NOTAS
Miércoles 4 de noviembre de 2009
LIBROS EN AGENDA
EL DILEMA DEL MATRIMONIO HOMOSEXUAL
Volver a contar
Frente a las puertas de Adán y Eva
SILVIA HOPENHAYN
C
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PARA LA NACION
UANDO se vuelven a escribir historias remotas aparecen formas nuevas. Como si los relatos más antiguos, casi míticos, con el correr del tiempo fueran arrastrando en su paso lecturas renovadas para viejos fundamentos, y como si esto mismo los volviera tan únicos como cambiantes. A diferencia de muchos textos medievales que se perdieron en la historia con la aparición de la imprenta, la Biblia, en los primeros cincuenta años de este revolucionario invento, ya contaba con ocho millones de ejemplares. Con el tiempo, se traduciría a dos mil idiomas. Y en la traducción está el traslado. Los relatos de la Biblia viajaron en el tiempo y a través de las diversas lenguas, sufriendo y ganando mutaciones. Para un escritor no deja de ser una gran tentación vérselas con las primeras Escrituras y con los mandatos que se afincan en el lenguaje. José Saramago es uno de ellos. Lo demostró con agudeza e imaginación en El evangelio según Jesucristo, su visión literaria del Nuevo Testamento, y ahora vuelve a hacerlo en su nueva novela Caín (Alfaguara). En ella subraya con humor las incongruencias del Viejo Testamento a través de un personaje tan polémico como desquiciado, el propio Caín, convirtiéndonos en testigos de una guerra secular entre el Creador y su Criatura. La historia comienza con un olvido (la minúscula de los nombres corre por cuenta del autor): “Cuando el señor, también conocido como dios, se dio cuenta de que a adán y eva, perfectos en todo lo que se mostraba a la vista, no les salía ni un palabra de la boca ni emitían un simple sonido, no tuvo otro remedio que irritarse consigo mismo, ya que no había nadie más en el jardín del edén a quien responsabilizar de la gravísima falta (…) en un acceso de ira, corrió hacia la pareja y, a uno y luego al otro, sin contemplaciones, sin medias tintas, les metió la lengua garganta adentro”. Desde ese momento, nunca más se entendieron. Podría decirse que la expulsión del Paraíso se debió a esa lengua metida, ya que según Dios no había ninguna serpiente que pudiera haber tentado a Eva a morder la manzana, pero ella dijo que la serpiente se lo había dicho en sueños. Ella le aseguró que escuchó sus palabras. Era cuestión de creer o desterrar. Según Saramago, Dios no creía en Eva. Otro libro, más heterogéneo y heterodoxo, de producción local y candente, es La Biblia según veinticinco escritores argentinos (Emecé), con edición y prólogo de Angela Pradelli y Esther Cross. Según estas dos escritoras, “los libros descienden de libros, y parece que la Biblia es el pariente más remoto, pero también el más cercano.” En todo caso, se vuelve sumamente original leer las reescrituras que autores argentinos –de lo más diversos, en una selección tan rica como ajustada– hacen de distintos episodios y personajes del Viejo Testamento. Desde Griselda Gambaro, que se ocupa de Caín y Abel, hasta la risueña y local lectura que hacen Elvio Gandolfo de Salomón, Guillermo Saccomano, de Jonás, Luis Gusmán, de Ezequiel y Juan Martini, de Judith, y las reescrituras poéticas de Diana Bellessi del Eclesiastés y de Juana Bignozzi, de Proverbios y Salmos, entre muchos otros. Las compiladoras de los textos –verdaderas demiurgas, ya que los textos fueron escritos por encargo– se ocuparon nada menos que de reescribir el Génesis, que comienza arremetedoramente: “Dios no oía”. Es evidente que, si en el principio fue el verbo, todo puede volver a ser contado. © LA NACION
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DIANA COHEN AGREST PARA LA NACION
L
A humanidad se ha dividido desde nuestros ancestros más remotos en dos polos sexuados: hombres y mujeres. Esta distinción hoy está siendo puesta en tela de juicio por la tesis de que los roles sociales deben ser deslindados de las determinaciones orgánicas. Mientras tradicionalmente se adoptó un punto de vista puramente biologista, y se designó “sexo” lo que compete al cuerpo sexuado, masculino o femenino (diferencia anatómica para nada trivial, pues ella es, por lo general, determinante en la posición o el rol que cumple un individuo en la sociedad), en la actualidad la palabra “género” alude a la significación sexual del cuerpo en la sociedad: masculinidad o femineidad. Así, en el marco de esta distinción, el género no depende de la diferencia anatómica, porque se considera una construcción cultural. En la otra vereda del debate, de si se trata de una convención o de un límite biológico, la antropóloga francesa Françoise Héritier declara que la diferencia de los sexos es una estructura elemental, un “sustrato anatómico” y un “alfabeto universal”. Adoptando ya una ya otra de estas posturas irreconciliables, la constelación de razones invocadas a favor y en contra del matrimonio gay ponen al descubierto las diversas facetas que encierra la legalización de esta unión. Por empezar, cuando se invoca que la definición misma del término “matri-
