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Pampa, comienza la transición hacia la pampa seca. El paisaje cambia: el relieve es más ondulado, las lluvias disminuyen, los suelos se hacen más arenosos, ...
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Publicado en: Platería de las pampas, Claudia Caraballo de Quentin, editora, Buenos Aires, Ediciones Larivière, 2008; págs. 21-68 [ISBN 978-987-9395-46-2]. -----------------------------------------------------------------------------------------------------LOS PUEBLOS ORIGINARIOS DEL MUNDO PAMPEANO Y PATAGÓNICO.

Introducción El 25 de mayo de 1879, a orillas del río Negro, El ejército al mando del general Julio A. Roca celebró, con "salvas y melodías", la fiesta patria y el fin de la conquista de un vasto territorio hasta entonces ocupado por pueblos indígenas. La campaña marcaba el comienzo del fin de un largo y complejo problema que el joven estado argentino había heredado de la época colonial, el de las fronteras con territorios indígenas cuyo posesión y control el nuevo estado reclamaba. Con la conquista del territorio y el sometimiento de su población, tomó también forma definitiva la visión de las pampas como un vasto "desierto" –no nueva por cierto– con riquezas potenciales pero poblado por nómadas salvajes que saqueaban las fronteras infligiendo graves daños a las vidas y fortunas de sus moradores. Tal imagen servía claramente para justificar la empresa realizada: al crear al "bárbaro", al "salvaje", la conquista, destinada a remover los obstáculos que se oponían al avance del “progreso”, adquiría un carácter civilizador. Sin embargo, el territorio conquistado distaba mucho –en sentido geográfico y humano– de ser un desierto. Ese espacio, caracterizado por una variedad de paisajes y nichos ecológicos, era también asiento de una importante población indígena cuya presencia en la región se remontaba a más de doce mil años y que, durante los casi tres siglos anteriores, había interactuado con los pobladores hispano-criollos asentados en el territorio desde el siglo XVI. Durante esos tres siglos ambas sociedades habían mantenido complejas relaciones y recibido múltiples influencias una de la otra; épocas de guerra alternaron con períodos de paz y el mundo indígena había cambiado para acomodarse a las nuevas condiciones históricas que le tocaba vivir. Veremos pues, en primer lugar, cómo era ese espacio ocupado por las sociedades nativas, cuáles eran los recursos de que disponía y cómo se distribuyó allí la población originaria. Luego narraremos la historia de las relaciones entre ambas sociedades y las transformaciones que de produjeron en el mundo indígena desde el siglo XVI hasta su incorporación definitiva al estado nacional argentino en el último tercio del siglo XIX. 1. Las pampas y Patagonia en el momento de la invasión europea. 1.1. El medio físico y la población originaria Más allá del río Salado –unos 100 kilómetros al sur-sudeste de Buenos Aires–, que hacia 1800 era reconocido como frontera entre los indígenas pampeanos y los pobladores criollos del Río de la

2 Plata, se extendía, según describen los viajeros, una vasta llanura plana y sin árboles –la pampa húmeda– cubierta de pastos altos y duros, en la cual la mirada del observador se pierde en el horizonte sin que nada moleste su visión y quiebre la monotonía del paisaje, salvo en el centro y sur bonaerenses donde las sierras de Tandilia y Ventana rompen la uniformidad del paisaje. Numerosos arroyos riegan las tierras vecinas a las sierras, una de las zonas de la pampa mejor regada y más rica en pastos, hábitat de una variada fauna autóctona enriquecida luego por la incorporación de especies europeas. Hacia el oeste, coincidiendo con el actual límite entre las provincias de Buenos Aires y La Pampa, comienza la transición hacia la pampa seca. El paisaje cambia: el relieve es más ondulado, las lluvias disminuyen, los suelos se hacen más arenosos, la vegetación es xerofítica y aparecen algunas cadenas de médanos. En las zonas deprimidas se forman lagunas y salitrales, algunos extensos, como las Salinas Grandes que, durante mucho tiempo, proveyeron de sal a la población india y a la ciudad de Buenos Aires. El rasgo más notable de la región central de las pampas era el monte –o "selva" como se lo llamaba–, ancha faja arbórea, a veces muy espesa, que se iniciaba en el sur de San Luis y Córdoba y en el cual predominaban las arbóreas del tipo Prosopis, como caldenes, algarrobos, espinillos y chañares bajo los cuales crecía la gramilla y el trébol. El monte y en algunos zonas del este de La Pampa, constituía las zonas con más recursos y población de la pampa seca. A sur y al este del monte se extendían las "travesías" –pedregales y arenales sin agua y casi pelados–, verdaderos desiertos entre las partes más pobladas donde el sol, el calor y la sed ponían a prueba la fortaleza de hombres y cabalgaduras. Al sur de las travesías, entre los ríos Colorado y Negro se iniciaba la transición hacia el paisaje patagónico que cubre la extensa meseta que se extiende hacia el sur hasta el Estrecho de Magallanes cortada por algunos grandes ríos como el Chubut, el Chico, el Gallegos. Hacia el oeste, atravesada la depresión del Chadileuvu, el terreno comienza en cambio a ascender gradualmente, y se inicia una lenta y paulatina transición hacia el paisaje montañoso cordillerano. En los ricos y fértiles valles de la cordillera, con ríos, arroyos y lagos alimentados por los deshielos de las montañas, se establecieron importantes núcleos de población. Los bosques de araucaria y los manzanares silvestres brindaban recursos de singular valor y los valles, abrigados y con excelentes pastos, eran ideales para la invernada de grandes rebaños y manadas. Pasos y boquetes, bajos y de fácil tránsito, atraviesan la cordillera permitiendo una fluida comunicación con las tierras situadas al oeste, conocidas otrora como Araucanía, que hoy forman parte del territorio chileno. En este extenso territorio vivió una importante población indígena cuya distribución estaba determinada por la presencia de condiciones y recursos adecuados, como agua, pastos, leña o

3 piedras para tallar. Hacia mediados del siglo XVI, cuando los conquistadores españoles comenzaban la ocupación del actual territorio argentino, la región estaban ocupadas por bandas de cazadores-recolectores que, aunque con diferencias, compartían un modo de vida común. Esas bandas basaban su subsistencia en la caza y la recolección, actividades que se habían diversificado, adaptándose a las condiciones y recursos de cada zona. Venados, guanacos y ñandúes constituían los principales productos de caza, y a ellos se agregaban especies menores, como coipos, cuises, vizcachas, mulitas, zorros y zorrinos. La recolección de vegetales, la pesca en ríos y lagunas y la recolección de moluscos terrestres o de agua dulce, ocuparon también, en algunas zonas, un lugar de importancia. En el extremo sur del continente, yámanas y alakalufes adaptaron su vida a un medio marino frío y riguroso: la recolección de moluscos, la pesca con línea, y la caza de lobos marinos, nutrias y aves fueron aquí fundamentales. La combinación de estas actividades permitió a esas bandas asegurar su subsistencia mediante la explotación intensiva de los recursos disponibles, adaptarse a distintos medios y hacer frente a los cambios medioambientales. La alta movilidad de estas poblaciones estaba determinada por la distribución de los recursos, los ciclos estacionales y el movimiento de los animales: en pequeños grupos, y acampando junto a lagunas y cursos de agua, se desplazaban a pie siguiendo itinerarios determinados por la distribución de los recursos alimenticios y de las materias primas, particularmente piedras para tallar. Aunque el aprovechamiento intenso de los recursos locales permitía cubrir las necesidades básicas, algunos bienes muy valiosos o difíciles de obtener circulaban de grupo en grupo, llegando hasta territorios muy alejados de su lugar de origen, como era el caso de las las tierras situadas al oeste de los Andes, las sierras centrales e incluso el actual noroeste argentino. 1.2. Los invasores: la exploración del territorio y las primeras ocupaciones. Las primeras exploraciones castellanas en las tierras meridionales de América del sur, a comienzos del siglo XVI, tuvieron lugar en el litoral atlántico buscando un paso interoceánico que abriera una ruta marítima hacia el oriente asiático. Sin embargo, la ocupación de esas tierras comenzó en 1536, cuando arribó al actual Río de la Plata don Pedro de Mendoza fundando sobre la orilla occidental el asiento de Santa María de los Buenos Aires. Abandonado a causa del hambre y la hostilidad de los nativos, sus pobladores de trasladaron a Asunción (1541), en el Paraguay, región de tierras fértiles y cálidas y nativos acostumbrados al trabajo agrícola a los que parecía fácil someter. Asunción se consolidó como principal centro de la región y, en la segunda mitad del siglo, se expandió hacia el sur, a lo largo del río Paraná. Santa Fe (1573), Buenos Aires (1580) y Corrientes (1588), jalonaron ese avance destinado a asegurar las comunicaciones marítimas con la metrópoli y a prevenir un avance portugués desde los asentamientos ubicados en las costas del Brasil.

4 Empero, el control efectivo no fue más allá de las tierras ribereñas y de aquéllas que rodeaban a las pequeñas ciudades fundadas –apenas poco más que aldeas– entre las cuales se extendían vastos espacios controlados por los pueblos originarios. Garay, el fundador de Buenos Aires, exploró en 1582 los territorios del sudeste bonaerense pero no encontró metales ni nativos dóciles cuyo trabajo pudiera ser explotado. Entonces regresó y pasó bastante tiempo antes de que los habitantes de Buenos Aires prestaran atención a las tierras del sur. Hasta fines del siglo XVII Buenos Aires convivió sin muchos contratiempos ni demasiados contactos con los indígenas del sur, y se en puerto para el tráfico, lícito e ilícito, entre el Atlántico y el altiplano andino. Su lento crecimiento inicial se vinculó a ese comercio y al asentamiento en ella, por razones de defensa, de un fuerte y una guarnición. Sus reducidas necesidades y la existencia de abundantes tierras fértiles determinaron una lenta ocupación del suelo –apenas algunas leguas más allá de la ciudad– que no generó roces con los indígenas. Buenos Aires, un asentamiento en los confines del Imperio, se constituyó verdaderamente en una sociedad de frontera a comienzos del siglo XVIII cuando, con la llegada de los Borbones al trono español, las nuevas políticas que se implementaron y los cambios en la situación internacional, la impulsaron a volver su mirada hacia el territorio que se encontraba a sus espaldas buscando en él nuevos recursos y posibilidades. Se intensificaron las relaciones con los pueblos nativos, aumentaron las interacciones pero también los conflictos y, lentamente comenzaron a tomar forma las instituciones características de las fronteras coloniales: el fortín, un aparato militar defensivo y las misiones, reducidas estas últimas, en el caso pampeano, a un frustrado intento de los jesuitas entre 1740 y 1753. Al mismo tiempo Buenos Aires comenzó a integrarse a un eje oeste-este que la conectaba con Santiago de Chile, donde el paso a una sociedad de frontera se había operado un siglo antes, cuando la exitosa revuelta araucana que culminó en la batalla de Curalaba, en 1598, detuvo el avance español hacia el sur y fijo la frontera en la línea del Bío Bío. A lo largo del siglo XVII se habían integrado ya a esa línea fronteriza –un amplio arco que se extendía desde la cordillera hasta la costa rioplatense – Mendoza y Córdoba. Sin embargo, grandes extensiones de territorio quedaban aún fuera del control de las autoridades coloniales. Al norte, las tierras del Chaco abarcaban las actuales provincias de El Chaco y Formosa, el oriente de Salta, la mayor parte de Santiago del Estero, el norte de Córdoba y de Santa Fe, prolongándose por Paraguay y Bolivia. Al sur, los pueblos originarios controlaban todas las tierras situadas al sur de un amplio arco que iba desde la costa del Río de la Plata hasta el centro de Mendoza.

