epidemiologia y concepto de trastorno

Psicólogo Universidad de Concepción, Doctor en Psicología Universidad del País ... Magíster en Salud Pública, mención Salud Mental, Universidad de Chile.
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Título: La epidemiología psiquiátrica y el debate actual respecto al concepto de trastorno mental

Tittle: The psychiatric epidemiology and the current debate around the mental disorder concept.

*Autor: Félix Cova Solar. Lugar de trabajo:Universidad de Concepción. Correspondencia: Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Psicología, Universidad de Concepción, Barrio Universitario s/n, Concepción. E-mail:[email protected]

*Académico Dpto. de Psicología, Universidad de Concepción. Psicólogo Universidad de Concepción, Doctor en Psicología Universidad del País Vasco; Magíster en Salud Pública, mención Salud Mental, Universidad de Chile..

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RESUMEN:Existe un importante debate derivado de las altas tasas de prevalencia encontradas en los estudios de epidemiología psiquiátrica basados en los sistemas actuales de clasificación de los trastornos mentales, donde lo que está en discusión es la validez de los criterios diagnósticos de éstos. El análisis de las distintas posturas que se han planteado al respecto permite observar que, pese a las discrepancias, los autores coinciden en la necesidad de superar el diagnóstico psicopatológico que se basa en la sola identificación del cumplimiento de determinados criterios sindromáticos. Este tema tiene importante implicaciones tanto para la propia epidemiología como para la clínica e intervenciones en el campo de la salud mental. Palabras claves: trastorno mental, epidemiología psiquiátrica, estudios epidemiológicos

ABSTRACT: There is a relevant discusion due to the high rates of incidence founded in the community psychiatric studies based on the current mental disorders classification

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field. Key word: mental disorder, community psychiatry, epidemiological studies

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Una de las consecuencias más interesantes del gran desarrollo de la epidemiología psiquiátrica en el mundo (y en Chile, especialmente en los últimos quince años, 1,2), es la interrogante que genera respecto a la validez de las formas actuales de conceptualización de los trastornos psicopatológicos (3). Más profundamente, es el concepto mismo de trastorno mental, tal como es definido y operacionalizado en los sistemas clasificatorios actuales –ya sea DSM o CIE-, el que ha resultado sometido nuevamente a examen producto de este desarrollo (4). Un lugar central en este cuestionamiento han tenido las muy altas tasas de prevalencia de trastornos mentales que han arrojado los estudios epidemiológicos que utilizan los criterios diagnósticos de las actuales clasificaciones (3,5). Aun cuando se ha pensado que estas aparentemente desproporcionadas tasas se deberían a una deficiencia de los procedimientos de evaluación empleados en la investigación epidemiológica (basados en general en entrevistas estructuradas aplicadas por legos), en diversos estudios se ha observado que clínicos que utilizan entrevistas basadas en estos mismos criterios (como la SCAN), obtienen también tasas equivalentes o incluso más altas de trastornos (6,7). Estos hallazgos sugieren que lo que hacen los estudios epidemiológicos no es más que una aplicación metódica de los criterios diagnósticos vigentes a la población general, que es precisamente para lo que están diseñados, por lo que, si las tasas de trastornos resultan excesivamente altas, el problema debería estar, centralmente, en los criterios mismos. En consecuencia, el problema de la identificación y diagnóstico de casos no sería un tema conflictivo para los estudios epidemiológicos exclusivamente sino también para la propia práctica clínica sostenida en los criterios diagnósticos de los actuales sistemas clasificatorios .

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En concordancia con este último planteamiento, se ha señalado que los criterios diagnósticos por sí mismos generarían “falsos positivos” (8). Sin embargo, si bien diversos investigadores coinciden en la existencia de estos falsos positivos, no hay acuerdo respecto a por qué se producen ni a la forma de lograr disminuir este fenómeno. El presente artículo presenta las principales líneas explicativas que se han generado al respecto, y realiza una discusión de las implicancias que tienen estas dificultades de delimitación de los trastornos psicopatológicos.

