oscuro de la religiosidad. Su imaginario personal —“escrupuloso, culpígeno”— está marcado por este matiz. Sus intereses literarios como lector y escritor pasan por el mismo filtro: una arraigada curiosidad por casi todo lo relacionado con lo infernal, que se ha convertido en uno de sus temas narrativos. Cuando llegó a la obra de Miguel de Cervantes no pudo leerlo sino desde esta misma perspectiva. De la nómina de obsesiones que habitan el universo de Cervantes trata uno de sus más recientes libros, Los demonios de Cervantes, que en septiembre próximo será publicado por el Fondo de Cultura Económica. El libro forma parte de una trilogía con este tema que Padilla inició hace más de diez años, y cuyos dos primeros títulos son El diablo y Cervantes (fce, 2005) y Cervantes en los infiernos (fce, España, 2006). El autor espera que Los demonios de Cervantes sea la última escala de su personal combate con los demonios que habitan la obra, la vida y el pensamiento del escritor alcalaíno, de quien este 2016 se conmemoran 400 años de su muerte. Hace veinte años que Padilla, especialista en literatura española e hispanoamericana, decidió, “con más efusión que prudencia”,

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descender al abismo del pensamiento religioso, supersticioso y demonológico de Cervantes. En ese trayecto, dice, ha encontrado más preguntas que respuestas, y es probable que a estas alturas Cervantes y El Quijote encabecen la lista de los demonios del propio Padilla. “Soy un lector tardío de El Quijote, un libro para leerse en la primera madurez. Fue por disciplina que me acerqué a él y por crearme un conocimiento que como escritor y crítico literario sabía que debía tener y del que carecía. Sin embargo, fue un enamoramiento que terminó en amor tormentoso. Mi actitud como cervantista se volvió sumamente apasionada y neurótica. La manera en que concibo ahora la palabra demonio tiene que ver más con la obsesión y, sí, definitivamente desde hace muchos años Cervantes y en especial El Quijote, aunque no exclusivamente, se comportan en mí como obsesiones, sin duda los considero un demonio.” Cautivo de El Quijote y de su autor, Padilla se ha visto asimismo transformado, distinto de quien era cuando empezó a estudiarlos. Como culminación del hondo análisis emprendido en El diablo y Cervantes y convencido de que las aristas de la personalidad de este autor son inagotables, deliberadamente se ha alejado del Quijote como emblema romántico de la lucha de lo ideal contra lo

real, así como de la insistente tendencia a confundir a Cervantes con sus personajes. ¿Los demonios que infestan a Cervantes son los mismos que gobiernan a Alonso Quijano? Los demonios que infestan a Miguel de Cervantes son en su mayoría distintos de los que infestan a Don Quijote. Me ha interesado mucho que sepamos distinguir siempre a cualquier autor de su obra, y sobre todo que sepamos que la obra dice e importa más que su autor. Para mí el acercamiento a Cervantes ha sido un complemento de las muchísimas lecturas que he conocido y que posteriormente he hecho de la obra. La persona me ha apasionado también en su complejidad pero sobre todo en su humanidad y en la necesidad de testificarlo. Abogo mucho por que perdamos un poquito el respeto a los autores clásicos para que descubramos cuán humanos fueron. Y Cervantes era extremadamente humano, esto a diferencia de Shakespeare, que resulta un extraterrestre, inhumano. A Cervantes lo he ido escarbando y creo que era un hombre sumamente atormentado, decepcionado, mientras que el Quijote es un hombre que está plenamente convencido de que todavía es posible la construcción de la utopía. De alguna manera Don Quijote es lo contrario a Cervantes.

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IGNACIO PADILLA Y LOS DEMONIOS DE CERVANTES

En el caso de Cervantes, ¿qué demonios encabezan su nómina y cómo los exorcizó? El término demonio, que en su cristianización adquiere una connotación negativa, en principio tiene que ver con cualquier tipo de espíritu, sea protector o no, con cualquier tormento o pasión, esto en un sentido clásico. En lo personal he querido recuperar un poco esa idea del demonio, pero no he podido marginarme de su aspecto negativo, vinculado con lo que hoy médicamente se conoce como depresión y que en la época de Cervantes se entendía como melancolía y se vinculaba con muchísima frecuencia a los demonios cristianos. Creo, sin embargo, que la idea de melancolía en el siglo de Cervantes, el siglo del Quijote, es mucho más amplia que lo que hoy entendemos por depresión, gracias sobre todo al trabajo magnífico de Roger Bartra (El Siglo de Oro de la melancolía, Cultura y melancolía y El duelo de los Ángeles). La melancolía, tanto la de Cervantes como la del Quijote, que tienen distintos síntomas, me parece que sí es luciferina en el mejor y en el peor de los casos.

novela, y la novela es de una vigencia tremenda. Hay un Quijote que está vigente en el corazón de la humanidad desde el siglo xviii, que es el Quijote que inventaron los románticos alemanes, el soñador, el idealista, que no tiene nada que ver ni con la Posmodernidad que estamos sufriendo, ni con el Barroco Cervantino, ni con Cervantes, ni con Don Quijote de Cervantes.

Cervantes parece el autor de una sola obra, El Quijote, pero no es así, ¿de qué manera ese demonio de la melancolía también transitó por sus otros libros? Es muy curioso que Cervantes, más que otros autores del Siglo de Oro, sea tan inestable y desequilibrado en su creación literaria. Se contradice muchísimo. Los cervantistas a lo largo de décadas, quizá siglos, han tratado de extraer una línea coherente del pensamiento de Miguel de Cervantes, pensando que sus contradicciones pudieron haber sido simulaciones o producto de la censura, tratando de entender, por ejemplo, por qué El Quijote de 1615, que es tan crítico con la Iglesia, con la corona, es decir, tan duro, moderno, jesuítico, haya escrito, al mismo tiempo, Los trabajos de Persiles y Segismunda, más reaccionario, antierasmista. O lo escribieron dos personas distintas, o bien Cervantes era un hombre extremadamente confundido. Me inclino por la idea de la confusión, producto de una época turbulenta. No se le ha permitido ser reconocido como un hombre que no tenía claras muchas cosas y que sus obras se podían perfectamente contradecir porque Cervantes estaba reflejando una época escandalosamente contradictoria.

¿La novela El Quijote y el personaje El Quijote, de qué manera dialogaron, o no lo hicieron, con el resto de la obra de Cervantes? El Quijote como obra completa es en sí misma un cosmos, es la primera novela moderna, pero también es la primera novela que llamaríamos total, es la madre de La montaña mágica de Thomas Mann, de Noticias del Imperio y Palinuro de México de Fernando del Paso, de la obra de Faulkner, de Cien años de soledad de García Márquez, y en este sentido construye en sí misma un universo íntegro, en el que hay todas las deficiencias y todas las impurezas posibles, ello en contraste con la poesía o el cuento. La novela es impura para ser moderna, entonces se autocontiene. Y sí, Don Quijote está permanentemente dialogando no sólo con Sancho, está dialogando con todos y está violentándolos, esto es muy importante, y luego ellos, el resto del mundo lo violenta a él. Digamos, el Quijote nace en 1605, es Don Quijote violentando la realidad que no le gusta, y el Quijote de 1615 es la respuesta de la realidad en los términos originalmente impuestos por él. Ahí hay un diálogo permanente, un diálogo constante con todos los que hemos leído la obra, luego un diálogo con todos los críticos y luego uno con todos los escritores, con todos los autores que han escrito inspirados en El Quijote. Se trata de una obra abierta, como diría Eco. Ahora, con sus otras obras Cervantes también dialoga, sin duda, y es sumamente agresivo con ellas. Cervantes cree que tiene una armonía como autor de entremeses, comedias, pero el Quijote está escupiéndole la cara a La Galatea, por ejemplo, en el pasaje en el que Don Quijote pronuncia el discurso de la Edad de Oro frente a unos cabreros, está criticando una obra del propio Cervantes escrita veinte o veinticinco años antes; al burlarse Don Quijote del sueño pastoril de Sancho, Cervantes está burlándose de su propia obra. En cambio, en Sancho Panza hay muchísimo de Rinconete y Cortadillo, por ejemplo. Todos son hijos de la picaresca. Lo mejor de Cervantes es lo que está en la línea de la picaresca.

¿Cervantes debería entenderse como un hombre que en sus textos conscientemente deseaba retratar su época o fue al contrario, su época inevitablemente lo llevó a retratarla? Creo que Miguel de Cervantes, el escritor, el autor tanto de Los trabajos de Persiles como de las dos partes de El Quijote, fue un hombre de su época, un hombre marcado por la decepción, derrotado por la realidad, un hombre que soñó con venir a México, que admiró profundamente a Hernán Cortés, y al que se le fueron emponzoñando las ilusiones. En ese sentido fue tan de su época como creo yo que de la nuestra. Pocas épocas de la historia de la humanidad se parecen tanto al Siglo de Oro, al Barroco español, como la así llamada Posmodernidad. Eso por hablar de Cervantes. Don Quijote, el personaje, es un hombre que desde que nace ya no pertenece a su tiempo, mucho menos al nuestro. El Quijote, la novela, es totalmente vigente, creo que hay que hacer una distinción; así como hay que distinguir entre el autor y el personaje, hay que distinguir entre el personaje y la

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Has hablado de Cervantes como demonio de sí mismo, ¿a qué te refieres? Creo que las contradicciones que se encuentran en Cervantes son una lucha interior que podría metaforizarse como una lucha de demonios, de obsesiones que se contradicen, que riñen entre sí y que a veces se alían. Don Quijote es un hombre que al parecer representa la certeza, entonces él no tiene un combate de demonios interiores, al menos en la primera parte. El que tiene los demonios es Alonso Quijano, que para exorcizarse decide quijotizarse; para resolver las dudas que lo caracterizan y caracterizaban a su autor, decide inventarse un hombre, quiere ser un hombre que no dude.

A veinte años de analizar la obra de Cervantes ¿qué otras preguntas te quedan por resolver en torno suyo? Muchísimas, siento que no voy a terminar jamás. Los clásicos tienen

esa capacidad de no dar respuestas, sobre todo la novela, que rara vez da una respuesta pero que tiene una capacidad de generar preguntas, una tras otra. Cuando crees que has dado al clavo, aparecen ocho dudas más. Sigo preguntándome, por ejemplo, por qué Dorotea, personaje de El Quijote de 1605, perdona a Don Fernando, un hombre que la ha traicionado y despreciado. Me indigna profundamente eso. Sigo preguntándome en qué se parecen Shakespeare y Cervantes, en qué se diferencian Hamlet y Don Quijote, Hamlet y Cardenio. Mis preguntas van mucho en el sentido de qué tuvieron en común, qué se habrían dicho o cómo se habrían influido entre sí. En la trilogía de El Diablo y Cervantes, mi trabajo se basa en el pensamiento de Cervantes, en su sentimiento, en la religiosidad del contenido de sus obras. Creo que ahora estoy yéndome más hacia cotejos, qué me dice Cervantes de Shakespeare, qué me dice Shakespeare de Rabelais, qué me dice Rabelais de Cervantes. ¿Se conocieron Shakespeare y Cervantes? Hay muchos mitos. Es probable que Shakespeare haya leído El Quijote, hay muchas teorías de la conspiración. Shakespeare conocía a muchas personas. Yo creo que él y Cervantes no se conocieron, que no se leyeron y que, si acaso, tenían en común sus lecturas italianas y de clásicos latinos y griegos, hasta ahí. Shakespeare leyó a Montaigne; Cervantes no sabía francés, naturalmente no pudo leerlo, ni Gargantúa y Pantagruel de Rabelais, y puede ser que Shakespeare sí lo haya leído. ¿Estás trabajando en eso? Me interesan mucho las contaminaciones de facto o de triangulación que pueden ocurrir en la literatura y que están sucediendo ahora mismo. En este arco de tiempo que son los cuatrocientos años de la muerte de Cervantes, ¿cuándo se empieza a apreciar su obra de una manera más cabal? Muy reciente, hasta el siglo xx y no en el ámbito de España sino en el de América Latina. Las primeras grandes interpretaciones, sensatas, académicas, rigurosas, inteligentes, pero también con gran sentido del humor, fueron hechas por los ingleses: Samuel Johnson, Swift. En España se tardaron muchísimo en tomarse en serio El Quijote porque hablaba demasiado mal de los españoles, entonces no fue sino con la gran derrota del ya muy alicaído imperio español ante los Estados Unidos, cuando finalmente la generación del 98 decide o entiende que hay que retomar a El Quijote desde la lengua española, como un libro profundamente crítico y triste. Ya habían pasado 300 años de extraordinarias interpretaciones de parte de los ingleses y luego de los franceses. Los rusos fueron grandes lectores de El Quijote. Un momento muy triste es la interpretación de los alemanes, y en América Latina, después del boom y quizá un poquito antes, comenzado por Borges, es cuando se empieza a interpretar esa novela total en la lengua española. ¿Por qué te molesta la interpretación que hicieron los alemanes? Me parece que leyeron El Quijote a modo y con muy poco sentido del humor. Es verdad que el Barroco español va a ser muy interesante y muy bien interpretado por los alemanes posteriores al romanticismo. No podemos entender a

