René Segura
GUÍA DE LOS NO-LUGARES DEL SEÑOR PLÁTANO
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A mi madre
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Introito El innombrable Señor Plátano después de tanta filosofía barata decidió abandonarlo todo para no recoger sus merecidos frutos. Estaba seguro de haber sembrado correctamente su semilla y decidió que para no ser y para no estar debía realizar un gran viaje. Pero ¿cómo puede abandonarlo todo alguien que es todo y además está condenado a la eternidad? Su solución fue muy sencilla: viajar a través de un planeta en un viaje de renuncia que le permitirá no estar en un sitio ni en todos los sitios a la vez: una nueva forma de unificarse estando sin lugar. Los viajes espirituales le habían secado el alma y los viajes a través del tiempo lo volvían más eterno. Entonces, una vez tomada la decisión, abordó su nave espacial y se dirigió hacia su aparente y deseado último viaje: un viaje físico que cumpliría con todas las leyes de la ilusoria lógica. El Señor Plátano recorrió muchos lugares. Encontró personas aunque a él solamente le importaron los lugares. En su aventura evitó a toda costa perder la soledad, su más preciado tesoro. Su único norte fue el sentido contrario a la eternidad, pues vivir por siempre era su obligado destino. Ya muy cansado de existir esperó no retornar jamás de esta absurda odisea. Esta es la guía de los No-Lugares a los que pudo ir.
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El bosque de los árboles espejo “El peor lugar es aquél sitio a donde mañana llegaré”, pensaba el Señor Plátano mientras abría la puerta de su nave espacial tras el aterrizaje (si es que puede llamarse así al descenso en ese inhóspito lugar distinto al planeta tierra y que no tenía en su superficie ni un sólo gramo de tierra). Abrió la puerta y descendió a un inmenso bosque de árboles espejo que daban abundantes frutos: los espejos más reales de todo el universo. Cuando alguien se miraba en ellos podía ver quién era realmente. Recogió unos cuantos y se observó en ellos. Se vio a sí mismo y rió y lloró un instante. Tras este ritual de iniciación guardó algunos frutos en su bolsillo y salió del bosque. Entonces su alma supo quién era: entendió que era quien hacía aquellas magníficas creaciones como ese bosque.
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El cielo apestado De repente, se dio cuenta de que se encontraba en un abandonado, blanco y hermoso cielo. Recordó que allí habían vivido durante siglos millones de seres que debido a una terrible peste de bondad habían muerto. Flotó un buen rato para buscar la salida, pues aunque era inmune a cualquier peste no quería estar en un lugar tan contaminado. Al salir vio dos caminos que anunciaban en letreros: FELICIDAD (en luces de neón) y DESENCANTO (escrito con torpeza sobre un estropeado madero). Como el Señor Plátano sabía que las señales del destino eran escasas y se demoraban varios años en aparecer, optó, sin pensarlo mucho, por el camino del desencanto, no sin antes recordar una de sus muertes.
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La Hacienda del desencanto Le salieron al paso dos perros: uno muy grande, ciego; y otro pequeño, su lazarillo. El lazarillo ladró como pidiéndole al ciego que mordiera al intruso. En ese momento el Señor Plátano ladró y les contó quién era. Los perros, después de escucharlo, se marcharon. En la mitad de la hacienda vio a un hombre ahorcado pendiendo de un árbol: el desencanto había cumplido su cometido, pensó. El Señor Plátano le puso un fruto de árbol espejo en el bolsillo por si resucitaba y necesitaba saber quién era. Al no encontrar un buen sitio para descansar bebió agua de un pozo y prefirió seguir su camino, pues descubrió que el desencanto lo hacía sentir en casa y esa no era la idea del viaje. Al salir de la hacienda volvió a encontrarse a los perros. Al despedirse le devolvió la vista al perro ciego, y éste, al recobrar la visión, asesinó de un mordisco a su fiel lazarillo.
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La tribu de los verdugos Era una tribu de ateos que al verlo lo capturaron. Parecían seguir un plan determinado pues tenían un estrado para hacerle un juicio acusándolo de ser el creador, el culpable de la bondad, de la maldad, y de cada acontecimiento del universo. El Señor Plátano sabía que sólo con desearlo podía liberarse, matar a toda la tribu y hasta parar el tiempo, pero no lo hizo pues estaba cansado de hacer su voluntad. Todos lo juzgaban y acusaban: no había juez ni abogado defensor. A lo lejos brillaba una guillotina de oro. La tribu estaba esperanzada en condenar a su omnipotente creador. Dicha esperanza refulgía más que el oro y las piedras preciosas que adornaban la hermosa guillotina; era una esperanza anhelada desde hacía mucho tiempo y había sido la única luz para los habitantes de esa pequeña tribu. El Señor Plátano no había dicho ni una sola palabra ni pretendía hacerlo. Lo acusaban también de ser el causante de la muerte de la mitad de la tribu por una misteriosa enfermedad; le reprochaban el dolor, la tristeza y hasta la libertad, pero él no respondía a ninguna de las acusaciones.
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En las garras del ave Un ave gigante llegó volando y con sus garras lo liberó de los dos verdugos que lo retenían, salvándolo del veredicto y de la posterior condena. No era un acto de Dios porque él no lo había ordenado, simplemente sucedió y a pesar de su deseo de morir en esa suntuosa guillotina, entendió que lo mejor era volar en las garras de su salvadora y dejarse llevar. Después de varias horas de vuelo el ave empezó a toser. Bajó hasta un solitario valle y con el pasar del tiempo se agravó. Esa noche el ave agonizó y el Señor Plátano tomó un fruto espejo que tenía en su bolsillo y lo rompió contra una filosa piedra. Con el filo cortó el cuello del ave para acelerar su muerte. Mientras el ave moría, la abrazó preguntándose por qué lo había salvado de su destino en la guillotina y lloró de nuevo. Sus lágrimas y la sangre del ave se unieron. Recogió el líquido en un frasco pequeño. Del cuello del ave salió tanta sangre que se hizo un río de salvación. Por ese sangriento cauce se fueron rápidamente el alma del ave y la respuesta del por qué lo había salvado. El ave murió al amanecer, el Señor Plátano habló mucho tiempo con el cadáver y con los gusanos que lo devoraban.
Después de esta sagrada
conversación recogió una pluma del suelo y la guardó: supo entonces que debía continuar con el viaje.
Para no pensar en la ruta, simplemente siguió la
dirección que marcaba el pico del cadáver del ave.
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La Ciudad Bendita Decidió entrar al Hotel Bendito donde cruzó solo dos palabras con el administrador para hospedarse esa noche. Al día siguiente, mientras desayunaba, el mesero se le acercó y reconociéndolo le dijo: —Bienvenido Señor Plátano a tu ciudad, a tu creación, a tu ciudad bendita. El Señor Plátano dijo: —¿Usted cree que está realmente es la ciudad bendita? —Sí —respondió el mesero—. Es la ciudad donde todo está bendito. Terminó su desayuno y sin decir nada más pagó su cuenta y se marchó. Sabía que, a pesar de su nombre, la ciudad estaba construida sobre una superficie maldita. Al fin, encontró la estación de trenes. Estando en el tren no pudo evitar pensar en la ciudad. Si era bendita, como decían, ¿quién la había bendecido si él no lo había hecho? Además, estaba seguro de haber ideado, al crear dicho planeta, lugares malditos pues, como decía él mismo
“las creaciones deben tener simetría”. “¿De qué sirve una
bendición si estás pisando un terreno maldito? pensaba mientras bebía el té.
