Género, cuerpo y performatividad - Cos i Textualitat - UAB

Lee el siguiente fragmento del «Prefacio» que Judith .... Lee el hipertexto My body, de Shelley Jackson (alojado .... FELSKI, RITA, The Gender of Modernity.
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V Las gramáticas

GÉNERO, CUERPO Y PERFORMATIVIDAD

del cuerpo

Resumen El cuerpo artificial ha sido, en los últimos siglos, un motivo recurrente de la tradición occidental. El presente capítulo pretende recorrer los vínculos entre ese motivo y la subjetividad moderna: en primer lugar, describe la centralidad de los conceptos de disciplina y cuidado de sí como ejes de la subjetividad moderna que sostienen, a su vez, las ideas de cuerpo dócil y manipulable; en segundo término, se detiene en dos motivos tradicionales sobre la artificialización del cuerpo para mostrar las implicaciones políticas que tal imaginario genera a propósito de la identidad y el poder; finalmente, se muestra el vínculo entre ciertas prácticas y figuras posmodernas con el imaginario sobre el cuerpo artificial de la modernidad. En definitiva, se preten de mostrar cómo el cuerpo constituye un lugar ambiguo, sujeto a manipulación, cuyos resultados son también ambiguos y pueden tanto sostener un discurso hegemónico que naturalice la identidad y vectores fundamentales como el género, como socavar ese discurso, haciendo explícito el carácter construido y performativo de la propia identidad.

EL SUJETO MODERNO Y EL CUERPO COMO MÁQUINA: LAS FISURAS DE LA SUBJETIVIDAD EL CUERPO MECÁNICO Y EL CUERPO DÓCIL

La tradición occidental ha privilegiado, a lo largo de los siglos, una idea de individualidad que ha escindido lo espiritual de lo carnal. Como explica Jesús Adrián, el pensamiento occidental se ha interesado históricamente más bien por el primer término de la dicotomía, desplazando lo material a un plano secundario o a la más absoluta insignificancia. No obstante, desde la Edad Moderna, la concepción del sujeto incorpora la materialidad como

Clúa, Isabel, «Género, cuerpo y performatividad». En M e r i To r ra s (e d . ) , C u e r p o e i d e n t i d a d I . B a r c e l o n a : E d i c i o n s U A B , 2 0 0 7.

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El sujeto moderno 181 y el cuerpo como máquina: las fisuras de la subjetividad El cuerpo artificial (I): las autómatas o cómo construir al Otro

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El cuerpo artificial 195 (II): los dandies o la política del artificio Artificialidad 203 obligatoria: cuerpos políticos en la época posmoderna Conclusión

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Ejercicios

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Bibliografía

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eje fundamental, debido básicamente a la aportación de René Descartes. Su contribución más conocida es, sin duda, la del propio sujeto moderno, entendido como una individualidad cerrada, racional, no marcada por ninguna característica que la particularice; una entidad, en definitiva, transparente, una mente pensante recluida en un cuerpo al que anima. Junto a la concepción dualista, Descartes desarrolla una visión mecanicista del cuerpo, que es concebido como un conjunto armonioso de piezas y fragmentos, que se ensamblan como si de una máquina se tratara. Tal concepción, expuesta con detalle en el Traité de l’homme (1648), se orienta a reforzar la supremacía de la mente sobre el cuerpo; no obstante, ese mismo imaginario mecánico del cuerpo se convertirá en un referente básico de las subversiones del sujeto moderno. Pese a la claridad meridiana con la que Descartes traza la figura del sujeto, una estructura dual compuesta de un cuerpo mecánico y una mente que lo anima, y pese a la jerarquía que establece entre ambos componentes, los procesos fundamentales de la modernidad muestran cómo ambos elementos están vinculados por una continuidad más que evidente. En este sentido, Foucault es decisivo a la hora de revisar cuáles son esos procesos, que no son otros que las diferentes formas de normalización y domesticación de los sujetos: así, en Vigilar y castigar, Foucault muestra cómo en la Edad Moderna se despliega un sistema de normalización que se orienta fundamentalmente a la disciplina como mecanismo principal del poder, que determina cuál es la relación de los cuerpos con su entorno. Dicho de otro modo, el cuerpo deja de ser un simple envoltorio del espíritu y se convierte en el núcleo fundamental del control, de modo que las disciplinas corporales redundan en la sujeción del individuo; así pues, el ideal del poder en la Edad Moderna es gestionar y producir cuerpos dóciles, esto es, analizables y manipulables, puesto que la docilidad del cuerpo redunda, finalmente, en la docilidad del sujeto.

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REALIDAD Y REPRESENTACIÓN

En la consolidación del continuo cuerpo/subjetividad ocupa un papel fundamental la crisis del pensamiento ocularcéntrico que autores como Heidegger, Jay, Levin o Crary han considerado rasgo indispensable de la modernidad. Según tales autores, que han insistido desde la filosofía y la teoría del arte en el cambio del pensamiento visual como eje de la modernidad, en la Edad Moderna la visión, tradicionalmente considerada como el más noble y fiable de los sentidos, queda puesta bajo sospecha y ese hecho resulta decisivo para cuestionar el modelo de sujeto racional que proponía Descartes. En el optimista programa cartesiano, los límites de la objetividad coincidían con los límites de la representación visual; por supuesto, los sentidos podían engañar a la razón, pero la observación, el raciocinio y la tecnología eran las herramientas que eliminaban el engaño y conducían a la verdad y la objetividad. Curiosamente es el despliegue tecnológico de la modernidad lo que rompe la idea de que lo que es visible es, a priori, objetivo y verdadero. Las innovaciones vinculadas con lo visual –desde la invención de la fotografía y el cine hasta la difusión de la electricidad– alteran radicalmente la forma de ver, poniendo en duda la realidad de lo que es observado. El caso de la fotografía es paradigmático: el daguerrotipo, inventado en 1839, iniciaba una nueva forma de representación tan minuciosa en el detalle que ponía en cuestión la capacidad mimética de la pintura, hasta entonces el arte figurativo por excelencia. En segundo lugar, como señala Berger, ese mismo realismo mostraba la fragilidad de la frontera entre lo real y su representación. Y esa frontera todavía se pondría más en duda al popularizarse las técnicas de retoque y manipulación fotográfica –que se inician en la década de 1840–, que revelaban cómo una imagen podía tener la apariencia de realidad y ser pura ficción. El caso de la fotografía es sólo el ejemplo más elocuente de cómo los límites entre realidad y representación se difuminan a lo largo de

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Tecnologías del yo. El concepto, tal y como es acuñado por Foucault, se refiere a todas las operaciones que permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin de alcanzar ciertos estados de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad. (Foucault, 1990: 48)

la modernidad. Lo visual deja de concebirse como un espacio limpio en el que las representaciones se disponen ordenadamente, sino que se transforma en una superficie de inscripción en la que pueden producirse una cantidad infinita de efectos. El sujeto cartesiano, pues, no puede enfrentarse al raciocinio y al ser como un proceso de discriminación entre lo real y lo ilusorio a partir de la observación y del despliegue tecnológico; por el contrario, la dualidad entre realidad e ilusión queda rota durante la transformación cultural de la Edad Moderna. El resultado no es la sustitución de la apariencia por el ser sino la fijación de una continuidad entre ambos aspectos: el ser se convierte en la apariencia construida, observada y consensuada a través de las tecnologías,5 sean materiales o discursivas. LAS DOS CARAS DEL ARTIFICIO

El imaginario moderno sobre el sujeto se articula, pues, sobre dos elementos aparentemente opuestos: el cuerpo mecánico, proveniente del racionalismo, cuyas fragmentaciones y engranajes permiten su conversión en cuerpo dócil, susceptible de ser disciplinado en cada una de sus partes. En segundo lugar, la idea de que la materialidad de los cuerpos, su visibilidad, está íntimamente ligada al propio ser, de modo que el orden material se convierte en un elemento central para crear sujetos normalizados. Así, Foucault señala la correlación entre disciplina y distribución de cuerpos en el espacio, y la creación de espacios específicos que ordenen a los cuerpos que exceden el orden (cárcel, manicomio, etc.). En ese sentido es especialmente diáfana la idea de panóptico, estructura creada por Jeremy Bentham como modelo penitenciario, que se convierte en paradigma de la relación entre materialidad, visibilidad y control del ser: el panóptico es una estructura en la que el control emana de la visión del poder; ante él, todo cuerpo/ser está expuesto sin que la fuente de control sea vista y revelada. La exposición del cuerpo ante la mirada del poder se convierte así en la

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metáfora de la subjetividad moderna, y es rentabilizada en algunas de las disciplinas emergentes de la Edad Moderna, como las nuevas ciencias humanas, en especial la psicología.

