Ensayo de Jorge Giraldo - Centro Nacional de Memoria Histórica

1 Tony Judt, El peso de la responsabilidad, Madrid: Taurus, 2014, Kindle ...... reportes de la aplicación de la pena de muerte durante los primeros años de vida ...
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Política y guerra sin compasión Jorge Giraldo Ramírez Universidad EAFIT Comisión histórica del conflicto y sus víctimas

No hay en la vida política asuntos más serios que los de la guerra y la paz; por tanto, ninguno otro demanda tanta responsabilidad. En ese sentido, este ensayo se aborda con atención a tres tipos de responsabilidad. La responsabilidad intelectual que debe dar cuenta de las reglas propias de los estudios sociales; la responsabilidad política que vincula la reflexión individual con las metas que la sociedad colombiana se ha fijado con ocasión de un nuevo intento por terminar el conflicto bélico entre el Estado y agrupaciones que se levantaron en armas hace medio siglo; y la responsabilidad moral que obliga a incluir la referencia a unos valores, tanto para la lectura del pasado como para la insinuación de nuestro porvenir como comunidad política1. *

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La violencia política colombiana de las últimas cinco décadas debe caracterizarse como guerra. No se trata de la irrupción numerosa de fenómenos de delincuencia común o bandolerismo, ni expresiones de violencia unilateral llevada a cabo por los grupos insurgentes o por las fuerzas armadas del Estado, ni tampoco de algún tipo de violencia espontánea. Que a lo largo de este tiempo no hayan existido consensos firmes acerca de su caracterización tanto en el Estado —que utilizó categorías como alteración del orden público, subversión, conflicto armado, terrorismo, entre otras— como entre los académicos nacionales —que hemos usado nociones como violencia, insurgencia, guerra irregular, conflicto armado, guerra civil— es una prueba de las limitaciones de unos y otros y, sobre todo, de la complejidad y variabilidad que ha tenido. Los observadores internacionales, Estados, prensa y academias, sin embargo, han mantenido un consenso más firme acerca de que la situación colombiana trata de una guerra.



Doctor en Filosofía y Decano de la Escuela de Ciencias y Humanidades de la Universidad EAFIT. Agradezco los aportes de Jose Antonio Fortou, Felipe Lopera, Wilmar Martínez, Nathalie Méndez y el Centro Nacional de Memoria Histórica (Cnmh). También los comentarios de lectores que prefirieron conservar el anonimato y el respaldo institucional de la Universidad EAFIT. La responsabilidad por el texto es solo del autor. 1 Tony Judt, El peso de la responsabilidad, Madrid: Taurus, 2014, Kindle edition, pos. 252-387.

La guerra colombiana ha sido larga, compleja, discontinua y, ante todo, política. Si tomamos los parámetros de las principales bases de datos internacionales sobre guerras, la nuestra cubriría las tres décadas trascurridas desde mediados de la década de 1980, lo que ya es una larga duración. Ha sido compleja puesto que desde sus referentes más antiguos presentó la configuración de tres grupos de guerrilla, independientes y poco amistosos entre sí, y las fuerzas armadas del Estado, misma que se complicó con la emergencia de nuevas guerrillas en la década de 1970 y de grupos de autodefensa, paramilitares y bandas armadas del narcotráfico en la década de 1980. Su discontinuidad ha sido temporal puesto que desde 1965 hasta comienzos de la década de 1980 se trató más de una declaración formal de guerra, un fenómeno marginal y prácticamente simbólico, hasta que logró escalarse sin interrupción desde entonces hasta principios del siglo XXI. También muestra una clara diferenciación regional de acuerdo a la actividad de los distintos grupos armados ilegales y la intensidad de los enfrentamientos entre ellos, entre el Estado y todos los grupos ilegales, y en cuanto a los padecimientos de la población civil. Por último, se ha tratado de un fenómeno de carácter político por la enemistad expresada por los contendientes y su posición bélica, por los motivos, objetivos y discursos expresados, y la constante apelación a los repertorios de la estrategia y la diplomacia. La guerra colombiana también ha sido atroz en el trato entre los combatientes, y muy cruel en cuanto a la conducta de los combatientes contra la población civil. Lo fue desde sus comienzos, manteniendo la tradición sanguinaria respecto a las gentes inermes establecida durante La violencia (1946-1957), y lo fue aún más cuando aumentaron los contingentes de hombres armados y la confrontación bélica se intensificó entre finales del siglo XX y principios del XXI. Pudo haber dado la impresión de haberse degradado, pero más que degradación lo que se dio fue un aumento exponencial en la magnitud de las acciones armadas que terminó por escandalizar a una sociedad que ya había estado acostumbrada a un alto umbral de dolor. La guerra pudo ser sostenida y acrecentada gracias a las características de sus principales agentes y de la sociedad. Los sectores dirigentes del país se mostraron incapaces para construir un Estado fuerte2 hasta que las instituciones políticas y sociales fueron cuestionadas existencialmente por grupos armados ilegales; las guerrillas revolucionarias 2

La expresión «Estado fuerte» se usa en el sentido de un Estado con la suficiente capacidad para lograr que las decisiones institucionales, relacionadas con sus funciones básicas se cumplan, en el territorio del país. 2

crecieron al margen de las principales preocupaciones de la población y se concentraron en robustecerse como máquinas de guerra; los grupos paramilitares surgieron como reacción ilegal contra la opresión guerrillera y se especializaron en la violencia unilateral contra la población civil; la sociedad colombiana vivió, a la vez, procesos de urbanización, fragmentación social y colapso de las normas tradicionales que aseguraban la convivencia. Este aporte a la interpretación de la guerra en Colombia se divide en seis secciones que intentan responder a las cuestiones acordadas en la mesa de negociaciones entre el gobierno nacional y las Farc, esto es, el origen y causas de la guerra, las explicaciones de su prolongación y las maneras en que afectó a la sociedad. La primera plantea que el origen de los agentes de esta guerra se remonta a la oleada revolucionaria de la década de 1960 que desafió en todo el continente a los «estados débiles latinoamericanos». La segunda afirma que el Frente Nacional logró normalizar el país y hacer funcionales las instituciones de gobierno aunque no pudo superar los atrasos en la construcción estatal y careció de voluntad y medios para entender y enfrentar el nuevo desafío violento. La tercera sección muestra cómo en tres lustros (1983-1998) en Colombia se acumularon diferentes violencias y se organizaron alrededor de la actividad avasallante de los narcotraficantes y de su ataque violento contra las instituciones del Estado. La cuarta postulará que el escalamiento de la guerra, la burocratización instrumentalista de los grupos combatientes y la inoperancia estatal condujeron a una calamidad humanitaria, concentrada en algunas zonas del país. La quinta mostrará que tan prolongados como la guerra han sido los episodios de negociación y que los cambios en los términos de la confrontación producidos en lo que va corrido del siglo XXI abren una posibilidad —esperanzada aunque realista— de un acuerdo general para la terminación de la guerra. En la última se hará una breve recapitulación. 1. DESAFÍO REVOLUCIONARIO EN LA TRANSICIÓN A LA PAZ Y LA DEMOCRACIA En 1958 Colombia se aprestó a iniciar lo que de antemano se definía como una nueva etapa de la vida política del país bautizada como Frente Nacional. El Frente Nacional surgió de un acuerdo entre los partidos Liberal y Conservador para poner fin a la violencia política que se había incubado en los veinte años precedentes y había desembocado en una guerra civil desde 1946. El pacto que dio lugar al Frente Nacional estableció las pautas para el restablecimiento de la democracia, detallando las condiciones de la gobernabilidad para los

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próximos cuatro cuatrienios. En 1958, los colombianos eligieron a sus representantes en elecciones libres y competidas entre los partidos, cosa que no hacían desde hacía once años; las mujeres eligieron presidente por primera vez en la historia. Teniendo en cuenta estos antecedentes puede afirmarse que el Frente Nacional se instituyó como una doble transición: de la guerra a la paz y de la dictadura a la democracia, con logros que han sido objeto de una intensa discusión académica y política. Al finalizar la primera mitad del pacto bipartidista, los vestigios de la guerra anterior ya se habían apagado gracias a la conciliación entre los dirigentes liberales y conservadores, al acogimiento del acuerdo por parte de numerosas facciones armadas y al sometimiento paulatino y coactivo de otras bandas por parte del Estado. James Henderson se sintió muy seguro para afirmar que «en 1966, el conflicto efectivamente había terminado»3. Este proceso de pacificación se reflejó también en el comportamiento global de los homicidios que mantuvieron un descenso constante desde 1958 hasta 1979, lapso durante el cual las tasas de homicidio se redujeron a la mitad. Entre 1969 y 1979 Colombia tuvo las tasas de homicidio más bajas de los últimos 55 años (Gráfico 1). De esa manera puede afirmarse que el Frente Nacional ya había avanzado en su propósito pacificador al cabo del tiempo estipulado para su duración. Gráfico 1. Tasa de homicidios, 1958-2013 Tasa de homicidios, 1958-2013 80 70

60 50 40 30 20 10 1958 1960 1962 1964 1966 1968 1970 1972 1974 1976 1978 1980 1982 1984 1986 1988 1990 1992 1994 1996 1998 2000 2002 2004 2006 2008 2010 2012

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James D. Henderson, Víctima de la globalización: la historia de cómo el narcotráfico destruyó la paz en Colombia, Bogotá: Siglo del Hombre Editores, 2012, p. 35. 4

Fuente: Jorge Orlando Melo sobre datos de Policía Nacional, Medicina Legal, Fabio Sánchez La fórmula del Frente Nacional fue un experimento que se adelantó a las necesidades de las transiciones de la guerra a la paz que se identificaron cuatro décadas después: limitó la competencia política, apaciguó los ánimos entre los antiguos contendientes y limó las diferencias partidistas hasta casi desaparecerlas de hecho, recomendaciones que se hicieron después sobre la experiencia de diversos posconflictos que ocurrieron en la última década del siglo XX4. Aun dentro de las restricciones que este tipo de democracia impone a la competencia política, los mecanismos electorales establecidos permitieron la participación de disidencias del bipartidismo y de terceras fuerzas auténticas. Más allá de las reglas que limitaban la competencia electoral a los partidos Conservador y Liberal, durante el Frente Nacional tuvieron protagonismo otras agrupaciones como el Movimiento Revolucionario Liberal (Mrl), la Alianza Nacional Popular (Anapo) y el Partido Comunista, en las cuatro elecciones presidenciales hubo candidatos de oposición y el Partido Comunista obtuvo curules en distintos cuerpos colegiados5. Aparte de las condiciones electorales —elemento crucial de cualquier definición de democracia—, el Frente Nacional restableció los marcos constitucionales, recuperó la civilidad en la competencia política y permitió un margen apreciable para las libertades civiles. A propios y extraños les sorprenderá saber que, en medio de la Guerra Fría, mientras las Farc se fundaban y a penas sobrevivían, el Partido Comunista colombiano era legal desde 1958, poseía un semanario que circulaba bajo licencia del Ministerio de Justicia y otras publicaciones periódicas suyas, como Documentos políticos (y desde 1974, Estudios marxistas), no solo eran legales sino que también reproducían documentos oficiales de la guerrilla comunista. Según Freedom House, en ese periodo hubo más libertades civiles en Colombia que en Centro o Suramérica. Respecto a la situación descrita al comienzo de esta sección, que corresponde a un país en guerra y sin democracia durante más de una década, el Frente Nacional fue un factor 4

Con base en 11 casos de posconflicto ocurridos en la década de 1990. Roland Paris, At War’s End Building Peace after Civil Conflict, New York, Cambridge University Press, 2004. 5 Eduardo Posada Carbó, La nación soñada; violencia, liberalismo y democracia en Colombia, Bogotá: Norma, 2006, pp. 190, 193, 194. 5

decisivo para mejorar la situación del país. Ahora bien, si se compara con el estado de los demás países de Latinoamérica los logros deben matizarse. Nuestro mejor desempeño en el rubro de la violencia homicida siguió siendo peor respecto a los parámetros continentales de la misma época. Respecto al desempeño democrático, el proceso frentenacionalista dejó al país en una situación mejor que la que existía en la mayoría de los países latinoamericanos; después, esta condición se afianzó con el momento constitucional de 1991 y enseguida decayó debido a la escalada violenta y la corrupción del narcotráfico que afectaron la democracia en los niveles local y nacional (Gráfico 2)6. Gráfico 2. Indicador de democracia, Colombia, Centroamérica, Suramérica 1972-2013

Democracia según el índice de derechos políticos Freedom in the World 2014.