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La Ciudad de los invisibles Le preguntó al maquinista por qué no había parado en esa estación. El hombre sólo dijo: —Es la Ciudad de los invisibles. ¿Para qué parar ahí? El Señor Plátano le pidió que detuviera el tren y se bajó. El Señor Plátano regresó a la ciudad. Parecía desierta pero, según le había dicho el maquinista, era debido a que los habitantes eran invisibles. Caminó por toda la ciudad y hasta tuvo tiempo de visitar el museo de las cosas más invisibles del planeta. Después de esta didáctica visita llegó a la plaza principal y a lo lejos vio a un anciano sentado en las escaleras de la entrada de la iglesia. Se le acercó y le preguntó: —¿Usted es el único visible aquí o es el único habitante de esta ciudad? El anciano contestó: —Soy el único visible, aunque la verdad no soy de aquí, yo nací en otro lugar. El anciano sufría de lepra, ya había perdido una oreja y su cuerpo tenía muchas llagas. El Señor Plátano le dijo: —He estado un tiempo aquí y no percibo movimiento alguno. ¿Son sus habitantes además de invisibles, paralíticos? El anciano contestó: —Cuando me contagié de lepra, preferí estar en un sitio en donde no pudiera ver el rostro de quienes me veían. Como ni siquiera podía ver los inocentes
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rostros de los niños asustarse al ver mi leproso cuerpo, busqué este lugar: la Ciudad de los invisibles. Pero tristemente al poco tiempo les contagié la lepra, una enfermedad devastadora para sus habitantes, quienes se fueron muriendo al poco tiempo.
Ahora es una ciudad sin habitantes pero muchos siguen
creyendo que es una ciudad de habitantes invisibles. ¿Pero usted quién es? ¿Qué hace en esta ciudad? El Señor Plátano contestó: —Yo soy todo y no soy nada, solamente soy un viajero errante a través de este planeta. —Debería marcharse —dijo el anciano—, es posible que lo contagie con mi mortal lepra. Sin pronunciar palabra, el Señor Plátano sacó de su bolsillo el frasco con el bálsamo de sangre y lágrimas que había recogido en su despedida del ave y comenzó a esparcirlo por todas las llagas del anciano, las cuales desaparecían de inmediato. Después de limpiar todo el cuerpo del anciano dijo: —¡Estás curado! El anciano le agradeció mucho y lloró de felicidad. También recogió sus lágrimas en el mismo frasco y luego lo guardó.
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El pueblo que lo esperaba “Desear es tocar a las puertas de la contradicción y esas puertas se abren fácilmente”, pensaba el Señor Plátano. Se dirigía al Mar Tuerto, el sitio en donde había crecido su alma y muerto su corazón. Caminó por un tiempo y divisó a lo lejos un pequeño pueblo. Fue hacia allá pues había olvidado la ubicación exacta del mar Tuerto y esperaba que alguien le indicara el camino. Cuando estaba cerca del pueblo, un niño que tenía un asno amarrado con una soga, le dijo: —Señor, le regalo este asno. El Señor Plátano le dijo: —No necesito nada, gracias pequeño. Pero el niño insistió diciendo: —Acéptelo señor, seguramente debe estar cansado, mejor llegue al pueblo montado en él. El Señor Plátano dijo esta vez: —En serio no necesito nada y menos un asno, te lo agradezco. Además, ¿para qué cansar a un asno? ¿Y para qué descansar? Y continuó caminando hacia el pueblo. Cuando llegó, en la entrada principal había un gran letrero que decía: “BIENVENIDO MESÍAS”
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Sorprendido, siguió caminando por la plaza sobre pétalos de rosa. No se detuvo en ningún momento, miles de personas se agolpaban en la plaza y no dejaban de observarlo sin ocultar su felicidad. Cuando ya iba a salir de la plaza, un anciano con vestimenta de clérigo caminó junto a él y le dijo: —Mesías, este es tu pueblo y esta es tu legión. El Señor Plátano no le dijo nada, pero el clérigo continuaba: —Te hemos esperado por mucho tiempo, todas nuestras esperanzas están depositadas en ti, nuestro mesías, es más, ya tenemos tus discípulos listos- le dijo mientras señalaba un pequeño grupo de personas. ¿Ves esa montaña al fondo? –continuó-. En esa montaña pasarás cuarenta días. Incluso ya tenemos listo tu patíbulo. Pero el Señor Plátano no decía nada, ni se detuvo en ningún momento. El clérigo, un poco preocupado, agregó: —Detente mesías, por favor, ¡te necesitamos! Sin decir nada, el Señor Plátano atravesó la plaza y continuó caminando en busca de la salida del pueblo. “Más que un mesías este pueblo necesita la esperanza de tener uno: esa eterna espera le dará sentido a su existencia”, pensó. Estaba claro que su viaje era de renuncia y no pretendía ser, de nuevo, un mesías. Los habitantes, tristes, no tuvieron otra opción que continuar esperando un salvador.
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El Arca de No Llegó a un río y se sentó sobre una piedra. Observó agua que no volvería a ver y sonrío recordando lo sucedido en el pueblo. Estando allí sentado, un hombre le gritó desde el otro lado del río: —¡Este lado es mejor! El Señor Plátano no dijo nada. El hombre continuó gritando varias veces que ese lado era el mejor. De repente llegó una embarcación y recogió al hombre, quien cruzó el río e hizo subir al Señor Plátano. El hombre intentó hablar pero no obtuvo ninguna respuesta. El hombre insistió: —Yo estaba en el mejor lado, su lado era el peor, no se ofenda señor pero escogió el lado más malo del río. El Señor Plátano al final le contestó: —Es el mismo lado. Al oír esto, el hombre entendió y de vergüenza saltó de la lancha. Nadó hasta el que hasta entonces había creído el peor lado. Más tarde, el capitán de la embarcación trató de hablar con el Señor Plátano. Bastante desilusionado por su silencio le dijo en voz alta: —En el pueblo anterior dejé a los mejores seres que existen: los animales. Viajé con ellos por mucho tiempo, pero decidí dejarlos porque no me hablaban. Ahora los recogí a ustedes dos para poder hablar con alguien y así poder mitigar el aturdidor silencio, pero resulta que usted no habla y el otro hombre únicamente hablaba sobre el lado mejor y el peor.
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Sin decir ni una sola palabra, el Señor Plátano miraba introspectivamente el horizonte, sosteniéndose con sus manos de la baranda. El capitán continuó diciendo: —¿Sabe algo? Esta nave estaba llena de animales, todos los que pude comprar con los ahorros de mi vida, pero me cansé de ellos porque mi tan anhelado diluvio nunca sucedió. ¿De qué sirve una lancha repleta de animales si no hay un diluvio? ¿De qué sirve el silencio en una lancha llena de animales que no tienen destino? Es más: ¿de qué sirve un río sin un diluvio? El Señor Plátano rompió su silencio y le dijo: —Los animales son los mejores seres que existen porque no hablan, esa es su virtud. Pero si quiere por qué no busca un loro, ellos sí hablan, aunque no hablan de diluvios ni de ríos. —¿En dónde? —preguntó el capitán. —Existe una ciudad —dijo el Señor Plátano— la Ciudad de los animales. En esa ciudad hay un barrio que se llama El barrio de los animales parlantes. ¿Por qué no va y consigue un compañero ahí? El capitán preguntó: —¿En dónde queda esa ciudad? —Está ubicada en la falda del monte Astrumi — respondió el Señor Plátano y de nuevo se quedó en silencio.