Visualidad y control. El vínculo entre visualidad y control alcanza una especial diafaneidad con la aparición de nuevas disciplinas que someten al sujeto a una mirada escrutadora a fin de determinar su normalidad o anormalidad. La sujeción a la mirada no es sólo metafórica, sino que se materializa tanto en el lenguaje como en las prácticas que sustentan esas disciplinas. Así, Jay recuerda que muchos de los términos psicológicos configurados durante la época, como el narcisismo, el exhibicionismo o la paranoia tienen relación directa con el imaginario visual. Ver, ser visto o incluso no ser visto devienen asuntos relevantes en la fijación de las patologías del yo. Por otra parte, la exhibición del enfermo y la contemplación de lo anormal constituyen una práctica habitual (como se ve en el cuadro de Brouilhet) que muestra la relación directa entre visualización –del sujeto y la enfermedad– y dominación.

En definitiva, la idea del cuerpo convertido en objeto y expuesto para ser escrutado y finalmente controlado, se erige como ideal normativo. Ahora bien, el interés del poder por los seres culturalmente construidos, concebidos como suma de partes y materias susceptibles de ser controladas una a una a través de la vigilancia se activa también en el imaginario de forma subversiva. Así pues, desde la modernidad, los discursos culturales recogen

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Autómata. Ingenio mecánico que imita la forma y los gestos de un ser animado. 2 Como señala Pedraza en su comentario del mito, lo importante «no es la pasión del hombre hacia la estatua sino el hecho de que la estatua sea de su propia mano, espejo de la mujer ideal que lleva dentro de sí» (Pedraza, 1999: 36). La misoginia de Pigmalión y la materialización de una fantasía sobre la feminidad que resulta superior a la naturaleza son, pues, los dos grandes vectores del mito.

también figuraciones en las que el cuerpo no-natural, manipulable, se convierte en la figura que erosiona precisamente el ideal normativo de sujeto y que consigue escapar de la presión del poder. EL CUERPO ARTIFICIAL (I): LAS AUTÓMATAS O CÓMO CONSTRUIR AL OTRO CUERPOS ARTIFICIALES: BREVE GENEALOGÍA

La figura que responde con mayor claridad a los requisitos del cuerpo mecánico, dócil y regulado por la propia mirada que lo ha manipulado es, sin duda, la del constructo. Aunque las fábulas sobre la creación de vida artificial se remontan a los orígenes de la tradición, siendo la fábula de Galatea y Pigmalión el ejemplo clásico de mayor vitalidad, es en la Edad Moderna cuando la construcción de figuras se convierte en un elemento cultural conspicuo, en especial la construcción de autómatas,5 que empieza a brillar en el siglo XVIII y alcanza su máximo esplendor en la segunda mitad del XIX.

Galatea y Pigmalión: Según la fábula fijada por Ovidio en Las metamorfosis, Pigmalión, rey de Chipre que aborrece a las mujeres por sus múltiples vicios y que las considera indignas de su amor, construye una estatua femenina de mármol cuya belleza supera a la de cualquier criatura mortal. Enamorado de esa figura inerte, Pigmalión implora a Afrodita que la convierta en su esposa y, por mediación de la diosa, Galatea se convierte en una mujer de carne y hueso.2

En ese mismo corte cronológico, el constructo se convierte en un tema literario recurrente, con frecuencia inmerso en tramas narrativas que revelan las inquietudes respecto a él. Así ocurre en el que es, tal vez, el texto que tematiza con mayor éxito esa figura: Frankenstein, de Mary Shelley, en el que la fuente de terror es, aparentemente, la rebelión del constructo contra su creador. De-

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cimos aparentemente porque las lecturas feministas de la novela han mostrado cómo metafóricamente la andadura de la criatura puede entenderse como un reflejo de la situación de la mujer. La mujer, como el monstruo, es un ser construido metódicamente por un creador, el discurso hegemónico y patriarcal, que la modela para después rechazarla y abominar de ella. El cuerpo artificial del autómata se convierte, pues, en un cuerpo ambiguo: por una parte permite la creación de un ser a medida, que complace las fantasías de dominación encarnadas en su creador; por otra parte, el constructo entraña el riesgo de una rebelión sin freno ni límite, pues es ajeno a los valores y principios que garantizan el orden social.

Galatea y la criatura de Frankenstein encarnan la ambigüedad del constructo; la fantasía de creación y dominación en el caso de la estatua, y el miedo a la rebelión en el caso del monstruo.

Pero los peligros del ser artificial son todavía más oscuros, y su faceta más siniestra proviene de su capacidad de poner en duda los límites de la propia existencia humana, convirtiéndose en una figura abyecta.5 Es el relato El hombre de la arena, de E.T.A Hoffmann, el clásico que muestra con mayor claridad esa vertiente siniestra del autómata. En el relato, la inquietud proviene de la continuidad entre el cuerpo femenino natural y el cuerpo femenino artificial, encarnados respectivamente por Clara y Olimpia, mujer y muñeca, que se convierten en

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Abyección. Tal y como lo plantea Kristeva, lo abyecto es todo aquello que perturba el orden identitario, que muestra los límites del ser y que se sitúa al margen de la cultura, delimitándola.

los polos de deseo del protagonista, Nathaniel. La inclinación de éste por la muñeca será la clave de su catastrófico final. Al articularse en esas dicotomías, el cuento de Hoffmann revela un factor esencial en las fantasías sobre los constructos y la dominación: su habitual focalización en lo femenino. El ser artificial femenino es doblemente abyecto, encarna la alteridad por su condición de mujer y de constructo y ello lo convierte en un ser inquietante a la par que tentador en la medida en que llena el deseo de controlar y someter a la otredad. No es extraño pues que las narrativas sobre cuerpos artificiales se desarrollen habitualmente sobre cuerpos femeninos, como ocurre en la antigua fábula de Galatea y Pigmalión, y como ocurre en los textos modernos más célebres, incluyendo en la lista los clásicos La Eva futura (1886) de Villiers de l’IsleAdam o La mandrágora (1911) de H.H. Ewers, o en los relatos de Thea Von Harbou y Philip K. Dick, famosos por su traslación al cine, en las películas Metrópolis (1926), de Fritz Lang, y Blade Runner (1982). Son estos unos pocos ejemplos, los más conocidos, que ilustran esa relación entre feminidad y artificio; no obstante, el catálogo de fabulaciones sobre el tema es extenso, como han mostrado, entre otros, los trabajos de Pilar Pedraza (véase bibliografía). LAS AMISTADES PELIGROSAS: MUJER Y NATURALEZA

Las causas de la proliferación del motivo de las criaturas femeninas artificiales durante los siglos XIX y XX resultan complejas, pero los estudios dedicados al análisis de los modelos de género en ese período (como Dijkstra, Showalter, Gilbert y Gubar, que son los referentes clásicos del estudio de la feminidad en la cultura del siglo XIX) coinciden en señalar la reconfiguración del papel de la mujer en la sociedad moderna. Si bien la idea de la mujer como figura de la alteridad recorre históricamente todo el pensamiento occidental, las condiciones sociales que se gestan en la modernidad agudizan esa percepción de lo femeni-

