Respetadas autoridades que presiden el acto; estimados profesores, padres, familiares y amigos; compañeros graduandos: Quiero comenzar con palabras de gratitud hacia todos los presentes. Más allá de las diferencias entre todos los que hoy nos reunimos en el Aula Magna, nos unen la alegría y el orgullo de ver a nuestros compañeros, a nuestros alumnos, a nuestros amigos, a nuestros hijos o a nosotros mismos recibir un título que, si bien surge de gran un esfuerzo individual, es también el fruto de un trabajo colectivo. Este acto celebra una iniciativa conjunta, en la que nuestras incontables horas de estudio, miles de páginas leídas, cientos de exámenes y trabajos presentados, horas de sueño perdidas, frustraciones y satisfacciones, incertidumbres y esperanzas se mezclan con el afán y el sacrificio de nuestros familiares, con el apoyo incondicional de los amigos, con la dedicación incansable de nuestros profesores y con el respaldo de la Universidad Católica Andrés Bello, que hace honor al nombre de uno de nuestros más grandes humanistas porque, a pesar de los imperativos de una era cada vez más deshumanizante, sigue apostando por las humanidades y continúa erigiéndose como un hogar para el conocimiento, la reflexión y la acción en medio de un panorama de crisis e incertidumbre generalizada. Ahora, bien: la nuestra es, objetivamente, una graduación de entre muchas otras. Un acto de grado es parte de la cotidianidad. Sin embargo, me atrevo a pensar que nuestra graduación es diferente, y que hay, incluso, cierto heroísmo que debe ser celebrado en el hecho de estar acá hoy vestidos de toga y birrete.
Nuestra generación es peculiar: somos “herederos del abismo”, tomando palabras prestadas de un gran escritor; las circunstancias nos obligan a madurar deprisa y a asumir responsabilidades que quizás no son propias de nuestra edad; hemos tenido que aprender a andar a tientas en el caos; hemos deambulado, perdidos y exiliados, buscando respuestas; hemos aprendido a leer y a crear en medio de la oscuridad; hemos visto de frente el horror y el autoritarismo y nos hemos enfrentado a ambos. Y, a pesar de todo, hemos sido lo suficientemente sensibles y lo suficientemente conscientes como para intuir los latidos casi imperceptibles de cosas mejores ocultas detrás del absurdo y la mediocridad. Por eso, si un acto de grado es, por regla, motivo de celebración, este y los de nuestros contemporáneos deberían serlo aún más, pues marcan la culminación exitosa de una apuesta arriesgada: la elección del arduo camino del estudio universitario –en medio, además, de una realidad caótica–, y no de cualquier carrera, sino de carreras que nos enseñan sobre la condición humana y nos permiten desarrollar una conciencia crítica de la realidad. Ya sea que nos hayamos dedicado a estudiar la psique y sus incógnitas, a Dios y sus misterios o la lengua y su capacidad no sólo para expresarnos sino también para moldear la realidad, hoy salimos al mundo con un título que legitima nuestra capacidad para leer, descifrar e interpretar el afuera, preparados y capacitados para asumir una postura activa en el mejoramiento y la reconstrucción del entorno inmediato. Sin embargo, un título es, en el fondo, un símbolo, un receptáculo vacío al que podemos atribuir varios significados: es el punto y final de los cinco años de carrera; es la letra inicial de la historia de nuestros próximos años; es una carta de validación del esfuerzo, una acreditación de nuestras capacidades y un larguísimo etcétera. Lo que no debería ser, bajo ninguna circunstancia, es un fin en sí mismo, un simple puente hacia el mercado profesional o hacia esa idea vana de “éxito” que nos venden los gurúes de los lugares comunes. Por supuesto, debemos perseguir el bienestar, pero también aspirar a combatir la mediocridad, a transmitir lo que hemos aprendido en las aulas, a llevar la excelencia que se nos ha inculcado más allá del eslogan y convertirla en una actitud vital que nos lleve a ser profesionales de una ética
