El infierno de Edelmiro Por: Golcar Rojas Copyright © 2015 Golcar Rojas All rights reserved. ISBN-13:978-1517135874 ISBN-10:1517135877 La portada de «El infierno de Edelmiro» fue diseñada por Leríans Rojas H. a partir de una fotografía de Marian Martínez Reservados todos los derechos. Este libro, “El infierno de Edelmiro”, no podrá ser copiado, fotocopiado, impreso, reproducido o transmitido en cualquier forma y/o por cualquier medio —incluyendo medios electrónicos, digitales y mecánicos— o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin el previo permiso escrito del autor. “El infierno de Edelmiro” es una obra de ficción producto de la imaginación del autor. Cualquier parecido o semejanza con hechos, situaciones, diálogos o personajes reales es pura coincidencia. Niguna parte de la obra guarda relación alguna con hechos, personajes y situaciones reales y los nombres de los personajes son todos ficticios. Maracaibo, Venezuela. 2015.
A Luis Brito. Al querido «Gusano». Él también soñó. 1 El desfile de las tres camionetas 4x4 último modelo, negras, con vidrios ahumados y blindadas, empezaba a atravesar la entrada al palacio presidencial, flanqueado por diez motos de alta cilindrada, pilotadas por hombres vestidos como robots con chalecos antibalas y armados hasta los dientes. Esa es la manera como Edelmiro Berroterán, iniciando ya su segundo período como Presidente de la República, ha conseguido aliviar un poco sus temores de ser asesinado o víctima de un atentado. Con el paso de los años, la paranoia se ha ido apoderando del general y su desconfianza se ha extendido hacia sus más íntimos amigos y colaboradores. No duerme dos noches seguidas en el mismo sitio y sólo un reducido número de personas de su «inner circle» tiene conocimiento, apenas minutos antes, de en qué casa pernoctará. No obstante, para la galería, para sus seguidores, el «humilde» general se negó a habitar la lujosa residencia oficial de la presidencia y continúa viviendo en su sencillo pent-house de toda la vida. El piso que compró con su esfuerzo y donde construyó su hogar junto a la malograda esposa María Virginia, «víctima de la galopante inseguridad del país». Así como nadie tenía nunca certeza de dónde pasaría la noche Edelmiro, tampoco se sabía con seguridad en cuál de
los tres vehículos blindados de la caravana se desplazaba. De hecho, en más de una oportunidad, cuando su paranoia arreciaba, se calaba un casco de motorizado y se unía a la caravana de motos de la comitiva presidencial sin que los otros miembros de su equipo lo supieran. Los informes de inteligencia cada día eran más enfáticos en la necesidad de que se cuidara, pues su seguridad estaba bajo constante amenaza. Sostenían que podría ser víctima de un atentado planeado desde el imperio por la CIA, un ataque terrorista de los factores radicales de oposición, una venganza de algún ex compañero del proceso que se hubiera visto perjudicado por alguna de sus medidas expropiatorias de comercios, fábricas y viviendas o, incluso, de algún miembro de su equipo de gobierno temeroso de lo que el Presidente pudiera hacer en su contra, gracias a las pruebas acumuladas de corrupción que lo hacían tan fiel al general como blanco fácil para ser manipulado por éste. El guardia de la garita de la prevención número tres, por donde se disponía a avanzar la caravana, se acercó a la primera camioneta con un sobre amarillo en la mano: —Esto lo dejaron aquí para el Comandante. Los rayos X no indican ningún peligro, pero no nos atrevimos a abrirlo porque dice «Privado» y está completamente lacrado… — ¿Le hicieron análisis a profundidad para asegurarse de que no encierre ningún peligro? —Sí. Todo está en orden. El conductor tomó el sobre y cerró la ventanilla sin decir nada más. En esa oportunidad, Edelmiro Berroterán, justamente, iba en el asiento trasero de ese vehículo. —Dame ese sobre acá. —Dijo. El Presidente observó el sobre y a medida que lo miraba iba sintiendo más curiosidad por conocer su contenido, pero no demostraba ninguna emoción, pues sabía que tanto el chófer por el espejo retrovisor, como su acompañante en el puesto del copiloto, de reojo, lo observaban y esperaban que se decidiera a abrirlo. Era un sobre amarillo tamaño carta. La solapa estaba lacrada con cera. Un extraño y en desuso lacre de cera roja con la figura de un escorpión en relieve. Todos los bordes por los que se pudiera haber violado el sobre se encontraban cubiertos con cinta adhesiva transparente y con una firma repetida a intervalos frecuentes. Quien había dejado el sobre en la prevención quería asegurarse de que nadie, excepto su destinatario, lo abriera, y si lo hacían, quería que se supiera que había sido violada la privacidad del envío. Un sello grande con marco de líneas rojas, ponía en letras rojas también, «Top Secre»t y otro similar, «Privado». Con letras recortadas de titulares de periódicos habían escrito: «Presidente Berroterán En sus manos». Edelmiro le dio varias vueltas al sobre para tratar de