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Schopenhauer sin La vida es sueño de Calderón. Los alemanes eran entusiastas tanto de Shakespeare como del Barroco español, pero en el caso de El Quijote no fue así. Los filósofos románticos alemanes decidieron anquilosarlo, acartonarlo en el símbolo; yo creo que si tú promueves a un personaje hacia el campo del simbolismo, le estás quitando humanidad y por lo tanto le estás quitando profundidad y redondez. Tan arbitrario y triste es que reduzcamos al Quijote a un representante del ideal y a Sancho Panza a un representante de la realidad, como seguir pensando que Otelo representa los celos. Creo que los grandes personajes de la literatura no representan otra cosa que a sí mismos, y que eso los hace cercanos a nosotros. Si bien El Quijote es la obra más conocida de Cervantes, esta pieza total como la defines, madre de otras grandes obras de la literatura, ¿ha sido suficientemente leída, no analizada? No ha sido leída, ha sido suficientemente analizada, es la vocación de un clásico y se han dicho muchas barbaridades y también cosas interesantísimas, muchas de ellas en las que naturalmente no pensó Miguel de Cervantes, pero creo que no se le está leyendo lo suficiente, creo que la canonización de El Quijote simbólico, su compenetración con la cultura popular y su difusión a través de esa lectura tan popular, han hecho que lo demos por leído y eso está impidiendo que lo leamos. Su incorporación a los programas de estudio de la enseñanza primaria, el culto que tenemos al libro que no leemos, particularmente en México, el hermetismo del lenguaje, la falta de preparación, todo eso se ha conjugado muy mal para la lectura de El Quijote. A cuatrocientos años, ¿todavía quedan cosas por saber de Cervantes? Muchísimas. La semana pasada se anunció una biografía nueva, La juventud de Cervantes, que revela cosas que no se conocían, como en su momento la gran biografía de Caravaggio. Sigue habiendo muchos mitos basados en documentos que no resultaron reales, se siguen fabricando pruebas, todavía nos estamos preguntando si los huesos encontrados de manera muy oportuna hace un mes y medio son los de Miguel de Cervantes, creo que no importa. Pero queda mucho por saber de él y queda mucho por saber del propio Quijote, todavía no sabemos quién fue Avellaneda, creo que hay teorías que me parece se sostienen muy bien, pero seguimos sin saber quién fue Alonso González de Avellaneda, la gran incógnita, casi policiaca del cervantismo. ¿Qué reto principal entraña hoy, en 2016, leer El Quijote? Tenemos que reconocer su vigencia. El mayor y primer reto es, desde luego, leerlo; el segundo, leerlo descartando, limpiando la mesa del ruido tremendo que nos ha generado este Quijote romántico alemán, que es consagrado finalmente en los Estados Unidos por El Hombre de La Mancha de Dale Wasserman. Creo que debemos volver a su raíz, hay que saber perderle el respeto a los mitos que hay de Cervantes, perderle el miedo al Quijote, prepararnos para que nuestros niños en la edad adulta puedan y quieran leer El Quijote, sobre todo divertirnos mucho, rejuvenecer ese cervantismo; pensar también que los jóvenes pueden leer esa obra, hablar de ella, encontrarla como lo que es, un libro triste.W

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Ilustración: ©A N D R E A G A R C Í A F LO R E S

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P R Ó LO GO

La pausa y la voz de Fernando del Paso En este prólogo a la reimpresión de Viaje alrededor de El Quijote ( FCE, 2016) de Fernando del Paso, el acreditado periodista español Juan Cruz hace un recuento de su familiaridad con la obra y su larga amistad con el autor, desde que escuchaba su voz por la BBC de Londres en Canarias, hasta su satisfacción por acompañarlo en ell reconocimiento que su oobra y su persona han lograd logrado. JUAN CRUZ

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ernando del Paso siempre tuvo ese aire pausado en la voz, como si hablara pensándose, no oyéndose: pensándose. Una voz grave, tranquila, de delegado de curso, de cantante de ópera, de jefe de un ejército pacífico. Voz de orden y de órdenes, una voz dotada para la sintaxis y el ritmo, creada por la naturaleza para otorgarle nombres a las cosas, para marcar con ritmo la vibración adecuada al contenido de las palabras. En Cien años de soledad, cuenta Gabriel García Márquez que en un tiempo lejano hubo que nombrar las cosas para que empezaran a existir; yo me imagino a Fernando del Paso nombrando las cosas para que existieran, como si él fuera la voz del creador del mundo, que fue a la vez el creador de las palabras. Eso fue lo primero que me llamó la atención de Fernando del Paso antes de conocerlo; me llegó por la voz, cuando lo escuchaba desde Canarias en la bbc

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de Londres, aunque antes me había llegado por su libro José Trigo, al que siempre me referí entonces, en mi tardía adolescencia, como José Trigo de Fernando del Paso, como si el título y el autor formaran parte de la misma secuencia. Y fue porque el hombre que me aconsejó la novela, un abogado tinerfeño que leía más libros que nadie, me paró un día en una calle de Santa Cruz y me dijo, con el tono imperioso de los abogados del siglo xix: —Juanito, usted tiene que leer José Trigo de Fernando del Paso. Ah, qué novela, muchacho, después de ese libro ninguno le parecerá ya un libro importante. Yo escuché, claro, José Trigo de Fernando del Paso. Y desde ese momento fue el título entero de la novela del último Cervantes de Literatura, este hombre de voz clara y rotunda pero melodiosa, esa voz que marca el nombre de las cosas. Naturalmente luego leí el libro y me procuré todos sus libros, hasta que su voz (y su literatura) se hizo hombre y habitaba en Londres. Allí lo conocí, con su mujer, Socorro, con sus hijos chiquitos, con su sonrisa que reproduce ahora

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perfectamente, esa sonrisa como descreída, que se le ve en las fotos y en la realidad, cuando gana premios como el Cervantes o cuando baja las escaleras de los estrados donde recibe los homenajes que merecen el tiempo y su literatura. En aquel momento, en Londres, en febrero de 1978, él andaba aún en la bbc, tenía 42 años. Lo primero que me causó impresión fue la ironía que mostraban sus ojos. La ironía sobre lo que ocurría alrededor, la ironía sobre lo que le pasaba a sí mismo. Sin duda, aquella ironía era y es un rasgo cervantino del escritor que tanto ha viajado alrededor de El Quijote y que ha terminado abrazando el premio que precisamente lleva el nombre de su autor. Pero entonces yo, joven corresponsal español atraído por la voz y por José Trigo de Fernando del Paso, tan sólo vi la ironía de Fernando del Paso, no la ironía cervantina de Fernando del Paso. La novela había sido publicada en España por la Alfaguara de Jaime Salinas, que editaba aquellos libros bellísimos de cubierta sobria de color malva que marcaban la edición literaria de aquellos tiempos. En

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SHAKESPEARE Y CERVANTES: 400 AÑOS DE FECUNDIDAD

LA PAUSA Y LA VOZ DE FERNANDO DEL PASO

ese momento ya iba por la segunda edición y había sido galardonada en el país de Fernando con el Premio México de Novela por un jurado de composición internacional. A él no le resbalaba el galardón, como no le resbaló el más reciente, ni ninguno de los que obtuvo; pero como El Quijote, o como Las Meninas, él tenía ya la capacidad para verse al otro lado del espejo, siendo además el que no está verdaderamente en el espejo. Muchos años después, cuando le fuimos a ver a su casa de Guadalajara, apareció en el salón, donde le esperaban los fogonazos de las fotos y de los videos, vestido como una estrella de rock, de todos los colores, preparado para una fiesta loca de mediodía. Ya tenía entonces la voz quebrada por una enfermedad que no le había roto la risa, así que su apariencia era la de un hombre que, como aquel joven de 1978, se reía tanto de su sombra como Sancho de la sombra del caballero de la tristísima figura. Como si el tiempo se hubiera acordado de él para rendirle pleitesía al pasado, ahí estaban, en el México de 2014, algunas de las figuras principales de aquel Londres del invierno de 1978. La hija Paulina, la mujer, Socorro, el orden en la casa, esa alegría ordenada por un silencio musical que habita su entorno como si fuera una melodía muda en la que van a sobresalir los colores de su pintura, las palabras de sus libros, los diálogos de su teatro o, simplemente, el rojo, el amarillo, el rosado, las tinturas inolvidables de la ropa con la que nos vino a saludar. De nuevo era Fernando del Paso (el José Trigo de Fernando del Paso) que venía a nuestro encuentro, rememorando el tiempo en que lo escuché nombrar por vez primera en la calle Goya de Santa Cruz de Tenerife, donde fui a comprar su primer libro grande. Lo conocí (como lector) con José Trigo y lo conocí personalmente con Palinuro de México. Entre los dos hubo un largo tiempo (de 1966 a 1978), pero la voz, la de la radio, la de la literatura, no había cambiado: se había hecho, de todos modos, más clara, más audible. Él creía que José Trigo había nacido para dominar el lenguaje, mientras que Palinuro le había permitido contar historias, dibujar personajes con nombre propio. Esas dos magistrales muestras de su madurez lo hallaron aún joven, y aunque entonces nos separaban bastantes años, el periodista buscaba en el escritor arañar la edad de un colega que había triunfado, cómo era eso, cómo se sentía. En ese momento me impresionó también su humildad, la gracia con la que desmentía los artilugios de la fama literaria. No es que la desdeñara, es que no formaba parte de su quehacer. Del mismo modo que se había despojado del lenguaje como única aspiración de su literatura, no había adquirido nunca la manía de la fama como objetivo o afán de su escritura. Era ya un artista que manejaba (o iba a manejar) todos los géneros pero que actuaba como Picasso a la hora de encontrarse. Me habló sobre sus afanes cotidianos todavía juveniles en aquel entonces: “Me siento a la máquina de dos a tres horas diarias, aunque no tenga nada que decir. Y cuando me parece que tengo menos que decir, esas dos o tres horas resultan más fructíferas. Por otra parte, creo que se escriben libros no sólo cuando se escriben físicamente, sino cuando uno se informa, sueña, vive, camina y lee”. Esa pasión por el encuentro (la lectura, la información, la vida, el camino en suma) lo llevó a libros que ahora son esenciales para entender su interpretación novelada de la historia (Noticias del Imperio), su hallazgo civil de mitos contemporáneos (la tragedia de Lorca) o la traslación humana y poética de su manera (y su práctica) de ver la vida. La pintura, además, era una pasión pura, que se transmite como literatura también en Palinuro de México, de modo que estábamos ante un renacentista cuyo aplomo, además, se reflejaba en su voz tranquila, convincente, de narrador capaz de meter en un puño (como Breton) todas las islas de su imaginación. De aquella experiencia de nuestro primer encuentro recuerdo la eficacia sentimental de su nostalgia de esas noticias que recibía del imperio perdido. Me dijo: “Vivir fuera de mi país me ha afectado muchísimo, pero resulta difícil apreciar en qué grado. Yo estoy de acuerdo con Ernesto Sábato en el sentido de que la ausencia del propio país aumenta la perspectiva. Hasta qué punto tal perspectiva se acentúa depende de la edad y del tiempo en que uno viva fuera, así como del lugar en el que se produzca el trasplante. Yo proyecto regresar a México y estar allí, en la capital, el tiempo que me permita la propia estructura de la ciudad, que es ahora invivible”.

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Volvió al país, comprobó que la bruma de la capital no estaba hecha ya para él y para los suyos y se fue a aguas más claras, a brumas menos insoportables. Muchos años después (¡casi cuarenta!), en esa casa de Guadalajara, vestido como para una fiesta, haciendo bromas por encima de las dificultades con las que ya se hallaba su voz de trueno tranquilo, Fernando del Paso tenía la misma cara bondadosa y también irónica que hay en la fotografía en la que se le ve (en una página impar, la 29, de El País de España, edición del 28 de febrero de 1978) contándole al periodista, que era yo, algo que está diciendo al menos en tres dimensiones: con los ojos, con la voz y con los dedos, como si ésa fuera una muestra mayor de todas sus habilidades: el que ve, el que escribe, el que pinta también los colores de lo que pasa. Él creía, en aquel primer encuentro, que después de Europa ese regreso se iba a poner cuesta arriba; pero la literatura es el mejor puente, de modo que cuando volvió a su país

En aquel momento, en Londres, en febrero de 1978, él andaba aún en la BBC, tenía 42 años. Lo primero que me causó impresión fue la ironía que mostraban sus ojos. La ironía sobre lo que ocurría alrededor, la ironía sobre lo que le pasaba a sí mismo. Sin duda, aquella ironía era y es un rasgo cervantino del escritor que tanto ha viajado alrededor del Quijote y que ha terminado abrazando el premio que precisamente lleva el nombre de su autor.

ya era otra vez Fernando de México, un palinuro dispuesto a seguir huellas (como la de Juan Rulfo, tan presente en José Trigo) que no eran sombras sino caminos. En aquel momento caminaba con una idea sola en la cabeza: escribir de lo que él ya llamaba imperio mexicano: “y no será una novela histórica ni una historia novelada, sino una novela, simplemente”. Para él, decía entonces, “la novela es imaginación. Y esta obra que voy a escribir se abrirá con una frase: ‘La imaginación, la loca de la casa’. Y estará llena de historias porque, al igual que a Borges, a mí me apasionan las anécdotas”. A Fernando del Paso le parecía injusta tanta insistencia en su literatura, cuando era su pintura la que lo esperaba en ese momento en que estaba entre una novela hecha y otra que sólo estaba dibujada en su imaginación, aquella loca de la casa. Su objetivo en ese momento era pintar sus libros, las historias de sus libros, como si los pensara en color o mediante dibujos. La sensación que tuve entonces fue que se planteaba cada obra como si ése fuera su primer proyecto. Tantos años después aquel Fernando del Paso tenía la misma barba redonda, que ya era una barba blanca, la misma picardía en los ojos, la misma familia comprensiva e ilusionada que le festejaba en Londres, el mismo sosiego alrededor; pasaba las hojas de los libros como primeros proyectos, y afrontaba el