5 2. El contacto hispano-indígena temprano y su impacto sobre los pueblos originarios A pesar del poco interés mostrado por cada una de esas sociedades respecto a la otra, los efectos de los contactos entre ambas, directos e indirectos, se hicieron pronto sentir. Aunque es difícil seguir de cerca ese proceso, los pocos testimonios de la época y la situación que refleja la documentación posterior muestran que a lo largo del siglo XVII los indígenas pampeanos experimentaron algunos cambios significativos. Uno de ellos, tempranamente señalado por historiadores y etnólogos, fue la incorporación y uso del caballo por los indígenas –durante la segunda mitad del siglo XVI los pueblos de la Araucanía se habían convertido ya en hábiles jinetes– que muy pronto comenzaron a adquirir hábitos ecuestres y a adaptar a ellos su vida. El uso de ganados europeos por los indígenas, particularmente caballos, se basó, durante la mayor parte del siglo XVII, en el aprovechamiento del numeroso ganado “cimarrón” 1 cuya reproducción en la llanura pampeana fue muy rápida pues la zona disponía de alimento abundante y carecía de especies competidoras y de grandes depredadores. Además, siendo la población nativa poco numerosa su presión sobre tal recurso no debió ser muy fuerte. La mayor demanda de animales provenía, en esa etapa, de las tierras trasandinas, donde los indígenas locales requerían cada vez más caballos en sus guerras con las autoridades coloniales, situación que preocupaba seriamente. Pero, sabemos hoy, el proceso fue más complejo y afectó todos los aspectos de la vida de las bandas de cazadores-recolectores que ocupaban la región. En el campo económico, aquel sobre el cual tenemos más información, el impacto se manifestó en la adopción por los indígenas de un amplio conjunto de bienes, costumbres y prácticas de origen europeo y, fundamentalmente, en el desarrollo de una nueva organización de la economía. Estos cambios se reflejaron, más tarde, en profundas transformaciones en la organización social y política, en las expresiones simbólicas, en las creencias y en los rituales. El caballo, sin duda el más importante de esos bienes, tuvo amplia aceptación entre los indígenas quienes, ya a comienzos del siglo XVII, lo montaban con habilidad y destreza. Los equinos ampliaron las posibilidades de carga y desplazamiento y modificaron las formas de obtener el alimento permitiendo la realización de grandes cacerías, las "boleadas". 2 Enriquecieron la dieta, ya que el caballo, y especialmente las yeguas, se convirtieron en el alimento predilecto y, gracias al caballo, los productos de la caza eran más fáciles de conseguir. Proporcionaban además a los artesanos importantes materias primas, como el cuero, las cerdas y crines, los nervios y tendones y los huesos. El caballo se convirtió pronto en preciado artículo 1

Animales abandonados por las primeras expediciones españolas que arribaron a la región que, en libertad, se habían asalvajado. No deben confundirse con los “alzados”, esto es, los que generalmente en épocas de sequía abandonaban los establecimientos buscando lugares con agua más allá de la frontera. 2

En esas cacerías, así como en la guerra, boleadoras y lanzas largas reemplazaron al arco y la flecha, difíciles de usar desde un caballo al galope.

6 de trueque, adquirió un alto valor simbólico, se incorporó a las ceremonias fundamentales de la vida social y ritual y fue usado más tarde como medida de valor en los intercambios. Pero sería engañoso reducir la influencia europea al caballo, como muchas veces se hizo. Ovejas, vacas, mulas y cabras llegaron a tener gran importancia económica, especialmente las primeras que proveían de lana a las tejedoras indias. También se incorporaron a la vida indígena las harinas obtenidas de cereales europeos, los instrumentos de hierro, los licores y aguardientes, el azúcar, la yerba mate –originaria de las misiones jesuíticas del Paraguay, adornos y prendas de vestir europeas. Al mismo tiempo que se incorporaban estos bienes a la vida indígena, se operaban cambios profundos en la organización de la economía. En efecto, el uso y la necesidad de bienes europeos fue en aumento y los indígenas de aficionaron pronto a ellos hasta el punto en que muchos se volvieron imprescindibles. Pero sólo algunos de esos bienes podían obtenerse o fabricarse en el territorio indígena o ser sustituidos por otros similares. El resto debían conseguirlos mediante intercambios con los “cristianos” –o huincas, como los llamaban los nativos– o, para los grupos alejados de las fronteras, por trueque con otros indígenas que actuaban de intermediarios. El resultado fue la formación de una extensa red de circulación que vinculaba a las distintas regiones del territorio indígena y a éste en su conjunto con las áreas controladas por los hispano criollos, acentuando la dependencia de cada grupo respecto de los otros y de la sociedad blanca y estimulando entre los indígenas la obtención o producción de bienes estimados en el mundo hispano criollo a fin de canjearlos en las fronteras. Esa red de circulación, y la estructura de intercambios a larga distancia que a partir de ella se organizó, articularon los distintos espacios económicos del mundo indígena, estimulando en cada uno de ellos procesos específicos orientados al sostén y mantenimiento de esa red. Se manifestó entonces una tendencia a la especialización económica allí donde la disponibilidad de recursos valiosos lo permitía. Tales fueron los casos de la extracción y comercialización de sal por los pehuenche, del impulso que recibió la producción textil entre los pueblos de la Araucanía, del vuelco a actividades pastoriles intensivas entre los grupos del sur bonaerense o entre los pehuenche, de la captura de animales salvajes o alzados allí donde éstos todavía abundaban, o la intensificación de la obtención y procesamiento de pieles de guanaco y plumas de ñandú por parte de los tehuelche meridionales. La conexión de estas actividades económicas con la circulación mercantil, dieron un nuevo carácter a la economía indígena cuando la producción dejó de estar limitada a los bienes de uso para incluir bienes de cambio, esto es, destinados al intercambio. La estructura y el funcionamiento de esta red de intercambios –volveremos sobre ella– tomó forma a lo largo del siglo XVII y se encontraba en pleno funcionamiento al promediar el siglo

7 XVIII. Las vías de circulación seguían, sin duda, antiguos caminos indígenas que se remontaban a épocas prehispánicas, pero las dimensiones del tráfico, su regularidad y el carácter mercantil de los intercambios les dieron un nuevo carácter. Sin embargo, para entonces las condiciones históricas y el carácter de las relaciones con la sociedad hispano criolla se habían transformado.

3. Las grandes transformaciones del mundo indígena (ca. 1750-1818) Hacia 1700, década más o menos, algunos hechos marcaron un cambio en las relaciones hispano indígenas. Se advierte una mayor presencia en la pampa oriental de grupos provenientes de la Araucanía –genéricamente llamados “aucas” en los documentos– y aparecen indicios de reducción del ganado cimarrón, hecho que se agravó a lo largo del siglo incidiendo en un cambio de las actividades económicas. Se intensificaron entonces, en buena medida como resultado de estos procesos, las actividades guerreras, que se manifestaron en ataques más o menos violentos e irregulares en las fronteras, conocidos como malones o “malocas”. Estas hostilidades determinaron la alternancia de períodos de guerra y de paz a lo largo del siglo XVIII, que se caracterizó en el Río de la Plata, al igual que en la frontera del Bío Bío, por relaciones más intensas entre nativos y españoles; pero, a diferencia de lo que ocurría allende los Andes, la guerra –resultado de los roces que la mayor proximidad generaba– constituyó en las pampas un aspecto significativo de esas relaciones. Los ataques desatados por los caciques ante lo que consideraban abusos o agresiones de los cristianos y las campañas de represalia del gobierno colonial se sucedieron, alternándose con períodos de relativa tranquilidad. No eran ajenos a estos crecientes roces los efectos que comenzaban a producir en el Río de la Plata los cambios producidos en la península por los reyes de la dinastía borbónica que introdujeron sucesivas modificaciones en la política española. Se otorgaron concesiones comerciales a Inglaterra, como el monopolio del comercio de esclavos africanos en las colonias, pero se produjo un acercamiento a Francia que culminó en estrecha alianza y en una creciente participación en los conflictos internaciones, tanto en Europa como en las colonias. También cambió la política hacia los dominios coloniales mediante medidas orientadas a un mayor control político y centralización administrativa, a una liberalización del tradicional monopolio comercial destinada a alentar el comercio y a un cierto estímulo de producciones locales que, valiosas en Europa, no compitieran con las metropolitanas. La revalorización del frente atlántico del imperio al volver a utilizarse la ruta del cabo de Hornos, y las amenazas extranjeras sobre las costas patagónicas, estimularon viajes de exploración y entradas militares, que permitieron un mejor conocimiento de esos territorios, hasta entonces casi desconocidos. Con la reactivación del comercio, Buenos Aires adquirió

8 mayor importancia y, aunque el peso de las exportaciones estaba en la plata altoperuana, comenzaron a tener relevancia algunos productos locales. Buenos Aires comenzó entonces a mirar hacia las pampas y los conflictos no tardaron en surgir. Las autoridades coloniales ensayaron distintas políticas frente a los conflictos fronterizos: a veces, procuraban atraer a algunos caciques con regalos y dádivas para oponerlos a los más agresivos; en otros casos aprovecharon viejas rivalidades étnicas para enfrentarlos entre si; intentaron establecer, sin éxito, misiones en los territorios del sur 3 ; fortalecieron la frontera – pese a los escasos recursos de la administración colonial– estableciendo fuertes y fortines y creando una organización militar más estable y eficiente. Estas políticas parecieron alcanzar un relativo éxito a fines del siglo y, hacia 1780, la frontera bonaerense se avanzó hasta el río Salado. Pero, para entonces, eran ya visibles los profundos cambios que se habían producido en la sociedad indígena. 3.1. Intercambios, circulación económica y especialización regional. La red de circulación económica a la que ya nos referimos se articuló sobre el movimiento y comercialización de ganados –principalmente caballos y luego también vacunos– y, en menor medida, sal y plumas de ñandú en los mercados transandinos. Ese comercio se constituyó muy pronto en la actividad mercantil indígena más importante y en el principal sostén de su economía y lo continuó siendo hasta el último tercio del siglo XIX cuando los territorios indígenas fueron conquistados por los estados nacionales de Argentina y Chile. Las principales vías de ese comercio, que conectaban la pampa oriental con la región central del actual territorio chileno a través de los pasos andinos, estaban bien establecidas en las últimas décadas del siglo XVIII, según informan, entre otros, Villarino y Viedma. La más conocida era la del río Negro, que partía de las tierras del suroeste bonaerense, alcanzaba el río Negro, se dirigía al oeste hasta la confluencia con el Limay y remontaba estos ríos y sus afluentes para alcanzar los pasos cordilleranos. Una segunda ruta correspondía a la que después se llamó "rastrillada de los chilenos", que partía también de las sierras bonaerenses, atravesaba la pampa central cerca de Salinas Grandes, y se dirigía hacia el curso superior de los ríos Colorado y Neuquén. Una tercera, más al norte, partía del sur de Córdoba y Santa Fe y el oeste de Buenos Aires, atravesaba el territorio central de la pampa y se dirigía a través del norte de Neuquén hacia la cordillera. Las dos últimas atravesaban el país de los pehuenche, que controlaban los pasos del norte neuquino y tuvieron activa participación en ese comercio. 3

