Introducción a «La risa en la literatura española» (Antología de textos)
Antonio José López Cruces
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La risa Entender el origen, los componentes y los mecanismos de ese enigmático fenómeno que denominamos risa ha sido algo que ha inquietado desde siempre a los hombres. Las teorías sobre la risa (biologicistas y evolucionistas o del instinto, de la superioridad, de la incongruencia, de la sorpresa, de la liberación o alivio a la tensión psicoanalítica...) se amontonan en los libros de ciencia. Al igual que la literatura, la risa parece ser una controlada y gratificante liberación momentánea de las restricciones y coerciones que diariamente nos son impuestas. Regresión -no patológica en cuanto controlada- a formas infantiles de pensar y actuar que nos propone algo así: «Lo importante es pasar el rato. Vamos a permitirnos, juntos y de una manera socialmente admitida, huir de lo convencional. Excepcionalmente, valen la obscenidad, la agresividad o el absurdo». La participación en la ilusión cómica permite liberar los deseos reprimidos del inconsciente y reducir la ansiedad. La risa liberadora es, por tanto, un fin en sí misma (sospechemos de quien trate de justificarla. Creo que fue Jorge Guillén quien dijo: «No se puede jugar y juzgar al mismo tiempo»).
La risa cumple unos fines de gran utilidad para la especie humana. En primer lugar suministra un cauce indirecto, socialmente aceptado, para la exteriorización de la agresividad y la sexualidad (Freud: El chiste y sus relaciones con el inconsciente, 1905). En su función social -se ríe siempre en grupo-, la risa sirve para reducir tensiones y conflictos y, a la vez, para reafirmar normas y jerarquías. El grupo ridiculiza tanto a los que las desobedecen como a los que se esclavizan a ellas. La risa se acerca al sermón, al tirón de orejas, a la regañina cuando de lo que se trata es de recomendar al excéntrico la vuelta al redil (Henri Bergson: La risa, 1899). El grupo se reafirma por la risa atacando a víctimas propiciatorias, a chivos expiatorios (miembros de grupos minoritarios o de otras razas, locos...) y se defiende por ella, asimismo, de sus miedos: el poder, la enfermedad, la guerra, el hambre, el dolor, el ridículo, la pobreza, la muerte. El llamado humor negro o la autoirrisión forman parte de este sistema de defensa. La literatura de signo ingenioso muestra cómo la momentánea liberación de las cadenas de la lógica, después de la superación de -10- alguna pequeña dificultad lingüística, puede también proporcionar placer, dando lugar a una risa de tono más bien intelectual. Ante el peligro siempre presente de tomar en broma lo que es en serio y viceversa, la crítica literaria suele evitar la discusión sobre los problemas teóricos que acarrea la literatura cómica. Quizás por eso todavía está por aplicar al terreno de lo literario buen número de investigaciones sobre la risa efectuadas en los campos antropológico, psicológico o sociológico. Frente al tradicional enfoque ahistórico, idealista, pensamos que la risa ha de ser estudiada en el marco de la historia cultural y de las mentalidades. Cada siglo se ríe de los anteriores; cada grupo, de los otros; cada clase social, de las demás; media humanidad, de la otra media. Por ello la risa es privilegiado documento que nos habla de la visión del mundo de cada grupo y cada época. Para delimitar lo Cómico como universal de representación literaria, para hallar la Gramática de lo Cómico, habremos de unir al estudio detenido de la risa a lo largo de la Historia las aportaciones de la Crítica Literaria y de la Teoría de la Literatura. Habrá que evitar la aplicación mecánica de criterios tan poco fiables como el geográfico (risa andaluza, catalana, gallega, castellana...) o el nacionalista (risa española, inglesa, italiana...). Se deberá también huir, en la medida de lo posible, de definiciones formales, reduccionistas y empobrecedoras, ajenas a cualquier consideración histórica. La Historia deberá darnos explicaciones globales sobre cuestiones aún insuficientemente exploradas: la cambiante relación dentro del jerarquizado sistema literario entre los géneros serios y los no serios; la razón de que dichos géneros, normalmente marginales, sean sistemáticamente despojados de cualquier prestigio por la institución literaria; la subordinación jerárquica dentro de los mismos géneros cómicos en cada época; la necesidad que han tenido los escritores cómicos de defender sus obras, de justificar sus heterodoxos atrevimientos literarios, arropándolos desde la Edad Media en la utilidad moral o didáctica y más recientemente en la utilidad política y social; las etapas en las que predominó una concepción de la literatura como deleite y juego o bien como enseñanza y moralización; la distinción entre la risa rural y la urbana; las relaciones entre risa y clase social, etc.
El texto cómico Entenderemos por texto cómico, muy a grandes rasgos, aquel que persigue provocar la risa o suscitar la sonrisa, produciendo en este último caso una comicidad atenuada, mezclada con sentimientos de simpatía, ternura, etc. -11Para su análisis, que exigirá replantear muchos problemas tradicionalmente mal resueltos, habrá que superar el nivel de la palabra, la locución, el modismo fraseológico o la oración, para alcanzar el nivel textual, labor en la que colaboran hoy, junto a las distintas tendencias de la lingüística formalista, la Lingüística del Texto o la Pragmática. El texto cómico exige constante capacidad de innovación, de originalidad para provocar la sorpresa. En la literatura cómica cada autor es una isla, un individualista que nunca crea escuela, que carece de seguidores, al no valer para la risa fórmulas ni recetas. Cuando lo cómico busca convertirse en género pierde su encanto, su frescura. Carlos Bousoño ha destacado cómo la literatura burlesca se anticipa, a veces en muchos siglos, en el descubrimiento de procedimientos novedosos, a la literatura seria. Esta clase de textos ha de conjugar asimismo dos técnicas complementarias: el énfasis, que implica procedimientos de selección, exageración y simplificación y, en las formas superiores de la risa, la economía (inteligentes insinuaciones o alusiones oblicuas que eviten el ataque frontal). En el texto cómico el tono surge normalmente de un marcado contraste entre lo que se cuenta y el cómo se cuenta. Lo ideal para la risa es una momentánea anestesia del corazón (Bergson), es decir, la ausencia de implicación emocional en el lector, la falta de compasión hacia la víctima del ataque ridiculizante (cuando alguien sufre una caída, la risa surge espontánea en los espectadores, siempre que estos no dejen intervenir a la compasión). El personaje cómico ha de estar lleno de raras manías y ridiculeces, ante las que el lector pueda sentirse superior («Soy mejor que él, no tengo sus defectos»). El fin del texto cómico es lograr la máxima distanciación evitando a cada instante la identificación del lector, pues si se conoce demasiado a un personaje cabe simpatizar con él («Soy como él»), ya que nadie se ríe de aquello que admira. Don Quijote hacía llorar de risa a sus contemporáneos porque era un sujeto extraño, estrafalario y chocante con el cual no cabía identificación posible. En general, la risa suele surgir a través de: personajes inverosímiles, muy tipificados y nada psicologizados; el narrador omnisciente, que observa a sus criaturas con malicia y frialdad, desde fuera, como si fuesen marionetas; la suma de incongruencias (visuales, conceptuales o lingüísticas); lo superficial frente a lo profundo (la crítica acusa a menudo al texto cómico de falta de profundidad, cuando es algo casi consustancial al mismo); el dinamismo frente a la parsimonia; la levedad frente a lo pesado; lo intelectual frente a lo emotivo...
En El acto de creación (1964) Arthur Koestler usaba, para acercarse a la esencia 12- de lo cómico -llave para él de todo el proceso creativo-, el concepto de bisociación. Toda la Lógica o la Gramática de lo cómico consiste, según este autor, en el choque entre dos códigos de reglas o contextos asociativos mutuamente excluyentes de modo tal que hemos de percibir la situación al mismo tiempo en dos marcos de referencia incompatibles entre sí, contrastantes, imponiéndose en un contexto algo que pertenece a otro. Lo cómico juega a hacer chocar el sentido y el sinsentido; lo lógico y lo ilógico; lo exagerado y lo normal; lo que se dice y lo que no se dice; la lógica profesional y el sentido común; el sentido literal y el sentido metafórico; los hechos y las palabras; los hechos y el tono en que son contados... Es decir, cualquier par de matrices entrelazadas entre sí y con una gota de agresividad o malicia en la mezcla. La lectura de un texto cómico es, pues, un excelente ejercicio mental: la atención ha de estar a la vez en dos códigos, sistemas o universos significativos. Frente al pensamiento disciplinado, el pensamiento creativo opera siempre en más de un nivel simultáneamente. Koestler empareja lo Cómico con el Arte o la Ciencia: una caricatura, una metáfora o una investigación científica buscan analogías inéditas, son actividades combinatorias que contactan zonas de conocimientos y experiencias previamente separadas, juegan a ensayar híbridos, a explorar fronteras, a hacer entrar en colisión dos universos para observar qué es lo que ocurre.
