Igraín la valiente

LA ISLA DEL TIEMPO. IGRAÍN ... vían unas serpientes a las que Igraín daba de comer con la mano. .... porte era una pequeña serpiente de latón que mordía en.
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LA ISLA DEL TIEMPO

IGRAÍN

LA VALIENTE

Cornelia Funke

Traducción de Roberto Falcó

Con ilustraciones de la autora

Para Anna y Ben

EL CASTILLO DEL BOSQUE

Igraín se despertó al notar que tenía algo en la cara, algo con muchas patas. Abrió los ojos y ahí estaba, una araña gorda y negra en la punta de la nariz. No había nada en el mundo que le diese más miedo que las arañas y empezó a sentir un cosquilleo insoportable en los dedos de los pies. —¡Sisi! —susurró con voz temblorosa—. Despiértate, Sisi. ¡Quítame la araña! Sísifo alzó su cara gris de la barriga de Igraín, parpa­ deó, se desperezó, cogió la araña de la punta de la nariz y ¡ñam!, se la zampó. —¡Eh, no he dicho que te la comieras! —Igraín se lim­ pió la saliva de gato de la mejilla, tiró a Sísifo de la cama y se puso en pie—. Una araña en la nariz —murmuró—, un día antes de mi cumpleaños. Esto no puede significar nada bueno. Se acercó descalza hasta la ventana para mirar afuera.

El sol brillaba en lo alto del castillo de Bibernel y la torre arrojaba su sombra sobre el patio. Las palomas se limpia­ ban sobre las almenas de la muralla, y un caballo relinchó en el establo. Hacía más de trescientos años que Bibernel pertenecía a la familia de Igraín. El tataratataratataratatarabuelo de su madre construyó el castillo. (A lo mejor aún había un par más de «tátaras», pero Igraín no estaba muy segura.) No era muy grande, solo había una torre medio torcida y las murallas tenían un metro de espesor. Pero para ella era el más bonito del mundo. En el patio de Bibernel cre­ cían flores salvajes entre los adoquines. En primavera las golondrinas anidaban bajo el tejado de la torre, y en el foso que rodeaba el castillo, bajo los nenúfares azules, vi­ vían unas serpientes a las que Igraín daba de comer con la mano. También había dos leones de piedra que vigilaban la puerta del castillo, sentados en una repisa de la mura­ lla. Cuando Igraín les quitaba el musgo de la melena, ron­ roneaban como gatos, pero cuando se acercaba alguien desconocido, enseñaban sus dientes de piedra y rugían con tanta fuerza que hasta los lobos del bosque de al lado se escondían asustados. Los leones no eran los únicos guardianes de Bibernel. En las murallas grises había unas máscaras de piedra que se dedicaban a hacer unas muecas horripilantes a todo desconocido que se acercara por allí. Cuando Igraín les 8

hacía cosquillas en la nariz con una pluma de golondrina soltaban unas carcajadas tan fuertes que las cagadas de paloma que había en las almenas se desprendían por sí solas. Tenían una boca tan grande que podían tragarse ba­ las de cañón enteras, y engullían las flechas de fuego como si fueran el manjar más sabroso del mundo. Sin embargo, las máscaras de piedra casi habían olvi­ dado lo que era comer flechas. Hacía años que Bibernel no era atacado. Antes de que naciera Igraín ocurría a me­ nudo. Su familia poseía unos libros de magia que fueron codiciados por muchos hombres poderosos: caballeros bandidos, duques, barones e incluso dos reyes habían 9

asaltado Bibernel para robarlos. Pero por suerte los tiem­ pos se habían vuelto más tranquilos. —¿Hueles eso? —preguntó Igraín, que puso a Sísifo sobre el alféizar de la ventana y olfateó el aire frío de la mañana. Hasta su nariz llegó un delicioso olor a ceniza de madera, miel y hierba sagrada. De la ventana más alta de la torre salía un resplandor de color rosa que teñía el cie­ lo. El cuarto de trabajo de sus padres, el noble sir Lamo­ rak y la bella Melisanda, se escondía tras aquella ventana. Ambos eran los magos más grandes que había entre el Bosque de los Susurros y las Colinas de los Gigantes. —¿Ya están haciendo magia a estas horas de la maña­ na? —murmuró—. ¿Antes del desayuno? Caray, ¿es que tienen miedo de que mi regalo no esté listo para mañana? Se quitó de un manotazo un par de polillas de sus pan­ talones de lana y se puso la cota de malla de su bisabuelo, Peleas de Bibernel. Igraín se la ponía todos los días desde que la había descubierto en la sala de armas, a pesar de que le llegaba hasta las rodillas. Su hermano mayor, Al­ berto, quería ser mago como sus padres, pero a ella la ma­ gia la aburría. Los hechizos, fórmulas mágicas, las listas de ingredientes para preparar polvos y tinturas mágicas... Solo con pensar que tenía que aprenderse tantas cosas de memoria le entraba dolor de cabeza. Ella prefería ser como su bisabuelo Peleas de Bibernel, que fue un noble caballero que luchó en un sinfín de torneos y vivió mil 10

