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23 nov. 2012 - como si esas patatas no tuvieran dignidad, como si la dignidad no tuviera dinero suficiente para pagar su libertad bajo fianza. Entonces, sólo entonces, cuando se quedó sin pasillo, la lanzó de bruces contra la cama. Abrió el cajón de la mesita de noche y sacó un par de esposas que acabaron uniendo a ...
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Título El péndulo de hielo

Autor Xabier Villanueva Amadoz

Diseño de la portada Omar Barco

Fecha de publicación 23 de noviembre de 2012

Licencia

2011 El péndulo de hielo, esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 España.

Xabier Villanueva

El péndulo de hielo

ÍNDICE Sinopsis ............................................................................................................................ 3 Prólogo ............................................................................................................................. 4 Agradecimientos .............................................................................................................. 5 La vida a veces es injusta ................................................................................................. 7 Un invierno de vinilo ...................................................................................................... 19 Sopa de letras................................................................................................................. 38 ¿Dónde comprar? .......................................................................................................... 48 Promoción conversa con el autor .................................................................................. 49 Su autor .......................................................................................................................... 50 Prensa ............................................................................................................................ 51 Enlaces de la novela ....................................................................................................... 52

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Sinopsis El péndulo oscila bajo la acción gravitatoria, con dos grados de libertad si es esférico. El hielo es frío, efímero, descorazonador. En la novela os aguardan impostores, los que, una vez marcados con las reglas del juego, buscan acomodo en la batalla por la supervivencia. Lo hacen sin remordimientos, con la inocencia de cualquier asesino, con la crueldad de cualquier niño. La intriga, el dolor, el drama, el sexo y el amor se arremolinan en una espiral de violencia que nos lleva a comprender la importancia de la tolerancia, de la cultura y de la mitología, siendo oyentes privilegiados del nacimiento de Nueva Zelanda como país a través de las leyendas maoríes.

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Prólogo En marzo del año 2010 tomé la que, sin miedo a equivocarme, fue la mayor y mejor decisión que he tomado en toda mi vida: conocerme a mí mismo. Esa decisión, en realidad, empezó a gestarse un año antes de que un despido me demostrara que la ética no es una cualidad de la que se pueda enorgullecer la sociedad actual. Esta sociedad, que valora el capital por encima de los dramas humanos, nos está llevando a desconfiar del prójimo, a ser sumisos ante quien ejerce el poder y a ser ariscos frente a quien tenemos a nuestro lado, lo que nos obliga a ponerle la zancadilla a nuestro molesto vecino para que, quienes vengan por detrás, lo pisoteen con rencor. Esta sociedad, que nos marca el camino hacia un oficio robotizado y no hacia un oficio aleatorio, nos está enseñando a dejar de soñar, susurrándonos continuamente al oído que dejemos a un lado lo que nos gusta, lo que verdaderamente nos hace felices, y que nos comportemos como adultos y nos centremos en nuestra obligación: producir, consumir y callar. De pequeños todos tenemos miles de aspiraciones, aspiraciones que, de mayores, se difuminan en una aureola de reflexiones vacías. Si no me creéis, haced la prueba vosotros mismos y preguntaos, preguntaos cuándo ha sido la última vez que habéis soñado con algo, la última vez que habéis pensado en cómo cambiar una vida repleta de días clonados. Tuve que irme muy lejos, a una desconocida y enigmática Nueva Zelanda, para recuperar unos valores que creía perdidos. La isla me devolvió las ganas de vivir, las ganas de descubrir quién y qué es lo que se esconde más allá de los lugares comunes que habitualmente regentaba y, sobre todo, me preparó para ser feliz. Ese sueño, ese sueño que he bautizado ‘El péndulo de hielo’, se ha hecho hoy realidad. Compré sus semillas en Nueva Zelanda, el destino me hizo plantar parte de ellas en Bruselas y otras pocas en México y, es aquí, en Navarra, donde no he parado de regar este sueño, este sueño cuyo objetivo no era otro sino demostrarme a mí mismo que era capaz de sacar adelante una novela. Un sueño, todo hay que decirlo, que descubrí en la infancia, lo olvidé en la adolescencia y lo abandoné, dejándolo a la deriva, en mi edad adulta. No creo en la suerte. El trabajo está hecho y lo único que puedo pedir a cambio es una oportunidad para demostrar que este manuscrito merece ser llevado al papel y, de esta manera, haceros ver que de mayores seguimos teniendo derecho a soñar despiertos. Yo no le llamo perder el tiempo; le llamo, simple y llanamente, vivir. No dejéis que nadie os diga, con palabras o con una disuasoria mirada, que algo no se puede hacer antes, incluso, de haber colocado la primera piedra. De lo contrario, os lamentaréis toda vuestra vida.

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Agradecimientos

El triple salto mortal que supone la creación de una primera novela no sería posible sin la ayuda de terceras personas. Sin ese apoyo, una losa de nombre autoestima acabaría minando las fuerzas de alguien que ve cómo el trabajo de muchos meses, de años incluso, quizás no haya servido para nada. Gracias a mis padres, hermana y mi pareja por estar ahí, por no haberme puesto nunca una barrera que me impidiera seguir adelante. Y, en caso de haberla, por haberme allanado el camino para que, juntos, pudiéramos encontrar una salida. Gracias a ti también, Omar. Gracias no sólo por haber entendido la esencia de la novela y plasmarla en la portada, sino sobre todo por haberme apoyado, desde la distancia, en este pedregoso camino. Tampoco me olvido de ti, Amalia, ni al estupendo equipo que formáis Sinerrata. Vuestras opiniones me sirvieron de mucho, y gracias a ellas la novela ha ganado muchos enteros. Qué decir de ti, Luis, que desinteresadamente has grabado en el manuscrito tu entusiasmo por El rayo verde y tanto me has ayudado en esa espinosa búsqueda de erratas. No quiero olvidarme de ti, Toni, quien allá por enero de este mismo año me devolviste la ilusión con un inesperado correo. Tú y Punto de libro habéis significado para mí más de lo que os podéis imaginar y, esa confianza depositada en mi persona junto con vuestra inestimable ayuda, ha hecho que vuelva a creer en la amistad pese a no haber tenido el placer de conocernos en persona. Muchas gracias. Por todo. En cuanto a vosotros, lectores, mil gracias por ofrecerme ese aliento que tanto necesita alguien que debe acostumbrarse a trabajar en solitario. Espero que llegue el día en el que juntos podamos brindar y llevar la novela a las estanterías. Vosotros, y sólo vosotros, seréis los jueces en este incierto pleito.

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Para mi abuelita Paz, quien se ganó el cielo y mi eterno afecto con esas sopas calientes, de primero, y esas croquetas de carne que le salían como a nadie, de segundo, que me preparaba para cenar los días de invierno cuando volvía de entrenar. Mil gracias por haberme querido como a un hijo. Te estaré siempre agradecido.

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I.

La vida a veces es injusta

El timbre resonó en toda la casa e incrementó su eco con la ayuda del viejo suelo de madera, el mismo suelo agrietado que tenía pensado cambiar. «Algún día de éstos», solía balbucear cuando sus zapatillas azules lo hacían chirriar en la oscuridad. —¡Ya voy, ya voy! —refunfuñó la anciana mientras tanteaba con sus ásperas manos un lugar para dejar el mando de la televisión— ¿Quién llama? —preguntó a viva voz. —Somos los del gas —dijo en alto uno de los jóvenes al escuchar vagamente la respuesta. Al mismo tiempo, enseñaba un sobre con el sello de la compañía para que se pudiera ver por la mirilla. A pesar del empeño, sus piernas no eran las de antes. En otra época la hacían volar para recoger la cinta que caía del cielo. A estas alturas, simplemente le servían para arrastrar sus pies y, con ellos, su encorvada sombra. Había delineado de negro sus cejas con lápiz para acompañar sus ojos saltones, y unos pendientes con forma de concha se balanceaban en los lóbulos de sus orejas. Mientras, afanosa, recorría el pasillo, la telenovela de las 4 hacía aparición en la pantalla. Habían anunciado a bombo y platillo su estreno para ese día, siendo el único tema de conversación en los reality de la cadena. Quizás por ello, no tendría más remedio que disfrazar su cara de disgusto ante los intrusos como tantas veces le había visto hacer en el pasado a su musa Lina Morgan. El chasquido del primer cerrojo y nuevos timbrazos se agolparon al unísono. La pareja de técnicos se estaba dando media vuelta cuando la puerta se abrió levemente, lo justo para entrever el ojo que tanteaba el terreno desde el interior de la vivienda. —¿Qué quieren? —las palabras dubitativas de la septuagenaria señora chocaban frontalmente con sus ojos, discretos espías que escaneaban a los dos extraños que le estaban privando del comienzo de su nuevo entretenimiento. Dando un paso al frente, el muchacho más alto se presentó con la mejor de sus sonrisas a la vez que entregaba el recibo de la última factura. —Buenas tardes señora, espero que no la hayamos despertado. Me imagino que ya la habrán puesto al corriente de nuestra visita. Mi compañero y yo somos técnicos de la compañía de gas. Estamos inspeccionando el barrio a modo de precaución. No se alarme, es un simple mantenimiento rutinario pero ya se sabe, es mejor ser 7

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precavidos antes de lamentar cualquier disgusto, sobre todo en instalaciones antiguas como ésta. —Aquí nadie ha llamado para informarme de nada —respondió extrañada. —¿En serio? Usted es la segunda persona a la que venimos a revisar las instalaciones y no tiene constancia de nuestra llegada. Lo sentimos mucho por las molestias. Nosotros al final somos unos mandados y no podemos hacer nada para controlar que se les avise desde la central. Ella decidió abrirles la puerta de par en par. Gesticulando con su mano derecha, les invitó a entrar. —¡El trabajador siempre el último mono! Tuteadme, os lo ruego. Soy mayor pero aún me siento joven —recitó con una sonrisa picarona—. ¿Tenéis hambre? Tengo por ahí guardado un chorizo casero para chuparse los dedos. ¿Sabéis de lo que os hablo? —¿Estás al tanto de lo peligroso que es el tráfico de comida? —el especialista parecía descolocado por la naturalidad con la que había sacado el tema. —Es un simple chorizo, por el amor de Dios. A mi edad ellos no me dan ningún miedo. ¿Qué me decís? —Estamos trabajando pero… a decir verdad, todavía no hemos tenido oportunidad de parar a comer. Además, yo que he vivido en un pueblo hasta hace bien poco, he oído historias de mis padres acerca del gusto de la comida antes del relevo. Nada de eso que hoy en día reparten en los centros de comida. No sabes lo que significaría para mí probar semejante manjar. En el mercado negro se puede encontrar algo parecido; a precio de oro y de calidad dudosa. De todas formas, debería andarse con cuidado, perdón, deberías andarte con cuidado, se oyen muchas cosas ahí fuera y es mejor no fiarse de nadie. Te lo digo yo. —¡Cuánta razón tienes, hijo! Ahora nos obligan a comer porquería y a mi edad, ¿qué me pueden hacer? —divagó. —No mucho, supongo. —Me acordaré toda la vida de cuando acudíamos todo el pueblo a casa de Basilio, el carnicero, a ayudar en la matanza. ¡Aquella carne era espléndida! —rememoró—. Por aquel entonces yo era una chica de buen ver, despreocupada y sin ataduras, y siempre conseguía volver a casa con algún costillar, codillo o magra bajo el brazo. Claro que, pensándolo bien, dudo que sepáis de qué narices os estoy hablando. No os quedéis fuera. Pasad y mirad lo que tengáis que mirar mientras yo os preparo un bocadillo y un vaso de agua. Me gustaría ofreceros pan del de verdad y una copita de vino pero… —dijo ella con aire melancólico mientras se acentuaban las arrugas de su frente. 8

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—Mil gracias… —paró en seco la frase el técnico que hasta ese instante había permanecido callado. —Dolores, mi nombre es Dolores —se adelantó rápidamente la señora al percatarse de no haberse presentado. —Mil gracias por tu hospitalidad, Dolores. Ahora, si eres tan amable de indicarnos, ¿dónde podemos encontrar la caldera? —Seguid el pasillo y en la segunda puerta a la izquierda veréis la cocina. No hagáis caso al desorden, la estoy limpiando a fondo porque parecía una pocilga de tanto tiempo sin meterle mano. A lo que iba, tenéis que entrar a la cocina y salir a la terraza. Allí es donde debería estar. —Por cierto, tú nos has dicho tu nombre pero no nos hemos presentado. Mi nombre es Óscar y el de mi compañero, Javier. ¿A qué te refieres con que ése es el lugar donde debería estar? —¡Qué sé yo! Allí es donde suelen mirar otras veces, yo no entiendo de estas cosas. Cogieron el maletín de herramientas, junto con un gran bolso negro que previamente habían depositado en el suelo, y se dirigieron rumbo a la instalación de gas. Tuvieron que sortear una fregona, diversos productos de limpieza y una pecera llena de agua con un pez payaso dentro. Para evitar cualquier desgracia, Javier depositó la pecera sobre la encimera preguntándose qué hacía ahí abajo. Era mejor no indagar. Se intuía que el animal pensaba lo mismo a tenor de su reposado buceo. Dolores los acompañó siguiendo sus pasos, desde la distancia y a trompicones, hasta llegar a la cocina. Haciendo caso omiso a los ruidos, empezó a preparar la exquisitez prometida. Transcurrieron unos minutos hasta que Javier y Óscar se pusieron manos a la obra, ya que anteriormente habían estado revisando el calentador. Al mismo tiempo que sacaban del maletín las herramientas necesarias, guardaron alguna de ellas dentro del bolsillo de su mono de trabajo. Tenían la costumbre de escenificar ese ritual, los hacía más profesionales a ojos de los clientes. Hablaban a voces, de buen humor y con constantes bromas referentes al pasado fin de semana lleno de excesos. Habían cerrado la puerta de PVC que los separaba de la cocina, hecho que les permitía estar a sus anchas en la terraza sin molestar en absoluto a Dolores. Por culpa de los inoportunos invitados se había olvidado de la nueva telenovela venezolana, con ese acento tan característico y que tanto le divertía. Centrada en su tarea, le fue imposible resistirse a la tentación de cortarse unas rebanadas de chorizo para comerlas antes de terminar de hacer los sándwiches. Le llevó su tiempo, como buena alfeñique, porque le encantaban los pequeños detalles. A su edad no se lo 9