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no como Otro. En ese aspecto es esencial la imposición del capitalismo industrial como modelo económico y social, que genera una enorme contradicción concerniente a lo femenino: la demanda de mano de obra poco remunerada, indispensable para el desarrollo económico del capitalismo, lleva a la mujer a la incorporación al trabajo. Ese hecho supone la quiebra del gran principio de disciplina genérica que había articulado la vida en Occidente, esto es, la distribución de lo masculino y femenino en los espacios público y privado, respectivamente. Dicho de otro modo, las exigencias económicas suponen en última instancia la ruptura del orden disciplinario desarrollado sobre los géneros. La consecuencia de ello es que la mujer pasa a ocupar espacios inapropiados (los espacios públicos) en los que se hace visible. Ante ese hecho, se despliegan unos imaginarios contradictorios que revelan una misma cosa: la necesidad de volver al orden. Tales imaginarios contradictorios operan con un corpus de ideas antiguas, que fijan, por un lado, la relación de la mujer con la naturaleza y por el otro, la relación de la mujer con lo artificial. Así pues, la cultura moderna, desde las artes hasta las ciencias, reactivan la idea de que la mujer es eminentemente una criatura natural, cuya característica más notable la vincula a los ciclos naturales: el cuerpo femenino es un cuerpo naturalmente materno, aspecto que rige toda su anatomía, morfología y psicología, y que le otorga un espacio concreto en la sociedad, esto es, el hogar, en el que se desenvuelve como cuidadora de la prole pero también del esposo, al que le proporciona un cuidado materno, velando no sólo por su bienestar material sino también por su virtud moral. No obstante, estas fantasías sobre la mujer y la naturaleza que parecen normativizar lo femenino de forma sólida plantean muchas y muy diversas fisuras que los propios discursos normativos recogen. La proximidad de la mujer con la naturaleza genera también una gama de imágenes en las que aquélla deviene un ser irracional, incivilizado, salvaje y en último término incontrolable.

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Feminidad y discurso científico: Si bien es el arte finisecular el que populariza determinadas imágenes de la mujer, buena parte de las fantasías sobre su naturaleza parten del estudio científico, alimentado por un ideal positivista, que acabó aniquilando la visión romántica de la mujer como un ser de perfección moral o ángel del hogar. Las aportaciones científicas sobre este particular fueron muy diversas pero ocupó un lugar central el darwinismo y sus derivaciones: en la escala evolutiva trazada por Darwin la mujer pronto ocupó un lugar más próximo al niño o al animal que al varón, una posición inferior, en definitiva. La inferioridad de la mujer fue abordada con insistencia por una infinitud de autores, desde Lombroso hasta Weininger pasando por Nordau o Moebius, cuyas aportaciones coincidieron en utilizar la «verdad científica» como base de su argumentación.

De ese malestar deriva la otra gran fantasía surgida al hilo de la modernidad: la conversión de la mujer en criatura artificial. Como en el caso anterior, la tradición misógina proporciona un enorme cuerpo de textos que trabajan tanto con la idea de la mujer como creación masculina –como en la ya mencionada fábula de Galatea y Pigmalión, o como una de las versiones de la creación que aparece en el Génesis, en la que la mujer es creada del mismo cuerpo del varón– como con la idea de que la mujer es un puro artificio, una amalgama de suplementos, prótesis y máscaras (maquillaje, pelucas, joyas, atuendo...). La mujer se convierte así en depositaria de una paradoja: es el ser natural por excelencia, pero también es el ser artificial por excelencia. Y esta paradoja se agudiza y se multiplica conforme el desorden social que supone la incorporación de la mujer a lo público no sólo no se neutraliza sino que crece y cobra potencia al surgir, a finales del siglo XIX, los primeros movimientos feministas. Es en ese momento cuando la condición natural y artificial de lo femenino acaban abrazándose: así, la ausencia de raciocinio y la emotividad de la mujer acaban convirtiéndola en un vacío que se puede llenar por la vía del artificio.

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LAS GALATEAS MODERNAS

La mujer, a finales del siglo XIX, se encuentra, por tanto, en una encrucijada discursiva; tal y como señala Hustvedt en su exhaustivo trabajo sobre la cultura finisecular, mientras el cuerpo femenino resulta abyecto porque es natural, la feminidad resulta atrayente porque encarna lo artificial, así, el arte finisecular intentará transformar el cuerpo natural de la mujer en una imagen artificial de sí misma. En este marco conceptual, las narrativas sobre las autómatas, tan populares durante todo el siglo adquieren una transparencia ideológica extrema; el ejemplo que ilumina mejor esa carga ideológica es la novela La Eva futura (1886) de Villiers de l’Isle-Adam, que lleva al extremo la continuidad entre mujer natural/mujer artificial ya presente en El hombre de la arena de Hoffmann pero que invierte su sentido último. Así, en la novela francesa no sólo se exhibe la atracción hacia la criatura artificial, sino que su creador –Edison– proclama su superioridad sobre la criatura natural, una joven de belleza insuperable cuyo espíritu no está a la altura de su gloriosa carne, según las palabras de su desesperado amante, Lord Ewald. Una versión menos literal de las fantasías sobre constructos femeninos la encontramos en la novela de Jean Lorrain, Monsieur de Phocas, en la que uno de sus protagonistas, el pintor Claudius Ethal, es conocido como «el hombre de las muñecas», no tanto por su afición a coleccionarlas como por convertir a sus modelos en inertes y hermosas muñecas, suministrándoles narcóticos y tóxicos que las llevan a la languidez, a la muerte y a la inmortalidad como objetos bellos. Ethal plantea por la vía artística lo que Edison plantea por la vía científica en La Eva futura: la conversión de lo femenino en un objeto construido, que deja atrás los avatares de lo natural para convertirse en un ingenio mecánico superior o en una obra de arte. No obstante, no hace falta recurrir a la literatura decadente para topar con las fantasías de artificialización y control del cuerpo femenino: el ámbito científico proporciona el ejemplo más poderoso, que no es otro que la

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formación del discurso sobre la histeria. Como han destacado los trabajos de Didi-Huberman o Beizer (véase bibliografía), la histeria es una patología que parece surgir de la propia fisiología femenina, como el propio nombre evoca, pero cuyos síntomas desafían cualquier localización orgánica. La sintomatología de la histérica no se ubica en ningún órgano ni revela ninguna disfunción, al contrario, se caracteriza por imitar síntomas de otras enfermedades. Es ese carácter imitativo de la histeria el que suscita toda una gama de procedimientos (hipnosis, dermatografía, etc.) que buscan provocar los síntomas. Bajo el pretexto de la investigación científica, las prácticas con las histéricas acaban poniendo en escena la misma fantasía del constructo femenino: la histérica se convierte así en un cuerpo presuntamente programable y los documentos científicos, como la Iconographie Graphique de la Salpêtrière y las exhibiciones médicas llevadas a término en esta misma institución, pueden ser leídas en paralelo a las exhibiciones de autómatas, es decir, como una muestra del poder de la técnica sobre un cuerpo teóricamente bajo control. Pero es la novela La enferma, de Eduardo Zamacois, el texto que muestra con mayor claridad la voluntad de control y dominación del cuerpo femenino a través del discurso científico de la histeria. En ella, las prácticas terapéuticas que utiliza el médico para curar a la paciente se revelan paulatinamente como procesos de manipulación dirigidos a someter a ésta a la voluntad de aquél, de modo que tanto la hipnosis como el resto de prescripciones que se aplican a la protagonista no tienen otro cometido que sugestionarla para que acceda a las pretensiones eróticas del psiquiatra. CUANDO GALATEA ES PIGMALIÓN

La fantasía de control tecnológico y artístico sobre la mujer y la sustitución de ésta por seres inertes y artificiales planteaba, sin embargo, algunas fisuras que la misma cultura del fin de siglo supo aprovechar. El caso de la histeria ejemplifica también los puntos débiles de esa

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fantasía: como apuntan Didi-Huberman en sus trabajos sobre la histeria o McCarren en sus investigaciones sobre danza y espectáculo en el fin de siglo, la exhibición teatral de las histéricas que comentaba anteriormente suscita muchas dudas sobre los rasgos miméticos de su enfermedad así como la capacidad de las enfermas a la hora de representar un papel. Lo cierto es que el cuerpo histérico es por definición performativo y desarrolla una actuación inducida, pero mientras el entorno controlado del sanatorio parece situar al psiquiatra como foco de poder, los documentos científicos no siempre apuntan en esa dirección. Lo interesante del ejemplo radica en comprobar cómo los mismos mecanismos de control sobre el cuerpo femenino son subvertidos y el escrutinio y exhibición del cuerpo y su ubicación en el lugar que le corresponde según el orden normativo son precisamente las piezas que permiten romper con ese orden.