aventuras. Alberto se reía de ella, pero así es como se comportan a veces los hermanos mayores. De vez en cuando Igraín se vengaba y le escondía cochinillas en su abrigo mágico. —Venga, ríete —decía siempre que Alberto le tomaba el pelo—. Ya verás, me apuesto diez de tus ratones adies­ trados a que algún día ganaré un torneo del rey. Alberto quería a sus ratones más que a ninguna otra cosa del mundo, pero aun así se reía siempre de su her­ mana. Y sir Lamorak y la bella Melisanda se preocupaban cuando veían correr a su hija por ahí con la cota de malla de su bisabuelo, pero eran incapaces de hacerla cambiar de opinión. —Vamos, Sisi —dijo; se apretó el cinturón y se puso el gato, que no paraba de bostezar, bajo el brazo—. Vamos a espiar un rato. —Bajó la escalera que llevaba a la sala de los caballeros de un par de saltos, pasó corriendo por de­ lante de los cuadros de sus antepasados, todos con una pose muy majestuosa y semblante serio, y abrió la puerta grande que daba al patio. Hacía un día espléndido y ca­ luroso, respiró hondo y salió afuera. Entre los altos muros del castillo predominaba el aroma de las flores, que se mezclaba con el olor de las cagadas de ratón. —¡Sísifo! —le dijo Igraín mientras bajaba dando brin­ cos hacia el patio—. Si no molestas un poco a los ratones de Alberto, dentro de poco habrá un billón y los pisa­ 11

remos aunque andemos a la pata coja. ¡Como mínimo, podrías darles un susto de vez en cuando! —Es demasiado peligroso —gruñó el gato, y volvió a cerrar los ojos. Sisi podía hablar desde que Igraín le echó encima los polvos rojos mágicos de su hermano, pero casi nunca le apetecía abrir la boca. —Eres un cobarde —le soltó Igraín, y empezó a subir los adoquines redondea­ dos que llevaban hacia la torre—. Alberto no te convertiría nunca en perro aun­ que te amenace con ello. No sabe hacer­ lo. O como mínimo eso creo. La única torre de Bibernel se encontra­ ba en el centro del patio, rodeada de un profundo foso, lejos del castillo y la mura­ lla. Era el mejor lugar para resguardarse cuando alguien atacaba. Para cruzar el foso, que estaba lleno de arañas, ha­ bía una pequeña pasarela de ma­ dera. Cuando Alberto quería

fastidiar a Igraín, la levantaba antes de subir a la sala de he­ chizos. Por suerte, aquella mañana se había olvidado. —¡No se oye nada! —murmuró Igraín mientras cruza­ ba la pasarela con Sísifo—. Alberto tiene tan buen oído como los murciélagos. Dejó el gato ante la puerta, la abrió lentamente para no hacer ruido y subió de puntillas los escalones. El gato la siguió con toda la tranquilidad del mundo. De repente, dos murciélagos asustados pasaron volando por encima de ellos. En el interior de la torre vivían cientos de esos animales. La pesada puerta de roble de la sala de hechizos esta­ ba pintada de arriba abajo con símbolos mágicos. El pica­ porte era una pequeña serpiente de latón que mordía en la mano a los desconocidos. Igraín pegó la oreja a la puerta con sumo cuidado para escuchar. A duras penas oía las bonitas canciones de los libros de magia. Sísifo se le enroscó en las piernas y em­ pezó a ronronear. Tenía hambre. —¡Chiist! —susurró ella, y lo apartó con un pie. De pronto se abrió la puerta. Solo una rendija, lo sufi­ ciente para que Alberto pudiese asomar la cabeza. —¡Lo sabía! —exclamó, y esbozó una sonrisa burlona y pedante, como diciendo «¡Qué tonta eres, hermanita!». Tenía la nariz manchada de ceniza y dos ratones sentados encima de la cabeza. 13