Mayor fuerza y continuidad tuvieron las misiones fundadas, desde la segunda mitad del siglo XVII en la zona cordillerana –actual territorio neuquino y norte del de Río Negro– por sacerdotes provenientes de la Araucanía, principalmente franciscanos y jesuitas. Estas misiones, tuvieron mucho menos éxito que las de

9 Una nutrida red de caminos menores comunicaba a cada asentamiento indígena con la red troncal formada por esas grandes rutas. En este contexto, el control de aguadas, pastos y rutas pasó a ser la base sobre la que se fue consolidando lentamente el poder de algunos jefes nativos. El desarrollo de estas rutas favoreció, además, la formación de algunos núcleos de población estable en puntos estratégicos que disponían de aguadas permanentes. En síntesis, estas rutas conectaban la zona del pastizal pampeano –zona principal de abastecimiento del sistema– con los valles cordilleranos, donde se realizaba la invernada y engorde de los ganados antes de atravesar los pasos de la cordillera. En ambas zonas extremas del mundo indígena se dieron los más intensos procesos de especialización económica. En ellas se unía, a las condiciones del medio –pastizales y agua–, la cercanía del mundo colonial. La vinculación con este último y la posibilidad de obtener en él productos agrícolas y manufacturas fueron condiciones básicas para esa especialización de carácter pastoril. Uno de los casos de especialización económica más importante fue, en efecto, el que se produjo en las ricas tierras que rodean los cordones serranos del sur bonaerense donde, favorecida por las condiciones del medio, se desarrolló durante la segunda mitad del siglo XVIII y las primeras dos décadas del XIX, una intensa actividad pastoril. Los viajeros que visitaron la región describen los rodeos numerosos, bien cuidados y controlados, que pastaban en torno a las tolderías asentadas junto a los ríos que nacían en las sierras o en torno a las lagunas vecinas. En estos rodeos los ovinos ocupaban un lugar importante y se destacaban por la calidad de su lana. Ese desarrollo pastoril se apoyaba en una tecnología pecuaria relativamente compleja destinada a la concentración, custodia y engorde de los ganados, como el uso de potreros en mesetas y valles interserranos y construcciones de piedra para hacer esos sitios más seguros. La movilidad de los indígenas de la región estaba determinada por la necesidad de agua y pastos cuya disponibilidad dependía de la estación y de los ciclos recurrentes de lluvias y sequías. Un doble circuito marcaba sus desplazamientos: uno, más frecuente y de menos alcance, era el traslado entre lagunas y arroyos a medida que se agotaban las reservas de agua; el otro, ajustado al ritmo estacional, los llevaba a moverse entre la llanura –más templada en el invierno– y los faldeos y valles serranos, más frescos y con más agua durante el verano. Un segundo núcleo de economía pastoril se desarrolló entre los pehuenche cordilleranos quienes realizaban labores de descanso y engorde de los ganados que llegaban desde el extremo de la pampa. Fue ésta –junto a la extracción de sal, ya mencionada– la actividad central de esas poblaciones que organizaron su vida en un ciclo anual pues la búsqueda de aguadas y pasturas los llevaba a desplazarse entre las tierras más altas, donde los rebaños pastaban en el verano

la Araucanía y costaron la vida a varios misioneros, entre ellos al jesuita Nicolás Mascardi, muerto presumiblemente por indios poyas a comienzos de 1674.

10 (“veranada”), y las más bajas y protegidas, en el fondo de los valles, donde pasaban los meses más fríos (“invernada”). Ese comercio a larga distancia se articulaba, tanto en el Río de la Plata como en el Bío Bío, con un sistema local de comercio fronterizo. A lo largo del siglo XVIII el comercio indígena en las guardias de frontera y en la misma ciudad de Buenos Aires se incrementó constantemente. Pequeñas partidas indígenas cruzaban regularmente la frontera para vender en la ciudad los excedentes de su economía –principalmente pieles y cueros, talabartería, tejidos, plumas, sal– en tanto mercachifles españoles y criollos se aventuraban hasta las tolderías para realizar sus negocios. No menos importante era, en la zona cordillerana y en el Bío Bío, el comercio que los pehuenche y los mapuche mantenían con la sociedad colonial chilena, favorecido por la relativa paz que se afirmó en ese siglo. Ese comercio era regulado por las disposiciones adoptadas en los parlamentos celebrados entre las autoridades coloniales y los principales caciques mapuches. 3.2. Las transformaciones de la sociedad: el inicio de la complejidad social. Los procesos económicos fueron acompañados por profundos cambios sociales, visibles hacia mediados del siglo XVIII, cuando esas poblaciones habían alcanzado formas más complejas de organización social. Había, para entonces, entre los indígenas pampeanos algunas diferencias sociales significativas que eran reconocibles en la exhibición de algunos objetos muy valorados por parte de algunos caciques y capitanejos, como los adornos de metal. 4 Demostraban así su riqueza y, fundamentalmente, su prestigio y autoridad. Había también diferencias en el vestuario –un poncho de lana eran más valiosos que un manto de piel–, en el tamaño y calidad de construcción de las viviendas, en la cantidad de esposas. El cuidado ceremonial que rodeaba a los parlamentos y asambleas era otra expresión de esas diferencias. En el marco de los cambios económicos producidos algunos caciques o linajes fueron más favorecidos y pudieron reunir más riquezas, pudiendo así ganar prestigio y obtener los bienes que lo expresaban. Los caciques más importantes de esa época, Cangapol y su hijo Cacapol – llamado “el Bravo” por los españoles –, a cuya riqueza, prestigio y autoridad se refieren a menudo los documentos, se movían permanentemente entre la precordillera –tenían su toldería principal cerca de la confluencia del río Negro y Limay– y las sierras del sur bonaerense, controlando la ruta del río Negro a la que hicimos referencia. Se fueron definiendo así las características del orden social que caracterizó a los grandes cacicatos del siglo XIX y de los ordenadores sociales que lo expresaban: se hicieron más frecuentes las referencias a la existencia de “indios ricos” e “indios pobres” y se definieron los rasgos que 4

Nos referimos al valor simbólico que se asignaba a tales piezas y no a su valor material. Las piezas de metal, fundamentalmente plata, eran atesoradas y exhibidas en todas las ocasiones importantes de la vida social y política, pero no tenían valor económico, en sentido moderno.

11 determinaban la riqueza: la posesión de ganados, especialmente caballos, de objetos de plata y de esposas. Estas últimas, por las que se entregaban al padre bienes a veces cuantiosos, no sólo constituían, como las cautivas, una fuerza de trabajo significativa, sino también un capital político, pues los matrimonios consagraban y fortalecían vínculos, lealtades y alianzas. Estos profundos cambios sociales tuvieron que ver con otro proceso al que etnólogos e historiadores denominaron durante mucho tiempo “araucanización” y que se expresa en la aparición en las pampas de distintos elementos culturales originarios de la Araucanía transandina. La influencia de los pueblos transandinos fue muy grande: el uso primero, y la adopción luego, de la lengua araucana o mapuche –mapudungun– en las pampas fue el aspecto más visible de ese proceso, favorecido por los intensos contactos y los múltiples matrimonios interétnicos. Al mismo tiempo, se incorporaron al universo religioso pampeano creencias, ritos y ceremonias originarios de la Araucanía, y múltiples usos y costumbres de ese origen se integraron a la vida social indígena. Los especialistas coinciden en que algunas prácticas que lograron luego fuerte arraigo en las pampas, como el cultivo, el tejido y la metalurgia, tienen ese mismo origen. El proceso fue visto, tradicionalmente, como el producto de la migración de población indígena araucana, o cordillerana araucanizada, que habría absorbido o desplazado a la antigua población cazadora-recolectora pampeana imponiendo su lengua, creencias, costumbres y prácticas pero adoptando el modo de vida de las llanuras, es decir, que esos indígenas, sedentarios y agricultores en su patria original, se convirtieron, bajo el influjo del medio pampeano y en contacto con las antiguos pobladores, en cazadores, criadores de ganado y depredadores nómades. Sin embargo, sabemos hoy que el proceso fue muy largo y complejo. Los contactos entre los indígenas de allende la cordillera andina y los de las llanuras eran, muy antiguos y se intensificaron a lo largo de los siglos XVII y XVIII al enmarcarse dentro del desarrollo de un vasto circuito mercantil que englobaba a ambas regiones y facilitaba la movilidad y el desplazamiento de grupos y personas. Esos intensos contactos favorecieron el establecimiento de relaciones de parentesco entre distintos grupos a través de matrimonios mixtos. A la red de relaciones mercantiles se fue superponiendo una red de parentescos y alianzas que favorecían y hacían más seguros los desplazamientos. En este contexto, los procesos de cambio económico y social que se operaban en la región, a los que nos referimos, debieron favorecer la incorporación de bienes culturales mapuches, que aparecían dotados de un gran valor y prestigio. Algo similar ocurría con algunos bienes del mundo hispano criollo, como aquéllos que tenían adornos de plata –espadas o bastones con empuñadura de ese metal– o prendas de vestir vistosas, especialmente de uniformes militares. Sin embargo, no hubo hasta fines de la segunda década del siglo XIX asentamientos importantes de población indígena transandina. Fue recién entonces cuando importantes contingentes de ese origen

12 –varios caciques con sus guerreros y familias– se establecieron en la región empujados por la guerra de independencia que, como veremos, afectaba al sur de Chile y a la Araucanía. El mestizaje entre los recién llegados y la vieja población indígena fue favorecido por la existencia de antiguos contactos y lazos de parentesco, no obstante las rivalidades, competencias y conflictos a veces violentos que se produjeron entre ambos. El proceso culminó a mediados del siglo XIX con la formación de una enorme unidad lingüística y cultural que abarcaba las pampas y la Araucanía a la que algunos estudios denominan área pan-araucana. En síntesis, la incorporación de bienes, creencias, costumbre y técnicas –no sólo las araucanas sino también europeas– no puede desligarse de las trasformaciones y cambios sociales que se operaban entre las poblaciones pampeanas en el marco del establecimiento de nuevas relaciones económicas: circuitos mercantiles, comercio a distancia, procesos de especialización económica. 3.3. El surgimiento de las jefaturas. Los cacicatos indígenas y el orden colonial. En el plano político hicieron su aparición elementos, al menos embrionarios, orientados a superar una organización tribal segmentaria. También en este caso, los datos más interesantes se relacionan con los mencionados Cangapol y Cacapol. El alzamiento de 1740 puso de manifiesto la fuerza militar de Cacapol y, aunque desconocemos la cantidad de guerreros reunidos –el jesuita Tomas Falkner hace una estimación conservadora de 1000 hombres, número muy elevado para la época–, los efectos devastadores que tuvo la invasión hacen pensar que se trató de fuerzas considerables. Sin duda, Cacapol era ya bastante más que un simple jefe de banda. Pero Falkner va más lejos cuando anota, por un lado, que ambos caciques, que encabezan una alianza de diferentes grupos, "hacen las veces de reyes de los demás", esto es, que están claramente por encima de los otros caciques y; por otro, que si bien el cargo que ejercen es electivo, "desde hace muchos años se ha vuelto más bien hereditario entre los indios del sur, y en la familia de Cangapol"5. El dato es central, pues los antropólogos suelen considerar que realmente se puede hablar de desigualdad cuando las diferencias sociales se hacen hereditarias. A estos caciques se asocian además todos los ordenadores sociales indicadores de prestigio a que nos referimos antes. En años posteriores aparecer referencias a otros grandes caciques meridionales como Chanël, más conocido como el cacique Negro o Llampico, de quien las fuentes dicen que era el de "mayor séquito de su nación" y que gobernaba sobre numerosas tolderías.