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La Ciudad de los animales El capitán dejó la barca en un muelle, se dirigió a la ciudad de los animales y en El barrio de los animales parlantes encontró un loro que, después de oír la triste historia, lo acompañó voluntariamente. Cuando el capitán trató de salir de la ciudad con el loro, los animales que cuidaban la entrada pensaron que se trataba de un robo o un secuestro y asesinaron al capitán. La explicación de los dos no fue suficiente. El diluvio que tanto esperó el capitán sucedió mucho tiempo después y se salvó únicamente la silenciosa embarcación, ya sin ocupantes.
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La isla desalmada “¿De qué sirve un río sin un diluvio?”, pensaba el Señor Plátano. Después de nadar pisó suelo firme y percibió el inconfundible olor de los desalmados. Ese olor le recordaba muchas situaciones llenas de vacío. Prefirió quitarse y guardar su alma: la tapó con arena y se dispuso a conocer ese lugar. Atravesó un pequeño bosque y llegó a la mitad de la isla en donde había un pequeño lago de lava ardiente. Muchos seres se bañaban ahí y disfrutaban de la lava como si fuera agua cristalina y fresca. Recordó entonces que los seres sin alma no sienten dolor ni placer y son insensibles a la felicidad y a la tristeza, por eso sus rostros son totalmente neutros. Cuando estaba en la playa, un niño que jugaba con una pelota le dijo: —Los seres desalmados no sentimos nada, por eso los seres sin alma lo sentimos todo. El Señor Plátano se dio un baño en el lago y se marchó sin hablar con nadie, después de buscar su alma, quitarle la arena y volvérsela a poner. Esperó un rato en el puerto y tomó un barco que iba de salida hacia cualquier lugar y cualquier lugar era precisamente su destino. Lo que no sabía el Señor Plátano era que al nadar en ese lago sin alma, gracias a la lava, la última semilla-espejo que tenía en su bolsillo germinó sobre su pecho y la raíz le perforó el corazón.
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El lugar de las Pesadillas Estuvo muy enfermo. Le dolía el corazón; empezó a tener unas terribles visiones: un triste payaso vestía a un pequeño perro con un vestido también de payaso. El mismo payaso enterraba luego al perro. En su visión, el payaso lloraba mucho. Mientras tanto las raíces del árbol espejo crecían en su pecho y le hacían doler su pesado corazón. Pensó que había llegado al final de su vida y fue feliz a pesar del terrible sufrimiento. Un brote del árbol salía entre el esternón. Desilusionado por comprender que no moriría, decidió acostarse boca abajo al llegar a un desolado puerto. De esta forma el árbol crecería en el suelo. Con un poco de bálsamo que le quedaba en su frasco ungió su corazón y las raíces por fin lo soltaron. El sitio donde creció el árbol al revés fue maldito: era la maldición del espejo invertido: quien pisara aquél lugar cargaría en su alma con un falso espejo para siempre. “¿Para qué enterrar un perro disfrazado de payaso si no hay circo ni función? ¿Para qué tener visiones de payasos llorando que entierran perros muertos?”.
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El Desierto de la Libertad Se dispuso a cruzar el Desierto de la Libertad. Observó miles de cadáveres tendidos sobre la inclemente arena y pensó: “¿De qué sirve el desierto de la libertad si ya has muerto? ¿De qué sirve la libertad en la mitad del más agreste desierto? ¿Y de qué sirve un viaje a la nada atravesando el desierto de la libertad si realmente ya no hay nada?”. Había caminado varios días para llegar allí. Vio algo que brillaba a lo lejos: era una pequeña jaula con un hermoso canario. A pesar de lo agreste del desierto, el pájaro tenía suficiente agua y alimento. El Señor Plátano abrió la puerta por si el canario quería salir, pero no lo hizo. En el piso de la jaula estaba escrita la leyenda: “La libertad puede matar, así como lo hace y lo hará este ecuánime desierto”. El Señor Plátano bebió un poco de agua del recipiente que estaba en la jaula y al leer esas palabras volvió a desear morir, pero estaba seguro que ningún desierto y mucho menos el desierto de la libertad, podría matarlo. Se despidió con un bello silbido que el canario respondió con otro igual de hermoso y continuó su camino. Sabía que al cruzar ese desierto llegaría a unas inmensas estepas que eran el camino hacia el mar Tuerto. Caminó mucho tiempo soportando el inclemente calor mientras pensaba: “¿De qué sirve una jaula con abundante agua y alimento en medio del desierto más agreste? ¿De qué sirve ser un canario dentro de una jaula en un mortal y ecuánime desierto? ¿De qué sirve abrirle la puerta de la jaula a un canario que ya no quiere salir?”.
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El botadero de rostros Era un lugar en donde las personas botaban los rostros que no querían seguir usando o que no podían usar más. Algunos eran rostros completamente inservibles pero otros aún se podían usar. Recogió los tres que más le gustaron y los guardó. Pensó en botar su propio rostro ahí, pero ¿cómo continuar éste viaje con un rostro diferente? Ya sin frutos espejo no era una decisión acertada cambiar o botar su propio rostro.
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La Ciudad de los que resucitan En esta bella ciudad se veían cuerpos tendidos en el suelo y personas cargando cadáveres: la muerte tenía otro significado aquí, pues todos morían y resucitaban, algunos lo hacían en minutos y otros demoraban días. El tiempo de la muerte dependía de lo que se demorara el espíritu de ese ser en recorrer algún cielo o infierno y volver. Las personas caían súbitamente y así mismo se levantaban. Como el Señor Plátano sufría de esa misma afección entendió que era un buen sitio para descansar. Buscó un hotel, se registró y descansó. Dos días después de recorrer esa ciudad y de no haber hablado con nadie (a excepción del administrador del hotel), murió en el lobby a voluntad y resucitó rápidamente. Al presenciar este acto el administrador le dijo: —Forastero: ¿usted también resucita? —Sí —respondió el Señor Plátano. El administrador le dijo: ─¿No cree usted que no hay nada mejor ni mayor felicidad que vencer la muerte? El Señor Plátano le contestó: —Yo solo espero que la muerte por fin me venza.
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El Teatrino sin nombre En el pequeño teatro de títeres muchos niños esperaban con ansiedad el comienzo del espectáculo. De repente se abrió el pequeño telón y los niños aplaudieron. En ese momento apareció en escena un cicatrizado y mutilado brazo que había perdido la mano. Una voz chillona dijo: —Hola niños, soy el títere sin nombre, el títere sin títere, el títere sin mano. Los niños estaban muy felices de ver al títere, que con su estruendosa voz dijo: — ¿Quién soy? Todos los niños y el Señor Plátano dijeron al unísono: —El títere sin nombre, el títere sin títere, el títere sin mano. De nuevo preguntó el títere: ─¿Quién soy niños? ¿Quién soy? —El títere sin nombre, el títere sin títere, el títere sin mano —respondían felices gritando. —No los escucho. Tampoco tengo orejas— dijo el títere y volvió a preguntar: ─¿Quién soy amiguitos? Los niños y el Señor Plátano reían y respondían: —El títere sin nombre, el títere sin títere, el títere sin mano.