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podía permitir según palabras textuales de los médicos. Le encantaba, sin embargo, dorar el pan de molde en la sartén con un poco de manteca artificial. No le quedaban muchas primaveras por ver, así que tampoco le importaba regalarse esos merecidos caprichos, como su helado crocanti el primer domingo de cada trimestre. —¡Ya está listo el aperitivo! —clamó erráticamente. No contenta con golpear la puerta de la terraza, también hizo aspavientos con las manos en dirección a la mesa plegable donde había colocado la comida, encima de dos platos de ornamentos florales. Los técnicos, al principio, no se dieron por aludidos. Seguían a lo suyo. Hasta que la impaciente señora no giró la manivela, no se enteraron de que podían llenar la panza con algo que no habían visto, ni saboreado, en la vida. —Disculpa, cuando nos ponemos en faena ya puede derrumbarse el mundo que no nos enteramos. ¿Nos podemos sentar? —consultó Óscar a la vez que se atusaba el pelo de la barba con sus dilatados dedos. No hacía falta más que ver la expresión de sus caras para conocer lo que estaban experimentando. Comían con fruición y, a cada mordida, amplia a la par que sutil, sus papilas gustativas eran invadidas por un río de sabor que resbalaba por el serpenteante tobogán que lo transportaría a la maquinaria digestiva. Se miraban con ojos cómplices, cerrados en parte por el gesto de su boca al masticar. No hablaban entre sí ni con la cocinera. Se limitaban a degustar el plato que los transportaba física y temporalmente de esa habitación. Mientras tanto, la abuela se contentaba con verlos comer desde un enclenque taburete rojo, de plástico, con el que había convivido toda su vida. Una vez concluyó con el suntuoso almuerzo, Javier se excusó levantándose de la silla en dirección al bolso negro y, después de haberlo cogido firmemente con sus manos, añadió: —¿Puedo utilizar el cuarto de baño? —Sí, claro, ¡cómo no! —convino Dolores—. Lo podrás encontrar saliendo a la izquierda, justo al doblar la esquina. Ten cuidado no vayas a caerte. Me acuerdo de cuando resbalé y me fracturé la cadera por no haber encendido la luz. Mira, mira qué cicatriz me dejó —subiéndose dos palmos la camisa, le enseñó su herida de guerra como si hubiera luchado en la primera línea de fuego. —No te preocupes, voy con botas que agarran bien y soy el primero al que no le gusta la oscuridad. Gracias por tu interés pero sé cuidarme muy bien solo —no supo calibrar bien sus palabras y, tras escuchar la recomendación, su respuesta sonó un tanto seca y distante.

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Momentos después salió de la sala cerrando la puerta de cristal opaco, dejando en solitario a su compañero con la dicharachera mujer. Quizás por mera intuición, Óscar se levantó enseguida de su asiento para volver al trabajo, no sin antes explicarle el estado de la instalación a Dolores. —Mucho me temo que no tengo buenas noticias. Veníamos exclusivamente a cobrar el recibo trimestral —le dijo a la vez que le entregaba la factura que antes le habían enseñado— y a verificar que todo estuviera correcto. Lamentablemente, al ir a hacer la limpieza rutinaria de la caldera, hemos encontrado problemas con el ventilador y los conductos de humos. La avería no es grave pero sí que supondrá unos cuantos créditos en la factura. —Ya sabía yo que algún día de éstos fallaría —comentó Dolores, afligida—. Se empieza a sentir el frío y noto que la casa no se calienta como debiera. En fin, ¡qué otra cosa puedo hacer! ¿Cuántos créditos crees que puede costar toda la reparación? —Es difícil aventurarlo. Lo normal sería que rondara los 2.800 créditos —respondió inseguro—. En cuanto encuentre una cabina haré una llamada a la central para ver la disponibilidad de piezas y, de paso, conseguirte un descuento. A esto habría que añadirle el gasto trimestral… que como puedes comprobar, es de 360. —¡Madre mía! Ya veo que me va a salir cara la broma. Si puedes conseguir rebajar un poco el precio te lo agradecería, porque no se puede decir que personas como yo andemos sobradas de dinero. A decir verdad, hoy en día nadie vive bien a excepción de ya sabéis quién. Dolores profirió un desabrido suspiro, cansada de ver menguado su bolsillo sin poder hacer nada para evitarlo. —Descuida, no me gusta ver pasar aprietos a los demás —trató de animarle el técnico—. Seguro que podemos encontrar alguna pieza perdida en el almacén mucho más barata de lo que recomienda el fabricante. Lo único, si no te importa, vuelvo al trabajo. —Dios te lo pague. No te voy a interrumpir más; si te parece, voy a buscar mi monedero para no haceros esperar. Desde el relevo, yo soy de las que ahorran a la vieja usanza, colocando la hucha debajo del colchón. —Te lo agradezco, no me gustaría dejar esto a medias antes de la hora de fichar. Al cabo de unos minutos, Javier salió del aseo. Quiso saber si Óscar la había puesto al corriente del contratiempo, por lo que después de repicar la puerta con los nudillos, conversó un instante con Dolores en su cuarto mientras ella ordenaba sus dividendos. Visto que su compañero le había explicado todo, giró sobre sí mismo rumbo a la terraza para terminar con la limpieza de la instalación. 11

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La media hora siguiente estuvieron trabajando en sigilo, usando productos contra la cal y la corrosión. Al ver que les llevaría un tiempo, aconsejaron a la anciana que fuera al cuarto de estar a ver la televisión tranquilamente. Ahí fue, en el momento en que enfilaba el salón, cuando la lucidez volvió a encontrarse con su persona. Con un ojo cerrado y la boca entreabierta, a modo de conjuro, pulsó el botón del televisor con la esperanza de ver al menos el final de su programa. No tuvo esa suerte. A esas alturas, unos tertulianos se descalificaban los unos a los otros defendiendo a sus televisivos familiares. Se abrochó los párpados a modo de suspiro, maldiciendo por lo bajo su suerte. Había pasado casi una hora cuando las voces de los especialistas la despertaron. Le dolía el cuello por haber adoptado una mala postura, nada fuera de lo corriente dentro de su vida en soledad. —Estaba despierta —espetó creyéndose sus inocentes mentiras—. Sólo quería descansar un poco cerrando los ojos. ¿Está todo dispuesto? —Por la parte de limpieza no debes preocuparte. Ahora nos falta ir a recoger las piezas, volver tan pronto como podamos y colocarlas. Si eres tan amable… —titubeó Javier— la suma del arreglo es de 2.100 créditos. —Aquí se incluye el mantenimiento, la reparación, las piezas nuevas, la factura trimestral y la mano de obra —añadió Óscar—. Como ves, hemos conseguido rebajar un buen pellizco la cantidad. Dolores carraspeó levemente, aclarándose una voz pálida que en nada se parecía a sus años de esplendor cuando amenizaba las fiestas en la plaza de su pueblo con una buena jota. —Con descuento o no, me veo comiendo esas sopas rancias, de las que tan orgullosos están los centros de comida, el resto del mes. Tanteó con las manos su avaro monedero negro, plagado de remiendos caseros, sumando con parsimonia los créditos. Sus dedos carecían de uñas porque a sus dientes les faltaba paciencia y sus manos, sus manos desprendían el olor de un limón recién exprimido. Cuando hubo terminado con las matemáticas, se dispuso a levantarse con la ayuda de sus esqueléticas piernas. Obtuso, su cuerpo venció y cayó de culo en el sofá acompañado del crepitante sonido de muelles. Por suerte, todo quedó en un susto aunque su absorta mirada dejaba bien a las claras el sentir de su revolucionado corazón. No hubo tiempo de reacción para ninguno de los dos atónitos espectadores y, una vez sofocadas las iniciales alarmas, recobraron la templanza para prestar ayuda a Dolores. —¿Estás bien? —se interesó Óscar acercándose— ¡Antes de levantarte tienes que acostumbrarte a tener las manos libres para impulsarte con ellas! 12

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—¿Qué? ¿Qué dices? —ella seguía con el miedo en el cuerpo, resollando con dificultad, incapaz de volver a la realidad. —Digo que hay que tener más cuidado. La mayoría de accidentes suceden por imprudencia, créeme. En nuestra profesión se ven muchos casos. De hecho, yo también tendría que tomar ejemplo. —No sé qué me ha pasado. Siempre me levanto así y nunca tengo problemas. Por muy insulsa que sea la de ahora, sigo bebiendo mi vaso diario de leche, tal y como aconsejaba el doctor Anselmo, el hijo de la comadrona. De no ser por él, no tendría los huesos tan fuertes. —¿Quién es ese doctor Anselmo? —preguntó Javier con irónica curiosidad, buscando, sin encontrarlo, el guiño de su compañero. —Uuuuy, el doctor Anselmo… él era un hombre íntegro, atento, estudioso y muy amable con todo el mundo. Daba consejos estupendos y siempre conseguía lo que se proponía. En mi caso, tras haberme paseado por todas las consultas de la ciudad debido a un problema epidérmico, acabé volviendo a Don Anselmo. Puede que mi difunto padre tuviera la mejor de las intenciones al llevarme a los especialistas pero fue Don Anselmo quien me curó —Dolores adulaba a Anselmo como si fuera una persona divina, por encima del bien y del mal—. Él ha sido mi médico de confianza hasta que un buen día decidió marcharse. Como el doctor, un hombre maduro y atractivo como pocos quedan, se había fijado en mí, todas las muchachas del pueblo me odiaban. Yo sé que sí. Me miraban por encima del hombro por pura envidia y se alegraron enormemente al ver que dejaba el pueblo para irse a la gran ciudad a casarse con una mujer de ciencias. Preferían cualquier mujer para su hombre antes que cualquiera del valle. Estuve hundida mucho tiempo, sobre todo después de haber recibido la visita furtiva del doctor prometiéndome amor eterno. Como una tonta, caí en la tentación, para nunca más volver a saber de él. De todas formas, me da igual lo que digan esas arpías. Yo estuve con Don Anselmo y ellas no. ¡Y qué bien besaba! —Veo que se te han dado bien los hombres, al menos no has tenido problemas para hechizarlos —Javier seguía dándole coba a la señora, por lo que Óscar lo interrumpió—. Me encantaría seguir escuchando tus historias pero si no continuamos con nuestra tarea te vas a helar. —Estás en lo cierto, no hago más que hablar. Es el problema que tenemos las personas mayores. Igual es porque viviendo sola no tengo con quién conversar, ¿sabes? —Enseguida volveremos con los repuestos y podremos charlar un poco más si quieres —respondió Óscar, compasivo—. Podrías continuar hablándonos de tu pueblo. ¿Tienes el dinero justo? 13

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—Estaría encantada de hablaros de él. Es verdad, se me olvidaba… aquí tenéis los 2.100 créditos. —No podemos facilitarte una factura porque se nos han agotado las plantillas. Como vamos a volver en… —Óscar se arremangó levemente el mono para mirar la hora— digamos… una hora, aprovecharemos y te la traeremos junto a todo lo demás. Alargando la mano, Óscar tomó el sobre en el que Dolores había depositado el dinero y lo introdujo dentro de un compartimento del maletín, el cual ya descansaba en el hall de la vivienda. —Yo no me voy a mover a ningún sitio, aquí estaré a la espera ordenando la cocina. —Deberías salir a la calle, se está mejor que dentro de estas cuatro paredes. —Se me haría tarde. Antes de poder salir tendría que ducharme, secarme el pelo, planchar alguna de mis blusas… —respondió Dolores torciendo el gesto a modo de desaprobación. —¡Mujeres! Con lo rápido y cómodo que es ponerse un chándal y dejarse de tanta historia… —Javier entró en la conversación discrepando de las razones de la señora. —Porque sea mayor no significa que no tenga que ir elegante, nunca se sabe. —Tienes toda la razón —aprobó Óscar acompañado de una sonora carcajada—. Yo insisto, sería mejor que te dieras un paseo —le aconsejó con gesto grave. Javier irguió su cuerpo hacia adelante hablándole por lo bajo a Dolores, con una expresión curiosa poco común en él. —¿Me permites la indiscreción? —¿Eh? ¿De qué me hablas? —la pregunta la había cogido por sorpresa. —Quería saber dónde has conseguido esa comida —lo preguntó directamente, sin andarse por las ramas. —Con una sonrisa a tiempo se consiguen muchos favores. —¿Eso qué significa? —Que es mejor guardar el secreto. Si te lo contara dejaría de serlo, ¿verdad? —Así es —afirmó meneando la cabeza de arriba abajo—. Entiéndeme, tenía que intentarlo. Se despidieron con un apretón de manos y le recordaron que tuviera más cuidado a la hora de andar por casa, ya que la confianza, a su edad, solía dar problemas; el 14

