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Francis Drake: El Azote de Dios
El bandido de los mares más temible del siglo xvi, Francis
Drake —llamado por eso «El Dragón» por los españoles y también «El Azote de Dios»—, era de origen humilde. El mayor de los doce hijos del reverendo Edmundo Drake, nace el año de 1540 en el condado de Devonshire. Aunque, según la leyenda, el infante ve la primera luz en el mar, sobre la cala de un navío. Desde muy niño, sus padres lo entregan a Jhon Hawkins, quien enseña al joven las artes de navegar (el hijo del viejo Hawkins llegaría años después —como corsario—, a asaltar las costas del virreinato, pero cayó derrotado al enfrentarse a la armada colonial y estuvo prisionero en Lima). A Hawkins debe todos los conocimientos náuticos de su tiempo. El joven marino atraviesa una docena de veces el Atlántico. A los dieciocho años navega como piloto en la ruta del golfo de Vizcaya (España), y después, como teniente, en viajes a la costa de Guinea (África), dedicado al comercio de esclavos. En 1565, se asocia con el capitán Jhon Lovel y se dedica al comercio en Tierra Firme (Colombia). Allí le son confiscadas sus mercaderías por las autoridades españolas. Debido a aquel fracaso, un tiempo después, se dedica a atacar las costas centroamericanas, adquiriendo mucha fama por su valor y audacia en
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los ataques a puertos de México, Panamá y Colombia, causando enormes pérdidas a los comerciantes españoles. Cartagena, la caribeña ciudad colombiana, es acaso la que soportó las más feroces incursiones de Drake. El antiguo lugarteniente de John Hawkins está decidido a tomar la ciudad a sangre y fuego. Esa noche se dirige a este puerto para capturar el oro, la plata y las piedras preciosas que los comerciantes atesoran. Acercándose a esa plaza exclama: —¡Por la reina Isabel!, ¡te apuesto una pinta de aguardiente, mi querido Lovel, que en este asalto arrebatamos a los comerciantes españoles un botín de más de cien mil ducados! Pero Drake ha sido descubierto. Desde el fondo de la noche oscura se escuchan los relámpagos de fuego que, de tiempo en tiempo, iluminan la ensenada. Es el estruendo de la mosquetería que disparan desde la costa contra las naves de Drake: la Swan y la Pasca. Los defensores de la ciudad saben proteger sus bienes con su vida. Luchan encarnizadamente. A pesar de ello, Drake logra desembarcar, y él, junto con un grupo de sus más denodados seguidores, toman las murallas de la rica ciudad marítima. Algunos aterrorizados pobladores huyen, pues una siniestra fama acompaña siempre al capitán inglés y a sus secuaces. En medio de aquella faena sangrienta, iluminada por las llamas de un incendio, Drake anima a los suyos: —¡Esto se pone bueno, muchachos, adelante hasta tomar y rendir la ciudad! Drake comenta en medio del feroz combate: —¡Amigo Lovel, antes del amanecer estaré sentado en el sillón del gobernador! —y continuó animando a sus hombres—: ¡Fuego, fuego, disparen a los baluartes de las murallas! Una siniestra sonrisa ilumina su rostro de bien formadas facciones:
—¡Cada vez estoy más cerca de mi título de Caballero que estoy seguro me otorgará la reina! —grita el atrevido marino, embriagado por el olor de la pólvora y el retumbar de los cañones. La noche se ha convertido en un verdadero infierno. Confirmando la decisión de su valiente compañero de hazañas marineras, Lovel gritó: —¡Mira, Francis, los defensores abandonan las murallas! La decidida carga de Drake y el efecto de los cañones, que desde sus naves lanzan sus andanadas de fuego, hacen estragos en las gruesas murallas y estallan, bajo negras columnas de humo, las sólidas puertas que resguardan la ciudad. Drake ordena el asalto a Jim Leister y sus hombres, a quienes está confiada la misión de tomar la ciudad: —¡Ahora, muchachos, el botín está en nuestras manos! ¡No escatimen municiones! ¡El oro nos espera! —rugió Leister—: ¡Al primero que vea retroceder, le vuelo la tapa de los sesos, esta ciudad debe entregarnos todo el tesoro que esconde! —su rostro adquiere una expresión tan feroz, que no asegura nada bueno para los comerciantes de Cartagena. Leister y sus hombres se abalanzaron contra los pocos defensores, quienes llenan de improperios a los ingleses: «¡Bestias de rapiña, inmundos buitres pelirrojos, carne de horca y herejes!