¿Cómo puede ir en contra de la naturaleza algo que ocurre tantas veces en el reino animal? Negar en el ser humano un rasgo que se observa en la naturaleza, se aduce, es la expresión de una mirada antropocéntrica que excluye a nuestra especie del ecosistema. Esta hipótesis proveniente de la sociobiología es fortalecida por científicos que probaron que la orientación sexual, lejos de ser una elección entre otras, se halla predeterminada por nuestros genes. Y dado este componente genético, se debería reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo. Mientras el debate en torno al matrimonio gay se ha centrado en promover derechos iguales para una minoría, se aduce que no puede sino tener drásticas consecuencias para la mayoría. Eliminar la restricción que exige como requisito del matrimonio que sea celebrado entre un hombre y una mujer sería lanzarse por una pendiente resbaladiza y equivaldría a inaugurar la posibilidad de los matrimonios irrestrictos. En particular, se teme que autorizar los matrimonios entre personas del mismo sexo conduzca, a mediano o a largo plazo, a consentir cualquier tipo de matrimonio, sin distinciones de edad, vínculo familiar –violando incluso la prohibición del incesto– y sin atender a otras condiciones que normalmente se tienen por impedimentos para consagrarse en matrimonio. A esta amenaza que, por el momento,
Las razones invocadas a favor y en contra del matrimonio gay descubren las facetas de la legalización de esta unión
Su debate no puede depender de medidas de fuerza ejercidas por los grupos de presión de una u otra vereda
monio” estipula la unión de un hombre y una mujer se alega que eso es desconocer la índole convencional de las definiciones. Si se incorpora la figura de los contrayentes, se argumenta, el contrato matrimonial puede ser aplicado a las parejas del mismo sexo. En contrapartida, quienes rechazan la interpretación del matrimonio como un producto de la convención alegan que se trata de una institución humana, una realidad social y antropológica que antecede al orden jurídico: las leyes que regulan el matrimonio se limitan a reconocer y regular una institución ya existente. Pero los argumentos más invocados en defensa del matrimonio gay son los que sostienen que la libertad incluye derechos tales como la libertad de pensamiento, de creencia, de expresión y a la intimidad, en cuyo marco se es libre de ejercer determinada conducta íntima sin injerencia externa. Por el principio de igualdad ante la ley, todo ciudadano debe gozar de los mismos derechos civiles. Poniendo un límite a esta reivindicación, se dice que los vínculos estables entre homosexuales constituyen una opción libre de quienes eligen ese modo de relacionarse afectivamente no prohibida por la ley. Como todos los actos no prohibidos, posee garantía constitucional. Pero por definición, no constituye ni puede constituir un matrimonio. No por desigualdad ni por discriminación, sino por imposibilidad física y natural. Sylviane Agacinski, portavoz que lidera la oposición a este nuevo formato en
se alega que no es sino un supuesto no probado, se replica que los asesinos convictos, los pedófilos reconocidos, los proxenetas, los traficantes de drogas y de armas son delincuentes que tienen plena libertad para casarse, y lo hacen. La cuestión del reconocimiento legal del matrimonio homosexual es uno de los retos más complejos dirigidos hacia una institución nuclear de la sociedad que, pese a sus diferentes formatos, ha perdurado a lo largo de miles de años y concierne a ámbitos tan diversos como son el jurídico, el cultural, el moral, el psicológico y hasta el comportamental. Su debate no tiene por qué ser relegado a las cámaras legislativas, a los tribunales o a las organizaciones no gubernamentales, mucho menos puede depender, como tantas otras decisiones legislativas en la Argentina de hoy, de medidas de fuerza ejercidas por los grupos de presión de una u otra vereda. A fin de cuentas, el peso de las razones poco o nada tiene que ver con la fuerza con que a menudo son impuestas. Examinar sus aristas, desprovistos de los prejuicios pero conscientes de lo que se juega, nos compete a todos, porque de la aceptación o del rechazo de ese reconocimiento depende, en parte, la organización de la sociedad en la que deseamos vivir.