Histeria y teatralidad. La relación teatral que se establece entre histéricas e investigadores ha sido señalada por Didi-Huberman, que muestra cómo no sólo los experimentos siguen el modelo repetitivo propio de los ensayos y las funciones teatrales sino que, en definitiva, ambos espectáculos utilizan el cuerpo femenino como objeto expuesto y ofrecido a los ojos del público. La escoptofilia del espectador determinaría, a priori, un campo de fuerzas en el que el sujeto femenino es mera superficie pasiva en la que se inscriben los deseos del ojo que la contempla, pero al mismo tiempo, esa exposición de los cuerpos femeninos, dirigidos por el científico en shows espectaculares, genera muchas dudas sobre quién manipula a quién. La versatilidad y afectación de los gestos de Augustine (una de las histéricas más fotografiadas) o las anécdotas sobre la negativa de algunas pacientes a ejecutar determinadas acciones estando hipnotizadas sugieren una fuerte ambigüedad.

Un fantástico ejemplo literario de este procedimiento lo constituye la novela Monsieur Vénus, de Rachilde, una de las escritoras más destacadas y escandalosas del fin de siglo francés, que se apropia de las fantasías sobre el control del cuerpo femenino cruzándolas con una ácida revi-

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sión de la división de espacios sociales y géneros. Por una parte, la novela puede entenderse tanto como una historia de amor como una crónica científica, en la que la amante construye a su propio objeto de deseo: Jacques, el elemento masculino de la historia es la materia a la que Raoule, la protagonista, da forma; en ese sentido, la novela no pasaría de ser una simple inversión genérica de las fantasías sobre la vida artificial si no fuera porque esa situación anómala es reconducida a través de una nueva anomalía, la ritualización de los hábitos y prácticas de la pareja que feminizan a Jacques y convierten a Raoule en el «hombre» de la relación. Así pues, la relación desarrolla la normativa de género –como el dimorfismo ideal y complementariedad heterosexual de los cuerpos– pero aplicándola sobre los cuerpos «inapropiados», lo que, a la postre, muestra la arbitrariedad de esa normativa. El caso de Monsieur Vénus es uno de los pocos textos que ponen en funcionamiento de forma clara la manipulación de otro cuerpo por parte de una figura femenina. Otra de esas honrosas excepciones es la doble novela de Gaston Leroux La muñeca sangrienta y La máquina de asesinar, en la que aparece un autómata masculino creado por mano de mujer. Pese a que la novela se desliza por el territorio del folletín y posee una densidad temática mucho menor que otros ejemplos citados, la relación entre creadora y criatura no deja de ser significativa en tanto que el componente erótico en ella aflora con claridad. Si bien al final de la novela Christine ha destruido al autómata y está felizmente casada con su eterno pretendiente, la joven conserva los restos de la criatura. O eso cree, pues el irónico final desvela que su esposo ha tomado las precauciones correspondientes y se ha deshecho de ellos. Ese gesto del esposo no sólo elimina la tentación erótica que el contructo representa para su esposa, supone también la eliminación del genio creativo de Christine, despojándola de su obra maestra. Y este aspecto es fundamental: la idea de una mujer creadora contraviene los discursos normativos sobre la feminidad, que equiparan a la mujer con un ser sin genio cuya única creatividad, en sen-

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tido literal, está limitada a la reproducción y no a la producción. Ese hecho traza una nueva gama de lugares comunes sobre el género, que vinculan la intelectualidad, la agentividad y la producción de seres con la esterilidad y lo antinatural. Dicho de otro modo, las mismas creadoras resultan tan artificiales como sus creaciones, pues se oponen a los «designios naturales» propios de su sexo. De ahí que las relaciones entre mujer y artificio tengan una representación mucho más fructífera cuando el sujeto y el objeto de la creación coinciden, esto es, cuando los procesos de artificialización se aplican sobre ellas mismas. EL CUERPO ARTIFICIAL (II): LOS DANDIES O LA POLÍTICA DEL ARTIFICIO LA ARTIFICIALIZACIÓN DEL SER: EL DANDYSMO

Al margen de las narrativas sobre la construcción –sea literal, sea metafórica– de otros seres, la artificialidad como ideal del sujeto se articula en la segunda mitad del XIX de una forma muy particular a través del fenómeno del dandysmo. El dandysmo se ha entendido con frecuencia como una estetización banal de la existencia, un ejercicio de superficialidad basado en la elegancia y el lujo. No obstante, los textos que teorizan el dandysmo lo muestran como un fenómeno mucho más complejo, que contextualizado en la cultura del fin de siglo, constituye uno de los desafíos más sólidos a los discursos normativos. En este contexto entenderemos, pues, el dandysmo como el ejercicio de artificialización de la existencia desarrollado con un propósito político que consiste en desnaturalizar el sujeto y mostrar la convencionalidad de las normativas identitarias. Ese ejercicio se realiza, sobre todo, mediante el uso de tecnologías naturalizadas, esto es, elementos aparentemente vacíos de significado y sujetos a la utilidad (como la ropa o el mobiliario) que al ser arrancados de la nor-

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malidad exhiben su carga significativa. Los instrumentos que intervienen en ese ejercicio son, por excelencia, todo aquello considerado supletorio y externo a la identidad de modo que al ser utilizados en la construcción de una identidad pública, generan la ruptura del binomio esencia y apariencia. UNA APROXIMACIÓN AL FENÓMENO DEL DANDYSMO

El fenómeno del dandysmo se forja a lo largo del siglo XIX pero es en su segunda mitad cuando es teorizado y se convierte en un elemento recurrente en los discursos culturales. Existe un consenso generalizado a la hora de considerar a Beau Brummell como el primer dandy que se presenta y es reconocido como tal; es también Brummell el objeto del primer gran texto teórico sobre el fenómeno, el volumen Del dandismo y Georges Brummell, escrito por Barbey D’Aurevilly. Éste establece como característica fundamental del dandysmo la capacidad de producir siempre lo imprevisto y de desafiar las reglas y las convenciones haciendo uso de ellas. Esta relación ambigua con el poder es destacada también por otro de los grandes teóricos del dandysmo, Baudelaire, en su obra El pintor de la vida moderna. Baudelaire habla de la necesidad de autoconstrucción y de originalidad, pero siempre en diálogo con los límites de la convención. Pero es en el final de siglo cuando el dandysmo se convierte en lugar común de la cultura y se extrema en cuanto a ideal, como lo muestra la contribución de Oscar Wilde, entre cuyas afirmaciones encontramos algunas tan inequívocas como «Uno debería ser una obra de arte, o llevar puesta una obra de arte» y «El primer deber en la vida es ser tan artificial como sea posible. El segundo deber, nadie ha descubierto aún cuál es». Al margen de la provocación que entrañan sus aforismos, Wilde apunta hacia el verdadero núcleo del fenómeno, que no es otro que el desprecio de lo natural, entendido como un lugar de expresión vulgarizado y populariza-

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do, como lo indica en otro de sus textos: «Ser natural es ser obvio y ser obvio es antiartístico» (El crítico como artista). En este caso, la voz de esa afirmación corresponde a un personaje de ficción, Vivian, que encarna como tantos otros al dandy. Por ello afirmábamos más arriba que es en el fin de siglo cuando el dandy se convierte en una figura reconocible, pues su presencia como figura literaria es enorme. Por citar sólo los casos más conocidos, entre ellas se pueden contar a Lord Henry (El retrato de Dorian Gray), quien no sólo encarna una de las más conseguidas puestas en escena del dandysmo sino que también establece una relación de creación respecto a Dorian, en la medida en que éste es adoctrinado y modelado por Lord Henry. Pero sin duda, el gran dandy literario es el Duque Des Esseintes, protagonista de la novela de J.K. Huysmans, À rebours, cuyo argumento precisamente puede entenderse como la descripción detallada de todas y cada una de las facetas que el dandy debe cuidar en su existencia. El personaje de Des Esseintes muestra con claridad algunos aspectos frecuentemente olvidados pero esenciales en la vida del dandy: la disciplina casi ascética con la que se construye así como el indispensable papel que ocupa el rechazo a lo natural. En cualquier caso, en 1890, fecha de publicación de la novela y en las décadas siguientes, el dandysmo alcanzó tal popularidad que la lista de ejemplos es interminable. Hay que consignar, no obstante, que junto al dandy emergió en esas mismas fechas la figura del snob, es decir, el ser que utiliza los instrumentos del dandy (elegancia, refinamiento, provocación...) no para cuestionar la normativa sino para reforzar su posición en la escala social, buscando el aplauso y la admiración que le garanticen un lugar entre las élites.