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rumor invencible del Cervantes como si eso le estuviera pasando a otro, al Otro de Borges o al Otro de Fernando del Paso o incluso al Otro de José Trigo de Fernando del Paso, como había escuchado yo su nombre más de cuarenta años antes, cuando ya había sido publicada la que durante mucho tiempo fue la más famosa novela suya. Algún tiempo antes, en una de las aulas abarrotadas de la Feria Internacional del Libro (fil) de Guadalajara, a aquel Fernando de la voz segura le tenían que traducir las palabras, aquejado ya por una enfermedad que él se ha tomado con una serenidad que se parece a la de toda su familia; al final de su discurso, él tomó su propia voz y la agitó en el aire con una decisión emocionante. Se dirigía a los gobernantes mexicanos, conmovido por lo que había sucedido en su país meses antes, y éste fue su grito ante la memoria de los 43 muchachos de Iguala: “¡¡Todos somos Ayotzinapa!!” Nos levantamos con su voz, como si de pronto él mismo hubiera recuperado el acento universal y civil de la protesta, y fue como si nos hubiera lavado la cara de lágrimas y de vergüenza e incluso de tiempo; escuchábamos de nuevo a Fernando en la vieja bbc que oíamos bajo las mantas militares del franquismo. Era Fernando del Paso en estado puro, un hombre libre que salía a caminar, con Don Quijote, por las veredas de su conciencia y hallaba en esa voz obtenida de la difícil huella del tiempo el vigor que habita en su rabia. Algún tiempo después, tras las alegrías de su premio cervantino, que sucede al propio premio fil (o Juan Rulfo) mexicano, el Fondo de Cultura Económica me pidió que prologara un libro de Fernando del Paso, como si el paso de aquel 1978 a este 2016 de su coronación española (e iberoamericana) fuera un símbolo de aquella primera reunión con él, bajo los nubarrones de Londres. El libro (que ahora está en las manos del lector) es Viaje alrededor de El Quijote, y desde que empieza resulta hijo verdadero de un discípulo muy ilustre y muy apasionado, del manco… Pues representa al alocado protagonista de la mejor obra literaria en español ante una jaula de leones lanzando una imprecación sobresaliente: “¿Leoncitos a mí?”, que Fernando asocia con otra frase imperecedera de uno de los acompañantes del inmortal peregrino: “Paciencia y barajar”. Considera Del Paso que entre todas las grandes frases que hay en el episodio de la Cueva de Montesinos “esa frase se lleva las palmas por su incongruencia”. Pensé rápidamente que esa frase, que de manera natural se tradujo a la vida de diario en la España posterior, donde falta paciencia y sobra barajar, subyace de manera sabia en el propio carácter cervantino de Fernando del Paso, pues a lo largo de los años, de tantos años, él ha tenido paciencia para seguir barajando. Nunca se dejó tentar por suertes vanas, siguió caminando por las veredas del arte, no le vendió su alma al diablo, mantuvo la cultura como materia inviolable de su inspiración y no dejó que ese sustento de la loca de la casa fuera el único material de su trabajo. Este libro, por cierto, es herencia de esa minuciosidad, de su laboriosidad suprema, de su utilización docta (pero también ágil, rítmica) de la documentación que ha manejado: es a la vez un bibliotecario y un lector, pero sobre todo es un ser andante cuya voz le ha dado el ritmo, la fuerza, para seguir creando, para seguir diciendo, a veces venciendo los dolores que trae el tiempo: aquí estoy yo, soy Fernando del Paso, sigo creyendo y creando, y soy un hombre libre como este Quijote cuyo viaje acompaño entre duelos, quebrantos y la alegría de imaginar. Los dejo entrar ya en el libro; háganlo pensando que, mientras lo escribió, Fernando del Paso siguió sonriendo, paciente y barajando, como Sancho mirando las ocurrencias de Don Quijote, que probablemente se parecía también a José Trigo de Fernando del Paso.W

Madrid, 15 de febrero de 2016 6 Juan Cruz es periodista y escritor. Miembro del equipo fundador del diario español El País.

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José Carreño Carlón, director general del Fondo de Cultura Económica, leyó este texto en la presentación de la edición conmemorativa de Viaje alrededor de El Quijote ( FCE, Madrid, 2016), en el salón de actos del Rectorado de la Universidad de Alcalá de Henares el pasado 25 de abril. Destaca la herencia cervantina del autor, en particular el cultivo de la sabia ironía. DISCURSO

Del Paso y su viaje alrededor de El Quijote JOSÉ CARREÑO CARLÓN

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remendo reto el que encaramos los participantes en esta mesa. ¿Qué agregar a todo lo que se ha escrito y dicho sobre Fernando del Paso desde que se anunció que ganó el Premio Cervantes? Todavía más complicado si sumamos lo escrito sobre su trabajo desde hace medio siglo, cuando apareció su novela José Trigo. Por otro lado, ¿qué agregar a las apologías, investigaciones, revelaciones, canonizaciones y especulaciones que se han acumulado sobre la vida, la muerte y la posteridad gloriosa de Cervantes desde hace cuatrocientos años? En cuanto a Fernando del Paso, en la fil de Guadalajara de 2015 intentamos —sin éxito— hacer rápidamente un inventario de lo publicado sobre el formidable autor de José Trigo, Palinuro de México y Noticias del Imperio, novelas que integran un gran fresco literario de la historia de México. Por eso se le ha llamado autor indispensable, clásico de las letras en español, creador de un ambicioso proyecto literario que ha alcanzado sucesivas coronaciones, voz fundamental de la literatura mexicana y universal. Mientras que de su obra se ha destacado la feliz conjunción de creatividad lingüística y conciencia histórica, también se ha reconocido a un gran poeta en prosa y a un enorme escritor que ha ido cumpliendo a cabalidad un destino trazado por él mismo. Pero esto no es ni la punta del iceberg de las valoraciones ganadas por su obra tan singular. En cuanto al Quijote, nuestra tarea se facilita porque llega en nuestro auxilio el libro Viaje alrededor de El Quijote del mismo Fernando del Paso, que hoy presentamos. Esto nos permitirá cumplir con decoro la imposible tarea de hacer el inventario de todo lo dicho y escrito sobre la obra cumbre de Cervantes a través de los siglos. Tenemos, pues, la fortuna de contar con esta bella coedición de la Universidad de Alcalá de Henares y la filial española del Fondo de Cultura Económica. Ésta es una obra que fue publicada primero por la sede mexicana del Fondo en 2004 y, por supuesto, nos enorgullece que la nueva edición de la filial española haya pasado a formar parte de la Biblioteca Premios Cervantes desde hoy mismo. Fernando del Paso recoge aquí mucho de lo esencial que otros han escrito sobre el Quijote, como Fernando insiste con humildad a lo largo del libro. Pero hay que ver la forma en que encuadra, critica y con frecuencia reprende y corrige a estos autores, o ironiza sobre ellos sin piedad, aun si se trata de Dostoievski, Unamuno, Nabokov o Graham Greene. Además de que aporta una serie de lúcidos y reveladores hallazgos propios de la obra de Cervantes. De lo más agradecible de este Viaje alrededor de El Quijote es, en efecto, el nutrido catálogo de autores que se han ocupado de esta pieza maestra, fundacional de nuestro idioma. Se trata de contribuciones que parecen hoy indispensables para un mejor entendimiento, o como lo escribe Fernando, para un mejor y mayor goce de esta obra de arte del lenguaje. Ante la disección del Quijote y de Cervantes que Fernando del Paso hace aquí, se antoja que en el curso de los siguientes cuatro siglos aparezca por allí un

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émulo suyo —con su agudeza, su inteligencia, su cultura— que diseccione la obra del Fernando del Paso actual, el que tienen ustedes enfrente, y aseste a las siguientes generaciones, por ejemplo, un viaje alrededor de Palinuro, o alrededor de José Trigo, y otros viajes más alrededor del Maximiliano y la Carlota de sus Noticias del Imperio. Con esto no me propongo hacer futurología. Sólo trato de subrayar la estirpe cervantina de la obra de Fernando, ese carácter que Juan Cruz identifica en la introducción a Viaje alrededor de El Quijote a partir de la ironía del escritor mexicano, entre otros rasgos. Ironía que se prolonga en las ilustraciones del propio Fernando incluidas en el libro, como las tituladas: “Don Quijote de las manchas”, “Don Quijote de la verde mar” en la cubierta, o “Don Quijote en las nubes”, es decir, en casa, con la que se cierra el libro. O en la cita de Rubén Darío, recogida también en el libro, en la que el nicaragüense compadece al Caballero de la Triste Figura, víctima de tantos homenajes, diciéndole: “Soportas elogios, memorias, discursos / resistes certámenes, tarjetas, discursos…” Y es que no cabe duda de que las obras de nuestros clásicos deben estar blindadas, a prueba de todo tipo de apoteosis y panegíricos, como acaso se puede empezar a decir de los personajes de Fernando del Paso. Para no caer en tales excesos, con la mayor sobriedad les digo aquí que como mexicano —y como editor a cargo de la casa de Fernando del Paso— me siento muy honrado de acompañar al sexto mexicano que gana el Premio Cervantes, máximo galardón de las letras españolas, después de habérsele concedido a Octavio Paz (1981), Carlos Fuentes (1987), Sergio Pitol (2005), José Emilio Pacheco (2009) y Elena Poniatowska (2013). Y en cuanto al galardonado de hoy, quiero decirles que, pese a los innumerables reconocimientos que ha recibido, hoy, a sus 81 años, sigue acometiendo proyectos, como la obra A la sombra de la historia. Ensayos sobre el Islam y el judaísmo, cuyo primer volumen de tres fue publicado por el Fondo y esperamos publicar pronto el segundo. Adicionalmente, quiero anunciarles que nuestra casa, editora de la obra de Del Paso (desde su célebre trilogía hasta Castillos en el aire, en que el autor enlaza su poética con sus dibujos; El va y ven de Las Malvinas, que relata su experiencia en la bbc de Londres; Memoria y olvido, biografía de Juan José Arreola basada en cien horas de conversación entre ambos, y sus libros para niños Poemar y Ripios y adivinanzas del mar), publicará próximamente como obras separadas de su Obra Reunida Linda 67, historia de un crimen y La cocina mexicana, con Socorro Gordillo, su esposa, un libro que es producto, hay que decirlo, del amor entre esta pareja y el apego de ambos a la vida. En cuanto al libro que hoy presentamos, no quiero dejar de reconocer los aciertos editoriales de nuestra filial española. Las ilustraciones de los artistas que la ennoblecen y alegran no se quedan atrás de la ironía y el humor cervantinos del autor, como la de Ajubel que representa al Quijote sacándonos la lengua; la de Miguel Ángel Pacheco con el Quijote montando de espaldas a Rocinante; Aitana Carrasco con un improbable Álvaro Tarfe naufragando entre folios y una pluma como remo; Iban Barrenetxea con un Quijote con medio rostro desaparecido; Oscar Villán con los esqueletos andantes del Quijote y Rocinante; Ulises Wensell

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con los disfrazados secuestrando a don Quijote, y Laura Pérez Vernetti con sus tres dulcineas. Se me va el tiempo asignado a esta presentación, pero no puedo dejar de mencionar una de las aportaciones más valiosas de este libro por su actualidad: la perspectiva histórica desde la cual Del Paso, a veces de la mano de Francisco Ayala y otros, ubica la creación y aparición del Quijote en la dualidad de gloria y fracaso de la historia de España. Aquí surge un tema de A la sombra de la historia: Ensayos sobre el Islam y el judaísmo, que el autor retoma en Viaje alrededor de El Quijote, al lamentar los siglos que tardó España en recuperarse de la inmensa pérdida de talentos que significó la expulsión de los judíos en la época del descubrimiento de América, a la que se sumó más tarde la expulsión de los moriscos. La lectura de este pasaje me trajo un nuevo significado, pleno de contemporaneidad, a propósito de los 400 años de las muertes de Cervantes y Shakespeare, esas dos cumbres de las literaturas española e inglesa. Porque, ante lo que ocurre hoy en Norteamérica, parece pertinente preguntar cuánto tiempo tardaría Estados Unidos en reponerse de la pérdida que le significaría reprimir el legado civilizatorio del idioma español, como lo propone un candidato presidencial de ese país, con su ocurrencia de erigir muros de intransigencia y exclusión entre la América hispana y la angloamericana. Y es que, con independencia de la suerte electoral de ese candidato, todo parece indicar que buena parte del mal ya está hecho por esta nueva acometida de racismo, xenofobia, intolerancia y esa suerte de fanatismo embrutecedor que parece embriagar a una franja muy grande del electorado estadunidense. Contra visiones asfixiantes y parroquiales como ésta parece erigirse el capítulo ‘El viaje como aventura de la imaginación’ de este Viaje alrededor de El Quijote, que explora las correspondencias enriquecedoras entre la obra de Cervantes y otras obras de la literatura universal, incluyendo el paralelismo entre el caballero de La Mancha y el capitán Ahab en Moby Dick. O el pasaje en el que ubica el origen de los nombres asignados a algunos territorios americanos en los libros de caballería, como la Florida, las Californias o la Patagonia. Este libro es también un alegato contra los deturpadores del Quijote, como Nabokov, y contra las legiones de escritores, políticos y periodistas que le han colgado tantos milagros que no dejan verlo de cuerpo entero. Le han atribuido tantas virtudes que han terminado por desvirtuarlo. En particular, el capítulo que discute sobre los autores que han trazado analogías entre Cristo y el Quijote no deja bien parados ni al manchego ni al nazareno. No les digo más porque si nuestro autor llega al extremo de atentar contra sus propios editores al aconsejar a sus lectores cerrar su propio libro y que se sumerjan en la deliciosa obra objeto de su estudio, siguiendo su ejemplo, no les cuento más para dejarlos que se sumerjan libremente en este inteligente y provocador libro del ilustre ganador del Premio Cervantes este año.W Alcalá de Henares, España, abril de 2016. José Carreño Carlón es director general del Fondo de Cultura Económica.