—Solo he venido porque quiero saber cuándo vamos a desayunar —refunfuñó ella. Alberto esbozó una sonrisa aún más grande. —¡No lo vas a descubrir! —le dijo en tono burlón—. Hasta ahora nunca has averiguado qué te vamos a rega­ lar. Venga, ve a darles de comer a las serpientes. Igraín se puso de puntillas con la intención de echar un vistazo por encima del hombro de su hermano, pero Alberto le dio un empujón. —¡Esfúmate, pequeñaja! Ya haré repicar las campanas del desayuno cuando esté listo. —¡Buenos días, cielo! —oyó Igraín que le decía su ma­ dre desde la sala de hechizos. —¡Buenos días! —le dijo sir Lamorak, su padre. —¡Buenos días! —gruñó Igraín. Luego le sacó la len­ gua a Alberto, dio media vuelta y bajó corriendo la esca­ lera. A Sísifo le costó seguirle el paso.

SERPIENTES DE AGUA Y EJERCICIOS DE PRÁCTICA

—Estoy harta de tantos secretitos —masculló Igraín al entrar en la cocina. Dos de los ratones de Alberto saltaron de la mesa. Se­ guro que habían estado comiendo queso. Sísifo resopló al verlos, pero los roedores pasaron junto a él sin inmutarse, como si fuera un gato disecado. Sabían de sobra que no les haría nada. —Todos los años hacen lo mismo, andan todo el día con cuchicheos y susurros para que no me entere de nada. —Tapó el queso mordisqueado y le puso un poco de leche con agua en un platillo a su gato—. Pero esta vez se han pasado. Ya llevan cinco días encerrados ahí arriba hacien­ do hechizos. ¿Es que me quieren regalar un elefante? Cogió el cubo de los residuos mágicos, que su madre siempre escondía de los ratones en el horno, y lo sacó a rastras al patio. Sísifo la siguió con el hocico manchado de leche. 15

El puente chirrió una barbaridad cuando Igraín lo cruzó. «Típico —pensó ella—, como se pasan todo el día haciendo magia nunca se acuerdan de ponerle aceite a las cadenas.» Sísifo le pasó rápido por debajo de las piernas y se sentó tranquilamente en el borde del puente. Los peces que había en el foso de agua no estaban bajo la protección de Alberto, y el gato se comía muchos. Era un milagro que todavía quedase alguno. Igraín dejó el cubo en el puente, cogió un par de huevos azules, los lanzó entre los nenúfares y silbó con todas sus fuerzas. Al instante, empezó a agitarse el agua entre las flores. Cinco serpientes sacaron sus tornasoladas cabezas. —Lo siento —se disculpó Igraín, que se inclinó y le acarició la barbilla a una, llena de escamas—. Vuelve a haber huevos azules y las galletas secas de Alberto. El cubo estaba a rebosar. Tal vez su hermano fuera un mago muy bueno para su edad, pero cuando intentaba hacer algo comestible, sólo le salían galletas secas y huevos azules. Mas por suerte las serpientes de agua no son muy tiquismiquis con la comida. En cuanto vació el cubo y las serpientes se quedaron llenas, Igraín se levantó, acabó de cruzar el puente y miró hacia las praderas pantanosas que se extendían ante el castillo. No se movía ni un alma en aquella mañana soleada, solo había un par de conejos que daban brincos por la hierba. Igraín suspiró. 16