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Imágenes clásicas y contemporáneas del dandysmo. La caricatura de James Whistler dibujada por Aubrey Beardsley y la fotografía de Cecil Beaton muestran la imagen típica del dandy clásico (arriba), imagen que persiste en la actualidad en usos diversos (abajo).

GÉNERO Y DANDYSMO

Por norma general se entiende que el dandysmo es un fenómeno que presenta una asimetría de géneros muy marcada, es decir, que es un fenómeno desarrollado exclusivamente por varones y que no existe el dandysmo femenino. De hecho, el plano genérico es uno de los puntos más conflictivos del fenómeno, marcado por una doble afirmación que resulta contradictoria. Así, mien-

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tras Baudelaire afirmaba que la mujer es lo contrario del dandy porque es natural, Barbey d’Aurevilly apuntaba justo en la dirección opuesta al afirmar que para el dandy, como para la mujer, parecer es ser. Si atendemos con atención a ambas frases, veremos cómo en ellas están depositadas las dos ideas sobre lo femenino de las que hablábamos más arriba: en el caso de Baudelaire predomina la idea de que la mujer es natural, mientras que Barbey se ampara en la posición contraria, es decir, que la mujer se construye artificialmente a través de elementos cuyo cuidado es considerado femenino (maquillaje, adorno, atuendo, etc.). Más aún, el propio Baudelaire se acerca a esta idea en su «Elogio del maquillaje» y como señala Garelick, las mujeres que elogia en El pintor de la vida moderna también aparecen contempladas bajo el prisma de lo artificial. Esta aparente paradoja ilustra perfectamente la compleja presencia del género en los ejercicios del dandy: en primer lugar, la observación de Barbey d’Aurevilly muestra cómo la marca genérica de determinadas prácticas es variable, en la medida en que el dandy se apropia de gestos que tradicionalmente se atribuían a las mujeres para construirse. Ese hecho constituye, como ha mostrado, entre otros, Felski, una actitud política muy clara, de modo que se puede detectar en el dandysmo un uso interesado de los rasgos de género orientados a subvertir el modelo de varón burgués heterosexual que es normativo, de ahí que muchos de los dandies reales e imaginarios y muchos héroes decadentes cultiven un perfil feminizado que a la postre desnaturaliza los roles de género. La naturalización de ciertos modelos de feminidad explica, además, la ausencia de dandies femeninas en los estudios sobre la cultura de la época. El género es, a lo largo del XIX y especialmente en su final, un auténtico campo de batalla político en el que las figuraciones sobre lo femenino se codifican bajo dos grandes estereotipos: la mujer frágil, angélica, que asume los papeles de madre y esposa modélica, cuya sexualidad está perfectamente encauzada por la vía institucional del matrimonio y la

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mujer fatal, diabólica, que está al margen de esos cauces y cuya sexualidad está, por tanto, fuera de control. La importancia de esos grandes estereotipos ha pesado enormemente a la hora de leer a ciertas mujeres como dandies: con frecuencia, su actitud de desafío a la norma y su oposición a las normativas de género las han reducido a la etiqueta de mujeres fatales. Así ha ocurrido, por ejemplo, con Raoule, la protagonista de la ya citada novela Monsieur Vénus, de Rachilde. Obviamente, la joven se pliega a las características básicas de la mujer fatal, pues lleva a la muerte a la persona que la desea y su sexualidad está fuera de control, al menos durante buena parte de la novela. Ahora bien, el propio texto muestra el parentesco de la joven con reconocidos dandies: así, ella es el último vástago de una familia aristocrática que se extingue, como ocurre con el Duque Des Esseintes, y su comportamiento se altera definitivamente al leer un libro, como en el caso de Dorian Gray. Más allá de esos detalles puntuales, Raoule despliega en paralelo a la construcción de su amante una cuidada construcción de sí misma; desde el inicio de la novela la vemos sumergida en unas redes de refinamiento y exhibiendo una potente conciencia de su propia identidad como un espectáculo, y a lo largo de sus páginas tal construcción la llevará a prácticas extremas como el continuo travestismo, de mujer a hombre y de hombre a mujer, que acaba manifestando cómo su identidad no existe fuera de las apariencias que muestra, o en los términos usados por Barbey d’Aurevilly, cómo su ser es su parecer. Otro caso evidente en el que la etiqueta de mujer fatal ha eclipsado el tema del dandysmo es el de la protagonista de La Quimera, de Emilia Pardo Bazán. Espina Porcel actúa en efecto como una mujer fatal, y el texto remite a ese hecho, desde el propio nombre de la protagonista hasta su oposición al tipo angélico encarnado por otro de los personajes femeninos. Ahora bien, su caracterización pasa por elementos ya conocidos: Espina es vista, literalmente, como una obra de arte, y como una obra de arte es su existencia, a la que se califica de inimitable y

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construida con desprecio de las normas admitidas; es imposible distinguir en ella lo accesorio de lo suplementario, pues sus vestidos son ella misma, como nos dirá el narrador, y en boca de la dama escuchamos, además, agudos desprecios contra lo natural, como es propio de los dandies mencionados anteriormente. Pero es en otra novela de Emilia Pardo Bazán donde esos mismos elementos del dandysmo femenino adquieren un absoluto carácter transgresor; me refiero a Dulce dueño, en la que la protagonista inicia su andadura con un cambio de identidad debido a la recepción de una herencia que pone en entredicho todo su pasado. Lina decide construir esa nueva vida a partir de la copia literal del modelo que su propio confesor le propone (la vida de Santa Catalina de Alejandría); así pues, el refinamiento que despliega es planteado como un ejercicio de autoconstrucción y de acrisolamiento espiritual. El juego con la norma –en este caso, el modelo de la Alejandrina– es precisamente lo que le permite subvertirla, en términos de género: mientras el confesor le brinda ese modelo para controlar su sexualidad hasta que la canalice a través del matrimonio, Lina lo utilizará para afianzar la autonomía que emana de su condición de huérfana, soltera y mujer adinerada. Más allá de la literatura, lo cierto es que durante el fin de siglo y las primeras décadas del XX, otras muchas mujeres supieron apropiarse de los mecanismos del dandy para construir personajes públicos cuya excentricidad iba más allá de la provocación y era utilizada para generar un espacio de autonomía. Habitualmente, se cita a la Marquesa Casatti como el ejemplo más obvio de dandysmo femenino, pero es también posible observar desde ese prisma a otras muchas mujeres cuya relevancia en la vida pública fue notoria. En especial, cabe destacar a las escritoras que operaron en el París de la época, empezando por la ya mencionada Rachilde, cuya tarjeta de presentación, en la que se definía como «homme de lettres», ya da cuenta del uso de la impostación en su faceta pública. Esa misma consideración de la identidad como

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espectáculo fue común entre muchas de las escritoras que frecuentaron los salones del momento, como Natalie Barney o Djuna Barnes, ya entrado el siglo XX. Pero quizás fueron las actrices y las damas del espectáculo quienes mejor amortizaron el juego de identidades, géneros y normativas que puso en escena el dandysmo. No parece casual que el fenómeno de las divas surgiera en el mismo contexto que el dandysmo, ni que las más renombradas actrices y bailarinas mantuvieran estrechos contactos con teóricos del dandysmo y dandies avant-lalettre. Ida Rubinstein, Eleanora Dusse, Louie Fuller o Adah Menken garantizaron su actuación en los escenarios a través de una compleja actuación fuera de ellos, construyendo unos personajes públicos refinados y desafiantes. Pero es sin lugar a dudas Sarah Bernhardt el ejemplo más completo de diva y de dandy, siendo ambas facetas dos caras de la misma moneda: Bernhardt se convirtió en el icono de la decadencia parisina y en el centro del escándalo permanente, cultivando su propia imagen de mujer excéntrica y refinada, materializando la escritura de su vida en unas memorias que muestran la compleja creación que llevó a cabo de su propio personaje.

La marquesa Casatti y Sarah Bernhardt, dos ejemplos de creación de personaje público y artificialización de la propia identidad.

