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SÁBADO
C
ada vez que visitaba París, Borges repetía el mismo rito. Del brazo de María Kodama, con su voz como interprete visual susurrada en su oído, se adentraba en el Louvre hasta situarse frente a La Victoria de Samotracia: la diosa alada del triunfo, Niké, cercenada en su sensual humanidad marmórea desde su hallazgo por un cónsul francés, aficionado a la arqueología, en una isla del Egeo. En la contemplación casi litúrgica de ese ícono del arte helenístico entronizado en lo alto de la majestuosa escalera Daru, Borges se reblandecía. Permanecía inmóvil. En silencio y en llanto. Habrán pasado casi 20 años desde que Kodama me confió esa escena de la intimidad borgeana. Esa imagen de comunión con el arte, la sensibilidad a flor de piel de ese ciudadano del cosmos, argentino ciego e inmortal, me acecha y me maravilla desde entonces. De un modo tan sorprendentemente ambiguo como la exaltación y el gusto borgeanos por la paradoja. Rehén de una lógica ignorante recuerdo haberme preguntado entonces la razón por la cual un ciego visitaría un museo. Sólo me animé a indagar en el porqué del llanto de Borges. Intuyo ahora, casi con certeza, que tenía calcados en su tiniebla los rasgos de la belleza. Con esa imagen de un Borges delatado por su gusto y la del escritor que en declarada insubordinación a su ceguera continuaba prologando catálogos de artistas en sus muestras, llegué al Malba. Esperaba mezclarme entre el grupo de no videntes y disminuidos visuales que ese día visitaría el museo, para sumarse a una actividad inclusiva en la que el Sívori fue pionero. Del menú de propuestas para personas con diferentes capacidades –hay para sordos, gente con limitaciones motrices e intelectuales– me interesaba especialmente el recorrido para no videntes: ¿cómo se explica un color a alguien que no lo vio jamás? ¿Cómo un ciego llega al regocijo estético en las “artes visuales”? De paso, quería explorar junto a ellos esa puerta alternativa de entrada a la apreciación del arte. Incorporar esa perspectiva. Entender cómo en esta latitud sur, al igual que en las grandes ligas (MoMA, Met, Louvre, British Museum), hay instituciones que piensan en mejorar la calidad de vida de todas las personas. El arte es eso, después de todo. Supe ni bien ingresé que el grupo había cancelado su visita. Con Diego Murphy y María José Kahn, del departamento de Educación del Malba, convinimos que, a pesar de la pérdida de riqueza en la interacción, el recorrido debía hacerse igual. En
| Sábado 22 de junio de 2013
EXPERIENCIAs Loreley Gaffoglio
Cerrar los ojos para descubrir otra forma de ver arte Una recorrida por el Malba utilizando todos los sentidos, con una única excepción: la vista
gustavo bosco
el hall de ingreso, entonces, sin otros preámbulos, cubrí mis ojos. Es llamativo cómo se exacerban los demás sentidos al anular la visión. Uno en especial me expulsaba del relato que Diego hacía: la descripción minuciosa de la arquitectura espacial del museo y de donde yo me hallaba. En alta fidelidad y como por canales diferenciados, escuchaba una artillería de sonidos. Retumbaban en mis tímpanos simulando una proximidad que no era tal. Podía hasta clasificarlos, distinguir qué los producía. “Estamos en pleno montaje –dijo María José–. Se están corriendo y abriendo grandes cajas de madera que contienen las obras de Yayoi Kusama, la artista japonesa, célebre por su compulsión de cubrir con lunares de colores las superficies. Por
eso, como anticipo de su retrospectiva, el Malba luce ahora sus paredes de vidrio y acero como si tuvieran sarampión.” Para entrar en contacto con las obras de la colección, debí elegir entre subir por las escaleras mecánicas o el ascensor. La voz cálida y pausada de Diego actuó como un bálsamo, una certidumbre en medio de lo incierto. Opte por moverme con libertad en el espacio. Claro como un GPS, Diego me anticipó el recorrido. Coloqué mi mano sobre su hombro y me dejé guiar. Al desplazarme, paradójicamente, mi cuerpo se alivianó de peso. Se volvía etéreo como una mariposa en vuelo. Me sobresalté al arribar a la primera obra. Alguien había tocado mal un botón: como en un recital estalló una melodía a todo volumen.