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Ilustración: © P O R TA DA D E L F I R S T F O L I O C O N R E T R ATO D E W I L L I A M S H A K E S P E A R E G R A B A D O P O R M A R T I N D R O E S H O U T.

SHAKESPEARE Y CERVANTES: 400 AÑOS DE FECUNDIDAD

P R Ó LO GO

¿Qué hay en un hombre? Si la poesía no es, como postuló T. S. Eliot, expresión de la personalidad sino escape de ella, las conjeturas sobre la verdadera paternidad de las obras de William Shakespeare podrían ser, a fin de cuentas, homenajes al arte de quien firmó folios con ese nombre. Fernando del Paso tantea los diversos ángulos de este acertijo en el prólogo a la fascinante y erudita investigación Un enigma llamado Shakespeare de Gustavo Artiles, de próxima reimpresión por el FCE. FERNANDO DEL PAS O

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ustavo Artiles, en este espléndido ensayo Un enigma llamado Shakespeare, nos cuenta que en una ocasión Ben Jonson, el poeta y dramaturgo inglés contemporáneo de Shakespeare, escribió que éste, incapaz de dominar su propio ingenio, caía con frecuencia en cosas que provocaban risa. Y pone como ejemplo la contestación que da César a un personaje que le arguye: “César, me haces mal”. El emperador, con palabras desde luego inventadas por Shakespeare y puestas en boca de César, le responde al quejoso: “César no ha hecho nunca mal sin causa justa”. Ben Jonson tiene razón: la ridiculez de la respuesta salta a la vista. Pero me extraña que siendo Ben

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Jonson un dramaturgo, no haya tenido en cuenta —al menos en el momento en que escribió esas líneas sobre su tan admirado como envidiado colega— que entre los derechos o facultades de los autores de teatro está el de hacer que sus personajes, si así lo consideran pertinente o necesario, digan, unas veces tonterías, y otras, frases que destacan por su cordura y buen juicio. Es así como el gran autor de teatro es aquel al que le ha sido dado el talento de crear personajes que piensen en forma diametralmente opuesta a lo que piensa el propio autor y darle, al pensamiento de esos personajes, no sólo congruencia sino, lo que es más importante, poder de convicción. De aquí la casi imposibilidad de desentrañar la personalidad de un autor a partir de lo que hacen y dicen sus personajes, y en particular cuando éstos son tan numerosos y heterogéneos como en el caso de Shakespeare, cuya inmensa obra, en lo que a va-

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riedad de caracteres se refiere, es de una riqueza deslumbradora. Quizás el estudio de un personaje nos puede proporcionar algunas pistas de lo que fue la vida y la forma de pensar del autor, cuando suponemos que ese personaje en algo se parecía a su creador. Pero debemos tener en cuenta también la posibilidad de desentrañar ese misterio gracias a un personaje que, de acuerdo con nuestro criterio, no se parezca en nada a quien lo inventó, para llegar a saber lo que un autor fue, mediante el descubrimiento de lo que no fue. Pero éstos son extremos antípodas, entre los cuales se despliega un abanico de personajes que representan todo ese mundo de contradicciones que los seres humanos llevamos a cuestas. También nuestras ilusiones, nuestras frustraciones y, aunque sea un lugar común decirlo, nuestros más bajos instintos. Un personaje, por otra parte, puede encarnar no lo que su autor fue o es, y ni siquiera lo

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Ilustración: ©A N D R E A G A R C Í A F LO R E S

S H A KES P EA R E Y CERVANTES: SHAKESPEARE C ERVA NTES : 400 40 0 AÑOS A ÑOS DE D E FECUNDIDAD FEC U ND IDA D

¿QU É H AY EN U N H O M ¿QUÉ MBR BR E?

que no fue ni es, sino lo que hubiera querido ser. r. rDe la biografía no escrita de todo ser humano foro ma parte el fantasma de lo que quisimos ser y no fuimos. or Es así como el gran dramaturgo no sólo es el autor o que escribe, sino la autoridad que dispone el destino — de sus personajes y el actor que ejecuta —que juega— os los papeles correspondientes. Un autor es muchos actores. Shakespeare fue una multitud. Hay quienes son de la opinión de que la obra debee er bastarnos por sí sola, y que nada tenemos que hacer hurgando en la vida del autor. Pero para otros —yy entre éstos me cuento yo, y se cuenta, sin duda alguna, a, o Gustavo Artiles— la curiosidad que nos lleva al teatro as para asomarnos a la vida de los demás, a sus tragedias s, y sus inconsistencias, sus alegrías y sus perplejidades, os es la misma que nos impulsa a conocer la vida, los as defectos, las virtudes, los estudios, las ambiciones, las el transformaciones, las desventuras y felicidades del us autor. Es, pues, una curiosidad legítima, si bien sus cresultados son, con una desoladora frecuencia, infrucu tuosos. No siempre la obra de un autor ilumina su vida, de la misma manera que la vida miserable de un n autor miserable no suele ensombrecer su obra. En el caso que nos ocupa, esa curiosidad por conoorcer la vida de un autor se exacerba a los límites pora. que, en efecto, William Shakespeare es un enigma. No sólo se sabe muy poco sobre él sino, lo que es peor, r, se sospecha que él no fue él. Me explico, y esto sí quee o es cosa sabida: la paternidad de las obras del bardo inglés, del Cisne de Avon, ha sido y es atribuida a otras personas que fueron sus contemporáneos y cada uno a su modo personajes no de teatro, sino en todo caso del gran teatro del mundo. Por ejemplo, al hombre de leyes, filósofo y escritor Francis Bacon; a Edward de Vere, decimoséptimo conde de Oxford, y al dramaturgo inglés Christopher Marlowe. Y, last, but not least, como dirían los ingleses, ¡también se le atribuyen al propio Shakespeare! Esta última escuela de pensamiento recibe el nombre de ortodoxa o stratfordiana, en tanto que a las otras se les llama baconiana, oxfordista y marlowiana. Cada una de estas escuelas, como nos los cuenta, y lo cuenta muy bien Gustavo Artiles, posee un acervo de teorías y argumentos nada despreciable, cuyo gran peso contribuye de manera paradójica a hacer cada vez más volátil la posibilidad de descifrar el misterio de quién fue William Shakespeare. O mejor dicho, de quién fue el autor de las obras que aparecen firmadas con ese nombre. A menos que, de pronto, se haga un hallazgo que nos permita conocer al personaje sin sombra de duda. Artiles nos dice que un descubrimiento de esta naturaleza no causaría ninguna conmoción, y que pronto nos acostumbraríamos al cambio de nombre. Creo que tiene y no tiene razón: pienso que sí provocaría un enorme barullo, pero estoy de acuerdo en que su impacto sería efímero. Y pienso que aquello a lo que nos habituaríamos sería más bien a pensar que el autor de Hamlet, La tempestad, Macbeth, Romeo y Julieta y tantas otras maravillas, fue un señor que se llamaba Bacon, o De Vere, o Marlowe, y que las escribió con el seudónimo de Shakespeare. Y así como se siguen publicando las obras de Samuel Langhorne Clemens con el nombre de Mark Twain, o las de Charles Dogson con el nombre de Lewis Carroll, o las de Neftalí Reyes con el nombre de Pablo Neruda, se seguirían publicando y llevando a escena las obras de no importa cuál de los tres supuestos autores, con el nombre de William Shakespeare. Y es que Shakespeare no puede dejar de ser Shakespeare, ni siquiera en el caso de que Shakespeare no fuera el nacido y registrado con ese nombre en la partida de bautismo de la iglesia parroquial de Stratford, en Stratford-upon-Avon, condado de Warwickshire, Inglaterra, fechada el 26 de abril de 1564. ¿Dije el nombre que aparece en la partida de bautismo? En realidad, en ella está escrito un nombre distinto: el de Shakspere, así como en la primera edición de sus obras, de 1623 —nos recuerda Artiles—, aparece otra variante: la de Shake-speare, que se pronuncia de manera diferente a Shakespeare. Tenemos así que, desde que nace con el nombre de Shakspere, y celebra sus nupcias con los nombres de Shaxpere y Shagspere —mismos que aparecen en la licencia y el acta de matrimonio, respectivamente— y recupera al morir el nombre con el que nació, Shakspere —tal como se asienta en el acta de defunción—, nuestro muy ilustre desconocido se ve preso en la trama de una comedia de las suposiciones, las vacilaciones y las aproximaciones en la que participan, más que los personajes que él inventó, los personajes que

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lo inventan a él, Shakespeare, y entre ellos los stratfordianos, los baconianos, los marlowianos y muchos más: porque así como se han registrado más de 60 í diferentes de su nombre, su obra ha sido atrigrafías buida, nos dice Artiles, a más de 60 personas distintas, entre ellas al conde de Derby, a sir Walter Raleigh y a la mismísima reina Isabel I de Inglaterra. Esto, agregado a la existencia de una escuela que le atribuye la autoría de la obras a un equipo, o grupo, dirigido tal vez por Francis Bacon, del cual, por otra parte, se ha dicho que fue el autor nada menos que de El Quijote, obra que hizo traducir al español bajo el nombre de Miguel de Cervantes. Como se ve, y como nos lo señala Gustavo Artiles, abundan también las fabulaciones fantásticas bordadas sobre este misterio. Pero de lo que trata Un enigma llamado Shakespeare no es de esas teorías que lindan con lo absurdo, y sí de aquellas que han sido consideradas como serias y más o menos sustentables. Serias no sólo por la densidad y verosimilitud de su discurso y sus inferencias, sino también por la seriedad de quienes las han elaborado: académicos y eruditos, doctos hombres de letras que nada tienen que ver con las alegres y chismosas comadres autoras de las hipótesis más estrambóticas: en lo que dicen y afirman se juegan todo su prestigio. Me aventuraría a decir que en ello les va la vida. Es por eso que, como dice nuestro autor, para los ingleses en general —y en particular para los stratfordianos— sería una tragedia descubrir que ese dios que —con sobrada razón— es para ellos Shakespeare, padre de la lengua inglesa, no fuera el mismo muchacho de Stratford-uponAvon, hijo de un carnicero que ayudaba a su padre sacrificando terneras con estilo y con discursos, como se consigna en este libro, y que después, un día, se marchó a Londres para conquistar el mundo, y lo logró. “Es un misterio estupendo —dijo en una ocasión Charles Dickens, citado por Artiles—. Vivo aterrorizado de que un día de estos se descubra algo…” Gustavo Artiles, él mismo un gran conocedor de Shakespeare, nos cuenta las distintas teorías, las analiza, las escudriña con ojo de experto. El resultado es un ensayo fascinante que nos enseña muchas cosas, entre ellas la magnitud de nuestra ignorancia. Pero es privilegio de los lectores —los lectores avisados y con una sólida cultura, los buenos lectores, se entiende— disfrutar de todo lo disfrutable que nos ofrecen estas brillantes y sabrosas trifulcas académicas. El lector —tú, yo— puede no tomar partido. O puede tomarlo, si así lo desea. En otras palabras, es como gustes, lector, As you like it. Por supuesto, la muy variada grafía del nombre de Shakespeare dista de ser el meollo del enigma, porque en aquellos tiempos la ortografía estaba en pañales. El misterio es más hondo: es una suma de ausencias porque, como decíamos, casi nada se sabe de la vida del bardo isabelino: no se han encontrado cartas que hablen de él, o anécdotas escritas, y nadie, en el pueblo de Stratford, lo asocia nunca, en su época, con la actividad teatral. No publicó sus obras en vida. Como lo señala Artiles, no parece haber sido percibido en sus días por ninguno de los hombres de letras y críticos notables. No se tiene noticia tampoco de que

