Hay un modelo, y ése es el problema

26 jun. 2013 - túo la Nación a la provincia del Neuquén, gobernada por opositores. Illia llevó una vida austera y sencilla, en- marcada en profundas pautas ...
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OPINIÓN | 25

| Miércoles 26 de junio de 2013

una economía bajo control. ¿Por qué el Gobierno insiste en medidas cuyos resultados son a todas luces contraproducentes?

La respuesta, dice el autor, es que lee la realidad con teorías equivocadas que también suscribe buena parte de la oposición

A

lgunos critican al Gobierno diciendo que no tiene un “modelo” y que los problemas se originan en la impericia de los funcionarios. Discrepo: el “modelo productivo de matriz diversificada e inclusión social” existe y tiene en la Argentina una larga tradición intelectual que, incluso, abarca parcialmente a la oposición. Éste es el problema. ¿En qué consiste? Todo modelo es una construcción imaginaria basada en teorías que nos permiten, mejor o peor, interpretar la realidad. En el caso del modelo, estas teorías son las siguientes: Mano visible contra mano invisible. Cuentan que el recién nombrado embajador soviético en Londres entró en una panadería y, asombrado por la variedad de panes y confites, pidió conocer al responsable de la distribución de esos productos en el Reino Unido. Se quedaron mirándolo sin poder contestar: no había nadie responsable, era la “mano invisible”. Adam Smith presentó con esa metáfora la contribución más importante que hayan realizado las ciencias sociales: la existencia de “órdenes espontáneos” que coordinan las acciones de las personas sin que nadie lo dirija en particular. Incluso hizo referencia precisa a los panaderos: sostuvo que “no es de la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero de lo que esperamos nuestra cena, sino de sus miras al interés propio, y nunca les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas”. El “modelo” cree que esos órdenes espontáneos pueden ser disciplinados con leyes, regulaciones o simples llamadas telefónicas. Así, por ejemplo, se ordena la realización de operaciones inmobiliarias en pesos cuando el uso generalizado de dólares es resultado de un orden espontáneo de quienes, hace décadas, buscaron proteger su capital contra la caída, generada por el mismo Estado, del poder adquisitivo del peso o de otras monedas que supimos tener. El modelo cree en la mano visible y descree de las acciones libres de productores y consumidores. Por eso, ante la parálisis del mercado inmobiliario inventa un blanqueo y bonos en lugar de reconocer los dólares. El precio del dólar es una orden. Un precio no es el resultado del acuerdo entre un comprador y un vendedor. El modelo cree que los vendedores ponen el precio que quieren. Por cierto, todos quisiéramos vender (productos o nuestro trabajo) al precio más alto posible; si no lo hacemos, es por la competencia. Igualmente, el Gobierno cree que fija sus propios precios como le place, y siempre con buenas consecuencias. Ha fijado los precios de la energía por diez años y la consecuencia son millonarias importaciones de combustibles. Y qué decir del dólar. No es un precio, sino un “instrumento” de la política económica a ser fijado como estime Marcó del Pont (para el oficial) o Moreno (para el paralelo). Uno genera la caída de las reservas, el otro paraliza las inversiones. La oposición discrepa, pero del precio. Quisiera otro, más que un mercado donde el vendedor vea a qué precio consigue un

Hay un modelo, y ése es el problema Martín Krause —PARA LA NACION—

comprador, y el comprador a qué precio consigue un vendedor. La demanda empuja a la oferta. Pensemos qué le diríamos a alguien que nos sugiere, para consolidar nuestra situación económica y aumentar nuestros ingresos, ir al shopping y exprimir la tarjeta hasta el límite. Al menos, nos parecería raro. La visión tradicional, recibida en las familias de generación en generación, es que mejor tratamos de producir algo, de generar algún ingreso, de trabajar, y luego vamos a poder consumir, tanto más cuanto más hayamos producido. Esta teoría tiene una larga tradición en la economía. Se la conoce como ley de Say (1767-1832), expresada así: “Toda oferta crea su propia demanda”. Así expuesta parece ridícula, porque producir algo no quiere decir que su venta esté asegurada. Esta teoría fue ridiculizada por Keynes por otra razón, ya que si en el agregado la oferta y la demanda