Lo cómico y sus variantes En la historia del sistema literario la comicidad suele traducirse lingüísticamente en una lista abierta de categorías estéticas, que tienen en cuenta tanto lo representado como el modo de representación: la parodia, la sátira, la ironía, el humor, lo tragicómico, lo bufonesco, lo gracioso, lo grotesco... Asociadas a ciertos juegos comunicativos, a ciertas actitudes y técnicas literarias, tales categorías intentan matizar los muy variados tipos de risa o sonrisa posibles. Para saber de qué hablamos realmente cuando las utilizamos, repasemos a continuación algunas de las más usuales, teniendo en cuenta lo difícil que es hallarlas en los textos en estado puro y lo que de peligroso tiene cualquier simplificación pedagógica: La ironía no consiste en dar a entender algo mediante la expresión de lo contrario, pues no parece razonable decir lo contrario de lo que se quiere decir y con el riesgo de no ser entendidos. Es, en cambio, un juego comunicativo por el que se da a entender que no se dice lo que se dice. Se expresa algo más, que puede ser diferente o contrastante. La ironía logra el distanciamiento del lector frente al texto, le hace sentir su doblez, le obliga a mirar críticamente lo que allí se dice y ha de ser sustituido -13- por otro sentido distinto. Su uso sólo es posible tras un previo pacto de complicidad, un guiño de inteligencia, entre autor y lector. A veces sólo al finalizar la lectura nos damos cuenta de que el escritor ironizaba, lo que nos obliga a una relectura, ya con plena complicidad en el juego de trastocar e infringir normas y códigos lingüístico literarios y sociales institucionalizados, frente a los que el ironista lleva a cabo su ataque-defensa. La ironía es una excelente gimnasia sobre el lenguaje y su eficiencia, sobre los usos a que
someten al lenguaje sus usuarios. Suele ser una risa de tipo reformista, que enfrenta críticamente las ideas del autor a las personas, las cosas y las costumbres, para mostrar cómo lo real dista ridículamente de lo ideal. Si en la lengua hablada la ironía es fácilmente reconocible, no sucede así en la escrita. Son algunas de sus marcas: sobreentendidos, presuposiciones que parecen ignorarse, connotaciones de un término que no van con la atmósfera del marco textual en que aparece, juegos entre el sentido literal y el figurado, etc. La parodia es una imitación burlesca -no sin fuertes dosis de admiración por el texto parodiado en algunos pastiches-, que exige una alta destreza estilística y un alto grado de conciencia de la noción de género literario (ya los formalistas rusos señalaron cómo los géneros literarios evolucionan por parodias sucesivas), recalca lo artificial de las convenciones del género manipulado y acostumbra a bromear con sus procedimientos literarios desgastados tras una manida reiteración. La risa surge en la parodia de la constante confrontación por parte del lector entre el texto parodiante y el parodiado. Comicidad por contraste, todo lo degrada: lo noble es vuelto vulgar; el respeto, irreverencia; lo serio, burla; la dignidad del héroe es rebajada al señalarse su sujeción a las necesidades fisiológicas corporales comunes al resto de los mortales. En la literatura española tenemos abundantes textos paródicos. Cervantes parodia en el Quijote, sobre todo en sus primeros compases, las novelas de caballerías. Graciosa parodia del teatro modernista en verso es La venganza de don Mendo, de Pedro Muñoz Seca, y de los dramas románticos del siglo XIX, Angelina o el honor de un brigadier, de Enrique Jardiel Poncela. La sátira está en el límite duro de la ironía (alguien la ha llamado ironía militante). Aunque cercana a la invectiva y el ataque personal, en su afán por reformar los usos y las costumbres sociales suele decir el pecado y silenciar al pecador. De lema ridentem dicere verum, decir la verdad riendo, la sátira supone una rígida postura moral, que divide al mundo en buenos y malos. En España se escribieron pocas sátiras según el modelo clásico, el horaciano. Desde el Renacimiento el espíritu de este género literario creado por los romanos buscó nuevo cauce en multitud de formas: sonetos burlescos o morales, epigramas, etc. El sarcasmo aparece cuando quien escribe cree que el lector no va a ser su -14cómplice desde el principio, por lo que tratará de persuadirlo exagerando los rasgos del asunto abordado. Se hace sarcasmo cuando se supone que no va a ser captada la simple ironía. Se abusa de lo cáustico y lo mordaz, de la burla grotesca. Un uso ejemplar del mismo puede verse en la novela Tiempo de silencio de Luis Martín Santos. Lo lúdico -sinónimo de juguetón, travieso o festivo- es aquello que invita al regocijo y acostumbra a usar abundantes juegos de palabras además del absurdo y el sinsentido. Lo grotesco aplica un principio de deformación consistente en la mezcla de géneros y estilos y supone un equilibrio inestable entre lo risible y lo trágico. En un intento por reflejar la condición humana en todas sus contradictorias manifestaciones, lo tragicómico, género también mixto, une la risa y el llanto. En la literatura europea, el primer ejemplo importante de esta mezcla, tan del gusto del hombre moderno, es La Celestina de Fernando de Rojas.
El humor es una modalidad de la literatura cómica relativamente joven, pues su uso literario sólo se generaliza en Europa a mediados del siglo XVIII, tras dejar de ser un exclusivo arte inglés. El humor, hijo del ingenio barroco y la sentimentalidad burguesa, es simbolizado a menudo en una sonrisa melancólica y llena de comprensión hacia las debilidades humanas. La risa se vuelve civilizada, se aburguesa, se ennoblece con un fondo filosófico y moral y convive con los buenos sentimientos: la ternura, la simpatía cordial, la tolerancia. Según Robert Escarpit, el humor funcionaría así en el interior de un grupo social concreto: primero, en la fase intelectual, irónica, ingeniosa, el humorista infringe o suspende provisionalmente una o varias evidencias sociales (hábitos mentales, preceptos morales, normas de convivencia social), que se transmiten a través del lenguaje, creando en ese grupo tal violación de sus reglas, desasosiego, tensión nerviosa o angustia. A continuación, en la fase de «rebrote humorístico», en una pirueta de color afectivo, el humorista tranquiliza al grupo recomponiendo el equilibrio roto, exorciza su angustia por medio de una complicidad fraternal hombre a hombre, le devuelve la seguridad, la confianza y la fe. El humor es, pues, antes que algo de naturaleza intelectual, asunto del corazón. El escritor humorista no mira a sus personajes ni en picado, desde arriba, viéndolos como muñecos, ni en contrapicado, desde abajo, viéndolos como héroes. Se coloca, en cambio, a la altura de su corazón, altura desde la cual puede fácilmente ponerse en el lugar de los otros y cambiar continuamente de punto de vista, de perspectiva. Hoy suele usarse humor como sinónimo de comicidad. A veces hallamos ambas palabras juntas, al mismo nivel, sirviendo entonces comicidad para la risa chistosa, -15burda o grosera, la de las personas no demasiado cultivadas, y humor para la risa de las clases educadas, según su uso tradicional. Por presión desde abajo, las palabras humor o humorista están ampliando su tradicional significación, siendo usadas, además, sin ningún tipo de matización de índole clasista.