5 Las referencias de Tomás Falkner en Descripción de la Patagonia y de las partes contiguas de la América del Sur. Buenos Aires, Taurus, 2003, pp. 175 y 195, respectivamente.

13 A la luz de estos procesos, las referencias a la práctica del suttee 6 no resultan extrañas. La mención más temprana se remonta a la década de 1740 en la bahía de San Julián, donde el padre José Cardiel halló la tumba de un hombre acompañado por dos mujeres, con varios ponchos, algunos adornos de metal y cueros de caballos rellenos con paja y montados sobre palos para que, a la distancia, parecían. El conjunto apunta a mostrar que estaríamos así en presencia del surgimiento entre algunos grupos indígenas meridionales, al menos en forma embrionaria, de la forma de organización política que los antropólogos denominan “jefatura” o “señorío” 7 . Al mismo tiempo que se consolidaba el sistema económico y se profundizaban los cambios sociopolíticos, las últimas décadas del siglo XVIII vieron un incremento de los conflictos y luchas dentro del mundo indígena, que llevaron a un largo y cruento ciclo de guerras internas. Esas guerras estaban asociadas, por un lado, a antiguas rivalidades étnicas, como las que enfrentaban a pehuenche y huilliche, y por otra parte, a la creciente competencia por tierras, animales y rutas de comercio. Las pampas, además, se habían convertido en polo de atracción para jóvenes guerreros de la Araucanía que cruzaban la cordillera buscando fortuna y prestigio, esenciales para sus futuras carreras políticas en su tierra de origen. En las pampas, estos jóvenes guerreros –el más conocido es Llanketruz– adquirían renombre atacando las fronteras españolas –también a grupos rivales– y apoderándose de botín, atrayendo así a otros jóvenes que aspiraban a seguir su camino para volver algún a la Araucanía a disputar el poder a los antiguos jefes. Otros caciques –principalmente algunos pehuenches, como Carrilipi y Ancan Amu, quien luego de enfrentar y combatir contra los asentamientos hispanocriollos pactó y se alió con los españoles–, parecen haber preferido un acercamiento a las autoridades coloniales, pues se beneficiaban con el comercio y el reconocimiento –traducido en regalos y apoyo– que obtenían de las autoridades que, por otro lado, no eran ajenas ese aumento de la violencia pues alentaban los conflictos y enfrentamientos. Así ocurrió, por ejemplo, con la alianza que hicieron con los pehuenche y el apoyo que les brindaron en sus luchas con los huilliche. El objetivo de esa política era desviar la violencia fronteriza hacia el interior del territorio indígena.

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Costumbre de sacrificar a la esposa o esposas y a servidores en la tumba del marido o amo. Conocida por su práctica en la India, tuvo amplia extensión tanto en el mundo afroasiático como en la América prehispánica. Está siempre asociada a sociedades complejas con marcadas diferencias sociales.

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La jefatura es una unidad política autónoma multicomunitaria –esto es, un agregado de comunidades, villas o aldeas cuyos jefes representan el nivel inferior de decisión– con una jefatura permanente ejercida por el jefe de la comunidad dominante, que marca el nivel superior de decisión. Existe, tanto entre las comunidades que la forman como entre los individuos, una jerarquía de rangos, determinada –o justificada– por la distancia genealógica respecto del jefe principal. El poder se apoya en la figura del jefe –de allí el conjunto de normas llamadas suntuarias de que se lo rodea– y carece de mecanismos formales de coacción y del uso legítimo de la fuerza, característicos del estado. Esos rasgos, bien documentados para la región pampeana y norpatagónica en los grandes cacicatos del siglo XIX, aparecen, al menos algunos, en forma embrionaria desde mediados del siglo XVIII.

14 Sea por esa política o por el establecimiento de un mejor sistema defensivo, los años finales del siglo XVIII y los primeros del XIX fueron una época de relativa paz. La frontera del Bío Bío parecía pacificada y lo mismo ocurría al oeste de los Andes. En Cuyo, la alianza con los pehuenche pareció funcionar y en el Río de la Plata, luego de los violentos malones de comienzos de la década de 1780, la paz se mantuvo hasta cerca de 1820 sin mayores sobresaltos. Aquí, esa paz parece haber interesado tanto a la sociedad rioplatense como a los caciques del sur, beneficiados por el comercio con Buenos Aires que les permitía asegurarse bienes europeos necesarios para sostener la intensa actividad pastoril que desarrollaban. 4. Conflictos y remodelación del mundo indígena (ca. 1818-1835) 4.1. Las relaciones con el mundo hispano-criollo tras las guerras de independencia. La paz a que acabamos de referirnos no se vio alterada, en un primer momento, por el inicio del proceso revolucionario de 1810. Las poblaciones originarias permanecieron en calma, sin que los hechos que ocurrían en Buenos Aires y Santiago de Chile parecieran conmoverlas ni alterar demasiado las relaciones cordiales que habían mantenido con los anteriores gobiernos. Por otro lado, las nuevas autoridades criollas, apremiadas por la necesidad de recursos y hombres para hacer frente a las guerras revolucionarias y a las primeras oposiciones internas, poco pudieron ocuparse de las fronteras con las sociedades originarias, tratando de mantener la paz reinante. La situación cambió a fines de la primera década revolucionaria, esto es, hacia 1820, cuando las provincias que quedaban del antiguo virreinato 8 , específicamente Buenos Aires, vivieron una profunda crisis política y social que acabó con las aspiraciones de la elite porteña de mantener y controlar un gobierno centralizado, continuación del estado colonial. Hacia 1820 esa elite, que había sostenido el proceso revolucionario, había cambiado sus intereses. Sus miembros, que había hecho fortuna y adquirido poder en tiempos virreinales por su participación en el comercio ultramarino, habían luego resistido las trabas monopólicas que se conservaban en el sistema colonial y, producida la revolución, defendido con ardor la causa del libre comercio. Pero, agobiados por las cargas que imponía el proceso revolucionario, fueron perdiendo el control del comercio externo que pasó lentamente a manos de comerciantes y casas comerciales británicas, favorecidas además por la destacada participación inglesa en la victoria sobre la Francia napoleónica que convirtió a la monarquía británica en la potencia más poderosa a nivel mundial. 8

Hacia 1820 el antiguo virreinato se había disgregado. Paraguay se había proclamado independiente de España y de Buenos Aires; la Banda Oriental, el actual Uruguay, plegada al movimiento artiguista, se había en la práctica separado de Buenos Aires y fue poco después ocupada por fuerzas portuguesas; las provincias del litoral, que respondían a caudillos locales como Ramírez y López desconocían al gobierno

15 Así, alejada ya la guerra de las fronteras rioplatenses, debieron buscar nuevos caminos para rehacer fortuna y poder. La coyuntura económica favorable que se produjo al finalizar las guerras napoleónicas y la expansión de la demanda de materias primas –cuero, sebo y carne salada y más tarde lana, entre otras– la llevaron a volcar su interés por la ganadería y la producción saladeril orientadas a la exportación. Respondiendo a esos intereses, Martín Rodríguez inició una política de fronteras agresiva y expansiva a fin de avanzar la frontera hacia el sur en procura de tierras baratas para expandir la ganadería vacuna y ovina. Al hacerlo, el gobierno rompía el equilibrio y la complementariedad económica que habían sostenido la paz durante las décadas anteriores. El avance de la frontera –consolidado mediante expediciones militares en los primeros años de la década (1821-1824) – alcanzó la línea de las primeras sierras, las de Tandilia, privando a los indígenas de excelentes tierras de pastoreo y generando una creciente competencia por tierras y ganados. Se inició así un ciclo de violencia fronteriza que se extendió por varios años. Pero este cambio era sólo parte de la nueva situación, pues otros hechos conmocionaron al mundo indígena. Su origen estaba en lo que ocurría al occidente de la cordillera, en la Araucanía, con la cual las poblaciones de la pampa oriental, como vimos, mantenían intensas relaciones desde hacía mucho tiempo. 4.2. El nuevo ciclo de conflictos y guerras y la remodelación del mundo indígena. Al oriente de la cordillera, como en el Río de la Plata, los pueblos indios permanecieron en paz tras la revolución. Sin embargo, después de la batalla de Maipú (1818), cuando las fuerzas revolucionarias, persiguiendo a los restos del ejército realista que se retiraba hacia Concepción, llevaron la guerra hacia el sur, los pueblos mapuche y pehuenche comenzaron a inquietarse. Concepción fue tomada por los ejércitos de la República y los jefes realistas buscaron refugio en la Araucanía. Allí, apelando a antiguos tratados acordados entre el Rey y distintos caciques y a las relaciones personales que los unían a ellos, esos oficiales –muchos se habían desempeñado en la frontera antes de la revolución– incorporaron contingentes indígenas a sus ejércitos. Las fuerzas revolucionarias fueron incapaces de acabar rápidamente con la situación, iniciándose entonces la llamada "guerra a muerte" que se extendió por varios años con todo tipo de brutales crueldades por parte de ambos bandos. También las fuerzas chilenas lograron el apoyo de algunos jefes indígenas, animados por viejas rivalidades étnicas o por amistad con algunos oficiales republicanos. Otros caciques permanecieron neutrales y algunos escaparon hacia las pampas con sus gentes para no verse atrapados en el conflicto.

porteño; el Alto Perú, la actual Bolivia, seguía en poder de los ejércitos realistas pese a la resistencia de algunas guerrillas.