“Son las pruebas de sonido para la muestra de Kusama”, previno María José. “Esta es una intervención realizada especialmente para el museo. Podés palpar donde se inicia y culmina”, me alentó Diego y guió mis manos hasta el objeto. “¿Podrás decirnos luego de qué material y forma se trata?”, continuó, disparándome otra andanada de preguntas, precedidas con algo de información. Inspeccioné al tacto la superficie. Debí inclinarme y sentí mis manos deslizarse por barras, que intuí de madera, de temperatura cálida. Eran bloques delgados en líneas rectas. Paralelos en gran parte de una superficie en ele y enmarañados, con curvaturas pronunciadas, en el extremo opuesto. Sentí el frío de una cabeza de metal
redondeada. Supuse que era un remache. Y María José me invitó a sentarme en Enredamaderas, de Pablo Reinoso: un banco de plaza, cuyos extremos se prolongan indómitos y trepan intrincados por los muros del museo. Llegan, “como infinitos espaguetis”, me apuntaron, hasta el piso siguiente para unirse con otro banco similar. Pude recrear esa obra en mi imaginación. En la segunda parada sentí un cambio radical en la acústica, frío en la sala, madera en el piso y un techo mucho más bajo. Sobrevino en voz femenina una descripción taxativa de un lienzo de los años 20.Desde el objeto más alejado al más cercano de la composición. Cada palabra significó la deconstrucción de esa pintura y la dibujó en las sombras: congregación de gente de color –es-
Estilo
ideas y personas
La contracara de Anna Wintour
Alexandra Shulman, directora de la Vogue británica, desafía el estereotipo de gurú de la moda Promover una imagen sana
Brenda Otero EL PAíS
MADRID.–Los profesionales de la moda no tienen por qué vestirse de reclamo para fotógrafos ni cultivar una imagen inmaculadamente distante. También pueden ser como Alexandra Shulman (Londres, Inglaterra, 1958). En este caprichoso mundo la directora de la revista Vogue británica llama la atención precisamente por su normalidad. Asiste a los desfiles despeinada, con una chaqueta de punto sobre los hombros y un libro para matar el tiempo entre presentaciones. Cercana y con aversión por los salones de belleza, esta periodista de 55 años no cumple con ninguno de los estereotipos del sector. Ha escrito una novela sobre un grupo de amigas adentrándose en la vida adulta, Can We Still Be Friends (Podemos seguir siendo amigas), es jurado en premios literarios y no cuenta con ningún diseñador entre sus amigos. Al contrario que su homóloga Anna Wintour, directora de la Vogue estadounidense, ella no madruga para jugar al tenis o visitar al peluquero. Al revés: Shulman aprovecha la primera hora de la mañana para ultimar su segundo libro. En realidad, su aspecto relajado oculta una voluntad férrea de luchar contra los excesos de la industria y de promover una imagen corporal sana. En sus dos décadas dirigiendo Vogue nunca ha publicado un artículo sobre cirugía estética y se niega a mencionar dietas de adelgazamiento. Además, ha liderado la iniciativa de Vogue para mejorar las condiciones de trabajo de las modelos y en 2009 escribió una carta a las grandes firmas reprochándoles que las minúsculas prendas de muestra sólo sirvan a las más delgadas de las maniquíes. Su próximo proyecto es un do-
Julieta Sopeña
La Luli, una artista en la época del “todo vale”
E
