Julio Herrera y Reissig - Biblioteca Virtual Universal

Esta, inmanente, la otra, invisible, ya que ambas son el Inaccesible .... analogías de la Muerte», dice Charles Baudelaire en «Anywhere out of the world».
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Julio Herrera y Reissig: la encarnación de la palabra. Caracteres esotéricos del modernismo hispanoamericano Enrique Marini Palmieri

Chair des choses! J'ai cru parfois étreindre une âme avec le frôlement prolongé de mes doigts...

Renée Vivien, «Chair des choses», Sillages (1908).

El arte poética de Herrera y Reissig Premisas y predisposiciones de la personalidad Julio Herrera y Reissig sería uno de los pocos tenores del modernismo hispanoamericano que nunca pisaría la santa tierra de Europa, quizá por evidentes motivos económicos que las vicisitudes familiares acarrearon. Sólo vivió con la experiencia de una corta estadía en Buenos Aires, y con la del cotidiano Montevideo burgués y aburrido de finales del siglo pasado y principios de éste. Tan burgués y aburrido, digamos, como el Charleville de Arthur Rimbaud. Como lo afirma Rimbaud el

13 de mayo de 1871 en una carta a su profesor Georges Izambard desde esa pequeña ciudad de provincia; ambos poetas vivieron con el mismo anticonformismo y la misma sed de fronteras infinitas: «[...] alcanzar lo infinito por el desarreglo de los sentidos»1. Como se verá, tratábase de la infinitud que ofrece sólo la poesía, y añade: «Quiero ser poeta, y trabajo para volverme vidente». En el poeta francés el desgarro que sufre su naturaleza profunda es menos evidente de explicar, su indómito actuar sigue siendo misterio. Como los versos extremos del mundo ignoto en «Le Bateau ivre»: «Les Aubes sont navrantes. / Toute lune est atroce et tout soleil amer: / L'âcre amour m'a gonflé de torpeurs enivrantes. / O que ma quille éclate! O que j'aille à la mer!». «[...] Quiere Julio entonces -dice Roberto Ibáñez- cumplir la Revolución Sensual, exiliarse del "país de la piedra", anonadar al filisteo, ser un "camafeísta del insulto", al par de su inquietante preceptor»2 (se trata de Roberto de las Carreras); exilio, desgarro que al salir de la visita al cardiólogo, la «enigmáticamente decisiva» taquicardia provocará en el poeta. Extraña coincidencia ésta, de ambos lados del océano. En cuyas orillas, como dijo Fénéon de Rimbaud, y como dice Idea Vilariño sobre Herrera y Reissig, se escriben «cosas por encima de la literatura»3. Conque no puede uno hablar, campante, del «hermetismo» de la obra del poeta uruguayo y referirse tan sólo a lo formal, a lo barroco, simbólico o parnasiano, olvidando que éste escribió enamorado de su propia muerte. Aunque sé que es difícil probarlo, creo en la sinceridad de la voz que clama aquí por lo infinito, por borrar a la muerte, buscando la belleza así concebida y elaborarla en lo que hay de más eterno e inmediato: la palabra. La belleza de la palabra lleva forzosamente a la del Verbo. Por encima de lo anecdótico y biográfico, creo que la palabra engendra esa forma, ese sonido que revelan las entrañas de la Creación, de lo vital y de lo eterno. El origen es el Verbo, el comienzo es la palabra, la cual me lleva ante ese otro que es mi imagen, a la par que es la imagen del Verbo y de la Creación. En tal caso, habrase de elegir la palabra que se comparte, el símbolo que reúne, la literatura simbolista que arde en el hogar de esa misma ansiedad y que puede hacerlo con la muelle y dulce espiritualidad de los versos que Herrera y Reissig traduce de Albert Samain, con los suaves matices de las composiciones de Aux flancs du vase, donde ante la muerte, la nostalgia de una naturaleza fuerte y valiente, ayuda a borrar lo vacío de la existencia. El simbolismo es como un crepúsculo interminable que transforma su propio universo y vierte desordenadamente sus flores exóticas para quienes no comparten la otra mitad de la moneda, o con la furiosa e impaciente rebelión del Rimbaud de Charleville, de quien se acerca prodigiosamente el Herrera y Reissig de «Conceptos de crítica» (1899). La misma rebelión, el mismo sueño de libertad: El arte, siguiendo esta ley fatal, ha sido en todo tiempo la expresión del estado social, la epidermis que revela el estado de adolescencia o decrepitud de los pueblos: en el charco: inmoralidad; en el convento: estagnación; en el hacha revolucionaria: incendio; en el renacimiento: ascensión; en las decadencias: orgía. ¡Fantasma multiforme de las

civilizaciones: mito grosero o talismán sublime, prostituta vulgar o apóstol divino, verdugo o sabio, reptil o águila!

(En nuestra ed.: p. 552).

Samain y Rimbaud: el dilecto conocido y el ignoto hermano. La serenidad y el desorden. Pero la misma artesanía sagrada y profética de la palabra que, como dice Max-Pol Fouchet de Rimbaud y de Mallarmé, intentan pasar del fenómeno a la substancia, de lo episódico a lo eterno4. Y lo eterno es la temática fundamental del arte poética de Herrera y Reissig, enamorado de su propia muerte. Amada que él intenta compartir con quienes lo leen en amorosa experiencia. Herrera y Reissig sueña con un arte eterno y sin fronteras, donde decadentes son tanto Góngora como Racine; donde Bossuet, Leopardi, Tennyson, Prudhomme son «Arquetipos providenciales», gotas de agua para «¡[...] labios ardientes de ese eterno peregrino que jamás se sacia!», añade. Porque en aquel Montevideo provinciano el poeta podía satisfacer sus ansias de evadirse de la mediocridad leyendo todo lo que caía en manos de él. De ahí su erudición colosal, molesta para muchos críticos que plantean la espinosa cuestión de la sinceridad en poesía, y la de los fundamentos legítimos de conceptos intelectuales, científicos, filosóficos, religiosos que barajó Herrera y Reissig. Condenado a muerte a corto plazo, hipersensible, drogadicto de pose, bromista macabro, hechizado de abismos verbales, oyente de secretas sonoridades, creador empedernido que bebió en la fuente rubendariana de «mi poesía es mía en mí», surrealista primerizo, dandy doloroso de guantes claros y elegante levita5 inspirado y lúcido, a la vez que artífice sumido en torpes cuestiones materiales6: ¿quién es Herrera y Reissig? ¿Qué quiere ser su poesía? Roberto Ibáñez recuerda lo que escribe el poeta en 1904: «Voy pronto a tener treinta años. Si continúo en Montevideo, se pasarán treinta siglos, y siempre en el mismo estado me hallarías, amigo, es decir, mineralizado, achatado, amargado, inapercibido». Por eso había que dejar Montevideo de cualquier modo e integrar la «Babilonia del Saber», y como afirma Arsène Houssay: «penetrar en el mundo de las ideas a modo de esos grandes cazadores de las selvas africanas, verdaderos parques enciclopédicos, que llevan para sus excursiones un arma de cada especie», recorriendo «[...] largas etapas de sufrimiento, en que como el cordero, imagen del Poeta mártir, ha ido dejando en las zarzas del camino impolutos vellones mezclados con sangre!». Al Herrera y Reissig que describe Roberto Ibáñez, seguidor del iconoclasta moderno y erudito Roberto de las Carreras, lo descubre uno en su Montevideo ramplón confrontado a los mismos abismos finiseculares que fueron los de sus admirados Richepin y Swinburne: abismos hechos de hipérboles y exclamaciones, de descarados neologismos y atrevidos hipérbatos, con aderezos de idílicos oropeles y piedras preciosas. Hablar, gritar, blasfemar, vociferar, diferenciarse: ¡que aprendan aquéllos que desconocen la fuerza del símbolo, del primordial sentido de las palabras, el valor trascendental de los sonidos, la osadía de la sinestesia! Y allí están los versos de «Wagnerianas» (1900), declaración de amor del hablante a las musas decimonónicas en las voces estéticas del egregio esteta de la nueva estética, Richard Wagner, soñador de la obra de arte total. Musas que regalan al poeta el nuevo mundo en el que hasta «dicen

versos los neuróticos batracios, / y las luciérnagas de oro semejan, al formar extraños giros, / una elegante gavota de hermosísimos topacios!». La «querida» del hablante es la palabra, la poesía. Poiesis a la que se refiere ya ese verso primerizo (1899) de «La Musa de la Playa»: «Escucha: el Universo es poesía». Así la invitación al abrazo es, como para Herrera y Reissig, ineludible; abrazo que más tarde, en la elaboración poiética, será «pitagórico», cuando se concrete la conciencia de una armonía universal contenida en el verbo. Con una sola condición: «Abre pronto mi ventana», repite el hablante cuatro veces en «Holocausto» (1899), composición que no sólo marca, como dice Bula Píriz en nota7, el descubrimiento de las «inquietudes modernistas», sino, ya en el surco que traza Idea Yilariño: el descubrimiento de sí mismo en el otro, la conciencia de que el mundo existe y se acaba, con uno y con el otro, y que sólo se vive siendo el uno y el otro como otro. Siendo sinestesia carnal. ¿Acaso no es esa la lección que aprende Des Esseintes en su intento de crear una torre de marfil, intento fallido, pues, forzosamente? Con lo cual, si uno cree que Herrera y Reissig encierra a su poesía en una torre de marfil verbal se está equivocando: la palabra es aquí insulto y vociferación, es choque y sorpresa, es hemorragia y fuego fatuo porque debe intentar ser el Universo, ése mismo que se le escapa de las manos al poeta enfermo. Distinguirse del común para volver al mundo cargado de símbolos y ofrecérselos: es lo que realiza el héroe de A rebours, también enfermo, pero de neurosis, clamando su identidad desgarrada, buscándose en esa absoluta «inflación de significantes» que son la busca del sentido total de la existencia, como afirma Pierre Jourde en su ensayo sobre Huysmans8. A este enamorado de su muerte sólo los palacios del Arte prometían reposo y certeza de infinitud: «Belleza es eternidad. Para vivir se necesita vivir realmente y no explicarnos qué cosa es la vida. Tal en arte» («El Círculo de la Muerte», 1905). A primera vista, Herrera y Reissig se presenta como ese Orfeo cuyo peregrinar terrestre y orcinio lo lleva a convertirse en intermediario entre Creador y Creación. Por su refinada, inaudita y aparentemente incongruente poesía9, Herrera y Reissig se nos muestra individualista y ecléctico a la vez, aristócrata del verbo a lo Baudelaire que busca lo insólito en lo cotidiano, amigo de lo extraño y oculto que reside en lo que el signo tiene de más leve y pasajero: el sonido. En Herrera y Reissig el sonido es sentido; y el sentido, sonoro como esencia de la poesía. Con lo cual, así no sólo es órfico, sino pitagórico (itinerario lógico si se tiene en cuenta la tradición decimonónica que insistía en que Pitágoras había recibido las enseñanzas de Orfeo, a su vez iniciado en los misterios del Hermes Trismegisto en Egipto). Se lee en la Vida de Pitágoras de Porfirio que los adeptos del filósofo de Crotona se dividían en dos categorías: acusmáticos y matemáticos. Explica Porfirio que los acusmáticos habían oído espiritualmente los preceptos de Pitágoras y, en esta vía, los seguían fielmente; no como los matemáticos, ya que éstos discutían luego lo enseñado, sacando conclusiones científicas para su aplicación práctica.