—Todas las mañanas tengo que dar de comer a las ser­ pientes —murmuró—, miércoles y sábados desempolvar los libros de magia; una vez a la semana tengo que quitar­ les el moho de la melena a los leones de piedra y una vez al año hay un torneo en el castillo de Rocaoscura. Aquí nunca ocurre nada emocionante, Sísifo. Nunca. —Igraín volvió a sentarse en el borde del puente junto al gato, que le restregó la cabeza contra la rodilla. —¡Mañana cumplo diez años, Sisi! —prosiguió Igraín meneando la cabeza, y le acarició la barbilla a su gato—. ¡Diez años! Y aún no he vivido una sola aventura de ver­ dad. ¿Cómo voy a convertirme entonces en una famosa caballera? ¿Qué tengo que hacer: salvar a los conejos del zorro y proteger a las ardillas de las comadrejas? —No, a los peces de mí —musitó Sísifo, que levantó la pata, sacó las garras y la metió en el agua, pero no pescó ningún pez. Igraín miró las máscaras de piedra. Algunas bosteza­ ban y las demás miraban de reojo las moscas gordas que tomaban el sol tan panchas sobre su nariz. —Hasta las máscaras de piedra se aburren —murmu­ ró Igraín—. Seguro que de vez en cuando les gustaría tra­ garse un par de balas de cañón. —Es una tontería desear algo así —masculló Sísifo, que estaba mirando fijamente el agua oscura. —¡Ya lo sé! No lo decía en serio. —Se levantó de un 17

salto tan rápido que hizo que su gato diera un resoplido de enfado. —¡Asustas a los peces! —Lo siento —murmuró ella. Cogió el cubo vacío y echó a andar hacia la puerta—. Es que me aburro como una ostra —dijo por encima del hombro—. Y el día antes de mi cumpleaños todavía es peor. —Pues aprende a hacer magia —le espetó Sísifo. De re­ pente, soltó un zarpazo en el agua, veloz como un rayo, y sacó un pez que no paraba de retorcerse sobre el puente. —No, la magia no es para mí —respondió ella. Entró en el pasaje oscuro y frío que llevaba al castillo y miró los tra­ galuces que había sobre su cabeza, en el muro. Desde ahí se podía tirar alquitrán a los atacantes que lograran cruzar el foso. Pero nadie los había usado aún en el castillo de Biber­ nel. La magia era más poderosa que el alquitrán. —Levanta el puente —farfulló Sísifo mientras arras­ traba el pescado. —¡Venga ya! —exclamó ella—. ¿Para qué? Si no va a ve­ nir nadie. —Igraín, aburrida, se fue hasta la sala de armas. Aunque a sus padres no les gustaban las armas, porque la magia era una protección mucho más eficaz, en esa sala del castillo de Bibernel había un montón de arma­ duras, espadas, escudos y lanzas antiguas que habían pertenecido al bisabuelo de Igraín. Peleas de Bibernel había sido un caballero extraordinario, pero un jinete

pésimo. En toda su vida no logró ganar ni un triste torneo porque siempre se caía del caballo, antes incluso de que su contrincante alzase la lanza. Para distraerse, Igraín acos­ tumbraba a limpiar el óxido de las lanzas y abrillantar los escudos hasta que el blasón volvía a quedar reluciente. —Como no preparen el desayuno dentro de poco —ex­ clamó, y cogió uno de los escudos abollados—, me moriré de hambre antes de cumplir los diez años. —Se puso una es­ pada corta en el cinturón a pesar de que su padre se lo había prohibido, y se encasquetó el precioso yelmo que tenía el pá­

jaro de plata, aunque le iba un poco grande. Luego cogió de la percha donde estaba colgado el muñeco de cuero de entre­ namiento, que Alberto y sus padres crearon por arte de ma­ gia como regalo de cumpleaños cuando cumplió los ocho. Cuando Igraín le sopló tres veces en la cara, el muñeco se puso tieso como un palo, se ajustó el cinturón con la es­ pada y la siguió hasta el patio. Sísifo refunfuñó y levantó las orejas cuando vio salir al muñeco de la sala de armas. —Venga, Sisi —le dijo Igraín en tono burlón—. No hace nada, ya lo sabes. Contigo no puedo practicar la es­ grima. —Subió corriendo la escalera que llevaba hasta las almenas que había sobre la puerta del castillo. El muñeco de cuero, al que le crujían los brazos y las piernas, la si­ guió. Con cara de malhumor, Sísifo dejó caer una espina roída y decidió acompañarlos. Mientras el minino se ponía cómodo al sol junto al muro, el muñeco se apoyó contra una almena a la espera de ins­ trucciones ya que Igraín se había subido a otra almena para echar un vistazo a su alrededor. El cielo estaba azul como las flores del nomeolvides. Tan solo un par de nubes blancas se acercaban desde el Bosque de los Susurros. La vista era tan buena que hacia el oeste Igraín alcanzaba a ver las tierras del Duque Tuerto, que se pasaba el día entero cazando dra­ gones y unicornios. Al sur, tras las colinas, se encontraba el pueblo. Y al este sobresalían las cinco torres redondas del castillo de Rocaoscura, que era diez veces más grande que 20