encontrar alguna otra pista, «parecen vainas de película barata y poco original», pensó. Pero decidió que lo abriría en el momento en que estuviera solo. En la penumbra del vehículo no lograba distinguir con claridad las firmas que rodeaban el borde del sobre, aunque se le hacían familiares los trazos. La camioneta paró y el copiloto descendió, echó una ojeada alrededor con rapidez, fijándose en los techos de la edificación y, al comprobar que no había nada extraño, abrió la puerta trasera para que Edelmiro Berroterán saliera del vehículo. Se cuadró ante su comandante y le dio las buenas noches. Edelmiro solo sacudió el sobre en el aire como respuesta al gesto del guardia. A grandes zancadas recorrió el pasillo hasta su despacho. Cuando observó el sobre a la luz brillante de los fluorescentes del palacio, se percató de que las firmas que cubrían el adhesivo eran muy parecidas, o eso creyó mientras caminaba, a la firma de María Virginia. Una asistente con un fajo de papeles en la mano, se le acercó diciendo que debía firmar esos documentos, pero la despachó con un gesto: —Mañana vemos eso, Rosita. Ahora quiero estar solo. Que no me molesten ni pasen llamadas. Se encerró en su despacho y miró con detenimiento, una vez más, el sobre. En efecto, ya no tenía ninguna duda, era la firma de su difunta esposa a quien él mismo, en una noche de sexo y placer en la Suite Heaven del hotel Sueños Inn, hacía ya casi ocho años, había ahorcado en un orgasmo que fue la última sensación en vida de María Virginia. Sus manos empezaron a sudar. Tomó un abrecartas de plata que estaba encima del escritorio y, con su pulso tembloroso, trató de desgarrar el sobre. La cinta adhesiva hacía dificultosa la apertura del bendito sobre. No había por donde encajar la punta del abrecartas. Tomó una tijera y aún con temblor en las manos, recortó el borde del sobre, tratando de no dañar su contenido. Extrajo una hoja de papel bond. Veía una mancha impresa, pero no distinguía con claridad hasta que se percató de que estaba viendo el reverso de la hoja. La volteó y se encontró una foto de María Virginia sobre la cama de la habitación Heaven. Vestida con el negligé blanco. Muerta. Edelmiro sintió un chorro de sudor bajar desde su nuca y recorrer a lo largo de la línea de su columna vertebral. Hasta ese momento, estaba completamente seguro de que todas las fotografías de esa noche habían sido destruidas. Solo quedaban las que él guardaba en su caja fuerte junto con el mono deportivo y los bigotes falsos que llevaba la noche cuando mató a su esposa, ahorcándola con una cinta de seda blanca. Al menos, eso pensaba hasta ahora. Observó con detenimiento la imagen impresa y, a pesar de la mala calidad de impresión de la foto, le pareció no
reconocer esa, como una de las que conservaba. Él se conocía todas las imágenes de memoria porque en muchas oportunidades, cuando se sentía solo y extrañaba a su mujer, buscaba el álbum en su caja fuerte y las contemplaba una a una, junto con las que conservaba de sus viajes y las que le tomaron para la revista Hola. Se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó los primeros botones de la camisa. Las sienes le palpitaban, comenzaba a sentir un fuerte calor. Gotas de sudor cubrían su frente. En su mente, como una computadora, empezó a repasar las personas que habían tenido acceso esa noche a la habitación del hotel Sueños Inn. Alguien estaba empezando un juego macabro y peligroso y tenía la sospecha de que debía ser alguno de los que estuvieron esa noche en el hotel. Siempre se había reprochado que en ese asesinato hubiera tanta gente involucrada. Se decía que todo estaba bastante lejos de ser un crimen perfecto porque había muchos testigos y estaba convencido de que debió haber hecho todo de otra forma y eliminar a quienes sabían lo que había sucedido esa noche. Pero, como los años habían pasado y ya no se hablaba más del homicidio de su esposa, se había tranquilizado. Para