Etimológicamente acusmático designa en griego a quienes acostumbran a guardar silencio o a limitarse a oír. Son, pues, los que sabían porque lo habían oído. Dice W. K. C. Guthrie que los acusmáticos eran los que mejor combinaban los sonidos de las palabras con el misterio de emanación del Todo, que Pitágoras concebía como la unidad vida-muerte que le infunde transcendencia a la palabra, tanto como instante que como eternidad10. Los acusmáticos constituían lo religioso en el pitagorismo. El sentido que le da Herrera y Reissig a su creación verbal cuadra con la vía acusmática: vía pitagórica, principio y actitud que estriban en la reunión de los contrarios, base de la armonía enunciada por el maestro de Crotona y que nos aclara en Herrera y Reissig la relación entre el YO-emisor / YO-autor implicado (el ipse herreriano) por un lado, y por el otro la del TÚ-ciencia del verbo / TÚ-lector. Armonía y relación que transforman la obra poética en recorrido iniciático hacia la sabiduría que se esconde en la muerte: «lírico trasfondo» de «alucinantes soliloquios», es decir: órfico infierno. Si se tiene en cuenta el interés que se le ha reconocido a Herrera y Reissig por Pitágoras, resulta, pues, legítimo recordar que entre los miembros de la Torre de los Panoramas, los de primer rango recibían el nombre de eufonistas, y así poner en relación a este designativo con el de acusmáticos, para insistir en el principio de una armonía transcendente en la creación poiética en la obra de Herrera y Reissig. La fuerte y bella voz de la armonía oratoria, el silencio religioso (presente, por ejemplo, en Áyax de Sófocles, 362 y 591) que encierra la actitud acusmática le imprimen a eufonistas su dinámica perfecta: el que oye y calla mejor hablará después. Se trata, pues, aquí de una llamada de cara a un análisis evidentemente más profundo de esta coincidencia filosófica en relación con las convicciones estéticas de Herrera y Reissig. Ello podría aclarar con nuevas luces el sentido profundo del título de su ensayo «El Círculo de la Muerte», donde lo estético me parece revestir sentido esotérico o simbólico, o cuanto menos alegórico. Al cuarto, un domingo, soñaba yo con ella, era de tarde; el hada Morfina mimaba, con sus manos ilusorias de rosa pálido, mi pobre quimera muerta. El lecho me parecía un ataúd nupcial de heliotropos y alas de cisnes; y apoteosis espiríticas, con sistros y liras hebreas, aterciopelaban en mi alma volatilizada, sus instrumentos a la sordina.

A partir del sonido de una voz se multiplican epítetos que pertenecen al campo semántico de la muerte: dolor cósmico que comparte el hablante con el lector, soplo de la vida que huye haciéndose misterio heraclítico, río del tiempo: ¿imagen veraz y válida, o siniestra mentira? El lector es verdadero eufonista merced al milagro de la lectura que se repite a pesar del tiempo limitado de la escritura: sabe el hablante de la eternidad del texto que se prolonga en el silencio del leyente. En este caso se trata del sueño del narrador con Mademoiselle Jacqueline, «una poupée envejecida», retrato en marco prerrafaelita de memento mori a la manera de John Everett Millais para su Ophelia (1851). Macabra caricatura en quien el narrador

reconoce y haber vivido lo que cuenta: «su quimera muerta». Quimera su propia vida de poeta que se ajirona entre inyecciones de calmantes, visitas al médico, recaídas y ataques... Aunque, según lo afirma Bula Píriz, Herrera y Reissig concibió este relato a partir de un hecho que vivió en su corta estadía en Buenos Aires, la cual fue de tregua médica. Esta figura de oxímoron, «quimera muerta», conlleva la reunión tétrica y patética a la vez de vida futura y anhelada, y la de muerte cumplida; reunión que constituye el tema del relato por encima de la intriga que le transmite al lector solamente la desilusión y el dolor del narrador. «Quimera muerta» con perfumes azules de mística perfección y unidad anhelada en el Creador, de esas flores solares, sagradas y mitológicas, que son los heliotropos en la iconografía cristiana y en la metamorfosis de Clicie simbolizan la purificación y la huida del alma hacia el Sol, hacia Él, aquí al ritmo del sistro protector de Hathor-Isis, fuente de cabalísticos sones. Nada es gratuito en este cuarto, antesala mortuoria de donde saldrá un hombre diferente, otro hombre, que ha aprendido a llorar «por lo que nunca ha visto ni se verá y por lo que ya no volveremos a ver jamás». Otro hombre, el que ve la realidad tanto en su verdad física como en aquella invisible: doble es la quimera que murió, la del hablante y la de la heroína Jacqueline. Ambos son el rostro de una misma y triste parodia: la vida11. Cuarto, empero, de donde saldrá la poesía haciéndose a sí misma. Qué lejos se está del último quinteto de «Miraje» (1898): Alas que danzan-notas de ensueños, vagos acordes-risas ufanas, fluyen del aire... ¡Semejan sueños de esos amores que son risueños como los nidos en las mañanas!

No habrá que quedarse sólo con la mera música de este místico mensaje. Y no porque se conocen las miserias físicas y morales de la biografía del autor, sino porque todo ello vibra ya en los sonidos que recibe el lector atento y sensible que no forzosamente las conoce. Mística música del silencio que encierra el hermetismo de los trobar clus sufíes, cuyo lenguaje metafísico conlleva claves que se le van descubriendo al lector que ya ha sabido abrirse a él por los sonidos primeramente. Aquí, el lenguaje musical es a la vez expresión de sentimientos y de elaboración verbal en la que Wagner se reúne con Rimbaud en un universo de correspondencias entre sonidos, signos y objetos; lenguaje sonoro que es umbral de lo espiritual, de lo divino, chispa de cierta forma intuitiva de hermenéutica esotérica, alegoría verbal y cósmica a la vez. Perfecto y solar entendimiento entre el hombre, la naturaleza, todo lo que vive y ha de morir, entre el poeta y Dios. Aquí hay esencia y quintaesencia de la transmisión de lo bello por el sonido religioso que reúne tradición, presente y futuro. Poiesis y aiesthesis en el sentido más estricto, ambas reunidas en un mismo mensaje. Ésta es la naturaleza de Herrera y Reissig, la misma que sus escritos trasuntan, y que,

según lo que afirma Bula Píriz, el poeta mismo consideraba como «paradoja viva», oxímoron viviente que dinamiza el crear hasta el desenfreno. Y este es el mensaje que recibe el lector, y que comparte como los «eufonistas» de la Torre de los Panoramas, a sabiendas o no de las vicisitudes de la vida del autor.

Dolor espiritual y físico. Esplín eterno Desde su Babilonia del Saber, desde su Torre de los Panoramas, Herrera y Reissig observa eso que Joris-Karl Huysmans describe así: «Una brisa cargada de misticismo había soplado en la literatura, la joven generación necesitaba y anhelaba lo infinito, de manera que ocultismo y espiritismo se pusieron de moda»12. La cita resume en pocas líneas el inmenso debate que comienza con la Revolución francesa, continúa con el Terror y la Diosa Razón13, pasa por el socialismo místico y utópico de Pierre Leroux y la laicidad que resulta de la tarea por desvirtuar al catolicismo llamado oficial por parte de la crítica histórica, desemboca en la búsqueda de sucedáneos espirituales y acaba en la enfermiza metafísica del esplín. No sólo Baudelaire se hace eco de ella, sino alguien que, en principio, se halla por encima de todo romanticismo y decadentismo morboso, el consagrado y loado maestro del Darío de Azul...: Catulle Mendès, el parnasiano, quien exclama: «Morir es tonto, lo mismo el vivir». El hablante de «Almas pálidas» (1908) dice:

-¿Sufres -me dijo- de algún mal interno?... ¿O es que de sufrimiento haces alarde?... -¡Esplín!... -la respondí-, ¡mi esplín eterno!... -¿Sufres?... -la dije, al fin-. En tu ser arde algún secreto... ¡Cuéntame tu invierno! -¡Nada! -Y llorando:- ¡Cosas de la tarde!...

Se fija el período productivo del poeta uruguayo entre 1900 y 1910. Así, en 1899, la revelación médica de su estado es el detonador que decide que el dandy será poeta. Se puede entonces hablar de escapismo o de exotismo en su obra, ello habrá de ser en virtud de un escaparse de sí mismo, del volverse exótico para sí mismo. Su nostalgia de París en «Esplín» (1900) es la de sí mismo, la de la vida que aún hay en él y que es obviamente «aburrimiento gris», aversión por la realidad. Y al Hada Neblina seguirá el Hada Morfina y a ésta el «opio neurasténico de su cigarro glacial» que fuma la primera. La muerte omnipresente: envuelta en su lírico manto de dolor, éste como límite, ruptura, vieja mentira como la vieja muñeca Jacqueline, salida del ¿Qué tal?, de Francisco de Goya.

«La muerte es el polo de la Vida hacia lo Inaccesible», dice el emisor en los poemas en prosa Ópalos (1906), y añade: «El Amor es la erupción de las almas hacia Dios». Dos caras de una misma moneda: el deseo de transcendencia, vital y poética, un solo deseo. Idea Vilariño, en su Prólogo14, relaciona a esa «dama tétrica», «sin dientes, angulosa», con la «resurrección» del poeta después del veredicto del médico: gracias a «lo literario lo paradojal, lo enfermo» Vilariño no parece poner límites a la incidencia de la vida privada en la obra de un escritor, como si ello llegase al punto de regular toda la elaboración. Creo que las citas de «Almas pálidas» y Ópalos zanjan la cuestión, ya que el lector sólo se queda con el intento de buscar sentido verbal y vital. En el caso de obra tan original como la de Herrera y Reissig ello es primordial, puesto que de lo contrario habría que poner toda la obra en primera persona, lo cual es imposible. Zum Felde en su Prólogo15 habla de «dramatismo hermético», metaforizando el sentido profundo de la propia figura citada de Ópalos. Considera además que «su verdad poética está en la maravillosa identificación de su imagen con la vida. Y en el poder mágico de su vivencia sobre el lector». Y, por más que el crítico añade luego que «lo que escribió éste sobrevive en la unidad esencial y total del espíritu humano» dándole a Herrera y Reissig la posibilidad de no ser un escritor nombrilista y egocéntrico-, se contradice al afirmar: «No se escribe ya como Herrera y Reissig», cerrándole el paso a la posteridad, volviéndolo hermético, es decir, obscuro para quienes no conozcan la biografía del autor. Creo que, adecuación o no, incidencia o no de lo biográfico en cuanto a su obra, lo fundamental es ver que en virtud de ello se crea un discurso literario que viene definido por la intencionalidad que guía la elaboración que transforma al discurso en una entidad diferente, generadora de sentido, a su vez sentido en ella misma en sí, es decir, sentido poiético. Con lo cual, lo importante frente a dicha intencionalidad es la recepción por el lector de lo que crea el escritor. El mensaje así es el de una aiesthesis reveladora de sentido por encima de su origen y de la forma misma que ésta pueda revestir. Por eso nadie puede decir de un autor ni que no es sincero ni que «ya no se escribe así»... La obra de Herrera y Reissig, más que ninguna otra, necesita del lector, porque aquí la intencionalidad se basa en la implicación exacerbada del poeta en ese su ordenamiento mágico. En este ordenar palabras se componen metáforas y figuras extrañas como entrañas sonoras verbales que vibran, y con ellas la materialidad del texto vibra y el sonido alcanza al lector. La magia intencional poética transforma los avatares del autor para que estéticamente alcancen a ser el vehículo de sentimientos vitales. Magia que revela, desnuda, cubre de fastuosas elaboraciones que transportan la esencia misma del ser-en-el-mundo en esa dolorosa condición del misterio vital, que es así eco y misterio poiético. La finalidad de la obra de Herrera y Reissig es una búsqueda de sentido por las palabras, y ello está presente, resalta en la cita de Ópalos. Lo inaccesible es materia de la Philosophia perennis, base del conocimiento esotérico. Del esplín eterno y universal de Herrera y Reissig. Ello haría de él ese iniciado que no fue en realidad. De ahí, como resalta en la cita de Ópalos, que su poesía conlleva materia de lo Inaccesible antes bien como caracteres esotéricos, rayos de la vida misma en su profundo misterio, aunados al misterio de la elaboración intencional de la poesía que se construye en bases de lo sagrado de la