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ARTIFICIALIDAD OBLIGATORIA: CUERPOS POLÍTICOS EN LA ÉPOCA POSMODERNA DEL AUTÓMATA AL CYBORG

Desde el cuerpo mecánico que Descartes describió en su Traité de l’homme hasta la deliberada construcción identitaria que efectúan los dandies, existe una distancia muy marcada que se puede considerar como auténtico síntoma de la erosión del sujeto que atraviesa la modernidad. Si en el ideal racional y normativo el cuerpo maquínico, compuesto de piezas, garantizaba la efectividad de la disciplina, en cuanto que actuar sobre una parte alteraba la totalidad, los imaginarios del autómata y el dandy utilizan el mismo recurso, la modificación de la parte, para huir de una subjetividad fija y estable. Más importante es aún que esas modificaciones alteran condiciones supuestamente naturales que se revelan como tecnologías del yo: es el caso del género, que se ha reseguido atentamente a lo largo de las páginas anteriores. Los ejercicios de artificialidad que supone la construcción/autoconstrucción de los seres suponen mostrar el conjunto de piezas y engranajes que configuran el género, revelando a éste como una actuación que depende de la repetición de determinados rituales y el uso de determinados elementos. La materialidad del cuerpo es el lugar en el que se encajan esos elementos y donde se escenifican esos rituales, de modo que se establece una continuidad entre lo orgánico y lo inorgánico, lo natural y lo artificial. Esta continuidad se ha agudizado progresivamente confor me la idea del sujeto cartesiano se ha debilitado y conforme se han abierto nuevas aplicaciones tecnológicas que han multiplicado los modos de manipular y modificar el cuerpo y el ser. Es, pues, a finales del siglo XX, como señalaba Donna Haraway, pionera en el estudio de las relaciones entre la ciencia, la tecnología y el género, cuando la condición híbrida de los cuerpos y los sujetos ha alcanzado su máxima visibilidad; la popularización de la tecnología ha

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Ciberfeminismo. Se trata de una corriente teórica reciente dentro de los feminismos que asume las nuevas tecnologías de forma optimista, de modo que son consideradas medios para redefinir la realidad de género y romper determinadas formas de sumisión genérica.

hecho inconcebible la idea del cuerpo natural, así, por ejemplo, el ciberfeminismo 5 ha hecho hincapié en la construcción de la subjetividad a través de la prótesis, lo inorgánico y los flujos de información que miles de personas desarrollan cotidianamente a través de internet. Prácticas como el uso de la mensajería instantánea o la escritura de blogs hacen colisionar conceptos como la intimidad, la privacidad y la sinceridad con la exhibición, lo público y lo artificial. En esta coyuntura tecnológica ha sido el ciberarte, y particularmente el ciberarte de raíz feminista, la práctica que ha trabajado con mayor agudeza la condición siempre híbrida del cuerpo, el sujeto y las marcas que lo configuran como tal. Trabajos como Involuntary Reception, de Kristin Lucas o Dollspace, de Francesca da Rimini presentan figuraciones de lo femenino que enfatizan ese carácter híbrido del sujeto, asumiendo políticamente el rechazo de los esencialismos de género propios del posfeminismo. Pero es sin duda Shelley Jackson –como las anteriores, una de las ciberartistas más comprometidas con las reivindicaciones de género y con una concepción posmoderna de la identidad– quien mejor engarza esa vertiente política en la tradición precedente, en trabajos como My Body, Patchwork Girl o The Doll Games, que se centran en la exploración del carácter textual del cuerpo. En muchos casos, los trabajos se remontan a la clásica figura del constructo: ya sea en la forma de las muñecas anónimas cuya vida y parafernalia es expuesta en The Doll Games, ya sea mediante guiños a constructos tan famosos como Pinocho (en el relato «Musée Mecànique») o la criatura de Frankenstein en la ya citada Patchwork Girl. Por otra parte, My Body utiliza, en parte, el discurso de la intimidad que proporciona el soporte autobiográfico para mostrar la artificiosidad de toda identidad, entretejida siempre con los discursos, artefactos y relatos que la rodean. El cuerpo hipertextual que organiza el trabajo es presentado fragmentariamente, de modo que la construcción de la identidad total es invariablemente el resultado del recorrido determinado por el propio lector, lo que evidencia

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el carácter siempre inestable de la propia materialidad del cuerpo. En cualquier caso la contribución del ciberfeminismo y las ciberartistas militantes al imaginario contemporáneo permite trazar el paso del autómata al cyborg como mito político que propone Donna Haraway: si la autómata femenina solía ser la expresión de un deseo ajeno que se convertía en norma, la cyborg utiliza su propio deseo para rehuir los dos conceptos que dominaban al sujeto moderno: unidad y naturalidad. EL MODELAJE DE LOS CUERPOS

Sin embargo, la asunción de que el cuerpo y la identidad son manipulables no implica automáticamente el desarrollo de una agentividad. Por el contrario, la popularización de la tecnología se muestra ambigua al respecto: del mismo modo que internet ha proporcionado una plataforma tecnológica que ha favorecido la reflexión y la política sobre el sujeto posmoderno, la red se encuentra también en el centro de una serie de prácticas que nada tienen de liberadoras. De algún modo, la red es también un territorio que genera nuevas normativas sobre la identidad y perpetua otras viejas; por aportar un ejemplo esclarecedor, sólo hay que pensar en la objetivización, fragmentación y mercadeo al que el cuerpo (femenino, especialmente) es sometido en el millonario negocio de pornografía on-line. En realidad, la ambigüedad de la tecnología parece ser inherente a ella: como ya se ha visto, las fantasías tecnológicas sobre cuerpos artificiales desarrolladas en la modernidad pueden servir tanto al delirio normativo como a su subversión. La contemporaneidad no es distinta en este aspecto, y como señalan Anne Balsamo o Judy Wacjman, dos de las teóricas más destacadas actualmente en el campo del género y la tecnología, ésta no puede entenderse al margen de los usos de ésta, marcados institucionalmente, por lo general, de forma bastante conservadora. Tampoco puede entenderse al margen de su propio

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consumo, es decir, de las implicaciones económicas que rodean la tecnología. En este aspecto, Anne Balsamo es especialmente lúcida al relacionar diversas prácticas tecnológicas típicamente posmodernas (desde el uso de internet hasta las innovaciones en materia reproductiva pasando por la cirugía estética o el body-building) y mostrar la ambivalencia de éstas respecto al poder. De todas ellas es quizás la cirugía estética el fenómeno que muestra de forma más aguda esa ambivalencia: por una parte, ha sido criticada por buena parte de la crítica feminista, que la ha considerado una tecnología opresiva que interviene invasivamente sobre el cuerpo femenino para acercarlo a unos ideales de feminidad hegemónicos; por otra parte, la propia Balsamo afirma, la modificación del cuerpo muestra clarísimamente la noción construida de belleza, y rompe con la idea de un cuerpo natural (Balsamo, 1996). Si bien Balsamo y otras especialistas en la materia asumen el riesgo que genera la banalización de esta tecnología por parte del discurso hegemónico, también advierten que no sólo es una práctica que erosiona esta idea de cuerpo/sujeto natural sino que incluso puede concretarse en prácticas subversivas, cuyas consecuencias traspasan la epidermis. Como Judith Butler señala, las disrupciones en los contornos corporales, supuestamente estables, se convierten en un elemento fundamental para socavar los constructos represivos genéricos e identitarios, tal y como se evidencia en la aportación de artistas como Orlan, que han puesto la cirugía estética al servicio de acciones artísticas cuyo cometido es exactamente ese. La cirugía estética, por tanto, se configura como una práctica ambivalente que entronca tanto con las fantasías de creación de cuerpos y sujetos conformes a la norma, como con las fantasías subversivas de autocreación. CONCLUSIÓN Como se ha intentado mostrar, la persistencia en el imaginario de ciertas figuras vinculadas a lo artificial puede

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considerarse una constante en el pensamiento occidental de los últimos dos siglos. El cuerpo literalmente construido del autómata, la autocreación del dandy o las siluetas cinceladas que proporciona la cirugía estética son ejemplos que literalizan el hecho, en la actualidad irrebatible, de que el cuerpo es el lugar de la identidad y que ni ésta ni aquél son espacios estables o cerrados. Asumido eso, determinar las consecuencias políticas de las prácticas que artificializan el cuerpo resulta más complejo. Como apunta Butler, la sujeción es siempre ambigua, es lo que nos forma como sujetos pero también lo que nos subordina al poder: la propia asunción de la subjetividad implica medirse con las normativas que generan ese espacio, de modo que toda operación sobre nuestros cuerpos y nuestra identidades, toda actuación que ponga en movimiento, deliberadamente o no, los principios que nos forman supone una negociación con los discursos hegemónicos. Que los refuerce o los erosione no depende exclusivamente de nuestra voluntad, aunque es indudable que la reflexión sobre los límites de nuestra identidad y nuestra agentividad constituyen el paso previo e ineludible para determinar las políticas apropiadas.