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incidente del sofá era una prueba. Volvieron a darle las gracias por el tentempié y, cogiendo todas sus pertenencias, cerraron la puerta del piso sin echar la vista atrás. En cuanto la dejaron sola, Dolores se apresuró, dentro de sus limitadas posibilidades, a dejar todo limpio y reluciente. No había podido ver la telenovela y encima la habían visto vestida con la ropa de andar por casa, que para ella era como si la hubieran desnudado. Primero lavaría la untuosa cocina y ordenaría todos los trastos que tenía en el suelo. Más adelante se cambiaría de atuendo. —Mejor no, será mejor que empiece con los rulos —la frase se fugó de su boca con la convicción de que únicamente lo estaba pensando. Había pasado una hora pero los de mantenimiento de la compañía de gas todavía no habían hecho su aparición. Para entonces había retirado los rulos de su tupida cabeza, guardado todo el kit de limpieza y cambiado por completo su vestimenta. Había cubierto sus piernas con unas medias oscuras con el propósito de ocultar sus varices. A su vez, su falda azul oscura la cambió por una de color caqui que había intercambiado con una vecina tres semanas atrás. Era de un corte más ajustado, con un impoluto planchado. La camisa, de manga larga, que siempre escondía un par de pañuelos en sus pliegues, dio paso a una blusa blanca con unos gemelos negros rectangulares con frontal dorado en los puños. Como contraste y dándole un toque elegante, había decidido vestir sus pies con unos zapatos de charol con leve tacón, a pesar de que un buen día aparecieron unos juanetes para acompañarla el resto de sus días. Pese a decirse a sí misma que la aburrían, había cogido una revista de sopa de letras para amenizar la espera en el cuarto de estar. No era precisamente una persona paciente. Por eso, si no encontraba uno de los términos a buscar, se iba directa a la contraportada en busca de pistas. Se trataba de hacer que las agujas del reloj siguieran su curso, no de acabar angustiada por ver cómo se le resistía la solución. Al ver que se retrasaban empezó a impacientarse y a preguntarse si no les habría pasado algo. Era una carga de la que no se podía desprender aunque quisiera y, al no haber podido nunca tener hijos, se preocupaba por la gente a la mínima, hasta el punto de producirle un estrés agudo. Para paliar los síntomas de su auto infligida hipocondría, llevaba tomando Halazepam diez años. No podía estarse quieta, así que se levantó del sofá —individual, negro, con multitud de grietas que surcaban el cuero dejando líneas grises a su paso— para hervir café. De nuevo, no hizo uso de sus manos; por pereza, por costumbre, por olvido. Por tozudez. Transcurrieron dos horas pero nadie había pulsado el timbre de su inmueble de nuevo. Ella roncaba a placer en la mesa de la cocina apoyando la cabeza sobre su codo derecho. El brazo izquierdo, estirado, yacía inerte con la palma de la mano boca arriba 15

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dejando al descubierto las cicatrices del tiempo. Estaba inmersa en uno de los sueños que la perseguía cada cierto tiempo. En él, balanceaba lentamente sobre su regazo el cuerpo de un bebé cuyo rostro veía difuminado. Ante las caricias en las plantas de sus pies, el retoño no hacía ademán de moverse; tampoco de soltar una risa contagiosa. Le musitaba palabras de afecto mientras jugaba con los diminutos dedos de su mano con la intención de despertarlo de su letargo. De improviso, un sentimiento de pánico se apoderaba de ella, preludio de lo que vería después. La cabeza del niño, antes acurrucado sobre su pecho, se erguía torvamente hacia atrás sosteniéndose en el aire como por arte de magia. Ella sentía el tacto real de esos minúsculos dedos, ahora sustituidos por el miasma de sus rígidos huesos. Presa de su angustia, hacía fuerzas para cerrar los ojos. No lo conseguía. Era imposible evitar mirar fijamente las cuencas oculares del bebé. Eran hueras, aberrantes. Una gran mancha roja tatuaba su mejilla, maquillando así sus afilados dientes. Balanceándose en ellos, como un atrapasueños, vagaban los restos de sus dedos incrustados. Quería gritar mas sus cuerdas vocales habían sido soldadas impidiendo emitir cualquier sonido. La cabeza de la criatura se acercaba lentamente a su perfil escupiendo jirones de carne, aún calientes y frescos. Su camisón exudaba sangre y resbalaba por él debido a la fuerza que la gravedad ejercía. Gota a gota, las uñas de sus dedos eran teñidas antes de convertirse en candente polvo que se abría paso por los poros de su piel. El dolor era ceroso, incoloro. Patituerto, trotaba a través de los túneles de sus vasos sanguíneos, obstruyendo las paredes con el regular flujo de oxígeno que toda persona necesita. Después de tantos rezos, al final ella no iría al infierno como tantas veces había querido evitar; sería el tártaro quien se adueñara de su cuerpo y la lanzara hasta sus entrañas. Había llegado el día de enfrentarse a su destino. Dolores escapó del sueño antes de ver su final. Sofocada, con unas frías gotas de sudor trazando su columna vertebral, procuró calmar su respiración cerrando ambas manos sobre un crucifijo de plata que sostenía la cadena que rodeaba su cuello. Era el legado que había recibido de su padre. Era, también, la única herramienta de que disponía para hallar su redención. Un fortísimo estruendo la hizo botar de su asiento con un respingo. Con él, arrancó la cadena de cuajo con sus manos al intentar instintivamente aferrarse, sin éxito, a algún punto de sujeción. Cayó al suelo a plomo, sin tiempo para pensar siquiera en lo que estaba pasando. El sobresalto la dejó sin respiración por un momento, dilatando sus pupilas e impidiendo distinguir ningún sonido. Allí estaba tendida, inerme, con su vista postrada en el techo; sobre las gélidas baldosas, relucientes a más no poder.

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Inmóvil, sin poder articular palabra, un repentino flash le vino a la cabeza. No recordaba haber visto a su pez. El resto sucedió muy deprisa. Unos hombres uniformados irrumpieron a la fuerza abriéndose camino gracias a un ariete. Dejaron la puerta hecha añicos. Entraron en manada con imponentes máscaras de gas ocultando su identidad, avasallando con todo lo que encontraban a su paso. Sus gritos se mezclaron con el retumbar del suelo al contacto con sus botas militares, diluyendo de algún modo el fragor de cristal y porcelana al romperse en mil pedazos. Tras sondear las diferentes habitaciones, sin prestar atención a las esquirlas que dejaban a sus espaldas, las rociaron con líquido inflamable volcando con ansia los bidones que portaban. Al llegar donde se encontraba Dolores, uno de ellos preguntó sobre el siguiente movimiento al hombre que estaba al mando. —¿Qué hacemos con ella, nos la llevamos? Parece estar en shock pero mantiene el pulso —añadió el subordinado mientras escrutaba las constantes vitales de la anciana. El hombre a quien se dirigía portaba guantes de cuero, reforzados, y un traje galvanizado. Era una coraza liviana, reluciente, que por sí sola infundía respeto. —Ella no nos sirve para nada. Déjala donde está —su voz era autoritaria, cavernosa, como la beligerante mirada con la que escudriñaba la escena. En apenas cinco minutos habían terminado con su cometido. Una vez en el rellano dejaron de aullar. El desapacible silencio se apoderó del pasillo como si él también tuviera miedo a abrir la boca. Cobarde, enmudeció cediendo la potestad de obrar al cabecilla del grupo. Éste se despojó de la máscara y una vez encendido el fósforo que aproximó al Ducados que sus carnosos labios sostenían, rompió el hielo como si del inicio de un pregón se tratase. —La vida a veces es injusta. No entiendo cómo —decía mientras miraba fijamente en su mano izquierda el crucifijo que había arrebatado a Dolores— teniendo la suerte de vivir con Dios das la espalda a su embajador. Espero que sepas darle las gracias en el abismo y venerarlo como se merece. Ahora, descansa en paz. Por el poder del Estado, yo te absuelvo. Arrojó la todavía flameante cerilla sobre la alfombra del hall produciendo al instante una feroz llamarada. El fuego no tardó en propagarse por todas las habitaciones creando un humo negro que hacía imposible la respiración. Dándole la espalda al fuego, se dirigió al grupo. Sus ojos eran claros, casi cristalinos, en contraste con una insondable cicatriz que atravesaba el flanco izquierdo de su rostro.

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—Buen trabajo, chicos. Recordad, tiene que parecer un accidente. Hemos avisado a los medios de comunicación y están al caer. Lo digo por vuestro bien, no quiero fallos; no creo que queráis ser la salsa que acompañe en su asado a la señora. Id sacando al resto de inquilinos del edificio. Cuando acabéis con eso, entrad de nuevo y apagad este puto horno. Hay que darle un poco más de tiempo, con suerte igual estalla la calefacción y no tendremos por qué dar explicaciones a nadie. Los hechos hablarán por sí solos. Ahora, voy abajo a hacer un poco de ruido con las sirenas. Aprovechó para sacarse del bolsillo un pañuelo de seda blanco bordado con las iniciales de su nombre y llevándoselo a la frente, con truculento hastío, añadió: —¿A qué estáis esperando para moveros? ¡Me aso de calor, joder!

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II.

Un invierno de vinilo

La luz se colaba a través de las cortinas de seda, las cuales se sustentaban gracias a un colgador bañado en oro. Al otro lado de los ventanales estaba la gran plaza, llamada de esa manera por su significado, no así por su tamaño. Como eje central se hallaba el ayuntamiento, de estilo rococó, con las banderas del Régimen ondeando en los balcones del edificio. Los estandartes tenían dos finas líneas horizontales rojas en los bordes, separadas por un gran rectángulo amarillo. En medio de ellos, una corva cruz se emparentaba con el aullido de un lobo, bajo las ramas de un castaño. En lo alto de la portada un párvulo, esculpido en piedra, tocaba el trombón con una corona de laurel plantada en su cabeza. Lucía la mitad del torso al tener sesgada su camisa, que se arremolinaba con la sábana que llevaba puesta a modo de falda, encadenada por un broche en forma de flor y dejando sus piernas al descubierto. Dos campanas de bronce salvaguardaban la figura a su espalda, puestas en funcionamiento únicamente en las ocasiones especiales. En los laterales de la escultura, dos pétreos leones se sostenían con sus patas traseras. Sus cabezas miraban a la habitación. Desde la altura del dormitorio se podía contemplar dos bloques de piedra, esclavos de los leones, con una corona dorada a merced de los felinos. Tenía un ojo a medio abrir; el otro, tapado por el antebrazo. Sus desnudas piernas, estiradas, ocupaban todo el ancho de la cama bajo las sábanas y, el dosel, a su vez, hacía lo propio con la alcoba. Llevaba puesto el pijama, compuesto por un pantalón corto azul y una camisa de botones de la misma tonalidad con cuadros blancos. Le daba pereza levantarse pero debía hacerlo, tenía asuntos que atender durante la mañana. Alargó el brazo en su cruzada por alcanzar el suelo y, una vez tanteado, agarró con la punta de los dedos un puro que dormía, perezoso, en un cenicero cubierto de cenizas. Tuvo que encontrar más tarde el mechero que, para su sorpresa, se ocultaba entre el colchón y su cuerpo. Se incorporó, encendió el puro dando prolongadas caladas para avivar la llama y, con él en la boca, irrumpió en el baño para mear. Sin apartarlo de su cara, se lavó las manos con agua mojándose las mejillas. No quiso mirar su cicatriz y cuando al levantar la vista se cruzó con el espejo, se echó el humo en el reflejo de su rostro. Después volvió a la cama e hizo sonar el timbre. A los dos minutos apareció una de sus sirvientas, de nombre desconocido para él, trayendo el desayuno en una gran bandeja. Tenía un vestido victoriano de color azul oscuro de una pieza, combinado con un delantal de color blanco con chorreras, y a juego con una banda katyusha del mismo color. El menú de aquella mañana incluía 19