palabra: mística ceremonia religiosa, elocuente religare en círculo secreto del autor con su lector. En «El Círculo de la muerte» se lee: Pienso que el gran Arte no depende únicamente de la imaginación, de un sentido particular de la Belleza, sino que está ligado en sus raíces alimenticias a facultades superiores del espíritu como reflexión, síntesis, discernimiento y amplitud, y por eso, a mi juicio, su mayor y menor intensidad y vida.

(p. 422)

Como la voz de Une saison en enfer que nace de elaborada alquimia y «sienta a la Belleza en sus rodillas» a la par que la encuentra «amarga» y huye porque su tesoro lo confió a «Oh, miseria; oh, odio; oh, brujas»; así la voz poética de Herrera y Reissig en su «esplín eterno» le ofrece al lector tesoro de alquimias verbales, de sonoridades extrañas que lo fascinan, lo envuelven y llevan al centro mismo de la Creación: perenne filosofía cuyo centro es el carnal misterio de la palabra, del Verbo.

El oficio de poeta. Intencionalidad poética y pathos No es éste el momento de proponer conceptos que resuelvan la espinosa cuestión del origen de las palabras, tampoco tengo las competencias requeridas para llevar el debate hasta sus extremidades. Georges Dumézil y Émile Benveniste lo hicieron ya de manera magistral a través de sus estudios lingüísticos. Indudable, empero, que al intentar comprender el mensaje poético de un escritor, múltiples preguntas lo asaltan a uno. En particular cuando la obra parece ser un conglomerado gratuito de exotismos y escapismos. ¿Qué valor posee la palabra en una obra poética? ¿Puede un escritor utilizar la palabra por la palabra, la metáfora brillante por la sola extravagancia de usarla y ser sincero al mismo tiempo con el símbolo que ésta contiene? ¿Qué significa, tan justamente, el ser sincero en poesía? ¿Es la elaboración poética compatible con la sinceridad y la busca de sentido? Subyacente se halla la cuestión fundamental del origen de los nombres de lo creado. Se le añaden las de por qué, cómo y para qué estos nombres revisten un valor tanto lingüístico como ontológico, literario como filológico. Así pues, he de intentar a lo menos esbozar el fondo de mi profunda convicción. Según lo debatido en el más antiguo tratado de lingüística de Occidente, el diálogo platónico Cratilo, optó por la opinión del discípulo de Sócrates que le da título al libro, y por la misteriosa Diotima. La fuerza controvertida y penetrante de la palabra misma está abogando porque se respete su misterio: mala o buena, arbitraria o no, tramposa o franca, verídica o falsa, fidedigna o pervertida, hasta el momento es lo único que nos sirve para mentir o decir la verdad, para ocultar o revelar misterios, para formular conceptos, para comunicar. Pero, por mucho que digan los neohermógenes y los

neocratilos, todo sigue siendo misterio -quizá por eso a la postre Sócrates se abstiene de tomar partido por una u otra de las posibilidades. Creo que si queremos transmitir sentido, hemos de reconocer que la palabra no es arbitraria. Más aún si se halla ligada al símbolo, a la metáfora, a la poesía, como es el caso de la extremada elaboración poiética en la obra de Herrera y Reissig, quien reúne así creación y emoción personal, ya que la palabra traduce tanto lo poético que en ella hay como el pathos personal del poeta que la produce. Por eso el signo no es arbitrario, sino el uso que de él se hace, como lo afirma Benveniste en Problèmes de linguistique générale (tomo I, 1966). En este mismo sentido van las afirmaciones de Gérard Dessons respecto a la elaboración de Baudelaire para el soneto de las «Correspondances»: «[...] tentativa de decir mediante la subjetividad inherente a toda representación del mundo. Decir a la vez que el objeto es lenguaje y que siendo lenguaje, su significación se halla ligada con la palabra que le está confiriendo su lugar en la experiencia que realizan los sujetos»16. Tanto en la poesía de Herrera y Reissig como en el Cratilo el escritor es un nuevo legislador que nombra como si se lo hiciese por primera vez, cada objeto de su interés, de su emoción, con un nombre nuevo que la elaboración intencional transforma en único, como en Baudelaire. Con sus metáforas sorprendentes, herméticas para algunos, la poesía de Herrera y Reissig reanuda con la tradición retórica de un Quintiliano, por ejemplo, para quien en la metáfora se reunían nociones de lo inanimado y animado, adaptándose a las exigencias métricas, por un lado, y las de la emoción por otro17. E incluso, dichas metáforas, al encerrar neologismos, entroncan con los principios elaborados en el capítulo 32 del Tratado de lo Sublime18 que se refieren a la divinidad que anida en la emoción de quien las crea. Cuando se realiza el ordenamiento sincrónico y diacrónico, semántico y semiótico, sintáctico y pragmático que estructura el discurso que podría definirse como poético por los recursos apropiados y propios que se emplean, se lleva lo arbitrario hasta tal extremo que deja de serlo. Un ejemplo: esto es lo que en el mes de mayo de 1989 en el Institut National Genevois oyeron quienes asistieron a la conferencia que María Kodama pronunció con el título de «Miroir et labyrinthe» sobre los temas en la obra de Jorge Luis Borges, los del espejo y del laberinto. Ella considera que Borges pone por encima de la reflexión a la experiencia, la cual rebasa lo arbitrario del signo, porque, dice, la poesía va contra dicha arbitrariedad: «La Biblioteca de Babel» laberíntica lleva un espejo que al invertir y duplicar las apariencias es la figura y la promesa de lo Infinito19. En cuyo caso lo que cuenta es la intencionalidad que guía la elaboración de tamaña arbitrariedad. En los albores del modernismo, sus seguidores pusieron en el programa la intencionalidad poética al servicio de la renovación que ya en los años 1880 en San Salvador emprendieron Francisco Gavidia y Rubén Darío, cuando juntos estudiaron los ritmos alejandrinos de Berceo y de Víctor Hugo. Aspiraban a una nueva intencionalidad no sólo renovadora, sino regeneradora, nueva, moderna. Y lográronla. Tanto que la etiqueta de hueros tenores retóricos les sigue pegada hasta hoy. Sin embargo, si se tiene en cuenta lo que le dijo Pedro de Balmaceda a Darío sobre los «sonidos rosa» de Catulle Mendès, pronto también se dieron cuenta de que la intencionalidad no sólo guiaba a la belleza y a la armonía del signo sino también al sentido. Porque no hay signo sin

referente ni sin sentido. Cuanto más elaborado el poema, más cargado de sentido. Y cuanto más estetizantes, exóticos y formalistas son, menos queda de ellos en los jirones de la historia. Y que no se diga que Herrera y Reissig ignoraba qué consecuencias tenía la exuberancia verbal, esta cita de «Conceptos de crítica» lo prueba, así como da testimonio en favor de la sinceridad de su extrema creatividad: La demencia imaginativa, la frivolidad pasajera, el oropel de mal gusto, la fraseología insustancial y el desaguisado de construcciones raras y atrevidas fueron los frutos de esa demagogia artística que le arrebató los lauros al genio, sucediéndose a la diafanidad y pureza de los sonidos de la pauta armónica, los repiques secos y monótonos de los cascabeles y de los timbales. Ridiculez de locura. ¡El hermoso rosal de Elena humillado por el enano baobab de Tartarín! ¡Neurastenia del hombre, y lepra del pueblo! Así se enfermó una época y así se perdió una gloria...

(p. 554)

Y en nota añade más adelante, siempre en este ensayo recogido en «El Círculo de la Muerte»: Pienso que el triunfo de un verdadero estilo está precisamente en una compenetrabilidad hermética y sin esfuerzo de los que llamaremos subestilos, palabra y concepto. El pensamiento, que es fuerza activa, debe tomar su parte de gracia al encarnarse en el vocablo para gustar sin violencia, y el vocablo, que es gracia pasiva, su parte de fuerza, para vivir sin humillación. Es una duplicidad armónica y semejante; trátase de que la idea tome inmediatamente la forma del vocablo, como un perisprit la forma del cuerpo donde mora, confundida en él y fraternizando hasta parecer tangible; y a su vez de que la palabra se imprima en el pensamiento y entre en él, de un modo ágil, ni más ni menos que como en un molde preciso y pulcro la cera caliente. El gran estilo es el que brilla y corre, como un agua primaveril espejo moviente de sombras movientes y vivas que erran por la página y se hunden en ella, cual pececillos traslúcidos, color del cristal...

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En su búsqueda de lo inaccesible, de lo eterno peregrino, del sentido esencial de la palabra y así retener la vida que se le escapa, Herrera y Reissig sabe, y ve, como poeta inspirado y profético, como lúcido renovador y gran artífice del Verbo.