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haya recibido la educación que se supone debió tener para hacer gala de tantos conocimientos históricos, vi que incluían vivencias íntimas de las actividades de fin no sabemos cuál fue su formación lila Corte. En fin, qu alguna vez la tuvo. Se sabe sólo que teraria, si es que ese hombre de Stratford llamado Shakespeare, o Shakspere, era u un mercader de cereales, malta y bienes raíces. Nad Nada más. En cambio, varios de los individuos a quienes quien se les atribuye la autoría de sus obras, sí reúnen reúnen, con creces, condiciones suficientes como candidatos plausibles. para ser considerados consid A tal punto que algunos intelectuales y escritores célebres no han vacilado en tomar posiciones, como Freud, que era un acérrimo oxfordista —o Sigmund Freud sea partidario de d Edward de Vere—, o titubeado en calificar toda la hi historia de la atribución de la autoría de la obras de Sha Shakespeare a Shakespeare, como uno de los fraudes más m grandes y de más éxito en la historia de la literatura, literatu como lo hizo Henry James. Cada una de las teorí teorías, en sí, aparece tan sólida como un castillo, y por lo mismo inexpugnable. Pero si pensade que algún día se pueda promos en la posibilidad posib de ellas es la verdadera, las restantes se bar que alguna d derrumbarían con gran estrépito —o ¿por qué no?, se evaporarían en silencio—, y por lo tanto nos vemos obligados a acep aceptar que todas, en principio, son como los castillos en el aire, desmoronables. podríamos decir que el hecho de no saber ¿Y no podría nada de Shakespeare Shakes es, en sí, el verdadero misterio? Después de todo, tod Shakespeare no vivió hace dos mil años. De la vida, pasión y muerte de muchos de sus contemporáneos, de su carácter, sus manías y sus cualidades, por ejemplo del propio Cervantes, y de quienes lo antecedieron ocho siglos atrás, como Mahoma, tenemos todo un tesoro de información. ¿Por qué no es así en el caso de Shakespeare? La duda, si existe en lo que se refiere a las piezas teatrales, adquiere una dimensión por demás significativa cuando se habla de otra parte de la obra de Shakespeare que tuvo una trascendencia distinta y particular: los sonetos. Si se considera que los sonetos —como lo señala Artiles, y como en efecto se ha considerado— contienen veladas y no tan veladas alusiones a la vida de su creador, resulta entonces que el mejor candidato como autor de los sonetos no es Shakespeare, sino Christopher Marlowe, del cual también nos cuenta Artiles la fantástica leyenda que existe sobre su muerte, en apariencia fingida, teatralizada, y de su probable exilio, bajo otro nombre, en Italia. Esto, desde luego, antes de que lo alcanzara su segunda y verdadera muerte. Fascinado, o mejor dicho enredado, como siempre, en juegos de palabras, a los que tanto parece prestarse la escritura de Shakespeare, no resisto la tentación de terminar este escrito a manera de prólogo, con algunos más, de mi cosecha propia y ajena. Entre ellos, el más obvio: Un enigma llamado Shakespeare, como el lector ya se habrá dado cuenta, nos plantea una cuestión muy shakespeareana: el dilema de ser o no ser, to be or not to be, de William Shakespeare. El libro de Gustavo Artiles es, por otra parte, una especie de baile de disfraces. En él hay varias máscaras, todas con la cara de Shakespeare, a disposición de los diversos candidatos a la autoría de sus obras. Hay, también, una máscara de cada uno de esos candidatos que Shakespeare puede usar a voluntad. Todas, en fin, son intercambiables, de manera que nunca sabremos con exactitud quién es quién. El lector está invitado a participar con diversas máscaras que expresen su sorpresa, su credulidad o su escepticismo. Pero de ninguna manera su indiferencia: nos hallamos, sin hallarnos del todo, frente a un misterio de las bellas artes —y de las más bellas que jamás se hayan escrito— que es, también, un paradigma. El resto ¿es silencio? No, con toda seguridad continuará el ruido —sonido y con frecuencia furia— sobre lo que hay en el nombre de William Shakespeare. Leamos, pues, a Gustavo Artiles.W

Fernando del Paso es novelista, recientemente galardonado con el Premio Miguel de Cervantes 2015.

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A RTÍ C U LO

Shakespeare 400 años de resurrecciones ALFREDO MICHEL MODENESSI

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Ilustración: © M R . G A R R I C K A N D M R S . B E L L A M Y I N T H E C H A R AC T E R S O F R O M E O A N D J U L I E T . B . W I L S O N / R . S . R AV E N E T.

SHAKESPEARE Y CERVANTES: 400 AÑOS DE FECUNDIDAD

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SHAKESPEARE Y CERVANTES: 400 AÑOS DE FECUNDIDAD

El fenómeno Shakespeare surge en el momento decisivo de Occidente: en la emergencia de las ideas y valores centrales de la modernidad. Su aporte es un torrente de preguntas complejas, no de verdades universales. Shakespeare fluye, no impone. Su apropiación es hoy más vigente que nunca. What is your substance, whereof are you made, That millions of strange shadows on you tend? (Sonnets, 53.1-2) 1. THY GLASS WILL SHOW THEE (SONNETS, 77.1)

Entre correos sobre el reciente Macbeth de Justin Kurzel (2015), Luis Madrigal —a quien el filme le resultó, como a mí, de gran factura pero inexplicablemente obtuso— me envió copia de un anuncio que decía: “basado en la novela homónima de William Shakespeare”. La divertida confusión de hacer a Shakespeare novelista es frecuente. Y es ignorancia santa; a fin de cuentas, nadie está obligado a saber que fue dramaturgo y poeta, en ese orden. ¿Excepto, quizá, en otras circunstancias? Ejemplo: cuando la Compañía Nacional de Teatro llevó al Globe de Londres el espléndido montaje de Hugo Arrevillaga con mi versión de Enrique IV, primera parte, la mismísima Agregada Cultural de cierta embajada nos confió que a ella Shakespeare le gustaba mucho, aunque había leído “muy pocas de sus novelas”, pero que “ahí las tenía” y ahora sí iba a hacerles más caso. Siendo franco, es peor cuando, tras dar una plática sobre el Enrique V de Branagh, una persona de las que se permiten “discutir” a Shakespeare y hasta “enseñarlo”, se te cuelga del brazo para felicitarte por decir “cosas tan bonitas”, te embute ideas no solicitadas y remata: “Entonces, ¿cuántos Enriques hay?” En cambio, el modo en que el fce amablemente me propuso el tema: “La relevancia e influencia de la obra de Shakespeare a cuatro siglos de su fallecimiento”, pone bien el énfasis en el fenómeno artístico Shakespeare, no en la etiqueta “Shakespeare” como cédula de “alta cultura” o caché de académico tuerto entre pupilos ciegos. El tema, igual, pide distingos porque, en años conmemorativos, Shakespeare deviene aún más moneda de libre cambio con valor convencional, y la necesidad, o angustia, por llenar vacíos culturales (o curriculares) multiplica coloquios y demás, con seguras reiteraciones de dos cosas: 1) las necedades de Bloom, remplazos de las de Freud, otrora dueñas del lugar común shakespeareano; 2) el adjetivo “universal”, cuya única universalidad es ser universalmente relativo. Bosquejar un panorama significativo de 400 años shakespeareanos en un marco así no es tan arduo cuanto laborioso: hay que atravesar un bosque que, como el que en famosa escena se aproxima a Dunsinane, es apariencia engañosa, no sustancia, pero asusta bobos, y exige precisiones históricas libres de clichés sobre el “profundo explorador del alma humana” y similares, para afirmar que, si Shakespeare ha aportado algo, ha sido un torrente de preguntas complejas, no de respuestas o “verdades”. La línea temática del fce funciona para eso, en especial lo de tratar “la obra”. Los otros términos también dan asideros. A relevancia le subrayo el sentido de significación. En cuanto a influencia, propongo jugar con su prima confluencia, menos dócil. Nada mejor para socavar la noñería de lo “universal” que dar cuenta breve de la multitud de variantes históricas y concurrentes que involucra el término Shakespeare y así recordar que este dramaturgo, del que mucho se habla y poco se le entiende como tal, fue un generador de adaptaciones para uso irrestricto de creadores escénicos. Por ende, las constantes resurrecciones de su obra no sólo proceden del “genio” sino de su confluencia con talentos (a veces limitados) que hallan en esa obra causas para darle voz y cuerpo, y razón de ser. Intento desviarme del ente sacralizado-petrificado y apuntar hacia el mobilis in mobile que es (y nunca es sólo) “Shakespeare”, el “Everything and Nothing” de Borges. 2. MAKE THEE ANOTHER SELF FOR LOVE OF ME (SONNETS, 10.13)

A 400 años, el fenómeno Shakespeare es crónica de espejos y especulaciones que en su medida agolpan deseos particulares en un cesto sin fondo aparente.

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Es epígrafe manido tanto como salida rápida para no parecer poco leído, pero también es, y ha dejado, huellas prodigiosas en el teatro y las demás artes. Como exige el tema, hay que empezar al morir el tipo, tras su enorme éxito artístico y financiero como dramaturgo y empresario —quizá no como actor. El post-mortem arranca con la recopilación de sus libretos en un volumen: el “Folio” de 1623. Ese libro, entre otras cosas, fue el primero de los innumerables usos de Shakespeare como conejillo para ideas que se vuelven historia cultural. El que libretos para uso teatral se convirtieran, a la muerte del dramaturgo, en testimonio de su calidad de “Autor” —como lo celebró el máximo promotor de ese concepto emergente en la época, Ben Jonson— es una de las más

A 400 años, el fenómeno Shakespeare es crónica de espejos y especulaciones que en su medida agolpan deseos particulares en un cesto sin fondo aparente. Es epígrafe manido tanto como salida rápida para no parecer poco leído, pero también es, y ha dejado, huellas prodigiosas en el teatro y las demás artes. importantes interacciones de la obra shakespeareana con el mundo que termina por idolatrarlo. Cuando el concepto del libro apenas estaba surgiendo tal cual se entiende en la modernidad, fue muy significativo que un conjunto de guiones se ofreciera al público general como material de lectura literaria, contra la propia naturaleza de esos textos, aunque a favor, uno, del bolsillo de los socios de Shakespeare, que esperaban un extra de esos ya redituables escritos; y dos, más importante, del tránsito de la cultura oral a la impresa. Como suele, Shakespeare fue personaje de un proceso clave, mas no por magia, ni —sólo— “genio”, pues al fenómeno Shakespeare lo define su sitio en el momento decisivo de Occidente: justo al centro de la emergencia del sujeto, la libertad, la modernidad y la ironía tal como las entendemos hoy que estamos en una crisis de los mismos conceptos. Shakespeare interrogó a su tiempo mediante dramas excepcionalmente complejos que conservaron la capacidad de interrogar en el futuro. Su vigencia parece mayor hoy porque, con la historia en espiral, vemos de frente conflictos y urgencias equiparables, creándonos la ilusión de que nada cambia, que Shakespeare captó al ser humano “por entero”. No es así. Mas su paso por la historia deja claro por qué lo parece. Este icono adaptable a todo clima sufrió un hiato a mediados del siglo xvii (un hueco en sus putativos 400 años de vigencia), cuando el triunfal gobierno puritano arrasó de inmediato los teatros por ser “templos de la mentira”. El teatro público no volvió hasta la Restauración, pasado 1660, pero lo hizo sobre escenarios muy distintos de los “isabelinos”. Entre el tardío xvii y el primer xviii, Shakespeare constituyó un acervo libre de reclamos autorales con el que los nuevos adaptadores y empresarios canalizaron la exquisitez ilustrada. Al talento manifiesto

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de los dramas shakespeareanos se le vio carente de finura: se apreció su potencial, pero se censuró su sucio y delicioso sentido del humor, inclinado al retruécano; se “corrigió” la “absurda injusticia” de El rey Lear con un final feliz, el cual se siguió usando por generaciones que no conocieron otro Lear que ése; se atenuó el calor de Antonio y Cleopatra; se repararon las deformidades de Macbeth; se condenó la crudeza de Tito y a la rabia pito-verbo-rreica de Mercutio al rincón que mejor le iba a oídos y ojos “racionales”; y se silenció el homoerotismo de los sonetos —más por falta de herramientas de lectura que por pudor—. Para coronar, hubo cierto consenso en que Otelo sirve para demostrar a las damiselas de buena cuna las consecuencias de una errónea decisión matrimonial. Esa lección, por otra parte, ya estaba en los textos que Shakespeare usó para escribir la tragedia y seguramente ciertos espectadores de su era la compartían —como sin duda también la comparten zafios de la nuestra—. Como dije, lo “universal” es universalmente relativo. Otelo, para seguir con este buen ejemplo, es uno de los textos que llena bocas de canónigos shakespeareanos con vacuas loas de heroísmos y noblezas. Pero en la realidad del teatro, la de Shakespeare hoy es de las empresas más arduas, por su captura de la densa y corrosiva perversidad de las más letales fantasías masculinas. Quien aborda Otelo enfrenta el reto de no caer en el patetismo patriarcal que la permea y que ha sido comúnmente sobrellevado por inercia histórica. Hoy Otelo invita a la revisión aguda de la violencia doméstica, como lo subrayó Claudia Ríos con Cecilia Suárez en 2009; o hacia adaptaciones radicales, como el montaje de Günter Senkel con un texto irredento de Feridun Zaimoglou para la Münchner Kammerspiele en el 2003, que asustó a los dóciles espectadores de la Royal Shakespeare Company en pleno Stratford-upon-Avon por la franqueza con que enfrentó el sustrato enfermizo de la obra. En cuanto a las creaciones derivativas, registro el vilipendiado filme Huapango (2003) de Iván Lipkies, que entre los estudiosos de Shakespeare en el cine provoca asombro, pero en México causó indiferencia prejuiciada. Y en el teatro, poco hay mejor que el tratamiento crítico del Moro y su rechinante noción de no haber amado “con prudencia sino en exceso” en Desdémona, la historia de un pañuelo, de Paula Vogel, quien nos lleva mediante las tres mujeres de la obra desde la comedia viva hasta el final insalvable, trágico para ellas, demostrando cuán desafiantes son ciertas premisas de una obra magnífica a la que se le ha creído glorificar el “asesinato por honor”. Si alguien disiente de lo que afirmo, estará en su derecho. Pero implícitamente también comprueba lo que he dicho: Shakespeare provoca preguntas feroces, no establece verdades inocuas. Como tantos colegas en el mundo hoy, leo a Shakespeare a contracorriente de épocas pasadas, mas no sin admiración y amor por su dramaturgia, capaz de albergar y liberar monstruos que la normalización de sus textos en fechas de quietud aburguesada soñó suprimir. Así, lo interesante del periodo de apropiación entre el xvii y xviii —la “era de las adaptaciones”— estriba más en cómo gradualmente Shakespeare adquirió aura de modelo de autoridad occidental. En un principio fue incluso menos favorecido que otros en los repertorios de la época; la relación odio-amor con el isabelino se leía entre las líneas de las adaptaciones y en los comentarios críticos que comenzaron a proliferar. Pero ahí intervino uno de sus grandes méritos: Shakespeare posee tal flexibilidad que el trabajo de sus adaptadores terminó por mezclar la abierta reverencia con la velada competencia, y esas adaptaciones pronto murieron para el teatro vivo, mientras que los textos shakespeareanos resucitaron y exigieron nuevos enfoques. Empero, mediante trazos de clasicismo y clasismo, el teatrista popular se tornó paladín del “progreso” promovido por Britannia, y luego, el sagrado referente romántico (y después positivista) que hoy tantos aburridamente comparten.