Esta evolución favorable del doble proceso de transición de la guerra a la paz y de la dictadura a la democracia se vio truncada por diversos factores: el estancamiento en la construcción estatal, la imprevisión de la dirigencia política y la emergencia brutal del 6

El índice Freedom in the World tiene dos grandes componentes: Derechos políticos y libertades civiles. Como medida de democracia se usa el componente de derechos políticos que califica el proceso electoral, el pluralismo político y la participación, y el funcionamiento del gobierno. 6

narcotráfico. Además de estos, otro, de más temprana manifestación fue el surgimiento de nuevas organizaciones armadas que desafiaron el poder del Estado colombiano. Es una ironía de la historia que mientras la dirigencia política tradicional trataba de sacar las armas de la esfera política, rectificando sus viejas prácticas, la insurgencia empezó a abrir el camino para una nueva política violenta. En efecto. En 1965 emergió el Ejército de Liberación Nacional (Eln), en 1966 se crearon de forma oficial las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) y en 1967 surgió el Ejército Popular de Liberación (Epl). La aparición de estas guerrillas estuvo enmarcada en el conflicto global surgido después de la Segunda Guerra Mundial (1949) entre un occidente liberal y un oriente socialista, y alentada por el impacto del triunfo de la revolución cubana en 1959. De hecho, en los primeros meses posteriores al triunfo de la revolución cubana hubo cinco intentos de lucha guerrillera en Panamá, Nicaragua, República Dominicana, Haití y Paraguay7. Distó mucho de ser una peculiaridad colombiana, pues durante los diez años trascurridos desde el triunfo de la revolución cubana, surgieron grupos similares en todos los países de América Latina, con excepción de Costa Rica. Y su fraccionamiento en el continente correspondió a la competencia entre diversas tendencias dentro del espectro comunista, a saber, las alineadas con el guevarismo o castrismo, el comunismo de línea soviética y el comunismo de línea china. Después de la Conferencia Tricontinental realizada en La Habana en 1966 y las muertes de Camilo Torres en Colombia en el mismo año y de Ernesto Guevara en Bolivia en 1967, las iniciativas guerrilleras se multiplicaron y ningún país latinoamericano de habla española o portuguesa escapó al fenómeno, incluyendo a Costa Rica (Gráfico 3)8.

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Daniel Castro, “The Interminable War: Guerrillas in Latin America History, en Daniel Castro (ed.), Revolution and Revolutionaries: Guerrilla Movements in Latin America, Lanham: SR Books, 2006. Kindle edition, Pos. 287. 8 Para este trabajo se hizo un inventario de 102 grupos guerrilleros en América Latina desde 1956 hasta la fecha, excluyendo algunas aventuras fugaces. Se trata de un ejercicio más indicativo que exhaustivo. 7

Gráfico 3. Difusión guerrillera en América Latina, 1956-2006 Guerrillas en América Latina, año de fundación 26 guerrillas, 19 países

1956

54 guerrillas, 10 países

1966

17 guerrillas, 8 países

1976

1 guerrilla, 1 país

4 guerrillas, 3 países

1986

1996

2006

Esta propagación de núcleos guerrilleros en el continente se debió básicamente al voluntarismo revolucionario. Países grandes y pequeños, con geografías plácidas o abruptas, pobres y menos pobres, más equitativos y muy desiguales, dictatoriales y democráticos, con relaciones diplomáticas con el bloque socialista o sin ellas, todos tuvieron guerrillas en estos años. La hegemonía intelectual del marxismo, el optimismo generado por la victoria de Fidel Castro en Cuba y el entusiasmo beligerante de pequeños grupos de activistas explican bien el surgimiento de esta oleada de organizaciones armadas. En todo el continente, la situación de Estados en procesos de construcción —unos más débiles que otros— constituyó una auténtica «estructura de oportunidad» para que la definición internacional de la enemistad política conocida como guerra fría sirviera de catalizador para que estas guerrillas surgieran y medraran durante algún tiempo a la espera de una crisis del sistema social o de una situación revolucionaria. A diferencia de las guerras civiles precedentes, los bandos que emergieron en esta década no pretendían objetivos parciales respecto al ordenamiento político y social y ni siquiera el simple cambio de gobierno. Los manifiestos mediante los que hicieron pública su aparición postulaban el objetivo máximo de lograr una revolución triunfante que permitiera cambiar totalmente las estructuras políticas, económicas y sociales. Para ello, estos grupos se

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propusieron la tarea de crear organizaciones políticas y militares modernas, siguiendo los modelos leninista de partido y maoísta de guerrilla o el modelo castrista de partido armado, que posibilitaran iniciar en algún momento una ofensiva estratégica. Un factor nada desdeñable para la incubación armada fue el clima intelectual que justificaba el uso de la violencia. La dirigencia de los partidos tradicionales no efectuó una crítica sólida de la violencia política ni se propuso formar una opinión ciudadana reacia a la utilización de medios violentos. Al contrario, algunos líderes políticos e intelectuales se subordinaron a las prédicas justificadoras que habían puesto de moda algunos pensadores europeos, como Jean-Paul Sartre, por ejemplo. La iglesia católica se abocó a la curiosa situación de una jerarquía silenciosa respecto al papel incendiario de algunos de sus miembros durante la guerra bipartidista y grupos sacerdotales que apoyaban sin escrúpulos la violencia revolucionaria. El alistamiento del padre Camilo Torres en el Eln, fue solo el episodio más célebre de esta tendencia. La academia universitaria estuvo dominada por el marxismo y consideró la violencia un recurso válido, hasta que se produjo un giro civilista e institucional significativo a comienzo de los años ochenta. Desde entonces, el debate universitario decayó por el impacto de la violencia9. No obstante, empresas ideológicas como los medios de comunicación nacionales y la iglesia católica mantuvieron una postura complaciente, cuando no justificadora, de la existencia de las guerrillas. Empero, hubo sectores minoritarios, políticos e intelectuales, en el continente y en Colombia que condenaron la violencia y ensayaron otras alternativas. De manera particular, en Colombia estas guerrillas se apropiaron de la experiencia precedente de La violencia al ubicarse en zonas de tradición militar irregular, y vincularse con las prácticas y las trayectorias de guerreros liberales anteriores. Después de entrenarse en Cuba, los integrantes de la Brigada José Antonio Galán se enmontaron en el Magdalena Medio santandereano en 1964 e involucraron a Hernán Moreno Sánchez, antiguo integrante de las guerrillas liberales de Rafael Rangel, para aparecer en público mediante una toma armada al pueblo de Simacota el 7 de enero de 196510. Las Farc aparecieron pocos meses

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Miguel Ángel Urrego, Intelectuales, Estado y nación en Colombia: de la Guerra de los Mil Días a la Constitución de 1991, Bogotá: Universidad Central – Siglo del Hombre Editores, 2002, pp. 29-32. 10 Milton Hernández, Rojo y negro: aproximación a la historia del Eln, Montañas de Colombia: Ejército de Liberación Nacional, 1998, pp. 65-72. 9

después de que el 10° congreso del Partido Comunista considerara que «la lucha armada es inevitable y necesaria como factor de la revolución colombiana» y enviara a dos dirigentes suyos para apadrinar la segunda conferencia de una agrupación preexistente llamada Bloque Sur11. El Epl nace en febrero de 1967 en el sur de Córdoba, regiones del alto Sinú y alto San Jorge, vinculado a la experiencia de guerrilleros liberales como Julio Guerra y por decisión de una fracción maoísta escindida del Partido Comunista12. En el periodo 1965-1980 las guerrillas revolucionarias mantenían una existencia precaria y residual: las Farc pasaron por una crisis notoria, después de la cual tuvieron un crecimiento vegetativo; el Epl apenas era capaz de atender sus divisiones internas; el Eln había desaparecido de hecho después de 1973 y el Movimiento 19 de Abril (M19) —surgido en 1974— se dedicaba a operaciones de propaganda armada. ¿Cómo fue posible que unas guerrillas raquíticas crecieran después del Frente Nacional y llegaran a convertirse en una amenaza nacional a fines de siglo?

2. UN ESTADO DEBILITADO CON UNA DIRIGENCIA INCAUTA El planteamiento propuesto acá es que la actual guerra colombiana es radicalmente distinta a La violencia y está vinculada con las declaraciones de guerra por parte del Eln, las Farc y el Epl a mediados de los años sesenta. No obstante, cuando el Frente Nacional terminó en 1974 estos grupos estaban en una situación muy semejante a la de sus momentos fundacionales y carecían de cualquier poder significativo. El Frente Nacional sentó bases para consolidar la paz y la democracia en Colombia. Además, incrementó de modo significativo el gasto social del gobierno, mejorando de manera lenta aunque sostenida los principales indicadores de calidad de vida y fortaleció las instituciones encargadas de esas funciones. Adoptó una postura activa en la promoción de la organización social de los pobladores urbanos en juntas de acción comunal y de los campesinos de asociaciones de usuarios de los programas agrarios. En 1965 se presentó la reforma laboral más importante y progresiva como resultado de una negociación entre 11

La información sobre el congreso comunista está en Álvaro Delgado Guzmán, “El experimento del partido comunista colombiano”, en Mauricio Archila et al., Una historia inconclusa: izquierdas políticas y sociales en Colombia, Bogotá, Cinep, 2009, p. 97. Sobre Farc, Jesús Santrich (ed.), Manuel Marulanda Vélez: el héroe insurgente de la Colombia de Bolívar, Montañas de la América Nuestra, Farc-ep, s.f, p. 251. 12 Álvaro Villarraga y Nelson Plazas, Para reconstruir los sueños: una historia del Epl, Bogotá: Fundación Progresar, 1994, pp. 31-41. 10

gobierno y centrales sindicales. Lo que podría calificarse como un «enorme esfuerzo político por parte del Estado para establecer mecanismos institucionales de regulación de las relaciones sociales en el marco de la estructura social global»13. Sin embargo, los principales pasivos de este proyecto concertado entre los dos grandes partidos tuvieron que ver todos con la construcción del Estado: el Frente Nacional mantuvo en una situación precaria a las fuerzas militares, no avanzó en la integración territorial del país ni adecuó su sistema judicial y fue incapaz de crear un imaginario de pertenencia nacional que remplazara la fractura ocasionada por las identidades partidistas. En general, se acepta que los Estados latinoamericanos encajan —con diferencias de grado— en la categoría de «Estados débiles». La debilidad del Estado en América Latina puede explicar, en parte, la generalización del fenómeno guerrillero y las diferencias en cuanto a la prolongación temporal de las guerrillas podrían deberse a las distintas trayectorias que siguieron los países del continente. Como puede verse en el Gráfico 4, y según «Correlates of War Project», Colombia no solo se mantuvo siempre por debajo de Centro y Suramérica en el indicador de capacidades nacionales hasta finales del siglo pasado, sino que durante la década de 1970 y hasta entrados los años ochenta cayó por debajo de los precarios niveles del Frente Nacional14.