16 Las bandas realistas fueron finalmente derrotados y muchos nativos volvieron a sus territorios en paz. Pero algunos grupos, formados por indígenas, mestizos, algunos oficiales realistas y bandoleros reclutados durante la guerra, escaparon hacia la otra banda de la cordillera perseguidos por grupos revolucionarios dispuestos a destruirlos. El conflicto se extendió una década más en las pampas, aunque a medida que la lucha se prolongaba, el objetivo político inicial –restaurar de la autoridad real– cedió lugar a intereses más inmediatos y personales . Un ejemplo de la primera situación es el de los hermanos Pincheira, antiguos oficiales reales que mantuvieron su lealtad a la monarquía; del otro lado, podría citarse el caso de Juan de Dios Montero, sargento del ejército republicano quién, con un grupo de soldados y un fuerte contigente indígena, cruzó los Andes para combatir a los Pincheira. La afluencia de grupos indígenas trasandinos a las pampas fue significativa. En algunos casos se trataba de caciques que se movilizaban con sus guerreros y familias y que acabaron asentándose en los nuevos territorios, que conocían de antaño y donde, en muchos casos, tenían parientes. Tal presencia alteró el panorama étnico de la región y generó conflictos entre los recién llegados y los grupos ya establecidos, especialmente por el control de tierras de pastoreo y de puntos estratégicos en los circuitos ganaderos. Esto ocurría al mismo tiempo que, en el extremo oriental, el avance de la frontera obligaba a los indígenas del sur bonaerense a retroceder hacia el interior de la pampa provocando un reacomodamiento de los grupos y la competencia por nuevas tierras. El resultado fue un incremento de la violencia en las fronteras y dentro del territorio indio. Las autoridades porteñas –gobierno de Las Heras y luego presidencia de Rivadavia– estimularon estos últimos conflictos, enfrentando indígenas contra indígenas como modo de atenuar los riesgos en la frontera, periódicamente conmovida por grandes malones cuyo objetivo era ahora, esencialmente, la apropiación de ganados. Recordemos que, en esos años, se produjo la guerra contra el Imperio del Brasil, hecho que obligó a retirar fuerzas militares de la frontera. Hacia mediados de la década de 1830, tras la expedición militar realizada entre 1833 y 1834, conocida como “campaña al desierto”, Juan Manuel de Rosas logró estabilizar la frontera de Buenos Aires, al menos parcialmente, mediante el establecimiento de estrechas relaciones con los llamados "caciques amigos" –el más conocido fue Juan Catriel, el Viejo, y sus sucesores– y de acuerdos firmados con otros caciques, especialmente con el poderoso Callfucura, entregando a los mismos, en forma periódica, regalos, donativos y "raciones". Al mismo tiempo, la consolidación de grandes cacicatos indígenas y la eliminación de algunos caciques reducían los niveles de conflicto interno. La política rosista, conocida como "negocio pacífico con los indios", continuaba la política intentada a fines de la época colonial. Los caciques amigos colaboraban en la defensa de la

17 frontera, proveían de mano de obra a los grandes hacendados bonaerenses cuando era necesario, y se convirtieron en aliados políticos del gobernador, actuando como verdaderas fuerzas de represión. La reducción de las exportaciones por los bloqueos internacionales y la confiscación de tierras y ganados de sus opositores políticos permitieron a Rosas disponer de los recursos necesarios para mantener esa política que, de todos modos, no eliminaba totalmente la violencia fronteriza ni aseguraba la tranquilidad de las fronteras de las otras provincias, especialmente Córdoba y San Luis, sometidas a continuos ataques de los ranqueles, cuyas tolderías servían de refugio a muchos opositores políticos perseguidos identificados con el bando unitario. 5. Surgimiento y consolidación de los grandes cacicatos pampeanos (1835-1872). Las décadas centrales del siglo XIX marcaron el momento de mayor apogeo y poder de los grandes cacicatos pampeanos que alcanzaron entonces sus formas más complejas de organización económica, social y política y sus más sofisticadas producciones culturales. Los grandes caciques negociaban de igual a igual con los gobiernos criollos y eran capaces de lanzar devastadores ataques sobre las fronteras creando serios problemas a las fuerzas militares que debían enfrentarlos. Durante esos años, los estados provinciales que integraban la confederación no pasaban por su mejor momento. Tras la conflictiva década de 1820 los nacientes estados provinciales alcanzaron una laxa unidad en la Confederación tras la firma del Pacto Federal de 1831. Sin embargo, la vida de la Confederación, sobre la que Juan Manuel de Rosas ejercía una fuerte influencia, no fue fácil pues las luchas entre facciones políticas, las guerras interprovinciales y los conflictos externos recrudecían periódicamente agotando los tesoros provinciales ya de por si bastante magros, salvo el de Buenos Aires. La situación no mejoró luego de la caída de Rosas en 1852 y del establecimiento de la Confederación de la República Argentina tras la sanción de la Constitución de 1853, no aceptada por Buenos Aires. El conflicto entre Buenos Aires y la Confederación cubrió los restantes años de la década de 1850 y terminó de resolverse en 1861 en la batalla de Pavón con la derrota de Urquiza y el triunfo de los ejércitos porteños liderados por Bartolomé Mitre. Buenos Aires se integró definitivamente a la República y Mitre asumió al año siguiente la presidencia. Inmersas en estos complejos y conflictivos procesos políticos y con escasos recursos, las provincias y, luego, la Confederación no fueron capaces de articular políticas de frontera serias y coherentes ni hacer frente con éxito a las amenazas de los principales caciques, celosos de su posición y autonomía frente a cualquier intento de intervención de los poderes criollos, con los cuales podían, alternativamente, guerrear o negociar acuerdos y alianzas.

18 Paralelamente, dentro del mundo indígena, una relativa tranquilidad siguió al conflictivo período iniciado hacia 1820 y finalizado hacia 1835, marcado, como vimos, por un cruento ciclo de enfrentamientos internos y de conflictos fronterizos. El triunfo de Callfucura, la eliminación en Masallé de los principales caciques voroganos como Rondeau, Mellín y Alum –hecho tras el cual se quiso ver la mano de Rosas– y su asentamiento cerca de Salinas Grandes señalaron el final del ciclo de guerras internas; la mencionada campaña de Rosas “al desierto”, fue la última gran empresa encarada por las provincias criollas para castigar a los caciques más reacios a aceptar la paz y a consolidar, en el caso de Buenos Aires, los avances de la frontera logrados en la década de 1820. 5.1. Las bases materiales de los grandes cacicatos indígenas. Hacia mediados del siglo XIX, la economía indígena, profundamente transformada por el largo contacto con la sociedad criolla y enriquecida con la incorporación de elementos de origen europeo y araucano, tenía una estructura y un funcionamiento complejos en los que se pueden distinguir dos ciclos complementarios pero bien diferenciados, articulados por un amplio sistema de intercambios. El primero, al que denominamos "del ganado", tenía que ver con el movimiento de ganados en gran escala hacia la Araucanía y la frontera chilena –circuito ya bien establecido a fines del siglo anterior–, abarcando las actividades vinculadas con esa circulación y los intercambios derivados de ella. El otro, denominado "doméstico" o "comunal", abarcaba un conjunto diversificado de actividades económicas destinadas, aunque no exclusivamente, a proveer a la subsistencia y a las necesidades de las tolderías. Los ganados, como señalamos, tuvieron un papel fundamental en la economía que, en cierta medida, dependía de ellos. Su importancia puede medirse, al menos, en dos dimensiones: una, más conocida, se vinculaba con la circulación y comercialización de ganados en gran escala, actividad que se había convertido en el soporte de la economía indígena y de su estructura social y política. Su funcionamiento se apoyaba, en gran medida, en la apropiación de ganado en las haciendas o "estancias" de la frontera, objetivo fundamental de los malones, y su posterior traslado al territorio trasandino, mercado normal de esos ganados. El malón se convirtió, de este modo, en una empresa económica colectiva, la más rentable para los indígenas, en la cual los grupos se unían y aunaban esfuerzos, hombres y recursos. Aunque es imposible dar cifras, la cantidad de animales movilizados debió alcanzar a algunas decenas de miles por año y su manejo suponía una vasta organización: además de obtenerlos, debía arreárselos hasta territorio seguro, protegerlos de la persecución de las fuerzas fronterizas, y conducirlos, por travesías con poca agua y escasos pastos, hasta los ríos Colorado y Negro, para continuar su camino hacia la cordillera.

19 El tránsito se efectuaba por caminos bien conocidos, aprovechando los parajes con agua y pastos, conocidos como "rastrilladas". Algunas alcanzaron enorme importancia económica, como la de “los chilenos" que desde los ricos campos del suroeste bonaerense corría a lo largo del Valle Argentino pasando por las proximidades de las Salinas Grandes. De las rastrilladas principales partían numerosos caminos menores que unían las distintas tolderías. El pastoreo de rebaños destinados a proveer carne para consumo familiar y así como lana y otras materias primas, ocupaba el primer lugar entre las actividades que aseguraban la subsistencia indígena. Estos rebaños pastaban cerca de los toldos, eran mantenidos en corrales construidos al efecto 9 y, en general, su cuidado correspondía a mujeres y niños. Estos ganados proveían gran parte de los recursos de la economía indígena: vacas y yeguas, especialmente estas últimas, proporcionaban carne, base de la alimentación, y además, materias primas como cuero, huesos, astas, cerdas y crines, nervios y tendones. Se consumía además la sangre y, en algunas partes, se utilizaba la leche e, incluso, se preparaban quesos. A los caballos –de un buen caballo dependía a veces la vida– dedicaban especial atención y los mejores pastos. Los guerreros se ocupaban personalmente de ellos y ponían gran cuidado en su adiestramiento pues el caballo era la base de su poder militar y su fortuna y su posesión era índice de prestigio y riqueza. Los malones, el movimiento de ganados y las grandes cacerías o “boleadas”, especialmente guanacos y ñandúes, serían impensables sin el caballo. Mención especial merecen las majadas pues, aunque los corderos podían proporcionar alimento, estos rebaños, a veces numerosos y de gran calidad, servían fundamentalmente para proveer de lana a los telares indígenas. Oros animales se criaban también en las tolderías: además de perros, muy nombrados, se mencionan cabras, piaras de cerdos y aves de corral, como gallinas. El pastoreo de estos rebaños integraba, junto a la caza, el cultivo y la recolección, un conjunto flexible y bien integrado de actividades primarias adaptado a las variadas condiciones ambientales de la región. La caza complementaba al pastoreo aportando una ración suplementaria de carne que, a veces, era vital. No se desdeñaba prácticamente ningún animal y difícilmente un indígena pasara hambre si contaba con caballos para salir a cazar. Además, la caza proporcionaban la materia prima para fabricar toldos y confeccionar ropas y utensilios.

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La existencia de distintos tipos de corrales está bien documentada. Parte de las estructuras de piedra cercanas a las sierras bonaerenses debieron tener tal función, aunque los tipos más conocidos son los “corrales de zanja” y los de “palo a pique”. Estos últimos, de forma circular, estaban construido con postes clavados en la tierra –uno junto a otro para que el animal no pasara entre ellos– sujetos con tientos de cuero mojado que, al secarse, apretaban los palos sujetándolos fuertemente. Su forma circular evitaba que los animales tuvieran un rincón donde pararse y defenderse de la persona que intentaba agarrarlos. Su construcción dependía, empero, de la disponibilidad de maderas, un recurso escaso en la mayor parte de la región. Los de zanja, en cambio, eran más fáciles de hacer. En general tenían también forma circular y se construían cavando una zanja más o menos profunda y utilizando la tierra extraída para levantar un muro o terraplén del lado interior.