A los 55, publicó una novela y tiene otra en preparación cumental que desvela a las adolescentes: el proceso de maquillaje, iluminación y retoque que hay detrás de una foto de portada. Hija de un crítico teatral y una periodista autora de manuales de etiqueta, estudió antropología y se curtió en publicaciones como Tatler, Sunday Telegraph y GQ. Nunca abandonó su visión periodística y no duda al comparar su labor en Vogue con la edición de un diario. Una actitud que se traduce en una revista de moda con muchas páginas que leer. Conocida por sus allegados como Alex, vive en una discreta casa de Queen’s Park (noroeste de Londres) con su actual pareja y su hijo de 17 años. Allí organiza las fiestas navideñas de la oficina y exige que todos los asistentes arrimen el hombro. Sus compañeros en la sección británica de Condé Nast la definen como una persona muy sofisticada, pero sin tiempo para pequeñeces. Shulman se divorció a los 40 años y ha pasado la mayor parte de su trayectoria en la revista criando a su hijo como madre soltera. Soportó las interminables jornadas entre la oficina y el hogar porque
“tenía una hipoteca que pagar”. Sin embargo, sus experiencias no la han hecho más tolerante con la conciliación. No considera que el trabajo deba amoldarse a la vida familiar de cada empleado y cree que una legislación que garantice una jornada laboral flexible pone en desventaja a las mujeres. “No vayamos hacia atrás creando un panorama con mujeres que resulten inconvenientes como empleadas, con leyes que las manden de vuelta a casa”, ha declarado Shulman, que dirige una oficina con un 90% de trabajadoras. Recientemente, sin ir más lejos, apoyó a la polémica directora de Yahoo, Marissa Mayer, en su rechazo al teletrabajo en una tribuna en el diario The Guardian. “Apoyo la creatividad colectiva de la oficina”, declaró. Aunque parecería improbable en una directora de Vogue, ella nunca ha querido ser definida por lo que lleva puesto. Y ha explicado esta aparente dejadez revelando que no le interesa competir por algo que no puede ganar. Una acertada dosis de contención en la progresivamente desbocada carrera de la moda.ß
Contra los excesos de la industria fashionista Shulman dirige Vogue con el objetivo de reivindicar lo natural: ni dietas ni cirugías aparecen en sus páginas
cuché–, trajes coloridos de contornos difusos, cantidad de óleo aplicado con espátula... La melodía de un candombe sonó después. Pensé en el amigo charrúa de Borges. En cómo le había dedicado su mejor prosa en Martín Fierro y me sonreí. El anuncio vino después: “Se trata de Pedro Figari y la obra es Candombe, de 1921”. Estaba ahora sentada frente a un óleo alto como yo. La descripción de un morro enseguida me situó en el Brasil. Un caserío al atardecer, mujeres con canastos en sus cabezas, hombres con leños, morteros en el piso, mástiles y un cofre cerrado y azul. “¿Qué puede contener?”, disparó mi guía. Semillas, arriesgué. Me entregaron un cofre igual y su contenido al sacudirlo sonaba a arroz. Al abrirlo olí granos de café. La explicación sobre Fiesta en San Juan y quién había sido Cándido Portinari, que nació en una hacienda de café y se abocó a plasmar las ocupaciones campesinas vinculadas con la producción de cacao, azúcar y café, vino después. Quedé desconcertada con la última obra. Tras la descripción y algunos datos de época, me acercaron tres cilindros para palpar en su interior. Detecté texturas y materiales diversos: plumas, madera dispuesta como un serrucho, chapitas de gaseosa, y algo hirsuto: la cabellera de una muñeca vieja. Fueron esos los disparadores para ingresar en la obra de Berni y su collage de los años 60, La gran tentación. La prostituta, Ramona Montiel, sus sueños en la gran ciudad y las andanzas de un tal Juanito Laguna entre los rezagos recrearon con las licencias de mi imaginación la escena del lienzo. Me contaron que cuando se estrenó el programa, en 2005, lo táctil tenía un valor capital. Se hicieron réplicas de obras para poder palpar y escudriñar. Pero esa metodología de interacción con la pieza que no es la real rápidamente quedó en desuso. Me parecieron más interesantes las alternativas creativas del