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Fernando Uricoechea, Estado y burocracia en Colombia: historia y organización, Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 1986, p. 74. Sobre el desarrollo económico y social en la época, ibid., p. 91. 14 El Composite Index of National Capabilities es un índice que combina población, tamaño del ejército, gasto militar, consumo de energía y producción de hierro y acero. Para todos los casos en este texto, Centroamérica incluye a México. 11

Gráfico 4. Capacidades nacionales, Colombia, Suramérica, Centroamérica, 1960-2013

Calculado por la base de datos National Material Capabilities (NMC) v 4.0.

La vigencia de los proyectos guerrilleros en América Latina hasta hoy ha sido, en promedio, de 7,25 años, excluyendo a Eln, Farc y Epl. El promedio de vida de los grupos colombianos distintos a estos fue de 10,115. Pareciera que la mayor debilidad relativa del Estado colombiano podría explicar la extraordinaria longevidad de las guerrillas criollas, pero el contraste entre el Eln y las Farc y las demás guerrillas colombianas apunta a que tiene que haber alguna explicación adicional. La debilidad del Estado colombiano tiene tres componentes relacionados con la baja probabilidad de éxito respecto al objetivo de obtener el monopolio de la fuerza, del cual depende el cumplimiento de los mandatos constitucionales de mantener la seguridad y defender la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos. El primero es el tamaño y la calidad de la fuerza pública, en especial de las fuerzas armadas; el segundo es la integración efectiva del territorio mediante una infraestructura adecuada; el tercer componente es la 15

De acuerdo a cálculos propios derivados del inventario de guerrillas señalado antes. 12

eficacia para obtener los recursos necesarios para el funcionamiento cabal de las instituciones. Desde 1958 hasta fines del siglo, Colombia tuvo unas fuerzas militares débiles. Esa característica fue el resultado de una orientación intencional ya que, tanto durante el Frente Nacional como durante los cuatro gobiernos siguientes del periodo 1974-1990, los dirigentes nacionales —con todo y sus diferencias partidistas e ideológicas— mantuvieron en una profunda debilidad, tanto absoluta como relativa, a las fuerzas militares. De acuerdo con Fernán González: «la sociedad colombiana había venido evadiendo, hasta tiempos muy recientes, la tarea de construir un fuerte ejército nacional y una policía nacional eficaz»16. El menoscabo de las fuerzas armadas se demuestra por la baja participación del gasto militar como parte del gasto total del gobierno. El gasto en seguridad y defensa, como porción del gasto público total, pasó de un promedio del 27% en la década del 50 al 23% en los años 60, el 15% en los 70, y el 16% en los 80, tendencia que se mantuvo hasta mediados de los 90. Como porcentaje del producto interno bruto, en las mismas cuatro décadas y media, el gasto militar osciló entre menos del 1% y el 1,5%17. Lo mismo puede decirse desde el punto de vista cualitativo. Apenas en la última década del siglo XX pudo el ejército acrecentar la participación de soldados profesionales hasta un tercio de su pie de fuerza, lograr autonomía en la producción de fusiles y las fuerzas armadas, en su conjunto, pudieron recuperarse del gran atraso que tenían en armamento y equipo18. La comparación del gasto militar por habitante entre Colombia y el resto de América Latina hace aún más clamoroso el sesgo antimilitar de las políticas públicas colombianas (Gráfico 5).

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Fernán González, Poder y violencia en Colombia, Bogotá: Odecofi – Cinep – Colciencias, 2014, p. 54. También sostienen la tesis de la debilidad de las fuerzas armadas, entre otros: Andrés Dávila Ladrón de Guevara, «Ejército regular, conflictos irregulares: la institución militar en los últimos quince años», p. 285; Henderson, op. cit., p. 196. 17 Camilo Granada, «La evolución del gasto en seguridad y defensa en Colombia, 1950-1994», en María Victoria Llorente y Malcolm Deas (comp.), Reconocer la guerra para construir la paz, Bogotá: Cerec – Ediciones Uniandes – Norma, 1999, pp. 540-564. 18 Armando Borrero, «Los militares: los dolores del crecimiento», en Francisco Leal Buitrago (ed.), En la encrucijada: Colombia en el siglo XXI, Bogotá: Norma, 2006, pp. 118-119. 13

Gráfico 5. Gasto militar por habitante, Colombia, Centroamérica, Suramérica 1960-2013

Base de datos National Material Capabilities (NMC) v 4.0

En la práctica el poder civil terminó imponiendo una condición de fragilidad institucional sobre las fuerzas armadas, mientras compensaba a la alta oficialidad con prebendas laborales. Este rasgo corresponde a las regularidades encontradas en la literatura para las situaciones inmediatamente posteriores a las dictaduras. En estos casos, «la élite es renuente a construir un ejército fuerte» y prefiere contemporizar con una rebeldía armada considerada inocua antes que generar las condiciones para que se reedite el golpe de Estado o se presenten demandas excesivas del estamento militar19. Esta decisión se facilitó porque la rebelión armada se percibió siempre como un peligro menor, un fenómeno social que no afectaba los principales circuitos políticos y sociales del país ni aumentaba los costos de transacción de la economía nacional. Así, interpretando un desafío político como inconformidad social y minimizando sus manifestaciones, la élite gobernante se autoinhibió para enfrentar la insurgencia guerrillera. Con el Frente Nacional se inauguró la doctrina de las autonomías recíprocas del poder civil y del poder militar, predicada por el presidente Alberto Lleras Camargo en el famoso 19

Daron Acemoglu, Davide Ticchi y AndreaVindigni, «Persistence of Civil Wars», NBER Working Paper 15378, September, 2009, p. 11-12. 14

discurso del Teatro Patria (9 de mayo de 1958). Desde entonces se delimitaron y separaron las competencias de las autoridades civiles y militares, una decisión que iba en contravía de todos los fundamentos del Estado moderno y que, incluso, quebrantaba en la práctica el precepto constitucional de que el jefe del Estado es también el jefe supremo de las fuerzas armadas. El Estado colombiano se abstuvo así de dotarse de una política de seguridad hasta 2003, cuando se integraron las responsabilidades en materia de seguridad, en lo que fue un esfuerzo «casi inédito en la historia del país»20. Las consecuencias de esta medida fueron todas muy negativas para la sociedad colombiana. La dirigencia política se olvidó de la realidad de la guerra y el país mantuvo la premisa establecida después de la Guerra de los Mil Días (1899-1902) de tratar toda disensión armada como alteración del orden público. Se les delegó a los militares toda la responsabilidad para enfrentarse con un fenómeno de naturaleza estrictamente política, como es la guerra civil revolucionaria. El Estado careció de concepción estratégica, mientras las fuerzas militares se sumergían en una espiral de ensayo y error en materia operacional. Bajo el amparo del estado de sitio y por delegación de los gobiernos, las fuerzas militares asumieron con frecuencia tareas policiales, judiciales y administrativas, mientras la policía —establecida con carácter civil— tendió a militarizarse sin pausa hasta hoy. Civiles y militares se debatieron durante décadas entre priorizar las acciones cívicomilitares para paliar los microcontextos que estimulaban la violencia y ganar el favor de los pobladores o centrarse en un enfoque de criminalización de los rebeldes y sus entornos civiles, así como oscilaron entre los términos de la falsa dicotomía de privilegiar las iniciativas de paz o fortalecer la acción militar. Por si fuera poco, a lo largo de medio siglo los episodios de enfrentamientos entre la dirigencia política y la cúpula militar se volvieron habituales en el país, hasta el punto de que se volvió tradicional que cada Presidente destituyera al menos un miembro del alto mando en su periodo; a veces, como en 1965 o 1996, los choques llegaron a niveles críticos. La peor de todas las consecuencias en perspectiva humanitaria, fue la ausencia de un criterio claro para que la fuerza pública distinguiera entre población civil y combatientes, debido a que el concepto rector de «orden

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Francisco Leal Buitrago, La inseguridad de la seguridad: Colombia 1958-2005, Bogotá: Planeta, 2006, p. 241. 15

público» tiende a cobijar bajo el derecho penal acciones que, bajo otra mirada, hacen parte del derecho de guerra21. El segundo componente característico de la debilidad del Estado colombiano, relacionado con la capacidad de proveer seguridad a la población y de contener cualquier desafío armado a la institucionalidad pública, se refiere al «poder infraestructural del Estado». Para analizar este aspecto son útiles los datos sobre la infraestructura de carreteras ya que, después de la decadencia de los ferrocarriles a partir de 1970, fueron el único medio masivo de integración territorial, y hasta fines del siglo XX representaban la mejor alternativa de acceso de las instituciones y la fuerza pública a las regiones. En 1960 la tasa colombiana de carreteras pavimentadas por 100 kilómetros cuadrados era de 0,23 lo que quería decir que en América Latina solo superábamos a Paraguay y Bolivia, y Perú y Chile nos excedían en un 50%. Si la comparación se realizara por la tasa de carreteras pavimentadas por mil habitantes, las diferencias de Colombia con Paraguay y Bolivia desaparecerían, mientras Perú y Chile nos duplicarían. Para ese año nuestro par en el continente era Ecuador; respecto a países como Argentina y Venezuela no tenía sentido hacer comparación alguna, no hablemos de México. Entre 1971 y 1994 la red nacional crecía a la mitad del ritmo que lo hacía el transporte de carga22. La baja inversión en seguridad y carreteras refleja un problema más profundo del proceso de construcción estatal en Colombia: la poca probabilidad de aplicar un esquema de tributación aceptable e idóneo para cumplir con las misiones constitucionales respecto a los bienes básicos de la población y las necesidades de la administración pública. En América Latina, «Colombia es el país que mayor déficit de recaudación tiene en la región después de Argentina y Guatemala»23. Como puede verse en el Gráfico 6, después de 1970 la extracción de recursos por parte del Estado colombiano tuvo un comportamiento similar al de los países centroamericanos e