Por una concepción órfica de la poesía La definición misma del arte poética se halla en esta intención que implica al autor en su labor ordenadora de sintagmas, de figuras de semántica, de sintaxis que acaban siendo poesía. Para muchos poetas, tanto de Ausiàs March a Stéphane Mallarmé y Arthur Rimbaud, la creación fue como una etapa infernal de la que salieron con el fuego poético en las pupilas. Así, las premisas de «la música ante todo» y «el arte por el arte» constituyen la esencia de la poiesis en el canon decimonónico que hereda Herrera y Reissig. Orfeo es la figura emblemática, junto a Pitágoras en quien muchos ven al sucesor del primero, para aquéllos que descienden a los infiernos del ordenar sonido y ritmo y como él vuelven siendo vates y profetas del Verbo. En su libro más difundido, Les Grands initiés (1889), para Edouard Schuré Orfeo es un joven de raza real, hijo de una sacerdotisa de Apolo, cuya voz melodiosa hablaba de dioses con ritmo tan nuevo que todos creían que éstos le inspiraban directamente. Sus ojos azules, sus rubios cabellos figuraban un rostro de gran dulzura. Un buen día desapareció sin que nadie supiese dónde se hallaba. Algunos lo daban por muerto, e incluso en los Infiernos. En realidad, dice Schuré, había ido a Egipto, donde los sacerdotes de Menfis lo instruyeron en los Misterios. Al cabo de veinte años de estudios volvió a Tracia, donde había nacido, para cumplir con su destino de vate y héroe20. Como Orfeo, los poetas modernistas, orgullosos de ser los elegidos del héroe poeta, los depositarios de secretos signos y de misteriosas ideas, de esencias y de vida, de renovación y de Historia a la vez, nos proponen en su elaboración formal no sólo la regeneración de la retórica española, sino la del ser en sí. Intuyen que no sólo el concepto debía de renovarse sino también la esencia de lo americano e hispánico a la vez. Cantan como Orfeo, y el ritmo de su canto es el misterio mismo, cuya representación material es lo Bello. Belleza del universo, del Verbo hecho palabra, Bello absoluto simbolista, prerrafaelista, a lo Edgar A. Poe, a lo modernista... Un «panegirista infatigable» de Herrera y Reissig que cita Antonio Seluja en su libro, César Miranda, habla de los «tormentos interiores» constantes, o de un segundo, en relación con «la noche o el mundo de las tinieblas, el dolor y los infiernos». Ello le otorga a la penúltima estrofa de «La Torre de las esfinges» su total abismo ontológico en la pura tradición órfica. Todo el horror de su ananké, dice Miranda, se halla en esta última serie. En efecto, allí Numen (o el nombre que el siglo XIX crea para designar tanto a los dioses que inspiran al poeta, como al comprender con la mente las esencias de lo creado), se reúne con la Noche, que representa el Tiempo humano o la NecesidadAnanké, cuyas entrañas morderá el hablante condenado a muerte por su fatal condición, en una vociferación poética liberadora. La fuerza del alma es para Orfeo el arma que lo lleva al hombre a la edad de oro de la absoluta armonía.

Así, en esta línea dice Herrera y Reissig también: «Os anuncio un Poeta, todo un Poeta: fino, delicado, grave. Y nuevo. Nuevo para América. Antiguo como el alma para el mundo. Pertenece a la era estética del Ideal, del milagroso ruiseñor de los Oráculos y de la etérea Harmonía» (prólogo para el libro de Carlos López Rocha, Palideces i púrpuras, al que el poeta da el título de Syllabus -aquí, letra «F»- como para que no quepa duda de que se trata en particular del enunciado de sus preceptos poéticos). El orfismo anima la renovación retórica y espiritual y que constituye la esencia del canon decimonónico21. Este aliento se apoya en la tradición antigua a través del Arte poética de Horacio -quien presenta a Orfeo como vate, que en Tracia era profeta y mago a la vez-, de la Eneida de Virgilio, de las Metamorfosis de Ovidio, de las obras de Esquilo y Eurípides. De todos ellos se hace eco Court de Gebelin en su Mundo primitivo -libro que figura en la Biblioteca Fondo Lugones de la Biblioteca de Maestros que el poeta argentino dirigió en Buenos Aires-, Fabre d'Olivet en su análisis de los Versos áureos de Pitágoras -que influye definitivamente en la visión política de Saint-Martin, Ballanche, Pierre Leroux; y obviamente Baudelaire, Víctor Hugo, Banville, Louis Ménard, Leconte de Lisie. Se trataba, como dice Brian Juden, de poner de relieve, merced a la figura de Orfeo, la romántica ambición de dominar la armonía poética absoluta, la muerte y su misterio, la ciencia positiva y materialista por una omnisciencia de las substancias y de las esencias. Todo ello para el progreso del hombre. En el relato «Aguas del Aqueronte» (1903), el héroe, Rodolfo, ansia beber «la vida en la copa de embriagueces del Ser, causa de Todo dentro de Todo», es decir, cobijarse en el seno de Neith, «la diosa triangular de la Naturaleza, el principio femenino de la vida del mundo». Así, el narrador, a imagen de los modernistas, de la mano de Orfeo y de los Misterios que éste aprendió en Egipto, parte en busca de los tres velos que ocultan a Isis-Osiris-Horus, al sagrado Triángulo22. El hablante de «Aguas del Aqueronte» responde totalmente a la tradición órfica que señala Brian Juden y que conlleva el impulso lírico que transforma al mundo sensible en algo divino. Para ello, una sola inspiración, la del Gran Todo, aliento universal «al que obedece el que tañe la lira», añade Juden. Y esos velos que cubren al sagrado Triángulo son los que transforman al poeta y a la poesía en un mensaje cuya función divinatoria, continúa diciendo Brian Juden, elige al hombre como instrumento, por su capacidad creativa, imaginativa, musical y rítmica, por su pathos que engendra la metáfora sublime. En efecto, en nota a las traducciones que Herrera y Reissig efectúa de poemas de Albert Samain, el poeta uruguayo hace hincapié en la «elasticidad harmónica», en «las conquistas modernas de la literatura quintaesente» que transforma a la poesía en «terciopelos del pentagrama» y que «traducen la morbidez y el abandono anímico del poeta en las situaciones de sueño, de vacío inconsolable, de compenetración sobrehumana con la Naturaleza» y que son la razón para que la versión de «Le Sommeil de Canope» sea «perfecta». Pero, obviamente, no sólo se trata de retórica, sino de ontología, de literatura sagrada, mítica, onírica y virgen como Safo, a quien Herrera y Reissig la llama «mi hermana», aludiendo ciertamente al poema n.º 72 de la poetisa de Lesbos y a quien Baudelaire recuerda en el contenido de sus versos de «Une charogne» (que Herrera y Reissig traduce).

Orfeo, Safo, visionarios cultores de la palabra que reúne y que diviniza a los hombres, quienes honrando a los Dioses como lo preconiza Pitágoras, logran aprisionar la sagrada Inteligencia y abandonan así lo inmanente para navegar libre en el Éter, donde «serás dios inmortal, incorruptible, y para siempre señor ante la muerte», como dicen sus Versos áureos. Orfeo, iniciado en los misterios egipcios, lejos del mundo, en los límites del mundo, halla la paz en lo Bello, en su omnipresencia poética; le confiere al artista la convicción de que lo poético es centro de la materia -o del Infierno- y que el poeta canta con una percepción diferente de la del común de los mortales, revelando a quienes saben el mundo superior y oculto. Eso oculto en lo Bello, ese «abstracto» que es «un recuerdo de Dios, superviviente y sellado en nuestros espíritus», como dice Herrera y Reissig en «Conceptos de crítica». La perspectiva de su muerte transforma a Herrera y Reissig en alguien que sabe, y su alma decide contárselo al mundo entero con sonoros acentos inauditos, porque esta es su manera de apropiarse del misterio de Neith, de lo Inaccesible en la Naturaleza. No hay ni destrucción del mundo para negarlo, ni derroche verbal para borrarlo ni para ensimismarse, como tampoco hay abolición del mundo para abolir a la muerte. Ni menos aún el dejarse poseer por la muerte, ya que la gran victoria del poeta -y por ende la del hombre- es la palabra encarnada en el Verbo gracias a la mágica intencionalidad poética, enteramente destinada al lector, quien la vive según sus propias realidades y sensibilidad. Hasta uno podría estar tentado de decir que en la poesía del uruguayo hay del principio rubendariano «mi poesía es mía, en mí», y que a cada lector su propia lectura. Pero no. Sonido, poesía y misterio vital son sólo uno. Así, de sonido en sonido, Herrera accede a ese Nirvana que Darío reclama en «El Salmo de la pluma», y que el uruguayo en «Aguas del Aqueronte» abraza: Belleza y Muerte a la vez construyen la vida: la única. Esta, inmanente, la otra, invisible, ya que ambas son el Inaccesible misterio, lo Indecible de Novalis. En la tercera estrofa de «La Vida» (1903-1906) se puede leer: Hacia el alba que madruga, surgió un corcel metafórico y desperté a un pitagórico ritmo de estrella que fuga.

En nota a este «Alto poema apocalíptico» aclara el poeta que los cuatro versos encierran: «el Yo consciente y audaz del Poeta, su Numen soñador y enfermo, su espíritu paradojal y revolucionario, su alma sedienta de Invisible y de Verdad Religiosa, el Genio investigador de la Causa Suprema a través de la Ciencia y de la Metafísica en dolorosa peregrinación».

Es verdad que la presencia de un doble sonido esdrújulo en el corazón de esta estrofa impele a considerarla como un exceso retórico, como un exotismo acentual, como una vibración híbrida y escapista, una adjetivación insincera. Empero, a la luz de la cita inmediatamente anterior, ¿por qué no pensar como el lector que, sabiendo poco y nada de la biografía del escritor, se queda con lo que emite el hablante del poema, y reconoce en ese «abrazo pitagórico» la confirmación de la voluntad místico-pitagórica de creer, y creerse «Sumo genio de las cosas», merced a la mágica intencionalidad del verbo poiético cuya sonoridad intenta reproducir lo misterioso indecible? Además, si se considera que dicha nota citada es como el resumen de la vida del poeta uruguayo, y que la nota figura en un poema que se intitula «La Vida», ¿por qué no incluir en el artículo del título la fuerza deíctica y totalizadora propia de lo definido que abre las puertas a lo infinito...?