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El Camino de la Verdad La entrada al Camino de la verdad era un inmenso rosedal que tenía una sola rosa en medio de miles de espinas. El Señor Plátano se hirió al atravesarlo. Luego vio un letrero que decía: “Caminante no hay camino, y mucho menos verdad”. El camino era muy empedrado y fangoso. Cuando posó su pie en el barro, una voz le dijo: “Cuando sabes, no puedes fingir realmente que no sabes”, y empezó a caminar. Unos cuantos pasos en el lodo pedregoso y las imágenes comenzaron a aparecer en su mente: imágenes dolorosas del pasado y del futuro. Tropezó muchas veces y cayó también en algunas ocasiones. Al caer sufría heridas en sus rodillas y manos. El camino era muy difícil y pensó en devolverse, pero el dolor se intensificaba cada vez que daba un paso atrás. Volvió a caminar dando un paso adelante, pues se había propuesto en este viaje sin destino volver al mar Tuerto y éste era el único sendero. Quiso también desviar el camino pero esto era algo imposible incluso para él: se había prohibido teletransportarse, así que siguió el camino, soportándolo. Comenzó a llover. Gotas de sueños lo lavaron y lo reconfortaron, pues los sueños son también verdad pero en estado líquido. Una vez reconfortado siguió su camino, cada vez más tosco. Cuando llegó a un valle vio a lo lejos el Monte del libre albedrío. Caminó mucho más rápido al ver cercano el final, las últimas verdades lo atacaron y más dolor apareció, lloró muchas veces (casi las mismas que rió) y por fin llegó a la falda del monte.
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El Monte del Libre Albedrío En la mitad del ascenso se topó con un anciano que ya iba bajando. El anciano saludó al Señor Plátano y le dijo: —Llega a la cima, eso será cumplir con tu libre albedrío. El Señor Plátano no contestó pero pensó que más que coronar esa cumbre o cumplir con su albedrío quería simplemente llegar al mar Tuerto. Después de varios días de ascenso llegó a la cima, llena de banderas. Eran de las personas que habían coronado la cumbre del monte. Descansó y dijo para sí mismo: “¿Si esta cima es el libre albedrío para tantos, ese albedrío es completamente libre? ¿O esa cima coquetea con nuestro ego y nos contamina la libertad?”. El descenso fue mucho más fácil pues con la tela de las banderas y las astas de las mismas construyó un trineo con banderas de ego y astas de pretensión.
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El mar Tuerto Encontró el palacio donde nació su alma y aconteció una de sus primeras muertes. Estaba abandonado y saqueado: habían robado todo, menos los recuerdos. Un anciano meditaba en una habitación y al sentir su presencia le dijo: —Señor Plátano, tu dios eres tú y no hay más verdad ni mentira que tu santo nombre. El Señor Plátano le contestó: —Anciano: ¡Redime tus trances y muere otra vez! Después de un largo silencio el Señor Plátano preguntó: ─¿Pero qué ocurrió con los habitantes del palacio? El anciano dijo: —Todos han muerto, solo quedarás tú por siempre. Entendió así que sus familiares habían muerto de verdad y se dispuso a meditar, meditó por mucho tiempo en su palacio vuelto ruinas, obteniendo más iluminación, algo goloso, pero así lo hizo.
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El tren inmóvil Decidió estar en un tren dirigiéndose hacia ningún lado, darle la vuelta completa por la línea ecuatorial a ese planeta que no tenía centro y bajarse en el mismo punto donde había partido. Viajó por todo el planeta, pasó por muchos lugares y desde su ventana vio las famosas Ruinas del conocimiento, la Cárcel de los inocentes, el Desierto de los payasos, la Biblioteca de las mentiras y hasta pudo ver el inmenso y resplandeciente Cementerio de ángeles caídos. Recorrió el tren. Vio a dos pasajeros que estaban jugando con un tablero de madera sin cuadros blancos ni negros: era solo una blanca cuadrícula sin fichas. En su lugar ponían un puñado de aserrín sobre los cuadros. Un hombre miro al Señor Plátano y le dijo: ─¿Quiere jugar? El Señor Plátano le contestó: —¿Qué juego es éste? —Es el ajedrez de la igualdad —respondió y volvió a mirar el tablero—. Como todo es igual, simplemente jugamos con el aserrín de las fichas de ajedrez sobre un tablero de cuadros iguales. El Señor Plátano preguntó: — ¿Y cómo saben quién hace jaque? —Eso es lo mejor —dijo aquél hombre—, aquí no hay jaque, aquí no hay nada. El Señor Plátano preguntó esta vez:
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─¿Pero cómo reconocen entonces las fichas? El hombre dijo, mientras levantaba un poco la mano como si estuviera pidiendo silencio: —No me interrumpa por favor, ya tendrá su turno de jugar. Fue en ese momento que anunciaron que la comida iba a ser servida y se devolvió a su vagón a tomar asiento. “¿De qué sirve tener la madera de las fichas de ajedrez convertidas en aserrín sobre un blanco tablero de cuadros iguales? ¿De qué sirve triunfar o ser vencido en el ajedrez de la igualdad? ¿De qué sirve aprender un nuevo pasatiempo si ya no pasa el tiempo en un tren que va hacia ningún lugar?”, pensaba mientras almorzaba. Observó muchas cosas por la ventana hasta prácticamente no ser y no estar. Después de mucho tiempo el tren llegó al mismo punto donde lo había abordado.
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La frontera infranqueable “Ésta es la frontera infranqueable”. El Señor Plátano simplemente la saltó. Cuando estuvo al otro lado miró hacia atrás y en otra piedra estaba escrito: “Ésta fue la frontera infranqueable”.
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The Gold City Absolutamente todo, sin excepción, estaba hecho de oro. Caminó por sus calles, plazas y parques hasta que decidió entrar al templo principal. Era tan grande y hermoso que parecía hecho para adorarlo a él, pero no era así. Gracias a las imágenes que estaban en los muros del templo supo que era para la adoración del excremento. Recorrió la nave central del templo y observó que detrás del altar había una urna que albergaba unos gramos de excremento protegidos como un gran tesoro: la gran reliquia del lugar. El Señor Plátano le rezó a esa deidad y después salió del templo y de la ciudad.