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huevos revueltos con hongos, una loncha de jamón cocido para comerla entre pan y pan junto con queso brie, zumo de naranja natural recién exprimido, una pieza de bollería y una taza que incluiría café negro cuando finiquitase el resto; para tomarlo caliente, como a él le gustaba. Llevaba trabajando para el señor los tres últimos años de su vida, tres años perdidos emocionalmente y obligados a disfrazarse de una fantasmal silueta, etérea y translúcida, sin pundonor suficiente para hacerse respetar. Estando allí podía acceder a comida que no evocaba ni en los mejores recuerdos de su niñez, y eso valía mucho más que su propia autoestima. —No te olvides de encenderlo antes de marcharte. —Ahora mismo, señor. Dele al timbre cuando quiera el café para que se lo traiga. —Descuida. De todas formas, prefiero que me lo traiga la nueva, la chica pelirroja. No es que tenga nada contra ti pero, admítelo, yo necesito descargar tensiones y tú no eres la más indicada para ello. —No se preocupe, ahora le informaré —respondió obediente con una vacua reverencia. Él era muy meticuloso para la música y según su humor o la climatología en el exterior necesitaba un tipo de melodía en concreto. De ahí que organizara un inventario semanal con lo que quería escuchar al desayunar. Para las sirvientas se había convertido en un hecho trivial, recibir una llamada durante la noche y tener que levantarse a las cuatro de la mañana para buscar lo que el señor les pedía. De no ser así… de no ser así, las consecuencias podían resultar dolorosas. Antes de abandonar la habitación, la criada accionó el gramófono e introdujo el vinilo que aparecía en la lista. La disonancia de las agujas se expandió por el aire. La acerada doncella hizo su aparición en la sala sosteniendo una bandeja de plata que contenía una taza de moca y una pequeña jarra de vidrio transparente con leche en su interior. Iba ataviada con la misma indumentaria que la otra criada pero con algunos retoques. Su vestido era más corto, estilo francés, de color negro mate en vez de azul oscuro. Era también de una pieza, en combinación con un delantal de color blanco con chorreras, y a juego con una banda katyusha del mismo color. Se trataba de una joven atractiva, delgada, de obscenas curvas y de labios carnosos. Llevaba el pelo recogido aunque dos tirabuzones caían hasta sus rosadas mejillas. —Me han dicho que requería mi presencia. —En efecto, no te quedes ahí. Puedes ir quitándote la ropa. —Perdón, ¿qué ha dicho? —ella trató de parecer imperturbable. 20

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—No hagas como que no me has oído —respondió el General con irritación—. Te he dicho que te quites la ropa. —¿Por quién me toma? ¡Yo no acepté el trabajo para esto! —¿Estás segura? Antes de venir sabías con claridad el tipo de oficio que tendrías aquí. ¿Acaso pensabas que te contraté para limpiar y hacerme el desayuno? Para eso ya tengo a la otra. ¡Desnúdate! El General se situó de pie dando un salto de la cama, como un cervatillo recién nacido, con las piernas arqueadas, todavía débiles, con una sedienta mueca de color hambre alojada en sus fauces. —¡Ni muerta! —la asistenta escupió en el suelo y, al girarse para salir del dormitorio, se dio de bruces contra la puerta, que estaba sellada. La habían cerrado con llave desde el exterior, lo pudo ver al agacharse para mirar por la mirilla. Estaba atrapada, apresada en una habitación sin barrotes, esposada a una bandeja de la que no se podía zafar. —Lo vamos a hacer por las buenas o por las malas, tú decides —dijo él. En ese preciso instante la aguja del gramófono saltó de anillo dando lugar a un silencio sepulcral antes de que comenzara el invierno según las partituras de Vivaldi. Se abrió el telón de un teatro sin aforo ni representación, con la música clásica subiéndose por las paredes, trepando como una enredadera de espinos. Ella veía a la habitación encogerse por momentos, advirtiendo cómo los tabiques se desplazaban hacia adelante estando ella en el centro. Enfrente de ella, su amo y señor, su verdugo; su presente y su futuro. —¡Auxilioooo! —gritó desconsolada. Su desesperación fue en aumento al ver que el General se había despojado de sus pantalones y se dirigía hacia ella con la lengua recorriendo su labio inferior—. ¡Que alguien me ayudeeee! —Jajaja. ¿Quién te crees que va a venir? Aquí no te oye nadie. La única vía de escape era la ventana pero debía abrirla para que alguien la pudiera escuchar. Claro que, y esto no lo había sopesado, el hecho de llegar a pedir ayuda no le aseguraba, de hecho apenas había posibilidades, que alguien pudiera ir a socorrerla, que alguien moviera un dedo por evitar su oprobio. No se lo pensó dos veces y lanzó la bandeja por los aires. El latoso ruido del café y la leche al caer le evitó razonar las diferentes variables. Corrió hacia ella, hacia la ventana, golpeando y girando con ambas manos el pomo de metal; con movimientos enconados, con los nervios a flor de piel. Mientras, el General seguía aproximándose a 21

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ella con pasos cortos, bamboleándose, con la certeza de saber que no había evasión posible. Lo intentó de todas las maneras posibles pero no consiguió abrir el gran ventanal. La desesperación fue en aumento, subiendo de volumen con cada nueva pisada del General, quien ahora era un nauseabundo golem de arcilla que dejaba huellas de limo y mancillaba el reluciente y casto suelo. Los violines desembarcaron en ese momento inundando la estancia con sus cuerdas, taladrando el tímpano de la zagala conforme iban incrementando el ritmo. La criada miró al exterior. Observó de nuevo el interior. Dada la diferencia de corpulencia no tenía nada que hacer contra aquel hombre. No había ninguna vía por donde salir de allí. La única solución para huir era lanzarse contra el cristal de la ventana, al encuentro del vacío. Vivir profanada o morir honorablemente, ¿tendría el valor suficiente para elegir? —Ni se te ocurra —le espetó el General anticipándose a sus pensamientos. El pánico pudo con ella. La adrenalina se disparó hasta hacerla irracional y no sopesó la reacción que tendría su acción. Conseguiría escapar pero, ¿a qué precio? No había tiempo para pensar. Dio rápidamente cinco pasos hacia atrás y, una vez cogido impulso, se lanzó a la carrera gritando como si le fuera la vida en ello, como si al saltar desde una altura de tres pisos fuera a romperse el pescuezo. Los instrumentos de cuerda hacían tambalear la habitación como si de un temblor de tierra se tratase. Su agresor se unió a ellos con una semilla de cólera instalada en su frente. En el momento que la criada se disponía a lanzarse al vacío, el pie del General, convertido en jaguar, atizó con fuerza su tobillo derecho arrastrando su cuerpo entero en la segada. Se oyeron dos golpes. El honrado, el chasquido de su rodilla al chocar con el suelo de mármol; el farsante, un envite seco, el de su cabeza al encuentro con la pared. Se quedó tendida, conmocionada. No podía moverse. La sangre brotaba de la parte parietal tiñendo su oreja a su paso. —¡Ven aquí, zorra! ¿A dónde te crees que ibas? El General la agarró de su cabello con fuerza creando nuevos tirabuzones al soltar su recogido y la forzó a tener un vis a vis con su paciente miembro viril, el cual estaba cubierto por un espeso vello púbico. —¿Ves esto? ¿Lo ves? se te van a quitar las ganas de correr. Ahora vas a aprender a obedecerme, puta. —Grrr… mmm… —desvanecida, ella mascullaba sin ser capaz de soltar ni una sola palabra coherente de su boca. 22

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Él arrastró su inanimado cuerpo por el dormitorio como si fuera un saco de patatas, como si esas patatas no tuvieran dignidad, como si la dignidad no tuviera dinero suficiente para pagar su libertad bajo fianza. Entonces, sólo entonces, cuando se quedó sin pasillo, la lanzó de bruces contra la cama. Abrió el cajón de la mesita de noche y sacó un par de esposas que acabaron uniendo a la joven con el somier. Le bajó el vestido con un fuerte tirón, rompiéndolo, y arrancó de cuajo su ropa interior. Ella estaba de espaldas a él, envuelta en un plañido de impotencia y dolor, de rodillas, con su boca estampada contra el colchón y su espalda tiritando como unas castañuelas de movimientos erráticos. El profanador de valores escupió un par de veces en su propio pene y lo introdujo a la fuerza en el interior de la vagina de la caricaturesca princesa. Para entonces, el dolor de la rodilla y el de su cabeza habían desaparecido. En ese instante escuchó las notas de la música por primera vez y pudo ver, ante sus vidriosos ojos, su infancia en fotogramas que se iban sucediendo a gran velocidad. Cerró decorosamente los ojos y se limitó a morder todo lo que se encontraba a su alcance. El colchón, las sábanas, su ego. Con cada embestida del General, más y más menguó su autoestima. Tras haberse duchado, se afeitó minuciosamente con una navaja y jabón, tal y como acostumbraba. No le gustaban los productos específicos, ni las espumas ni las lociones para después del afeitado. Al bañarse con agua bien caliente, casi ardiendo, los poros de su cara se abrían de tal modo que conseguía rasurarse con un mayor apurado. Aquel día le tocaba inspeccionar el mayor centro de comida de la ciudad, el cual abastecía al resto de sedes de la periferia para abarcar todo el grueso de la población. Se vaticinaban lluvias a lo largo del día y, aunque había amanecido con un cielo rozagante, libre de nubes, decidió desplazarse en carruaje. Hacía una década desde que se había instaurado la ley de cero emisiones. En dicho decreto, se prohibía estrictamente el uso de vehículos a motor en el centro de la ciudad, extendiéndose la norma un par de kilómetros a la redonda de las murallas que la custodiaban. A raíz de la imposición, varias bajeras de los edificios históricos fueron remodeladas, convirtiéndolas en establos. De algún modo, la imagen de la villa había viajado en el tiempo unos años, otorgándole identidad propia. La clase obrera se trasladaba a pie o en bicicleta y los carruajes eran empleados por las personas de alto rango. El suyo lo conducía Alfredo, un hombre leal, empleado de su familia desde que hacía uso de la razón. La suya, la de Alfredo, era una vida afortunada. Trabajaba de chófer para el señor y cuando se requería, hacía el trabajo sucio que no se podía encomendar a una persona fuera de su confianza. Lo aguardaba de pie en el interior de la plaza mientras alimentaba a los dos caballos negros que se encargarían de propulsar el coche, un cupé cerrado de cuatro ruedas con asientos en la testera. 23

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—Disfrazado de esa guisa, ¿a dónde vamos? —preguntó su curiosidad. El General vestía un calzado viejo y descolorido, un pantalón oscuro colmado de agujeros a la altura de la rodilla y una sudadera ancha con capucha gris. —Llévame al centro de comida, a la central. —¿Qué es lo que debe hacer allí? —curioseó. —Hoy toca supervisar las instalaciones, es una visita por sorpresa. —Las sorpresas no son buenas consejeras en el oficio. ¿Qué es lo que espera encontrarse? —inquirió Alfredo al dispararse su interés. —Nada bueno. Hay mucho holgazán suelto y probablemente acabe de muy mala hostia. En fin, hay que empezar a hacer limpieza. Por algo me pusieron al cargo. —En ese caso entraré con usted, si no le causa molestia. —En absoluto. Es más, sería bueno que te fueran conociendo. —De acuerdo. Puede montarse ya si así lo desea. ¡Si seguimos hablando aquí mucho tiempo estos dos no se van a poder mover! —exclamó jovialmente, señalando a los dos cuadrúpedos que seguían comiendo como si no lo hubieran hecho en días. —Conduce despacio, no tenemos ninguna prisa. —Así lo haré. Alfredo recogió los abultados cubos de pienso, se los llevó a la parte trasera de la carroza y los depositó dentro de un compartimento combado. Acto seguido se colocó en medio de sus animales. Siempre lo hacía así, antes de salir a cualquier sitio, susurrándoles al oído mientras acariciaba sus vigorosos cuellos. Para él eran como sus hijos y les pedía su colaboración, sabedor del peso con el que debían lidiar sus proletarias patas. Ellos le entendían y acataban sus órdenes sin necesidad si quiera de emplear una fusta para avivarles. Del mismo modo, cuando las bestias no se querían mover, sabía muy bien cómo actuar. Juntos formaban una simbiosis perfecta. Parasitaria. Entalló con cuidado el ronzal de los animales y emprendieron la marcha. El característico sonido que emitían los caballos al trotar por las adoquinadas calles del centro, creando eco con los cascos cubiertos por herraduras, servía para allanarles el camino de obstáculos. Los viandantes, al escuchar el martilleo, se apartaban de la calzada dejando vía libre al carruaje, el cual siempre tenía preferencia. En el caso de que los vehículos de dos personas de la misma clase social se cruzaran, el primero en llegar era quien tenía prioridad sobre el otro. Nunca había disputas, en este aspecto eran nobles y caballerosos. Sin embargo, existían excepciones, como en todo.