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Ilustración: © S H A K E S P E A R E , K I N G L E A R .

SHAKESPEARE Y CERVANTES: 400 AÑOS DE FECUNDIDAD

SHAKESPEARE: 400 AÑOS DE RESURRECCIONES

3. ’TIS BETTER TO BE VILE THAN VILE ESTEEMED (SONNETS, 121.1)

5. MINE BE THY LOVE, AND THY LOVE’S USE THEIR TREASURE (SONNETS, 20.14)

Para el siglo xix temprano, cuando rebasó los diques del decoro clasicista, Shakespeare accedió a la categoría de “poeta sublime”, imagen del hechizo que más quiso Coleridge, mito que mucho ha contribuido a su petrificación. Con ello vino la fijación de “recuperar” los textos “tal cuales” —otro mito que reclama mejor exploración—. Así comenzó su vida como trofeo para el practicante de la veneración erudita, o de la proyección ideológica. Sin mucho que añadir a la bellamente imperfecta obra del ya elevado “poeta de la naturaleza”, hubo quienes volcaron su vida a establecer la “pureza” del icono a partir de su textualidad, siempre inestable: a hacerla texto inamovible y “eterno” para la lectura. Ello, pese a que hasta avanzado el siglo xix continuó representándosele mediante textos enmendados en el xviii. Incluso en el xx, Olivier usó en su Ricardo III (1955) interpolaciones de Colley Cibber, actor y dramaturo dos siglos anterior. Pero los textos de Shakespeare no son estables y no pueden serlo. Me explico. No existen manuscritos “originales”, sólo versiones impresas, y en algunos casos múltiples. Hamlet y Romeo y Julieta existen en tres versiones cada una. Otelo sólo existe en dos, pero entre ellas hay al menos 300 variantes de importancia e infinidad de otras menores. De El rey Lear hay dos textos tan distintos que ahora se editan por separado como obras que comparten raíces. Macbeth sólo existe en una versión, pero entre su escritura y su publicación median al menos 16 años y, claramente, varias revisiones. Y así sucesivamente. ¿Resultado? Cualquier Shakespeare que usted haya consumido en forma moderna es básicamente una versión específica de su editor —o como en mi caso, de su traductor: para mi versión de Otelo, por ejemplo, usé seis ediciones distintas, de modo que el Otelo que hice es inequívocamente único, y no sólo porque está en español con inflexión nacional—. Más aún, el Hamlet que tanto le gusta a usted y a mí no tanto, sin importar en qué idioma, sin duda nunca existió en la realidad de Shakespeare, pues seguramente es lo que llamamos un texto conglomerado; esto es, resultado de combinar las tres versiones sobrevivientes en una sola, “satisfactoria”. Eso sí, las ediciones modernas son generalmente resultado de gran amor y dedicación profesional. Pero son, inevitable y felizmente, quimeras.

Cuentos y cuitas aparte, hoy la apropiación de Shakespeare es más vigorosa que nunca, y más emocionante, por intensa y diversa, cada vez más libre de supuestos inanes —aunque en México sobreviva mucha bardolatría—. Pero más allá de esa superviviente y de sus primas hermanas: las ignaras fantasías que lo quieren noble ilustrado y no dramaturgo isabelino, Shakespeare sigue siendo generador y conejillo de estupendos montajes y estudios, y de revoluciones mentales y culturales. El asunto de su sexualidad es hilo ejemplar. Los bardólatras nunca se han reconciliado con la androginia shakespeareana. Desde temprano los sonetos fueron como urticaria para los ponentes de un Shakespeare “saludable” a la eurocéntrica. ¿Qué hacer con el “máximo representante” de las bondades de la civilización si resultase infectado por el bicho del homoerotismo? Se ha gastado tanto papel en negar su múltiple inclusividad erótica como en defender o atacar su identidad; peor aún, al igual que en otros casos, se ha hecho sin entender que ciertas categorías, como homosexualidad y bisexualidad, no se aplican a su época como a la nuestra, donde tienen origen. Igual, entre las historias notables hay proyecciones como la de Wilde, que afirmaba haber descubierto al joven de los sonetos en un actor; o autocensuras anacrónicas, como la de Auden, quien no se atrevió a sacarlo, y sacarse, del clóset cuando hacerlo ya era lo de menos. Mas lo importante es que la batalla a finales del xx por ganarse al Shakespeare sexualizado tuvo la virtud —menos anecdótica y más gratificante a las neuronas— de contribuir enfoques contrarios a la represión dominante, nuevas energías resucitadoras de su obra, junto con firmes lecturas desde la periferia del poder, todas ancladas en revalorar elementos censurados o soterrados durante la creación del mito aburguesado, ya fuera contra el individuo o las voces colectivas. Concomitante y consecuentemente, las corrientes más vivas y dignas de atención hoy día son las del feminismo y la historia cultural. Leyendo las ausencias y las presencias interlineadas, unas y otras han conducido a Shakespeare a darnos todavía más que celebrar en su nombre —ya sea desde el escenario, la pantalla o la página crítica— donde la canonización lo quería callado y feliz, clavado en un altar. Pese a que abundan los morosos y cacofónicos, entre los practicantes actuales del Shakespeare vivo, reacio a la petrificación, hay voces lúcidas y admirables —que no idolatrables. Son interlocutores de Shakespeare, con nosotros, que más que recibir influencia son agentes de confluencia. Y es que, si Shakespeare fluye, no impone, y entonces se puede crear con él. La academia inteligente opone la lucidez de James Shapiro, Douglas Lanier, Germaine Greer, Deborah Cartmell et al a las bobadas de Bloom, admiradores y sucedáneos. Jeanette Winterson y Howard Jacobson, por nombrar a dos entre decenas, rehacen a un Shakespeare desafiante en novelas estupendas. Y fuera del habla inglesa hay una infinidad de interlocución. En México, directores claros avivan sus fuegos inmediatos y lo hacen espejo de nuestro presente hecho añicos, como Arrevillaga o García Lozano; o como Carrillo y Zúñiga con la elocuente Mendoza, el mejor Macbeth que se ha hecho aquí en décadas. Dramaturgos como Olguín, Chabaud y Escalante lo reelaboran con agudeza. Cineastas sensibles, en fin, como el excepcional Bhardwaj, revelan por qué su obra resucita sin cesar: porque es inestable, inasible, reacia, inconforme, generosa. Es en esas reencarnaciones, y muchas más, de cuño semejante, donde Shakespeare es vigente y significativo; no en los anecdotarios o alabanzas míticas. Allí pervive, porque allí vive y se le goza, y porque allí sigue haciendo que nos hagamos preguntas; sí, preguntas relevantes.W

4. AS AN UNPERFECT ACTOR ON THE STAGE (SONNETS, 23.1)

La competencia decimonónica y posterior por dar con los imposiblemente verdaderos libros de Shakespeare produjo magníficos casos de impostura, ejemplos del extremo al que se llegó en la erección del monumento al texto shakespeareano. El falsificador estrella fue J. Payne Collier, hijo de una pareja que contaba con el favor de Wordsworth, Coleridge y Hazlitt, entre otros, y amigo de Keats. Collier fue de los mejores académicos de su tiempo. Tenía el defecto, sin embargo, de salpicar sus tareas con notas o incluso meras palabras apócrifas. En clave aristotélica, el defecto se convirtió en pasión, la pasión en error, y el error en catástrofe. Lo que en principio fueron simples insertos pronto devinieron grandes engaños. Collier falsificó documentos supuestamente relativos a la “carrera” de Shakespeare e incluso baladas “contemporáneas” a él, con breves pero significativas y bien colocadas alusiones a ciertas obras. Sin prisas por ocupar el más alto lugar entre los sabios de las andanzas de Shakespeare, inventó registros, cartas e incluso anotaciones marginales en ediciones del siglo xvii. En varios casos, falsificó sus falsificaciones, introduciendo cambios que las hacían más “confiables” o más “dignas” de la grandeza del objeto de glorificación —lo cual debe ser de gran interés para quien examine su significado histórico-cultural—. Mas en la cima del reconocimiento, espíritus escépticos expresaron dudas contra la ya irreal cadena de hallazgos del erudito. Al fin, el escándalo emergió del denso y astuto, pero pueril y enfermizo, fango de las fabricaciones de Collier, no sin algo de patetismo. La más grosera evidencia fue el descubrimiento de pruebas hechas con lápiz antes de la aplicación de tinta en falsas anotaciones marginales en un volumen del segundo Folio (1632), mismas que le habían ganado mucha de su hoy perdida fama. Curiosamente, ciertas suposiciones de Collier, validadas sólo por sus apócrifos, siguen vivas en mentes atraídas por fanta-

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Shakespeare posee tal flexibilidad que el trabajo de sus adaptadores terminó por mezclar la abierta reverencia con la velada competencia, y esas adaptaciones pronto murieron para el teatro vivo, mientras que los textos shakespeareanos resucitaron y exigieron nuevos enfoques. sías ociosas sobre Shakespeare más que por la materia de sus sueños. Cabe preguntarse si las falsificaciones de Collier —que son ficciones tan amorosas cuanto patológicas— resultan más graves que otros mitos, cuyo diagnóstico no es tan fácil, y cuyo amor resulta cuestionable: mitos como el de “la invención de lo humano”, que giran en torno de obsesiones similares, idólatras y autocomplacientes. Como sea, la obsesión por el texto de Shakespeare consolidó su sacralización, algo que, si bien es menos brutal que lo de Collier, se antoja más lesivo. A partir de una creciente ola pseudocientífica de mediados y finales del xix, Shakespeare pasó a ser icono privado, oficial e incluso imperial: revelador del alma; maestro sabio de incuestionable superioridad moral; ejemplo de las bondades del progreso integral de la Pax Britannica; multirreferente de la ley, el orden y la civilización. Etcétera. A esto, en los círculos shakespeareanos se le conoce como bardolatría. En el mejor de los casos, tal canonización implica su discreta conversión a la ideología personal o dominante por medio de censuras o silenciamientos; en el peor, francas mutilaciones, emasculaciones o supresiones de elementos incómodos en sus dramas —como su ambiguo erotismo y su exquisita, y frecuente, vulgaridad— en nombre de valores “universales” o, aún peor, de posturas francamente nazis. En pocas palabras, a Shakespeare le aplicaron sus propias reglas para domar a la fierecilla: el imperfecto actor-dramaturgo popular hubo de ceder ante el dócil filósofo-poeta-visionario-y-psicoanalista-precoz al golpe machacón de loas, reverencias y mucha desinformación y descontextuación. Diría Cicerón (el de Julio César de Shakespeare, no el histórico): “los hombres interpretan las cosas a su modo, ignorando el objeto de las cosas mismas”.

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Alfredo Michel Modenessi es doctor en literatura comparada, Profesor Titular C de tiempo completo de la UNAM, miembro del Sistema Nacional de Investigadores (nivel 2), traductor teatral, y único integrante mexicano de la Shakespeare Association of America, la International Shakespeare Association y la International Shakespeare Conference.

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mexicana y latinoamericana de los siglos xx y xxi.

ANIMALES AL NATURAL 5

Pequeños al natural TERU Y U KI KOMIYA , TA M A KI O Z A K I , A K IO K A S H I WA R A Y M A SA E TA K AOK A

El fce lanza la quinta entrega de la serie Animales al natural. Esta vez se trata de Pequeños al natural, un álbum en el que podemos observar a las crías de diversos mamíferos retratados en sus primeros meses de vida. El león, el oso panda, la pantera, la nutria, el pingüino y varios pequeños más son los habitantes de este nuevo libro. Fotos de más de veinte animales se muestran a todo color y con el máximo detalle para que los pequeños se asombren ante la maravilla de contemplar animales recién nacidos, cada uno a escala real y acompañado de información relevante y precisa sobre su especie.  En este fascinante libro nos adentramos en un recorrido por el zoológico de bebés, conducidos por un guía, quien nos cuenta aspectos curiosos sobre los ejemplares que vemos en cada página. Además de aprender datos científicos como el orden y la familia de las crías, podemos conocer cómo es su pelaje y su tamaño, cómo es su relación con sus padres, cómo se comportan y cambian su carácter conforme crecen, entre otras referencias igual de interesantes.  Pequeños al natural resultará atractivo e impactante para los niños que están descubriendo la naturaleza y despertará su curiosidad por conocer más sobre estos adorables animales. los especiales de ciencia 1ª ed. en español, 2016; 48 pp.

