Big Bang
Un desayuno con
la Chilindrina Jesús Vicente García
Veo a Quico entrar a la estación
del metro Chabacano, luego a la Chilindrina; en el vagón están dos Chavos del 8, un profesor Jirafales y dos Popis. Voy al metro Revolución, a desayunar con un amigo para festejar su cumpleaños número cuarenta. Me siento junto a la puerta. Veo muy viejos a los personajes. Uno de los Jirafales lleva su traje recto, color beige, un bigote casi de revolucionario, es muy moreno y tiene unos cincuenta años a juzgar por sus arrugas. Una joven de veinte viste de Popis, se le pueden ver los calzones blancos y unos pechos grandes, más cercana a una teibolera que a un personaje para niños. El Chavo más cercano a mí huele a sudor y a cigarro recién apagado, no se bañó, intenta hacer la voz del susodicho a su nieta, quien se pone a llorar y no cesa de hacerlo; para colmo, se anexan dos niños más al concierto. Ayer, precisamente, recordé con un amigo de infancia los apodos que nos poníamos. Había un Don Ramón, papá de una chava flaquita a la que le decían Peperami (era un dulce largo y delgado). El señor era de muy mal carácter, nos quitó como diez balones
de fut y un sinnúmero de esponja cuando jugábamos béisbol. Lo que más causó polémica fue un niño nuevo que era igualito a Quico; no lo imitaba en nada, era el mismo Quico. Y, por supuesto, así le pusieron. Jugaba muy bien canicas y yo-yo, pero un día, como llegó, se fue. Verlos ahora en el metro me parece un alucine y del malo, porque yo dejé de ver al Chavo a causa de sus chistes repetitivos, tontos y aburridos, al final de los ochenta. Iba en la prepa y toda mi generación abominaba el trabajo de Gómez Bolaños; es más, el hecho de ponernos apodos de sus personajes era mala leche, era peor que decirse priísta o idiota. Para colmo, en San Antonio Abad suben más Quicos y Chilindrinas, y uno
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que otro Chapulín Colorado. El Chavo maloliente se orilla a la puerta. Los niños no dejan de llorar. Un vendedor ofrece su mercancía, un mp3 con todo lo mejor de las bandas y del reguetón. El mismo Chavo apestoso compra un disco; la Popis sensual hace lo mismo y no puedo dejar de verla. La música (si es que así se le puede llamar) tiene decibeles muy elevados. El vendedor se da la vuelta y su bocina incluida en un morral negro pega a mi oreja sin misericordia. Si añadimos que los vagones de la línea 2, la azul, no tienen divisiones, sino que son un gusano al que se puede acceder sin bajarse de estación, pues se forma un caos con los ambulantes, porque ahorita está el de la música, pero atrás, ya lo veo, viene el que vende películas gabachas. Trenes al servicio del ambulantaje.
dentes que ¿crecimos? con ellos. Más bien, dejamos de crecer. Hubo quienes sí se convirtieron en personajes de Gómez Bolaños: repetitivos y tontos. En Pino Suárez es el acabóse. Una Popis cuarentona pone su trasero en mis piernas a causa de la gente. Entra como marabunta toda la vecindad del Chavo: la Bruja del 71, Doña Florinda, Ñoño, el Señor Barriga, además de los que ya estaban, pero también hay algo raro: se ha llenado de rojo el metro. Chapulines por todos lados con todo y antenitas de vinil y chipotes chillones. Los hay desde niños hasta mayores de cincuenta años. Saltan, gritan, estornudan, ríen, se toquetean entre ellos, las familias cargan a niños vestidos igual; me están volviendo loco. Alguien le grita al vendedor de mp3 que si tiene “Qué bonita vecindad”. No. Un Quico dice que sí y de un celular se deja escuchar la canción a ritmo de quebradita: Qué bonita vecindad, qué bonita vecindad, es la vecindad del Chavo, no valdrá medio centavo, pero es linda de verdad. Eso no es lo peor, sino que empiezan a bailar cual coreografía de Caballo Dorado; la gente se hace a un lado. Hay quienes ponemos cara de pocos amigos, cosa que a ellos les importa un bledo. El metro huele a sudor a las diez de la mañana, con especímenes salidos de la televisión. Aguanto gritos, chillidos, ladridos (ellos le denominan canto), risas estruendosas, olores a cruda, colilla de cigarro, perfumes de algunas Chilindrinas y Popis que no están nada mal, el hervor de las Maruchan, las paletas chupadas, el sonido de las Coca Colas en lata o en plástico; y de plano, una Doña Florinda consume su dotación de café del Oxxo con un par de mantecadas Bimbo. Intento sacar el celular, pero estoy aplastado. Quiero salir de aquí y desayunar. Un Chavo empieza a sacar fotos con su cámara digital a las Chilindrinas y a las Popis. La Popis se levanta de mis piernas y me sonríe. Alguien grita que hay que hacer la megacoreografía. –¡Hasta llegar al Monumento! –De una vez, en caliente, ¡a ver, a veeeer! Siguen las fotos. Se les ocurre acomodarse a mi lado. La Popis que se sentó en mis piernas va con sus amigas también cuarentonas; como no hay espacio, me rodean, me piden que no me mueva y toman la foto.