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La Ciudad de Mierda Todo estaba construido de materia fecal. Buscó rápidamente un templo y entró. Al llegar al altar observó que detrás del altar había igualmente una urna con gramos de excremento. Descubrió que era también un templo de adoración a esa deidad. Ésta vez el Señor Plátano no hizo ninguna reverencia ni oración: solamente salió de ahí, dio una pequeña vuelta por esa maloliente ciudad y al final del día salió de allí. “¿De qué sirve que todo lo que brille sea oro si vives en la ciudad de oro?”, era la pregunta que se hacía una vez fuera de la ciudad
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El Pueblo Perfecto Era un pueblo amurallado y que los habitantes estaban reunidos en la parte exterior de dicha muralla. Se hizo al lado de la gente y le preguntó a un hombre: —¿Este es el Pueblo perfecto, cierto? El hombre le contestó: —Sí, éste es el Pueblo perfecto, del que todo el planeta habla. ─¿Y por qué es perfecto el pueblo? —preguntó el Señor Plátano. El hombre le dijo: —Pues hace un tiempo y por orden del alcalde, empezamos a arreglar todas las casas, luego arreglamos la iglesia, después los parques y plazas, al igual que el ayuntamiento. Lo arreglamos y embellecimos con hermosos jardines, esculturas y fuentes. El pueblo iba muy bien y fue en ese momento que comenzamos a edificar una muralla de piedra alrededor del pueblo. Pero según el alcalde aún faltaba algo para que éste llegara a ser perfecto. El hombre paró de hablar porque en ese momento el alcalde, desde una tarima al lado de la muralla, pronunció estas palabras: “Queridos habitantes: Ya hemos logrado hacer de nuestro pueblo un lugar casi perfecto, solo falta un pequeño detalle para que sea realmente así: debemos abandonarlo, pues si viviéramos aquí no sería perfecto y esta muralla es para evitar que nadie más viva en este lugar”.
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Terminado el discurso los pocos que faltaban por salir abandonaron el pueblo y pusieron la última piedra de la muralla. Los habitantes entendieron lo que el alcalde les dijo y se fueron a buscar otros lugares no tan perfectos donde vivir, pero con la gran felicidad de saber que habían nacido y vivido en el Pueblo perfecto. Con éste último acto el pueblo se convirtió inmediatamente en el pueblo más perfecto de ese innombrable planeta.
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El sitio del Tesoro El hombre leía un papel en sus manos y contaba sus largos pasos, se acercaba y seguía contándolos. Cuando estuvo muy cerca del Señor Plátano dijo: —Novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve, ¡un millón! Aquí es. Y agregó enfáticamente: —Permiso señor, está sentado encima de mi tesoro. El Señor Plátano se levantó y se movió unos pasos hacia el lado izquierdo. El hombre, con felicidad en su rostro y limpiándose el sudor de su frente, sacó una pala que tenía en la mochila y le dijo: —Por fin encontré mi gran tesoro. El Señor Plátano no dijo nada como era su costumbre. El hombre, tras cavar un tiempo, encontró una caja fuerte y la sacó. En un papel tenía escrita la combinación para poderla abrir. Al hacerla se dio cuenta de que estaba llena de morrocotas de oro y joyas muy brillantes. El hombre, muy triste, lo volvió a enterrar. El Señor Plátano después de ver esto le dijo: ─¿Por qué vuelve a enterrar la caja fuerte? El hombre triste le dijo: —Este tesoro es mucho más de lo que quiero, pero el tesoro que realmente deseo no está aquí.
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El hombre arrugó el mapa y la hoja con la contraseña que tenía en la mano y se fue de ese lugar. El Señor Plátano se volvió a sentar encima del tesoro y pensó: “¿De qué sirve un tesoro invaluable si ya no tiene ningún valor? ¿De qué sirve tener un mapa y una pala sin un verdadero tesoro? ¿De qué sirve caminar un millón de pasos tras un tesoro si ni los tesoros ni los pasos pueden existir?”.
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El lago del vacío Era el lago más grande de ese planeta y un lugar turístico por excelencia, aunque en época de lluvia de sueños estaba algo solitario. Cuando estaba en el borde del lago se dijo a sí mismo: “Éste Lago del vacío realmente me anulará, en éste lago dejaré de existir”. Pero recordó su terrible padecimiento que lo hacía resucitar y sabía que era muy posible que ni siquiera muriera. Comenzó a caminar por el círculo perfecto que era el borde del lago, pero no avanzaba. Se dio cuenta entonces que el vacío no tiene un límite ni un margen, que el vacío no tiene fin, entonces para salir de dudas se sumergió en sus vacías aguas esperando dejar de ser. Nadó un rato al estilo mariposa y con tristeza llegó al otro lado, el cual era el mismo. Con mucho dolor recordó que su destino era la eternidad, que de su familia de dioses el único que viviría por siempre era él y que ni siquiera el Lago del vacío lo eliminaría totalmente.
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Panadería ‘La felicidad’ Esta era una panadería que en su interior solo había galletas: las galletas de la alegría, según decía el colorido letrero a la entrada. Eran unas galletas que hacían sentir muy feliz y realmente alegre a quien las comía, pero eran muy costosas. El Señor Plátano no pudo comprar ni una por lo que prefirió irse de ahí. Tiempo después el pastelero murió de una sobredosis de galletas de la alegría, las cuales comió para intentar superar la gran tristeza de no haber vendido ni una y para mitigar el dolor de saber que sus sueños de riqueza esta vez se habían esfumado para siempre.
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El Río Podrido Estaba contaminado con las aguas negras del cielo cuando llegó a un sitio de rituales. Vio a los habitantes lavarse en ese río para expiar la putrefacción de sus almas con esas fétidas aguas. El Señor Plátano quiso expiar la putrefacción de su alma en esas aguas igualmente podridas, pero supo que no debía hacer nada de eso. Así que esquivando aldeanos que perpetraban sus ritos de expiación, caminó de nuevo por la ribera del río. “¿De qué sirve un río podrido si no tienes nada que limpiar? ¿Y de qué sirve la putrefacción cuando todo está podrido?”, eran las nuevas preguntas que se hacía el Señor Plátano, mientras caminaba por el maloliente borde del río podrido por las aguas negras del cielo.
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La Playa del Absoluto Final Había tantos cadáveres que pensó que eran antiguos habitantes de la Ciudad de los que resucitan que iban hasta la playa a morir momentáneamente, pero ninguno de ellos resucitó. Se quitó los zapatos y caminó por la playa llena de cadáveres. Vio a lo lejos a un hombre que estaba tomando el sol. Se le acercó y le preguntó: —¿Podría decirme que lugar es éste? Y el hombre dijo: —Ésta es la Playa del absoluto final, ubicada en la gran Península de los suicidas. El Señor Plátano le dijo: —¿Pero entonces por qué usted no se ha suicidado? —Porque no sé que es el suicidio y porque no sé que es el absoluto final — respondió. El Señor Plátano se despidió de aquél hombre y se marchó de la playa.
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La Cabaña Divina Caía la tarde cuando comenzó a llover. Era la temporada de lluvia de gusanos: un aguacero torrencial formado por gusanos que caían sobre su cuerpo e intentaban atravesar su piel y carcomer lo que le quedaba de su estropeada alma. Algunos gusanos ya habían llegado a su interior, puesto que la lluvia era inclemente. El alma comenzó a dolerle demasiado y los gusanos querían también carcomer sus ojos, entonces no soportó más y corrió tan rápido como pudo tratando de quitarse los gusanos de sus ojos. Llegó a una pequeña cabaña y decidió refugiarse en ese lugar. Golpeó la puerta desesperadamente.