Falsos positivos, malestar clínico y deterioro funcional

Desde una línea explicativa, los criterios diagnósticos generarían “falsos positivos” ya que identificarían como “casos” personas que no tendrían deterioros funcionales o discapacidades de importancia asociadas a la constelación sintomática reconocida (3,5, 10). De hecho, este planteamiento llevó a que la cuarta versión del Manual Estadístico y Clasificatorio de los Trastornos Mentales incluyera explícitamente, como un criterio adicional para la mayoría de las categorías diagnósticas, la exigencia de un malestar clínicamente significativo de los síntomas o la presencia de deterioro social, laboral u otro (9). La expectativa de que la inclusión de este criterio permita aumentar la validez de la clasificación y evaluación psicopatológica ha sido sostenida por varios autores y estudios (5,10). En el ámbito de la psicopatología infantojuvenil, varias de las más importantes investigaciones epidemiológicas han considerado una evaluación del malestar clínico y/o deterioro asociado, confirmando que la inclusión de este criterio disminuye de manera

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notoria las tasas de trastorno observadas (11, 12, 13). En el ámbito de la psicopatología adulta, han tenido particular notoriedad los planteamientos de Regier y Narrow (3,5,10), quienes persistentemente han sostenido la importancia de incluir la medición del deterioro funcional y malestar clínicamente significativo en la identificación de “casos”. Estos autores evalúan el impacto de aplicar a las base de datos del National Institute of Mental Health

Epidemiological Catchment Area Program (ECA) y del National

Comorbidity Survey (NCS) algunos criterios de deterioro funcional que se pueden extraer de los instrumentos que se emplearon en estos estudios (5), observando una esperable disminución de las tasas de trastornos observadas y un acortamiento de la diferencias entre las estimaciones de trastornos que se encontraron en el NCS respecto al ECA. Los autores observaron que la aplicación de estos criterios aumentaría la validez de las categorías evaluadas, al identificar casos con más altos niveles de discapacidad asociada y de ideación suicida. Sin embargo, no hay consenso en la interpretación de estos resultados (14). Hasta la fecha, en psicopatología adulta, existen muy pocas investigaciones que utilicen los criterios DSM-IV incorporando la exigencia de valorar la presencia de malestar clínicamente significativo o de deterioro funcional en las evaluaciones. El estudio de Beals et al. es una excepción al respecto, mostrando evidencias negativas respecto a la eficacia de estos criterios en incrementar la validez de los diagnósticos (15).

Falsos positivos y la contextualización del diagnóstico de trastorno mental

Pese a coincidir con el objetivo de delimitar mejor el concepto de trastorno mental, otros autores han planteado importantes críticas a la propuesta de incorporar la

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significación clínica y el deterioro funcional a los criterios diagnósticos, dado que, a su juicio, no resuelve el problema que pretende resolver (los “falsos positivos”) y agrega otros (“falsos negativos”, no reconocimiento de deterioros no debidos a trastornos)(8,14). De acuerdo a lo planteado por Spitzer y Wakefield (8), en muchos trastornos la existencia de malestar y deterioro funcional es inherente a los síntomas (por ejemplo, trastorno disocial, mutismo selectivo, fuga disociativa), por lo que poco aporta su inclusión para delimitar los diagnósticos; por otro lado, existen trastornos en lo que no se observa deterioro social o laboral y ello no debiera invalidarlos como categorías (por ejemplo, abuso de sustancias, parafilias, trastornos por tics). Asimismo, si bien los autores reconocen que en ciertos trastornos la inclusión del criterio de significación clínica y deterioro funcional puede ser útil (por ejemplo, trastorno de ansiedad de separación, trastorno de ansiedad generalizada, eventualmente trastornos depresivos), plantean que se lograría el mismo efecto de evitar la sobrestimación de los trastornos con hacer más restrictivos o exigentes los propios criterios diagnósticos específicos de cada uno de éstos, sin agregar la significación clínica o deterioro como consideración adicional. El tema de fondo por el cual estos autores piensan que la inclusión del criterio de significación clínica y deterioro funcional es inadecuado es que no ayudaría a identificar lo que ellos piensan es la mayor fuente de “falsos positivos”: las personas que tienen deterioros funcionales o malestar clínicamente significativo pero que no es atribuible a un trastorno mental, dado que no es producto de una disfunción perjudicial del individuo, sino que de situaciones contextuales. La necesidad de que la operacionalización de los criterios diagnósticos de los trastornos mentales incorpore efectivamente la noción de que un trastorno mental deba