Intencionalidad mágica La imaginación y el soñar del poeta lo ayudan a que se empape de los secretos de la Naturaleza, y ello gracias a lo que se da en llamar mentalidad primitiva o analógica, según se aluda a la esfera de lo etnológico o de lo simbólico. Tal mentalidad ayuda a que el hombre comprenda misterios como el que oculta el velo de la Gran Triada antes citada. Dicha mentalidad libera al escritor de prejuicios científicos y lo sitúa frente a la Naturaleza, lo lleva a intentar descubrir sus misterios, a interrogarse sobre ellos y, en un extremo, lo vuelve iniciable. Iniciable no implica forzosamente iniciación propiamente dicha en el canon decimonónico y finisecular, o romántico. De éste se hereda el valor de la intuición como elemento fundamental en el aprehender misterios de la Naturaleza, misterios que comparte la Tradición primordial con quienes lo poseen. Todo ello facilita el papel profético y el sentido poético-oculto, o esotérico, de la palabra poética. Así, naturalmente, el poeta descubre, conoce, da testimonio de la ley de las analogías, o de las correspondencias herméticas; comprende que la Creación es símbolo de lo divino, y cómo el Universo está en total correspondencia con el Creador, con lo Infinito, con lo celeste. La palabra como misterio ayuda a descubrir esas correspondencias en el momento de elaborar intencionalmente el arbitrario ordenamiento que genera el hecho poético. Cifra es la palabra de lo Infinito. El hombre mismo es entonces infinito. Este es el mimetismo del que habla Herrera y Reissig cuando clama por alcanzar lo Inaccesible. También, verbigracia, Rene Ghil clama por este mismo Inaccesible en el Traité du Verbe (en 1886, con Prólogo de Stéphane Mallarmé): «Al recrear la realidad, todo se vuelve ficción, y merced al poeta, la palabra renace en los oídos de la multitud con una música y un poder de encantamiento totalmente nuevos». En el siglo XIX, la novedad en que lo que crea el poeta es nuevo en él, suyo en sí: uno de los fundamentos modernistas, el que abre las puertas a la creatividad más extrema. La poesía se vuelve magia en su elemento primordial: la intencionalidad. La intencionalidad poética nos lleva a descubrir un mundo invisible, incitándonos a entrar en los delirios de los límites infinitos y absolutos: cada uno de los poemas es ese descubrir misterios: la Creación, en particular, sinfonía arbitraria y armoniosa a la vez,

rito celebrado en aras del Universo. La Poesía, por su armonía intencional es figura del macrocosmo. El poeta interpreta -comprende y transmite- el aliento divino que nutre a lo Creado. Esto es algo que hoy indiscutiblemente caracteriza a los grandes escritores modernistas, quienes, al igual que Apolo e instruidos en el orgullo de ser órficos profetas del Verbo, enseñan que la música traduce lo sagrado que reside en la palabra. Así transmite Herrera y Reissig un quehacer de doloroso contexto, es verdad, pero de elaborada intencionalidad poética: percibir diferentemente la realidad -de ahí la voluntad neologista-, dar una visión de las cosas tal que lo real, definitiva y conscientemente huidizo (no ya en el flujo del heráclito río propio de la condición humana, sino en la interrupción de ese flujo), quede preso en las redes metafóricas y sintácticas nuevas -de ahí la profusión creativa desbordante, chocante incluso, revolucionaria, desordenada, incluso ahogante. No creo que se trate sencillamente, como lo señala Antonio Seluja de la «egolatría del genio» que ambiciona «sobrevivir al tiempo». Creo que el hablante de los poemas de Herrera y Reissig se esfuerza por aprisionar al tiempo no para sobrevivir ni perdurar, sino, sencillamente, para vivir por encima del tiempo, para vivir el breve instante de la creación, de la intencionalidad poética, cuando vibra la palabra como vibra el OM (ese mismo que inspiró a Darío, entonces imbuido de Teosofismo gracias a las enseñanzas de Jorge Castro Fernández, varios poemas), es decir, eternamente. El quehacer poético así motivado es imaginación, es conocimiento, que aprisionan a lo oculto, a lo esotérico productivos y cognoscitivos. La poesía encarada así deja de ser simple armonía verbal y formal para entrar en un mundo de sonidos de raras connotaciones, un mundo aiesthético de alcance emblemático y simbólico. Y como todo ello pasa a través de la palabra, lo que se observa en Herrera y Reissig son caracteres esotéricos que nutren su poesía, que no la verdadera expresión del esoterismo iniciático propiamente dicho. Y aquí entra a tallar la valoración finisecular de intuición como ultramemoria humana que ayuda a recordar y a reivindicar el conocimiento de perdidos misterios23.

Herrera y Reissig y la creación literaria de caracteres esotéricos El caso del espiritismo Julio Herrera y Reissig, ¿adepto del espiritismo? Oh, no, afirma la hermana del poeta en su libro Vida íntima de Julio Herrera y Reissig (1943), y añade que se trata de curiosidad, pura y simple curiosidad.

Es verdad que la crítica hablaba con parsimonia de este tipo de detalles. En 1925 Máximo Soto Hall publicó Revelaciones íntimas de Rubén Darío, siendo el primero en atreverse... En 1946 con Mi padre de Leopoldo Lugones (hijo), y en 1960 con Este otro Rubén Darío de Antonio Oliver Belmás los admiradores o detractores de ambos poetas pudieron leer por fin detalles hasta entonces tan sólo murmurados. En 1961 con el «Estudio preliminar» para las Poesías completas de Herrera y Reissig, Roberto Bula Píriz no pudo leer con exactitud cuál era el interés del poeta por el espiritismo. Se confundía verdad con intimidad, en virtud de principios burgueses que los propios poetas rechazaban. Se entorpecía así cualquier esfuerzo por comprender qué influencia podía ejercer en ellos la evolución del pensamiento, las ideas y las modas, el contexto histórico. Se tergiversaba o se ensalzaba, y se dejaba de lado el punto de vista epistemológico. Así ocurrió con el concepto del esplín, por ejemplo, tan importante en la obra de Herrera y Reissig. En efecto, esplín en el silencio del alma, la cual parece dormida, como muerta, y a la vez regodeándose en su condición: «Si es así, huyamos hacia aquellos países que son las analogías de la Muerte», dice Charles Baudelaire en «Anywhere out of the world» (¿estaría pensando en este poema Rubén Darío cuando en su conferencia en el Teatro Solís de Montevideo designa a su colega uruguayo como alguien «out of the world»?). El hablante de «Almas pálidas» (1908) dice:

Mi corazón era una selva huraña... El suyo, asaz discreto, era una urna... Soñamos... Y en la hora taciturna vibró como un harmonium la campaña. La Excéntrica, la Esfinge, la Saturna, acongojose en su esquivez extraña; y torvo, yo miraba la montaña hipertrofiarse de ilusión nocturna. -¿Sufres -me dijo- de algún mal interno?... ¿O es que de sufrimiento haces alarde?... -¡Esplín!... -la respondí-, ¡mi esplín eterno!... -¿Sufres?... -la dije, al fin-. En tu ser arde algún secreto... ¡Cuéntame tu invierno! -¡Nada! -Y llorando:- ¡Cosas de la tarde!...

Misterio lunar, tiempo fuera del tiempo, alma nocturna y reticente, silencio invernal: colores del esplín en este poema de «Los Parques Abandonados», colores del dolor ontológico y metafísico. Mientras el emisor en «Los Maitines de la Noche» fallece de nostalgia por París, presa su alma del «aburrimiento gris», fumando el «opio

neurasténico» del «cigarro glacial» de la neblina, en brazos de la amada de ojos llenos de tinieblas, cuya «faz plenilunial» ilumina tenuemente la «clorótica noche»: osada prosopopeya de absoluta modernidad, para nombrar a Hécate infernal, la Febea lunar, rostros todos de la Artemisa gemela de Apolo, mujer virgen de las vírgenes por gracia de su padre Zeus; astro de la noche, diosa de la vida y de la muerte cuyas tres fases invocan los magos -otra vez la cifra tres-, símbolo del inconsciente que se agita tanto para vivir como para morir. Es que el esplín es la noche del alma, el color del más allá donde vida y muerte se reúnen. Como el Amor y la Muerte en Ópalos: «¡He aquí las dos únicas cosas graves, impenetrables, decisivas, inevitables, de una ciega fatalidad, que hieren desde arriba como el rayo, haciendo una profunda interjección de sombra y luz! Lívida, inmóvil, helada la una. Púrpura, vertiginosa, ardiente, la otra». El esplín es forma también de la pitagórica ley de la armonía de contrarios, su expresión, su color. El esplín es también el umbral del deseo de comprender el misterio que está más allá de la vida y de la muerte. El umbral del interés por el espiritismo. Para el lector atento e implicado en este ámbito gris, nebuloso, neblinoso, todo comunica directamente con el mundo del peri-sprit, del cuerpo ausente de este mundo y como presente ya en el más allá, del alma evadida de lo inmanente. Aunque Herminia Herrera y Reissig afirma que las lecturas teosofistas y espiritistas de su hermano en la Torre de los Panoramas eran como un cómico deseo de sugestionarse para poder escribir, Roberto Ibáñez24 recuerda «los crédulos esfuerzos con que Julio procuraba obtener mensajes de ultratumba» y cómo entre los asistentes al cenáculo «se concertaban nocturnas expediciones para "cazar espíritus" en el Cementerio Central». Antonio Seluja, en su libro sobre Herrera y Reissig, por omisión, parece compartir la opinión de Herminia, y pasa de largo ante los cuentos encarnacionistas y espiritistas El Traje lila, Aguas del Aqueronte y Mademoiselle Jacqueline, limitándose a poner de relieve lo que hay en ellos de autobiográfico; con lo cual los califica de decadentes y románticos. Tampoco dice nada de «Crepúsculo espirita». Por citar aquellas composiciones más evidentemente concernidas... Estas composiciones, y muchas más, habrían de analizarse en función, por ejemplo, de los detalles que nos entrega al respecto Roberto Bula Píriz en su «Estudio preliminar» citado: las visitas del poeta al espiritista Palacios, las lecturas de William Crookes y en particular la de Phénomènes spirites en una traducción italiana muy difundida en el Uruguay. Crookes reconoce allí que existe una corriente que reúne en una sesión de espiritismo la capacidad psicológica de un ser humano especialmente dotado y sensible y la de la asistencia predispuesta favorablemente, ya que él había podido fotografiar varias materializaciones durante una sesión de espiritismo. Es decir, que implícitamente reconoce la existencia del fluido mediúmico, del peri-sprit, de la vida en el más allá. Este libro causó sensación en su momento y convenció también a Herrera y Reissig, y, lo que más cuenta para nosotros: contribuyó a alimentar su sensibilidad y su imaginación. Otra lectura importante en este campo es la de Ipotesi spirita de Cesare Lombroso. Allí leyó análisis sobre los fenómenos telepáticos y de transmisión del pensamiento que los espiritistas habían acaparado y casi hecho propios. Lombroso explica tales fenómenos según la capacidad de autosugestión aguda que es frecuente en seres hipersensibles y enfermos. ¿Puédese, pues, imaginar que existe una relación entre estas

lecturas y las «bromas» a las que alude Herminia, y la elaboración de los relatos de corte espiritista? ¿Son casos de influencia lineal y directa, o de imitación sarcástica? La relación que habrá de llamarnos la atención es antes bien la que existe entre la amada de frialdad plenilunial, perdida en el ocaso otoñal, «fatal delicia», y el hablante que le da el «único beso» en «Crepúsculo espirita» (1907). Ligadura entre ambos de amor y de muerte, o, mejor dicho, la de los enamorados de la muerte... Turba aún más la amada cabellera «azul negro», como la noche más negra que enmarcan los «ojos sonámbulos de muerte» de la «exangüe Nirvana» de «Berceuse blanca» (1909-1910). Esta canción de cuna blanca, de blanco duelo iniciático lleva la impronta de la realidad probada del autor implicado en la intencionalidad de una poiesis destinada a traducir sus propias postrimerías. Amada-alma, y alma amada y amada del alma, peri-sprit que navegará en el Éter primordial: luz y silencio a la vez, himeneo de «la Esfinge sin palabra», tálamo mortal de esta «boda negra» que en ediciones posteriores a la versión manuscrita llevará la ambigua dedicatoria: «A ti, Julieta, a ti» (ambigua si se sabe que fue la destinataria quien se encargó de la publicación). Pero el lector asiduo de la obra de Herrera y Reissig sabe que amor y muerte son temas que van reunidos en numerosas composiciones -como los poemas en prosa de Ópalos, por ejemplo- y que dicha reunión forma la trama esencial de su inspiración.

