TRADUCCIÓN DE ROBERTO RANZ
UNA TRAYECTORIA FILOSÓFICA1 Entrevista a Michel Henry Traducción de Roberto Ranz Director de Ápeiron Ediciones
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Michel Henry, ¿cuál es para usted el objeto de estudio de un fenomenólogo? El fenomenólogo no busca estudiar fenómenos específicos como los fenómenos biológicos, históricos, jurídicos, etc., sino que en cada fenómeno busca lo que hace que un fenómeno sea un fenómeno. Se plantea por ende una cuestión general ante todos los fenómenos y que podemos en cierto modo sintetizar diciendo que la fenomenología no estudia fenómenos particulares sino que investiga la esencia del fenómeno, es decir, aquello que le permite aparecer o, en términos equivalentes, su aparecer puro, su manifestación en cuanto tal, su revelación. ¿Es su pensamiento un pensamiento de la interioridad? Por completo. Retomando la cuestión fenomenológica principal, no basta con afirmar que esta cuestión pregunta por el aparecer de los fenómenos: es preciso decir en qué consiste este aparecer. Ahora bien, desde el pensamiento griego y en toda la tradición occidental –excepción hecha de algunos pensadores excepcionales-, prevalece una concepción dominante del aparecer propia del sentido común: el aparecer del mundo. Es decir, ¿de la exterioridad? Sí, ya que el mundo es exactamente la exterioridad. En los grandes textos de Heidegger, el mundo es el fuera de sí. En Husserl, la definición de la fenomenicidad pura del aparecer se formula en términos de intencionalidad, un movimiento por el que la conciencia se eyecta hacia fuera y, precisamente en la medida en que se eyecta hacia fuera, permite ver lo que ella puede ver. La conciencia es siempre conciencia de algo, en el sentido de algo visible. Lo que ha hecho Husserl –y este trabajo es inmenso- ha sido extender este dominio de lo visible que ya no queda reducido a los objetos de la sensibilidad, de la experiencia perceptiva, y mostrar que hay objetos u objetividades puramente ideales, como las objetividades matemáticas, geométricas o lógicas. Pero Husserl, pese a que ha estado obsesionado por el problema de la vida -que él denomina, con razón, «transcendental», es decir, no biológica-, ha sido incapaz de reconocer su modo de revelación propio. Lo ha abandonado al «anonimato». Por tanto, lo que a usted le interesa es la invisibilidad de la vida… Ella constituye la esencia de mi investigación. Una vez que he reconocido la validez absoluta del trabajo de los fenomenólogos, en todo lo que atañe a la conciencia intencional o el conocimiento de la ciencia –algo que no es mera nonada pues son inmensos los dominios que han sido objeto de 1
Palabras recogidas por Isabelle Gaudé. Entrevista publicada en Le Journal des Grandes Écoles, junio-julio-agosto 2001.
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manera progresiva de una elucidación por entero digna de mención-, me he percatado de que existe otro dominio, en cierto modo mucho más próximo a nosotros, pues no es otro que nosotros mismos. He intentado explorar este dominio que se sitúa siempre más acá de lo visible. Ahora bien, este dominio plantea problemas muy complejos a nivel metodológico, pues de ordinario el trabajo filosófico se apoya siempre sobre el pensamiento que ve. Si la vida invisible se oculta a las aprehensiones del pensamiento, ¿cómo podemos entrar en relación con ella, hablar de ella de algún modo? En efecto, ¿cómo podemos tener acceso a esta realidad que se oculta a todo acto de ver? Mi respuesta consiste en afirmar que no es por medio del pensamiento como accedemos a nuestra vida. Es nuestra vida misma quien llega originariamente a sí y lo hace al experimentarse a sí misma en una actividad primordial, que denomino pathos, y que constituye de hecho la sustancia y la trama fenomenológica de nuestra vida. Esta es la razón por la que todas las modalidades de nuestra vida –desde las impresiones más simples de placer o de dolor hasta los sentimientos profundos de angustia, miedo, satisfacción, dicha o desesperación- son modalidades afectivas. Pese a que son invisibles, las experimentamos con una certeza inmediata que es su propio pathos. Habitualmente, tendemos a afirmar que lo que no se ve no existe, cosa absurda en el sentido lógico del término, ya que somos nosotros mismos lo que no se ve. ¿Cómo aquel que sufre puede negar su sufrimiento, un sufrimiento que precisamente jamás le es dado en la exterioridad, como algo que estuviese fuera de él? En tal caso se trataría del sufrimiento de otro, de un sufrimiento representado, de tal modo que ya no nos sufriríamos a nosotros mismos. Por consiguiente, con relación a todo lo que importa, respecto a todo lo que somos originariamente nosotros mismos, es preciso reconocer otro modo de revelación, y que procede de la donación inmediata. En efecto, lo primordial es la experiencia interior de mis impresiones, de mi sufrimiento, de mi deseo, de mi cólera, esta impresión afectiva pura que es el cañamazo de mi carne.