¿Por qué se visten así? Me estoy volviendo loco. En mi infancia tal vez habría sido feliz. Cuando veía televisión en la noche, en tiempos de la primaria, proyectaban Mundo de juguete, con Graciela Mauri, una niña bonita, y con la abuelita de México, Sara García; al pasar los años, vi muchos programas y otros y otros, pero siempre seguía El Chavo, o Chespirito. A mí me agradaba ver a Quico, o cuando el mismo actor, Carlos Villagrán, hacía otros papeles, fuera de policía, de galán o de gángster. Dejó de salir. Ahora veo muchos Quicos con sus trajes de marinero. A las nuevas generaciones les gusta, pero habría que preguntarle a la mía, que tuvimos que soplarnos todo el tiempo la misma fórmula hasta que un día se rompió el hilo: hartó a los televi-
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Un desayuno con la Chilindrina
Y al grito de ¡venga la megacoreografía!, salieron a la pista (el pasillo del vagón) diversas Popis, Chilindrinas, Doña Florindas y Brujas del 71, con un baile raro y en quebradita: Qué bonita vecindad, qué bonita vecindad, es la vecindad del Chavo, no valdrá medio centavo, pero es linda de verdad. Es tanto el regocijo que en Allende prácticamente no dejan subir a nadie, excepto si visten a la usanza televisiva. En Bellas Artes suben más Chapulines, la mayoría con audífonos y morrales al hombro; juegan con sus chipotes chillones, sobre todo unos adolescentes, digamos unos ocho, algunos con sus novias vestidas de Chilindrinas y otras de Popis. Se pegan, se avientan, se empujan y rempujan; sigue la vendimia a fuerza de jaloneos y las madres de las niñas disfrazadas se hacen de palabras con un ambulante que vende videos y que tira a una niña de diez años. —A las niñas se les respeta, güey. Quiere responder el ambulante, pero más de tres Chavos, dos Quicos y un Ñoño se le fueron encima, lo aplastaron contra una puerta y le dieron una calentadita. El golpeado los amenaza: “no se la van a acabar”. Ñoño le pone el dedo en la nariz y le dice “me das lástima”. Lo tira al piso de un jalón a su morral y ahí se queda. En Hidalgo bajan varios, incluyendo al vendedor, y más o menos se queda habitable el vagón. Por fin, metro Revolución. Veo que todos bajan. Me levanto como puedo y salgo cual sidra, expulsado hacia el andén, sudando como caballo, en medio de una vecindad que no soporté en mi adolescencia y juventud y que ahora no me queda de otra, aunque eso no significa que me guste, sino que menos la quiero. Pobre Gómez Bolaños, con ese homenaje en quebradita, le hubieran hecho mejor una comida. Sobre Puente de Alvarado e Insurgentes veo a varios Chapulines, Popis,
Quicos y todos esos que hicieron de mi pubertad un aburrimiento y de mi adolescencia las noches más repetitivas, con chistes que ya me sabía de memoria. Busco a mi amigo. Tengo hambre. Veo su auto. Una voz dice mi nombre, volteo. Es él de pie, pero al mismo tiempo no es él, sino un Chapulín Colorado, con antenitas, chipote chillón y Converse amarillos con rojo; a su lado, su mujer disfrazada de Popis, con muy buen cuerpo. —Vamos un rato al Monumento y luego ya desayunamos, ¿te late? —me sorprende mi amigo con una sonrisa de oreja a oreja y con actitud de “síganme los buenos”. —Estuvimos ensayando la coreografía. Ándale —me dice su esposa—, no seas aguafiestas, ¿a poco no lo veías de niño? Para no decir que sí, echo a correr sobre Puente de Alvarado. Esto debe ser una locura. Me instalo en el Toks. Necesito comer, tengo las tripas vacías y los sesos igual. Se acerca una mesera chaparrita con lentes, colitas y pecas de la Chilindrina. ¡Mis ojos no dan crédito! Me viene a la mente el viejo y chespiriano adagio: “¡Oh! ¿Y ahora quién podrá ayudarme?”