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social es el eje de su amplia reflexión filosófica y política, la cual busca resignificar estos conceptos y reorientarlos para imaginar una política de fronteras abiertas y restricciones migratorias más flexibles desde la perspectiva de una justicia global. Sin duda, un ensayo rico con alcances filosóficos, morales, sociales, jurídicos y antropológicos. Imprescindible para el debate actual sobre la migración. sociología 1ª ed., fce, 2016; 368 pp.

AQUILES O EL GUERRILLERO Y EL ASESINO EL AZAR DE LAS FRONTERAS

CARLOS FUENTES

Si la novela latinoamericana es considerada una de las más ricas, una razón es su orientación profundamente crítica y porque refleja a menudo la brutal realidad de nuestro continente. Ella relata la historia de su desolación social y política, es el relato dramático de la pérdida de sus grandes esperanzas. Carlos fuentes, fiel a esta concepción de la novela, nos ha legado en Aquiles o El guerrillero y el asesino una obra brillante que indaga con lucidez penetrante las raíces de la barbarie ancestral en Colombia y el ascenso de la revolución como consecuencia de la oleada de violencia desatada en ese país a mediados del siglo xx. La novela relata la vida de Carlos Pizarro —líder guerrillero del Movimiento 19 de abril y candidato a la presidencia de Colombia— desde su infancia hasta su asesinato. Su vida sirve al autor para diseccionar el contexto social en que aparece una de las etapas más violentas y sangrientas de la historia de Colombia. Con ello lanza los dardos de su crítica a los sistemas políticos latinoamericanos y al intervencionismo estadounidense en América Latina durante la Guerra Fría. Aquiles o El guerrillero y el asesino, novela póstuma de Carlos Fuentes, posee un valor inestimable ya que podría considerarse el epílogo que corona su vasta obra, hoy fundamental para la literatura

Políticas migratorias, ciudadanía y justicia JUA N CA R LOS V EL ASCO

La tendencia a migrar surgida desde el inicio de la historia humana por la necesidad de hallar mejores condiciones de vida para la supervivencia de nuestra especie, es hoy prohibida y castigada por la mayoría de los Estados modernos. Aunque las migraciones son un fenómeno global que involucra a la mayoría de los países, sean emisores, receptores o de tránsito, el diseño de los Estados nacionales, con su lógica territorial, es incapaz de dar respuestas satisfactorias a las dinámicas complejas de un mundo interconectado y en constante movimiento. Al hacernos percibir la inmigración como “invasión”, no como el derecho inalienable del ser humano a la libre circulación, los Estados nacionales propician la intolerancia y la injusticia. Un hecho tan azaroso como nacer en uno u otro lado de una frontera puede determinar el acceso o la exclusión a mejores condiciones de vida, y convertirse en un argumento que legitima la perpetuación de profundas desigualdades. Para Juan Carlos Velasco, las fronteras pueden ser verdaderos mecanismo de segregación social. La crítica a los conceptos de nacionalidad, ciudadanía y justicia

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EL CAMBIO CLIMÁTICO Causas, efectos y soluciones M A RIO MOLINA, JOSÉ SARUKHÁN Y JULIA CAR ABIAS

Hoy resulta evidente que las actividades humanas han causado grandes modificaciones en el sistema climático global y en el medio ambiente. Las generaciones anteriores carecían del conocimiento que hoy tenemos sobre la relación entre el cambio climático y el uso de combustibles fósiles, principalmente el petróleo y el carbón. Este “saber” nos conduce a la exigencia de actuar individual y socialmente para contrarrestar sus efectos. A pesar de ser un problema impostergable, del cual depende el futuro de la civilización y de los ecosistemas de la Tierra, nuestra ignorancia del cambio climático y nuestra indolencia para actuar podrían propiciar un nuevo estado

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NOV EDA D ES

climático irreversible que origine mayores calamidades para la humanidad. La decisión de no actuar a tiempo tendría un costo ecológico, social y económico mayor que tomar ahora las acciones necesarias para mitigar la crisis ecológica. Este libro responde al compromiso ético de informar a las sociedades de manera clara y objetiva las causas de los fenómenos involucrados en la alteración de la temperatura terrestre y sus efectos en el sistema climático global. Es un esfuerzo integral por explicar las implicaciones económicas, políticas, ecológicas y sociales de tales fenómenos a escala mundial, con énfasis en la situación actual de México. Los prestigiosos científicos que lo redactaron, entre ellos el nobel de Química Mario Molina, esperan que la presente obra sea una llamada de alerta para la generación presente y una esperanza para las futuras. la ciencia par a todos 1ª ed., fce, 2016; 255 pp.

británica Granta en la lista de los mejores escritores jóvenes en lengua española, se integra a la colección A Través del Espejo que el Fondo dirige a los jóvenes y en la cual figuran obras de autores como Amos Oz, Kevin Brooks, Tahereh Mafi, Francisco Hinojosa y Ricardo Chávez Castañeda. En El rastro, Ortuño sigue el ritmo vertiginoso que caracteriza a sus narraciones, dando saltos en el tiempo y el espacio para confrontar al lector con el México donde todo es posible: Paulo, un joven que cursa la preparatoria, desaparece en Casas Chicas y es buscado por Luis, su mejor amigo, y su hermana Sofía. En su busca, descubren que Paulo no es el único desaparecido. Durante esos días, Luis recuerda la noche en que conoció a Sofía oculta entre los arbustos de un parque, y los días posteriores a su decisión de emprender una aventura que reveló una historia más tenebrosa de lo que imaginaron. Luis recuerda también el primer beso que él y Sofía se dieron, la carta que nunca se atrevió a entregarle y la furia que lo embargó cuando Sofía desapareció de su vida sin explicación para reaparecer en la casa de su mejor amigo años más tarde. El también finalista del Premio Herralde de Novela ofrece en El rastro una narración ágil que atrapa al lector por la trama y lo deleita por el audaz empleo del lenguaje, lo que hace de esta novela una puerta de entrada para que los jóvenes lectores transiten hacia otras lecturas.

una sociedad no violenta, fundada en la realización del bienestar y la felicidad, se comprende a la luz de la escalada del nacionalsocialismo y la posterior amenaza de la guerra nuclear. Acontecimientos que lo marcaron profundamente. El desastre de la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, el estalinismo, Hiroshima y la infame incursión de los Estados Unidos en Vietnam lo llevaron a reflejar en su obra los miedos y traumas de una civilización constantemente amenazada por la barbarie, alentándolo a buscar un antídoto contra el odio en su teoría del amor a la vida y la coexistencia pacífica. Para una época que sigue viendo con azoro la interminable lucha entre libertad y represión, entre destructividad y creatividad, la figura de Fromm es un vestigio de esperanza y un recordatorio de que la historia humana está en manos de los hombres, de lo que éstos hagan o dejen de hacer.

LA RED DE LOS ESPEJOS

El diario Excélsior, su cooperativa y el Estado mexicano, 1916-1976 ARNO BURKHOLDER

EL PROFESOR ZÍPER Y LA FABULOSA GUITARRA ELÉCTRICA

MIGUEL Á NGEL MENDO

Un día Iván tiene que hacer una tarea sobre la vida de Cervantes, y para ahorrar tiempo decide plagiar su trabajo de internet. Pero un hacker admirador de Cervantes se cuela de repente en su ordenador para perseguir a todos los niños que hacen trampa y “se aprovechan de las hazañas de otros”. El hacker le ofrece a Iván salvar su honor perdido y lo reta a un duelo que consiste en tres divertidos desafíos. Los retos que tendrá que sortear le enseñarán más sobre la vida y obra de Miguel de Cervantes. Acompañado de juegos didácticos, adivinanzas e ilustraciones en tercera dimensión, este libro promete ser una amena introducción a la figura y obra de este genio de la literatura universal. el nombre del juego es 1ª reimp., fce, 2016; 48 pp.

EL RASTRO ANTONIO ORTUÑO

Antonio Ortuño, quien en 2010 fue incluido por la prestigiosa revista

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JUA N VILLORO, CON ILUSTR ACIONES D E R A FA E L B A R A JA S , EL FISGÓN

LOS ROSTROS DE ERICH FROMM

Una biografía L AW R E N C E J. F R I E D M A N Y A N K E M. SCHR EIBER (COL A B.)

Psicoanalista, crítico social, intelectual público, activista por la paz y los derechos humanos, mentor espiritual de una generación, etcétera. Estimar la medida de Erich Fromm con sus múltiples rostros es una tarea titánica que el prestigioso historiador J. Lawrence Friedman ha logrado. Esta fina, inteligente y bien documentada biografía presenta mucha evidencia nueva de la vida de Fromm y demuestra cómo su trayectoria vital y sus vicisitudes personales influyeron en la génesis y el desarrollo de muchas de sus ideas fundamentales. Apoyado en una investigación exhaustiva y con una prosa pulcra y exquisita, el autor atiende una parte medular de la vida de este intelectual, a menudo olvidada por los especialistas: la cultura y el ambiente social y familiar en que vivió, factores que determinaron su personalidad y pensamiento, induciéndolo a guardar coherencia entre sus ideas y sus acciones. Su concepción humanista de

a la orilla del viento 1ª ed. en el fce, 2016; 136 pp.

psicología, psiquiatría y psicoanálisis 1ª ed., fce, 2016; 408 pp.

a tr avés del espejo 1ª ed., 2016; 168 pp.

EL NOMBRE DEL JUEGO ES CERVANTES

futuro de la banda está en peligro. La única forma de salvarla es conseguir otra cuerda de sol. Para ello, Pablo Coyote tendrá que encontrar al profesor Dignísimus Zíper, pero no será fácil localizarlo. Además, el famoso científico está demasiado ocupado con su nuevo invento: la pastilla para ver películas. ¿El ingenio de Zíper será suficiente para derrotar a su archienemigo, creador de los más espantosos experimentos?

Con esta novela, Juan Villoro inició su famosa serie del profesor Zíper, publicada por primera vez en 1992. A más de dos décadas de haberse publicado, la novela sigue vigente por su calidad literaria y el humor que caracteriza la obra del autor. El fce publicó en 2015 el tercer título inédito de la serie —La cuchara sabrosa del profesor Zíper— y al siguiente año reeditó El té de tornillo del profesor Zíper. Esta edición del fce cuenta con una nueva propuesta gráfica de Rafael Barajas, cuyas ilustraciones potencian el humor del texto y le aportan mayor dinamismo. En esta original historia, el lector quedará atrapado por las ocurrencias de dos científicos tan extravagantes como extraordinarios que protagonizan la eterna lucha entre el bien y el mal, donde Cremallerus, el más científico entre los malvados y el más malvado entre los científicos, detesta todo y a todos, pero a nadie como al profesor Zíper, después de que éste lo venciera en una competencia con su audaz invento: una cuerda mágica que da el “sol” más puro del planeta y brilla en la oscuridad. La furia y la envidia llevan a Cremallerus a idear un plan invencible que pone en peligro la vida de Ricky Coyote, guitarrista y líder de Nube Líquida. Durante semanas los mejores guitarristas del mundo audicionan para remplazar a Ricky, pero ni el más dotado es capaz de imitarlo. Ahora el

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Desde su fundación en 1917, el periódico Excélsior ha sido un referente constante de la vida pública de México y un ejemplo del periodismo más influyente en la historia de este país. Relatar su historia es casi relatar la historia del siglo xx mexicano. Esta obra narra la vida del diario entre 1916, año de su fundación, y 1976. El lector hallará en sus páginas los acontecimientos y personajes más emblemáticos que determinaron el transcurso de la nación en ese periodo y las figuras más importantes del periodismo mexicano del siglo pasado. En esta larga etapa el periódico tomó diversos rumbos políticos por causa de las difíciles y fluctuantes relaciones con el Estado mexicano emanado de la revolución. Si había nacido cobijado por el régimen de Carranza, sus críticas a los gobiernos de Obregón y de Calles casi lo hacen desaparecer. Tras estas dificultades, la pequeña empresa periodística se transforma en cooperativa en manos de los trabajadores, crece y se consolida, viviendo una “edad de oro” que duraría tres décadas, época marcada por sus buenas relaciones con el poder autoritario. Arno Burkholder propone que los cambios de orientación periodística e ideológica del diario sólo se entienden a partir de las cambiantes relaciones entre la prensa mexicana y el poder. Su libro es una biografía de Excélsior, la más completa de cuantas hay, y es también una historia política cuyos protagonistas se debaten muchas veces entre el deber de informar bien a la sociedad y su compromiso con el poder. comunicación 1ª ed., fce, 2016; 184 pp.