Un
anciano le abrió e inmediatamente lo hizo seguir. Con una manta que tenía cerca de la puerta le ayudó con rapidez a quitarse los gusanos que seguían tratando de entrar en él. Cuando le quedaban muy pocos gusanos el anciano le dijo: —Bienvenido a tu casa ser omnipotente, omnipotente de verdad. El Señor Plátano seguía quitándose los últimos gusanos que alcanzaron a entrar a su alma. El anciano tenía la chimenea encendida y le ofreció un poco de té saborizado con párpados de monjes meditadores. El Señor Plátano se sentó cerca del fuego y bebió de su té. El anciano dijo, mirándolo fijamente a los ojos: —¿No me recuerda? El Señor Plátano le dijo: 39
—¿Tendría por qué recordarlo? El anciano dijo: —Su alteza: yo era el dios en el que creían los habitantes del planeta tierra, ¿no me recuerda? —Sí, claro —respondió el Señor Plátano—, yo visité ese planeta algunas veces y hasta algunos creían también en mí y en mi diáfana doctrina. Pero ¿qué le ha pasado? ¿Por qué está aquí en este planeta? —Me olvidaron —dijo el dios anciano— y preferí abandonar a esos incrédulos y venir a retirarme a este planeta a vivir en esta solitaria cabaña. ¿Y usted qué hace aquí? El Señor Plátano respondió: —Me cansé de todo y vine a no ser y a no estar en este planeta, pero contra todo lo pronosticado resulté siendo muchas cosas y estando en muchos lugares. No poder morir ha sido algo realmente difícil, especialmente cuando se repugna la eternidad. Emprendí este viaje deseando en el fondo de mi deteriorada alma morir de verdad, pero no lo logré. Ahora, después de éste gran fracaso, trato de darle un nuevo aire a mi involuntaria eternidad. El anciano le preguntó: —Usted que lo sabe todo, podría decirme: ¿Ahora en quién creen los habitantes del planeta tierra? El Señor Plátano respondió:
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—Solo sé que no es en mí ni en usted, pero tengo la ligera sospecha que algunos están cometiendo el terrible error de creer en ellos mismos. La lluvia terminó, el Señor Plátano se despidió, en la despedida le agradeció al anciano por su hospitalidad y continuó con su viaje. El olvidado dios continuó con su retiro en su pequeña cabaña. Después de ese encuentro caminó sin un rumbo fijo encontrando de nuevo la plenitud del no destino, plenitud que duraría muy poco, como todas las cosas del universo.
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El Carruaje de oro —Yo sé quién es usted, usted es el Señor Plátano. —¿Y usted quién es? —preguntó el Señor Plátano. —Soy el rey de todo este gran reino—dijo— pero lo abandoné casi todo, descubrí que todas las cosas son iguales. El Señor Plátano preguntó esta vez: —¿Pero entonces por qué viaja aún en éste suntuoso carruaje? El rey contestó: —Pues éste carruaje es lo único que me queda, pero cuando llegue a mi destino, la Ciudad de oro, se convertirá en simple chatarra sin ningún valor. En esa ciudad lo abandonaré, así como abandonaré a estos unicornios. —Querrá decir caballos, son caballos los que halan su carruaje —replicó tajantemente el Señor Plátano. —No─ dijo el rey— son unicornios, lo que pasa es que les extirpé el cuerno. El Señor Plátano dijo: — ¿Pero para qué extirparles el cuerno a los unicornios? El rey contestó: —Porque al quitarles el cuerno pierden su diferencia, lo pierden todo, así como yo lo estoy haciendo.
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Los dos hablaron un rato más hasta que el Señor Plátano se bajó en la mitad de una ciudad bastante gris. “¿De qué sirve tener unicornios que ya no tienen cuerno? ¿De qué sirve un carruaje de oro e ir justamente rumbo a la Ciudad de oro?”, pensaba en ese instante el Señor Plátano. El rey en su carruaje se fue en dirección hacia la Ciudad de oro.
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La Ciudad Yoica Las personas usaban máscaras de protección pues el aire era altamente tóxico. Él no corría ningún riesgo pues podía detener su respiración a voluntad. Se le acercó a una señora y le preguntó: — ¿Qué ciudad es esta? ¿Y qué clase de nube es esa? La señora contestó: —Ésta es la Ciudad del YO, y esa es una nube de humo contaminado, altamente tóxico, resultado de incinerar dioses las veinticuatro horas del día. En esta ciudad no existen dioses, en esta ciudad solo estamos nosotros, es la impía Ciudad del YO. —¿Y por qué los queman? —volvió a preguntar. —Los quemamos porque no nos han servido para nada, preferimos creer en el yo —respondió la señora. El Señor Plátano se marchó rápidamente de esa contaminada ciudad antes de que llovieran ácidas cenizas de dioses muertos o que lo descubrieran y lo quemaran, aunque él sabía que no moriría en esos hornos y que solo sentiría mucho dolor e irremediablemente resucitaría. Cuando estuvo fuera de la Ciudad del YO pensó: “¿De qué sirve incinerar inservibles dioses que ya están muertos?”.
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El País de la Luz Sintió movimientos en la ciudad y los habitantes empezaron a salir, pero se dio cuenta de que todos estaban ciegos y que portaban lámparas encendidas en sus manos. Al poco tiempo salió el sol muy amplificado, el potente rayo cegó al Señor Plátano de inmediato, el rayo de luz fue el más poderoso que jamás hubiera visto. Apenas sus pupilas sintieron la luz, intentó cerrar los ojos y mirar hacia dentro para que sus ojos no le dolieran, pero lo que vio dentro de él no le gustó y quiso proteger sus ojos con su corazón, aunque ya era demasiado tarde. Había quedado ciego, completamente ciego. Siendo un ser omnipotente se intentó curar pero no lo pudo hacer: había quedado totalmente invidente por causa de ese rayo del sol. Aquí descubrió que su omnipotente poder no se aplicaba para curarse a sí mismo. Estando ciego todo se alteraba: no podía teletransportarse, no podía hacer nada.
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La Academia de ‘Dioses’ Era el único lugar en donde lo podían curar. Allí, todos los dioses de bondad y maldad estudiaban para ser mejores o peores. Estudiaban cómo crear y cómo destruir, era el sitio de preparación de todos los dioses del universo y en la enfermería de la academia seguramente lo curarían de su ceguera. El director era un viejo dios capaz de imaginar nuevas reglas todos los días. En la Academia los dioses se preparaban en materias como la creación, la destrucción, el libre albedrío, la compasión, la negación y comportamientos divinos, entre otros. El enfermero le aplicó un ungüento hecho con trazas de seres de luz y con pupilas de inocentes, le vendó los ojos y le sugirió que los mantuviera cerrados y cubiertos por una eternidad. Después de esta curación fue conducido a una habitación para que reposara. Al otro día, el director fue a visitarlo para ver si se encontraba mejor y le pidió que diera unas conferencias a los noveles dioses, pero el Señor Plátano no aceptó, ya que no deseaba teorizar en ese momento de su vida. Casi al final de la eternidad, el Señor Plátano tropezó con el dios que limpiaba el baño y éste le dijo: —Maestro me postro ante tus pies, ¿te acuerdas de mí? Soy el dios de todos los dioses, el aparentemente único y verdadero, tu discípulo. El Señor Plátano le dijo: —Discípulo, que bueno encontrarte, lástima que no te pueda ver.