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EJERCICIOS 1. A partir de la lectura de los capítulos «La sombra del upa» y «Primera aparición de la Máquina en la Humanidad» de La Eva Futura, o de la totalidad de la novela, comenta: a) la relación entre feminidad, naturaleza, artificialidad y b) la idea del cuerpo como máquina y la correlación entre materialidad y espiritualidad. 2. A partir de la lectura de los siguientes fragmentos, comenta cuáles son las principales características del dandysmo, poniendo especial atención a las nociones de naturaleza, originalidad, convención y complemento. Charles Baudelaire, Le peintre de la vie moderne (114-115) [El dandysmo] se trata ante todo de la ardiente necesidad de construirse una originalidad, contenida en los límites exteriores de las conveniencias. Es una especie de culto de sí mismo, que puede sobrevivir a la búsqueda de la felicidad que se descubre en los demás, por ejemplo en la mujer, y que hasta puede sobrevivir a todo lo que se suele denominar como ilusiones. Es el placer de sorprender y la satisfacción orgullosa de no ser sorprendido jamás.

Barbey d’Aurevilly, Del dandismo y de George Brummell (138-139) Una de las conscuencias del Dandismo, una de sus principales características –mejor dicho, su característica más general– es la de producir siempre lo imprevisto, ese algo que el espíritu acostumbrado al yugo de las reglas no puede esperar en buena lógica. Excentricidad, ese otro fruto que genera la tierra inglesa, también lo produce, pero de un modo desmesurado, salvaje y ciego: es una revolución individual contra el orden establecido y algunas veces contra la naturaleza toda... pero aquí lindamos ya con la locura. El Dandismo, por el contrario, se burla de la regla y sin embargo la sigue respetando. La padece y se venga de ella sufriéndola; la invoca cuando la elude; la domina y es dominado por ella, alternativamente, en una especie de doble y mutable carácter. Para jugar este juego es preciso contar con todas las ductilidades de que se compone la gracia, al igual que los cambiantes del prisma forman el ópalo al reunirse.

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Oscar Wilde, La decadencia de la mentira (109, 111, 113) Aunque parezca una paradoja –y las paradojas son siempre cosas peligrosas– no es por ello menos cierto que la Vida imita al Arte mucho más que el Arte imita a la Vida [...]. La Naturaleza no es ninguna gran madre que nos haya engendrado. Es nuestra creación. Es en nuestros cerebros donde despierta a la vida. Las cosas son porque las vemos, y lo que vemos, y cómo lo vemos, depende de las Artes que nos hayan influido. Mirar una cosa es muy distinto de verla. Uno no ve nada hasta que no ve su belleza. Entonces, y sólo entonces, empieza a existir [...]. El Arte crea un efecto incomparable y único y, una vez creado, pasa a otras cosas. La Naturaleza, en cambio, olvidando que la imitación puede convertirse en la más sincera forma de insulto, sigue repitiendo ese efecto hasta que todos acabamos completamente aburridos de él.

J.K. Huysmans, A contrapelo (144) [...] el artificio constituía para Des Esseintes la marca distintiva del ingenio humano. Como él decía, la naturaleza ha cumplido ya su tiempo, pues ha llegado a agotar definitivamente la paciencia de los espíritus sensibles y refinados por la repugnante uniformidad de sus paisajes y de sus cielos. En el fondo, su banalidad es como la de un especialista confinado en su propio campo, y su mezquindad, como la de un tendero que sólo se limita a vender un único artículo excluyendo los demás; ¡qué monótono almacén de praderas y de árboles, qué banal muestra de montañas y de mares! De hecho, no existe ninguna de las invenciones de la naturaleza, por más sutil o grandiosa que se la considere, que el ingenio humano no sea capaz de crear; no existe ninguna selva de Fontainebleau, ningún claro de luna que no puedan ser reproducidos mediante decorados y efectos luminosos con focos eléctricos; ninguna cascada que un sistema hidráulico no pueda imitar admirablemente; ninguna roca que el cartón piedra no pueda llegar a fingir; ninguna flor que no pueda ser igualada por un selecto tafetán y por ingenioso papel pintado. Sin ningún género de duda, la naturaleza, esa sempiterna vieja chocha, ha agotado ya la paciente admiración de los verdaderos artistas, y ha llegado el momento de sustituirla, siempre que sea posible, por el artificio. Y además, si tenemos en cuenta la que se considera como más exquisita de sus obras, es decir, la mujer, cuya belleza es, según la opinión universal, la más original y la más perfecta de las creaciones de la naturaleza ¿es que acaso el hombre no ha llegado a cons-

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truir por sí mismo un ser animado y artificial que, desde el punto de vista de la belleza plástica, podría ser claramente equivalente?

Emilia Pardo Bazán, Dulce dueño (131,178) No llamo la atención desde lejos. De cerca puedo agradar. Nunca he creído en el triunfo de las perfectas. Además, soy de las mujeres de engarce. Lo que me rodea, si es hermoso, conspira a mi favor. El misterio de mi alma se entrevé en mi adorno y atavío [...]. Las perlas nacaran mi tez, los rubíes, saltando en mis orejas, prestan un reflejo ardiente a mis labios, las gasas y los tisues, cortados por maestra tijera, con desprecio de la utilidad, con exquisita inteligencia de lo que es el cuerpo femenino, el mío sobre todo [...] me realzan como la montura a la piedra preciosa. Mi pie no es mi pie, es mi calzado, traído por un hada para que me lo calce un príncipe. Mi mano es mi guante, de Suecia flexible, mis sortijas imperiales, mis pastas olorosas. Toda yo quiero ser lo quintaesenciado, lo superior –porque superior me siento [...]. Quiero la nota de lo superfluo, la que nos distancia de la muchedumbre. Lo que pasa es que procurarse lo superfluo es más difícil que procurarse lo necesario. No se tiene lo superfluo porque se tenga dinero; se necesita el trabajo minucioso, incesante, de quintaesenciarnos a nosotros mismos y a cuanto nos rodea. La ordinariez, la vulgaridad, lo antiestético nos acechan a cada paso y nos invaden, insidiosos, como el polvo, la humedad y la polilla [...]. Por otra parte, como no soy un premio de belleza, lo que me realza es el marco, quiero ese marco, prodigio de cinceladura, bien incrustado de pedrería artística, como el atavío de mi patrona, la Alejandrina, que amó la Belleza hasta la muerte.

3. Lee el siguiente fragmento del «Prefacio» que Judith Butler esribió en la reedición de su libro El género en disputa con motivo del décimo aniversario de su publicación. En él, Butler habla del travestismo como práctica que desestabiliza la realidad del género. Comenta esa idea en relación con las siguientes imágenes y con las ideas expuestas a lo largo del capítulo.