21

Durante el siglo XX, Colombia vivió un proceso de dominio del derecho penal sobre el derecho de los conflictos armados, según Iván Orozco Abad, Combatientes, rebeldes y terroristas. Guerra y derecho en Colombia, Bogotá: Temis, 2006, p. 4. 22 Álvaro Pachón y María Teresa Ramírez, La infraestructura de transporte en Colombia durante el siglo XX, Bogotá, Fondo de Cultura Económica, 2006, pp. 58, 334, 338. 23 Mauricio Uribe López, La nación vetada: Estado, desarrollo y guerra civil en Colombia, Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2013, p. 205. Citando a Guillermo Perry. 16

inferior a la de los suramericanos24. Este es el resultado de la resistencia de las élites económicas —tanto tradicionales como modernas— a pagar impuestos y de su arraigada conducta de utilizar su influencia para impedir cualquier intento de establecer una fiscalidad equitativa y adecuada a las necesidades del país. Gráfico 6. Capacidad de fiscalidad y redistribución, Colombia, Centroamérica, Suramérica 1960-2013

Relative Political Performance Dataset (RPC) v 2.1

Si el denominador común de los Estados latinoamericanos en los años sesenta era la debilidad, desde 1970 Colombia se rezagó respecto a sus vecinos del continente. Los mandatarios del Frente Nacional pudieron mostrar realizaciones en cuanto a la pacificación del país, la normalización de la competencia política, la prioridad en el gasto social. El país más tranquilo y en condiciones de crecimiento económico pudo haber realizado progresos en la construcción de Estado —en el sentido indicado antes— pero no los hizo hasta 1991. Un Estado débil no es capaz de organizar la apropiación y uso legal de la tierra ni de proveer los bienes básicos al conjunto de la población ni de eliminar los obstáculos 24

La extracción política indica la capacidad del gobierno para obtener recursos provenientes de la producción nacional (impuestos, regalías, aranceles) para cumplir con los objetivos públicos. 17

patrimonialistas que conservan los privilegios tradicionales y agravan la desigualdad social. Las condiciones sociales y económicas desventajosas que se trataron de superar en el país con los intentos reformistas del Frente Nacional se derivan de la incapacidad del Estado, y los levantamientos guerrilleros se erigieron como una fractura más de la sociedad y un fardo adicional en la brega de las instituciones públicas por cumplir con la misión del Estado. De este modo, es razonable suponer que este estancamiento se haya debido a un cuádruple bloqueo que impidió que diversos intentos por fortalecer el Estado fructificaran: la renuencia de las élites económicas a la creación de un contrato fiscal moderno; el veto de las élites agrarias a una modificación, así fuera tímida, del régimen de tierras; los desacuerdos respecto a la centralización del poder político; el freno de la clase política al fortalecimiento de las fuerzas militares25. A finales de su administración, en 1978, el presidente Alfonso López Michelsen presentó el balance de su gestión. López indicó que su gobierno había incautado 216 toneladas de marihuana y 1,13 toneladas de cocaína. Como sus sucesores, Julio César Turbay y Belisario Betancur, López trató el problema del narcotráfico como un asunto irrelevante para la seguridad pública y más bien procuró que el gobierno obtuviera beneficios de las divisas del negocio de drogas, extrayendo algunos recursos para las arcas estatales. También «admitió 324 secuestros y 417 casos de extorsión, pero aseguró a sus oyentes que estos crímenes no eran nada fuera de lo común, y nada tenían que ver con actividades terroristas o guerrilleras»26. Cuando López pronunció ese discurso Colombia ya estaba consagrado como el principal país exportador de marihuana del mundo y algunos de sus más connotados contrabandistas de cocaína empezaban a sobresalir; no cumplía su primer año la formidable y violenta protesta social convocada como paro cívico nacional en 1977; la tasa de homicidios, que se incrementó desde 1975, se iba a empinar en 1979; y el Frente Sandinista de Liberación Nacional se aprestaba a mostrar el segundo ejemplo de revolución triunfante en América Latina.

25

Sobre el veto fiscal, en Uribe López, op. cit., 211; el gobierno indirecto como resultado de las dificultades para la centralización, en James A. Robinson, «Another 100 Years of Solitude?», Current History, February 2013. 26 Malcolm Deas, «Seguridad e inseguridad en el último cuarto del siglo XX», en Álvaro Tirado Mejía (ed.), Nueva historia de Colombia, vol. 7, 1998, pp. 249-250. 18

Turbay, el sucesor de López Michelsen, amplió las delegaciones a los militares en cabeza del ministro de defensa Luis Carlos Camacho pero aparte del incremento en la represión, sus medidas tuvieron pocos efectos. No tocaron a los narcotraficantes, ni a los guerrilleros y deterioraron la legitimidad de las fuerzas militares sin fortalecerlas: durante su gobierno, el gasto en seguridad y defensa como parte del gasto total, alcanzó «su punto más bajo desde 1950, con un 12,15%»27. La notoriedad de la represión en las administraciones López y Turbay desacreditó bastante al poder ejecutivo. De esta manera, los gobiernos liberales de López y Turbay y el conservador de Betancur — al menos hasta 1984— no solo mantuvieron estancado el proceso de construcción de Estado sino que mostraron una imprevisión asombrosa, visto en retrospectiva, respecto a los nuevos peligros que se cernían sobre los colombianos.

3. NARCOTRÁFICO, FACTOR DE ACUMULACIÓN DE VIOLENCIAS Y CRISIS POLÍTICA A fines de la década de 1970, Colombia llevaba veinte años continuos consolidando la doble transición de la dictadura a la democracia y de la guerra a la paz. Además, se recuperaba del «derrumbe parcial del Estado» que se había producido entre 1949 y 1957: las instituciones públicas eran funcionales, el Estado era más legítimo y tenía reconocimiento internacional, la fuerza pública era nacional y más profesional. Sin embargo, las tareas pendientes que dejó el Frente Nacional fueron muchas. Se requería una reforma que ampliara y mejorara la competencia política, el aparato judicial seguía esperando su hora, la creciente oferta de bienes básicos era insuficiente dada la vertiginosa urbanización del país, mientras la fragmentación territorial permanecía casi inalterada. Durante los tres gobiernos posteriores a 1974 la única contribución significativa en estos aspectos se hizo en 1986, cuando se aprobó la elección popular de alcaldes, y los respectivos presidentes fueron incautos ante la creciente amenaza del narcotráfico y sus potenciales efectos sobre la paz. ¿Qué estaba ocurriendo durante los doce años de estos gobiernos que no fue percibido por la dirigencia colombiana? Pocos años después de la Operación Anorí en 1973, que dejó diezmado al Eln, un pequeño grupo de militantes liderados por el sacerdote español Manuel Pérez Martínez reorganizó 27

Granada, op. cit., p. 575. 19

ese grupo guerrillero revitalizando el frente Camilo Torres en el Magdalena Medio santandereano e iniciando la coordinación de núcleos dispersos en Antioquia, Bolívar, Santander y el centro del país, labor que daría sus frutos en la llamada Reunión Nacional de 1983 que fue, de hecho, un momento de refundación de la agrupación. Hacia 1974, las Farc estaban en un proceso de «reconstrucción» ya que para ese entonces «se había perdido el 70% de la fuerza humana y 70% del armamento», como recordó Jacobo Arenas. En 1974 las Farc tenían 4 frentes, en 1978 se duplicaron y en 1982 tenían 24 frentes guerrilleros y más de mil combatientes. A partir del 11° congreso, realizado en 1980, el partido marxistaleninista pudo recomponerse de sus numerosas fracturas e impulsó la recomposición del Epl, en buena medida gracias al ingreso de una disidencia de las Farc en Urabá28. En la segunda mitad de los años setenta surgieron dos guerrillas urbanas, el M19 y Autodefensa Obrera (Ado), inspiradas en los modelos de los Montoneros argentinos y los Tupamaros uruguayos. Dedicadas en sus inicios a la propaganda, tuvieron su bautismo de sangre con dos crímenes sorprendentes: el M19 secuestrando y matando al líder sindical José Raquel Mercado en 1976, quien estaba preparando un paro cívico nacional, y el asesinato del ministro de gobierno Rafael Pardo Buelvas por parte del Ado en 1978. En la primera mitad de los años ochenta surgieron otras cuatro guerrillas independientes: una disidencia de las Farc llamada Frente Ricardo Franco, el Mir-Patria Libre, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (Prt) y la autodefensa indígena Movimiento Quintín Lame. Colombia aportó así un tercio de la oleada guerrillera que se dio en América Latina después del triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua en 1979. Mientras se fundaban los grupos armados revolucionarios a mediados de los años sesenta, otra fuente de ilegalidad emergía impulsada por las habilidades de contrabandistas tradicionales y la demanda internacional: la bonanza de la marihuana en las vertientes de la Sierra Nevada de Santa Marta. Estos negociantes poco «racionales y calculadores» pronto se vieron sobrepasados por organizaciones mafiosas y empresariales dedicadas a la producción y tráfico de cocaína, que lograron convertirse en los abastecedores de la inmensa mayoría del mercado mundial. Las dimensiones que adquirió el narcotráfico, con 28

Para el Eln, Hernández, op. cit., pp. 322-324; para el Epl, Villarraga y Plazas, op. cit., pp. 138-142, 157160; la cita de Arenas en Fidel Castro Ruz, La paz en Colombia, La Habana: Editora política, 2008, p. 88; el crecimiento de las Farc en Juan Guillermo Ferro y Graciela Uribe, El orden de la guerra: las Farc-Ep entre la organización y la política, Bogotá, Centro Editorial Javeriano, 2002, p. 29. 20

sus actividades conexas, contribuyó a «conformar una nueva fisonomía del país en los ámbitos sociales, económicos y culturales». Transformó la estructura de la sociedad, fragmentándola y creando vías ilegales de movilidad social, estableció nuevas formas de dominación local, constituyó una colosal fuente de corrupción de las autoridades civiles y la fuerza pública, e insertó el país en el mapa global con más profundidad que ninguna otra actividad29. El narcotráfico modificó el comportamiento de los colombianos y sus imaginarios, agudizó la anomia en la conducta cotidiana y socavó la idea de que el trabajo duro y la educación eran los medios idóneos para el ascenso social. Como nicho de poder social, los carteles de la droga llevaron su influencia a la política mediante el dinero y la violencia. Ocuparon lugares preeminentes en los gobiernos locales y, durante su apogeo, incursionaron en la política nacional: Pablo Escobar fue representante a la Cámara y el cartel de Cali financió «un tercio de los congresistas colombianos» en 199430. Aunque siempre se dijo en las cafeterías que los narcos habían contribuido a financiar las campañas presidenciales desde López Michelsen en adelante, la prueba reina de esta injerencia apenas llegó con el juramento presidencial de Ernesto Samper. El narcotráfico no solo se relacionó con el poder hegemónico. Desde los años setenta comenzó a lucrar el precario poder alterno de los grupos guerrilleros 31. Las relaciones del M19 con Pablo Escobar fueron documentadas por la «Comisión de la verdad sobre los hechos del Palacio de Justicia»; los nexos de Gonzalo Rodríguez Gacha con las Farc fueron denunciados en 1984 por el embajador estadunidense Lewis Tambs de manera antipática aunque certera, y su relación con el negocio en su conjunto han sido explicados por distintos académicos32. No se trata solo de que la guerrilla se encontrara de manera casual con los cultivos de coca, como se documentó durante el despeje de la zona de El Caguán; también estimularon la expansión de los cultivos en sus zonas de influencia y llevaron la coca a otras regiones del país, como pasó con la implantación del frente 47 de las Farc en el