de bienes son iguales no se podría explicar aquellas situaciones en los que hay más de una o de la otra. Aunque luego se convirtió en un dogma: siempre hay que impulsar la demanda, con gasto público y emisión monetaria, la oferta ya la seguirá. Por cierto, toda producción tiene como fin el consumo, pero su constante subsidio genera inflación, y cuando la gente decide que ya consumió suficiente o está muy endeudada y quiere ahorrar, llega la crisis. La ley de Say lleva a remover las barreras a la producción, sabiendo que esos mayores ingresos son la demanda que tan desesperadamente estamos buscando. Incluso desde el lado de la demanda, el mismo Keynes sugería que una forma de alentarla era reduciendo impuestos, no subiendo el gasto, algo que el keynesianismo luego olvidó. Inflación y puja redistributiva. La inflación es resultado de la puja de distintos sectores para obtener una mayor porción

del ingreso. Se responde a esto con “políticas de ingresos”, es decir, control de precios y “moderación” de salarios. Según el modelo, la emisión de moneda no es causa de la inflación, sino su consecuencia: la autoridad monetaria expande la cantidad acompañando esta puja. Los empresarios, más que los sindicatos, son los responsables. Curiosamente, otros aspectos del modelo cierran las importaciones permitiendo que ese poder sea más fácil de ejercer. Con menos regulaciones y barreras, la competencia entre los empresarios sería mayor, y buscarían bajar los precios y no subirlos. Con menos regulaciones laborales tampoco tendrían poder los sindicatos para esta puja. Todos estaríamos restringiendo nuestras conductas por la competencia. Esta visión debería sostener que esa puja se convirtió en “híper-puja distributiva” a fines de los 80 y luego por alguna razón desapareció durante los 90. La explicación

monetaria señala que la fuerte emisión y caída de la demanda de dinero nos llevaron a la hiperinflación y, al cortar ese chorro, la demanda se compuso y la inflación cayó. El drama actual es que la visión “distributiva” lleva a la política monetaria como el Titanic directo al iceberg, y a la vieja puja, ésa sí, entre dólar y tasas de interés. Enfermedad holandesa. Explica los tipos de cambio diferenciales y las retenciones a las exportaciones. Su nombre surge de la experiencia en Holanda con el descubrimiento repentino de gas natural en el Mar del Norte, que generó un fuerte ingreso de dólares, revaluando la moneda local y perjudicando otras producciones, que no podían competir a ese tipo de cambio. En el caso argentino, la soja cumple esa función, por eso se castiga a sus eficientes productores con retenciones y se protege a la industria con un tipo de cambio real más alto (difícil de sostener en el tiempo). Holanda nunca aplicó retenciones o tipos de cambio múltiples; al poco tiempo aumentaba la productividad de los otros sectores y recuperaba su competitividad. Hoy gran parte de los países latinoamericanos están sujetos al mismo fenómeno, pero ninguno responde con esas medidas, salvo Venezuela. Si la moneda se revalúa hay actividades que sufren, pero también tienen la oportunidad de importar tecnología y mejorar su productividad para superar el trance. En vez de castigar a los eficientes (sojeros), ¿por qué no ayudar a los otros a que lo sean? El Estado debería resignar recursos y reducirles impuestos y cargas regulatorias. Así podrían competir. Pero el Estado se niega, nunca se reduce, a menos que colapse. Muchos se preguntan por qué el Gobierno insiste en estas políticas cuando los datos de la economía develan su fracaso. La respuesta es que el Gobierno interpreta la realidad a través de estas teorías. De ellas se derivan luego los congelamientos de precios, la prohibición de comprar dólares para ahorrar o viajar, el blanqueo, el aumento del gasto público y la emisión monetaria. Algunas de estas teorías son compartidas por dirigentes de la oposición, quienes en algunos aspectos incluso buscan ser “más papistas que el Papa”. En consecuencia, un cambio de gobierno en 2015 no garantiza que se vayan a evitar la crisis del “modelo”, a menos que ésta ocurra antes o su amenaza sea tan obvia que decidan dejar estas medidas de lado. Lo que se requiere es un cambio de este modelo por uno que reconozca la importancia de las instituciones que encauzan los órdenes espontáneos hacia el progreso general, limitan la discrecionalidad y el abuso de la “mano visible” de los funcionarios, promueven la competencia y no los privilegios de los grupos de interés, avanzan en la descentralización, permiten contar con una moneda estable que facilita el comercio, la inversión y la disciplina fiscal. Se trata de cambiar las teorías, no sólo a las personas que las implementan. © LA NACION El autor, economista, es miembro del consejo académico de la fundación Libertad y Progreso