Risa y novela Por sus elementos de ficción, longitud y contextura, la novela es un género difícil para la risa si se quiere usar esta con continuidad. Dado que es imposible buscar hacer reír todo el tiempo, se impone una meticulosa dosificación. La novela juega a cargar y descargar sucesivamente en el lector la tensión, de manera que, cada vez que esta pierde de pronto importancia, surge la risa. Se suceden así una serie de culminaciones menores (clímax), a diferencia de lo que ocurre en chistes y anécdotas, que suelen tener solamente un punto de culminación. A la pura comicidad la novela prefiere lo jocoserio, la sabia mezcla de ironía, humor, sátira, etc., logrando así esa tonalidad que predispone a una recepción no ingenua ni acrítica sino divertidamente distanciada. La risa puede ser utilizada en la novela para desacralizar y desmitificar; atacar personas e instituciones, ideologías y creencias; manipular lúdicamente el lenguaje en todos sus niveles; burlarse de la institución literaria, sus géneros y sus leyes; refrenar el
excesivo idealismo, romanticismo o sentimentalismo de los autores; abordar el diálogo entre civilizaciones, razas, religiones o clases sociales, desdramatizando situaciones tradicionalmente intocables; exponer fantasías especulativas; escapar a la angustia, la solemnidad excesiva y el anquilosamiento; revalorizar el juego y la libertad de imaginar; explorar las zonas-límite del idioma... La risa no suele cuajar en relatos extensos. Prefiere, lógicamente, el cuento, la novela corta, el artículo humorístico o el reconcentrado aforismo, ya que el ingenio, por definición, nunca es narrativo, al exigir permanentemente la sorpresa y huir de la monotonía y el uso mecánico de los recursos. La crítica suele señalar que las novelas cómicas no son verdaderas novelas, al faltarles una estructura unitaria. En efecto, es corriente en ellas la fragmentación de la línea narrativa en unidades pequeñas, en una suma de relatos breves, fáciles de disfrutar. El juego de ingenio adopta un aspecto atomizado y discontinuo: anécdotas y chistes se suceden apenas enhebrados en torno a unos personajes. Entremeses, cuentecillos, poemas jocosos, piececillas teatrales, todo cabe en estas obras misceláneas, verdaderos cajones de sastre, de estructura abierta, que podrían ser continuadas indefinidamente. También -16- se suele señalar la ausencia en ellas del tiempo novelesco, el cual suele ser sustituido por células temporales yuxtapuestas, sin conexión, que dan la sensación de artificiosa atemporalidad. La crítica no debería pedir a la novela cómica lo que esta no puede o no desea dar: artísticas descripciones, construcciones psicológicas de los personajes o excesiva «profundidad». Tampoco debería atosigar demasiado al escritor que se atreve a escribir una obra de tinte jocoso, como hizo con el Ramón J. Sender de La tesis de Nancy o el Eduardo Mendoza de los relatos El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas. Al escritor cómico le gusta jugar con la ilogicidad y lo inverosímil; pintar, con vertiginoso ritmo, el caos y la confusión, el desorden público, los tropiezos en cadena; mezclar los diversos discursos (político, religioso, sexual, erudito...); bromear con los lenguajes de los medios de comunicación, de la cultura de masas; amontonar incongruencias; jugar con la presentación tipográfica incluyendo dibujos, anuncios y carteles o dando una presentación llamativa a su labor (Juego de naipes de Max Aub se publicó en el estuche de una baraja de cartas); romper las expectativas del lector, las convenciones literarias, por medio de notas jocosas al pie de página, títulos y subtítulos irónicos, comentarios de tipo metaliterario, es decir, reflexiones desnudadoras del arte y los trucos del narrador; potenciar el componente oral, perdiéndose en locas digresiones y dándose a la charlatanería más desenfadada, a la manifestación de la lengua más viva, sin impedir el paso al lenguaje de la calle, a las jergas y las hablas más disparatadas, etc. Recurso básico para conseguir la risa en la novela es el sabio uso de la instancia literaria del narrador. Puede tratarse de un narrador no fiable, como el loco que cuenta su historia en las novelas de Eduardo Mendoza arriba citadas. O un narrador irónico, como tantos narradores omniscientes de las novelas del XIX: Clarín, por ejemplo, gusta de deslizar continuamente un demoledor comentario breve al pie de cada frase, actitud o gesto ironizados. O un narrador torpe que se hace el tonto, que finge ignorar los dobles sentidos de las palabras, que de los dos posibles escoge el más inocente dejando el más malicioso al lector. El narrador puede también jugar a ser alternativamente irónico y tierno, próximo y distante a la materia novelada: es muy moderno el juego de presentar
un héroe humorístico (que cae simpático al lector, quien se identifica con él) y tornarlo a continuación un héroe cómico (ridiculizándolo, distanciándolo del lector).
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La risa en la novela española Al no haber hablado de ella Aristóteles en su Poética, la novela es un género escasamente valorado por los preceptistas neoaristotélicos del Renacimiento y el Barroco. Viene a ocupar el lugar que en el sistema literario asignaba Aristóteles a la parodia -modo de representación narrativo con personajes de baja extracción social, no nobles-. Contraviniendo el precepto horaciano de deleitar aprovechando, su fin será deleitar y deleitar, actitud sumamente valiente en una sociedad dogmática e inquisitorial, que, sobre todo tras el concilio de Trento (1545-63), declara a la moral fin exclusivo de la literatura. Durante el Renacimiento la letra impresa es por primera vez vehículo de discursos marginales y prohibidos hasta entonces. La tradición oral popular fecunda las cada vez más profanas letras españolas. Abundan los ecos carnavalescos de raíz medieval y los escritores comienzan a utilizar en sus obras abundante refranes, cuentecillos -chistes se llamarán desde el siglo XVII-, o el vocabulario de la plaza pública y el mercado, con sus juramentos, exclamaciones y coloreado léxico. Humanistas como el Erasmo de Rotterdam del Elogio de la locura o el Rabelais creador de los desaforados gigantazos Gargantúa y Pantagruel descubren las posibilidades de lo irracional, de la ironía o de la adopción del punto de vista y el estilo del bufón palaciego para criticar a frailes incultos, rígidos moralistas escolásticos o la normativa procesal del Santo Oficio, produciendo lo que la crítica actual ha dado en llamar literatura del loco. Con la tragicomedia La Celestina entra en nuestras letras el diálogo cómico y espontáneo, que es continuado por Francisco Delicado en La Lozana andaluza, jugosa sátira de la Roma papal del Renacimiento, con ejemplos excelentes del eros ludens de la época. En El Lazarillo la hábil manipulación del folklore popular logra una de las comicidades narrativas de mayor espesor. La gran novela cómica europea del siglo XVII es, sin duda, el Quijote de Cervantes, quien con la narración de las aventuras de un hidalgo de extravagante facha que juega a creerse caballero andante y de su panzudo y socarrón escudero, busca hacer reír -«...el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente...»- sabiendo del mérito y la dificultad de tal intento. Junto a la fina ironía cervantina, que muestra las quiebras que se están produciendo en la tradicional cosmovisión feudal, hay en el Quijote graciosas parodias del petrarquismo literario o de los libros de caballerías. Deliciosos son los juegos con el lenguaje (las graciosas deformaciones idiomáticas de Sancho o las cartas de este a su mujer). Los títulos de los capítulos hablan bien a las claras del humor del autor: Donde se cuenta lo que en él se verá (II, 66), De la cerdosa aventura que sucedió a don Quijote (II, 68)...