29

Se han seguido hasta aquí las líneas interpretativas sobre el narcotráfico propuestas en Álvaro Camacho Guizado, «De narcos, paracracias y mafias», en Leal Buitrago, op. cit., pp. 387-419. 30 Ibid., p. 398. 31 Henderson, op. cit., p. 68. 32 Ferro y Uribe, op. cit., pp. 96-104; Delgado, op. cit., p. 109; Henderson, op. cit., p. 123. 21

suroriente antioqueño33. ¿Cómo concibieron las Farc su relación con el narcotráfico? Un excomandante de frente lo explica con claridad: «Yo hablaba la otra vez con el camarada Marcos que yo no concebía como nosotros íbamos a lucrarnos del negocio de las drogas. Entonces él me decía que yo era muy puritano. Lo pensé y miré Mao en La Gran Marcha, Inglaterra quería opio, Mao les dio opio, y con eso recibió platica y cuando vino la toma del poder, se condenó a muerte los productores, a los consumidores del opio. Eso también es una parte táctica, no estratégica»34.

Narcotraficantes y guerrilleros se encontraron en los circuitos de la logística internacional de armamento y convergieron también en operaciones violentas. La toma del Palacio de Justicia fue el ejemplo más conspicuo, mas no el único. Pero lo más trascendente de esta relación fue que al «descalabro guerrillero» de los años setenta le siguió una época dorada gracias a los narcodólares que, sumados a los ingresos por secuestro y la extorsión a multinacionales, les permitieron a todos los grupos guerrilleros modernizar su armamento, incrementar el número de combatientes y expandirse aceleradamente por todo el país. Entre 1978 y 1995 el número de frentes de Farc, Eln y Epl «pasó de 15 a 102. Las primeras incrementaron sus frentes de alrededor de 8 a 65, y el Eln de 3 a 35»35. Esta relación simbiótica estuvo plagada de contradicciones políticas, éticas y también prácticas. Las guerrillas extraían dinero mediante el secuestro y los narcotraficantes representaban una nueva clase de gentes extremadamente ricas. Ya es habitual situar el origen del paramilitarismo en el secuestro por parte del M19 de una hermana del clan Ochoa del cartel de Medellín (1981), que dio origen a una empresa mafiosa que buscó su liberación, lo mismo que la del padre de Pablo Escobar (1984), «Muerte a Secuestradores». El Mas, por sus siglas, sirvió como detonante de la coordinación entre narcotraficantes y de ejemplo a los paramilitares que surgirían más adelante36. También les demostró la necesidad de contar con un aparato militar propio.

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El «encuentro» de las Farc con la coca en Jaime Jaramillo, Leonidas Mora y Fernando Cubides, Colonización, coca y guerrilla, Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 1986, p. 172; la expansión dirigida de los cultivos en Ferro y Uribe, op. cit., p. 97; el ingreso de la coca de la mano de las Farc al suroriente antioqueño proviene de un testimonio oral. 34 Juanita León, «Entrevista a Carlos Alberto Plotter», Bogotá: mimeo, 2003, p. 7. 35 Sobre «el descalabro guerrillero en la Colombia de los setenta», Eduardo Pizarro Leongómez, Insurgencia sin revolución: la guerrilla en Colombia en una perspectiva comparada, Bogotá: Tercer Mundo Editores – IEPRI, 1996, pp. 95-101; Henderson, op. cit., pp. 185-187. El crecimiento de las guerrillas en Camilo Echandía, «Expansión territorial de las guerrillas colombianas: geografía, economía y violencia», en Deas y Llorente, op. cit., pp. 102-103. 36 Mauricio Rubio, «Del rapto a la pesca milagrosa: Breve historia del secuestro en Colombia», Documento Cede, 2003, p. 21. 22

El secuestro, sin lugar a dudas, constituye una de las explicaciones más plausibles del nacimiento y proliferación del paramilitarismo. Surgido como una actividad esporádica de la delincuencia común, fue adoptado como método financiero por las guerrillas desde los años sesenta y luego como forma de propaganda y coacción política. De anecdótico pasó a ser sistemático, hasta el punto de que para 1985 se acumulaban 2.233 casos, según la base de datos del Registro Unificado de Víctimas. Pero el secuestro es solo una derivación de la falta de control estatal sobre el territorio y de la precariedad de la provisión legal de seguridad. Poco después, el paramilitarismo encontraría las tres vetas que inspiraron la orientación y la organización adecuadas para la guerra que se estaba incubando: el modelo de señorío violento sobre una economía de enclave como la esmeraldera, la agitación política anticomunista y los recursos del tráfico de drogas. En efecto, los señores de las esmeraldas en el occidente de Boyacá habían instaurado desde mediados del siglo XX una dominación privada, extractiva y con altos grados de coerción, que fue capaz de amalgamarse con el poder político regional, la iglesia, la fuerza pública y los políticos de Bogotá. De otro lado, las élites regionales y políticas del Magdalena Medio reaccionaron frente a la exacción del frente 4 de las Farc en la región promoviendo un movimiento anticomunista con epicentro en Puerto Boyacá. Esta explicación la dio en fecha muy cercana a los acontecimientos el comandante de las Farc Jacobo Arenas. «El Ejército —escribió—, apoyado por los ganaderos y grandes latifundistas realizan su actividad criminal facilitada por una falsa política puesta en práctica por algunos frentes en aquellas áreas»37. Uno de los mayores narcotraficantes del país, vecino de aquella zona, llamado Gonzalo Rodríguez Gacha y apodado «el mexicano», se sumó a la experiencia proveyendo la financiación necesaria para que esa empresa violenta prosperara38. Como si fuera poco, desde ese momento en adelante, miembros de la fuerza pública participaron en las redes logísticas y operativas de estos núcleos privados contrainsurgentes. Así se cerró un círculo macabro tejido de alianzas y enfrentamientos entre mafias, guerrillas y paramilitares, que se mantuvo hasta comienzos del siglo XXI. Con el inicio de la década 37

Jacobo Arenas, Cese el fuego; una historia política de las Farc, Bogotá, Oveja Negra, 1985, p. 126. A la vinculación de Rodríguez Gacha a la lucha anticomunista, que también se expresó como guerra sucia contra los militantes de la Unión Patriótica, se le han adjudicado motivaciones vengativas: que las Farc le robaban coca, según Dudley en Henderson, op. cit., 101; que lo habían secuestrado, según Strong en Rubio, op. cit., p. 21. 38

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de 1980 comenzó una nueva etapa sangrienta en Colombia, fruto de una mixtura de conflictividades políticas, económicas y sociales, que se superpusieron entre sí, agotaron la capacidad de contención de la fuerza pública y de la justicia, y propiciaron un ambiente favorable para que la violencia y la delincuencia común se incrementaran. La tabla 1, que excluye las guerras entre el Estado y los grupos privados, muestra algunos hechos que ilustran esta acumulación de violencias. Tabla 1. Acumulación de violencias, 1980-2005 Guerrillas

Narcotraficantes

Paramilitares

Guerrillas 1982-1987. Farc contra el Ricardo Franco. 1980-90. Farc contra Epl en Urabá. 1985. Masacre de Tacueyó por el Frente Ricardo Franco. 1998-09. Farc contra Eln en Antioquia, Arauca y Nariño. 1981-82. MAS contra M19. 1982-83 Jader Álvarez contra M-19. 1985-90. Rodríguez Gacha contra Farc. 1988-1991. Fidel Castaño contra Epl y Farc en Córdoba y Urabá. 1989-90. Cartel del Norte del Valle contra el M19 y Eln. 1982-86. Acdegam contra Farc. 1990-1998. Accu contra Farc en Urabá. 1997-00 Bloque Central Bolívar contra Eln en sur de Bolívar y Barrancabermeja. 1997-99. Bloque Catatumbo contra Farc y Eln en el Catatumbo 1997-00. Bloque Norte contra Farc en Magdalena y Cesar. 1997-04. Bloque Élmer Cádenas contra Farc en Urabá chocoano 2000-02. Bloque Cacique Nutibara

Narcotraficantes

1987-1993. Cartel de Cali contra cartel de Medellín. 1989-91. Rodríguez Gacha contra la mafia de las esmeraldas 1992-1993. Pepes contra Pablo Escobar 2003-05. Disputa interna del cartel del norte del Valle.

Paramilitares 1982-85. Intento de retoma del Magdalena Medio por Farc. Expulsión de los paramilitares de Rodríguez Gacha en Putumayo. 1999-05. Farc contra ACCU en el Nudo de Paramillo. Bloque Norte contra Jorge Gnecco.

1999-02. Bloque Cacique Nutibara contra Bloque Metro en Antioquia. 2001-04. Bloque Centauros contra Autodefensas Campesinas de Casanare en Meta y Casanare. 2002. Bloque Norte contra Frente Resistencia Tayrona.

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contra Farc en Medellín. 2000-02. Bloque Calima contra Eln y Farc en el Valle.