El ejemplo de Arturo Illia José María García Arecha y Emilio Gibaja —PARA LA NACION—

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l nuevo aniversario del golpe destituyente que removió del poder al presidente Arturo Illia, que se cumple el viernes, motiva estas líneas no para descalificar a sus autores –lo cual no es necesario, pues la mayoría de ellos manifestó su arrepentimiento o pidió disculpas públicas– sino para señalar, con hechos y actitudes, que Illia no sólo fue un hombre honrado sino también un gran presidente y un republicano ejemplar, datos no tan difundidos y hasta desconocidos por millones de argentinos que no vivieron en esa época. En un breve repaso de su gestión de gobierno podemos destacar logros en distintas áreas. En relaciones exteriores, por ejemplo, los problemas limítrofes con Chile se canalizaron amistosamente en 1965, pese a un enfrentamiento armado previo, con el tratado firmado entre Eduardo Frei e Illia. En octubre de ese año, Illia se opuso con firmeza al envío de tropas a la República Dominicana. La ONU dictó la resolución 2065, que obligaba al Reino Unido a negociar con nuestro país el problema de Malvinas. Illia encarriló además las relaciones con el Va-

ticano después de décadas, avanzando el Concordato con la Santa Sede. Recibió en el país la visita, con la firma de tratados internacionales, de los entonces presidentes de Francia, Charles de Gaulle; de Italia, Giuseppe Saragat; de Alemania, Heinrich Luebke; también del rey Balduino de Bélgica; del sha de Persia, Mohammad Reza Pahlevi, y del senador Robert Kennedy, entre otras destacadas personalidades. En asuntos de defensa, Illia afrontó la lucha antisubversiva en el marco de la Constitución. A través de la acción de la Gendarmería combatió en la selva salteña a un grupo guerrillero encabezado por Jorge Masetti (Ejército del Pueblo), derrotándolo. En materia económica, debemos destacar el crecimiento del Producto Bruto Industrial un 18,9% en 1964 y un 13,8 en el año siguiente. El desempleo, que en 1963 ascendía al 8,8%, se redujo en 1966 al 5,2. La deuda externa, que alcanzaba la cifra de 3300 millones de dólares en 1963, bajó a 2600 millones en 1965. En educación, se puso en marcha el plan nacional de alfabetización, se aumentó el

presupuesto educativo y se bajó el costo. En el área laboral, en junio de 1964, entre otras leyes se promulgó la ley del salario mínimo, vital y móvil, en tanto el salario real aumento un 6,2% en 1964 y un 5,4 en 1965. Se sancionó también, en materia de salud, la ley de medicamentos conocida por el nombre del ministro Oñativia, que estableció que los medicamentos, al tener clientes cautivos, no eran productos comerciales sino bienes sociales que debían ser regulados. Sobre el respeto al federalismo, tan vapuleado en nuestros tiempos, vale destacar que durante su gestión nunca una obra pública nacional estuvo condicionada al apoyo político del intendente o del gobernador correspondiente. Sirva como símbolo la cesión de la residencia El Mesidor, que efectúo la Nación a la provincia del Neuquén, gobernada por opositores. Illia llevó una vida austera y sencilla, enmarcada en profundas pautas éticas, pero también en la convicción de que se podía ser sin necesidad de tener. Es destacable también su profundo re-

chazo a la manipulación de la opinión publica a través de la deformación informativa del aparato comunicacional del Estado. Había observado, en un prolongado viaje por Europa, este fenómeno desplegado antes de la Segunda Guerra Mundial por el fascismo y el nazismo. En contraste con nuestra realidad actual, Arturo Illia dijo: “Nunca uso la cadena nacional para dar mensajes de política de gestión”. Mientras ejerció el cargo presidencial solía salir de la Casa de Gobierno a la Plaza de Mayo para visitar funcionarios con despacho cercano. Caminaba y conversaba con la gente. Cuando fue echado del gobierno por la fuerza, se retiró acompañado por su gabinete, amigos y correligionarios hasta Rivadavia y Reconquista. Rechazó los autos que se le ofrecieron y se tomó un taxi. Se trasladó a Martínez, a la casa de un hermano suyo en la calle Pueyrredón, entre Sargento Cabral y Necochea. Como no tenía teléfono, se instalaba en una mercería, “lo de Doña Querina”, a una cuadra de donde vivía, y allí a la tarde recibía llamadas y convenía