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Si en lo alto de un carromato se divisaba una pluma de faisán, identificativo de las damas, daba igual quién hubiera llegado antes a un cruce. Había que cederles el paso. No existía ninguna ley de circulación que así lo ordenara pero se había extendido la costumbre por cortesía; por cortesía y por el designio de aparentar deferencia hacia la mujer. Al hacer buen día a esa hora, el General había decidido ir en la cabina delantera para poder sentir el aire amasar su cara. Los asientos estaban tapizados según sus gustos, de color verde turquesa. —Había pensado tomarme libre el domingo. ¿Cree que podría ser posible? — preguntó el criado a su jefe y amigo. —De momento sí, no tengo planeada ninguna salida. —¿Así, sin más? ¿No me pregunta para qué lo quiero? —No tengo motivos para ello. ¿Te acuerdas cuándo fue el último día que te ausentaste del trabajo? —Hace más de un año, diría yo. —Pues eso. Cógete el día libre y no tengas miedo a pedirme lo que sea cuando lo necesites. No me veas como a mi padre, yo no te voy a tratar como a un negro. Para mí, eres uno más de la familia. —Siempre supe que era diferente a él. Es más inteligente, más justo, más líder. Me alegro enormemente por ello. —¿No empezarás a hacerme la pelota ahora, verdad? —No pretendía hacerlo pero si es lo que quiere… —¡Calla, canalla! —río. Rieron. Tras media hora de un ordinario viaje llegaron a su destino. Aparcaron en la trasera del centro de comida, a cuatrocientos metros de distancia para pasar lo más desapercibidos posible. Ante ellos se encontraba un sólido edificio de grandes dimensiones. Se asemejaba a las naves empresariales, con la diferencia de encontrarse resguardado por medio de vallas electrificadas y un plausible control policial. —Entre adentro, yo me uniré en un cuarto de hora aproximadamente. Debo darles de beber a los animales y refrescarles el lomo. ¡En el fondo son unos mimados! —Está bien. Estaré paseando por el interior del edificio viendo cómo se desenvuelve el personal. Búscame cuando hayas terminado. 25

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—No se preocupe, estaré con usted antes de que se dé cuenta. El General asintió con la cabeza a modo de aprobación y, encubierto en su capucha, accedió a la parte principal e hizo cola junto al resto. Fue entonces cuando se dio cuenta de un detalle que había pasado por alto: su fétido olor. Aquellos renegados no sabían qué era una colonia, de hecho, un alto porcentaje no había intimado con la ducha en una semana. Se sentía como una desalmada mofeta en la fila de a uno, invadiendo todos los rincones con su estridente perfume. Por suerte para él nadie decía nada. Tenían asuntos más importantes de los que preocuparse. Abstraído en sus vacuos pensamientos, tardó en reaccionar a los tirones que le hacían en el abrigo. Giró la cabeza alrededor y tuvo que echar su vista hacia abajo para ver cómo una niña rogaba su atención con una gran sonrisa, dejando ver el hueco entre sus dos palas. A su lado permanecía quieto un carrito viejo y deslucido, manido y raspado. —¿Qué quieres, princesa? —le preguntó. —Se te ha caído la cartilla de la mano. Mira, mira. —Tienes razón, soy muy despistado —mientras contestaba a la chiquilla se agachó para recoger el cartón. Se quedó de cuclillas con la intención de igualarse en tamaño. —Mi nombre es Raquel, ¿cómo te llamas tú? Oye, ¡hueles fatal! Su pose era burlona. Se tapó la nariz con la mano y arrugó sus morros con frivolidad. —Se llama colonia a lo que huelo pero tendrás que prometerme que no se lo contarás a nadie. Será nuestro secreto. ¿Dónde están tus padres, jovencita? —Ellos ya no están aquí. Murieron en un accidente el año pasado. —Vaya, cuanto lo siento —se dispensó el General—. ¿Y con quién vives ahora? —Con mi tía y mi hermana. Vivimos muy felices juntas —revalidó sin dejar de lado su alborozo. Estaba claro que mentía, él lo podía percibir a simple vista. Aun así, le resultaba increíble ver a un cachorro engañar así de bien. Por su forma de mirarle al fingir, le recordaba a dos de sus aventajados alumnos en el centro de comportamiento cuando aún era educador. Probablemente viviría con su hermana pero desde luego no con una figura adulta. —Me has caído bien. Toma.

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La niña vio sacar de su cartera un billete de 100 créditos y una cartilla de color morado. Era el chaleco salvavidas usado por las familias numerosas, el destinado para la prole de cuatro a seis miembros. —No sé quién eres —un rictus de suspicacia se adosó a los labios de Raquel—. Mi padre me dijo que nunca cogiera nada de desconocidos. —Un sabio consejo el de tu padre. Sin embargo, los dos sabemos que no vives con tu tía. Me imagino que necesitarás comer. Coge el dinero y la cartilla morada, te hará falta más adelante. Entrégame la que tienes porque no te servirá ya para nada más. Ella fluctuó por un instante aunque pronto se dio cuenta de que no podía desaprovechar un regalo así de goloso. Extendió su vivaracha mano para recoger el presente y se lo guardó en un bolsillo interior de su abrigo. —Muchas gracias por ayudarme y no contarles nada—un nudo se abrió paso por su estómago—. Todavía no me has dicho cómo te llamas. —Pronto lo sabrás, querida. No tendrás problemas para recordarlo. Ya veremos cómo me devuelves el favor. Una bandada de petirrojos distrajo a Raquel. Su salmodia se coló por las aristas de la cubierta, llevándola a levantar la vista. Habían encontrado una abertura en la bóveda y el batir de sus alas acabaron por hipnotizarla. —Yo no tengo nada, no podré pagar —arguyó ella. —Para ayudarme no te hará falta el dinero, de eso ya tengo suficiente. Ahora, a callar y a guardar la fila. Se está moviendo y estamos aquí parados. —¡Vale! —Raquel se quedó más tranquila al saber que no tendría que devolverle el dinero y, sin quitarse la sonrisa de la cara, se adelantó dando pequeños saltos hasta ponerse detrás de la persona que le precedía en la cola. —No tan deprisa, señorita. ¿No te enseñó modales tu padre? El General se irguió y volvió a su tamaño natural. —Sí, claro que sí —ella aprovechó para darle un puntapié en la espinilla todo lo fuerte que pudo—. ¡Pero no hables de mi padre! ¡No tienes derecho! —¡Qué mal genio! No pretendía molestarte, era una broma. ¿Así es como das las gracias? —Lo siento, no me gusta cuando hablan mal de mi padre —los ojos de Raquel dejaron de rutilar ira—. Él era muy bueno. —No lo volveré a hacer, desde luego —comentó el General entre risas. 27

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Alfredo hizo entrada en el interior del centro para encontrar a su jefe. Una vez echó un rápido vistazo, decidió recorrer el pasillo donde estaba la gran fila. Las personas, hasta entonces pasivas, originaron un murmullo de desaprobación cuando les sobrepasaba. Eran dóciles, haraganes si nada rompía su rutina. En caso contrario, la vehemencia se adueñaba de ellos. Visto lo visto, decidió pararse y dirigirse al tumulto: —Tranquilos, sólo vengo a ver a un amigo y luego me voy. Nadie me está guardando el sitio. Lejos de calmarlos, consiguió el efecto contrario. Incluso uno de los hombres allí presentes le propinó un empujón sin querer, a propósito, pidiéndole perdón tácitamente para justificar su acción. El General reconoció la voz de Alfredo a lo lejos y separándose un poco a un lateral, le hizo gestos con el brazo. Al ver algo de agitación, uno de los guardias desfiló al epicentro del conflicto con dos expeditivas zancadas. —¿Qué está pasando aquí? ¿Algún problema? —preguntó de malas maneras. —¡Está intentando colarse! —una voz nació de la oscuridad. —No es verdad. Como les decía a ellos, voy a saludar a un amigo y a continuación me iré por donde he venido —entonces vio a su jefe—. Mire, está ahí delante. —Está bien, vaya a verlo. Si de aquí a 10 minutos no le veo fuera del edificio lo sacaré yo mismo. ¿Queda claro? —Por supuesto. —Ahora, por favor, permanezcan en silencio. Todo está en orden. El General empezó a hablarle por lo bajo, de modo que no les entendieran las personas de alrededor. Su lesivo rostro amedrentó a Alfredo. —Muy buena entrada, sí señor. Te estás jugando el día libre. —Aquí la gente se revoluciona por nada. ¡No entienden de modales! —Me temo que tendrás que esperarme fuera. Quédate en la entrada quietecito y estate atento por si te necesito. Ah, y haz el favor de no abrir el pico. Alfredo asintió pánfilamente con la cabeza al mismo tiempo que Raquel se acercó a la pareja con la intención de escuchar algo. No logró enterarse de nada. —¿Quién es esta renacuaja? —la pregunta se escapó de la boca de Alfredo.

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—Es una amiga mía, muy cotilla por cierto —el General respondió en alto, mirando a la niña para que ésta se diera por aludida. Tras un deslavazado silencio reanudaron la conversación con voz queda, de tal forma que Raquel no pudiera escuchar nada. —Bueno, será mejor que me vaya porque siento los ojos del guardia clavados en mi nuca. Bastaría con que se les presentara, así no tendríamos que andar entrando a escondidas. —Ya lo hemos hablado antes. Quiero ver cómo se trabaja y si se enteran de que estoy aquí mando todo a la mierda. Anda, vete. —Le esperaré fuera. Tras más de una hora bailando como andan los pingüinos, guardando la cola, por fin podía ver el final del túnel. Una gruesa línea roja delimitaba el lugar donde la gente debía pararse antes de que los empleados quedasen libres. Con antelación, se debía cruzar obligatoriamente un detector de metales para evitar cualquier insurgencia de arma blanca o de fuego. En ambos lados de la raya, había un par de hombres ataviados con metralletas colgando de sus hombros. Mantenían una conversación laxa, haciéndose bromas entre ellos y perdiendo varias veces de vista el pasillo. El pasadizo, al fondo, se anchaba hasta tener seis filas, en las cuales los operarios verificaban la cartilla y se encargaban de dar la cantidad de comida convenida según la clase y condición. Se podrían haber preparado más recursos pero no compensaba que los ciudadanos completaran antes su compra semanal. Debían lobotomizar sus sueños de bonanza a toda costa, y acodando el progreso se desviarían de su objetivo. —Lo he pensado mejor, pasa tú delante —indicó el General a la niña cuando faltaban dos personas para que le llegara el turno. —¿Yo? Si antes te has enfadado… —respondió la niña con gesto confuso. —Puedo esperar, no tengo prisa. —Vale. Hasta luego. —Sí, hasta luego. Oye, estaré ocupado a la tarde pero si quieres puedo invitarte hoy a cenar. A ti y a tu hermana. ¿Qué me dices? —Tengo que volver con mi hermana, me estará esperando —Raquel se buscó una excusa. —Mejor, así podremos comer los tres juntos y la podré conocer. ¿Qué me contestas? —No sé, no puedo… 29

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—No te fías de mí. ¿Es eso? —Sí, pero hoy no puedo. Tengo que volver. En el instante en el que el General iba a responderle se oyó una atiplada voz llamando a romper filas. —¡Que pase el siguienteeeeeeee! Al no llegar bien al mostrador, el empleado sólo veía la risueña cara de Raquel, con una amplia sonrisa que mostraba el hueco de sus dos incisivos centrales. Tenía un tupido bigote, nariz aquilina y el pelo ondulado. Su flequillo le llegaba a la altura de sus ojos. En cuanto al vestuario, llevaba puesto el uniforme de los centros de comida, un mono gris con el logo bordado en el pecho. Consistía en dos ces alargadas, del color del jaspe. Una de ellas era el reflejo de la otra, expuesta de manera invertida. No llegaban a unirse por muy poco, y entre ambas emulaban la forma de una cápsula. El interior del logotipo era blanco, con una línea curva de color negro en el centro semejante a una onda analógica. —¿Dónde están tus padres? —Vivo con mi hermana y mi tía. —¿Y dónde está tu tía? —Está enferma, por eso vengo yo —contestó estirando el brazo para entregarle los indispensables papeles. —Ya veo. Espera un poco, ahora vengo con las cosas. En la senda al almacén se dio cuenta; esa niña no podía tener una cartilla de familia numerosa si vivía únicamente con su hermana y su tía. Mirando mejor, encontró una anomalía en la parte trasera de la cartulina. Era falsa. Sabía qué debía hacer en esos casos y las consecuencias que podría acarrearle ocultarlo. Sin embargo, la sonrisa de aquella chiquilla con cara de ángel y cabellos dorados, casi platinos, le hicieron hacer una excepción. No le hacía falta mirar al listado de las raciones estipuladas que tenía cada trabajador pegado en su mesa. Se la sabía de memoria y para una familia numerosa, por valor de 150 créditos, los suministros eran los siguientes:     

500 gr. de carne 350 gr. De pan de molde 400 gr. de legumbres 200 gr. de arroz 200 gr. de pasta 30

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½ docena de huevos ½ litro de aceite ½ litro de leche

Tras unos caritativos minutos, volvió del interior de la nave con todos los alimentos y los puso encima de la repisa. —¿Tienes algo donde llevarlo todo? —Sí, tengo un carrito. —Oye, cielo, ¿puedo preguntarte de dónde has sacado tu tarjeta? Se ven muy pocas de ésas por aquí —se interesó el trabajador. —Mi tía se ocupó de todo. Nos acogió a mí y a mi hermana cuando murieron mis padres. Vivimos con nuestros primos y por eso la tenemos. Raquel movía los pies como una bailarina cuando fingía. Talón, punta, talón. —Entiendo —aprobó el dependiente—. Dale recuerdos a tu tía de mi parte. Que pases un buen día, preciosa. —Igualmente. La niña fue guardando la ración en el carro con la ayuda del empleado, que había cruzado el mostrador para asistirle en la tarea al ver que no conseguía alcanzar debidamente la comida por su altura. Al terminar, acarició la cabellera de Raquel y volvió a su puesto de trabajo. El General había dejado que pasaran unas cuantas personas antes que él con el propósito de que le atendiera el mismo trabajador. Cuando Raquel hubo terminado, volvió a recuperar su turno y al cruzarse cuando uno iba y la otra venía, le dijo que le esperara un par de minutos. Ella asintió sin pensar, contenta por llevarse más del doble de comida a casa. —Buenos días. ¿Tiene usted hijos? La pregunta lo cogió desprevenido. Al fin y al cabo, los allí presentes se limitaban a caminar como alma en pena en busca de alimento, con la vista clavada en el suelo y un saco de tristeza sobre sus hombros. —Buenos días. ¿A qué viene esto? —Calla y contéstame. —Sí que tengo, una hija concretamente. ¿Me puede enseñar su documentación? — el trabajador hizo caso omiso a las provocaciones, tratando de que la conversación siguiera un cauce cordial. 31