abordaje multisensorial. Al ingresar intuía que los ciegos “veían” con algo más que las manos. No sabía, sin embargo, de la importancia que adquiere el lenguaje. La modulación, la cercanía de la voz, la destreza del interlocutor al transmitir la palabra justa, la narración precisa. Fue a partir del lenguaje, en mi caso, que pude esbozar en mi imaginación el esqueleto de un cuadro. Y hablo de un bosquejo, porque el detalle, la nitidez de las pinceladas finales, se incorporaron con los demás sentidos. Pero hay algo en la apreciación de la obra de arte que no cambia: su misterio y con él, la reacción que es capaz de provocarnos.ß
l miércoles pasado me depositó en un penthouse del Hotel Faena, un departamento al final de un pasillo teatralmente iluminado, con tarjetones de imágenes sacras pegadas en la puerta y una figurita de Campanita en la manija. Toqué el timbre y escuché ladridos durante larguísimos segundos (resultaron ser de una simpática perrita llamada Pistola). Me abrió la puerta Pablo, un joven de ojos transparentes y sombrero. Su novia y dueña de casa apareció minutos más tarde: La Luli. Recuerden ese nombre (así, sin apellido). Es cantante. Y mucho más. Delgada, de pelo platinado, enormes anteojos de sol, sweater anchísimo y zapatillas blancas, se mostró muy cálida y permeable en su hogar. La había cruzado anteriormente en eventos o shows y ya había llamado mi atención. Seguramente por sus extravagantes vestuarios (creativos, provocadores), sus movimientos y canciones que mezclan electro-cumbia, algo de tango y mucho de pop. Nació en el seno de una familia de textileros, dato no menor considerando que desde los 12 años fabrica sus propios atuendos. ¡Y qué estilo! Ha creado desde un saco hecho de billetes y una pollera con más de 10.000 pétalos de tela hasta un vestido de carne cruda (mucho antes de que Lady Gaga lo sacara en la tapa de Vogue Japón). En sus varios cuartos convertidos en guardarropas, atesora pelucas, sombreros, joyas y prendas de todo tipo. Los colores asoman a borbotones, también las plumas y los zapatos de tacos exagerados. Con la misma intensidad superpone objetos y muebles en su departamento: una interesante
colección de libros de arte, moda e historia, esculturas y cuadros de estilo kitsch, un maniquí vestido con capa escocesa en el living, telones de terciopelo como cortinas y mucho, mucho amarillo. Lo mejor es que se puede percibir cómo cada cosa está puesta allí por algún motivo. Vivió en Nueva York cinco años. Allí estudió danza y canto y eligió esa profesión por sobre el diseño de indumentaria (área con la cual también coqueteó, cuando abrió una tienda con su hermana en esa ciudad). Dice haberse dejado influir por todos los ritmos musicales allí predominantes: rap, funk, R&B. Y cuenta, también, que no se define por uno u otro, si no que su música responde al “multigénero”. Hoy tiene planeado estudiar la carrera de grado de música, para teorizar aquello que viene haciendo con espontaneidad, que es componer. ¿Cuál es el sueño de una artista que pareciera tenerlo todo? Cantar ante miles de personas. “Lo que pasa es que no es tan fácil en Buenos Aires”, sentencia La Luli. Es notable cómo los porteños transitamos entre la euforia y el desgano cultural. Aunque haya tantas salas como en otras capitales del mundo, todavía persiste la idea de que el arte escénico es un camino empedrado. Quizá lo sea. Pero no para La Luli & The Explosivo Paz (el nombre completo de la banda), que, seguramente, no tardarán en impactar sobre una masa crítica de espectadores pop. Mientras bajaba por el ascensor rodeada de espejos, pensé en eso de que los artistas de una época reflejan algo característico de la misma. Tal vez, La Luli vino aquí para recordarnos que hoy todo vale.ß