La Palabra como eco del misterio del cosmos El arte escritural es en Herrera y Reissig el lenguaje de la ausencia. Por ello lo espiritista es un aspecto más en la tarea de levantarle el triple velo a la señora de Sais, a la eterna Hécate nocturna e infernal. El que va a morir saluda a la vida con aquello que posee: las palabras. Las vuelca así como vienen, ya elaboradas en su sufrimiento, en su dolor de prisionero de Ixión o de Damocles. Espiritismo verbal, materialización del terror a la muerte y su misterio, temblor ante lo absurdo de la interrupción sorpresiva y tempranera. Palabras como símbolo de lo que pronto le faltará: la vida. Palabras órficas, liras de Apolo, fuentes de misterio y del saber absoluto25. Palabras, pues, como muerte. Palabras que corren por doquier, que lo empapan todo, que lo sumergen todo: abismos mitológicos, Hesíodo y Homero en el «Laurel rosa» -especial mención para el árbol consagrado al Apolo délfico-; palabras que glorifican a dos poetas: a Alberto Nin Frías y a Sully Prudhomme, vistos aquí como doctores del Cronos, dueños de lo anacreóntico, de las Parcas, de Caliope, de la vida; dioses ambos del Verbo Olímpico y de la palabra que limita y niega con su propia sonoridad al can Cerbero, la que salva a Orfeo y lo reúne con Pan y con la divina Isis. Es que el instante es símbolo y la Historia emblema del Tiempo. Herrera y Reissig desgrana símbolos como quien respira. Como quien cumple la actividad decimonónica de acumulación en la que estribaba el dominio del ámbito de sus intereses. Así ocurrió con la mayoría de los grandes ocultistas de entonces. A la vista hoy de nuestros criterios analíticos, científicos y racionalistas, sus obras no resisten el análisis histórico estricto, pero leídos con el enfoque finisecular aparecen como sedientos buscadores de la verdad de los misterios, sed que los llevaba a servirse de todo aquello que impelía a la secreta interiorización religiosa, ajena en lo absoluto a la noción de ortodoxia, y aún más como

a la de heterodoxia y que producían palabras y libros enteros que eran verdaderos detonadores en el lector de impulsos a su vez religiosos y que alimentaban la misma sed de quienes los habían producido, comunicado y antes buscado y encontrado. Conque, si la obra de Herrera y Reissig fuese sólo insincera y a la postre destructora erudición, si esto fuese sólo exotismo y huero hermetismo, sería mera hojarasca, ropaje, teatralización, mezcolanza como piensan algunos. Entonces, haciendo abstracción de la indispensable mirada epistemológica que exige la obra de Herrera y Reissig -como la de muchos ocultistas y esoteristas del siglo XIX-, se podría decir que ¿qué es la vida sino hojarasca cuando no la anima la búsqueda del misterio del Verbo? Se riza el rizo y no queda más remedio que creer en la fuerza creativa, constructiva y cognoscitiva de la obra de Herrera y Reissig. El instante multiplicado escribe la Historia. La acumulación decimonónica escribe al propio siglo. La prosa heteróclita de muchos autores escribe la búsqueda secreta del sentido de Dios y del universo. Como lo hace Des Esseintes, quien analiza los mundos antiguo y moderno en su tentativa de resolver su «esplín eterno» gracias al arte, la ciencia, la literatura y la religión, versión decadente de la Philosophia Perennis. En esta actitud mucho existe de lo que afirma el autor del Tratado de lo Sublime sobre la relación del hombre con la naturaleza, la cual «nos introduce en la vida y en el universo como en una gran reunión panegírica, a fin de que podamos contemplar todo lo que en ambos ocurre [...]; desde el principio la naturaleza cría en nuestra alma ese amor invencible que nos impele a todo aquello que es eternamente grande y a lo que hay en nosotros de divino». Ello conduce al hombre a contemplar la universalidad de la naturaleza, y a que «su imaginación rebase los límites de todo lo que lo rodea», alcanzando por lo grande y lo bello la verdadera finalidad de su presencia en la Creación (capítulo XXXV, 2-3). Como la vida misma, el triunfo del Verbo mide al tiempo de lo terrestre y de lo humano, ya que la palabra está impregnada de cronología, de diacronía. En «Las Clepsidras» -serie de estrofas metafóricas que ordena Herrera y Reissig en sonetos, en postrera energía, plasmando su amor de la vida en ritos que celebran una sola verdad- vivir y morir constituyen las formas de una misma liturgia en unción de erótica metempsicosis, cognoscitiva y primordial. «Las Clepsidras» miden el paso del tiempo con aquello que es símbolo del tiempo mismo: el agua-hembra, elemento de la Creación primera, aquí hierofanía salvadora de palabras que imitan el orden cósmico y anuncian la edad nueva: la del poeta dueño de la palabra. El emisor de estos sonetos lleva al amor triunfante por la vida hasta los umbrales de la muerte. Y a ésta él la posee, la penetra y la vence -las vence- como en «Berceuse blanca». Porque amor y muerte es «toda la Esfinge», «toda la lira», «Síntesis de Gliceras, Diotimas y Atalantas», la «Esfinge sin palabras», el himeneo, «pentagrama del mar», «el ataúd el tálamo de nuestra boda negra»: se riza el rizo y todo es misterio en esta alma que vive y muere abierta al más allá, en particular a su expresión. Amor y Muerte, Amado y Esfinge, misterio vital y fúnebre en el que lo erótico constituye el matiz por donde se escapa la vida y a la vez la produce.

En el simbolismo erótico de la «Catedral hermética de carne visigoda», y en el Verbo metafórico y doloroso se encarna la poesía de visos esotéricos: «¡Lírica sensitiva que la Muerte restringe! / Salve, noche estrellada y urna de quintaesencia: / ¡eres toda la Lira y eres toda la Esfinge!», estalla hiperbólico el emisor de «¡Eres todo!...» («Los Parques Abandonados»). Así la poesía es el amor prohibido por la vida, por la música; amor que es todo uno con y en el hombre: «Yo he sido / la sexual unidad: 1 y 2 / el sabroso misterio de arcilla», exclama el emisor de «El Hada Manzana» (1900). Roberto Bula Píriz (siguiendo el criterio de reconstituir los grupos de poemas que ordenó el propio Herrera y Reissig y que publicó o no durante su vida), presenta en su edición para Aguilar, bajo el título de «Las Clepsidras», la serie de ocho sonetos de clara convergencia en el punto que los reúne: la vida y la muerte, el erotismo religioso, el universal religare. Estos poemas merecerían un estudio entero, tanto desde el enfoque formal como en cuanto a su contenido y sus referentes. Como no se trata aquí de hacerlo, tan sólo me referiré a ciertos aspectos tendentes a apoyar lo que me hallo intentando: mostrar los matices que justifican la existencia de caracteres esotéricos de la obra del poeta uruguayo. En efecto, es ésta una serie de sonetos de rima consonante abrazada al estilo del Petrarca en su Canzioniere, y dos de rima alterna a la manera del marqués de Santillana en sus sonetos al itálico modo. Los cuartetos proponen rimas con eco, siendo en esto notables los de «Oblación abracadabra». Los tercetos ofrecen variantes rítmicas de corte modernista. El número de ocho sonetos relaciona dicha cifra con el simbolismo primordial del recorrido iniciático que dejan entrever los títulos de las composiciones. El simbolismo numerológico podría ofrecemos aquí un enfoque interpretativo, el del equilibrio cósmico de la Rosa de los vientos y el de la rueda de la Ley budista y celta, equilibrio medianero entre el cuadrado y el círculo, mundo propio del hombre que busca su transfiguración26. Así una misma voz parece recorrer el camino cósmico de estos ocho poemas. El hablante se presenta a sí mismo escuetamente: de «condales insignias y cuarteles de altos brillos», vital y mortífero a la vez; más bien vestido de refulgente armadura y relampagueantes yataganes. Lo que verdaderamente cuenta aquí es el tú a quien le están dirigidos los sonetos: virgen de «doncellez de lirio» que habita en «Ciudad Rosada», es decir, de forma vital y espiritual a la vez, incorrupta e inaccesible, en su doble pureza floral y colorida, de blanco y rosa, mortal y transcendida a la vez, sabiduría esencial. Primaveral, y carne de martirios y suplicios. Alteridad compleja que corteja el caballero hablante, siendo ésta como su alma que él busca conquistar, amada porque condenada: amor y muerte en el mismo epitalámico sortilegio, reunidos allí donde el caballero clava su «sádico pendón de muerte». Simbólica duplicidad la del encuentro de estos tú-yo que los vates celebran en «réquiem gemebundo». Alteridad y unidad: reunión universal, representación del hombre que integra la Creación. Es erótico-amatorio el cósmico recorrido de estas bodas de un mundo intermedio: entre amor y odio, vida y muerte, sexo y virginidad. Carácter eterno del «Epitalamio ancestral»; y canto inmemorial que se vuelve cruel sacrificio en el título con figura de oxímoron en «Misa bárbara». Luego se reanuda el rito amatorio en «Liturgia erótica», la cual ya no encierra la memoria colectiva de la humanidad, sino que sigue el ordenamiento eclesiástico -sin blasfemia, ya que el altar es de carne que lucha contra la muerte en combate enamorado: él-yo la posee a ella-tú.