Desde López Michelsen hasta Belisario Betancur, el gobierno nacional había intentado captar parte de la renta de la cocaína, pero en esta tarea como en otras las organizaciones ilegales fueron más eficaces y así, además de los mafiosos, las guerrillas y los paramilitares pudieron aumentar su capacidad de desafiar al Estado mientras este, como se demostró, permanecía raquítico. Cuando los narcotraficantes asesinaron al ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla en 1984 el gobierno de Belisario Betancur les declaró la guerra, pero no estaba nada claro que pudiera ganarla. Entre 1984 y 1998 los dos grandes carteles de la cocaína le plantearon al Estado colombiano dos desafíos descomunales e inéditos, congruentes con las dos estrategias distintas que utilizaron: la violencia y la corrupción. Pablo Escobar y su organización desataron una guerra urbana que desplegó el repertorio aplicado por el terrorismo en Europa y el Cono Sur, atacando por doquier blancos estatales y población civil, hasta representar «el reto más serio que ha enfrentado el Estado colombiano como garante del orden»39. Esta guerra terminó con la muerte de Escobar en diciembre de 1993, gracias a una triple alianza entre la «Drug Enforcement Agency» (Dea), la policía colombiana y una organización de narcotraficantes y paramilitares llamada «Perseguidos por Pablo Escobar» (Pepes). Esta alianza tuvo un efecto demostrativo respecto a cómo estos acuerdos, más o menos implícitos, podían ser eficaces en la lucha contra enemigos comunes y poderosos. Al año siguiente, y como si fuera poco, el gobierno del presidente César Gaviria autorizó la creación de grupos de seguridad privada, que fueron promovidos con entusiasmo por la administración siguiente. Desde entonces, se empezó a gestar una federación nacional de paramilitares que cumplió durante una década una protagónica actividad contrainsurgente y de violencia unilateral contra la población civil. El sobreviviente cartel de Cali —que siempre prefirió la corrupción para contener el control estatal— cumplió un papel definitivo para que el candidato liberal Ernesto Samper pudiera 39

Fernán González, op. cit., p. 396. 25

convertirse en presidente de la república en 1994. El candidato perdedor presentó pruebas de la financiación mafiosa del ganador, los principales involucrados —incluyendo al ministro de defensa— aceptaron el hecho y el 20 de junio de 1995 el propio Fiscal General de la Nación publicó las pruebas. Las principales instituciones del Estado y de la sociedad civil se partieron en dos ante la disyuntiva de apoyar o no al presidente. Un general del Ejército nacional renunció y el Comandante de las Fuerzas Armadas fue destituido por sostener que el gobierno era ilegítimo; el vicepresidente de la república y decenas de funcionarios, entre ministros y embajadores, renunciaron a sus cargos. Los gremios empresariales se desgarraron definiendo su posición frente al gobierno. A la voz única y crítica del Consejo Gremial Nacional se le apareció, al frente, la voz disidente y oficialista de una flamante Unión Intergremial, y los grandes grupos económicos se movieron dentro de un espectro que iba desde el gobiernismo del Grupo Santodomingo hasta la insurgencia civil que incitó el Grupo Corona. Narcotraficantes del cartel del norte del Valle asesinaron a uno de los enemigos más acérrimos del gobierno, Álvaro Gómez Hurtado (2 de noviembre de 1995)40; otro, el general retirado Fernando Landazábal Reyes, fue asesinado más tarde (12 de mayo de 1998). El panorama, según un analista del momento, era de «un gobierno que no tiene control de nada, salvo unos recursos para comprar adhesiones, ni tiene capacidad de convocatoria, ni legitimidad, ni margen de maniobra político»41. Se produjo la peor crisis de legitimidad de la historia del país y sus principales usufructuarios fueron los agentes indómitos de la ilegalidad. Los frentes guerrilleros que no habían accedido a la paz negociada de 1990 y los grupos paramilitares y de autodefensa encontraron en el desorden, la desconfianza y el debilitamiento de la institucionalidad el ambiente propicio para crecer, usando el combustible de los narcodólares y abusando de un campesinado con pocas oportunidades sociales y mucha memoria de las viejas guerras. Disueltos los grandes carteles de la cocaína con sus capos mediáticos, nuevas figuras anónimas en organizaciones medianas se encontraron a sus anchas ante una escena sin 40

La Unidad de Análisis y Contextos de la Fiscalía General de la Nación afirmó que «el homicidio de Álvaro Gómez no es el punto nodal del fenómeno criminal, sino que puede entenderse como una víctima más del exterminio de personas que criticaron el gobierno Samper por sus presuntos nexos con el narcotráfico, los que quisieron colaborar con la investigación y los que tenían conocimiento de la infiltración de los dineros de los carteles en la campaña Samper Presidente». En María Isabel Rueda, «Godo bueno, el que se va muriendo...», El Tiempo, 9 de noviembre de 2014. 41 Jesús Antonio Bejarano Ávila, Obra selecta, vol. 2, Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2011, p. 153. 26

control. Pequeñas y anónimas empresas criminales compraron no pocos alcaldes, gobernadores, congresistas. El saldo final fue una parálisis de las actividades neurálgicas del Estado, incluyendo la justicia, la consolidación y crecimiento de los diversos proyectos guerrilleros y paramilitares y el aislamiento internacional del país, debido a las descertificaciones del gobierno de Estados Unidos al Estado colombiano por narcotráfico y violaciones de los derechos humanos. El Estado se vio postrado e impotente por sus propias contradicciones y, ante todo, porque el presidente decidió que su orgullo y suerte personales eran más importantes que el país y que, ya no pudiendo gobernar, lo mejor que podía hacer era organizar las huestes para defender su puesto y sobreaguar el resto del mandato. Un ejército partido y sin moral fue objeto de derrotas humillantes e inéditas en dos siglos de guerras civiles criollas, y de esta manera nombres de una geografía desconocida se escurrieron en la historia: Las Delicias (agosto del 96), Patascoy (diciembre del 97), El Billar (marzo del 98) o Miraflores (agosto del 98). Centenares de poblaciones desprotegidas vieron a sus habitantes masacrados de forma horrenda: El Aro (octubre del 97), Macayepo (octubre del 2000), El Salado (febrero del 2000), Bojayá (mayo del 2002). Personajes públicos como Jaime Garzón (agosto de 1999), Consuelo Araújo (septiembre del 2001), monseñor Isaías Duarte Cancino (marzo del 2002), Guillermo Gaviria y Gilberto Echeverri (mayo del 2003), fueron asesinados. Y muchos más —centenares, miles— fueron los anónimos, muertos en masacres y atentados con explosivos en las ciudades, unos bajo tierra en fosas comunes, otros sobre el pavimento despedazados por las bombas. Esto sin contar la multitud mutilada de campesinos, de soldados, de soldados-campesinos.

4. ESCALAMIENTO DE LA GUERRA Y CALAMIDAD HUMANITARIA Las crisis políticas provocadas por la ofensiva violenta y corruptora del narcotráfico, constituyeron otra «estructura de oportunidad» para que los grupos armados ilegales — guerrillas y paramilitares— crecieran aceleradamente desde principios de los años ochenta hasta comienzos del siglo XXI. En ese lapso el número de efectivos de las Farc pasó de un millar a poco más de 20 mil cuando se acabó la zona de distensión en 2002, el Eln pasó de su refundación a más de 4 mil hombres; los grupos paramilitares desmovilizaron más de 30

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mil hombres entre 2003 y 2006. La presencia de las guerrillas se multiplicó por cuatro, superando la mitad del número total de municipios; en 1993 los paramilitares ya tenían presencia en 138 municipios42. Menos intuitivos y más precisos respecto a la magnitud de la contienda bélica a través del tiempo son los datos disponibles sobre el número de personas muertas en combate (Gráfica 7). Gráfico 7. Muertes en combate 1958-2012

Fuente: Observatorio Nacional de Memoria y Conflicto – Cnmh y Uppsala Conflict Data Program (Ucdp)

El narcotráfico también posibilitó el aumento en los niveles de reclutamiento y el armamento de los grupos armados ilegales. Según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud) el 60% de la financiación de las Farc provenía del narcotráfico43. También fue una fuente de recursos decisiva, por supuesto, para los grupos paramilitares. Entre las fuentes financieras más tradicionales de la guerrilla están, además, el secuestro y la extorsión, que podrían aportar el 21,8% y el 31,8% de sus finanzas, respectivamente. El secuestro tiene un comportamiento idéntico al de los combates, lo que demuestra la retroalimentación entre recursos y dinámica bélica. Siguiendo el informe del Pnud, otros

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Camilo Echandía, Dos décadas de escalamiento del conflicto armado en Colombia (1986-2006), Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2006, p. 28. 43 Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, El conflicto, callejón con salida: Informe nacional de desarrollo humano para Colombia – 2013, Bogotá: Pnud, 2003, p. 285. 28

ingresos de todos los grupos armados ilegales serían: los mercados negros paralelos, como oro, esmeraldas y hurto de combustibles; el lavado de activos; y el clientelismo armado sobre regalías, transferencias y otros recursos municipales, mecanismo que fue un efecto indeseado de la descentralización administrativa iniciada en la presidencia de Betancur y ampliada en la de Gaviria44. Para 1995 el ingreso per cápita de las guerrillas se estimaba en 70 mil dólares, mientras el de las fuerzas militares era de 90045. Cuando los grupos armados ilegales están bien financiados, ciertas condiciones sociales facilitan el reclutamiento y explican la mayor persistencia de las contiendas armadas. De modo muy directo, la pobreza rural, el alto desempleo masculino, la alta desigualdad en los ingresos, son variables que asemejan a Colombia y otros países con guerras largas46. La crisis económica de fin de siglo (1997-2003), que «generó el más fuerte aumento del desempleo en la historia del país y un deterioro marcado en la calidad de los puestos de trabajo»47, impulsó más aún el pie de fuerza de los irregulares. Así como la guerra requiere la voluntad de grupos organizados, el aumento en la intensidad o escalamiento también requiere de la decisión de establecer objetivos, estrategias, planes y metas de crecimiento por parte de esos grupos. El escalamiento de la guerra estuvo vinculado con decisiones ofensivas del Eln, las Farc y las Auc, a pesar de que desde 1982 distintos gobiernos ofrecieron al menos tres amnistías (1982, 1983, 1992), dieron curso a varios procesos de negociación (1984, 1989, 1992, 1999), y de que la sociedad se dotó de una nueva constitución política en cuya discusión participaron cuatro organizaciones guerrilleras, algunas organizaciones sociales y nuevas formaciones partidarias. A partir de su peculiar análisis del contexto, el Eln planteó en 1989 «la inevitabilidad de un proceso armado con un desenlace también armado» y en 1997 consideró que el gobierno estaba en crisis y «la insurgencia en ascenso»48. Las Farc, por su parte, creían en 1985 que había «asomos de una situación revolucionaria» y en 1991 que «el poder está cerca»49. Una fracción minoritaria del Epl rechazó el acuerdo de paz entre la agrupación y el gobierno en 44

Ibid., pp. 285-301. Bejarano Ávila, op. cit., p. 145. 46 Uribe López, op. cit., pp. 115-123. 47 José Antonio Ocampo, «Un siglo de desarrollo pausado e inequitativo», en María Teresa Calderón e Isabela Restrepo (eds.), Colombia 1910-2010, Bogotá: Taurus, 2010, p. 188. 48 Hernández, op. cit., pp. 432-651. 49 La primera cita es de Jacobo Arenas en Arenas, op. cit., pp. 21, 95; la segunda es de Manuel Marulanda citado en Bejarano Ávila, op. cit., p. 298. 45