-18Desde el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán (1599) hasta la obra que marca la decadencia del género, Vida y hechos de Estebanillo González (1646), pasando por títulos como La pícara Justina, el Marcos de Obregón, Alonso, mozo de muchos amos, Las aventuras del bachiller Trapaza o El diablo Cojuelo, la novela picaresca pasea por nuestras letras su risa basada en el hambre, la burla, el engaño y la humillación del otro, risa que el gusto actual encuentra sin duda excesivamente cruel. El género es parodiado genialmente en El Buscón de Quevedo, espléndido en el uso del humor negro (véase la carta que el verdugo escribe a Pablos sobre la muerte de su padre en el cadalso) o la risa carnavalesca. Si casi toda la picaresca es obra de judíos conversos, que buscan ridiculizar los valores de los cristianos viejos que les impiden ascender o integrarse socialmente -así la nobleza hereditaria y la idea de una virtud a ella conexa-, el joven Quevedo defiende precisamente los valores que el género atacaba, burlándose de las pretensiones nobiliarias del pícaro. Las novelas del XVIII son claras herederas de las del siglo anterior. Muchas denotan la huella del Quijote -novela muy admirada por autores británicos como Sterne o Fielding-, por ejemplo, la titulada Vida y empresas literarias del ingeniosísimo caballero don Quixote de la Manchuela. Narradores irónicos y juguetones bromean con las estructuras de la novela tradicional. Así, el de la mejor novela española del siglo, el Fray Gerundio del padre Isla, que satiriza la ampulosa oratoria barroca. La huella de Quevedo se observa en los escritos de Diego de Torres Villarroel. Después de que los escritores costumbristas, con sus estudios de tipos y escenas, abran el camino, y tras ejemplos aislados como el de Fernán Caballero en La Gaviota, ambientada en un gracioso e idealizado mundo andaluz, se produce la eclosión de la gran novela española de la segunda mitad del XIX, la de la llamada «generación de 1868». Alarcón es un prodigio de gracia, ligereza, ritmo y malicia en su novela corta El sombrero de tres picos, basada en el tradicional cuento del corregidor y la molinera. El zumbón cordobés que es Juan Valera sonríe pícaro en Juanita la Larga. No se debe olvidar al Palacio Valdés de La hermana San Sulpicio o al Pereda de la acerada sátira Don Gonzalo González de la Gonzalera. Y en la obra máxima de Leopoldo Alas, Clarín, La Regenta (1885), nada ni nadie se salva en Vetusta de sus punzantes ironías el párrafo inicial ya es sintomático de esta actitud: «La heroica ciudad dormía la siesta», los eclesiásticos, las beatas o los socios del Casino reciben espléndidos embates del narrador, que usa y abusa de su poder ridiculizador. Pérez Galdós se decidió a imitar en Clarín la gracia casi quevedesca con que este perseguía «los lugares comunes de la conversación, de -19- la literatura y del periodismo», en lo cual lo creía un iniciador. Desde 1881 Galdós, heredero del Ruiz Aguilera de los Proverbios cómicos, pinta espléndidamente a la burguesía, sus hábitos y su modo de hablar, en sus Novelas contemporáneas. Superando el naturalismo francés al humanizarlo con el humor español de raíces cervantinas, presenta multitud de páginas quevedescas, caricaturescas, grotescas, paródicas e irónicas en La desheredada, Miau, Fortunata y Jacinta, El amigo Manso, Las de Bringas, Lo prohibido o El caballero encantado. Autor del interesante ensayo La caverna del humorismo (1919), Pío Baroja nos ofrece excelentes muestras de su humor en sus Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox o en su Paradox Rey. Miguel de Unamuno, que en Amor y pedagogía satirizaba el cientifismo a ultranza, gusta de incordiar -como el Flaubert de Bouvard y
Pécuchet- la tontería general mediante el uso de la paradoja. Valle-Inclán es quizás el más genial satírico de la llamada «generación de 1898», en novelas como Tirano Banderas, universo poblado de fantoches y monigotes trágicos, o en su inacabada serie El Ruedo ibérico (La Corte de los Milagros, ¡Viva mi dueño! y Baza de espadas), sátira de la Corte de Isabel II y de la revolución de 1868. Excelente dominio de la ironía y el humor demuestra Pérez de Ayala en novelas como Luna de miel, luna de hiel y Los trabajos de Urbano y Simona, mientras que en A. M. D. G. se manifiesta como acerado satírico. En los años veinte, cuando está de moda en España ser «humorista», la novela de vanguardia gusta de parodiar géneros como la novela rosa, erótica o de aventuras. Usan el ingenio y la ironía autores como Jardiel Poncela, Antonio Espina, Francisco Ayala o Benjamín Jarnés. Ramón (Gómez de la Serna), miembro desde 1929 de la Academia Francesa del Buen Humor, en su interesante ensayo Gravedad e importancia del humorismo (1928), opina que «los más grandes escritores son los humoristas» y que el humor es ingrediente indispensable de toda buena novela moderna. En obras como La casa de Palmyra o en sus falsas novelas utiliza un humor pleno de inteligencia. Junto a Ramón y otros ingenios de la época colabora en la revista humorística Buen Humor (1927-1934) el injustamente olvidado Juan Pérez Zúñiga, autor de unos divertidos Viajes morrocotudos. En busca del Trifinus melancholicus, ilustrados con los dibujos del genial dibujante Xaudaró. Wenceslao Fernández Flórez, que ingresó en la Real Academia en 1945 con un estudio clásico sobre la literatura española de humor, escribe divertidas novelas pobladas de cuentecillos e historias disparatadas como: El malvado Carabel, El secreto de Barba Azul, Las siete columnas, El bosque animado o El sistema Pelegrín. La huella de Gómez de la Serna sobre los nuevos humoristas de posguerra es bien evidente. La colección Grandes novelas humorísticas de la Biblioteca Nueva -20incluye obras de Samuel Ros, Edgar Neville, Antoniorrobles, Jorge Llopis, Eugenio Granell, Mingote, Chummy Chumez, Rafael Castellanos o Evaristo Acevedo, muchos de ellos colaboradores en el semanario de humor La Codorniz. Durante los años cuarenta es constante el esfuerzo de Noel Clarasó en favor de la novela de humor: La batalla de las Termo-Pilas, Seis autores en busca de un personaje. Por entonces comienza a triunfar el que será, después de Mihura, director de La Codorniz, el prolífico Álvaro de Laiglesia con Un náufrago en la sopa o Sólo se mueren los tontos, a las que seguiría un larguísimo etcétera. Hito importante en la narrativa de posguerra es Tiempo de silencio (1962) de Luis Martín-Santos, por su inteligente utilización del sarcasmo, la ironía o el tono jocoserio. Ese mismo año publica Ramón J. Sender su deliciosa novela epistolar La tesis de Nancy, que narra las peripecias de una americanita que viene a nuestro país para hacer una tesis doctoral sobre los gitanos españoles, y que tendría su continuación en Nancy, doctora en gitanería. Miguel Delibes en Cinco horas con Mario (1966) explota con gracia las ricas posibilidades de la lengua coloquial. García Pavón publica en 1968 Historias de Plinio, la primera entrega de su bienhumorada serie, continuada en los años setenta, sobre las actividades policíacas del guardia municipal de Tomelloso.
Al iniciarse los setenta realiza una corrosiva sátira de los mitos españoles Juan Goytisolo en su Reivindicación del conde don Julián. Al año siguiente se vende mucho la novela turística de Ángel Palomino Torremolinos Gran Hotel. En La saga/ fuga de J.B. (1972) Gonzalo Torrente Ballester bromea con las tendencias del pensamiento moderno (marxismo, estructuralismo, antropología...). En 1979 Eduardo Mendoza, el autor de La verdad sobre el caso Savolta, que parodiaba el folletín novelesco del XIX, tiene un enorme éxito de público con sus divertidas novelas El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas, especie de parodias de la novela negra con toques provenientes de la picaresca y repletas de gags. En La ciudad de los prodigios el humor estará ya más dosificado. A lo largo de los ochenta triunfa Luis Mateo Díez con Las estaciones provinciales (1982), La fuente de la Edad (1986) o Las horas completas (1989). El humor le sirve a este autor para crear una atmósfera «útil para la libertad, el encantamiento y la complicidad con el lector». Ingenioso juego culturalista es Gramática parda (1982) de Juan García Hortelano. Larva (1983) de Julián Ríos trata de resucitar el experimentalismo siguiendo al Joyce del Ulises en su incorregible afición al juego de palabras y a la parodia de cualquier estilo lingüístico y literario. Gran parte de la obra de nuestro Premio Nobel, Camilo José Cela -novelas, libros de viajes, obritas misceláneas o neopicarescas- es originalmente humorística -21- y juega con lo grotesco, lo tragicómico, lo cochambroso o el humor negro, en constante desafío a la moral más pacata. Bajo todo ello subyace la compasión y la solidaridad con los más débiles. El autor del Viaje a la Alcarria y el Diccionario secreto usa a menudo los tacos porque no establece diferencias entre el lenguaje hablado y el escrito. Hay risa y humor, autocrítica e ironía en novelistas modernos de la talla de Álvaro Pombo, Félix de Azúa, Vázquez Montalbán, Javier Tomeo, Manuel Longares, Javier Marías, Molina-Foix, Martínez Reverte, Gonzalo Suárez, Fernando Fernán Gómez, Manuel Vicent o Alejandro Gándara. Entre ellos abunda la parodia de estilos y lenguajes; el aprovechamiento para el humor de todas las tradiciones posibles, de todos los géneros; el juego con la cultura: mezcla de personajes reales y ficticios, documentación apócrifa o equívoca, parodia de los aparatos de erudición académica, en una línea inaugurada en la posguerra por el catalán Joan Perucho o el gallego Álvaro Cunqueiro. Entre los autores hispanoamericanos cultivan a menudo la risa y el humor -más o menos negro-, la sátira y el ingenio verbal autores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Jorge Amado, Guillermo Cabrera Infante o Alfredo Bryce Echenique.