todo el país, a María Virginia la habían asesinado unos maleantes que le querían robar el carro una madrugada cuando, enferma con los síntomas de su reciente embarazo, había salido a buscar un medicamento en la farmacia. Los pocos involucrados en los hechos de la Suite Heaven, pensaban que el homicida era un amante de la víctima y el único que sabía con seguridad lo que había pasado en esa habitación era Ángel, porque el propio Edelmiro se lo había confesado. « ¿Será posible que ese carajito me haya engañado cuando me dijo que se había deshecho de todas las fotos que tomó esa noche?» se preguntaba. «Dagoberto también tenía algunas fotos y a lo mejor no las había borrado todas como me aseguró… tal vez Carmelo tomó alguna foto… o Daniel Delgado no eliminó todas las imágenes que tomó…». Sentía punzadas en la cabeza de tanto darle vueltas al asunto. Pensó que a lo mejor el técnico que sacó el computador de la casa de Ángel en aquel robo simulado que planificó para eliminar las pruebas que el muchacho pudiera tener, había visto las imágenes y se habría guardado alguna… Tal vez Cocó Villasmil le estaba montando una celada pero, ¿cómo podría haberse hecho con la fotografía…? ¿Y Segismundo Portillo, el psiquiatra perverso que utilizó para hacer creer que Ángel era bipolar e imaginaba cosas que luego creía que eran verdad? — ¡Coño! Es que hay demasiada gente involucrada en esta vaina. No parecen cosas mías. Parecen vainas de un novato. Decidió que esa noche dormiría en su pent-house, pero antes de irse mandó a llamar al guardia de la garita que
entregó el sobre al chófer. —Mande, mi Comandante. — ¿Quién dejó ese sobre en la prevención? —En realidad no lo sé, mi Comandante. Cuando yo recibí la guardia, el sobre estaba encima del escritorio. Supongo que el turno anterior fue quien lo recibió y lo dejó sobre la mesa. En verdad, cuando yo llegué, me extrañó que el curso de guardia no estuviera allí para entregarme el turno, pero no le di mucha importancia. —Que me llamen a ese guardia que estaba en su turno cuando entregaron el sobre. — ¿Algún problema, Comandante? —Nada de lo que tengas que preocuparte, por ahora, pero necesito hablar ya con ese guardia. El uniformado salió del despacho. A los pocos minutos, se presentaba ante el Presidente otro guardia a quien se le notaba en los ojos hinchados y el pelo mal peinado, que acababan de sacar de su cama. Estaba ojeroso y demacrado. Edelmiro observó el apellido en la pechera del guardia: –Rivera, ¿Tú estabas de guardia hoy en la Prevención tres cuando dejaron este sobre? —Sí, mi comandante. Lo encontré cuando ya estaba por terminar mi turno… — ¿Cómo que lo encontraste? ¿Quién te lo entregó? –Bueno, mi Comandante, yo conseguí ese sobre en el suelo. Al parecer alguien lo deslizó por debajo de la puerta de la Prevención… — ¿Cómo que alguien lo metió por debajo de la puerta? ¿Y tú dónde estabas, qué estabas haciendo que no detuviste a quien metió el sobre en la Prevención? ¿Esa es la seguridad con la que cuento para que no me maten? —Mi Comandante, es que en ese momento yo estaba en el baño. Tengo desde ayer una virosis extraña que me hace ir cada rato al baño… — ¿Y por qué no estabas en la garita cuando tu compañero llegó a tomar su turno de guardia? —Mi comandante, yo recogí el sobre y lo puse en el escritorio para dárselo al curso cuando le entregara la guardia, pero en eso, justo cuando ya iba a terminar mi turno, me volvieron los cólicos. Tenía que ir de nuevo al baño y el papel se había acabado. Comandante, usted sabe que con la escasez de papel que hay, ahora no nos ponen varios rollos en la Prevención como antes, nos los racionan porque al parecer algunos cursos se los llevaban para sus casas y, bueno, tuve que pegar la carrera a la barraca para hacer del cuerpo, porque ya no aguantaba más. Por eso no esperé al curso para entregarle la guardia… — ¿O sea que nadie vio nada? ¿Nadie sabe quién coño dejó ese sobre? ¡Así me dejan un sobre bomba y me matan y nadie se entera de nada! –Mi Comandante, seguridad chequeó bien ese sobre antes