¿Ha encontrado usted en su camino filosófico algún pensador que le haya servido de ayuda? Sí, Maine de Biran. La única ayuda verdadera que he recibido ha sido la suya, y ello en la medida en que mi esfuerzo ha consistido en mostrar que la subjetividad es una subjetividad concreta, individual y, en el fondo, carnal, afectiva. La lectura de Maine de Biran me ha hecho presentir lo que muy pronto denominé el dualismo ontológico, es decir, el hecho de que el aparecer es doble. El aparecer puede ser tanto el aparecer en el fuera de sí del mundo como el aparecer en la inmediatez impresional y patética de la vida. Son dos apareceres heterogéneos. Ahora bien, al estudiar el fenómeno del cuerpo en Maine de Biran2, he descubierto –cosa que ha constituido verdaderamente la revelación filosófica de mi trayectoria- que, al profundizar en el cogito de Descartes, Maine de Biran ha afirmado que este cogito es un «yo puedo», y que este «yo puedo» es mi cuerpo subjetivo, este cuerpo-sujeto que está en el origen de toda experiencia. De resultas de ello, el cuerpo es un fenómeno crucial ya que a partir de él es posible la comprobación y la prueba de que la realidad puede estarme dada de dos formas totalmente diferentes. A saber, que mi propio cuerpo me es dado desde el exterior, es decir, podemos mirarnos en un espejo y ver 2
Henry, M. (2007), Filosofía y fenomenología del cuerpo. Ensayo sobre la ontología de Maine de Biran, (trad. de Juan Gallo Reyzábal), Salamanca, Sígueme.
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directamente las partes de mi cuerpo. Pero también me es dado desde el interior, por ejemplo durante el curso del esfuerzo que hago en todos los dominios de mi actividad. Este esfuerzo es algo absolutamente subjetivo y afectivo, ya sea en forma de pena o de dicha, pues hay esfuerzos felices cuya experiencia nos es totalmente indiscutible. Este cuerpo subjetivo, individual, radicalmente dado en su pathos, lo he calificado más tarde con el nombre de carne. ¿Qué representa en su trayectoria filosófica su reflexión sobre Marx 3? ¿Procede de una reacción antimarxista? Tras la guerra, con la caída de los regímenes fascistas y el triunfo del comunismo, se ha desencadenado en Francia una ola de marxismo extremadamente fuerte que ha determinado de manera muy amplia el pensamiento francés durante varios decenios. Dicho marxismo siempre me ha indignado, no solo porque se presentaba como un catecismo sino porque afirmaba todo lo contrario de lo que yo pensaba. El marxismo afirma, en efecto, que existe una preeminencia de las estructuras objetivas sobre los individuos, sobre nuestra vida, pese a que esta siempre reviste una forma individual, y que Marx ha caracterizado de manera muy clara como algo propio de los individuos vivos. Cuando, por azar, comencé a trabajar sobre la obra de Marx para responder a la demanda de mis estudiantes, me di cuenta de que me encontraba ante un pensador muy distinto al que habitualmente presentaba el marxismo. Me vi obligado entonces a realizar una distinción categórica -que por otra parte no ha gustado a todo el mundo- entre Marx y el marxismo, puesto que Marx sostenía el principio de la vida que define la acción, lo que él llama la praxis –una acción que para él siempre es una acción individual, subjetiva y viva-. Ahora bien, uno de los modos fundamentales de esta acción es el trabajo. Marx avanza por tanto una teoría de la economía en la medida en que el trabajo de los individuos es, pese a todo, la base de la economía. Y esto es absolutamente revolucionario, no en el sentido marxista, sino en el sentido de que para él la economía consiste en crear objetos universales –el dinero, los valores que en el siglo XIX se llaman de uso o de cambio, objetos de tipo científico, en cuanto objetivos, pero totalmente inadecuados respecto a la realidad que pretenden traducir, una realidad que no es otra que esta vida individual, secreta, incuantificable e incualificable. Esto es lo extraordinario