20 Las prácticas agrícolas tuvieron amplia difusión entre los indígenas y el cultivo constituyó un importante complemento de los recursos provenientes de la caza y el pastoreo. Su práctica incluía variados cultígenos entre los que se destacaban el trigo, el maíz, la cebada, algunas leguminosas y varias cucurbitáceas (zapallos, calabazas, melones, sandías). En algunas partes se utilizaban incluso, al menos en la segunda mitad del siglo XIX, toscos arados de madera y, en el territorio cordillerano –hogar de los pehuenche y manzaneros–, se había incorporado el uso de sistemas simples de riego. También se recolectaban numerosos vegetales: la de semillas y frutos del algarrobo era la más generalizada por sus variados usos, siguiéndole la del fruto del chañar y la del piquillín. Con estas semillas fermentadas se elaboraba chicha, bebida embriagante de alto contenido alcohólico. En las regiones cordilleranas se recogían, a fines del verano, la manzana silvestre y el piñón del pehuen o araucaria. Ambos productos eran almacenados y con las manzanas se elaboraba una sidra de gran fuerza. Frutos y piñones, así como sidra, eran usados en intercambios con poblaciones vecinas. También merece destacarse la recolección de productos de origen animal, como la miel y los huevos de ñandú. En las tolderías se desarrollaba una importante producción artesanal que cubría las necesidades internas y dejaba saldos que se destinaban al intercambio. En algunos casos, como el tejido y la metalurgia, las técnicas empleadas eran originarias de la Araucanía; en otros, se ajustaban a las necesidades de la vida en las llanuras y a los materiales disponibles, principalmente cueros, proporcionados por los ganados y la caza, y madera proveniente del monte pampeano. Ambos productos eran esenciales en la construcción de "toldos". Los cueros servían además para confeccionar ropas, incluidas las "botas de potro" –calzado por excelencia de las pampas–, y fabricar múltiples utensilios y piezas de talabartería, como lazos, riendas, alforjas y partes de aperos. La madera, especialmente de algarrobo y caldén, entonces abundante, era empleada también para corrales y arados y fabricar de múltiples utensilios como platos, cucharas, cabos de hachas y rebenques, palos de telar y esqueletos de recados, entre otros. También la piedra y el asta de los animales tuvieron variados usos. La cerámica, en cambio, ocupó un lugar secundario. El tejido se convirtió en una actividad fundamental y las mujeres indígenas adquirieron justa fama de tejedoras. Proveía buena parte del atuendo y dejaba saldos para intercambiar en las fronteras, donde los ponchos indios eran particularmente apreciados por su impermeabilidad, así como las mantas conocidas como "matras", usadas en los recados. Los tejidos, al menos ciertos ponchos, poseían un valor simbólico que excedía lo utilitario. La platería tuvo importancia entre los grupos pampeanos y fue, junto con el tejido, la producción técnica y estéticamente más importante de la región. Algunos sitios fueron centros importantes del trabajo de la plata: Leuvucó, donde residieron los caciques ranqueles del linaje

21 de los Cura, fue uno de ellos; otro fue Rincón de Carrilobo donde tenía sus toldos el cacique Ramón Platero; un tercero, descripto por Zeballos, se encontraba junto a Thraru Lauquen o “Laguna del Carancho”. Los metales, inexistentes en las llanuras, se obtenían del comercio con la Araucanía y el territorio chileno, ya fuera en barras, piezas labradas o moneda sellada, y se fundían y labraban en los talleres de las pampas. Como señalamos, la posesión de objetos de plata constituía uno de los principales ordenadores sociales del mundo indígena. Símbolo de riqueza, prestigio y autoridad, tales objetos eran acumulados por los jefes más poderosos que los lucían, al igual que sus mujeres y caballos, en todos los momentos importantes de la vida ritual y social. Baste aquí recordar la referencia del padre Jorge María Salvaire a la abundancia de piezas de plata en el toldo de Namuncura, transcripta por Hux en el “Prólogo” a este libro. La platería –que, como el trabajo del cuero, era una actividad propia de los hombres– era tan importante que algunos caciques la realizaban, tomando incluso el nombre de "platero", como el célebre cacique ranquel Ramón. El platero era, al decir de Zeballos, una “notabilidad rodeada admiración y respeto, comparable a un obispo entre devotos”. 10 Un complejo sistema de intercambios permitía a cada grupo y al mundo indígena en su conjunto proveerse de aquellos productos de que no disponía, fuera por carencias del medio, desigual distribución de los recursos o limitaciones de la tecnología indígena. En ese sistema global de intercambios, el comercio con la sociedad criolla ocupaba un lugar fundamental, ya fuera en la frontera de la Araucanía o con las provincias argentinas, especialmente Buenos Aires. La principal actividad mercantil era, hacia mediados del siglo XIX, la comercialización de ganados en los mercados transandinos. Muchos artículos constituían la contraparte de ese comercio del que disfrutaban esencialmente los caciques: sombreros y prendas de vestir europeas, adornos, añil y quincallería; pero la plata y los licores eran los productos fundamentales. Vinos y licores, que en parte reemplazaron a la chicha nativa, cumplían un papel importante en las ceremonias –todas las fuentes hablan de las borracheras de los indios– y estaban ligados a funciones de redistribución cumplidas por los caciques, que comprendían tanto repartos de licor como "banquetes". En la frontera de Buenos Aires, el comercio indígena continuaba tan activo como en la época colonial y, aunque en buena medida se había desplazado a los fuertes, puestos y pulperías de la frontera, los indígenas seguían llegando con frecuencia a la misma ciudad de Buenos Aires. Allí

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Hux ha recreado la descripción del interior del toldo a partir de la escueta mención que se encuentra en el Diario del padre Salvaire. La transcripción del documento en Juan Guillermo Durán, El padre Jorge María Salvaire y la familia Lazos de Villa Nueva. Un episodio de cautivos en Leuvucó y Salinas Grandes (1866-1875). Buenos Aires, Ediciones Paulinas, 1998, pág. 517. Las referencias de Zeballos, en Viaje al país de los Araucanos. Buenos Aires, Hachette, 1960, págs. 244-245.

22 colocaban, como señalamos, excedentes de su producción obteniendo en cambio harinas, azúcar, telas livianas, adornos, prendas de vestir, quincallería y los llamados "vicios", esto es, tabaco, yerba mate y licores. A diferencia del de la Araucanía, este comercio apuntaba más a satisfacer las necesidades cotidianas de las tolderías. En el sur, Carmen de Patagones constituía un punto importante de comercio con los indígenas, y, a lo largo del Río Negro, existía desde antiguo un intercambio regular con los tehuelches que, a fines del verano, llegaban desde diversos y lejanos puntos de su territorio trayendo al norte las codiciadas pieles de guanaco, especialmente las del neonato, usadas para confeccionar los quillangos, que los indios de la pampa adquirían para su uso o para revender en la frontera criolla; adquirían, a cambio, diversos artículos, y especialmente caballos y tejidos. Algunos productos tenían amplia circulación entre los distintos cacicatos, como el citado caso de la sal, sólo abundante en algunos sitios, y las largas cañas con que armaban sus lanzas, que provenían de la cordillera. Lo mismo pasaba con algunas piedras, o ciertas sustancias colorantes. También circulaban por el mundo indígena productos adquiridos en las fronteras. Un lugar especial ocupaba el comercio de cautivos, en muchas ocasiones vendidos como esclavos. Los intercambios se efectuaban por el sistema de trueque, sirviendo vacas y caballos como unidades de cambio. Periódicamente, se celebraban en algunos lugares del territorio indio verdaderas ferias a las que solían concurrir también mercachifles criollos e indígenas de la Araucanía. 5.2. La estructura de la sociedad. La toldería fue el ámbito nuclear de la vida social indígena y sus ocupantes estaban, o se consideraban, emparentados entre sí, es decir, unidos por lazos familiares. Cada toldo era ocupado por una familia ampliada –padre, esposa o esposas, hijos e hijas solteros, hijos casados, nietos–. Las familias que convivían en la toldería tenían relaciones de parentesco más lejanas, formando un linaje que reconocía un antepasado común y llevaba un mismo nombre gentilicio. No todas las familias eran iguales dentro del linaje y el jefe de una de ellas, seguramente la considerada genealógicamente más cercana al fundador del linaje, ejercía la jefatura. Su importancia en el cacicato dependía, de la antigüedad de su linaje, del número de guerreros que lo seguían y de sus cualidades personales. Pero los lazos entre esas familias eran laxos y no era raro que un jefe disgustado con su cacique abandonara la toldería con los suyos y estableciera su propia toldería o se colocara bajo las órdenes de otro cacique en cuyos toldos tenía también parientes, pues los matrimonios entre miembros de distintos linajes y grupos étnicos habían creado extensas redes de parientes, sean consanguíneos o afines.

23 Junto a los miembros de los linajes vivían en las tolderías otros dos grupos. Por un lado, estaban los cautivos, esencialmente cautivas, a veces en número considerable; apresados en los malones, formaban una fuerza de trabajo importante que se agregaba, en cada toldo, a la del el grupo familiar. Por otro, un grupo de rasgos más difusos formado por indígenas y blancos refugiados, los "agregados" o "allegados", extraños personajes que vivían a expensas de los caciques conformando una especie de verdadera "clientela" y cumpliendo para éste variadas tareas: lo acompañaban en los malones, participaban en juntas y parlamentos, actuaban como sus espías o informantes y, a veces, en el caso de cristianos que sabían escribir, como secretarios o escribientes, responsables de la correspondencia, que ocupaban un lugar privilegiado. En el interior de la toldería, las divisiones sociales resultaban del peculiar carácter de la vida económica y se asentaban en una división del trabajo basada esencialmente en el sexo. A los hombres correspondía la obtención y la circulación de ganados, recurso económico fundamental de la sociedad indígena y, en tanto que el malón se organizaba como una empresa económica militarizada, guerra y ganados aparecían fuertemente unidos. Las actividades vinculadas con el ciclo doméstico, en cambio, quedaban en manos de las mujeres y los niños. Así, la primera división bien establecida era entre "lanzas" y "chusma", entre los guerreros o conas y quienes no lo eran. Los primeros constituían el estrato dominante de la sociedad y a ellos se reservaban también otras actividades prestigiosas: las grandes cacerías –verdadero entrenamiento ecuestre–, el trabajo del cuero y, sobre todo, la platería. Entre estos conas, la posesión de riquezas profundizó las diferencias, reconociéndose la existencia de indios ricos e indios pobres. La medida de esa riqueza –ganados, plata y mujeres– estaba ya establecida, como vimos, hacía tiempo. Por debajo de los guerreros, se encontraba la "chusma", el resto de la población, mezcla poco diferenciada de mujeres –fueran indias o cautivas–, niños, ancianos y cautivos. Sobre ellos, en particular sobre las mujeres, recaía el peso mayor del trabajo. Las mujeres eran una fuerza de trabajo esencial: además de las tareas domésticas propiamente dichas –limpiar, cocinar, cuidar a los niños, proveer agua y leña al toldo– construían los toldos, cuidaban los rebaños y los cultivos, recolectaban y tejían. Contribuían, con sus personas y su trabajo, a la supervivencia de la comunidad, tanto biológica, en tanto madres, como social, en tanto productoras. De este modo, el control sobre las mujeres y su situación de inferioridad y sometimiento a los hombres, eran los rasgos más marcados de la desigualdad dentro de la sociedad indígena. Los cautivos blancos constituían un núcleo importante. Mujeres jóvenes y niños en su mayoría – los indígenas solían matar a hombres adultos y a viejos–, su adaptación a la sociedad indígena era muy dura, salvo para los niños pequeños, integrados pronto a la familia y criados como los propios hijos. Las cautivas realizaban tareas semejantes a las otras mujeres, especialmente las