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—¿Quieres volver a ver a tu hija con vida? —la frase, desafiante, directa y concisa, enturbió su mañana de un puñetazo. —¿Pero de qué me está hablando? ¡Vuelva por donde ha venido o aviso a los guardias! De repente, el General extendió el brazo con una velocidad endiablada agarrándole del uniforme. Estiró de él con nervio y puso su cabeza contra la mesa sosteniéndole de la nuca. Los guardias estaban de espaldas, bromeando, zarandeando sus metralletas. —¡Escúchame tú, payaso! Sabes de sobra que la niña a la que acabas de atender tenía papeles falsos —lo acobardó el General. —No, yo no… —preso de un veneno paralizante, la voz del empleado se balanceaba en el abismo de la incertidumbre y el miedo, la incredulidad y el pánico. —¿Sabes quién soy? Mírame bien, bastardo. Con un leve movimiento se zafó de la capucha, dejando al descubierto su rostro. El tendero no se había percatado hasta entonces de la cicatriz que recorría sus facciones. Era gruesa, nacía en la ceja y reptaba hasta el lóbulo de la oreja. Su lado izquierdo estaba desfigurado, atravesado por algo más punzante que las arrugas del tiempo. Así es como se le iluminó la cara al comprender que estaba delante del nuevo general de provincia que, según las malas lenguas, él mismo se había hecho el corte para alojar una bala de oro en su sien. —¿Qué está pasando ahí? ¡Las manos arriba donde yo pueda verlas o te reviento los sesos! —un guardia, alertado por el jaleo originado, se arrimó al General apuntándole con la metralleta por la espalda. Detrás del vigilante, otros tres hombres armados imitaban sus movimientos con sus armas en alto. A esas alturas se había corrido la voz por todo el edificio de que algo estaba sucediendo y la curiosidad hizo que se rompiera la fila sin que los guardias restantes pudieran impedirlo. Dejando de presionar la nuca, el General metió la mano derecha en el bolsillo derecho mientras pedía calma. Conforme la volvía a subir, tal y como le habían exigido, se giró lentamente mostrándose a la muchedumbre, acallada de súbito al ver al brazo ejecutor de los Ipodeus. Su placa acreditativa brillaba tanto como la estrella polar en el interior del recinto y el estruendo de su revólver al disparar, cual monstruosa Medusa, petrificó a todos los allí presentes. —Escuchadme bien, mamones. No voy a consentir que NADIE considere engañar a la autoridad. Todos sabéis las consecuencias de un acto de rebeldía. Por si no os acordáis, os voy a refrescar la memoria ahora mismo. 32

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Se podía palpar el miedo en los oyentes, cuyo calzado, ausente de color, se había pegado al suelo con el más fuerte de los pegamentos. El de todos menos el de una chiquilla, el de Raquel, que brincaba dando gambetas y seguía la luz de un foco que apareció de la calle a través de las vidrieras. Sabiéndose la estrella de la función, con sus zapatos de rubí rojos, caminó por la aciaga pasarela que se tendía al encuentro con su destino. —La vida está llena de decisiones que hay que tomar en cada instante —el General dejó de gastar saliva y miró a la persona que le atendía con la dulzura de un camorrista—. Tu hija o esta rubia embustera que ha robado comida gracias a tu indulgencia. ¿Qué decides? El General corrió el cerrojo de la mesa que los separaba para abrirla verticalmente e hizo pasar al trabajador por el hueco que quedaba libre. Sobre su mano puso el afilado machete que escondía en su tobillo y lo guió hasta colocarlo a escasos tres metros de Raquel. —Es muy sencillo. Puedes confesarte ahora mismo arrepintiéndote de lo que has hecho hace unos minutos. El Señor se apiada de nosotros y siempre nos regala una segunda oportunidad. La febril desazón le hizo perder el equilibrio a Raquel, tambaleándose como una cebra en la sabana africana a su paso por un río regentado por cocodrilos. Unas lágrimas brotaron de su interior, sin ver la luz, sin el arrojo suficiente para expresar su miedo. Quedó inmóvil, muda, silenciada por una sensación de ingravidez que no comprendía, preguntándose qué había hecho mal para merecerse ese soberano castigo. Odió al mundo. Se odió a sí misma. Las medrosas manos del operario temblaban y los escalofríos recorrían su espina dorsal produciéndole ligeras descargas eléctricas. Le hicieron desplazarse hasta su domicilio; un día cualquiera, una noche cualquiera. Desde allí podía ver a su otro yo acostando a su hija de 9 años. Le contaba con dulzura un cuento, siempre el mismo, su preferido, el del gato con botas. A los pies de la cama se suscribía el alborozado Lebowsky de un salto, acomodando la cabeza sobre sus patas delanteras. Él miraba ronroneando, de soslayo, buscando ser el protagonista de la fábula para calzarse unas botas de cuero con las que impresionar al vecindario. Sin llegar al final de la historia su hija dormía despreocupada, abrazada a un osito de peluche que había cambiado los ojos por unos rollizos botones. Él la cubría con las sábanas, ladeando su pelo para darle un sonoro beso en la frente, el de las buenas noches. Él era su escudo protector, su atrapasueños. Antes de marcharse, con la puerta entreabierta, miraba por última vez a la habitación. La luz del pasillo se colaba por aquella abertura iluminando la figura de 33

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Lebowsky, que seguía recostado en la cama salvaguardando los aposentos de su emperatriz en caso de aparecer el hombre del saco. Al cerrar la puerta su mundo volvió a la realidad. Estaba de regreso en el centro de comida y su hija estaba enfrente de él; una hija que no era la suya, observándole con inquietud, presa de su pánico, abúlica. Él agachó su cabeza, sin querer ver más allá, mirando el arma blanca con detenimiento y viendo su reflejo sobre el frío acero. —No tenía ni idea de que la cartilla fuera falsa. Lo que me pides no tiene ningún sentido —farfulló con un tono inaudible. —Es imposible que no te dieras cuenta de que ese sello no se ha estampado en la vida. Además, he visto cómo la mirabas una vez te la había entregado. —Es sólo una niña… —¿Es ésa tu última palabra? —Yo… Una mano enfundada en un guante de cuero negro apareció de la nada arrebatándole el machete. Horadó su cuello a la altura de la carótida. Fue un corte limpio. El líquido rojo que vaciaba su cuerpo caía a borbotones dejando tras de sí un reguero de sangre. Las rodillas cedieron y, al doblarse, se hundieron en el suelo sin que nada ni nadie amortiguara la caída. Derrengado, el estado del hombre era crítico y no podía articular palabra. Un sibilante silencio era lo más que podía mascullar. El instinto hizo que Raquel empezara a correr en dirección opuesta al hombre que nadie conocía ni había visto hasta ahora. El arma de Alfredo refulgió como una luciérnaga en la oscuridad de la pavorosa escena. Sin echar la vista atrás, Raquel pasó a toda prisa por debajo de las piernas de uno de los guardias, como un gusarapo, sin prestar atención a la acinesia del agente, todavía anestesiado a causa del homicidio. Sus zapatillas rojas destellaban con cada pisada, iluminando las apaisadas sombras de Alfredo y del General. Cruzó por la zona donde se encontraba el detector de metales y encaró el pasillo donde se aglutinaba el resto de civiles. Unos cientos de metros más y podría salir al exterior. Poco le importaba ya el haber dejado arrinconado en el olvido su carro lleno de comida. Primero debía salvar la vida, ya le llegaría la hora de preocuparse por alimentarse. —¡No la dejéis pasar! —una voz aguda, gutural, se alzó entre la multitud rezongando a sus oídos—. ¡Formad una cadena! Como si fuera una orden, las personas que se encontraban alrededor se juntaron unas con otras ocupando todo el ancho del pasillo. Estaba claro que allí habían ido para volver con algo que llevarse al estómago y no iban a dejar que una mocosa les 34

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dejara sin comida durante una semana. O lo que es peor, que por dejarla pasar los guardias se pusieran a disparar a diestro y siniestro. La niña, que escapaba como una velocista, tuvo que derrapar para frenar en seco. Frente a ella, recién plantado, un orondo seto formado por decenas de molleras le apuntaba con ojos explosivos. Las anidadas ramas de la masa enfurecida le cortaron el paso, prendiendo una hoguera de intenciones. Raquel comprendió la simpleza de la vida, y de la muerte, con aquel gesto. Comprendió la vileza del ser humano, la misma vileza que se gestaba en su propio ser, y mascó un miedo nunca antes imaginado. Fue entonces cuando se encomendó a su dios. Se puso de rodillas, juntó sus manos y, una vez cerrados los ojos, empezó a rezar. La fantasmal letanía se alzó con vanidad. —Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre… El iracundo muro formado por la hambrienta muchedumbre impedía a la joven seguir adelante, lo que provocó que Alfredo caminara despacio hacia ella. Silbaba una pútrida melodía, insípida, una canción que con su guante de afiladas cuchillas chirriaba las tuberías en la penumbra. Como Hansel en el cuento, dejó un camino repleto de círculos rojos que iba pintando en el suelo con cada gota de sangre derramada. —Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la Tierra como en el cielo, danos hoy nuestro pan de cada día, y perdona nuestras ofensas… En el otro lado, el flemático cuerpo del trabajador seguía caliente, con espasmos que lo hacían agitarse como si estuviera poseído por el diablo. Los rezos de Raquel se prolongaron hasta su ubicación regalando sosiego a su alma, que se unió a las oraciones. —Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no nos dejes caer en tentación, y líbranos del mal. —Amén. —Amén, hermana —añadió Alfredo, quien para entonces había llegado hasta su posición. Estaba justo detrás de ella. Se quitó los guantes, los tiró al suelo y, ante las caras desencajadas del personal, agarró una de las orejas de Raquel y la segó de cuajo, sin contemplaciones. Sus gritos inundaron toda la bóveda arrugando los tímpanos de todas las personas que estaban allí congregadas. El sonido que emitía era estridente, demoníaco, propio de un ser que ve cómo una cortina de sangre endulza su rostro y los lamentos escapan al encuentro de su sordera. En una de las paredes del pasillo había un tablón de anuncios con unas cuantas chinchetas de colores formando una cara sonriente. Con la oreja de Raquel todavía sudando sangre en la mano, Alfredo se acercó y la colgó con la ayuda de dos alfileres. 35

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Antes de volver al carruaje estudió la cara y, al ver los pasmados rostros de la caterva que lo rodeaba, cambió la posición de las chinchetas y con él su gesto, ahora triste. El General, apodado desde ese día el Afilador, dejó el lugar donde estaba el mortecino cuerpo del trabajador y caminó hacia la niña guiado por sus insoportables aullidos. Al llegar allí, vio cómo Raquel movía la cabeza de un lado para el otro enérgicamente, tirándose contra las paredes, contra la gente que se encontraba viendo la escena, contra su fúnebre existencia. Las personas aún estaban en estado de shock por lo que habían visto y los nervios de una de ellas le hicieron coger a la niña firmemente de la cabeza y girarla por completo hasta escuchar un chasquido que acabó con sus gritos como por arte de magia. Dejó a Raquel lentamente en el suelo, le quitó la cazadora y ocultó su rostro de las miradas ajenas, dándole a la criatura el único aplauso de honradez que tendría aquel día. —Gracias por darnos silencio —le dijo el General a la mujer que había desconectado a la niña. Los zapatos de Raquel murieron. Oscurecieron. Cambiaron el rojo rubí por la sombría penumbra. —Bien, ¿quién está al mando aquí? —preguntó el General mientras recogía el dinero que previamente había entregado a Raquel. Uno de los guardias dio un paso al frente y juntando los pies le dedicó un respetuoso saludo. —Yo, señor. Capitán González al mando, señor. —Gracias por la aclaración. Puede descansar. El General sacó de nuevo el revólver de su funda y le endosó un balazo que traspasó uno de sus ojos haciendo rodar el cuerpo por el suelo. A esas alturas nadie movía una pestaña. Se limitaban a contemplar con desidia cómo se sucedían los acontecimientos. Esperaban que todo acabara cuanto antes sin que la desgracia los salpicase, y lo único que deseaban era poder volver a casa sanos y salvos, con sus seres queridos, con algo que llevarse a la boca. —Como vea que el detector de metales deja pasar una sola arma más, juro por Dios que todos acabaréis en la tumba antes de tiempo —arengó el General con vesania—. Poneos a trabajar y arregladlo lo antes posible. ¡No quiero chapuzas y lo quiero listo para ayer! ¿Queda claro? La monserga lo dejó sin hálito, con un deje de repulsa en sus fosas nasales. Recobrando el aliento, volvió a dirigirse al público.