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El dios de dioses dijo: —Te estaré por siempre agradecido, eres mi mentor, déjame curarte por favor. El Señor Plátano fue curado y como agradecimiento lo bendijo.
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El Campo de batalla A lado y lado había batallones con miles de soldados dispuestos a luchar: la batalla estaba en un punto de no retorno y después de hacer sonar sus caracolas los dos bandos salieron corriendo esgrimiendo sus espadas, escudos y lanzas. El Señor Plátano estornudó justo en la mitad del campo y con una fuerte onda explosiva de cinco kilotones, destruyó a todos los combatientes. Después de destruir a todos los guerreros caminó unos cuantos pasos hacia su derecha y se limpió la nariz con la bandera de un bando y acto seguido retrocedió unos pasos y se limpió la nariz con la bandera del otro bando. El Señor Plátano se marchó del campo de batalla después de evitar una terrible guerra que solo hubiera traído miseria a esos dos pobres países y pensó: “¿De qué sirve una gran batalla si ya no hay fronteras? ¿De qué sirven las banderas si realmente sirven para lo mismo?”.
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The Wall Observó un extenso y blanco muro, de siete metros de altura. Un hombre hacía equilibrio para no caerse. Cuando estuvo cerca lo saludó. Como no tenía nada que hacer decidió caminar con él, aunque caminó desde su lado y le dijo: — ¿Qué hay en el otro lado? El hombre respondió: —El infierno. —¿Y por qué está usted sobre el muro? —preguntó el Señor Plátano. El hombre contestó: —Lo que pasa es que el cielo es muy aburrido pero hace mucho frío, en cambio el infierno es más divertido pero es muy caluroso. El día que salté el muro para ir al infierno descubrí que el clima perfecto estaba justo aquí, encima del muro. —¿Y por qué decidió caminar? — preguntó esta vez el Señor Plátano. —Porque quiero saber qué hay al final —dijo él hombre—. La verdad me causa mucha curiosidad saber qué hay al final, me imagino que será un lugar que estará muy cerca del centro del bien y del mal. —¿Y qué tal ha sido su caminata? —le preguntó inmediatamente el Señor Plátano. —¿Sabe algo? —dijo el hombre—. El camino ha sido interesante, algunas veces demonios me tiran piedras y otras veces ángeles me escupen.
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Rápidamente y con mucha curiosidad el Señor Plátano preguntó: —¿Pero entonces usted está en el limbo? —¡No! Solo estoy caminando sobre el muro —respondió. —¿Y cuándo piensa dejar de caminar? —le preguntó el Señor Plátano. Sin dejar de caminar, el hombre le contestó: —Dejaré de caminar cuando llegue al final del muro, pero estoy por creer que este muro es infinito. Igual la vista desde aquí es increíble: se ven el cielo y el infierno al mismo tiempo. Algún día, cuando deje de caminar, pintaré este hermoso paisaje. El hombre siguió caminando sobre el muro, buscando el final inexistente. El Señor Plátano buscó la salida del cielo de ese innombrable planeta.
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El Maldito castillo —Señor Plátano, lo he buscado por mucho tiempo: yo soy un caballero y desde hace mucho tiempo quiero rescatar a una hermosa princesa que está en un enorme y lujoso palacio, quiero rescatarla, vivir en otro lugar de fantasía con ella y amarla, pero resulta que su padre, el gran rey, tiene el mejor dragón del universo y ya muchos caballeros han muerto incinerados tratando de rescatarla. Ayúdeme a liberarla y se lo agradeceré infinitamente. Solo usted lo podrá vencer. Acabo de oír la historia de cómo venció a todos los demonios, pero estoy seguro que vencer a ese dragón le será muy sencillo. El Señor Plátano se montó en el corcel y se dirigieron hacia el palacio a luchar contra el mejor dragón del universo. Después de varios días de viaje llegaron al palacio, pero llegaron tarde: hacía dos semanas la princesa había muerto de tristeza, pues el dragón había vencido a todos los caballeros que querían rescatarla: era realmente el mejor dragón del universo. El Señor Plátano simplemente se despidió del triste caballero y se marchó de ahí. El dragón ya había abandonado el palacio y se encontraba en un feudo cercano, recibiendo el premio al mejor dragón del universo. El caballero lloró mucho y se marchó a buscar otra princesa protegida por un dragón que no fuera tan bueno. “¿De qué sirve una historia de amor y fantasía si llegas tarde? ¿De qué sirve una historia de amor y fantasía si existe el mejor dragón del universo? ¿De qué sirve el mejor dragón del universo si la princesa ha muerto y ya no quedan caballeros valientes?” y continuó su errante caminar.
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El Pueblo feliz Al llegar a la plaza descubrió que en cada lugar público y privado existían sistemas de amplificación de audio que solo amplificaban risas. Incluso las personas tenían dispositivos amarrados a sus cuerpos desde los cuales amplificaban las alegres carcajadas. Se sentó en la banca de un parque. Un hombre se le acercó y le dijo, mientras sonaban risas: —Bienvenido señor a nuestro Pueblo Feliz. El Señor Plátano le preguntó: —¿Éste es el Pueblo Feliz? —Sí —respondió aquél hombre—, obsérvelo usted mismo: aquí, en cada esquina suenan risas y todos somos muy felices. Fue en ese momento que pasó por enfrente de ellos una procesión: era un entierro. Una venerable anciana había muerto y mucha gente lloraba su muerte, pero los dispositivos de risas de los acompañantes no paraban de sonar y hasta el carro fúnebre tenía unos amplificadores con más carcajadas. El hombre le dijo al Señor Plátano: —¿Si lo ve? Es el Pueblo Feliz: aún en los entierros suenan risas. Siempre y en todo lugar suenan y sonarán carcajadas en este pueblo, el pueblo feliz. El Señor Plátano le preguntó al hombre: —Pero si están llorando ¿por qué afirma que es feliz el pueblo?
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Las risas sonaban cada vez más duro y el hombre no le escuchó la pregunta al Señor Plátano. Luego dijo: —¿Podría repetirme lo que acaba de decir? —Más que feliz es un pueblo de risas grabadas y falsas —dijo el Señor Plátano. El hombre dijo: —Lo siento, no lo escucho por las risas: estos aparatos no se pueden apagar en ningún momento. El hombre simplemente dijo: —Me debo ir al funeral de la venerable anciana, adiós. Las risas no paraban de sonar y sonar aún en un momento de gran tristeza como lo es un entierro. El Señor Plátano pensó: “¿De qué sirven las risas falsas en medio de un profundo dolor?”. Entró a una tienda de regalos y con el poco dinero que le quedaba se compró un dispositivo de risas y lo guardó: quería recordar por siempre aquella extraña y alegre ciudad.