en Marx. Su planteamiento del problema de la economía se revela como totalmente original, pero en la actualidad sigue siendo todavía mal comprendido. Marx explica cómo a partir de esta realidad que somos –una realidad irremplazable, única, propia de cada uno- se puede, y no puede ser de otro modo, crear sistemas de equivalencia que permiten el intercambio de productos. En el principio mismo de la economía, hay por ende una sustitución que constituye a juicio de Marx una verdadera desnaturalización, es decir, una alienación. Usted es igualmente el autor de un ensayo valiente, y que podría calificarse como visionario, que ha dado origen a muchos comentarios sobre usted, tanto por las críticas como por los elogios que ha recibido. Este ensayo es La barbarie4. Sí, en nuestra época la barbarie supone la eliminación de la vida o, más bien, ya que es imposible eliminar por entero la vida sin desembocar en un suicidio colectivo de la humanidad, la barbarie 3
Henry, M. (1976), Marx I. Une philosophie de la réalité, París, Gallimard; Henry, M. (1976), Marx II. Une philosophie de l’économie, París, Gallimard. (N. del T.) 4 Henry, M. (1996), La barbarie, (trad. de Tomás Domingo Moratalla), Madrid, Caparrós Editores.
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significa la consideración de la vida como una realidad de segundo orden. La vida hasta ahora siempre había constituido el principio organizador de la sociedad, de tal forma que la producción se orientaba en función de las necesidades de aquella. Por otra parte, el conjunto de los dispositivos y útiles que definían la técnica se construían a partir de los poderes subjetivos del cuerpo: un martillo, una maza, dependían en su forma y en su peso de la fuerza de los individuos que los iban a manejar. El instrumento, decía Marx a mediados del siglo XIX, era la prolongación del cuerpo. En la actualidad, el mundo está dirigido por una técnica completamente nueva que reposa sobre el conocimiento objetivo de la naturaleza, un conocimiento de tipo geométrico-matemático inventado por Galileo y Descartes a comienzos del siglo XVI. Se trata pues de un saber que solo se ocupa del universo material y que ignora al individuo subjetivo vivo; la técnica, emanada directamente de este saber, se ha convertido, junto con él, en el principio director de la modernidad. Mi propósito no consiste en criticar a la ciencia sino en afirmar que no se puede construir el mundo de los hombres haciendo caso omiso de su realidad profunda. Más aún, si se oculta la vida, se socaban los fundamentos de la cultura que no es otra cosa que la expresión y la realización de sus posibilidades fundamentales: el arte es el cumplimiento efectivo de su sensibilidad, la ética el de su actuar, y la religión el de sus preocupaciones espirituales. La exclusión de la vida en la modernidad nos sitúa así ante esta paradoja que denuncia La barbarie: un desarrollo hiperbólico del saber y de la técnica con una preocupación exclusivamente material va de la mano de un reflujo o de un hundimiento de la cultura bajo todas sus formas. ¿Se considera un pensador cristiano? Esta es una cuestión importante. Hay que precisar en primer término que mis trabajos filosóficos comienzan a mediados del siglo pasado a partir de la fenomenología y no del cristianismo. Por aquella época, la filosofía clásica que me habían enseñado –una suerte de neokantismo que no me satisfacía- daba paso a la fenomenología, una corriente con importante repercusión en Francia con pensadores como Sartre o Merleau-Ponty, pensadores tras los cuales había otros, más fundamentales a mi juicio, como Husserl, Heidegger, Scheler, en una palabra, los grandes fenomenólogos alemanes. Son ellos los que me permitieron precisar la cuestión sobre el cómo de la donación de los fenómenos, sobre la forma en que los fenómenos se nos muestran y no meramente sobre ellos en cuanto tales. Sucede no obstante que a esta fenomenología que se ocupa unilateralmente