de que se lo entregaran… —Que me traigan ya la grabación de las cámaras de seguridad. Las de la Prevención y las que tenemos en cada esquina de las calles periféricas al palacio. Allí tuvo que quedar registrado quién carajo estuvo en esa Prevención con ese sobre… —Sí, mi comandante. Ya le digo al encargado de vigilancia audiovisual que le traiga las grabaciones… si me necesita me manda a llamar otra vez… es que ya están volviendo los colicazos, mi Comandante. Edelmiro Berroterán observó cada una de las grabaciones que le entregaron y su sudoración se hizo más copiosa cuando vio que quien metía el sobre por debajo de la puerta parecía ser él mismo, disfrazado con su mono deportivo azul marino, la gorra que le cubría los ojos y el falso bigote que utilizó cuando llevó a Cocó Villasmil al Sueños Inn y cuando asesinó a María Virginia aquella madrugada. Quien estaba detrás del sobre era alguien que parecía conocer muy bien la historia de la muerte de María Virginia. En las imágenes del video de la calle se observaba al hombre alto con el disfraz deportivo aproximarse a las Prevenciones. De hecho, según descubrió Edelmiro al mirar cada grabación, el hombre había dado una vuelta alrededor del palacio presidencial buscando el momento oportuno para dejar el sobre. Se acercó a la Prevención Uno, pero encontró que el guardia estaba parado en la puerta fumando un cigarrillo, así que siguió de largo saludando con la mano. En la Prevención Dos, una mujer humilde hablaba con el guardia de turno, le enseñaba unos papeles con gesto suplicante. Solo en la número tres, el hombre encontró la oportunidad de deslizar con velocidad el sobre por debajo de la puerta, se levantó, miró a la cámara y se caló la visera hasta taparse con ella la mitad del rostro y con paso veloz, pero sin correr para no llamar la atención, desapareció del campo de visión de la cámara de vigilancia. «Ese tipo conoce la historia y sabe al parecer dónde están ubicadas las cámaras de seguridad del palacio –pensó–. La contextura no se parece a lo que yo recuerdo de Ángel, pero el muchacho pudo haber cambiado en estos ocho años. Con ejercicios y pesas pudo llegar a tener ese cuerpo atlético que se aprecia en las imágenes… o está encompinchado con este hombre… Tendré que ponerme en contacto con ese muchacho». Edelmiro tomó las grabaciones y se fue a su pent-house esa noche. Al llegar, se sirvió un whisky en las rocas, se desvistió y fue hasta la caja fuerte. Allí estaban el atuendo que usó la noche que ahorcó a María Virginia: el mono deportivo, la gorra y el bigote. En la caja fuerte de su despacho en palacio guardaba una réplica idéntica del disfraz. En la de su apartamento, también estaba el crucifijo de marfil, comprado al anticuario en Buenos Aires y que hacía pareja con el que llevaba su mujer en el ataúd. Éste,
deberían ponérselo a él entre las manos al fallecer. Sacó las fotografías de María Virginia y empezó a repasarlas con detenimiento. De vez en cuando, comparaba alguna con la recibida en el sobre misterioso, pero ninguna era exactamente igual a ésta. Definitivamente, Ángel no le había entregado todas las fotos… « ¿Ángel… o quién?» Se quedó dormido sobre el escritorio. Tuvo un sueño angustiante. Se encontraba en una calle solitaria y oscura, las bombillas de los postes estaban quemadas casi todas como en la mayoría de las avenidas del país desde hacía muchos años. De pronto, todo se empezaba a llenar de un agua pestilente y oscura. Era como si una cloaca se hubiera reventado y las aguas negras empezaran a surgir y a correr por la calle. Brotaban de las alcantarillas llenas de basura a cada orilla de la vía. La inundación cada vez se hacía más intensa. El nivel del agua subía a gran velocidad. Le cubría las rodillas. Llegaba hasta sus caderas y ya le cubría los hombros. Edelmiro estiraba el cuello tratando de evitar que el agua hedionda le llegara a la boca. Al mirar hacia una esquina, vio que en una chalana pasaba flotando María Virginia vestida con el ajuar de novia sexy con el que murió y lo señalaba con el dedo. Se despertó sudoroso y vio que el vaso de whisky se había volteado sobre el escritorio y el líquido derramado le mojaba la barbilla y el cuello. 2 Ángel caminaba a eso de las ocho de la noche por la avenida «Gigante» de la capital del país. Una larga vía que repavimentaron, pintaron de nuevo sus señalizaciones y, con bombos y platillos reinauguró Edelmiro Berroterán a los pocos meses de su primer período al frente de la primera magistratura del país. En su discurso, transmitido en cadena de radio y televisión, el general recordó los lazos afectivos que lo unían al Presidente fallecido, haciendo hincapié en que cada decisión qué él tomara como Presidente de la república, la tomaría pensando en que eso sería lo que hubiera hecho «Gigante» si la fatal enfermedad no lo hubiera arrancado en mala hora de este plano terrenal. «Yo solo pretendo continuar