Francia, señala que “no es la sexualidad de los individuos la que ha fundado el matrimonio y la parentalidad, sino primeramente la distinción antropológica de los hombres y las mujeres”. La resistencia más férrea a la reivindicación de este nuevo formato social proviene, como es de esperar, del ámbito eclesiástico, uno de cuyos sacramentos es el matrimonio patrocinado por Dios como una forma de vida en la que se realiza aquella comunión que implica el ejercicio de la facultad sexual. Por añadidura, se señala que el matrimonio homosexual no tiene como objetivo la procreación, que es el fin del matrimonio tradicional entre un hombre y una mujer. Y, por ende, está desprovisto de las condiciones biológicas necesarias para engendrar y asegurar la supervivencia de la especie. Lejos de ello, ningún acto corporal entre homosexuales puede generar nuevos seres humanos. Y ante esta imposibilidad, recurrir eventualmente a los medios puestos a disposición por los recientes descubrimientos en el campo de la fecundación artificial –por medio de un útero sustituto puesto al servicio de la pareja gay o de la inseminación con semen de donante cuando se trata de lesbianas– implica recurrir a procedimientos de manipulación del embrión que constituyen una falta de respeto a la dignidad humana y a la consiguiente crianza de niños en un formato familiar homoparental.
Este escenario, donde se presenta el matrimonio gay como un ataque mortal contra la institución familiar, es desmentido por los defensores de este nuevo formato cuando apelan a las arenas de la historia, la cual parece demostrar que aquellas instituciones que no tuvieron en cuenta los cambios sociales acaban por debilitarse, mientras que aquellas otras que se acomodan a los cambios son las que se fortifican: la abolición de la esclavitud o la instauración del matrimonio interracial también fueron vistos como transformaciones nefastas para la sociedad de entonces. En una línea vinculada con el argumento de que la homosexualidad altera el orden natural, la postura reivindicatoria del matrimonio gay sostiene que no es una afrenta al orden biológico. En una exhibición realizada en 2007 en el Museo de Historia Natural de Oslo, se muestra que el amor entre ejemplares del mismo sexo se ha comprobado en más de mil quinientas especies animales. Los cisnes son fieles a su pareja toda la vida y también más allá de su muerte, ya sean parejas heterosexuales u homosexuales. El 80 por ciento de los chimpancés pigmeos es bisexual. Al realizar pruebas de paternidad en una colonia de gaviotas, los zoólogos descubrieron que el 20 por ciento de las parejas está integrado por ejemplares del mismo sexo. En el caso de las cacatúas enanas, al parecer, el porcentaje de homosexuales es del 40 por ciento.
© LA NACION
La autora es doctora en Filosofía por la UBA y magíster en Bioética por el Centre for Human Bioethics de la Monash University de Australia. Publicó, entre otros libros, Temas de bioética para inquietos morales.
Drogadependencia, mitos y realidades E
L reciente fallo de la Corte Suprema de Justicia sobre la despenalización de la marihuana para uso personal abarca la orbita de lo jurídico, pero también de la salud, la disyuntiva del límite de las libertades individuales cuando no afectan a terceros y aspectos éticos que van más allá de un cambio de legislación en materia de drogas. Un aspecto favorable sobre el foco moral que conlleva el cambio de legislación es que intenta echar por tierra la conocida definición de que estamos frente a una “guerra contra las drogas”, frase acuñada por Richard Nixon, en 1969, en el contexto de una situación económica y política similar al actual escenario estadounidense. Acuciado por la guerra que no podía ganar y un déficit comercial que controlaba precariamente gracias a maniobras dignas de un equilibrista, declaró, fiel al estilo republicano de buscar funcionales enemigos por doquier, que la droga era el enemigo público número uno. Esta definición, junto con las acciones que la acompañaron, generaron una ideología que sirvió, y aún sirve, para tranquilizar la conciencia de las sociedades de que estamos frente a un ataque externo del cual debemos defendernos de manera implacable. La lista de fracasos de esta forma de pensamiento belicoso y las políticas que nacieron de él es larga. Uno de ellos fue el Plan Colombia, que, después de seis billones de dólares invertidos, obtuvo co-
mo resultado un aumento del 27% de los cultivos de coca en su territorio entre 2006 y 2007 según informes de la ONU. Uno de los grandes errores de pensar las drogas como si fueran un virus con vida propia, alimentando la idea del enemigo externo, es que los mismos sistemas que generan las condiciones para su desarrollo son los que se quitan responsabilidad de ser procreadores de un problema engendrado en las raíces mismas de la sociedad de consumo. De esta manera, se estigmatizó
El mismo sistema que lo genera es el que se quita la responsabilidad de un problema nacido en la raíz de la sociedad de consumo y criminalizó al último de los eslabones de una larga cadena de responsables, a quienes no tienen contactos políticos ni pistas de aterrizaje clandestinas, tampoco conocen de paraísos fiscales ni lavado de dinero. El drogadependiente busca, en un extremo del hiperconsumo, llenar vacíos y compensar su personalidad psicológica y existencialmente frágil en un contexto social con altos umbrales de tolerancia hacia las conductas autodestructivas, junto a padres con problemas para poner límites a esas conductas.