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Ilustración: ©A N D R E A G A R C Í A F LO R E S

La voz narrativa confiesa y encara los conflictos, sentimientos y emociones negativas que suelen afectar al escritor que intenta crear algo nuevo y vivir de su trabajo: minusvalía, inutilidad, esterilidad, sufri sufrimiento por la indiferencia del público, envidia ante la mejor suerte dde los otros… Como dicen, toda literatura es historia de las ilusiones muertas.

Pequeña novela sobre un taller de novela FELIPE SOTO VITERBO

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lgún día todos se darán cuenta que eres un fraude, piensas al verlos, caras expectantes, cuadernos en el pupitre. Lo dices. La vez pasada no lo confesaste porque aún te quedaba un poco de prudencia. Te miran como si hubieran oído mal. Oyeron bien. Un fraude. También les adviertes: “Este taller que están a punto de tomar está destinado al fracaso.” En ninguno de los casos mientes. Doce sábados para aprender sobre escritura de novela apenas alcanza, a lo sumo, para pergeñar un centenar de páginas de las cuales es recomendable cortar —borrar de la memoria humana— al menos la mitad, si no es que todas las cuartillas que paciente, artesanalmente se fueron llenando de párrafos. Escribir una novela es proyectar un universo. Ni Dios pudo hacer el mundo en los siete días que los

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judeocristianos con demasiada buena fe calculan. En tres meses, suponiendo que el autor es disciplinado y logre redactar una cuartilla decente al día, habrá escrito unas noventa: apenas para conocer a medias el universo en el que se van a desenvolver los personajes. “Esto es como entrenar al maratón”, les dices. “No pueden esperar que al final de este curso-taller ya estarán listos para escribir una novela.” También les adviertes: “Es como ir al gimnasio. Deben dedicarle mínimo un par de horas al día. Es disciplina. Es tozudez.” Tus comparaciones deportivas hacen un contraste divertido con tu panza, que se te abulta sobre el cinturón. Tu voz interna, mientras tanto, te recuerda que tú, pendejo —así te dice tu voz interna, que es muy llevada contigo—, cuentas más de diez años sin escribir una novela completa. Eso

no es lo lamentable; al contrario: así evitas que la gente pierda tiempo leyéndote, evitas la tala de bosques por aquello del papel, evitas la actitud insufrible de quien firma un autógrafo en la primera página. Lo verdaderamente triste no es que ya no escribas, sino que ya no leas libros. Antes los comprabas al por mayor. Ahora te apabulla ver cómo se amontonan sus hojas vírgenes en los muebles de tu casa porque ya no caben en los libreros. Antes entrabas a una librería y te perdías por horas en esas promesas de abismamiento. Ahora miras la mesa de novedades editoriales y te deprime ver todas esas páginas de autores que sí escriben y sí son publicados y que probablemente nunca leerás porque no te dará la vida para ello. Antes creías en los autores como deidades propiciatorias; ahora no crees en ellos. Ahora eres un autor

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de escasa importancia que da cursos sobre novelas y cada vez que se inaugura uno piensas, mientras intentas memorizar las caras de tus alumnos (quizá nunca aprenderás sus nombres), “algún día todos se darán cuenta que soy un fraude”.

Quienes toman cursos de novela no siguen un patrón que los defina. Van desde menores de edad hasta adultos mayores, casi la misma proporción de hombres que de mujeres. Lo único que no cambia es que tienden a esfumarse. El primer día llegan alrededor de treinta. Doce sesiones después, quedarán a lo sumo la mitad. Unos se habrán ido porque los cursos son sabatinos y siempre es una afrenta levantarse los fines de semana para encerrarse dos horas en un salón de

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PEQUEÑA NOVELA SOBRE UN TALLER DE NOVELA

clases. Otros se habrán ido porque se dieron cuenta de que para aprender a escribir se necesita, sobre todo, escribir, lo que normalmente supone trabajo intelectual extenuante y mucha hora nalga. Otros se van porque les caíste mal. Otros porque ya se dieron cuenta de que lo que tú puedes aportar es muy poco, que tu método no tiene rigor académico, porque cómo es posible que aún no hayas leído a tal o cual, o que lo hayas leído tan mal, o que no lo encuentres valioso. Se supone que estás ahí para orientarlos. Algo intentas. Les señalas sus adjetivos excedentes. Trazas una línea roja sobre la frase innecesaria. Circulas las palabras repetidas. Les colocas acentos, comas, les quitas las comillas “arbitrarias.” Les dices las reglas del juego: “No existe tal cosa como la crítica constructiva. La crítica es demoledora o no es crítica. Así que si alguien tiene problemas de autoestima, acuda a su psicoterapeuta de confianza porque aquí se trata de despedazar sus textos.” Te miran inseguros: tal vez no fue tan buena idea entrar a tu curso. A diferencia del habla, la escritura es antinatural. El habla evolucionó con la especie, es una facultad innata al ser humano, no así la palabra escrita. Aprendimos a hablar inconscientes de estarlo haciendo. Para escribir tuvimos que asistir a la escuela. Un texto complejo que puede leerse fluidamente es resultado de infinidad de correcciones. Cada nueva palabra involucra un titubeo. El oficio se consigue no sólo después de años de batallar en el teclado de la computadora, sino sobre todo después de años de devorar un libro tras otro. Les desmenuzas sus textos. Por lo común, su principal defecto es la prisa por decirlo todo. Quieren que el conflicto aparezca en el primer párrafo. Temen que el lector se aburra antes de terminar la primera cuartilla. Confiesas que leíste con profundo aburrimiento esa página, pero que el aburrimiento no proviene de la falta de conflicto, sino de la torpeza al elaborarlo. Les dices: “Este capítulo de cinco páginas fácilmente debe crecer a unas treinta o cuarenta.” Eso los desanima, tener que escribir tanto. Otros defectos comunes: el achatamiento de los personajes, su inacción, sus diálogos que parecen extraídos de una telenovela: —Pero Natalia, ya no debes estar triste por lo de tu padre. Murió hace dos años —dice el personaje en un intento de hacerle entender al lector que el padre de Natalia murió y por lo tanto eso le ha desencadenado una depresión que ya le ha durado dos años; diálogos que nadie diría jamás. (Natalia y Valentina son los nombres más comunes, por razones inexplicables, de los personajes femeninos.)

Admitamos que ya tampoco lees libros. La última novela que pudiste terminar fue Ciudad de Dios de Paulo Lins, y eso porque te lo pidieron para un programa de televisión que analiza y compara obras literarias con su adaptación cinematográfica. Leíste la novela, viste la película y peroraste durante veinte minutos ante las cámaras de una productora estatal. ¿Ahora qué lees? Artículos de periódico a las cuatro de la mañana, cuando no te queda más remedio que

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más polisémicas que sean la imagen, la música, las actuaciones, la concreción de los espacios, los vestuarios y los personajes, el lenguaje cinematográfico es otro lenguaje, tiene otros recursos y no es de mucha utilidad cuando se quieren discutir las muy diversas posibilidades de evocación de la palabra escrita, los entrecruzamientos de significados, la artesanía de elegir el sinónimo justo. Para eso les propones libros que leíste cuando fuiste lector. Libros que te marcaron, de los que recuerdas las generalidades y, con algo de suerte, alguna frase, pero que no vuelves a leer porque cuando lo intentas te quedas dormido. Un día, una antigua compañera de tu preparatoria, a la que no has visto y con quien no has hablado en veinticinco años, te manda un mensaje por Facebook: “¡Estás saliendo en la tele!” No sabes de qué te está hablando. Te dice que estás hablando de un libro y de una película. Te cuesta trabajo recordar que hace meses te pusiste un saco de pana y te sentaste bajo los reflectores de un foro televisivo frente a un conductor solemne. Festejas que ese programa, que pensaste que nadie vería, te dé la oportunidad de invitarla a desayunar. —Te volviste escritor, qué interesante —te dice y pone un emoji feliz. Si supiera... Pero no le dices nada, dejas que lo crea, como dejas que tus alumnos lo crean también en cada curso.

A diferencia del habla, la escritura es antinatural. El habla evolucionó con la especie, es una facultad innata al ser humano, no así la palabra escrita. Aprendimos a hablar inconscientes de estarlo haciendo. Para escribir tuvimos que asistir a la escuela. Un texto complejo que puede leerse fluidamente es resultado de infinidad de correcciones. Cada nueva palabra involucra un titubeo. El oficio se consigue no sólo después de años de batallar en el teclado de la computadora, sino sobre todo después de años de devorar un libro tras otro. entretener tu insomnio, los textos que te mandan para que los edites en la revisita donde trabajas, los capítulos tambaleantes de tus alumnos cada sábado, los time-line de Facebook y Twitter. Te la pasas leyendo basura. Eso no evita que tu casa rebose de libros, viejos amigos momificados por el polvo, promesas de que ahora sí leerás, separadores de página señalando el punto donde suspendiste la lectura hace seis, siete años. Siempre que empiezas un libro lo abandonas, te quedas dormido, te decepciona, pero te decepcionas más a ti mismo, ¿dónde quedaste, lector desmedido?, ¿qué te asesinó? No sólo tú no lees, casi ninguno de los asistentes a tu taller lo hace; por eso los ejemplos que pones para que entiendan de qué les estás hablando, suelen recaer en la narrativa cinematográfica. Mala señal citar la película como ejemplo para escribir un libro. Por muy bueno que sea el filme, por más fiel la adaptación, por

Te preguntas si tus alumnos sentirán hacia los demás lo que tú sentiste hace veinticinco años, cuando entraste a un taller por vez primera y creías que todos los que estaban ahí serían escritores famosos algún día. Ninguno lo fue, pero entonces no importaba: tú estabas ahí y sentías que así sería. Llegaste a guardar las fotocopias de sus escritos, creyendo que en el futuro tendrían algún valor. Las perdiste en una mudanza. Te preguntas si sentirán envidia entre ellos, si acaso no son un microcosmos de lo que pasa afuera. Te preguntas qué ven de ti, si acaso ya se dieron cuenta que eres un fraude. Al final de uno de los cursos, uno de los asistentes se acercó con un libro en la mano. —Es para ti— te dijo. Había sido uno de los más destacados del grupo. Había llevado el inicio de una novela de ciencia ficción tremendamente compleja, sobre todo bien escrita. Eso no es común. Cuarenta páginas y presumir que las había redactado desde cero en dos semanas hablaba no sólo de talento, sino de oficio. Por eso también te sorprendió de inicio el ejemplar que tu alumno te extendía. Habías visto la tapa en los libreros de las cajas de los restaurantes Vips, mientras hacías fila para pagar tu comida. Un best seller. Te pareció una desafortunada selección literaria para alguien que escribía tan bien y que a lo largo del curso demostró leer indiscriminada y metódicamente a todo tipo de autores. Comenzaste a estirar los músculos faciales para sonreír con fingido agrado por el mal regalo, cuando aclaró: —Yo lo escribí. Tu sonrisa se congeló. Viste el nombre del autor, viste su foto en la solapa, viste el cintillo que anunciaba las decenas de miles de ejemplares vendidos. —Ese fue mi primer libro —dijo—.

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Ya voy en el quinto. —¿Publicado? Asintió. Con tu cara aún contraída en una mueca que ya no era sonrisa, le escuchaste decir que vivía de los libros que escribía. Hace quince años, cuando ganaste un premio por tu primera novela, creíste que ibas a mantenerte escribiendo literatura. Aún no cumplías los treinta años, prácticamente no conocías a ningún escritor verdadero, es decir, al menos uno que publicara muchos libros. Tu imagen de cómo vivían los autores estaba más bien alimentada por el cine y la televisión anglosajonas. Un gran departamento en Manhattan, una hermosa morena, martini en mano, que llevaba sólo tu camisa encima, adelantos millonarios por tu próximo libro, aun sabiendo que aquello era el primer mundo, y aquí la escala es uno a diez; creías que mínimamente podrías acomodarte en una modesta clase media si publicabas un libro al año. La realidad mostró ser bastante más indiferente hacia tu producción literaria. Ese primer libro ganó un premio y se publicó, pero nunca se distribuyó, por lo que casi nadie supo de su existencia. Luego no encontraste editorial para publicar el segundo y el tercero sino hasta diez años después, cuando prácticamente habías desistido de escribir. En cualquier caso, ambas novelas estuvieron unas semanas en las mesas de novedades sin que casi nadie las notara. Para entonces ya no te decepcionaba, ni te sorprendía saber que las regalías por la venta de tus libros serían insignificantes. El sueño de vivir de tus libros había sido eso: una ilusión de juventud. Ahora tenías en las manos un thriller prehispánico (por bautizar de algún modo al género), un éxito de ventas, y sonriendo frente a ti un autor más joven que tú que sí vivía de sus libros. Eso que sentiste podemos llamarlo envidia. —Tu curso me gustó mucho —dijo—, nunca había tomado uno. —¿De verdad? —dices incrédulo—. ¡Pero ya llevas cinco libros, has publicado más que yo, vives de esto…! —Pero los escribí sin saber qué era escribir, nunca había tomado cursos, me ha servido de mucho, gracias de verdad. De eso han pasado unos cuatro años. En ese lapso, él ha publicado cinco o seis libros más. Tú, en cambio, has iniciado unas cuatro novelas y las has abandonado por ahí en la página treinta. En cambio, has dado una docena de cursos de cómo escribir una novela. Eres un fraude.W

to Viterbo es novelista Felipe Soto (El demonio de la simetría, 2000; Verloso, 2009 y Conspiración de las cosas, 2012), edita revistas desde hace 20 años y es profesor de literatura y periodismo.

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