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—Una última cosa. Quiero que vayáis a la casa de este traidor y encontréis a su hija. Antes de acabar con su vida, podéis hacer con ella lo que os plazca, me es indiferente. Cuando terminéis, prendedle fuego a la vivienda con ella dentro. Es una orden. Alfredo fue al encuentro del General para que no tuviera que mancharse los pies. Había empezado a llover con fuerza y el campo que circundaba la fábrica se había convertido en un barrizal. Por fin, su jornada de trabajo había terminado. A partir de entonces, todo el mundo sabría quién mandaba.

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III.

Sopa de letras

Se encontraban en la parte trasera de la furgoneta y bebían sentados una cerveza. Era rubia, aterciopelada, grácil en su textura y sabor. Lo hacían encima de la cama, con los pies colgando en el exterior, viendo la lluvia caer intermitentemente a través del portón que habían abierto para airear; para airear su humanidad y refrescar las ideas. El cielo estaba gris, añorando el viento que no venía, cubierto por una espesa hilera de nubes que avanzaban muy lentamente por el horizonte con cara de tener pocos amigos. Les gustaba ver llover juntos. Siempre lo habían hecho así y aunque no pensaran nada en particular, les impulsaba a estar callados dejándose llevar por el flujo del agua. Habían pasado tanto tiempo el uno con el otro que ya no se acordaban de lo que era ser impar. Se habían transformado en parásitos siameses sin darse cuenta, para bien o para mal. Cambiaban tantas veces de nombre que muchas veces evitaban pronunciarlo delante de la gente para no meter la pata. Óscar y Javier no eran más que los fantasmas de los dos últimos incautos a los que habían timado. Solían hacerlo así, cogiendo prestada la identidad de sus víctimas, apropiándose de ella. Llamar la atención lo menos posible era tan importante como el trabajo en sí, por eso debían abandonar cualquier vínculo tras cada acción. Bajándose de un salto del vehículo, Marty, anteriormente conocido como Óscar, cogió la navaja que guardaba en su bolsillo y empezó a hablar, sin apartar la vista del suelo, con Ringo, el que una vez fuera Javier. —Esta vez me toca elegir a mí. ¡A ver qué sale! Escribió el nombre en el suelo, con las letras en mayúscula. El suelo era de tierra y estaba cubierta por inapreciables piedras que, al moverlas, levantaban láminas de polvo. Ajeno a la materia, su compañero se limitaba a observar hacia abajo tomando pequeños sorbos de su cerveza. D O L O R E S —Mmmm, Dor…, Dol…, Dos…, Dro… ¡joder, está complicado! —¡Eres muy malo, macho! Nunca has sido bueno con esto, admítelo. Yo ya veo uno.

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Ringo ni siquiera se había puesto a pensar en nombres, pero le gustaba enormemente picar a Marty siempre que podía. —¡Calla, pelao, no tienes ni puta idea! Deja de tocar los cojones por una vez. Lo…, Los…, Lor… ¡coño, te puedes llamar Loro! —levantó la mirada hacia Ringo y continuó hablando—Eres un puto loro que no calla. ¿Qué me dices, lorito? —¿No tienes otra cosa mejor que hacer? Se encogió de hombros sacándole la lengua sin decir nada más. —Ser…, Sel…, Sor… —¡Sordo! Al final me vas a dejar sordo. Deberías mirar a ver quién es el loro — Ringo interrumpió las cavilaciones de su amigo con cierta impaciencia. —Tampoco tenemos otra cosa mejor que hacer ahora —sugirió Marty con desgana. —En eso te doy la razón pero haz el favor de callarte. No quiero acabar con dolor de cabeza —dijo Ringo dejando caer su espalda contra el colchón. —Eso es porque no sabes beber, no aguantas una mierda. —Hay veces que eres como un grano en el culo. —Lo sé. ¿Tú no? A regañadientes, Ringo chocó su cerveza con la de Marty para, acto seguido, liquidarla de un trago. Una vez vacía, estrujó el vidrio convirtiéndolo en un improvisado acordeón sin notas y lo lanzó contra unos matorrales cercanos. —Ya lo tengo. —¿El qué? —Mi nombre. Mi nombre es Leo. Ahora piensa el tuyo —dijo Marty retándolo. —Hoy no es tu día, jefe —le contestó sonriendo su camarada—. Seré tu loro chino, amigo. —¿Loro chino? —preguntó desubicado. —Sí, un loro chino. Llámame Lolo. —¡Serás cabrón! Ringo empezó a reír con ganas, consiguiendo más tarde contagiarle la risa a Marty. La de Ringo era una de esas carcajadas sonoras que, sólo con oírlas, te hacía acabar

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llorando. Sin duda, salir con él era como llevar su propia tabla de abdominales a cuestas. Tenían que combatir de alguna forma la vida que les había tocado vivir. A pesar de hacerlo muchas veces al límite, Marty sabía que con él siempre podría mofarse de su suerte. No le temía al futuro por estar junto a su hermano, de leche que no de sangre. Seguían juntos y con eso les bastaba. Escogieron tiempo atrás la vida que iban a llevar aunque, siendo sinceros, lo más probable es que la vida eligiera por ellos su destino. Defendían que hacían teatro callejero, yendo de pueblo en pueblo manejando a sus partícipes espectadores como si fueran marionetas de escayola. Alguna vez se imaginaban inmersos en una realidad alternativa. En ella, se ganaban la vida con un trabajo honrado, establecidos en un lugar fijo. No podían decir ni que fuera mejor ni peor. Simplemente era diferente. Dados sus golpes, estaban condenados de por vida a vagar errantes por el asfalto sin rumbo fijo. Eran nómadas de su sino, estaban solos en el mundo y no tenían a nadie más a quien acudir. Por extraño que parezca, eso no les importaba. Crecieron con ese desfigurado horizonte pero supieron amoldarlo a sus necesidades. Su casa era un habitáculo móvil con tracción a las cuatro ruedas, una Nissan Caravan roja del año 89 cuyo color iba perdiendo fuerza dejando paso a un apesadumbrado rosa. Para evitar problemas con los Ipodeus cambiaron el logotipo de la marca por el de Tesa, la única compañía de automóvil empleada por el Régimen. Al no permitirse las importaciones del extranjero, era muy común encontrarse estos leves cambios estéticos con viejos automóviles traídos de Europa, América o Asia. Las patrullas sabían perfectamente que no eran legales pero hacían la vista gorda si sus propietarios se habían preocupado en modificarlos haciéndolos parecer de fabricación nacional. Por supuesto, para que esto fuera así, influía mucho el grado de amabilidad hacia uno o varios agentes a la hora de conseguir el permiso de circulación. Era fácil reconocer a Marty, su atractivo hoyuelo en la barbilla y las uñas pintadas de negro lo delataban. Sus ojos eran ahusados y se ovillaban sobre una huidiza nariz. De boca henchida, calzaba un 45, sólo un pie por debajo de su amplia sonrisa. Era el más astuto de los dos, el número cinco de su promoción. A Marty le bastaba con analizar sagazmente su alrededor para elegir la mejor opción ante una adversidad. Debido a esa facilidad de aprendizaje, no mostraba curiosidad por lo que les enseñaban de pequeños. Esa apatía la achacaban a una violación de la autoridad en los centros de comportamiento y le llevó a no pocos castigos en su niñez sin lograr, de esta forma, inculcarle el valor de la disciplina. A día de hoy se guiaba por su olfato, el sexto sentido al que había echado mano toda su vida sin fallarle ni una sola vez. Solía dejarse barba de unos días, para gustarse, para provocar, por dejadez. Bajo sus greñas, en el punto donde espalda y cuello eran uno solo, tenía un tatuaje, al igual que Ringo. Su iris era oscuro, engreído y penetrante. Como pasaba con el resto de las 40

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personas, los ojos eran el espejo de su alma. Sin embargo, hacía tiempo la había perdido en la oscuridad del olvido, arrinconada en el laberinto de su mente. Su última representación la habían hecho en un barrio a las afueras de la ciudad. Existían reglas específicas para ellos dos cada vez que querían entrar y, aunque no lo expresaran abiertamente, al cruzar las murallas de la ciudadela se sentían acongojados. En otra época también luchaban contra sus remordimientos pero con el avance de las estaciones ese sentimiento de vulnerabilidad se iba diluyendo en la memoria. Uno de los placeres de tener su furgoneta era deambular libremente por el Estado sin necesidad de preocuparse por encontrar alojamiento. El inconveniente que encontraron al principio fue el hecho de tener que buscar un punto de fichaje cuando caía la noche. A las 21 horas en verano, a las 19 en invierno. A las 20 horas para primavera y otoño. Eso les privaba de disfrutar de cierta libertad. Por suerte, más adelante flexibilizarían los horarios. A Ringo se le antojó pasar una temporada cerca del mar, por eso se trasladaron hacia el norte tomando el rumbo a un pueblo costero. Ringo tenía las manos alongadas, un inasible entrecejo siempre acompañado por una inescrutable mirada, y un cuerpo carente de músculo. Era un joven porfiado, vehemente, sin problema alguno para cambiar su forma de parecer. También era jacarero y obcecado. Tenían buenas referencias de aquel lugar al que se dirigían y sabían de la posibilidad de conseguir un pase para pescar furtivamente al amparo de la luna en la oscuridad de la noche. Tener contactos era trascendental, sobre todo si eran miembros de los Ipodeus o agentes de los centros de comida. Alimentarse de sopas insípidas, leche en polvo y sándwiches de pan de molde rellenos de crema de marmite no entraba precisamente entre sus preferencias. Escuchar la radio era una tortura para los dos. Poder sintonizar sólo una emisora en la que las noticias del Régimen ocupaban la mayor parte de la programación les hacía bostezar y la locura se abría paso por sus venas, llevándoles a desenchufarla sin remordimientos. Para evitar aniquilar de una patada el aparato de música, habían conseguido hacerse con un rudimentario dispositivo con el que, conectándolo a la radio, a través de un cable auxiliar, podían escuchar cintas de cassette. El precio de estas cintas no las hacía accesibles aunque no era mayor problema para gente cuyo trabajo residía en la picaresca, tráfico de material y, en definitiva, en cualquier actividad fraudulenta con la que poder subsistir. Iban por una carretera secundaria, asfaltada pero con socavones lo suficientemente grandes como para tener que aminorar la marcha sorteándolos con prudencia. La brisa que se colaba en el interior del automóvil tenía un aroma especial; se podía sentir la proximidad del mar. 41

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Ringo conducía con los cinco sentidos puestos en la carretera, el traqueteo del vehículo así lo requería. Como de costumbre, llevaba bajada la ventanilla derecha para poder así apoyar su antebrazo y sujetar levemente el volante. La mano izquierda, por el contrario, la tenía anclada en la palanca de cambios. La vía se había estrechado a un único carril de doble sentido en lo que era el inicio de la subida a un pérfido peñón que flanqueaba la aldea a la que se dirigían. Por si la estrechez no fuera suficiente, la brea dejó paso a un camino de cabras, haciendo el viaje tan cómodo como trotar a caballo. —Como venga algún coche de frente andaremos justos para pasar —expresó Marty como si la cosa no fuera con él. —Ya se puede ir apartando quien se cruce con nosotros —le contestó Ringo girando la cabeza hacia él—. Con que le meta el morro… ¡No tendrá más remedio que apartarse! —No es cuestión de conducir como un matón. Ándate con cuidado o te echo el freno de mano y me pongo yo al volante. —Deja de llorar y acércame un Trujas —le ordenó a su amigo pulsando el encendedor para que se fuera calentando—. Además, por aquí no se ve un alma. —¿Se te han acabado o qué? —preguntó Marty desconcertado. —Terminé anoche con mi paquete. Debería haber un cartón metido atrás en alguna parte. Cógelo de ahí. —Vas a acabar con los pulmones más negros que tu camiseta. Te lo busco por esta vez pero que sepas que el siguiente viaje conduzco yo. —Si tú lo dices… La parte delantera de la furgoneta tenía tres asientos aunque, el del medio, que era abatible, lo usaban como hatillo, amontonando encima su ropa usada. De esa forma, parecían estar en continuo enfado al verse separados por una pila llena de atuendos. Marty se soltó el cinturón de seguridad, tras varias tentativas por el mal estado del anclaje, para más adelante pasar a la parte trasera. Para ello, subió los pies al asiento y poniéndose en cuclillas, hizo equilibrios para elevar su pierna izquierda por encima del vertedero de ropa sucia. Fue entonces cuando, un inoportuno frenazo con el que Ringo detuvo en seco el vehículo, le hizo perder el equilibrio. Se sujetó con homérica fuerza a la cabecera en un acto reflejo, sirviéndole para no pegarse de espaldas contra la luna delantera pero lanzándolo después irremisiblemente de cabeza contra el suelo de la furgoneta. En el impacto chocó con un juego de cacerolas, las toallas que tenían desperdigadas y las bolsas donde tenían guardada la comida, teniendo la mala fortuna de verter el aceite por toda su frente. El líquido graso pronto allanó el camino para 42