29

1990. Por su parte, en 1994 se constituyeron las Autodefensas de Córdoba y Urabá y tres años después las Autodefensas Unidas de Colombia, con una orientación contrainsurgente con lo que se marcaba un incremento notable en la violencia que eran capaces de producir respecto a su pasado inmediato, fragmentado y multipropósito. Esta conjunción de recursos, crisis económica y voluntad de intensificar la guerra se reflejó en un mayor reclutamiento de todos los grupos armados, que se mantuvo constante hasta 2002. El reclutamiento forzado de menores de edad se tornó un fenómeno visible, así como la vinculación de carácter laboral que —según reportes— pudo haberse retribuido hasta con más de dos salarios mínimos legales mensuales por combatiente. De este modo, la capacidad de hacer daño se multiplicó. Veamos este comportamiento según el Registro Único de Víctimas: desde 1985 hasta 2008 se presentó una tendencia creciente de la victimización; si dividimos este periodo por mitades encontramos que en los primeros doce años hubo 673.477 víctimas para un promedio de 56 mil por año, en los doce años siguientes el número de víctimas se multiplicó por casi ocho veces, llegando a un total de 5.220.035. La relación entre las bajas derivadas directamente de los combates entre las diferentes organizaciones armadas y las víctimas civiles oscila entre poco más de 80 víctimas civiles por cada baja en combate, para el primer periodo, y 380 víctimas civiles por cada baja en combate, para el segundo periodo. Los repertorios de la victimización (Gráfica 8) no cambiaron mucho a lo largo de los años. La única novedad a fines de siglo fue el uso masivo de minas antipersona y otros artefactos explosivos no convencionales, cuya responsabilidad compete en lo fundamental a las Farc, el «grupo armado

ilegal que más los usa en el mundo»50. Cuando las fuerzas armadas lograron consolidar la ofensiva militar en 2002, el uso de estos dispositivos se extendió hasta el punto de que uno solo de los años trascurridos desde entonces presentó más eventos con minas que todos los años acumulados del 2000 hacia atrás. Los actos de crueldad, documentados con profusión en los informes del Centro Nacional de Memoria Histórica, se multiplicaron a medida que la guerra se intensificó. Esta cuantificación del horror le da sentido a la afirmación de que la nuestra ha sido una «guerra

injusta»51, debido a que las hostilidades se han conducido de una forma sistemática que ha violado los preceptos del derecho humanitario y sin ninguna consideración hacia la 50

Eduardo Bejarano Hernández, «Minas antipersona, su relación con el conflicto armado y la producción de narcóticos», Opera, 10, p. 264. 51 Pnud, op. cit., pp. 118-137. 30

población civil. Tan implacables fueron los grupos armados ilegales que no dieron tregua ni siquiera ante grandes catástrofes naturales, tales como la avalancha del río Paéz ocurrida en zona tradicional de las Farc o, según la crítica de Fidel Castro, el terremoto de 1999 en el eje cafetero52. Gráfico 8. Víctimas (sin desplazamiento ni amenazas), 1985-2014. Víctimas (sin desplazamiento ni amenazas), 1985-2014 Delitos sexuales Despojo de tierras 1% 1%

Homicidio 48%

Reclutamiento de menores 2% Tortura 2%

Pérdida de bienes 16%

Minas antipersonal 2% Acciones bélicas 14%

Desaparición forzada 8%

Secuestro 6%

Registro Único de Víctimas, cálculos propios.

Aunque puede afirmarse que los efectos directos de la guerra cubrieron toda la geografía del país, la distribución territorial ha sido muy desigual. Siete departamentos —Antioquia, Cauca, Valle del Cauca, Nariño, Cesar, Norte se Santander y Meta— ubicados en cuatro regiones, aportaron el 48% de la victimización total y el 52%, si se excluyen el desplazamiento forzado y las amenazas (Gráfica 9)53. Gráfica 9, Víctimas por departamento (sin desplazamiento ni amenazas) 1958-2014

52

Castro Ruz, op. cit., p. 123. Se usan los dos parámetros, con y sin desplazamiento y amenazas, debido a que están son las modalidades de victimización que presentan más dificultades para su medición. También porque sus números son tan grandes que, en el agregado, conducen a subestimar daños más graves como la pérdida de la vida y la libertad. 53

31

Víctimas 1958-2014 (sin desplazamiento ni amenazas)

Antioquia 27%

Otros 42%

Cauca 7% Valle 6%

Meta 4%

Norte 4%

Cesar 4%

Nariño 6%

Registro Único de Víctimas, cálculos propios.

De lejos, Antioquia ha sido el departamento más victimizado de Colombia. Una de cada cinco víctimas totales vivía en Antioquia; excluyendo desplazados y amenazados, la proporción sube a casi una de tres víctimas. La diferencia entre Antioquia y el segundo departamento, Cauca en los dos casos, es de cuatro a uno. Cualquiera que sea la modalidad de victimización que se tome, Antioquia ha ocupado siempre el primer lugar, con dos o tres veces más víctimas que el departamento que le sigue (Tabla 2). Tabla 2. Participación de victimización por departamento, 1958-2014 Muertos en masacres Asesinato selectivo Víctimas minas Secuestro

Antioquia 30%

Norte 6,4%

Cauca 5,9%

Cesar 5,8%

Norte 7,6%

Cesar 5,8%

Bolívar 5,3%

Antioquia 22,2%

Santander 7,2% Santander 8,9% Meta 9,8%

Caquetá 7,7%

Norte 7,1%

Nariño 6,7%

Antioquia 18,5%

Valle 7,3%

Cesar 7%

Bogotá 6,9%

Desplazados

Antioquia 19,2%

Magdalena 7,6%

Chocó 5,4%

Combates

Antioquia 21,8%

Bolívar 8,3% Santander 6,9%

Santander 5,4% Nariño 5,3%

Norte 6,2%

Cauca 5,5%

Meta 5,1%

Antioquia 22,8%

Registro Único de Víctimas, cálculos propios.

32

La guerra también afectó el orden democrático no solo por las disfuncionalidades generadas en las instituciones, sino también por la vulneración de la vida y la libertad de los representantes locales. Entre 1986 y marzo de 2003 fueron asesinados 162 alcaldes, 420 concejales y 529 funcionarios, el 53% de los cuales eran inspectores de policía; además, fueron víctimas mortales 108 candidatos a alcaldía y 94 candidatos a concejos municipales54. A su vez, entre 1970 y 2010 fueron secuestrados 318 alcaldes, 332 concejales, 52 diputados y 54 congresistas, la mayoría de ellos en la cima de la guerra entre 1996 y 200255. La medición de los efectos de la guerra sobre el desarrollo es bastante elusiva. Mientras Mauricio Rubio estimó, para 1994, un impacto económico de la guerra equivalente al 15% del producto interno bruto, el Pnud propuso un 1,92% para 200256. Cuando el Pnud calculó la pérdida producida por las muertes violentas en el desarrollo humano para 2001, Colombia era el país más afectado entre 65 países para los que se disponía de información, perdiendo 14 puestos en el escalafón mundial. Las estimaciones departamentales mostraban a Antioquia y Valle del Cauca como los departamentos con el mayor retroceso. Antioquia pasaba de estar entre los seis departamentos con más alto índice de desarrollo humano a ocupar el penúltimo lugar, sólo detrás de Norte de Santander. Una muestra de los daños al desarrollo está en el sabotaje económico. Desde los años ochenta las guerrillas empezaron a utilizar las voladuras de la infraestructura como una fuente de extorsión a las compañías petroleras y eléctricas, después lo usaron como forma de presión política al Estado y como táctica militar para distraer las operaciones de la fuerza pública (Gráfica 10). Aparte de los ingentes costos económicos de esta táctica, los daños a la población y al ambiente no han sido apreciados en su debida magnitud. Basta imaginar lo que significan para la población de un municipio uno o más días sin energía eléctrica o para nuestros preciosos ecosistemas el derrame continuo de petróleo, para formarse una idea de los padecimientos cotidianos de la población civil durante la confrontación y de los daños irreparables a nuestra biodiversidad. A veces la combinación 54

Borman R. Ballesteros y Alberto Maldonado, Violencia y gestión municipal, Bogotá: Federación Colombiana de Municipios – Gtz, 2003, pp. 29-34. 55 Centro Nacional de Memoria Histórica, ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, Bogotá: Cnmh, 2013, p. 68. 56 La cifra de Rubio, que incluye el gasto en seguridad, en Bejarano Ávila, op. cit., p. 144; Pnud, op. cit., p. 107. 33

de efectos era monstruosa como cuando murieron 84 personas calcinadas en 1998 en el caserío antioqueño de Machuca, tras una voladura del oleoducto por parte del Eln. Gráfico 10. Ataques a la infraestructura, 1985-2014

Fuentes: Isa y Ecopetrol.

Una consecuencia imprevista y desgraciada de esta acumulación de violencias y victimizaciones, es la retroalimentación de la guerra. La dinámica bélica crea las condiciones para su propio crecimiento. En la medida en que los grupos armados ilegales cierran las posibilidades del desarrollo y la democracia en los escenarios locales, la única oportunidad de supervivencia y reconocimiento para los sectores jóvenes de la población es la vinculación a los ejércitos privados. Una muestra de este fenómeno puede verse en los efectos que los cultivos ilícitos han tenido sobre la guerra: cuando la actividad económica de la coca fue boyante, los recursos para los grupos armados ilegales crecieron; cuando el Estado atacó las zonas cocaleras, la principal alternativa para los trabajadores de la coca era integrarse a los grupos armados ilegales57. La guerra, en su fase más candente y dolorosa, se libró en buena medida por medio de combatientes reclutados de manera forzada. El caso más dramático es la conscripción forzosa de menores de edad. La Cnmh cuantificó esta vulneración a partir del análisis de los perfiles de las personas desvinculadas de los grupos armados ilegales y estableció que 4.490 eran menores de edad, el 60% de las Farc, el 20% de las Auc y el 15% del Eln. Este 57

Ferro y Uribe, op. cit., p. 100. 34

dato es el más bajo entre las diversas fuentes que han estudiado el fenómeno. Un estudio más complejo estimó que, de los combatientes adultos de los grupos armados ilegales, el 52,3% del Eln, el 50,1% de las Farc y el 38,1% de las Auc ingresaron a filas siendo menores de edad; y que para 2012 el pie de fuerza de las Farc estaba integrado en un 42% por menores de edad y el del Eln por un 44%58. Si aplicamos los primeros guarismos a la tropa irregular supuesta para el año 2000, el resultado sería que cerca de 28 mil combatientes se incorporaron siendo menores de edad. Estos datos desmienten cualquier afirmación rotunda de que la vinculación de los colombianos a la guerra haya sido —en lo fundamental— voluntaria o motivada por convicciones; la mejor descripción parece ser que minorías activas dotadas de dinero y armas crearon aparatos militares por medio de la coerción. En su cenit, la guerra se llevó a cabo en gran medida con combatientes enrolados a la fuerza que bajo cualquier perspectiva, jurídica o moral (por ejemplo, en la de John Rawls), deben ser considerados víctimas. El reclutamiento forzado es apenas un atisbo de la multiplicidad de eventos trágicos que se produjeron dentro de los ejércitos contendientes, bien sea como saldo de combates o como victimización producida internamente por decisión de sus mandos. En el primer caso, deben mencionarse los 7.172 miembros del ejército muertos en acciones armadas desde 1994 hasta hoy, y también los guerreros irregulares, cuya cantidad es indeterminable ya que sus cuerpos no aparecieron, y ellos innombrables puesto que menos de la mitad de los recuperados se pueden identificar59. En cuanto a la victimización interna, hay considerables reportes de la aplicación de la pena de muerte durante los primeros años de vida de las guerrillas, en particular del Eln, pero reglamentos de las Farc y testimonios diversos sugieren que esta práctica ha sido muy común. Tal vez la masacre de Tacueyó, en la que murieron 164 guerrilleros ejecutados por los jefes de una disidencia de las Farc en 1985, sea el mejor indicio de esta modalidad de violencia. De otro lado, la experiencia histórica muestra que la persistencia de la guerra crea círculos viciosos de ilegalidad y violencia que amplifican el efecto de los actores armados organizados. Los vacíos normativos y soberanos del Estado, y las acciones insurgentes y contrainsurgentes, generan un ambiente propicio para que afloren «los antagonismos 58