del aparecer del mundo, yo he añadido el descubrimiento de un modo de revelación más originario, propio de la vida. Más tarde, he aplicado esta fenomenología de la vida al cristianismo. Quería escribir un libro sobre la intersubjetividad. Ahora bien, este problema es de una dificultad extraordinaria. Y me decía: por qué con los supuestos, no ya del «fuera de sí» sino del pathos de lo invisible, acaso no pueden llevarse a cabo avances en este dominio que, debemos reconocerlo, ha supuesto un fracaso para todos los pensamientos filosóficos serios –y ello pese a que la intersubjetividad sirve de base para la sociología, para todas las teorías de la interactividad y de la racionalidad interactiva-. Pues el fenómeno siempre presupuesto es la intersubjetividad, pero jamás es resuelto. Quería escribir este libro y me acordé de los textos de Pablo sobre el cuerpo místico. Releí enseguida todos los textos del Nuevo Testamento y comprendí que en el fondo, sin querer en
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modo alguno reducir el cristianismo a una filosofía, este contenía supuestos filosóficos e incluso tesis filosóficas propias de la fenomenología de la vida. Me he atrevido a realizar una lectura filosófica del cristianismo a partir de la fenomenología, pero una lectura que, en lugar de tomarlo a mal, reconoce en cierto modo su verdad, puesto que en el cristianismo, y de forma explícita en los primeros versículos del Evangelio de Juan, se afirma que Dios es Vida. He titulado mi ensayo Yo soy la verdad5. Estas palabras de Cristo son revolucionarias. En efecto, la verdad para los científicos es impersonal. Y he aquí que alguien tiene la autoridad de afirmar que él es la verdad, algo aparentemente desconcertante. A continuación, trabajando sobre la carne, he retomado el prólogo del Evangelio de Juan en el que la encarnación juega un papel esencial en frases como «Y el Verbo se hizo carne». He interpretado entonces el fenómeno de la encarnación a la luz de mis tesis. Su última obra, Encarnación6, lleva por subtítulo Una filosofía de la carne. ¿Qué entiende usted exactamente por esta noción de carne? Precisamente, en esta noción de carne, he retomado mi primer libro personal escrito con la ayuda de Maine de Biran7, es decir, la concepción de una subjetividad concreta que es corporal. Una subjetividad que solo puede ser afirmada en calidad de corporal si se dispone de una teoría por entero nueva, la del cuerpo subjetivo radicalmente inmanente, y no la concepción tradicional del cuerpo humano que lo reduce a un objeto. De ahí los problemas insolubles que uno encuentra en Descartes y en todo el pensamiento moderno: por ejemplo, ¿cómo el alma puede actuar sobre el cuerpo? Ahora bien, Maine de Biran ha comprendido por vez primera que el «Yo puedo» no actúa sobre el cuerpo exterior sino que despliega un «cuerpo orgánico» él mismo vivido interiormente como aquello que cede al esfuerzo de este «Yo puedo» y que no es otra cosa que aquello que le ofrece resistencia. Llega un momento en que esta resistencia, siempre vivida interiormente en dicho esfuerzo, ya no cede. El «Yo puedo» experimenta, en la invisibilidad de su noche, el cuerpo real del universo, él mismo invisible. Encuentra sin embargo que, debido al dualismo del aparecer, el conjunto de este proceso no es solo vivido en lo invisible de nuestra carne en la que se cumple el esfuerzo, sino que se da también exteriormente en el mundo. Y ello no es solo verdad a propósito del cuerpo real del universo que se nos muestra bajo el aspecto de un cuerpo sensible que se puede ver y tocar. El «Yo puedo» carnal subjetivo se aparece también a él mismo desde el exterior como un cuerpo exterior entre otros, como un «individuo empírico» identificado con este cuerpo que se distingue por su capacidad en sí misma objetiva de tocar a los otros y de tocarse a sí mismo, de moverse, etc. Es así como el movimiento subjetivo y patético del «Yo puedo» originario es escamoteado en provecho de fenómenos puramente objetivos en los que nuestra vida se pierde. Es así como se extiende por doquier el reino de lo visible y que acapara todo en él. Una de sus distinciones fundamentales es precisamente la de lo visible y lo invisible. ¿Qué sentido nuevo da usted a esta oposición clásica? 5