Bibernel. A la vieja baronesa, la señora del castillo, solo le gustaban dos cosas: los caballos y la cerveza de miel. —No se ve nada emocionante —murmuró Igraín—. Absolutamente nada. Esto es insoportable. Eh, un mo­ mento. —Se inclinó hacia adelante—. Creo que la baronesa tiene una bandera nueva. No la veo muy bien desde aquí. Pero bueno, seguro que aparece algún barril de cerveza de miel. —Lanzó un suspiro, bajó del muro y tocó al mu­ ñeco de cuero en el pecho. En ese momento aquel levantó la espada y se puso en guardia ante ella. »¡Id con cuidado, caballero de cuero! —lo amenazó Igraín y se bajó la visera del yelmo—. Le habéis serrado el cuerno a mi unicornio. ¡Vais a pagar muy cara vuestra osadía! El muñeco de cuero detuvo su embestida con una ele­ gancia maravillosa. Al cabo de un rato, Igraín sudaba tan­ to dentro de la armadura que tuvo que echarse por la ca­ beza un cubo de agua del pozo del patio. En ese mismo instante, rugieron los leones de piedra que había sobre la puerta del castillo.

UNA VISITA INESPERADA

Los leones profirieron unos rugidos roncos, como si les hubiese entrado polvo en la garganta. Igraín se asustó, se limpió el agua de los ojos y apartó de un empujón al muñeco de cuero, que estaba tieso de pie en medio del camino. Se arrodilló rápidamente junto a Sísifo y miró hacia abajo. Los enormes leones de piedra se pusieron en pie sobre la repisa, enseñaron los dientes, empezaron a golpear el muro con la cola y rugieron con tanta fuerza que las ser­ pientes sacaron la cabeza del agua para ver lo que ocurría. Por el este se acercaba un jinete al galope. —¿A qué viene tanto jaleo? —les gritó Igraín, enfada­ da—. ¡No es un desconocido, cegatos, es Bertrán, el caba­ llerizo de Rocaoscura! Los leones cerraron la boca, confusos. —¡Pues vaya! —murmuró el de la izquierda, y aguzó la vista—. Tiene razón. 22

—¡Es culpa de las palomas! —exclamó ofendido el de la derecha—. Como se nos cagan siempre en los ojos, ya no puedo diferenciar un caballo de un unicornio. —¡Sí, es una absoluta falta de respeto hacia nosotros que clama al cielo! —farfulló el de la izquierda. Pero Igraín ya no los escuchaba. Sin quitarse la ruido­ sa cota de malla, bajó la escalera y cruzó el patio corrien­ do, con Sísifo a la zaga. —¿Quién viene, tesoro mío? —preguntó sir Lamorak desde la ventana de la torre. —¡Han sido los leones, que han vuelto a dar una falsa alarma! —respondió Igraín—. Viene Bertrán, el encarga­ do de las caballerizas de Rocaoscura. —¡Oh, no! —exclamó sir Lamorak—. Seguro que la baronesa quiere organizar de nuevo su aburridísima ca­ rrera de caballos. Dile que estamos ocupados, por favor. Igraín se encogió de hombros y corrió hacia la puerta abierta. El caballerizo de Rocaoscura cruzó el puente a galope tendido. Tenía la cara roja como un tomate y su caballo re­ soplaba y estaba empapado de sudor. Exhausto, Bertrán saltó de la silla a la sombra del patio del castillo. Igraín le dio un cubo de agua a su caballo y lo frotó con un ma­ nojo de paja para secarlo, mientras el jinete, que estaba bastante gordo, intentaba recuperar el aliento. —¡Menudo tiempo hace! —exclamó entre jadeos—. 23

Maldita sea. Prefiero mil veces que llueva. ¿Dónde está tu padre, Igraín? —Está haciendo hechizos para preparar mi regalo de cumpleaños —respondió ella, y le apartó el pelo de la frente al caballo—. No se le puede molestar. ¿Quiere or­ ganizar otra carrera la baronesa? El caballerizo negó con la cabeza. —¡Llévame ante tus padres! —le pidió—. Tengo que transmitirles una noticia muy importante. —Igraín se volvió hacia Sísifo, que no paraba de dar vueltas alrede­ dor de sus piernas, nervioso. —Venga, Sisi, diles a mis padres que vayan a la sala de los caballeros. Pero que Alberto siga trabajando en mi re­ galo, ¿vale? —Vale —murmuró el gato, que se fue corriendo del patio.

