Entre lo profano y lo sagrado

EL ORIGEN. DEL MUNDO. Por Pierre Michon. Anagrama. Trad.: María Teresa. Gallego Urrutia. 83 páginas. $ 110. Libros y autores. POR DÉBORA VÁZQUEZ.
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Libros y autores Q

EL ORIGEN DEL MUNDO Por Pierre Michon Anagrama Trad.: María Teresa Gallego Urrutia 83 páginas $ 110

Con una escritura al borde del lirismo y una temporalidad circular, Pierre Michon cuenta en la novela El origen del mundo el deseo insatisfecho de un joven maestro por una vendedora de tabaco

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Viernes 31 de agosto de 2012

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Entre lo profano y lo sagrado POR DÉBORA VÁZQUEZ Para La Nacion

uizá la crítica más despiadada a la obra de Pierre Michon (1945, Cards) sea la que se inflige él mismo en Le roi vient quand il veut. Allí asegura que los libros que se publicaron después de Vidas minúsculas, la ópera prima que a los treinta y siete años lo salvó de la indigencia, “son sólo notas al pie, glosas, cámaras de ecos”. Si bien es cierto que Vidas minúsculas fue y sigue siendo su obra consagratoria, la osadía formal y el esmero flaubertiano desplegado en la prosa del resto de sus publicaciones admiten corregir, o al menos tildar de injustamente modesta, la apreciación del autor. El origen del mundo es el libro más novelesco de Pierre Michon. En él se esboza una trama en la que despunta el deseo insatisfecho de un joven maestro por una vendedora de tabaco. Se perfila también un narrador que, a diferencia de lo que ocurre en gran parte de sus relatos, no es un biógrafo ni se parece demasiado al autor, sino un ser tan ficticio como todos los demás personajes. Y, como si esto no bastara, las primeras oraciones, además de evidenciar el gusto toponímico de Michon (el título original en francés es el nombre de un río) son ciertamente novelescas: “Entre Les Mantres y Saint-Armand-le-Petit está la población de Castelnau, a orillas del Beune grande. A Castelnau, me destinaron en 1961: supongo que también dan destino a los demonios en los Círculos de las profundidades; y, de voltereta en voltereta, van avanzando hacia el agujero del embudo de la misma forma que vamos deslizándonos nosotros hacia la jubilación. Yo aún no había caído del todo, era mi primera plaza, tenía veinte años”. ¿Pero puede un libro de menos de cien páginas –el formato predilecto del autor–, con una acción más hipotética que real y una escritura al borde del lirismo definirse como una novela? Michon, que confesó que nunca se había molestado en aprender “el arte de la pausa” propio del género, respondería seguramente que no. A Michon no le interesa dosificar la intensidad para que quepa dentro de una estructura prefijada. Prefiere perseguir la epifanía de la frase justa, apostar a una prosa que no dé respiro, que genere tensión. Una prosa efusiva como lo es la aparición de Ivonne, ese claro objeto del deseo del protagonista: “Era alta y blanca, era leche. Era algo amplio y copioso como las huríes en las Alturas; anchuroso, pero estrangulado, con la cintura apretada; si los animales tienen una mirada que no desmiente sus cuerpos, era un animal; si las reinas tienen una forma propia de llevar erguida una cabeza plena pero pura, clemente pero fatal, era la reina”. La yuxtaposición de la escena ritual del zorro muerto acarreado por unos niños a modo de trofeo y el descubrimiento del narrador de las heridas en la mejilla y las piernas de Ivonne en medio del bosque son de una innegable potencia poética y un modo crudo y eficaz para sugerir las preferencias sadomasoquistas de la vendedora de tabaco. El origen del mundo es un libro más ligado al universo femenino que al masculino. Una excepción dentro de una obra en la que priman las relaciones de maestro y discípulo y las filiaciones marcadas por la ausencia del padre, como fue el caso de Rimbaud –Rimbaud, el hijo– o del propio Michon. Además de Ivonne, la promotora del deseo que distrae al maestro inexperto de su función de impartir saber para sumirlo en una actividad fantasmática y obscena, hay otras mujeres en el relato que no pasan desapercibidas: Hélène, la dueña de la posada y el emblema de la madre ancestral, y Mado, la novia circunstancial del protagonista. Tres generaciones, tres modelos distintos de mujer, tres figuras centrales alrededor de las cuales se organizan otras de menor relevancia. A Michon, dicho sea de paso, le gustaría que este libro pudiera leerse del modo en que los paleontólogos leen las pinturas rupestres. Es decir, no como una trama lineal sino como un mitograma en el que la temporalidad sea circular y las figuras centrales vayan generando la historia a su alrededor. Esta idea que a primera vista podría resultar descabellada es coherente si se considera que el escenario en el que transcurre el libro es un pueblo muy cercano a las cavernas pintadas de Lascaux, aquellas galerías de arte subterráneas de más de diecisiete mil años que Michon –al igual que los personajes de este libro– tuvo el privilegio de visitar antes de su cierre en 1963. La pintura, en general, no es