24 más pesadas, y podían convertirse en concubinas del dueño del toldo. Los cautivos hombres cumplían principalmente tareas vinculadas al cuidado de los rebaños. La situación de los cautivos era precaria y la menor sospecha de engaño o de fuga llevaba a castigos severos que podían terminar con la muerte. En suma, la importancia de los ganados, la organización de un vasto circuito mercantil centrado en los mismos, el fuerte carácter guerrero que tal empresa económica asumió, constituyeron los fundamentos del ordenamiento social del mundo indígena. De ellos derivaron la división del trabajo, la ubicación de los distintos grupos en la sociedad y los conceptos de prestigio y riqueza que sustentaron una marcada jerarquización social, base del sistema político. 5.3. La vida política: los grandes cacicatos pampeanos. La vida política indígena era regida por una jerarquía bien ordenada de caciques y por asambleas, juntas o "parlamentos" en los que participaba el conjunto de los conas. En estas asambleas residía, al menos en principio, el poder supremo y a ellas correspondía decidir los asuntos fundamentales de la vida indígena, consagrar a los grandes caciques y resolver asuntos relacionados con la guerra o la paz. La función principal de los grandes caciques era, inicialmente, de eminente carácter militar, dirigiendo a los guerreros en malones y ataques contra los blancos o grupos indígenas rivales. Con el tiempo, a lo largo del siglo XVIII y la primera mitad del XIX, la autoridad y el poder de los caciques más importantes creció y algunos de ellos ocuparon un lugar relevante en la sociedad indígena, como fueron los casos –para citar los más conocidos– de Yanquetruz, Painé y Mariano Rosas entre los ranqueles, de Callfucura y su hijo Namuncura entre los salineros, de Pincén en los campos de Trenque Lauquen, Sayhueque en el "país de las manzanas", Reuque Cura y Feliciano Purrán en la tierra de los pehuenche, los Catriel y Coliqueo entre las tribus amigas asentadas en Buenos Aires. Carentes de aparatos formales de poder –leyes escritas, fuerza pública, aparato administrativo– el poder de estos caciques se manifestaba en la influencia que ejercían en las decisiones fundamentales. Ese poder se asentaba en el prestigio de su linaje y en el número de conas que era capaz de movilizar. El cacicazgo era, como regla general, hereditario –aunque las reglas de herencia no eran fijas– y el sucesor salía de la misma familia; pero también importaban otras condiciones especiales, cada vez más decisivas a medida que se ascendía en la jerarquía política. En efecto, como jefe de guerra el cacique debía ser valeroso, experto jinete, hábil en el manejo de las armas y con condiciones para mandar y organizar a sus guerreros durante los malones. Debía además ser experto en las tareas pecuarias. Por último, poseer dotes de orador, condición fundamental para dirigir y controlar los parlamentos y asambleas. También pesaba cada vez más

25 la riqueza, que provenía esencialmente del producto de los grandes malones y de los regalos y raciones con que el gobierno nacional o los gobiernos provinciales trataban de ganar su amistad o neutralizar los ataques. Estos regalos –ganados, licores, yerba, tabaco, prendas de vestir, piezas de uniformes militares, espuelas y adornos de plata, espadas– eran entregados a los caciques que disponían de ellos para, a su vez, repartirlos entre sus guerreros. La riqueza concentrada por los caciques se redistribuía a través de complejos mecanismos: la compra de esposas, que implicaban alianzas políticas con otros linajes; los repartos de licor y los permanentes banquetes con se agasajaba a los invitados; la manutención de los "allegados" que solían vivir junto a él. Cuanto mayor fuera la generosidad demostrada por los caciques mayor sería, seguramente, su prestigio y autoridad sobre sus seguidores, cuyo apoyo resultaba esencial a la hora de resolver en los parlamentos. En ellos, los caciques debían demostrar su poder de convencimiento y su autoridad, en particular si había otros jefes dispuestos a cuestionar sus opiniones. Para asegurar los resultados de la asamblea, los caciques preparaban cuidadosamente su realización convocando e instruyendo a sus seguidores. Otro aspecto importante en el fortalecimiento de esa autoridad era el manejo de información. Una vasta red de espías permitía un estrecho control interno y de lo que ocurría en los cacicatos vecinos. Por otro lado, los caciques manejaban información sobre lo que pasaba en las provincias argentinas: recibían diarios, recogían información en las fronteras a través de comerciantes o pulperos, o por medio de parientes de muchos blancos que vivían refugiados en las tolderías, mantenían correspondencia, a través de sus secretarios, con destacados personajes del mundo criollo o con otros grandes caciques 11 . 6. La crisis del mundo indígena (ca. 1872-1885). 6.1. El estado nacional argentino y las fronteras “interiores”. En los años iniciales de la década de 1870 el problema fronterizo constituía una de las grandes cuestiones pendientes que el estado argentino, surgido del conflictivo proceso político que se desarrolló entre las décadas de 1850 y 1860, había heredado y debía resolver. Tal demora era comprensible. Sus primeros años de vida no fueron fáciles: fue necesario crear la estructura jurídica, política y administrativa que le diera vida y dotarlo de los cuerpos y organismos

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Una excelente fuente de información sobre funcionamiento político del cacicato ranquel es el relato de Lucio V Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles. Mansilla, un fino observador, supo captar con profundidad los sutiles mecanismos políticos que permitían a Mariano Rosas conservar el poder sobre sus subordinados. Además de sus propias observaciones, Mansilla contó con las informaciones que le brindara el capitán Martín Rivadavia, que durante algunos meses actuó como su emisario y representante ante los caciques ranqueles preparando el viaje de su jefe a las tolderías. Rivadavia escribió un Diario del que sólo conocemos un extracto publicado en el periódico Ecos de Córdoba y que, a juzgar por este breve resumen, debió contener importantes informaciones.

26 necesarios; hubo que vencer resistencias internas en las provincias, donde intereses locales y resabios del viejo caudillismo se resistían a aceptar las imposiciones del poder central; se debió hacer frente a una larga y costosa guerra contra Paraguay, la Guerra de la Triple Alianza (18651869). A estas cuestiones debió volcar el gobierno nacional sus esfuerzos y sus no demasiado abundantes recursos. Sin embargo, al iniciarse la década de 1870 parecían dadas las condiciones para encarar ese problema pendiente y fijar los límites definitivos del nuevo estado. El problema tenía que ver tanto con una cuestión económica –desarrollar condiciones básicas para la expansión de una economía agro exportadora, conforme el proyecto liberal vigente– como con un objetivo geopolítico –definir el área de su soberanía–. La incorporación de nuevas tierras y su control efectivo resultaban de crucial importancia y, con el ascenso a la presidencia de Nicolás Avellaneda (1874-1880), la cuestión pasó a ocupar un lugar central en los debates políticos. Línea sensible y conflictiva, la sola presencia de esa “frontera interior” –y el recuerdo de los violentos ataques de las décadas anteriores y las humillaciones sufridas– constituía un desafío al nuevo estado. Por un lado, limitaba la expansión del proyecto agro exportador triunfante que reclamaba más tierras; por otro, planteaba un serio problema a futuro ante las aspiraciones del vecino estado chileno y las inevitables cuestiones limítrofes que se preveían, aunque en el momento, y pese a las mutuas desconfianzas, ambos estados no dudaron en colaborar para enfrentar el problema indígena. Por último, debe recordarse que las tierras fronterizas habían constituido siempre un ámbito de real o potencial perturbación social nunca bien controlado por los estados provinciales o el estado nacional y habían sido el trampolín de muchas nuevas carreras políticas, como había ocurrido con Martín Rodríguez, Juan Manuel de Rosas y el mismo Julio A. Roca, por no citar sino unos pocos ejemplos conocidos. En tal contexto, en diciembre de 1874, la opinión pública de Buenos Aires se vio conmovida por el levantamiento de Juan José Catriel, aliado hasta entonces al gobierno nacional. Catriel abandonó sus tolderías en las cercanías de Tapalqué y se dirigió hacia el interior de las pampas a unirse a Namuncura. La alianza se extendió a otros caciques, como Pincén y Baigorrita, y durante casi tres meses los coligados asolaron la frontera, especialmente el sur bonaerense. El “malón grande”, como se lo conoció entonces, fue la última gran empresa guerrera encarada por los caciques pampeanos. El episodio aceleró el proyecto de avance de la frontera, cuyo artífice era el Ministro de Guerra, Adolfo Alsina. El plan suponía una primera etapa de avance limitado sobre territorio indio, que se concretó entre marzo y mayo de 1876, destinado, principalmente, a ocupar las ricas tierras de pastoreo del oriente de la actual provincia de Buenos Aires, especialmente Carhué y la zona del sistema de lagunas conocidas como Encadenadas, donde alimentaban sus ganados los caciques

27 de Salinas Grandes. Lograda la ocupación, debería construirse una extensa zanja y un sistema de fuertes y fortines que tendrían por misión asegurar los territorios conquistados, impedir nuevos ataques y servir de base para futuros avances. El proyecto, que planteaba una política de avance gradual y de asimilación de la población india recibió múltiples críticas y dio lugar a muchos debates, porque a entender de muchos mantenía una política esencialmente defensiva. Entre los críticos del proyecto de Alsina se encontraba el general Julio A. Roca, entonces comandante de la frontera sur de Córdoba con asiento en Río Cuarto. La muerte de Alsina en diciembre de 1877 dejó trunca la realización del plan, que preveía posteriores avances. Roca, designado como su sucesor, se hizo cargo efectivo del ministerio en junio de 1878 y recibió de Avellaneda instrucciones expresas de continuar el avance de la frontera interior hasta la conclusión del problema que ella representaba. Dos meses después Roca elevó al Congreso Nacional su plan de acción que fue finalmente aprobado en octubre, no sin dudas y reticencias por parte de algunos legisladores. Entonces pudo Roca dedicarse a preparar cuidadosamente la campaña militar que, llevada a cabo entre los años 1878 y 1879, culminó el 25 de mayo de ese año en las orillas del río Negro frente a la isla de Choele Choel. El hecho fue festejado con toda pompa: la fecha elegida era clave por su valor simbólico en la construcción de la nación, y también lo era el lugar, pues Choele Choel, centro de comunicaciones y punto de encuentro de rutas comerciales, era uno de los lugares más preciados por los indígenas. Las campañas militares se continuaron hasta 1885 con la ocupación de las tierras situadas al sur de río Negro. La empresa, conocida en la historiografía argentina con el nombre de “Conquista del Desierto” –¿acaso un desierto necesita conquistarse?– fue para los indígenas el winka aukan, “el malón de los huinca”. Resultado de las campañas, pasó a manos del nuevo estado nacional argentino el control, al menos formal, de las extensas tierras pampeanas y patagónicas; pero las campañas marcaron también el final de las grandes formaciones sociales indígenas que en ellas habían vivido, convirtiendo a sus antiguos dueños en una minoría étnica sometida y marginada. 6.2. El destino de los vencidos. El período posterior a la incorporación de los territorios indígenas del sur al estado argentino a partir del último cuarto del siglo XIX es quizá la época menos conocida de esta historia. Más allá de las proclamadas glorias militares, la conquista, como todas las conquistas, tuvo su lado oscuro, el de los vencidos. ¿Cuál fue, en efecto, su destino? Muchos murieron en combates o en la huida; otros, principalmente mujeres, niños y ancianos, fueron capturados por las fuerzas expedicionarias. Algunos lograron cruzar la cordillera para unirse a sus hermanos de la Araucanía en espera de la ocasión propicia para retornar a sus tierras o encontraron refugio en zonas más alejadas del interior patagónico.