Grande es el misterio de este doble encuentro; aúlla la Esfinge como grávida de secretos. Pero se apea el caballero, ya que todo ha sido ilusión. «Renunciación simbólica» aporta el respiro que el caballero necesita. Y ya en el portal de la «Ciudad Rosada», centro solar de sabiduría y pureza, símbolo y metonimia de la amada, el caballero concreta su triunfo en esta etapa y clava «su pendón de muerte». En la etapa siguiente, otra fe, otro fervor habrán de animarlo: la voz del muecín en «Unción islamista». Pero, insatisfecho, el caballero avanza en el simbólico camino y recurre a la ofrenda mágica de la «Oblación abracadabra»: bendición gnóstica de origen hebreo que tampoco colmará al viandante en su iniciación (Pierre Riffard, en su Dictionnaire de l'esotérisme de 1983, explica que abracadabra es una deformación del hebreo beraka y del nombre del arconte Abrasax que forjó Basilides). La fe de la India, difuminada entre rajas y leopardos, entre el Mahabaratá y sus mitos, la fe indostánica que alimenta las estrofas del último soneto tampoco podrá evitar que la «araña de la muerte» derrame «un signo sobre el plenilunio» de un rito de plurales metempsicosis. Porque este es el gran tema del conjunto de «cromos» que se hallan así reunidos con el título de «Las Clepsidras». (Nótese que Herrera y Reissig está empleando un vocablo que constituye un modernismo más en su búsqueda formal, ya que, según lo atestan Martín Alonso y J. Corominas, cromo no figura en nuestros diccionarios hasta 1884, existiendo el adjetivo cromático para designar lo relativo a la escala de sonidos. Y al lector le toca, pues, presuponer referentes tanto de sonidos como de colores desde ahora). El eterno retorno frente a la muerte, como lo expresa «Epitalamio ancestral»: bodas eternas del hombre con su condición, y la promesa de progresar en el camino de perfección. Condición funesta y perfección que salva son las que se hallan comprendidas en el reloj de agua que mide incansablemente a ambos aspectos por aquello de que es el tiempo y metonimia del tiempo en lo que le alimenta: el agua vital y destructora, símbolo primordial, Cerbera del transcurrir del tiempo vital y eterno. Según se lee en Vitruvio, Ctesibios en Alejandría en el siglo II antes de Cristo construyó la primera clepsidra. Después, tanto en Oriente como en Occidente se multiplicaron y con el reloj de arena formaron los más corrientes medios de medir el tiempo27. Ernest Junger, en Le Traité du sablier, (1970), habla de estos medios telúricos -las clepsidras, los relojes de arena y de fuego- y cósmicos -los relojes de sol- de medir el tiempo. Así, la clepsidra se relaciona con la temporalidad humana en su forma fenomenológica y en su forma eterna, caras de la condición que rápida fluye hacia lo eterno, símbolo de la ambigüedad y ambivalencia de la naturaleza humana. Cada fe ilustrada en cada uno de los sonetos concretan poéticamente la fuente que inspira la búsqueda del hombre como el agua primordial de Castalia a la Pitonisa de Delfos. Eros, Cristo, Alá, Buda, Brahma y Abrasax cumplen con el religare del hombre con su propio destino. Por eso estas clepsidras miden el aliento religioso y poético, el cual, siendo instantáneo es eterno también, porque su elemento que fluye es la palabra, ordenada intencional y mágicamente. Si se pudiese atestar que Herrera y Reissig conocía los arcanos del Tarot, podríase asimilar este recorrido iniciático y religioso al que viene simbolizado en el arcano n.º 9

llamado El Eremita. Vestido del manto azul de los iniciados, con su bastón en la mano izquierda en señal de autoridad y de apoyo en el sendero del iniciable, con la serpiente sabia y tentadora a la vez a sus pies, el eremita busca la verdad con una lámpara en la mano derecha como Diógenes en las calles de Atenas. Esta lámpara puede ser, según los juegos del Tarot, un reloj de arena (o una clepsidra). Así la figura n.º 9 es la metonimia del Tiempo que representan Cronos o Saturno. A la vez que es el emblema de la sabiduría y de la verdad que el hombre es capaz de lograr y descubrir si sabe recorrer el camino que lo lleva a la eternidad. Si se pudiesen atestar estos conocimientos, tal sería el mensaje confirmado de estos sonetos cargados de caracteres esotéricos para quien sabe así leerlos. Habría dos fuentes posibles que podrían atestar: por un lado los poemas del Petrarca, que Herrera y Reissig leyó, y entre ellos el intitulado Triunfi, donde se alude al Eremita y a su simbolismo primordial. Otra sería la erudición del poeta sobre el pitagorismo. Luego de interiorizarlas, alimentó con ellas los versos panteístas y órficos en los que él evoca a la Naturaleza y al hombre como la imagen del Todo viviente, del Principio causal, de ese UNO que es el ritmo cósmico, origen y emanación a la vez.

Pitagorismo, fuente de poiesis y de armonía vital El canon decimonónico, por ende el modernista, se nutre de la Philosophia Perennis, la cual inspira en los escritores intuitivos de la segunda mitad del siglo esos caracteres esotéricos presentes en la obra de Herrera y Reissig. Pero, ¿qué hace aquél que de ella se inspira? Gritar, agitarse, correr como el hombre con la maleta por los pasillos del Metro parisiense y que evoca Malraux... ¿Por qué se grita, se agita, y se corre si no es para darse una posibilidad de escapar a la condición funesta del hombre? Y si callar es también una forma de gritar, la acumulación expresiva de cara a descubrir los misterios de lo Inaccesible también es otra forma de hallarlos, acumulación verbal que en la obra de Herrera y Reissig no es un destruir la Naturaleza, sino construirla en correspondencia con los misterios. Para el filósofo, dice Jean Guitton, el Todo es más importante que las Partes. Sin embargo, ¿explica ello que la totalidad desborde? Quizá lo esencial sea el silencio, ese que nos acompaña cuando, como dice Henri Bergson, vamos hacia el misterio eterno. Y cuando se nos plantea la interrogante sobre lo que Sócrates llama el instante que le sigue a la muerte, la cual no existe en su verdad instantánea. De un lado del espejo la muerte conspira contra la lógica verbal corriente de tal modo que del otro lado se halla la inspiración forzosamente, añade Jean Guitton28. Silencio y cumulación verbal son como la vida y la muerte una misma cara de lo Inaccesible. Este doble juego transforma al amor en fuerza componente de lo Infinito, y en «La Vida» el poeta pone una voz que clama por la ilusión soñada, por lo divino Ideal por la forma perfecta, símbolo de una mujer primordial que custodia al erotismo primordial: «quimera platónica», guión en «armonía Cosmogónica» con el Ser, Diotima «ebria de Revelación». El hablante aspira a un conocimiento de la mujer como integrante del misterio de esa vida que las «hilanderas» tejen con mayor rapidez que de costumbre en el caso de Herrera y Reissig: «¡Yo oficiaré en lo más hondo / de tu Estética alegórica, /

dueña del beso sin fondo / de erudición Pitagórica!». El hablante, en el filo de la hoz de la Parca, observa a la Vida-hembra, y a la Muerte-hembra: y la poesía fluye eterna. En su fluir se reúnen los contrarios. El Eremita del Tarot le da al adjetivo hermético que muchos aplican a la poesía de Herrera y Reissig un sentido esotérico. La lámpara-reloj de arena-clepsidra que lleva esa figura en la mano derecha es la síntesis hermética de tres antinomias: «idealismorealismo»-«realismo-nominalismo»-«fe-ciencia empírica», dice Valentín Tomberg en las Méditations sur les 22 arcanes majeurs du Tarot29. Pitágoras, Hermes, Orfeo reunidos en un mismo anhelo: alcanzar lo Inaccesible. Como sobre la cresta de un otero, en caravana medieval de macabros bailarines, el hablante en La Vida emprende una peregrinación intelectual a través de la filosofía como lo hace por las religiones el de los sonetos de «Las Clepsidras»-, intentando descubrir el secreto que se esconde en el fondo del binomio vida-muerte en el seno de la Hembra, seno y «fondo bruno / de lo inmanente vital», esencia del «Génesis material». De esta manera el Verbo se vuelve palabra ontológica, instrumento del Conocimiento; transporta esa armonía de la que habla Pitágoras y que forma el limo de la inspiración de Herrera y Reissig en los umbrales anunciados del abismo Incognoscible: no hay que olvidar que él califica a «La Vida» de «poema apocalíptico»: y, ¿qué es la vida sino un hacer cara a la Revelación? Ricardo Gullón se refiere al pitagorismo erótico del «abrazo pitagórico» de las almas que en la obra de nuestro poeta se reúnen armoniosamente en su contradicción esencial30. Pero, ¿se trata efectivamente de la armonía esencial de la que acabo de hablar? Los fragmentos que nos transmitió el acusmático Filolao de su maestro, revelan que Pitágoras no encaró la armonía cósmica como la unión espiritual a la que se refiere Gullón de ciertos poemas de Herrera y Reissig. Para Pitágoras, si el punto, el uno es la base de todo lo creado, la verdadera fuente de armonía es el número diez, la década «reina de la vida divina, celeste y humana», y la del tres, Triada divina y perfecta forma en el uno de la tétraquis, síntesis cognoscible, cuya figura en el mundo terrestre era el oráculo de Delfos31. Es verdad que la dinámica que anima este lenguaje de símbolos es la atracción de los contrarios, pero la que logra reunir en unión armónica como la que evoca Gullón en la obra de Herrera y Reissig nos lleva más bien a principios platónicos como los que se leen en El Banquete, y que son los que el hablante de «Determinismo ideal» («Los Parques Abandonados»), transpone de manera más romántica que esotérica. No creo que lo interesante resida en el constatar que hay poemas que mucho le deben al Romanticismo y a su visión soñadora de la Creación, sino en la necesidad que siente el poeta de ubicarse en erótica armonía en un mundo en armonía, donde todo resume la divinidad. Y esto se ve claramente en sus ensayos sobre estética y crítica literaria. Pero el autor implicado de ciertos poemas es panteísta y pitagórico a la vez. En efecto, la consubstanciación en «Panteo» (Los Peregrinos de Piedra, «Los Éxtasis de la Montaña») se vuelve abrazo armónico y erótico en «Panteísmo» («Los Parques Abandonados»): «¡[...] Un inaudito halago / de consubstanciación y aéreo giro / electrizonos, y hacia el éter vago / subimos en la gloria de un suspiro!...», para acabar en «Abrazo pitagórico» también en «Los Parques...» de Las Lunas de Oro.

También es verdad que la sed de armonía que reflejan los poemas en su elaboración poética intencional en grado extremo, como un grito, pone en la mujer amada tales características que la transforman en «vaso de toda Ciencia». Esta definición, bien mirada, es totalmente esotérica. Más aún cuando todas las aposiciones que califican a la amada se hallan en el ámbito esotérico: esfinge, lira, incienso, espiral, lámpara, ánfora, catedral, noche: todas determinativas del alma profunda de la Creación. Lejos de hacer aquí un catálogo de símbolos, todos de facilísima verificación, cuando no más que conocidos, tan sólo he de señalar que, siendo la figura simbólica ineluctable del destino, ubicada en el contexto personal del poeta, ella sola merecería un estudio monográfico que haría hincapié en la carga intuitiva que guía su presencia aquí y que es el fruto de lo que Jung llama la memoria colectiva, esa misma que el siglo XIX reivindica a través de la tradición popular, la cual se nutre de la Tradición primordial y que explica la fuerza de la intuición en aquellos espíritus que afirman poseer conocimientos esotéricos y ocultistas que sólo los iniciados pueden conocer y que ellos revelan a aquellos que los escuchan. Herrera y Reissig se alimenta con ella, junto con la curiosidad por todo lo que nace en ese mundo nuevo que se le escapa de las manos y que él intenta aprisionar creando poiéticamente. Y, ¿qué decir de la lira? Con sus siete sonidos simbólicos es la armonía platónica universal, la que Zeus pone entre las manos de su hijo Apolo, marcando el inicio de una nueva era, la de la perfección solar que los gemelos Apolo y Artemisa representan y que el triunfo de Apolo sobre Pitón en Delfos sellará. La lira es símbolo de poetas y vates que cantan al enigma universal, a la Creación en su principio y su inmanencia, como, verbigracia, en el Coloquio de los centauros de Darío. Con «El Consejo» (eglogánima de 1906) el hablante se instala en la totalidad Trinitaria de los misterios de Neith, volviéndose ésta panteísta y platónica: «cual mil ojos abiertos al Enigma infinito: / se hace triple el silencio del consejo erudito... / Dedos entre la sombra se alzan hacia los astros». El alejandrino modernista se carga de profundo sentido en los epítetos sonoros de aliento esotérico. Como he dicho ya el canon decimonónico, intuición, simbolismo y poiesis se mezclan en esta busca de cósmica armonía y de integración en la Naturaleza. Integración que hay que intentar y confirmar por todos los medios, ya que ella significa que se le abren al poeta las puertas de la eternidad que anhela Herrera y Reissig, prematuramente condenado a muerte. Esto no justifica aquello, pero ayuda a comprenderlo.

