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1 Algunos días, cuando me despierto, me pregunto si la rutina se ha apoderado de mí, dictando cada momento de mi vida. Normalmente, me da igual. Para mí, la vida no comienza hasta llegar a ese punto de la mañana en el cual me encuentro, donde ya no hay forma de volver a dormir. Mi sueño ha sido interrumpido. Yo he sido interrumpido. Estoy sentado al lado de una fuente mágica, ante la silenciosa guardia de un solemne palacio cuya sombra nos abriga levemente. Como de costumbre, desde mi mesa observo a las personas que caminan a mi alrededor, mas hoy no hay mucha gente. El círculo de la vida urbana evoluciona hasta transformarse en un estado de existencia ficticia; en realidad, esta circunferencia existencial tiene más en común con una figura convexa gracias al constante desgaste causado por el desplazamiento de rutinas. ¿Quizás “el óvalo de la vida” sea el término más adecuado? Da igual, cada momento interrumpido es un sueño sin retorno; mañana, mañana, una ilusión sin esperanza… A fin de cuentas sólo es otro día más. Otro día en el que las palomas evacuan, los adolescentes 13
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escupen, los perros salen a pasear junto a sus dueños despistados, y disfrutan de la libertad de defecar por donde quieran, las parejas siguen en una versión privada de transferencia emocional, marginal, cardinal, parcial, una verdadera molestia para todos los presentes (especialmente para nosotros los solteros), no suena como el peor de los crímenes, mas los autores de esta vil acción también caen en la misma categoría de los demás, todos son incluidos en mi pequeño orden. Un policía termina su turno laboral, es hora de hacer una pausa y sumergirse en algo similar a una ceremonia diaria. Empieza por sentarse en una de las mesas cercanas a la fuente a leer el periódico y beber un café mientras inspecciona las secciones de deportes y economía. Ambidiestro, abandonado (give the man a hand), el sujeto busca aliviar ansiedades de la manera más vulgar, oculto a simple vista del ojo público, ente acostumbrado a mantener la apariencia de miope. Ahora mismo yo también quisiera serlo, ¿un ambidiestro entre miopes? Un grupo de chicas lleva tanta ropa deportiva que parece una asociación de modelos reprobadas de anuncios de Nike, porque la moda, cordón umbilical entre masas de alma fina, es una amante traicionera y hoy día está bien puta. Hablan, ríen, observan. Están sentadas en la grama, no muy lejos de mí, donde, entre murmullos y risas, hacen un detallado análisis del perfil pseudopasional14
sexual de aquel servidor público. Burlas ligeras y crueles para esconder conciencias superficiales al igual que un aura colectiva de desilusión y cinismo demasiado espesa para paralizar el vuelo de cualquier meditación original. Reiría con ellas si no fuera porque siento la presencia de alguien observándonos desde los escalones que llevan al castillo, a unos cuantos metros de distancia. “Bambi, man’s in the forest”. Es un hombre, o quizás una mujer, todavía no distingo ninguna característica física definitiva. “Holy gender-bender, Batman!” La arcaica mirada traiciona las profundas dimensiones de esferas de acuarela difuminadas entre remolinos azabaches y sucios, las pinceladas más notables de esa extraña figura geométrica que aparenta ser una cabeza. Vamos a ver, pasemos lista: mirada acuarela, presente; pantalones cortos de tela con cuadros amarillos y rojos, presentes; sandalia transparente y media sandalia negra, presentes; camiseta con la imagen de Gandhi, sí, presente. Su vestimenta lo hace resaltar en este ambiente. Más aún, es un milagro cómo ese individuo puede salir a la calle vestido con tan estrafalario atuendo sin que sea quemado en la hoguera por la fashion police. No puedo explicar cómo me di cuenta de esa presencia, sólo lo sabía. Tanto tiempo observando a las demás personas me ha vuelto un experto. Quizás Gandhi y yo tenemos más en común de lo que está a simple vista. Si alguna vez salgo vestido así de mi casa, rezo 15
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por que mis amigos me quieran lo suficiente para caerme a pedradas o, al menos, regalarme una suscripción a GQ. A mi lado, un chihuahua descarga cuanta mierda puede. Hoy el sol está un poco tímido, se siente una brisa fresca y cargada con
agua
mágica,
fuente
la
del
gotas
de
me alcanzan y por un breve instante me hacen olvidar ambiciones de gloria efímera, abrazos prohibidos y transpiración compartida, por siempre perdidos en el maldito sendero elusivo plantado entre las sábanas de mi cama. Ojalá esas gotas provengan de la fuente y no de esos carajitos comemierda que escupen cerca de mí… otra vez. El policía, entregado a su oficio con más empeño, tratando de expulsar cada pinta de silencioso líquido del soma, es observado por las chicas. Recostadas en la grama, esperan el dramático desenlace de la faena que se desarrolla bajo la mesa de su “servidor púbico privado”, nombre que le adjudicaron con una ceremonia nasal minúscula. 16
Las jóvenes, en cambio, son observadas por mí. Las esferas de Gandhi (de ahora en adelante ése será el alias de este desterrado del mundo de la moda) asimilan cada segundo de nuestro espectáculo; por mi parte, no puedo evitar absorber cada partícula de un olor a residuos de hígado de caballo. Mi olfato asimila el olor de un caballo asimilado mientras la ceremonia del servidor púbico tratando de desasimilarse a sí mismo es presenciada por el conjunto. Un ambiente encantador para dar rienda suelta a mi pluma, herramienta cuya misión es plasmar mundos donde la fantasía y la realidad son una, donde los personajes son fulanos de carne y hueso atrapados en el estado bidimensional del papel… o en cualquier derivado de mi imaginación. El sol no es el único con un padecimiento agudo de cohibición, porque en todo el maldito día no se me ha ocurrido ni una puta idea. Los únicos resultados de estar aquí tanto tiempo han sido un dolor de espalda y la condensación sobre mi cuaderno (y sobre mí) gracias al agua de la fuente. O, al menos, prefiero creer que es por el agua de la fuente. Ya estoy harto y la ficción no vuelve. Miro por última vez a las jovencitas, cuyas miradas y comportamiento se estaban tornando un tanto peculiares, y me largo a mi apartamento; con suerte, algo se me ocurrirá en el camino. Caminar aquí es como andar en un cuento de hadas urbano. A mi espalda está la Font Mágica, 17
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sirena nocturna, creadora de increíbles funciones pirotécnicas, o más bien serenatas coloridas dedicadas a la luna, entre resplandecientes jardines destinados a recibir a los visitantes ansiosos por subir las interminables escaleras que conducen al castillo situado en la cima de la colina: el Palau Nacional. Delante de mí, la avenida de la Reina me lleva, a través de las dos torres que interpretan el papel de centinelas del palacio, hasta la colosal rotonda donde convergen avenidas y destinos de miles de transeúntes. No importa cuántas veces venga, la majestuosidad de Plaça Espanya siempre me deja sin aliento. Doy con la entrada de metro necesaria para orientar mi regreso a la realidad, como si mi paseo entre quimeras hubiera terminado, pero el encantamiento del alma no se limita al área de Montjuïc… Las calles, los edificios, las personas, los negocios, la vida, el mundo, todos dan la impresión de ser elementos provenientes de un folleto de una de esas agencias de viaje o de una de esas películas independientes poseedoras de un egoísmo artístico, una atracción permanente en los más remotos locales de alquiler de videos. Nunca he sido el más entusiasta cuando se trata de hacer el papel de turista necio, pero aquí es difícil no serlo. ¿Qué será ese olor?
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