Henry, M. (2001), Yo soy la verdad. Para una filosofía del cristianismo, (trad. de Javier Teira), Salamanca, Sígueme. Henry, M. (2001), Encarnación. Una filosofía de la carne, (trad. de Roberto Ranz, Javier Teira y Gorka Fernández), Salamanca, Sígueme. 7 Henry, M. (2007), Filosofía y fenomenología del cuerpo. Ensayo sobre la ontología de Maine de Biran, op. cit. 6
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Lo invisible según la significación nueva que yo le doy, y que asume el cristianismo y todos los pensadores próximos al cristianismo como el Maestro Eckhart, es algo que atañe a la vida, una vida que jamás es visible. Lo invisible es la vida, cuyas manifestaciones exteriores no cesan de presentarse en el mundo según la ley de la duplicidad del aparecer pero que en sí misma es siempre invisible. Este invisible no es un supuesto metafísico, pues se trata de un pathos que se atestigua con mayor fuerza que cualquier otro fenómeno. En efecto, nada es menos discutible que la tristeza. En Las pasiones del alma8, Descartes dice explícitamente que si uno supone que el mundo ya no existe, cosa que constituye el sentido propio de la hipótesis de la duda y del sueño, y que si en mi sueño experimento tristeza, pese a que ya no hay nada, sin embargo esta tristeza existe tal como se experimenta. Y la referencia última sobre ello no es mi discurso que enuncia que experimento tristeza, sino mi propia vida. Mi vida es la que atestigua la verdad del discurso sobre ella. La vida está dada a sí misma originariamente y a partir de esta donación primera puede ser representada. ¿No existe un prius o una anterioridad previa a todo ello? La anterioridad es la auto-donación de la vida. Hay un primado, un prius: esta auto-donación, una auto-donación radical que funda la verdad segunda de todo lo que podría decir sobre mí y, de este modo, que funda la veracidad de mi discurso sobre el mundo en la medida en que la intencionalidad misma está auto-dada a sí misma en lo invisible antes de hacer ver en el fuera de sí. Lo que experimenta el sujeto encarnado y que la filosofía llama tradicionalmente conciencia, usted lo denomina Vida. ¿Cuál es para usted el sentido de este término? Efectivamente, la palabra vida no debe entenderse en sentido tradicional. Cuando por ejemplo los Griegos hablan de bios, de la vida, hablan en el mundo de una cierta categoría de entes (ser-ahí), para retomar el término de Heidegger. Entre los entes, algunos son inertes, otros están vivos como las abejas, y hay un viviente que soy yo y que es el Dasein (ser-en-el-mundo). En el sentido tradicional de la palabra, la vida es considerada como una suerte de ente en el mundo y del que se ocupa la biología o estudio de los seres vivos. Lo inerte no tiene mundo, el animal tiene un mundo pobre, y yo, el ser humano, soy en el mundo, es decir, soy esclarecido por la luz de la exterioridad. Por mi parte, doy un sentido absolutamente nuevo y diferente a la vida, pues la vida no es un ente en el mundo, sino que se refiere al aparecer mismo. De este modo, nosotros ya no estamos sobre el plano de los fenómenos sino sobre el plano de la fenomenicidad pura. En este dominio del aparecer puro, que es el tema propio de la fenomenología, la vida designa un aparecer distinto al aparecer del mundo, el auto-aparecer de este aparecer, una auto-revelación, cuya materia es el pathos y que se experimenta en cada una de sus modalidades. Por ejemplo, ¿qué me da el sufrimiento? El sufrimiento. ¿Y cómo me lo da? Por su afectividad.
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Descartes, R. (2005), Las pasiones del alma, (trad. de Julián Pacho), Madrid, Biblioteca Nueva.