la misión que tenía nuestro «héroe», esa misión de dar poder a los pobres y luchar contra la opresión del imperio gringo. Por eso, hoy inauguro esta gran autopista como la primera de las grandes obras que se ejecutarán en honor a nuestro líder máximo, a nuestro santo líder revolucionario y la bautizo como «Autopista Gigante», para que cada vez que circulemos por esta vía, recordemos y honremos a ese gran hombre, patriota y revolucionario…» Unos pocos metros más adelante de donde se encontraba Ángel, debajo de una colosal valla con la imagen de «Gigante» con el puño levantado y la mirada perdida en el horizonte y que ponía en letras cursivas entre comillas «Una
revolución pacífica pero armada», vio que se estaba llevando a cabo una manifestación. Ya era frecuente que al tomar la vía hacia su casa, una noche sí y otra también, en la avenida se hicieran protestas por la situación del país. Unas veces era contra la inseguridad. Otras, contra el alto costo de la vida y la escasez. Muchas por la violación de Derechos Humanos… Pero Ángel hacía mucho tiempo que había decidido que él no se metería en ese tipo de protestas, porque en este país no se logra nada con protestar, porque a quienes tienen el poder les da lo mismo que quemen cauchos, marchen o suenen cacerolas. Ellos tienen el poder y las armas y con eso les basta para mantenerse atornillados en el gobierno y sometida a la población. Como decía su amigo Andrés, recepcionista del Sueños Inn, «En este país los poderosos pueden incluso cambiar la historia y hacer de una mentira una verdad como un templo o, de una verdad, la mayor de las mentiras». Ángel solo quería terminar de sacar su carrera de Comunicación Social que había empezado por fin, luego de que se quedara sin trabajo en el hotel porque la cadena se vino a menos y fue expropiada por Edelmiro Berroterán con el pretexto de acabar con ese «nido de perversión y vicio en plena capital y en las principales ciudades del país. Un muy mal ejemplo para la juventud». «Aquí construiremos unas escuelas técnicas para los jóvenes del país. Para que salgan preparados con un oficio que les permita ganarse la vida con un trabajo honrado». Dijo Berroterán ante las cámaras de televisión el día que ejecutó la medida de expropiación de la cadena de hoteles de fantasías eróticas, junto a su amigo y compadre, Dagoberto Hernández, quien desde una ciudad del interior del país transmitía en simultáneo el mismo evento confiscatorio en las instalaciones hoteleras. Según sus detractores, el diputado Dagoberto Hernández era el verdadero dueño, por medio de testaferros, de la cadena de hoteles Sueños Inn. Las redes sociales reventaron los trending topics ese día de la expropiación. Los seguidores del proceso llevaron a los primeros puestos de Twitter la etiqueta «#DagoSabíamosQueSueñosInnNoEraTuyo», mientras que los opositores le pisaban los talones con su etiqueta: «#ExpropianSueñosInnYDagoGanaMillones». Desde hacía muchos años, la guerra de etiquetas en las redes sociales entre el gobierno y la oposición en el país se había convertido en una suerte de juego político, de pulso nacional para calibrar la popularidad de ambos sectores. En esa ocasión, los seguidores del régimen confirmaron con miles de mensajes la mentira de que Dagoberto Hernández estuviera detrás de la cadena de hoteles pues, si fuera así, no se habría atrevido el general Berroterán a expropiarlos y no estarían juntos en la acción. Pero las voces opositoras aseguraban que todo no era más que una treta de ambos
políticos que, al ver que el negocio se venía a pique, habían decidido expropiar las instalaciones y de esa forma pagarles a los dueños, es decir, a Dagoberto, una cuantiosa suma en dólares por la expropiación y sacar además réditos políticos con la acción. Otros sostenían que todo era una venganza de Edelmiro Berroterán contra su amigo Dagoberto Hernández por la rivalidad política que, aunque ambos se empeñaban en negar ante las cámaras, mucha gente aseguraba que existía. Lo cierto es que ya habían pasado más de tres años de la expropiación de la cadena hotelera y nadie sabía si se había pagado por ella, pero las escuelas técnicas prometidas no se estaban construyendo. Las instalaciones vacías se deterioraban con el paso del tiempo. Algunas personas desvalijaron unas cuantas llevándose mobiliario y piezas de baño, y otras, habían sido invadidas por gente sin hogar, indigentes, malvivientes y drogadictos que convivían allí con delincuentes.