intachable. Esa, creo, es nuestra responsabilidad como humanistas, ya sea en el consultorio, en las áreas culturales, en la comunidad religiosa, en los espacios académicos o en cualquier otro ámbito en el que nos desempeñemos a partir de ahora. Nuevamente tomo prestadas palabras de ese gran escritor al que hice referencia antes, al que ahora no puedo evitar nombrar directamente: Ernesto Sábato, quien escribe al final de sus memorias: “Sólo quienes sean capaces de encarnar la utopía serán aptos para el combate decisivo, el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido”. ¿Quiénes más aptos que los tan desdeñados psicólogos, teólogos, letrados, filósofos y comunicadores para encarnar las utopías? Soy
consciente
de
que
estas
ideas pueden
destilar
ingenuidad,
romanticismo, incluso puerilidad. Puede pensarse que surgen de una necesidad de expresar ideas emotivas y grandilocuentes en el contexto de la graduación, y que tomárselas en serio equivaldría a asumir una actitud quijotesca. Mi propio cinismo me dice que, tal vez, todos somos Alonso Quijano corriendo, lanza en ristre, hacia los molinos de viento de la realidad contra la que chocaremos de forma violenta e inevitable. Y es aquí cuando surgen las dudas. Es ahora cuando resuenan los ecos de aquellas voces que nos recriminaron por estudiar una carrera supuestamente inútil y que nos exigen justificarnos ante la sociedad. Sin embargo, al leer la obra de Cervantes, nos damos cuenta de que Don Quijote es mucho más que un loco; es un soñador y un activista, un poeta y un crítico de su propio mundo. En definitiva, un lector heroico: ese que lee para cambiar al mundo y que nos enseña que el verdadero valor no se mide en las cumbres del éxito o en los abismos del fracaso, sino en la voluntad de luchar, en la perseverancia y en la obstinación por ensanchar los límites y por transgredir el statu quo de una realidad poco satisfactoria. Allí radica el poder de la literatura, que, según palabras de Maurice Blanchot, no es “un simple engaño” sino “el peligroso poder de ir hacia lo que es por la infinita multiplicidad de lo imaginario”. Todos los que nos reunimos hoy para recibir nuestro título, no sólo los de Letras, nos hemos formado, en el fondo, como lectores de la condición humana. He allí nuestro valor. Nuestra responsabilidad, ahora, es traspasar lo leído a lo
concreto, influir positivamente en aquellos que nos rodean, contribuir a la transformación de las distintas realidades que se muestran ante nosotros para convertirlas en lugares habitables, en espacios de conocimiento y de bienestar, ya sea que nos quedemos en Venezuela o que decidamos emigrar. Tocar este tema es inevitable, incluso sería irresponsable no hacerlo, pero sólo diré que es una decisión personal, y que al tomarla deberíamos pensar en los deseos y necesidades propias y las de nuestro entorno cercano, y no en nacionalismos vacíos o en presiones sociales ajenas. Se me hace muy difícil cerrar. Cada palabra que escribo hace más definitivo el final de la carrera, cada oración que leo hace más palpable la contradicción emocional que, estoy seguro, todos hemos sufrido ante la perspectiva de este día y de este acto. Por eso creo que estas últimas líneas deberían estar dedicadas al recuerdo de los últimos cinco años, y que estos últimos minutos del acto deberían, quizás, transcurrir en la introspección y la rememoración silenciosa de todo aquello que hemos experimentado y aprendido, dedicarse a la evocación de las postales de felicidad y de tristeza que nos ha dejado la carrera, a la valoración de los vínculos afectivos que hemos establecido y al recuerdo de las personas a las que lastimosamente hemos perdido en el camino. Pensemos, también, en quiénes éramos hace cinco años y en quiénes somos ahora; imaginemos un encuentro ficticio e imposible entre esas dos personas tan parecidas, tan diferentes: el tú más joven te pregunta que si vale la pena todo el esfuerzo. ¿Cuál es tu respuesta? Espero que, como la mía, tu respuesta sea “sí, vale la pena, pero aún falta mucho por hacer”. Gracias.