A guisa de conclusión

«¿[...] la Belleza es un prefijado de orden sobrenatural, unigénita y divina en sí [...]?».

Esta pregunta viene formulada en «El Círculo de la Muerte» publicado en Buenos Aires en 1905. La respuesta no se hace esperar:

¡Misterio!... El espíritu se cruza de brazos e inclina como Hamlet la frente llena de noche... Lo que parece innegable es que se la comprende y hasta se la adivina, en sus mil oscilaciones e inquietudes, a través de los ropajes más complicados del estilo -esta moda de las literaturas- y de que allí donde la hay, aunque se la atormente, se oye como una voz que dice: adoradme, estoy prisionera, estoy pintada, estoy mal vestida, pero soy yo: ¡adoradme!32 Escuelas son palabras. Belleza es eternidad. Para vivir se necesita vivir realmente y no explicarnos qué cosa es la vida. Tal en arte.

(pp. 422-423)

Y la respuesta nos plantea a su vez la pregunta de cómo se concreta el paso de la palabra vital, bella y eterna, al misterio verbal que encierra la poesía intuitiva y cósmica, simbólica y divina. De lo vital a la belleza, de la intuición al signo, del pensar al verdadero decir. La palabra es bella en su esencia diciente, es el nexo entre realidad y representación: el intelecto actualiza lo bello cósmico en cada signo como real presencia. Por eso Herrera y Reissig no es lo que él llama un «epiléptico de la hipérbole», ni un «originalista del ritmo», ni hace «macabras con el idioma» ni inventa «ritos extravagantes en el laboratorio de sus imaginaciones enfermizas» («Conceptos de crítica», 1899). Por ello, hay que buscar en él la esencia del sentido, porque él mismo la buscó, intuyendo en ella los misterios primordiales. También es cierto que la intuición artística que intenta resolver el misterio del Creador y de la Creación es poco compatible con la iniciación estrictamente esotérica. Dicha intuición, que no la iniciación esotérica, guía al autor en la elaboración de conceptos en la cita de El Círculo de la Muerte que figura arriba. De ahí que su obra conlleva caracteres y no verdadero conocimiento esotérico. Sin embargo, como ya lo he expresado aquí, según el canon decimonónico, estos caracteres no dejan de ser intuición pura, esa misma que sirvió para elaborar no ya los símbolos, sino también las alegorías que nutren la memoria colectiva y que se transforman en poiesis, metáforas y tropos. Gracias a la intuición pura Herrera y Reissig se acerca a los misterios del símbolo puro, a la pasión del signo como mediador entre el hombre y Dios. Y, lógicamente, éste está en Todo. Así se escribió «Panteo», por ejemplo. En efecto, en este poema el hablante encarna la búsqueda de la armónica unión con el Todo en el personaje de Job. Ante la «Inmensidad sin fondo», ambos transponen las fronteras religiosas merced a la intencionalidad poética y mágica y Job logra transubstanciarse crísticamente -en osado enlace religioso- y «siente como que no es el

mismo, / y se abraza a la tierra con arrobo profundo... / Cuando un grito, de pronto, estremece el abismo: / ¡Y es que Job ha escuchado el latido del mundo!». El lector del poema sabe por presuposición que lo capital aquí no es el latido sino que éste viene del Centro del mundo, del corazón de la tierra. Latido que es, al mismo tiempo, el del hombre primordial que en todas las religiones, y no sólo en la Biblia, encierra al ser humano interior en su inteligencia, en sus sentimientos. El sí mismo de Job enlaza con el hablante omnisciente, y con el autor implicado en la elaboración intencional y mágica del poema. El símbolo acaba envolviéndolo al lector. Se produce entonces ese panteísmo universal del que habla recurrentemente la crítica respecto de la obra de Herrera y Reissig. ¿Y qué son esos latidos sino las palabras que vibran al compás del ritmo del cosmos, instante tras instante; palabras que va enhebrando el poeta que se halla a la escucha del mundo en actitud absolutamente aiesthética? Al definir al mundo como símbolo del Creador, el emisor de «Panteo» define al otro en su alteridad simbólica natural, y al vehículo privilegiado de la expresión de sentimientos y de inteligencia: ¡a la palabra! La ecuación que intenta el emisor es poner en paralelo a los términos siguientes: Job-sí mismo / Herrera y Reissig-él mismo / lector-tú mismo con los de el otro soy yo / yo es el otro / tú-yo está en todo. Puesto que Poesía es el Todo, la palabra se encarna en la intencionalidad poética del orden arbitrario que Herrera y Reissig le concede y que se vuelve así pura alquimia. La palabra se diviniza a imagen del hombre, quien lo es a la de Dios, lo cual le permite oír el latido del mundo e integrarlo a la vez. Por ello Herrera y Reissig adopta tanto el «Pensad y podréis sentir» de Platón y el «soñad y haréis pensar» de Verlaine, como se lee en El Círculo de la Muerte, título que halla así su pleno sentido de caracteres esotéricos. A estas alturas de la reflexión vuelve a la memoria el poema de Baudelaire Correspondances, con su misteriosa identidad entre los cosmos. Herrera y Reissig habla de identidad de manera lírica, es decir, poniendo en el centro de la tierra al alma del hombre y a aquello que lo distingue, la palabra; pero considerando que ambas vienen del Creador y que a Él vuelven, estando así éste presente en Todo. Iluminación divina, intuición y mística armonía, enigma analógico: rostros de una misma verdad, la intencionalidad poética como «racionalización de la intuición fundamental del mundo» (Robert Amadou, L'Occultisme, 1950).

La Palabra como paroxismo con visos esotéricos La Torre de las Esfinges (1909), es torre de misterios íntimos de la naturaleza humana, o «psicologación morbo-panteísta», como aclara el poeta en el subtítulo con exactitud en cuanto al símbolo de la figura de la esfinge. Todo lo que le falta al poeta se halla vertido en su obra con ímpetu verbal paroxístico. Dinámica de derroche y de silencio que sorprende y desalienta, a veces, y que por momentos impele a pensar que lo que se está leyendo es mera hojarasca, cursi, incongruente y pedante. Si Ricardo Gullón nos abrió el camino hacia el pitagorismo del poeta uruguayo, no aclaró suficientemente de qué tipo se trata. No es que haya varios; pero sí puede variar en la pluma del intérprete de las brevísimas máximas del maestro de Crotona y ser la

busca de armonía en el desequilibrio que produce la anunciada muerte a plazo fijo, y que no deja de acercarse inexorablemente. Así, se lee en Syllabus: Los sonidos son ideas. Las ideas son ecos de otras ideas. Todo se entrelaza. Todo es irreal, todo es infijo. [...] Lo que parece simple forma, vano oropel, ídolo superfluo, es vida, es fondo, es grito de una conciencia complicada, es alfabeto de un Astro erudito, es laudo de la Creación que es preciso saber escuchar. La Naturaleza tiene también su espectro. Los vocablos llenos de una vida muerta dejan de ser faraones embalsamados en sarcófagos de matices, para convertirse en almas que resucitan a cada pregunta.

(p. 597)

(¿Habría intuido el poeta de qué manera algunos juzgarían su obra? Y quede esto dicho de paso, sin polémicas.) Este párrafo se basta y sobra: como en un juego de espejos de azogado panteísmo, el sí mismo del poeta coincide con la voz poética que conquista la armonía del mundo con la única arma que posee, la palabra. Y aquí habría que cerrar Herrera y Reissig. Sin embargo33, sigue siendo, como lo dijo proféticamente Darío en su discurso en el Teatro Solís de Montevideo, el «bello durmiente del bosque», poético modernista, esperando a quien despierte el alma del mundo que duerme en sus carnales catedrales de palabras. Y aquí coincide con Darío la profesora Ángeles Estévez, quien decepcionada después de hojear la Antología de cuentos modernistas que preparé y prologué para la editorial Castalia (1988), dice («Un cuento modernista de Julio Herrera y Reissig», Lucanor, Pamplona, mayo de 1990): «Enrique Marini Palmieri nos hizo creer que al fin encontraríamos alguna muestra de Herrera y Reissig en una antología que no fuera exclusivamente poética [...]», pero no... Herrera y Reissig prosigue en Syllabus: Tal es el Simbolismo: ascensión prodigiosa en las Tinieblas y el Silencio a través de la Verdad que duerme en el Enigma. [...] Todo murmura, todo interroga en el Sagrado Recinto, a medida que avanzamos por sus escalinatas y nos glisamos por sus vestíbulos complejos. [...] Se cae de rodillas ante el Enigma que duerme, ante el Enigma que es Iris, la Naturaleza, el Todo Verso, único Bien y única Vida, Causa Primera, Ciencia Absoluta!

(pp. 596-597)

Estos propósitos se acercan a los que expresa Robert Amadou en L'Occultisme: La

intuición

primera

del

ocultismo,

como

su

racionalización conducen a que uno declare como un autor de la Antigüedad: I.- Que el mundo vive y está lleno de vida; II.- Que el mundo, ya que vive, tiene cuerpo, alma y espíritu. Henos aquí sumidos en el universo del ocultismo. Mundo único cuya diversidad se puede repartir en tres categorías, la del alma, la del cuerpo y la del espíritu.

El poeta es, pues, primero, y ante todo aquel intuitivo que descubre en sí mismo la fuente de la expresión de todos sus atavismos y que concreta en lo estético las miríadas de sus deseos factibles: según lo expresa Valentín Bresle en el Thesaurus magiae (tomo n.º 5: «Del símbolo a la magia», París, 1945). Las palabras son quimeras y esperanza a la vez. Son el agua que eternamente alimenta la clepsidra: instante y eternidad, medidas que la mano del hombre recogió en el Eterno Misterio; palabras que el poeta artífice ordena como un nuevo legislador del universo. Poeta artífice de palabras y de clepsidras, emblemas de la poiesis comprendida en el transcurrir eterno del tiempo humano. Misterios que Herrera y Reissig intuyó y vivió como alimento de quimera y esperanza. Fluir poiético en el que se nutrió de eternidad para dejárnosla a nosotros, sus lectores. Como dice Leopoldo Lugones en Filosofícula («Los Dos caminos», 1924): El Bien, no son cosas asequibles para la multitud, ni le interesan, ni la harían feliz. Lo que ella busca y le basta, no es más que un poco de esperanza y de quimera.

Poesía de Herrera y Reissig, ceremonia religiosa en la que hablante y lector comulgan para el Conocimiento, ese que frente al espejo sirve para atravesarlo, yendo en busca del misterio Inaccesible, del Verbo. Quizá porque como dijo Hölderling: Vivir es defender una forma.

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