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La Plantación de Almas Era un lugar más hermoso que cualquier paraíso, en el que se podían ver las pequeñas almas esperando a crecer para encarnar en cuerpos de seres de varios planetas. La virgen María le dijo: —¿Señor Plátano cómo está usted? El Señor Plátano se quitó su sombrero y con mucho respeto hizo una reverencia. La saludó diciendo: —Señora, me postro ante sus pies, me alegra mucho poderla saludar y conocer por fin sus hermosas plantaciones de almas. —El gusto es mío —dijo la virgen María. Bienvenido a mi plantación de almas, el proyecto de mi vida. Desde hace tiempo me dediqué a cultivar almas y a cuidarlas con esmero para que en el momento justo encarnen cuerpos de seres en varios planetas. El Señor Plátano dijo: —Es una labor muy hermosa, en nombre de los miles de seres que encarnarán esas hermosas almas cuidadas por usted, se lo agradezco. La virgen María le dijo: —Señor Plátano, ¿podría bendecir esta plantación? —Claro que lo haré señora y lo haré con mucho gusto y felicidad —dijo el Señor Plátano.
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Y mediante un hermoso y mágico rito bendijo el campo de almas. La virgen María agradeció y le dijo: —No hay mayor felicidad que cuidar esta plantación y cuando crecen lo suficiente, es hermoso ver como esas almas a mi cuidado encarnan en bebés igualmente hermosos e inocentes. —Es una hermosa labor y la felicito por eso Señora —dijo el Señor Plátano.
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Buenos Aires El pequeño poblado tenía en la plaza principal un gigantesco obelisco, el más grande del planeta. El Señor Plátano se acercó, se ubicó en medio de las personas y escuchó las palabras del alcalde, quien agradecía al pueblo la construcción de ese importante monumento. Después de escuchar unos sublimes himnos activaron unos explosivos que estaban amarrados a las bases del gran obelisco y lo derribaron, cayendo encima del templo central del pueblo. Después de ese acto los habitantes aplaudieron muy felices y comenzaron inmediatamente a recoger los escombros para comenzar la construcción de otro gran obelisco, esta vez, según palabras del alcalde, mucho más grande que el que acababa de caer. El Señor Plátano pensó esta vez: “¿De qué sirve un gran obelisco convertido en pedazos? ¿Y de qué sirve volverlo a construir si su inauguración es su misma destrucción?”.
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Los Círculos de fuego En un lugar selvático y un escorpión lo abordó en su caminata y le dijo: —Maestro, todas las criaturas del universo hablan de su gran odisea y ya se ven las nefastas consecuencias de su abandono. Maestro, necesito cruzar los cuatro círculos de fuego ¿me podría acompañar? El Señor Plátano pensó: “Este es el momento preciso para dejar de hablar con el escorpión”. Pero sabía que no tenía nada más que perder si le era robado un poco de su preciada soledad por cuenta de ese escorpión. Llegaron al primer círculo: el círculo de fuego amarillo. Cruzaron por un punto que no tenía fuego y una vez que lo cruzaron el círculo se cerró completamente: era el círculo que quemaría el pasado. Los dos soportaron el calor y después de un tiempo lo pasaron. Continuaron sin decir nada por el segundo círculo de fuego azul. Entraron y de nuevo se cerró. El escorpión sufría demasiado pero soportaba estoicamente el calor. El Señor Plátano lo aguantaba más y le dijo: —Sopórtalo, soporta el fuego que quema tu futuro. El escorpión, al escuchar esas palabras, tomó fuerzas y vencieron el segundo círculo. Descansaron un poco después de salir y se curaron las quemaduras. Estando en ese lugar, pensando si continuarían por los círculos, fueron rodeados por el tercer círculo: el círculo de fuego blanco. Su fuego quemaría sus almas. El escorpión trataba de soportarlo, pero se iba debilitando y cada vez sufría más. El Señor Plátano le dijo al verlo sufrir: 57
—Aguanta, ya estamos en la mitad, quema por fin tu alma, soporta este fuego emancipador. El Señor Plátano soportaba valientemente el fuego que le quemaba su alma. Fue en ese momento que el escorpión no soportó más y usó su aguijón venenoso contra él mismo, murió y se quemó totalmente. De nuevo el Señor Plátano estaba solo y salió del tercer círculo con su alma totalmente quemada. Ya solo faltaba el cuarto círculo: el más agreste de todos, en el que ya no había marcha atrás: ese sagrado fuego quemaría su ser, quemaría su propio yo. El fuego negro lo rodeo inmediatamente y pensó: “¿De qué sirve el último círculo de fuego si ya te has clavado tu propio aguijón? ¿Y de qué sirve tener un “yo” si aún no lo has destruido?”. Entonces se hizo uno con el fuego y después de muchas batallas internas realmente se unificó con ese fuego negro, inmolándose. De su ser solo quedaron cenizas.
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El bosque de los árboles espejo Era época de cosecha y la hierba estaba llena de los frutos maduros que habían caído. Ni siquiera tuvo que recogerlos, simplemente se arrodilló y miró hacia la hierba, observándose a través de esos mágicos frutos. Se vio a sí mismo y vio quién era realmente. Observó también cómo después de toda esta aventura continuaba siendo el mismo Señor Plátano, lo cual era bastante difícil de creer después de este paradójico viaje. Caminó por ese bosque y después de recorrerlo durante mucho tiempo, encontró su nave espacial, totalmente dañada. El paso del tiempo, que tiene el poder de pudrir hasta el diamante, había hecho lo suyo en esa abandonada nave espacial. Había perdido la noción del tiempo. Al parecer habían pasado muchas eternidades y por eso la nave ya no funcionaba, pero pensó: “¿Si este viaje ya se ha terminado qué necesidad tengo de viajar físicamente?” y continuaba afirmando: “Ya cumplí con las condiciones que me impuse y ya todo ha terminado. He recorrido completamente el planeta, he sido un viajero, he sido un errante, en momentos tuve un norte, estuve enfermo, estuve solo, viajé en trenes, en barcos, en taxis, en lanchas, en carruajes de oro, en hermosos corceles y hasta en trineos. También caminé, volé y nadé. Es en éste momento que me doy cuenta que soy realmente feliz pues fui todo y fui nada, vencí demonios y hasta pasé los despiadados círculos de fuego”. El Señor Plátano entendió que al haberle sucedido todo lo que le aconteció en ese viaje, su deseado vacío había sido alcanzado, pues ser todo es ser nada y hacerlo todo es igual que hacer nada. Descubrió entonces (contra todo lo pensado) que realmente había logrado el objetivo propuesto al aventurarse en éste ya casi terminado viaje y fue muy feliz por eso. 59
Y volvió a preguntarse: “¿de qué sirve un río sin un diluvio?”. Esta pregunta lo había acompañado casi todo el viaje y de repente y sin esperarlo, encontró la maravillosa y silenciosa respuesta. Entendió también, sin miedo a equivocarse, que muchos puentes pasaron debajo del río mientras pensaba en dicha pregunta, y que por fin la respuesta había sido dada después de todo ese ilusorio tiempo de introspección. Después de este viaje plagado de aventuras que más que increíbles fueron innecesarias y más que aburridas fueron absurdas, en donde solo fue un errante, un viaje en donde fue todo y nada y que involuntariamente hizo más de lo que hubiera deseado no querer hacer, el Señor Plátano decidió volver a casa. Cuando tomó esta decisión, inmediatamente frases como: “Home sweet home” y “Váyase para la casa”, llenaron su mente. Entonces, ya muy cansado y con muchas ganas de dormir y haciendo uso de una oxidada teletransportación, después de miles de muchos años de no usarla, se marchó a casa.
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Finis coronat opus
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