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ensuciar también la camiseta, dejando la definición de puerco a la altura de un gorrino. —¡Hijo puta! ¿Qué hostias haces? —gritó enormemente cabreado. Encajonada en un hueco, la pecera no había sufrido ningún daño. En ella, unos ojos saltones acompañaban el compás de unos labios que se movían de arriba abajo. —El puto pez de los cojones —gruñó Marty—. Todavía no entiendo por qué lo cogiste. —¿Qué se cuenta nuestro amigo? ¿Has encontrado ya los cigarros? —replicó sarcásticamente Ringo. Girándose, una llamarada de odio se apoderó de su semblante apuntando al conductor con una travertina mirada. Parando el motor, Ringo quiso disculparse a su manera. —No he podido hacer otra cosa. Si no me crees, mira lo que tenemos delante y dame las gracias. Marty se incorporó como buenamente pudo, echando a un lado todo lo que se le había caído encima. Clavó su ominosa mirada en el horizonte y vio cómo un árbol cruzado obstaculizaba toda la calzada. Cogió con la mano una toalla y, frotándose con fuerza la cara, se limitó a decir un escueto «cojonudo». Al tiempo que Marty buscaba en todo aquel desorden ropa limpia o al menos algo medianamente presentable para cambiarse, Ringo se apeó de la bala roja para inspeccionar el terreno. Se trataba de un imberbe chopo que había cedido de la cornisa del flanco izquierdo. Allí había tierra arcillosa que por lo que se veía no era muy estable. El tronco, de madera color amarillo grisáceo, no era de gran tamaño, hecho que les ayudaría tarde o temprano a quitarlo de en medio. Darse la vuelta ahora los llevaría a perder medio día al tener que dar un gran rodeo. Antes de que Marty volviera a enaltecer sus cuerdas vocales, Ringo había abierto el portón trasero buscando cualquier cosa con la que cortar las ramas. Tras execrar repetidas veces al golpear su cabeza con los maderos que sostenían el colchón de la cama, logró encontrar algo. Se hacía sentir el viento de poniente a pesar de estar haciendo ejercicio. Ringo cortaba como buenamente podía las superficiales ramas con un viejo machete de filo desgastado. Acompañándole, el quehacer de Marty consistía en amputar las ramas de mayor grosor gracias a un hacha de mano repleta de orín. Su intención era la de pelar el árbol para poder así más adelante empujar el tronco con la esperanza de hacerlo rodar y llevarlo a la cuneta.

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—¿Por qué cuando lo necesitas nunca aparece nadie? —le preguntó Marty al viento—. En media hora no ha asomado el morro ningún coche. Seguro que cuando consigamos dejar el camino libre se forma caravana. —Es lo que suele pasar —reafirmó Ringo sin añadir nada más. Tras más de media hora blasfemando, y cuando se disponían a sacudir el obstáculo, oyeron a lo lejos el característico ruido del motor de un coche acercándose hacia ellos. Como ya habían trabajado suficiente, se dijeron, se sentaron encima de lo que quedaba del chopo y aguardaron impacientes unos segundos hasta que vieron aparecer un automóvil por el recodo del desfiladero. De él, salió un hombre de manos ahitadas que rondaría el medio siglo. Era de aspecto descuidado, tapaba las hendeduras de su rostro dejando crecer su canosa barba y vestía unas holgadas botas verdes. Los abordó con un incomprensible acento cerrado y los empezó a interrogar a gran velocidad. Se parecía a uno de esos lanzadores de cuchillos, el de los circos, el situado en medio de la mujer barbuda y el enano bufón. —¿Qué ha pasado aquí? No sois de la zona, ¿hacia dónde vais? No supieron contestar; les habían cogido de improvisto sus rudas maneras, las de esa clase de personas que aún vivían alejadas de la humanidad. Al no obtener ninguna réplica, el hombre pasó a la acción sin previo aviso. Se volvió a su vehículo, un todoterreno biplaza con toda la parte trasera convertida en un trastero cubierto por una lona, y empezó a rebuscar algo entre sus herramientas. Para cuando se quisieron dar cuenta, el estrambótico individuo ya estaba cortando el tronco con la ayuda de una ruidosa sierra mecánica. El perfume del queroseno inundó el cerro. —Lástima que por aquí sólo haya chopos —aseveró el hombre—. No es madera buena aunque siempre se puede aprovechar algo. ¿Me ayudáis a subir los troncos a la furgoneta o vais a quedaros ahí sentados sin hacer nada? Ringo iba a contestarle toscamente tras haber sudado como para una maratón pero se contuvo en el último instante contando hasta diez. —¡Cómo no, faltaría más! Déjanos primero encontrar nuestros riñones —el sarcasmo no podía faltar en el vocabulario de Ringo, venía de serie. Dando un brinco del leño, Marty se unió a la conversación. —Yo iré apartando el follaje a los laterales. ¿Puedo preguntar en qué trabajas? —Puedes pero no me gusta hablar de lo que hago y dejo de hacer. ¿Qué hay de vosotros? —¿Tú eres imbécil, no es así? —no les había caído nada simpático y, al contrario que su amigo, Marty no pudo contenerse. 44

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—¿Me lo afirmas o me lo preguntas? —con su metro noventa de altura, complexión fuerte aunque no atlética y la sierra mecánica en sus manos, el aldeano imponía respeto. —Supongo que no importa mucho. Nosotros nos íbamos ya, que tenemos prisa. —¡Qué extraño! No lo parecía cuando os he encontrado sentados. Ringo estuvo a punto de dejar caer uno de los troncos encima del pie del señor, a punto de soltar un derechazo de fraternidad en su mandíbula. Tan cerca estuvo que le pidió perdón con el pensamiento para evitar una confrontación que, no obstante, no le hubiera disgustado tener en absoluto. Una vez despejada la vereda se subieron a la Nissan sin haberse despedido, con cara de malas pulgas y con ganas de salir de allí cuanto antes. Esta vez era Marty quien se había puesto a los mandos del volante. Se encendió un cigarro con una cerilla y aprovechó para encenderse otro valiéndose del ardiente extremo del pitillo. Acto seguido, se lo pasó a Ringo y aspiró una gran bocanada de humo hinchando sus pulmones de negros augurios. A pesar de haber girado la llave, el enervado motor no llegó a inmutarse. Silencio total. La sacó del contacto, sopló varias veces sobre ella, mostrando al inepto mecánico que todos llevamos dentro, y volvió a intentar arrancar el coche. Nada, la zángana no ronroneaba. Por lo que parecía, había decidido no moverse de allí por cuenta propia. —¡No me jodas! Venga, bonita. ¡Tú puedes! —Tiene pinta de ser la batería —sugirió Ringo. —¡Qué dices! Si antes hemos apagado la… radio. Nos hemos dejado la radio encendida. ¡Me cago en mi puta madre! A esas alturas el sonido del claxon a manos del irreverente señor se esparcía por el aire como el silbido de un demonio hiperactivo. Los pitidos eran desahogados, con intervalos de a tres. Su coronilla, cubierta por medio de una visera verde con un ciervo saltando, sobresalía de la ventanilla y vociferaba para que arrancaran de una vez. —¿No estarás pensando lo mismo que yo, verdad? —preguntó Marty sabiendo de antemano la respuesta de Ringo. —Creo que no tenemos elección, amigo mío. Muy a su pesar se bajaron de la furgoneta y se agruparon, a desgana, con el mal humor. Mientras tanto, durante sus vacilantes pasos, fueron eligiendo el guión a

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seguir. Sabiendo que su actitud no sería la más adecuada, Ringo cedió la palabra a su compañero. —Parece que hoy no es nuestro día. El motor no arranca y tiene toda la pinta de ser problema de la batería. —¿Problema de la batería o de haberos dejado la radio puesta? Cuando he llegado se oía a un volumen bajo y después le he perdido la pista. Agreste como pocos, ese tipo conseguía sacarlos de quicio. Tenía una mezcla explosiva de bravuconería, deslenguados modales y el comportamiento típico de un campesino que dice saber hacer de todo. Lamentablemente para ellos, era su salvoconducto para voltear el mal fario. Marty respiró profundamente, se echó con ansia el cigarro a la boca tomando una prolongada calada y trató de ser lo más educado posible. —El caso es que necesitamos unas pinzas. ¿Nos puedes ayudar? —Poder puedo, pero no aquí. Me quedé sin ellas hace un mes cuando se las llevó mi primo. Todavía sigo esperándolas y creo que es buen momento para volvérselo a recordar. Lo que sí puedo hacer es llevaros conmigo al pueblo del otro lado de la colina. Vayáis donde vayáis, vamos en la misma dirección. —Allá es donde teníamos pensado ir precisamente. —No es muy cómodo pero alguno tendrá que ir atrás. Mientras tanto, que alguien se suba a vuestro mamotreto para mover el volante. Voy a remolcaros para apartar ese trasto de en medio. ¿Sabréis hacerlo? —Iré yo al volante —se ofreció Marty—. ¿Por quién nos tomas? —su ceja se revolvió mostrando su enfado. Su coche era un desván con cuatro ruedas. De él, sacó una cincha con un doble mosquetón en cada lado. Un extremo lo enganchó a una anilla metálica, situada a poco más de treinta centímetros del tubo de escape de la furgoneta roja, y el otro lo asió a un hueco del paragolpes delantero de su 4x4. Una vez sujetos ambos costados, los ajustó hasta dejar tirante la cinta y empezó a dar marcha atrás con cautela. Tenía que andar con cuidado si no quería verse estampando el inservible automóvil contra el morro del suyo. Había que apretar lo suficiente el acelerador tensando la cuerda lo mínimo para remolcar la furgoneta. Si se pasaba de fuerza en el pedal, habría que darle al freno, lo que podía significar el accidente que no estaba dispuesto a asumir. Marty se vio inmerso en un déjà vu. Estaba montado en la bicicleta del centro de comportamiento, a la edad de 11 años, empujado a pulso por su mentor a través de una asidera colocada en la parte posterior. El avance no era homogéneo, como si al acelerar colisionara contra un auto de choque al cabo de unos segundos. Por mucho 46

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control que tuviera sobre el eje de las ruedas, estaba a merced de otra persona, de una persona con una cicatriz que bendecía su cara. No hubo mayores contratiempos y el hombre sin nombre consiguió colocar a la enferma de tal forma que no estorbara ni obstruyera el paso en la pista de tierra. Una vez terminadas las maniobras, empezó a recoger el material. Mientras tanto, los dos jóvenes aprovecharon para meter algo de ropa limpia en sus macutos pensando en la noche. Marty fue quien se sentó de copiloto marginando a Ringo en el vagón de cola, encima de los troncos de madera. En el trayecto supo que su nombre era Miguel, que se dedicaba, tal y como habían supuesto, a la agricultura —al cultivo de trigo y maíz concretamente— y que viajaba una vez cada dos semanas a la capital para vender los productos directamente a los puestos de compra que había repartidos en los centros de comida. Mientras conducía, transmitía otro tipo de sensaciones. No parecía ser el mismo hombre que minutos antes hablaba con aires de superioridad. Esa dualidad en su forma de ser le hizo estar alerta a Marty. Instintivamente, sin habérselo propuesto, como un acto reflejo. Antes de llegar al pueblo Miguel les ofreció su casa para pernoctar. Disponía de un inmenso granero donde podrían pasar la noche sin estorbar a nadie ni ser molestados. Con dejarles unas mantas tendrían suficiente para no enfriarse. Imaginarse media hora antes esa propuesta le hubiera hecho vomitar improperios. Ahora, en cambio, le parecía una buena forma de ahorrarse el dinero de un motel. Tendrían techo gratis y muy probablemente un plato de comida caliente para saciar su estómago. Si algo había aprendido en la vida, era a no desaprovechar las oportunidades caídas del cielo. Un «por supuesto» salió de su boca sin darle muchas vueltas y sin haberlo consultado con Ringo, quien regalaba cabezadas de sueño en la rebotica del todoterreno.

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Su autor

Xabier Villanueva Amadoz es un joven escritor, travel blogger e informático navarro procedente de Barañain. Ha colaborado con Golem realizando críticas de cine en Tomacine.com, ha sido editor de contenidos en Viajerosblog.com y actualmente está escribiendo sobre Nueva Zelanda en un proyecto propio llamado Comoserunkiwi.com donde, entre otras muchas cosas, podréis descubrir la mayoría de localizaciones de El péndulo de hielo. Podéis seguir sus pasos a través de los siguientes medios:   

Twitter: @xvamadoz Facebook: facebook.com/xabiervillanueva Página web: Xabiervillanueva.com

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Prensa A continuación os dejo con unos enlaces donde podréis conocer más detalles de la novela.    

Entrevista Cadena Ser Navarra Entrevista Punto de libro Participación en ‘Piedra de toque’ de Onda vasca Entrevista blog literario Offuscatio

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Enlaces de la novela Si queréis ayudarme con la promoción de la novela y queréis uniros a mi causa, entonces pongo a vuestra disposición mis perfiles de las redes sociales.   

Facebook: Facebook.com/elpendulodehielo.com Twitter: @pendulodehielo Página web: Elpendulodehielo.com

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