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Su último libro, Encarnación, marca una neta relación con la verdad cristiana y participa de lo que ha venido llamándose el «giro teológico» de la fenomenología 9. ¿Supone un testimonio del «retorno a lo religioso» del que hablaba Malraux? Probablemente, pese a que no me he posicionado públicamente sobre el lugar de mi obra en el panorama del pensamiento actual. Dicho lo cual, creo que es absolutamente imposible excluir la vida, y si la religión se refiere a la vida, entonces en efecto se puede pensar que un mundo sin religión es un mundo imposible. ¿Cómo, por qué la religión se liga a la vida? Es menester aquí, o así me lo parece, plantear una distinción esencial entre la vida finita y la vida infinita o absoluta. Lo que caracteriza a la primera es que no tiene el poder de traerse a sí misma a su propia vida, de darse a sí misma la vida. De igual modo, si considero el yo que pertenece a dicha vida, es un yo finito. De este modo, soy yo mismo, soy este yo que soy, a diferencia de cualquier otro; pero no soy yo quien me traigo a este yo que es el mío. Jamás he elegido ser este yo, y ello porque jamás he tenido el poder de darme a mí mismo, de darme a mí mismo la vida. Solo soy dado a mí mismo en la auto-donación de la vida absoluta que dispone, solo ella, de este poder extraordinario de engendrarse a sí misma eternamente. Esta vida absoluta, ¿es la vida de Dios? Sí, pues solo la vida que tiene el poder de darse la vida a sí misma puede dar la vida a todos los vivientes. Hay un camino que conduce de la vida a la religión porque todo viviente es un viviente en la vida, pero en una vida que él no se ha dado a sí mismo. La finitud no es una determinación objetiva; es la prueba interior y patética de la pasividad de todo viviente con relación a esta vida que lo atraviesa y que brota en él independientemente de su poder y de su querer. Cualquiera que sea la interpretación que se proponga de la misma, esta pasividad de mi propia vida respecto a sí misma permanece como algo indiscutible. Usted no es solo filósofo sino también novelista con títulos como Le Jeune officier, L’Amour les yeux fermés, que ha obtenido el premio Renaudot, y Le Fils du roi10. ¿Se trata de una escritura al margen de su trabajo como filósofo o, por el contrario, supone una búsqueda que se integra en lo expuesto por su pensamiento? La novela no está al margen de mi pensamiento; es una cuestión cuya necesidad he sentido en el momento mismo en que experimentado dificultades que afectan a toda disciplina de investigación y que son de naturaleza técnica. En todos los dominios, y conforme se desarrolla una investigación, esta despliega a su vez metodologías y terminologías propias que la aíslan del gran público. Hoy en día el saber, como ya he dicho, es un saber en migajas. He intentado por tanto expresar de otro modo mis convicciones sobre la vida. En mis novelas, he pensado que esta realidad profunda que quería decir, y que a mi parecer la filosofía clásica ha dejado completamente de lado, podía ser formulada no ya sobre el plano del concepto sino sobre el de lo imaginario. Ciertamente, la dificultad era doble y he sido consciente de ello desde el principio: si uno es escritor, es preciso consagrarse a ello por entero, porque uno aprende a escribir haciendo uso de lo imaginario como aprende a ser filósofo, de tal forma que una sola vida no es suficiente para llevar a buen puerto 9
Janicaud, D. (2015), El giro teológico de la fenomenología francesa, (trad. de Roberto Ranz y Roberto Vivero), en preparación. 10 Henry, M. (2009), Romans, París, Encre Marine.
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ambas empresas. También he tenido conciencia de la imposibilidad de abrazar ambas cosas por razones técnicas: cuando entré en el CNRS de muy joven, ya había escrito una novela, Le Jeune officier, pero era preciso elegir y opté por la filosofía. Más tarde, he vuelto a la novela, como se vuelve a una pasión reprimida, y cuando he podido disfrutar de un poco de tiempo libre he escrito L’Amour les yeux fermés. En el trasfondo de esta novela hay una mirada sobre las civilizaciones del pasado cuyo desarrollo se enfrenta a una aporía. ¿Cómo explicar que tras un periodo de crecimiento en el que la vida alcanza grados de poder siempre más altos, y ello en todos los dominios de la producción de bienes materiales y de la creación espiritual –estética, ética o religiosa-, esta vida conoce la decadencia y la muerte? En ausencia de factores externos, esta destrucción solo puede proceder de sí misma. Me han fascinado estos fenómenos de autodestrucción, que si bien la novela los proyecta en el pasado, en realidad acontecen ante nuestros ojos.
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