MALAS NOTICIAS

—¿Qué ocurre, Bertrán? —preguntó la bella Melisan­ da al entrar en la Sala de los Caballeros con sir Lamorak. Alberto, cómo no, también había acudido, en vez de quedarse en la torre preparando el regalo de su hermana. Cuando Igraín le lanzó la peor de sus miradas, él se limi­ tó a esbozar su típica sonrisa desvergonzada. Tenía el pelo cubierto de unos polvos brillantes y plateados, y sus padres tampoco ofrecían mejor aspecto. El caballerizo hizo una gran reverencia ante la bella Melisanda. —Son noticias inquietantes, bella dama. —Oh. —Sir Lamorak enarcó las cejas, preocupado—. La pobre baronesa no se encuentra bien... —No, no. —El caballerizo miró a su alrededor, como si los cuadros de las paredes pudiesen espiarlo—. Pero hace un par de días recibió la visita de su malvado sobri­ no Gilgalad, que no había sido invitado, y al que todo el mundo llama el Codicioso. Se ha traído a su alcaide, un 25

hombre siniestro que solo se levanta la visera del casco para comer. —Oh, ¿un caballero? ¿Qué armadura lleva? —pregun­ tó Igraín interesada, y se sentó sobre la larga mesa, en la que su bisabuelo Peleas había grabado sus iniciales. —Su armadura está cubierta de púas de hierro de arri­ ba abajo —respondió Bertrán—. Es horrible. —Se volvió de nuevo hacia sir Lamorak—. Ayer por la mañana, a pri­ mera hora —murmuró—... Gilgalad anunció de pronto que la baronesa había partido en una peregrinación de la que tardaría como mínimo un año en regresar. Y nos co­ municó que la baronesa lo había nombrado señor del cas­ tillo de Rocaoscura y de sus tierras durante todo el tiem­ po en que ella estuviera ausente. —¿Que la baronesa se ha ido de peregrinación? —Sir Lamorak frunció el ceño—. Pero si solo sale de su estan­ cia para ver si sus caballos están bien. —O para beber cerveza de miel —añadió Igraín. —¡Exacto! —admitió Bertrán—. Nadie la ha visto par­ tir y tampoco ha estado en el establo. ¿Creéis que se ha­ bría ido sin despedirse de Lancelot, su caballo preferido? Preguntádselo a vuestra hija, que ha ido a visitar a la ba­ ronesa en más de una ocasión. Igraín se limpió con la manga una cagada de paloma de la cota de malla. —Esto suena raro —dijo—. La baronesa nunca se va a 26

Los cinco miraron con ansia hacia el foso. —Tengo un gato al que le gusta comer peces —dijo Igraín. Pero aquello no los impresionó. De modo que sir Lamorak les concedió el deseo y vol­ vió a convertir a los cinco en peces. Luego, él y la bella Melisanda organizaron, con la ayuda de los libros, un gran banquete en la sala de los caballeros como nunca se había visto en Bibernel. Y sin migas de manzana ni hue­ vos azules, por supuesto. Alberto se dedicó a hacer trucos de magia con sus ratones hasta bien entrada la noche para entretener a las tres damas, e Igraín le contó finalmente a la baronesa todo lo que había ocurrido desde el día de su décimo cumpleaños. Lo único que no le dijo fue que ha­ bía tomado prestado su caballo favorito...

Igraín la valiente Cornelia Funke ISBN edición en papel: 978-84-08-04977-7 No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)

Título original: Igraine Ohnefurcht

Traducción: Roberto Falcó

© del diseño de la portada, Editorial Planeta S. A., 2003

© de la imagen de la portada, Escletxa

© Cecilie Dressler Verlag, Hamburgo, 1998

© de las ilustraciones de interior, Cornelia Funke

© de la traducción, Roberto Falcó, 2003

© Editorial Planeta, S. A., 2003

Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

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Primera edición en libro electrónico (epub): abril de 2011 ISBN: 978-84-08-10383-7 (epub) Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L. www.newcomlab.com