Risa y poesía Rompiendo la imagen, tan extendida desde el Romanticismo, del poeta como un individuo melancólico y algo llorón, existen en la literatura española abundantes
muestras de una poesía cómica, no siempre merecedora del apelativo de «menor» con que la crítica suele calificarla, informal, ingeniosa, entregada a la pirotecnia verbal y de una gran riqueza léxica. Queridamente prosaica, intencionadamente intrascendente y valoradora de lo pequeño, trivial y cotidiano, se resiste a caer en lo demasiado esteticista, idealista o autobiográfico y sentimental, y gusta de mezclar elementos cultos y populares. Es una poesía que muestra el poema construyéndose ante el lector, con sus dificultades y trucos al desnudo, capaz de superar ingeniosamente los desafíos que previamente se ha autoimpuesto gracias a un sorprendente virtuosismo técnico. Muy atenta a los valores acústicos, rítmicos, carece a menudo de función referencial, habiendo sido escrita entonces exclusivamente por y para el oído, respondiendo a esa natural tendencia, nunca del todo anulada por las normas lingüísticas y sociales, a jugar y operar con los sonidos, en juego rigurosamente sometido a disciplina. -22Potencian el tono burlón y el ritmo juguetón las estrofas de pocos versos y estos de arte menor (redondillas, cuartetas, cuartetos, serventesios, quintillas, romances, etc.). Todos los recursos de la Retórica están a disposición del poeta burlesco: la paronomasia, el equívoco, la onomatopeya, la polisemia, la homonimia, la hipérbole, el símil, la metáfora, la alusión, el doble sentido o el juego de palabras. Este tipo de poesía, a menudo improvisada en academias literarias, cafés, tertulias y ateneos, destinada a ser leída en voz alta en público con cómica entonación, dio a menudo fama de la noche a la mañana a su autor, circulando de mano en mano en hojas volanderas y entre amigos o viendo la luz en revistas festivas pronto olvidadas. En esa producción -que está esperando su rescate en las oportunas antologías- es muy abundante el género del debate jocoso, en el que arduas cuestiones (si es mejor ser sordo que mudo, si merecen más alabanza las judías que las patatas...) son sometidas a discusión entre los poetas festivos del momento, entregados a interminables réplicas y contrarréplicas, estando la gracia a menudo en que el disconforme devuelva en su respuesta las mismas rimas usadas por el poeta retador. Es frecuente también el uso cómico de los versos esdrújulos (recurso conocido luego sobre todo a través de estos versos de La venganza de don Mendo, de Muñoz Seca: «Siempre fuisteis enigmático / y epigramático y ático / y gramático y simbólico, /y aunque os escucho flemático /sabed que a mí lo hiperbólico / no me resulta simpático»). Abunda asimismo la parodia de poemas consagrados (por decenas se cuentan las de la Canción del pirata de Espronceda o las de las doloras de Campoamor). Recurso privilegiado y de especial éxito es el juego con la rima (la cual degenera a menudo en gracioso ripio). La dificultad de hallar el consonante, la rima consonante, perpetuo quebradero de cabeza del poeta, da lugar a bromas innumerables. Por culpa del maldito consonante Martínez Villergas hace de manera sistemática «bizco» al pobre Ayguals de Izco o se sume en la desesperación al no hallar uno en «undio» para «Fray Gerundio». En el XIX es común la creación de poemas a consonante forzado, en que se establecían las rimas que obligatoriamente habían de llevar los versos, rimas a menudo chocantes y difíciles de mantener a lo largo de todo un poema (-ú, -í, -ú, -o, etc.). Para salir airoso del empeño estaban permitidos, evidentemente, todos los trucos imaginables, desde deformar una palabra existente a inventar una nueva.
La burla de movimientos, géneros y tendencias poéticas supone un rico capítulo del juego de ingenio. Petrarquismo, culteranismo, romanticismo, modernismo... ningún movimiento se ha salvado de caer en las manos de poetas juguetones o satíricos.
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La risa en la poesía española Aunque no faltan rasgos cómicos en el Cantar de Mío Cid, la poesía de Gonzalo de Berceo o el género de debates (Debate de Elena y María, Debate del agua y el vino), es el Libro de Buen Amor (siglo XIV) del arcipreste de Hita el mayor monumento a la comicidad medieval. Historias divertidas como la del joven que quería casarse con tres mujeres, la del pintor Don Pitas Payas o la de los dos perezosos, parodias como la de la batalla entre don Carnal y doña Cuaresma y la Cántica de los Clérigos de Talavera o las grotescas serranas nos hablan de una sociedad en la que los nuevos gustos profanos de la burguesía comienzan a aflorar. La inestable situación política castellana del siglo XV propicia la creación de abundantes sátiras: Coplas del Provincial, contra los cortesanos y sus vicios; Coplas de Mingo Revulgo, contra Enrique IV y sus nobles; Coplas de ¡Ay Panadera!, contra los nobles que mostraron su cobardía en la batalla de Olmedo (14-V-1445), a los que se desacraliza, animaliza y cosifica. Heredando el espíritu de las cantigas de escarnio de la poesía gallegoportuguesa y de la poesía satírica provenzal, los cancioneros de Baena (hacia 1445) o de Estúñiga (1458) presentan algunas muestras de sátiras políticas, invectivas, testamentos burlescos y parodias de temas sacros. Poetas de la talla del marqués de Santillana, Juan de Mena o Jorge Manrique aportaron también sus versos a la vena cómica del Cancionero. El de Juan del Enzina presenta algunos curiosos Disparates. Tienen reconocida fama poetas como el judío cordobés Antón de Montoro o el legendario Garci Sánchez de Badajoz. Nuestros poetas del Renacimiento -que se inspiran en ocasiones en los satíricos latinos Juvenal, Marcial o Persio- parodian la poesía amorosa petrarquista, toman el pelo a los poetas italianizantes -así Cristóbal de Castillejo bromea con Boscán y Garcilaso en alguna de sus «obras de conversación y pasatiempo»-, escriben epigramas o sonetos burlescos -forma que introduce el prequevedesco Hurtado de Mendoza-, sermones jocosos, poemas en latín macarrónico o basados en juegos de palabras, procacidades y burla de defectos físicos (corcovados, cojos, bizcos, calvos...). Es corriente también la manipulación de romances, estribillos populares y episodios bíblicos y épicos. Destaca entre todos el poeta Baltasar del Alcázar (1530-1606), el «Marcial sevillano», el autor de la Cena jocosa. Excelente es la poesía barroca de signo satírico y burlesco, desde los chistes y juegos de palabras hasta la sátira y la polémica literaria en autores como el conde de Villamediana, Juan de Salinas o el quevedesco Jacinto Polo de Medina. Abundan las bromas sobre narigudos, borrachos, bajitos, flacos, jorobados, gordos o cornudos. Se escriben en la época letrillas, romances, décimas, sátiras horacianas o fábulas -24-
mitológico-burlescas. O seguidillas tan graciosas como estas: «Al pasar del arroyo / caí de nalgas / y soltóseme un pedo / para tus barbas»; «La simiente de cuernos / no entiendo, madre, / siémbranla en una parte / y en otra nace». En la cumbre de la poesía festiva barroca se hallan, sin duda, los poemas burlescos (cómicos, sin intención crítica ni moral) y satírico-burlescos (de estilo burlesco y censura moral) del genial Francisco de Quevedo. Muy tradicional en sus motivos, renueva, sin embargo, la sátira de los médicos y la de las mujeres, tan idealizadas por la poesía renacentista. Usando el aplebeyamiento verbal, la libertad combinatoria del lenguaje y el conceptismo a ultranza, gusta de invertir valores estéticos, géneros y motivos literarios consagrados: así, la mitología (estupendas son sus degradaciones de las historias de Orfeo, Hero y Leandro, Dafne y Apolo) o el romancero medieval. El injustamente llamado «Góngora menor», el de letrillas, romances, villancicos y sátiras, cultivó durante toda su vida la poesía culta y sublime junto a la popular y cómica, uniendo magistralmente las burlas y las veras, cosa que nunca hizo Quevedo, quien siempre mantuvo separados ambos tipos de poesía. En sus sonetos satíricoburlescos censura los vicios de la Corte, el falseamiento de valores que supone el dinero, lanza pullas a los gobernantes, a los ideales heroicos del Imperio y pinta burlón las derrotas militares españolas o la conquista de América. Parodia genialmente la mitología en la Fábula de Hero y Leandro (1589 y 1610) o en la Fábula de Píramo y Tisbe (1618), donde introduce el chiste en la poesía culta con perfecta naturalidad. La edición de las Soledades gongorinas, imitadas por muchos poetas cultos, los llamados burlonamente culteranos, es una excelente ocasión para que los ingenios de la época se enzarcen en polémicas literarias y disputas personales, que darán excelentes ejemplos de poesía satírica. Lope de Vega es autor de La Gatomaquia, divertida parodia de la épica culta, incluida en sus Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos (1634) donde también parodia con gracia la poesía petrarquista y canta temas menores para, en lúdico ejercicio, escapar a la desesperación de la vejez. La poesía del XVIII cultiva casi idénticos géneros que la barroca y muestra aún vivamente las huellas de Góngora y Quevedo. Abunda la sátira política contra las clases improductivas: la nobleza y el clero. Luzán o Porcel escriben magníficos romances burlescos de tema mitológico. No carecen de gracia las fábulas (Fábulas de Samaniego (1781) o Fábulas literarias (1782) de Iriarte), muy cultivadas por los ilustrados. En el capítulo de la poesía galante, cómico-erótica, figuran Arte de las putas de Leandro Fernández de Moratín o El jardín de Venus de Samaniego. Escriben -25- también poesía menor, Iglesias de la Casa, Forner, Torres Villarroel, Jovellanos, Cadalso o Tomás de Iriarte. El XIX nos ofrece abundante poesía festiva en letrillas, epigramas y parodias. Son sus autores Juan Martínez Villergas -Poesías jocosas y satíricas (1841)-, Ayguals de Izco, Miguel Agustín Príncipe, Eugenio de Tapia, Manuel del Palacio, Eusebio Blasco, Pedro Antonio de Alarcón -Poesías serias y humorísticas (1870)- o Ruiz Aguilera -El libro de las Sátiras (1874)-... Merece especial atención el asturiano Ramón de Campoamor, uno de nuestros primeros humoristas del XIX. En los géneros que él mismo bautizó como doloras, humoradas y pequeños poemas destacan su consciente