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[…] La discusión del travestismo que El género en disputa ofrece para explicar la dimensión construida y performativa del género no es precisamente un ejemplo de subversión. Sería un error tomarlo como paradigma de la acción subversiva o, incluso, como modelo de la acción política; se trata de algo bastante diferente. Si pensamos que vemos a un hombre vestido de mujer o a una mujer vestida de hombre, entonces estamos tomando el primer término de cada una de esas percepciones como la «realidad» del género: el género que se introduce mediante el símil carece de «realidad», y se considera que constituye una apariencia ilusoria. En las percepciones en las que una realidad aparente se une a una irrealidad, pensamos que sabemos cuál es la realidad, y tomamos la segunda apariencia del género como un mero artificio, juego, falsedad e ilusión. Sin embargo, ¿cuál es el sentido de «realidad de género» que funda de este modo tal percepción? Tal vez pensamos que sabemos cuál es la anatomía de la persona (a veces no, y seguramente no hemos advertido la variación que existe en el nivel de la descripción anatómica). O deducimos ese conocimiento de la vestimenta que dicha persona usa, o de cómo se usan esas prendas. Éste es un conocimiento naturalizado, aun cuando se base en una serie de inferencias culturales; algunas de las cuales son bastante erróneas. De hecho, si cambiamos el ejemplo del travestismo por el de la transexualidad, entonces ya no será posible obtener un juicio acerca de la anatomía estable partiendo de la ropa que cubre y articula el cuerpo. Ese cuerpo puede ser preoperatorio, transicional o postoperatorio; ni siquiera «ver» el cuerpo puede responder la pregunta, pues ¿cuáles son las categorías mediante las cuales vemos? El momento en que nuestras percepciones

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culturales usuales y serias fallan, cuando no lograrnos interpretar con certeza el cuerpo que estamos viendo, es precisamente el momento en que ya no estamos seguros de que el cuerpo encontrado sea de un hombre o de una mujer. La vacilación misma entre las categorías constituye la experiencia del cuerpo en cuestión. Cuando tales categorías se ponen en duda, también se pone en crisis la realidad del género: se vuelve confuso cómo distinguir lo real de lo irreal. Y es cuando llegamos a entender que lo que consideramos «real», lo que invocamos como el conocimiento naturalizado del género, es, de hecho, una realidad que puede cambiar y que es posible replantear, llámese subversiva o llámese de otra forma. Aunque esta idea no constituye de suyo una revolución política, ninguna revolución política es posible sin un cambio radical en nuestra propia noción de lo posible y lo real. A veces este cambio llega como resultado de ciertos tipos de prácticas que anteceden a su teorización explícita y que provocan un replanteamiento de nuestras categorías básicas: ¿qué es el género, cómo se produce y reproduce, y cuáles son sus posibilidades? En este punto, el campo sedimentado y reificado de la «realidad» de género se entiende como un ámbito que podría hacerse de otra forma; de hecho, menos violento. El objetivo de este libro no es celebrar el travestismo como la expresión de un género modelo y verdadero (aunque es importante resistirse a la denigración del travestismo que a veces se da), sino mostrar que el conocimiento naturalizado del género funciona como una circunscripción con derecho preferente y violenta de la realidad. En la medida en que las normas de género (dimorfismo ideal, complementariedad heterosexual de los cuerpos, ideales y dominio de la masculinidad y la feminidad apropiadas e inapropiadas, muchos de los cuales están avalados por códigos raciales de pureza y tabúes en contra del mestizaje) establecen lo que será inteligiblemente humano y lo que no, lo que se considerará «real» y lo que no, establecen el campo ontológico en el que se puede conferir a los cuerpos expresión legítima. Si hay una tarea normativa positiva en El género en disputa, es insistir en la extensión de esta legitimidad a los cuerpos que han sido vistos como falsos, irreales e ininteligibles. El travestismo es un ejemplo que tiene por objeto establecer que la «realidad» no es tan fija como solemos suponerlo; el propósito del ejemplo es exponer lo tenue de la «realidad» del género a fin de contrarrestar la violencia que ejercen las normas de género.

4. Lee el hipertexto My body, de Shelley Jackson (alojado en [Consulta: 24 de junio de 2007]) y comenta el concepto de cuerpo que

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desarrolla, así como las implicaciones del uso de un formato autobiográfico. Las escrituras de la intimidad también se desarrollan en otras prácticas on-line, como la escritura de blogs. Explora el diario The Affected Provincial’s Almanak [Consulta: 26 de junio de 2007]. ¿Utilizan esos dos hipertextos estrategias similares a la hora de crear la identidad de sus autores? ¿En qué consisten esas medidas? 5. La cirugía estética se ha afianzado en la cultura popular a través de programas como Extreme Makeover (Cambio radical) o de series como Nip/Tuck. A partir del visionado de alguno de sus episodios, comenta las posibilidades políticas del uso de la cirugía estética. A partir de los materiales promocionales de la serie Nip/Tuck comenta la relación del cuerpo femenino con las imágenes de artificialidad vistas a lo largo de este capítulo.

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BIBLIOGRAFÍA LECTURAS RECOMENDADAS

BARBEY D’AUREVILLY, JULES, «Del dandysmo y Georges Brumell». En VV AA: El dandismo. Balzac, Baudelaire y Barbey d’Aurevilly. Barcelona: Anagrama, 1974 (1844). BAUDELAIRE, CHARLES, «El pintor de la vida moderna». En VV AA: El dandismo. Balzac, Baudelaire y Barbey d’Aurevilly. Barcelona: Anagrama, 1974 (1863). DESCARTES, RENÉ, Tratado del hombre. Madrid: Alianza Editorial, 1990 (1648). EWERS, HANS HEINZ, La mandrágora. Madrid: Valdemar, 1993 (1911). HOFFMANN, E.T.A., «El hombre de la arena». En Cuentos. Madrid: Alianza Editorial, 1999 (1817). HUYSMANS, JORIS KARL, A contrapelo. Madrid: Cátedra, 2004 (1884). LEROUX, GASTON, La muñeca sangrienta. Madrid: EspasaCalpe, 2003 (1924). , La máquina de asesinar. Madrid: Espasa-Calpe, 2003 (1924). LORRAIN , J EAN , El maleficio. Madrid: Alfaguara, 2004 (1901). R ACHILDE , Monsieur Vénus. París: Flammarion, 1977 (1884). S HELLEY, M ARY , Frankenstein. Madrid: Valdemar, 1994 (1818). PARDO B AZÁN , E MILIA , La Quimera. Madrid: Cátedra, 1991 (1903-1905). –––, Dulce dueño. Madrid: Castalia. 1989 (1911). VILLIERS DE L’ISLE ADAM, La Eva Futura. Madrid: Valdemar, 1998 (1886). WILDE, OSCAR, La decadencia de la mentira. Langre: San Lorenzo del Escorial, 2001 (1889). , El retrato de Dorian Gray. Madrid: Valdemar, 1997 (1890). ZAMACOIS, EDUARDO, La enferma. Madrid: Cosmópolis, 1927 (1895).

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BIBLIOGRAFÍA SECUNDARIA

El sujeto moderno y el cuerpo como máquina: las fisuras de la subjetividad ADRIÁN, JESÚS, «La genealogía del cuerpo». En Meri Torras (ed.): Corporizar el pensamiento. Escrituras y lecturas del cuerpo en la cultura occidental. Vilagarcía de Arousa: Mirabel, 2006: 17-27. B ERGER , J OHN , Modos de ver. Barcelona: Gustavo Gili, 1975. CRARY, JONATHAN, Techniques of the Observer. On Vision and Modernity in the Nineteenth Century. CambridgeLondres: MIT, 1992. H EIDEGGER , M ARTIN , «La época de la imagen del mundo». En M. Heidegger: Sendas perdidas. Buenos Aires: Losada, 1979. FOUCAULT, MICHEL, Tecnologías del yo. Barcelona: PaidósICE-UAB, 1990. –––, Vigilar y castigar. Madrid: Siglo XXI, 1994. JAY, MARTIN, Downcast Eyes. The Denigration of Vision in Twentieth-Century French Thought. Berkeley: University of California Press, 1994. L EVIN , DAVID M ICHAEL , Sites of Vision. The Discursive Construction of Sight in the History of Philosophy. Cambridge & Londres: MIT, 1997. L EVIN , DAVID M ICHAEL (ed.), Modernity and the Hegemony of Vision. Berkeley: University of California Press, 1993. El cuerpo artificial (I): las autómatas o cómo construir al Otro B EIZER , JANET , «Venus in Drag, or Redressing the Discourse of Hysteria: Rachilde’s Monsieur Vénus». En A. Hustvedt: The Decadent Reader. Nueva York: Zone Books, 1998. pp 242-262 CHARNON- DEUTSCH, LOU, «The Analyst, the Novelist and the Hysteric in the “Case” of Eduardo Zamacois “La enferma”.» En Adelaida Martínez (ed.): Ricardo Gullón: Sus discípulos. Erie, Pennsylvania: ALDEEU, 1995: 61-71.

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GÉNERO,

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