CARLOS SOUZA PARA LA NACION
En el otro extremo, están los adictos que ven un mundo con pocas o nulas oportunidades de pertenecer, acumulando algunos un resentimiento imposible de medir, al cabalgar sobre sus impulsos, sin ningún apego por la vida propia o por la ajena. Desde esta perspectiva, se deben criminalizar los actos delictivos, no la adicción en sí misma. Un tipo de perfil es el de un delincuente que consume drogas y éste consumo amplifica la violencia que naturalmente posee, y otro muy diferente es el de un adicto que delinque a partir de su adicción. Si bien todos los actos violentos que afectan a la comunidad deben ser punibles, la naturaleza de éstos es categóricamente distinta. Entender la diferencia ayudaría a discutir otra forma de estigmatización social: asociar directamente la droga con el delito. Ni todo adicto es un delincuente ni todo delincuente es un adicto. Ciertos fenómenos de masas incluyen generar un excesivo temor a partir de los trágicos y traumáticos episodios que genera la delincuencia, de ahí proviene en una buena medida la radicalización de aquellos que están en contra de la definición de la Corte, generando el mito y un temor al desborde social en materia de drogas a partir del fallo. Nada será muy diferente al sombrío pa-
norama actual con respecto a la ausencia de claras políticas de Estado para contener un problema desbordado. La Iglesia advierte sobre una “despenalización de hecho” en las villas. Fonga, la federación que agrupa a más de 60 ONG dedicadas a la asistencia, denuncia la falta de presupuesto nacional y provincial para atender esta problemática y la descontrolada situación en la provincia de Buenos Aires. La antigua secretaría dependiente del gobierno provincial perdió jerarquía,
Despenalizar el uso de drogas es un avance; el retroceso es el contexto sin rumbo ni contención en el que se da el cambio pasó a la órbita del ministerio de Salud, bajo el rango de subsecretaría. Sin embargo, en una buena parte de los discursos políticos se nombra la importancia de desarrollar programas eficaces de prevención y de asistencia a los adictos. El desolador panorama nacional en materia de drogas se asemeja al desierto y a la ausencia de rumbo en el que vive un adicto. No obstante, la despenalización del uso de drogas es un avance, no un retroceso. Existen muchas experiencias, incluidas las de países vecinos, que demuestran
que el consumo no se descontroló por un cambio de legislación que busca, en definitiva, no criminalizar un problema que debe ubicarse en la orbita de la salud. Sin embargo, resulta un retroceso el contexto sociopolítico sin rumbo ni estrategias de contención definidas en el que se instrumenta el cambio; lo cual no es un error menor. Desde esta visión, el fallo parece más cercano a una salida ilusoria frente a un panorama desbordado, que el producto de una reflexiva y consensuada alternativa en un contexto general que desarrolle sólidos, previsibles y plurales programas asistenciales y preventivos en materia de drogas, educación y salud integral. La realidad es que las drogas seguirán conviviendo entre nosotros. Existe una gravísima problemática desatendida en la dimensión que se merece y que sigue avanzando. La asignación de recursos acordes a la dimensión del problema, actualmente bordean lo irrisorio, la articulación con áreas técnicas de ONG y el diseño de políticas de Estado en la materia son los grandes desafíos pendientes, si son dimensionados de esta forma. Quedar atrapados únicamente en la polarización “a favor o en contra” del fallo de nuestro máximo tribunal es mirar el árbol y no un bosque que, desde hace años, está reclamando cuidados. © LA NACION
El autor es presidente de la Fundación Aylén.