prosaísmo, su pose escéptica, su burla del romanticismo desde una óptica burguesa, sus constantes saltos entre lo ideal y lo real. Campoamor se nos revela como precedente del Valle-Inclán de los esperpentos cuando lo oímos hablar del humor como de «ese gran ridículo que convierte en polichinelas a los héroes mirándolos desde la altura del supremo desprecio de las cosas». El siglo XX se abre con las parodias que del Modernismo hacen revistas festivas como Gedeón o el Madrid Cómico. Ya en la segunda etapa modernista hallamos dos características habituales en la poesía del siglo: la ironía y el prosaísmo. Sin restricciones léxicas, al comprender que no hay un léxico apriorísticamente bello, la entrada de las palabras cotidianas en el poema es total: voces coloquiales, barbarismos, tecnicismos... Antonio Machado frena gracias al humor sus posibles excesos de romanticismo, sentimentalismo y modernismo poéticos, sobre todo tras Campos de Castilla -donde hay ya una sátira de la España flamenca y beata-. Valgan, como muestra de su humor, estos versillos: «Nuestro español bosteza. / ¿Es hambre? ¿Sueño? ¿Hastío? / -Doctor, ¿tendrá el estómago vacío? / -El vacío es más bien en la cabeza». Su hermano Manuel utiliza el argot popular junto a un prosaísmo deliberado en su poesía más jacarandosa. La pipa de Kif, poemario de Valle-Inclán, presenta magníficos ejemplos de poesía lúdica. Con el sentido festivo que de la cultura tienen las vanguardias literarias de los años veinte y con su irrealismo (el poema es sólo poema, no necesita referirse a nada exterior a él), la poesía mezcla palabras al azar, siguiendo el ejemplo de los poetas dadaístas o superrealistas (Breton: «Sólo lo absurdo es capaz de poesía»). Ejemplos de esto en España podrían ser los lúdicos experimentos poéticos de los ultraístas (algunas imitaciones de los caligramas de Apollinaire en Guillermo de Torre o los poemillas iniciales de Gerardo Diego). Ramón (Gómez de la Serna) es maestro de los jóvenes poetas con sus greguerías, que unen humorismo y metáfora: «La Ñ tiene el ceño fruncido»; «La B es el ama de cría del alfabeto»; «La W es la M haciendo el pino»; «La O es la I después de comer»; «La q es la p que vuelve de paseo»; -26- «Comió tanto arroz que aprendió a hablar en chino»; «El viaje más barato es el del dedo sobre el mapa»; «El pez más difícil de pescar es el jabón dentro del baño»; «Si tu armario está abierto, toda la casa bosteza». Los poetas del 27 escriben graciosos poemas en Lola, simpático suplemento de su revista Carmen. Lorca juega en el Romancero gitano a unir las burlas y las veras en un inteligente juego de popularismo y cultura. Por su parte, Alberti dedica unos graciosos poemas grotescos a los actores del cine cómico norteamericano en Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Dalí, Buñuel, Lorca y otros crean anaglifos en las reuniones celebradas en el cuarto del último en la madrileña Residencia de Estudiantes. Eran, según Moreno Villa, una «especie de mínimos poemas, ocurrencias graciosas, que constaban de tres sustantivos, uno de los cuales, el de en medio, había de ser "la gallina". Todo el chiste y la gracia estribaba en que el tercero tuviese unas condiciones fonéticas impresionantes por lo inesperadas» y careciese de toda relación con el primero: «El té, / el té, /la gallina/ y el Teotocópuli». «El pin, /el pan, /el pun, / la gallina / y el comandante». Otro poeta que manifestará de vez en cuando su gusto por el juego poético será Dámaso Alonso a partir de Poemas puros. Poemillas de la ciudad (1921). Véanse estos versos de su composición Siglo de siglas: «USA, URSS, UNESCO: / ONU, ONU, ONU. / [...] FULASA, CARASA, CULASA, / CAMPSA, CAMPSA, KIMPSA; /
FETASA, FITUSA, CARUSA, / ¡RENFE, RENFE, RENFE! [...] ¡Oh dulce tumba: / una cruz y un R.I.P.!». Tras el crack económico de 1929 la poesía lúdica es proscrita en nombre del decidido compromiso con una difícil realidad social, la que conducirá a la guerra civil. Aunque en algunos poetas sociales como Blas de Otero o Gabriel Celaya no falta el uso de asociaciones inesperadas, citas tergiversadas o ruptura de frases hechas del lenguaje burgués, el primer soplo lúdico entra en la literatura de posguerra a través del movimiento postista, que intenta enlazar con el surrealismo y la vanguardia española. Carlos Ecimundo de Ory o Alejandro Carriedo son poetas dotados de alta imaginación verbal. Humor e ironía servirán al grupo poético de los años 50 para huir del patetismo a que la época convida y para hacer crítica social: ocurrencias y desplantes de Ángel González, magistral uso de la ironía en los poemas conversacionales de Gil de Biedma o José Agustín Goytisolo. Jorge Llopis recoge una selección de sus divertidas colaboraciones en la revista de humor La Codorniz -que tantos poemas jocosos acogiera en sus páginas durante decenios-, bajo el título de Las cien peores poesías de la lengua castellana. -27- Gloria Fuertes, que también colabora en la misma revista, se hace pronto popular con su poesía franca, espontánea, campechana, de desenfadada cordialidad, con juegos bien alejados de todo intelectualismo o esteticismo excesivos. Un uso crítico de la ironía y el humor, una huida de todo énfasis y patetismo, de toda excesiva vibración sentimental, puede observarse en poetas de las últimas promociones como Manuel Vázquez Montalbán, Martínez Sarrió, Félix de Azúa, Guillermo Carnero, Jon Juaristi, Luis Alberto de Cuenca o Miguel D'Ors. Cultiva hoy el poema satírico el nieto de Muñoz Seca, Alfonso Ussía. También la radio es vehículo muy utilizado para la difusión de divertidas creaciones en verso.
Risa y teatro1 El espectáculo teatral responde a la natural tendencia humana al juego, la risa y la broma. Sobre la escena el yo actúa libremente, sin inhibiciones, saltándose alegremente tabúes, barreras y prohibiciones (Eugenio Asensio habla de «vacaciones morales», a propósito del entremés). El teatro cómico es un sistema literario de géneros subordinado jerárquicamente, desde la comedia a la farsa. Si la separación de géneros no es tajante, como ocurre en nuestros días, hallaremos mezclas como la tragicomedia, la farsitragedia o lo grotesco. Los miembros del grupo sociocultural que asiste al espectáculo teatral cómico ríen y sienten placer ante el mismo porque se les ofrece abundante número de personajes
extravagantes, inusuales, frente a los que pueden sentirse superiores, siendo el grado de implicación emocional mínimo. Este distanciamiento respecto a los personajes no cabe, evidentemente, en la tragedia, donde el espectador se identifica con el héroe, al que admira. El espectador suele resistirse a entrar en la ilusión teatral. La pieza cómica refuerza esta tendencia enseñándole a cada instante los trucos de la representación, rompiéndole a cada momento esa ilusión, ese engaño, por diversos medios: -ruptura del principio de coherencia de la representación: el actor se sale de pronto de su papel, se burla de su propia acción, actúa en falsete, mezcla tonos y cambia de pronto de registro lingüístico, usa el aparte y apela frecuentemente al público de la sala; -ruptura de las convenciones y las reglas teatrales al uso, quebrando a la -28- vez sus implicaciones ideológicas: el decoro (que tiene en cuenta la clase social de los personajes), el «buen gusto» o la verosimilitud. La comicidad puede ser: -situacional: confusiones, malentendidos, enredo presentado con ritmo vertiginoso, con continuos saltos de la acción de una a otra situación... -verbal: juegos de palabras, repeticiones, ambigüedades... -de costumbres y de carácter: presentación de chocantes y originales modos de vivir y actuar, de personajes caricaturizados por la acumulación de manías y defectos, irreales e inverosímiles... La más prestigiosa de las formas cómicas teatrales ha venido siendo la comedia (para Aristóteles: imitación de sujetos no nobles, de baja extracción social, en sus defectos y fealdades más risibles e inofensivos). Une tradicionalmente lo jocoso y lo serio -en el período barroco sirvió para designar lo mismo lo cómico que lo trágico y lo tragicómico- y se la suele definir por su final feliz, por su triunfo de lo joven, lo fértil y creativo, que se logra tras ser resueltas por la broma y la paradoja las contradicciones acumuladas, haciendo recobrar al mundo el equilibrio momentáneamente perdido. La comedia imita la realidad cotidiana, por lo que se adapta bien a todas las sociedades, y aborda lo general y lo social, mostrando lo arbitrario de sus leyes, frente a la tragedia, que se centra en la individualidad de los personajes y su destino inexorable. Técnicamente pide cambios de ritmo, ideas repentinas, azar e inventiva escénica. Los personajes suelen ser tipos simplificados y estereotipados, que encarnan pedagógicamente un defecto o una inhabitual visión del mundo. Sus mecanismos favoritos son los equívocos, la sorpresas, los golpes de efecto, la acumulación de obstáculos y conflictos. En el extremo opuesto a la comedia en la gama valorativa oficial estaría la farsa, asociada a una risa nada refinada, grosera. La farsa se centra en el cuerpo como la comedia en lo ideal. Es lo cómico en bruto, que se confía a los poderes del gesto y la improvisación. De gran teatralidad, potencia todos los sistemas de signos, verbales y paraverbales, que integran el hecho teatral. Sus recursos: las máscaras grotescas -que obligan a los actores a no fiarse sólo de su gesticulación sino a usar toda la fuerza
expresiva de su cuerpo-, los personajes caricaturescos, los disfraces, la mímica (abundan los gestos obscenos y atrevidos), las palabras picantes. Todo es burla y engaño, alegría y dinamismo. El moderno vodevil -pieza de pícaro enredo-, que acumula peripecias, salidas y entradas de los personajes, hereda claramente el espíritu farsesco. Especial éxito popular tienen aquellos géneros que van acompañados por la música, desde las mojigangas, los bailes y los entremeses musicados de nuestro -29- barroco hasta la moderna revista musical, pasando por la opereta y la ópera bufa, la zarzuela y el sainete musical, que triunfan en nuestro siglo XIX.