…», gritan entre otros insultos. Algunos pocos pobladores que quedan aún en las casas en llamas, tratan desesperadamente de salvar sus pertenencias, pero la mayoría de ellos ha decidido cargar con sus posesiones a las afueras de la ciudad, evacuando las residencias y escondiendo lo que podían en el campo, donde no puede llegar el ataque de los piratas: un sujeto presa del pánico grita: —¡Agua!, ¡agua! ¡Ayudadnos a combatir los incendios! … ¡Ay! —un certero disparo le ha destrozado el cráneo al infeliz,
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quien apenas pudo emitir un ahogado grito y queda muerto en medio de los escombros. —¡Basta, no disparen, alto el fuego! —grita Drake. Se acerca al grupo de atemorizados prisioneros y les pregunta: —¿Dónde está el gobernador? Un prisionero aclara: —¡Los principales de la ciudad han huido junto con el gobernador! El capitán, terminada la refriega, se muestra cortés y afable con quienes se han rendido: —¡No tengan cuidado, no les haremos daño! —tranquiliza a los asustados moradores. Densas lenguas de fuego lamen las casas de Cartagena, cuando Drake ordena subir a las bodegas todo el tesoro capturado. Una vez a bordo dejan atrás la ciudad envuelta en llamas, John Lovel se dirige al camarote de Drake y comenta: —¡Que me cuelguen del mástil más alto del Swan, si después de esta hazaña, su Graciosa Majestad no te confiere el título de nobleza, capitán! —una estentórea carcajada de este remató su comentario. El capitán de los piratas cierra el libro en el que registra cuidadosamente el botín: —El asalto a Cartagena ha causado una pérdida de quinientos mil ducados a los españoles: ¡La cifra es mayor de lo que había imaginado! —expresó. —Mi querido Lovel, ordena que se sirva doble pinta de ron a mis hombres, ¡se lo han ganado! Luego se dirige a brindar por la salud con sus victoriosos marineros. Enseguida baja al entarimado del sollado donde ha dispuesto que se atienda a los heridos. Días más tarde, distribuye equitativamente el tesoro capturado entre sus subordinados en una escondida isla del Caribe. 12
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II
La reina Isabel I nombra Caballero a Drake
El valeroso y audaz marino británico, que recibió a bordo de
la Cierva Dorada a la reina Isabel I, tiene en su fugaz historia, una fantástica leyenda de éxitos y ansias de riquezas; pero, sobre todo, posee una profunda emoción por el engrandecimiento de Inglaterra. Isabel, hija de Enrique VIII, de cuarenta y tres años, al subir a la cubierta para despedir a Drake, es si no bella, una vigorosa dama que inspira en el corazón del recio marino las palpitaciones de un joven colegial: luce majestuosa e impresionante. Algunos la consideran bonita, otros más bien vistosa que bonita. Moderadamente alta, su cuerpo es gracioso, al que la dignidad de sus movimientos resalta. El pelo es de color dorado pero más tirando al rojo que al amarillo, y su piel, muy delicada, aunque de una tonalidad trigueña que heredó de su madre, Ana Bolena. Tiene ojos notables, y sobre todo, manos hermosas que sabe lucir en esos instantes, cuando empuña una espada con la que, antes de hacerse a la mar, va a nombrar como Caballero al famoso marino, quien, de rodillas ante su Majestad, espera 14
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