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corresponder a una disfunción perjudicial en el individuo

ha sido sistemáticamente

destacada por Wakefield (16, 17). Este autor plantea que si bien el DSM incorpora desde su tercera edición hasta el presente la idea de que un trastorno mental “debe considerarse como la manifestación individual de una disfunción comportamental, biológica o psicológica” (18), no la asume consistentemente ni la traduce efectivamente en los criterios diagnósticos establecidos para los distintos trastornos. Esta noción de disfunción perjudicial supone que la evaluación de la presencia de un trastorno no puede hacerse simplemente identificando la presencia de determinados síntomas, sino que debe evaluarse si es el contexto en que ellos emergen, o la presencia de una disfunción perjudicial en la persona, la mejor explicación de éstos (en rigor, de acuerdo a la concepción del autor, esta disfunción debe afectar a los mecanismos adaptativos propios del ser humano, 19). La falla en hacer esta distinción generaría sobrediagnóstico, y sería, en gran medida, la explicación de las altas tasas de trastornos que se identifican al utilizar los criterios actuales. Existe así coincidencia con Regier et al., en que “algunos síndromes en la comunidad representan respuestas homoestáticas transitorias a estímulos internos o externos pero no trastornos psicopatológicos verdaderos” (4). Sin embargo, Wakefield, a diferencia de Regier, señala que esta solapamiento no se debe a una insuficiente consideración del distrés o deterioro en el diagnóstico de los trastornos, dado que una respuesta normal a una condición adversa, si bien no es un trastorno, puede ser igual gravemente inhabilitante. Wakefield mantiene que el criterio diferenciador debe ser la presencia de una disfunción en el individuo, y no corresponder a una respuesta esperable a un determinado contexto psicosocial (15). Ello genera el difícil problema de diferenciar ambas situaciones, más aun cuando, como lo

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reconoce el autor, las condiciones contextuales pueden terminar generando auténticas disfunciones en los individuos (8) Tanto Wakefield como otros autores han concordado en criticar asimismo a Regier por no distinguir adecuadamente entre la presencia de un trastorno psicopatológico y la necesidad de tratamiento, que corresponde a una necesidad que no sólo depende de la presencia de un “trastorno objetivo” sino a factores psicosociales y a la gravedad del problema, entre otros (20, 21). Por otro lado, como el propio DSM-IV establece, muchos problemas pueden requerir atención clínica sin

corresponder a trastornos mentales

estrictamente (18).

DISCUSION El tema de la conceptualización y clasificación de los trastornos mentales ha sido el gran tema de la psicopatología desde su inicio, y probablemente lo seguirá siendo (4, 10,22,25). Aunque se ha discutido si la atención dada a este tema puede ser paradojalmente responsable de cierto entrampamiento de la psicopatología como disciplina (22), su relevancia no puede ser minimizada. En este artículo se ha abordado sólo una de sus aristas, referida a los intentos de explicación de las elevadas tasas de trastornos psicopatológicos observadas al utilizar los actuales criterios diagnósticos. Si las tasas muy altas de trastornos psicopatológicos no pueden atribuirse a un defecto de los instrumentos usados en la investigación epidemiológica, dado que su uso por clínicos no altera ese fenómeno, se abren dos alternativas: una posibilidad es que los criterios diagnósticos y las tasas de trastornos obtenidas en base a ellos sean adecuados. Esta posibilidad no puede descartarse (4). Tal vez presentar salud psicológica, aunque sea