La risa en el teatro español En la Edad Media, el llamado teatro litúrgico no es teatro en el sentido moderno sino ceremonia. La Iglesia, desde el Tertuliano de De Spectaculis, es enemiga, por motivos morales, de toda teatralidad, incluso de la que pueda haber en la ceremonia si esta se acerca al espectáculo profano. El Renacimiento nos muestra el progresivo afianzamiento de la comedia como forma dramática española con Torres Naharro -Tinelaria y Soldadesca- o Lope de Rueda. Se cultiva abundantemente la farsa por Lucas Fernández o Gil Vicente -las más graciosas de este están en portugués- y mezclan comicidad y religión algunas del Códice de Autos Viejos y las eucarísticas de Diego Sánchez de Badajoz. Dirigido usualmente a un público analfabeto, el teatro populista del Renacimiento se basa sobre todo en el trabajo del actor, potenciando al máximo el lenguaje corporal. Presenta a menudo divertidos conflictos entre campesinos y gentes de ciudad, nobles y burgueses, astutos estudiantes y rústicos bobos, caracterizados estos últimos por el uso del habla convencional ridiculizadora llamada sayagüés. Los autores ponen el latín macarrónico un latín jocosamente deformado- en boca de médicos, frailes o sacristanes; imitan y deforman idiomas extranjeros, recogen el lenguaje de la plaza pública (juramentos, insultos o pintorescas exclamaciones) o remedan el habla de los esclavos negros. Existe también un teatro destinado a un público cortesano y burgués -que gusta de reírse de los rústicos-, o a judíos adinerados, que pagan al autor teatral para que ridiculice en sus obras la casta de los caste-llanos viejos, que impiden su ascenso social. Los pasos de Lope de Rueda -así bautizados por su editor Juan de Timonedapresentan una divertida galería de personajes populares -el criado, el rufián, el marido engañado, el vizcaíno, la negra-, en la que sobresale el bobo o simple, sin precedentes en el teatro popular italiano o Commedia dell'Arte, que alguna influencia tuvo en Rueda con su técnica de improvisación, su uso de máscaras y sus sugestivos personajes (Arlequín, Pantalón, El Doctor, El Capitán, Colombine, los criados o zanni, etc.). Los pasos son teatro en prosa, lo que les dota de una naturalidad y una verosimilitud que se perderán cuando el verso invada el teatro cómico de manera generalizada hacia 1620. Destaquemos: Las aceitunas, Cornudo y contento o La carátula. -30-
El poder usa el teatro durante el período barroco para entretener alas masas que, procedentes de las zonas rurales, viven en los suburbios de las capitales dadas a la holganza o la delincuencia. En los corrales de comedias del período triunfa Lope de Vega -el creador de la fórmula nacional de la comedia nueva- con sus comedias de capa y espada, de bien trabados enredos. De los personajes lopescos tiene especial éxito el criado chistoso, el llamado gracioso o figura del donaire. Muy celebradas son comedias exclusivamente pensadas para hacer reír -en esta época también se llama comedia a la pieza trágica o tragicómica- como La dama boba, de Lope, La dama duende, de Calderón de la Barca, El desdén con el desdén y El lindo don Diego, de Moreto o Entre bobos anda el juego, Don Lucas del Cigarral y ¡Abre el ojo!, de Rojas Zorrilla. Más del gusto popular es, sin embargo, el llamado teatro menor, actualmente revalorizado por la crítica. Entremeses, mojigangas, jácaras y bailes son piezas breves, con personajes populares, ambiente carnavalesco y gran dinamismo, acompañadas frecuentemente por pegadizos ritmos, canciones y bailes. Cervantes, Calderón o Quiñones de Benavente no desdeñaron dedicar a ellas su pluma. El tipo de pieza cómica más aplaudido del período, el entremés -con sus sacristanes, estudiantes, alguaciles, maridos engañados, alcaldes rústicos y hembras casquivanas-, conoció gracias al autor del Quijote su mayor calidad literaria. De sus ocho entremeses, editados en 1615, todos perfectos en su relación entre contenido, tiempo de duración y estructura dramática, destacaríamos El Retablo de las maravillas, La cueva de Salamanca o El viejo celoso. Veamos unos cuantos chistes de entremés: en Las alforjas de Luis Quiñones de Benavente dice Juliana: «Yo quisiera un marido, señor padre...»; y su padre le contesta: «¿Quién os ha dado dos, señora hija?». En el entremés anónimo Los alcaldes pregunta Clara: «Las mujeres y el eco / ¿en qué se parecen?»; y responde Domingo: «En que siempre responden / hasta que mueren». El gracioso Cosme de El retrato vivo, de Agustín Moreto, explica: «Muchas mujeres / quisieran retratos / de sus maridos / por verlos colgados». El teatro cómico del siglo XVIII está representado por los sainetes costumbristas piezas de mayor extensión que el entremés-, de Ramón de la Cruz, quien llegó a estrenar con éxito cerca de cuatrocientos títulos, entre los que cabría destacar: El Manolo, El muñuelo, El almacén de novias o El no. Al finalizar el siglo triunfa la fórmula de la comedia burguesa de Leandro Fernández de Moratín, autor de simpáticas obras como El barón y La mojigata o de la sátira teatral La comedia nueva. El teatro romántico -que podríamos emblematizar en Don Álvaro o la fuerza del sino, del duque de Rivas, obra llena de desgracias, truculencias y muertes- es -31motivo de parodias teatrales como Contigo pan y cebolla, de Gorostiza, o El plan de un drama, o la conspiración, de Bretón de los Herreros, el mejor comediógrafo español de la primera mitad del XIX. Heredero del sainete del XVIII y de la comedia burguesa moratiniana, Bretón pinta, con una sonrisa en los labios, la España que va desde 1808 a 1868, fecha de la caída de Isabel II, en obras como Marcela o ¿cuál de los tres? o El pelo de la dehesa. La comedia ligera francesa o vodevil, que hace furor en nuestro teatro, cuaja en España en El sombrero de copa de Vital Aza. Tras estar de moda la zarzuela entre 1856 y 1866, la risa adquiere relieve en multitud de juguetes cómicos y en piezas en un acto como las del sainete musical o género chico, que tan decisivo influjo tendrá sobre importantes formas teatrales de comienzos del siglo XX. Ponen animada y excelente música a los libretos de los saineteros los maestros Arrieta,
Barbieri, Chapí, Caballero o Chueca. Saineteros destacados fueron: Miguel Ramos Carrión (Agua, azucarillos y aguardiente), Miguel Echegaray (Gigantes y cabezudos o El Dúo de la Africana), Ricardo García de la Vega, el iniciador del sainete de las clases bajas madrileñas (La verbena de la Paloma) o Carlos Fernández Shaw (La Revoltosa). El género brinda al teatro español, hasta su muerte hacia 1910, una saludable desintoxicación gracias a sus pintorescos personajes: chulos y chulas, frescos, niñeras, barquilleros, aguadoras, guardias, curas amaneradillos, barberos, señoritos y viejos verdes. De gran vitalidad goza el teatro cómico español entre 1900 y 1930, cuando estrenan autores como Arniches, los hermanos Álvarez Quintero, Pedro Muñoz Seca, Antonio Paso o García Álvarez. Carlos Arniches comienza su carrera teatral manipulando el sainete popular, con óptica burguesa, para moralizar a la clase trabajadora (El santo de la Isidra), escribe luego comedias de costumbres como La señorita de Trevélez y sainetes cómicos recogidos en el volumen Del Madrid castizo. Tragicomedias como Es mi hombre, en las que sale en defensa de los seres más débiles de la sociedad, responden a su fórmula de tragedia grotesca o sainete doloroso, que merecería importantes elogios del novelista Pérez de Ayala. Abunda este teatro en salidas y réplicas ingeniosas, ponderaciones hiperbólicas o deformación popular de términos cultos. Arniches no refleja en su obra el habla popular madrileña sino que lleva a cabo una operación de estilización culta de sus vulgarismos, tras la cual la devuelve