reuniones. Si no lo iban a buscar, viajaba a la Capital en el colectivo 60, para asombro de los pasajeros. En Buenos Aires, era usual encontrarlo en distintos restaurantes. Su ingreso solía llevar tiempo, por el saludo y la charla con muchos de los comensales. Podríamos agregar muchas más anécdotas. Durante sus últimos años, cuando estaba en Córdoba, se alojaba en la habitación de la clínica Conde, en Villa Carlos Paz. Cuando asumió, su declaración jurada consistió en un plazo fijo, un auto y su casa en Cruz del Eje, regalada por sus pacientes y amigos. Cuando dejó la presidencia sólo le quedaba esa casa. Nunca confrontó ni agravió ni descalificó. Para él, el respeto a la Constitución y a la ley era sagrado. Que sirva todo esto como contraste con lo que ocurre en la Argentina actual. Y ojalá luchemos por un país en el que estas conductas recuperen el valor que han tenido. © LA NACION

García Arecha fue senador de la Nación; Gibaja fue director de prensa de Illia

libros en agenda

Kobo Abe y su humor pesadillesco Silvia Hopenhayn —PARA LA NACION—

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a literatura japonesa es tan vasta como remota su historia. Y sin embargo muchas ficciones parecen instaladas en un presente perpetuo, como si las frases respiraran distinto, con más tiempo, y se deslizaran por la página atisbando un sentido sin por ello agotarlo. También la naturaleza incide en esta suerte de correspondencia entre las palabras y su devenir. Tanto lo más pequeño y suave como lo abrupto del mundo exterior tiene su correlato en la subjetividad, confluye con ciertos modos del espíritu. E sta literatura, cada vez más expandida, tiene distintas vertientes y matices.

Murakami, por ejemplo, quizá por haber traducido tempranamente a escritores como Scott Fitzgerald o Raymond Carver, se muestra muy permeable a la cultura occidental. Kawabata (premio Nobel 1968), a pesar de su formación en los clásicos universales, se aferró a “lo triste y lo bello” de su propio país, a partir del compendio de sensaciones propias del intelectual. El caso de Kobo Abe es bastante raro y al mismo tiempo fácil de entender. Se distancia de los escritores mencionados, como también de Mishima o Tanizaki. Abe irrumpe en los años 40 con su novela La señal de tráfico al final de la calle, luego publica La pared y

La luna que ríe. Otras dos novelas suyas, La mujer de las arenas y Rostro ajeno, fueron llevadas al cine. En la Argentina, la editorial Eterna Cadencia publicó en 2011 sus “cuentos siniestros”, y ahora propone una nueva serie, Historia de las pulgas que viajaron a la luna – y otros cuentos de ficción científica. Se trata de relatos que se nutren de viejas leyendas japonesas y del auge tecno-futurista de mediados del siglo XX, pero también del fantástico kafkiano cruzado con el surrealismo. En Abe, hasta la alienación puede ser una aventura. El primer cuento, “La invención de R-62”, comienza: “Al caminar dispues-

to a suicidarse, la ciudad le pareció dotada de una calma imprevista, como si fuera un objeto de cristal”. El humor acompaña la tragedia, como si lo que pudiera pasar no llegara a ser triste –aunque implique un gran dolor–, sino patético. Cuando el protagonista alcanza el mejor punto para lanzarse al agua, se topa con un cartelito que dice: “Prohibido suicidarse”. En varios de estos cuentos aparecen estudiantes universitarios que ridiculizan el saber, interpretando torpemente cualquier acontecimiento u otorgando a los objetos cualidades absurdas. A tal punto que un padre, “empujado” por la voz de su hijo, cae al

suelo convirtiéndose en un palo; cuando lo encuentra un profesor con sus estudiantes, juntos intentan descubrir, de manera absurda, cuál es la naturaleza sensible de aquel palo. Otro cuento extraño es “El valor de las orejas”, una verdadera apuesta con el cuerpo. O “El método”, una denuncia en clave de sorna. El relato que da título al libro, “Historia de las pulgas que viajaron a la luna”, comienza con un congreso nacional de insectos dañinos e higiénicos; en un momento dado, uno de ellos esboza una “sonrisa filosófica”. Fabuloso sarcasmo; son cuentos para reír de estupor. © LA NACION