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en el sentido mínimo de no tener trastornos, sea una exigencia muy alta (4). Sin embargo, esto genera la duda respecto a qué significa entonces el concepto mismo de trastorno, y a qué implica para una persona –y para la planificación y oferta de servicios de saludcumplir con los criterios de un determinada categoría diagnóstica. Como ya se indicó, varios autores han advertido que no se debe confundir diagnóstico y necesidad de tratamiento (20, 21); sin embargo, si no indica eso ¿qué indica exactamente, desde el punto de vista clínico, el que una persona cumpla con los criterios diagnósticos de un trastorno depresivo o un déficit atencional, por dar un par de ejemplos? Más aun, si ambos aspectos deben considerarse en forma diferenciada ¿por qué la investigación epidemiológica ha justificado su quehacer en la necesidad de ofrecer información para el desarrollo de políticas de salud mental y para planificar los servicios requeridos? ¿por qué la investigación de las prácticas interventivas en salud mental considera como el estándar óptimo el empleo de las categorías diagnósticas a través de entrevistas estandarizadas, de modo análogo al empleado en la investigación epidemiológica a gran escala? En el fondo, si bien con acentos distintos, tanto la propuesta de incorporar criterios de significación clínica y malestar en los criterios diagnósticos y evaluativos, como la de distinguir disfunción y problemas contextualmente determinados, como la de diferenciar diagnóstico y necesidad de tratamiento, ponen en duda la posibilidad que el empleo de los actuales criterios diagnósticos y su valoración a través de instrumentos estandarizados como los existentes sea la forma a partir de la cual se puedan identificar adecuadamente las necesidades de salud mental de las personas tanto a nivel individual como colectivo. Pincus et al., luego de reconocer todo los problemas que genera la inclusión entre los criterios diagnósticos del DSM la valoración del malestar clínico y deterioro funcional, plantean que

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su valor es que pone en duda que el identificar trastornos pueda reducirse a la tarea de chequeo de síntomas y que obliga al clínico a reflexionar (9). Existe así coincidencia en la necesidad de un nuevo salto en el desarrollo conceptual y metodológico de la psicopatología. Sin embargo, la naturaleza de ese salto está en discusión. Para algunos, se hace necesario reemplazar “el paradigma del diagnóstico por el de la discapacidad o deterioro” para identificar necesidades de tratamiento en salud mental (23). Para otros, modificar el concepto de trastorno para que incluya sólo alteraciones notorias, lo que podría implicar incluso que deban desaparecer de las próximas versiones de los manuales clasificatorios los trastornos “leves” (10, 24). Wakefield aboga por categorías diagnósticas que efectivamente diferencien entre alteraciones atribuibles a una disfunción individual de lo que son respuestas esperables a condiciones desfavorables, implicando que la evaluación de qué es un trastorno no puede quedarse a un nivel tan descriptivo como la actual (15, 16). Otros dejan esta tarea al futuro, depositando las esperanzas en que los avances de las neurociencias y la genética permitan sustentar la conceptualización de los trastornos en marcadores biológicos claros (25) Ninguna de estas propuestas ha logrado hasta hoy el consenso necesario. Sin embargo, la discusión en torno a ellas es fundamental, no sólo por un purismo conceptual. En el quehacer clínico cotidiano y en la planificación de servicios de salud mental tiene consecuencias significativas qué criterios se consideran para asignar determinada rotulación diagnóstica. Más crucial aun es ello cuando se plantean actividades de pesquisa con el fin de detectar personas que cumplen con los criterios de un trastorno: ¿cómo debieran interpretarse clínicamente los hallazgos que se obtienen?¿se debe asignar sin más un

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diagnóstico y/o prescribirle un determinado tratamiento a quien cumple con los criterios pero no está demandando ayuda? Junto con lo anterior, el riesgo de psicopatologización planteado por Wakefield no es menor (22). Los trastornos mentales tienden a ser considerados tanto por clínicos como por consultantes como entidades mórbidas objetivas, que explican lo que les ocurre a la personas y no como constructos descriptivos, aun cuando las exigencias actuales de los criterios diagnósticos correspondan a lo segundo (27). En este contexto, si las categorías diagnósticas

no

logran

diferenciar

entre

malestares

e

impedimentos

debidos

fundamentalmente a circunstancias y condiciones de vida, y aquellos debidos fundamentalmente a procesos psicobiológicos, la medicalización del malestar psicosocial se hace difícil de contrarrestar. En consecuencia, pese a la dificultad teórica y metodológica que implica intentar delimitar los trastornos psicopatológicos, los esfuerzos destinados a este tema no son en modo alguno estériles y constituyen una oportunidad de mejorar la calidad y pertinencia de los servicios de salud mental ofrecidos a la población.

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