al pueblo, que la hace suya con toda naturalidad. El ingenio en los diálogos destaca en las maliciosas comedias burguesas de Jacinto Benavente. La Andalucía de los Álvarez Quintero, de andaluces despreocupados y de gracioso verbo, ceceante o seseante, brilla en piezas como El genio alegre o El patio. La comedia plagada de chistes y situaciones disparatadas de Muñoz Seca recibe el nombre de astracán, género que a pesar de haber sido muy atacado por los críticos, -32- todavía hoy provoca la risa: Los extremeños se tocan, La venganza de don Mendo o La Oca. De espaldas a los escenarios comerciales de la época y contra las formas escénicas del momento crea Valle-Inclán sus esperpentos, una de las más importantes aportaciones españolas al teatro europeo. Estos suponen una nueva versión, en clave de farsa, de las tragedias tradicionales, además de una violenta burla de los mitos mediante los que los españoles perciben la historia de España. El expresionismo, la farsa tragicómica y lo grotesco se dan la mano en obras como Luces de bohemia, Los cuernos de don Friolera, Las galas del difunto y La hija del capitán. El teatro de humor contemporáneo se renueva gracias a «la otra generación del 27», la generación del 27 del humor, que integran Enrique Jardiel Poncela, Miguel Mihura, Antonio de Lara (Tono), Edgar Neville y José López Rubio. El humor vanguardista de Jardiel Poncela cultiva el absurdo y lo inverosímil de manera sistemática en Cuatro corazones con freno y marcha atrás, Angelina o el honor de un brigadier (un drama de 1880) o Eloísa está debajo de un almendro. Miguel Mihura, que añade al absurdo unas gotas de ternura, triunfa con la genial caricatura del mundo burgués que es Tres sombreros de copa y con piezas como ¡Sublime decisión!, Maribel y la extraña familia, Ninette y un señor de Murcia, La Bella Dorotea o El caso de la señora estupenda. Tono, autor de Guillermo Hotel, Romeo y Julieta Martínez o La viuda es sueño, escribió también en colaboración con Mihura Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario y con Álvaro de Laiglesia El caso de la mujer asesinadita.
El primer Lorca juega a explorar las posibilidades cómicas del guiñol en graciosas obritas como Títeres de Cachiporra, Retablillo de don Cristóbal o Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín. Deliciosa es su cervantina farsa La zapatera prodigiosa. La farsa, con denominaciones muy variadas -tragifarsa, sátira guiñolesca, farsa revolucionaria, caricatura guiñolesca, caricatura grotesca, tragedia bufa...- vive durante los años veinte y treinta un período de auge, al servicio de una intención de denuncia social, en autores como Alberti, Max Aub o Rafael Dieste. En la posguerra la risa ayudará a soportar la dura realidad. Merecen mención las primeras obras de Fernando Arrabal -Pic-nic, Los hombres del triciclo o El cementerio de automóviles-, que junto al absurdo, aprendido en Jardiel, Tono o Mihura -cuyas obras siguen representándose durante estos años- juega con elementos heredados del sainete, el circo, el esperpento, el superrealismo o la revista. Ya en los años sesenta, Juan José Alonso Millán estrena con éxito una pieza poblada de disparatadas situaciones: El cianuro... ¿solo o con leche? Tras ceder un tanto en su rebeldía inicial, el prolífico y popular Alfonso Paso se instala en una risa -33- más acomodaticia, adueñándose de los escenarios comerciales con sus comedias sobre la clase media española: Las que tienen que servir, Enseñar a un sinvergüenza, Cosas de papá y mamá, Querido profesor, La boda de la chica, etc., etc. Junto a la comedia burguesa, frívola, amable y despojada de todo peso ideológico, existe un teatro bronco y sarcástico que ataca a la burguesía y a la dictadura franquista, tomando abundantes elementos del entremés, el sainete musical o el esperpento de Valle-Inclán y que da obras como El tintero de Carlos Muñiz o La camisa de Lauro Olmo. Pertenecientes al llamado teatro subterráneo, por las dificultades que la censura oponía a su representación, son las obras de signo tragicómico Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga o Flor de Otoño, de José María Rodríguez Méndez. Nacen en estos años grupos teatrales de gran fuerza satírica como Els Joglars o Los Goliardos. Los setenta conocen el auge de los grupos de teatro independiente, que estrenan las obras de Martínez Mediero, el argentino Jorge Díaz, José Ruibal, Francisco Nieva o Miguel Romero Esteo. En el desenfrenadamente antirrealista y verbalmente delirante teatro del autor y excelente escenógrafo Francisco Nieva -que él divide en teatro furioso y teatro de farsa y calamidad- se amalgaman procedimientos del entremés, el género chico, las vanguardias teatrales del siglo XX -sobre todo el superrealismo-, el teatro del absurdo, el cómico cine mudo: El combate de Opalos y Tasia, Pelo de tormenta, La carroza de plomo candente, El rayo colgado, Maldita sean Coronada y sus hijas o Delirios del amor hostil. Usa los vicios lingüísticos y literarios como cómico recurso expresivo en sus inclasificables y extensísimas obras, difícilmente representables, Miguel Romero Esteo: El vodevil de la pálida, pálida, pálida, pálida Rosa o Pizzicato irrisorio y gran pavana de lechuzos. En los ochenta abunda el teatro de signo lúdico. Especial éxito tienen obras en tono de farsa e intención de denuncia como Vade retro y Esta noche, gran velada, de Fermín Cabal, o La estanquera de Vallecas, Bajarse al moro y Pares y Nines, de José Luis Alonso de Santos, junto a comedias musicales como Carmen, Carmen de Antonio Gala.
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Esta edición La presente antología pone al alcance de los estudiantes una serie de textos cómicos de las distintas etapas de nuestra historia literaria como estímulo ideal para entregarse al goce de la lectura e interesarse por nuestros autores, algunos no siempre bien conocidos ni fácilmente asequibles. Concebida como un complemento ideal para las clases de lengua y literatura, hemos evitado reproducir muchos de los textos habituales en los manuales de uso en nuestras escuelas. No compartimos el extendido prejuicio de que la literatura de signo cómico sea de calidad inferior a la que no lo es. Risa y Literatura quizás hayan ido demasiado a menudo disociadas en nuestros institutos y universidades, por lo que es común entre el alumnado más joven considerar que la literatura española es extremadamente «aburrida». La presente antología intenta demostrar lo errado de semejante consideración. Leer un texto cómico es un ejercicio lingüístico insustituible, por ponerse en juego en el mismo, simultáneamente, códigos de muy distinta naturaleza. La selección de textos ha venido condicionada por el intento de reducir al mínimo el aparato de notas eruditas, ya que se persigue ante todo el disfrute directo de los mismos. Ello nos ha llevado también a actualizar -sobre todo en lo referente a acentuación, puntuación y ortografía- los textos que lo han precisado. No era nuestra intención excluir el siglo XX, pero la negativa -innegociable- de cierta agencia literaria a concedernos autorización para la reproducción de textos de los autores por ella representados y la similar postura de la heredera de un dramaturgo nos han impuesto concluir con el siglo XIX. Al respetar esta edición el criterio histórico en la presentación de los textos y figurar a la vez piezas pertenecientes a los más diversos géneros, creemos que cabe realizar muy distintos tipos de estudios y actividades con el abundante material en ella incluido. Esperamos, en fin, que el lector que recorra atentamente las páginas de este libro consiga una imagen más clara del rico universo de la risa.
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