28 Más triste fue el destino de los capturados: hacinados en campos de prisioneros, durmiendo al aire libre, sin abrigo ni alimento suficiente –apenas lo había para los soldados–, fueron víctimas indefensas del frío, el hambre y las enfermedades. Pocos sobrevivieron: las mujeres y los niños para terminar como sirvientes en las casas de las familias más ricas de las elites urbanas; los hombres para caer víctimas del trabajo forzado en los barcos o en la zafra azucarera. Aún aquellos grupos indios que mediante tratados con el gobierno habían recibido tierras para asentarse fueron sometidos, por presiones económicas y políticas o por argucias legales, a un paulatino pero continuo despojo. Marginadas económica y socialmente e invisibilizadas por la política del estado, las comunidades aborígenes no desaparecieron. Algunos grupos sobrevivieron y se acomodaron a la nueva situación negociando, con desigual suerte, con los nuevos dueños de sus tierras; otros, retornaron poco después de las tierras trasandinas en que habían buscado refugio cuando esos territorios fueron incorporados, apenas un par de años después, por el estado chileno negociando con las autoridades nacionales argentinas su reasentamiento en el territorio. Las comunidades comenzaron así una larga lucha por la supervivencia que aún continúa. En ese proceso de un siglo, los pobladores nativos debieron cambiar –al menos para afuera, es decir, para el “blanco”– muchas de sus prácticas y costumbres y reformular sus propias identidades. Y lo hicieron exitosamente como lo demuestra su propia supervivencia en las peores condiciones. Es justamente este rico proceso de cambios, ajustes y transformaciones el que quedó olvidado por los historiadores. Sabemos de él muy poco, pero los pocos trabajos empíricos encarados seriamente nos muestran la complejidad de los procesos que tuvieron lugar y la multiplicidad de caminos seguidos por las poblaciones originarias durante ese largo siglo de sometimiento. El caso tal vez mejor estudiado es el de la comunidad agro pastoril aborigen de Cushamen, en el noroeste de la actual provincia de Chubut. Establecida luego de la conquista del territorio por algunos linajes provenientes del centro neuquino y de las tierras vecinas de la Araucanía, pudieron negociar su establecimiento y la entrega de tierras con el gobierno nacional –tierras que aún conservan, aunque cada vez más presionados por los grandes establecimientos rurales que la rodean– y encararon un complejo proceso de reacomodamiento para ajustarse a pautas aceptables por las autoridades del país, incluyendo la formulación de nuevos rasgos identitarios. El análisis de otros casos muestra situaciones distintas aunque no menos ricas. Así, en plena Patagonia, las comunidades asentadas en la meseta se Somuncurá, en el centro-norte rionegrino, habían reorganizado hacia comienzos del siglo XX, algunas jefaturas y alcanzado cierta prosperidad aún en las difíciles condiciones ambientales en que se instalaron. Esa región debió funcionar, al parecer, como una zona de refugio para poblaciones situadas más al norte. En cambio, la comunidad mapuche de Los Toldos, en la provincia de Buenos Aires, pese a haber

29 sido aliada al gobierno nacional, fue sometida luego a un lento pero continuo proceso de despojo de las tierras que inicialmente se les habían otorgado. Queda aún mucho por saber en esta historia que ahora comenzamos a vislumbrar, pero el desafío está abierto.

NOTA BIBLIOGRÁFICA La historia de las fronteras indígenas meridionales está aún por escribirse. El tema aparece muy pobremente tratado, cuando no ignorado, en las historias generales de la Argentina. Las obras generales disponibles se centran, casi exclusivamente, en la guerra contra los indígenas y en los aspectos bélicos y militares. En algunos casos, ni siquiera la información aportada es segura. Una de las más difundidas es la de Juan Carlos Walther, La conquista del Desierto (2a. ed. Buenos Aires, Círculo Militar, 1964). También aporta valiosa información la obra en varios volúmenes coordinada por la Dirección de Estudios Históricos del Comando General de Ejército bajo el título de Política seguida con el aborigen (Buenos Aires, Círculo Militar, 1972-1975). Para una revisión crítica de la historiografía sobre el tema, Raúl J. Mandrini, "Indios y fronteras en el área pampeana (siglos XVI-XIX): balance y perspectivas" (Anuario del IEHS 7. 1992. Tandil, UNCPBA, 1993). Una síntesis en Raúl J. Mandrini y Sara Ortelli, “Una frontera permeable. Los indígenas pampeanos y el mundo rioplatense en el siglo XVIII” (en Fronteiras, personagens, paisagens, culturas. Horacio Gutiérrez, María Aparecida S. de Lopes y Marcia R. C. Naxera (orgs.). Olho D’Agua (Sao Paulo), Universidade Estadual Paulista, 2003), “Las fronteras del sur” (en Vivir entre dos mundos. Las fronteras del sur de la Argentina. Siglos XVIII-XIX. Raúl Mandrini, editor. Buenos Aires, Editorial Taurus, 2006). También Raúl J. Mandrini "Guerra y paz en la frontera bonaerense durante el siglo XVIII" (Ciencia Hoy, 4, 23, Buenos Aires, 1993). Más pobre aún, cuando no ignorado, fue el abordaje de las sociedades originarias, tanto en obras generales como en trabajos más específicos referidos a las poblaciones indígenas del actual territorio argentino, en las cuales el tratamiento del período posterior a la llegada de los europeos suele presentar serias deficiencias. Recién en las dos últimas décadas comenzaron a producirse trabajos historiográficos específicos. Entre otros, véanse, para el período colonial, los trabajos de Raúl J. Mandrini, "Las transformaciones de la economía indígena bonaerense (ca. 1600-1820)" (en Huellas en la tierra. Indios, agricultores y hacendados en la pampa bonaerense. Raúl Mandrini y Andrea Reguera (eds.), Tandil, IEHS/UNCPBA, 1993), y "El viaje de la fragata San Antonio en 1745-1746. Reflexiones sobre los procesos políticos operados entre los indígenas pampeano-patagónicos" (en Revista Española de Antropología Americana, nº 30. Madrid, Universidad Complutense, 2000); Raúl J. Mandrini y Sara Ortelli, "Los "araucanos" en las pampas (c. 1700-1850)" (en Colonización, resistencia y mestizaje en las Américas (siglos XVI-XX). Guillaume Boccara editor. Quito, Ediciones Abya Yala/Instituto Francés de Estudios Andinos, 2002); Miguel A. Palermo "Indígenas en el mercado colonial" (Ciencia Hoy, 1, 4. Buenos Aires, 1989), y "La innovación agropecuaria entre los indígenas pampeano-patagónicos: génesis y procesos", en Anuario del IEHS 3, 1988 (Tandil, UNCPBA, 1989); Raúl Fradkin, “El mundo rural colonial” (en Nueva Historia Argentina. Tomo 2. La sociedad colonial. Enrique Tandeter, ed. Buenos Aires, Sudamericana, 2000); Gladys Varela y Ana M.

30 Biset, "Entre guerras, alianzas, arreos y caravanas: los indios de Neuquén en la etapa colonial" (en Susana Bandieri y otros, Historia de Neuquén. Buenos Aires, Plus Ultra, 1993);

Leonardo León Solís,

Maloqueros y conchavadores en Araucanía y las Pampas, 1700-1800 (Temuco, Universidad de la Frontera, 1991); Daniel Villar y Juan F. Jiménez, “La tempestad de la guerra: conflictos indígenas y circuitos de intercambio. Elementos para una periodización (Araucanía y las pampas, 1780-1840)” (en Las fronteras hispanocriollas del mundo indígena latinoamericano en los siglos XVIII-XIX. Un estudio comparativo. Raúl Mandrini y Carlos D. Paz, eds. Tandil/Bahía Blanca/Neuquén, IEHS/CEHIR/UNS, 2003). Para las primeras décadas revolucionarias y la época de Rosas, véase Daniel Villar (ed.), Relaciones interétnicas en el Sur bonaerense, 1810-1830 (Bahía Blanca, Departamento de Humanidades (UNS) e Instituto de Estudios Histórico-Sociales (UNICEN), 1998); Silvia Ratto, La frontera bonaerense (18101828) Espacio de conflicto, negociación y convivencia (La Plata, Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, 2003). Sobre la situación del territorio patagónico y su ocupación militar, Susana Bandieri, Historia de la Patagonia (Buenos Aires, Sudamericana, 2005). Una síntesis de la situación de mundo indígena pampeano a mediados del siglo XIX en Raúl J. Mandrini y Sara Ortelli, Volver al país de los araucanos (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1992). También Raúl J. Mandrini, "¿Sólo de caza y robos vivían los indios? La organización económica de los cacicatos pampeanos del siglo XIX" (Siglo XIX. Revista de Historia. 2a. época, nº 15 (México, Instituto Mora, 1994), "Pedir con vuelta. ¿Reciprocidad diferida o mecanismo de poder?" (Antropológicas, NE, 1. México, IIA/UNAM, 1992), "Sobre el suttee entre los indígenas de las llanuras argentinas. Nuevos datos e interpretaciones sobre su origen y práctica" (Anales de Antropología. Vol. XXXI. 1994. México, IIA/UNAM, 1997). Entre los trabajos recientes realizados sobre el período posterior a la ocupación militar del territorio, pueden verse María Elba Argeri, De guerreros a delincuentes. La desarticulación de las jefaturas indígenas y el poder judicial. Norpatagonia, 1880-1930 (Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2005); Walter Mario Delrío, Memorias de la expropiación. Sometimiento e incorporación indígena en la Patagonia. 1872-1943 (Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2005); Débora Finkelstein, “Miguel Ñancuche Nahuelquir. ‘Mudando la piel como los matuastos” (en Vivir entre dos mundos. Las fronteras del sur de la Argentina. Siglos XVIII-XIX. Raúl Mandrini, ed. Buenos Aires, Taurus, 2006); Gustavo Fischman e Isabel Hernández, La ley y la tierra. Historia de un despojo en la tribu mapuche de Los Toldos (Buenos Aires, Centro de Estudios Avanzados (UBA)/CEAL, 1990); Enrique H. Mases, Estado y cuestión indígena. El destino final de los indios sometidos en el sur del territorio (1878-1910) (Buenos Aires, Entrepasados/Prometeo libros, 2002).