Natalia Springer, Corderos entre lobos. Del uso y reclutamiento de niñas, niños y adolescentes en el marco del conflicto armado y la criminalidad en Colombia, Bogotá: Springer Consulting Services, 2012, pp. 26, 30. 59 Ibid., p. 27. 35

parroquiales, el odio social, los deseos de venganza, las rivalidades religiosas y de intereses»60. La guerra acabó de derrumbar el débil entramado normativo de las comunidades y exacerbó la proclividad hacia los recursos ilegales y violentos por parte de personas y organizaciones que, con seguridad, actuarían de forma distinta en otras condiciones. Una muestra de la magnitud de los daños a las estructuras comunitarias y de vulneración de las necesidades humanas del arraigo y de la sociabilidad estable son los ataques a las poblaciones y cabeceras, por lo regular de municipios pequeños, periféricos y rurales. Entre 1993 y el primer semestre del 2003 hubo 806 ataques de este tipo en 284 municipios del país, es decir, uno cada cinco días. El 71% de ellos fueron atribuidos a las Farc61. Quedan por mencionar los daños a la moralidad de millones de colombianos, tal vez de todos nosotros. ¿Qué residuo de sensibilidad moral podía quedar en los miles de personas que ejecutaron estas acciones violentas, en la mayoría de los casos, contra gentes inermes? Sin dudas, uno de los factores explicativos de la persistencia de la guerra, de la contumacia con la que sus protagonistas han persistido en ella, es el entumecimiento moral de los comandantes de las agrupaciones guerreras. En el reverso, la sociedad colombiana se enfrenta en el futuro a las consecuencias de tanto desgaste moral. Este problema se refleja bien en las declaraciones de un secuestrado: el secuestro «me quitó casi todo, pero me dio un sentimiento que nunca antes había tenido: el odio… El odio envilece… Me envilece y los odio aún más por esto»62. Una de las principales explicaciones de la prolongación excesiva de la guerra y su resultante calamidad humanitaria estriba en que para los grupos guerrilleros que desafiaron al Estado y a la sociedad colombianos el objetivo más importante ha sido su propia preservación y crecimiento antes que cualquier consideración política o humanitaria, mientras que para los grupos paramilitares que los enfrentaron fue más importante doblegar a sus enemigos y resguardar sus intereses particulares que proteger a los pobladores. En el caso de las Farc, la prioridad de la organización sobre sus objetivos revolucionarios se 60

Greg Grandin, «Living in a Revolutionary Time: Coming to Terms with the Violence of Latin America’s Long Cold War», en Greg Grandin and Gilbert M. Joseph (eds.), A Century of Revolution: Insurgent and Contrainsurgent Violence during Latin America’s Long Cold War, Durham & London: Duke University Press, 2010, Kindle edition, pos. 414-427. 61 Ballesteros y Maldonado, op. cit., pp. 37, 40. 62 Alexandra Samper, «Un testimonio sobre los 205 días del rapto de Guillermo Cortés», El malpensante, 2014. 36

puede narrar así: ante la necesidad de financiarse recurrieron al narcotráfico, para preservar la seguridad de la organización decidieron asesinar civiles bajo sospecha de ser informantes y probables desertores, ante las exigencias militares dejaron de lado el trabajo político, desperdiciaron varias oportunidades de negociación antes que enfrentarse a la disolución del grupo63. Siguiendo esta lógica, concentrada en los intereses de grupo, las organizaciones revolucionarias jugaron un papel decisivo en el desprestigio de los ideales de igualdad y solidaridad invocados por el marxismo, y afectaron gravemente la legitimidad de los movimientos sociales y políticos contestatarios que han propuesto alternativas a los arreglos institucionales prevalecientes en el país. El paramilitarismo, por su parte, desprestigió el derecho universal a la autodefensa y se convirtió en vehículo de intereses económicos y políticos que van en contravía del interés público y la construcción de un Estado social y democrático de derecho. Como es propio de un Estado débil, las instituciones públicas fracasaron en la protección de la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos y, por el contrario, las principales agencias estatales encargadas de la seguridad y la justicia violaron de modo flagrante los derechos humanos de los colombianos. 5. DE LOS DIÁLOGOS COMO TÁCTICA A UN ACUERDO PARA TERMINAR LA GUERRA El escalamiento de la guerra y de la victimización masiva que produjo pueden dar la impresión de que Colombia padeció un proceso constante de polarización política y militar, y de que las partes se resistieron a establecer relaciones o nunca trataron de abrir puertas a una eventual negociación de sus diferencias. Lo que sucedió fue lo contrario: el aumento en la intensidad de la guerra siempre estuvo acompañado de diálogos y negociaciones. Si Colombia se caracteriza por el pactismo político, los grupos guerrilleros entraron a formar parte del selecto club de grupos de presión, facciones políticas y sectores económicos adiestrados en el forcejeo por sacar avante sus intereses parciales. En efecto, durante las tres décadas trascurridas entre 1984 y 2014, Colombia ha tenido al menos 18

63

Se siguen acá ideas expuestas en Ferro y Uribe, op. cit., p. 171. 37

«episodios de negociación»64, es decir uno cada año y medio. Una frecuencia muy alta si se tiene en cuenta que en las investigaciones de Marco Pinfari y de la Ucdp los conflictos armados con al menos una negociación oscilan entre el 36% y el 39%, o sea que más de la mitad de las guerras trascurren sin episodios de negociación65. De esas 18 negociaciones entre grupos armados ilegales y el Estado, 11 terminaron con un acuerdo, 6 fracasaron — todos ellos con las Farc y el Eln— y una seguía en curso a fines del 2014. Durante el mismo periodo de tiempo (1984-2014), los episodios de negociación con las Farc han tenido una duración discontinua de 122 meses, lo que sobrepasa con creces la negociación más larga del mundo (Costa de Marfil, 50 meses) y, como es obvio, el promedio de las observadas por Peace Accords Matrix (Kroc Institute for International Peace Studies, University of Notre Dame); también supera el promedio de las demás negociaciones colombianas (tabla 3). A lo largo de 30 años calendario, solo 7 años no presenciaron algún episodio de negociación en curso en Colombia. En lenguaje llano, este país ha hecho tanto la guerra como la paz aunque, como puede verse, con distinta eficacia. Tabla 3. Duración promedio de episodios de negociación 1984-2014 Lugar Peace Accords Matrix Colombia 1989-1991 Colombia 1984-1997 Colombia 2002-2006 Colombia Farc 19842002 2010-¿?

Descripción 33 episodios en 15 países de cuatro continentes 4 episodios con M19, Epl, Prt, Maql 3 episodios con Crs, Milicias populares, Mir-Coar 2 episodios con Auc 3 episodios Episodio en curso

Duración promedio 18,15 meses 9 meses 10 meses 13 meses 29,3 meses 34 meses (incl. 2014)

Fuente: Peace Accords Matrix, cálculos propios.

Muchas de las probables explicaciones para el fracaso de algunas de las negociaciones en Colombia, distan de ser una peculiaridad criolla. Trátese de la influencia de calendarios electorales, expiración de treguas, incumplimientos parciales o totales de los acuerdos, la intervención de terceros interesados, el activismo de sectores opuestos a los acuerdos, las condiciones colombianas son muy semejantes a las de otros países en guerra civil. La 64

Un episodio de negociación es una instancia que va desde que se presenta una propuesta de acuerdo hasta que se firma o se rechaza, y que es inclusivo, comprometedor e incremental, según Marco Pinfari, «Time to Agree: Is Time Pressure Good for Peace Negotiations?», Journal of Conflict Resolution, 55(5), 2011. 65 Marco Pinfari, Peace Negotiations and Time: Deadline Diplomacy in Territorial Disputes, New York: Routledge, 2013, p. 54. 38

permanente división entre la insurgencia y sus agudas luchas intestinas pueden explicar en parte el fracaso para lograr sus objetivos militares y la configuración parcial y prolongada de los acuerdos con guerrilleros y paramilitares en el país. Sin embargo, el evidente contraste entre esos acuerdos parciales pero exitosos en el país y los fracasos sucesivos de los episodios de negociación entre el gobierno nacional, de un lado, y las Farc y el Eln, del otro, sugieren que hay peculiaridades en los procesos con estos grupos y en sus características organizacionales. ¿Por qué, si las condiciones políticas y socioeconómicas del país eran las mismas, unas guerrillas accedieron a la paz y otras no? En esas negociaciones hubo siempre una mezcla de improvisación, mal diseño y voluntarismo por parte de los respectivos gobiernos, pero quizás el principal error de enfoque haya sido la idea dominante en las élites políticas e ideológicas de que la opción estatal por la solución política era incompatible con el fortalecimiento de la estrategia militar. La asimetría resultante derivaba en que era aceptable que las guerrillas combinaran estrategia militar y diplomacia, pero no que lo hiciera el Estado66. Pero lo decisivo fue que en ningún caso el Eln y las Farc llegaron a la mesa de negociaciones con voluntad de llegar a un acuerdo. Al contrario —como está bien documentado para el caso de las Farc— las negociaciones fueron usadas como instrumentos para mejorar su posición política y militar, y trampolines para intensificar la guerra. Como afirmó uno de sus comandantes, «el proceso de paz fue un proceso táctico… La zona de distensión ayudó a generar, paradójicamente, el plan estratégico. Acercó la retaguardia estratégica al centro de despliegue»67. Antes de comenzar la tregua de 1984, las Farc habían decidido «alistarse para que el desengaño con la política betancuriana permita enrumbar por los caminos del cambio real que será la revolución» y se habían trazado un «plan militar a 8 años». Antes de la Asamblea Nacional Constituyente y de los diálogos de Caracas y Tlaxcala en 1991 y 1992, las Farc ya se habían fijado la meta de lanzar una ofensiva final en 199768. En conclusión, «los diálogos del Caguán no fueron sino un

66

Jorge Orlando Melo, «¿Los procesos de negociación: una estrategia contra la paz?», Medellín, 30 de julio de 2001, p. 9. En: http://jorgeorlandomelo.com/procesosnegociacion.htm 67 León, op. cit., p. 4; en el mismo sentido, Mauricio García Durán, De La Uribe a Tlaxcala: procesos de paz, Bogotá, Antropos, 1992, p. 45, 49, 89. 68 Explicación de Jacobo Arenas sobre las conclusiones del Pleno ampliado del Estado Mayor Central de las Farc de octubre de 1983, en Arenas, op. cit., 103-106; sobre la ofensiva final en García Durán, op. cit., p. 185. 39

momento táctico de las Farc, que se inscribía coherentemente en los propósitos estratégicos del crecimiento militar mediante métodos de guerra nuevos»69. Otra explicación, ligada a esta, consiste en que a lo largo de las diferentes historias del Eln y las Farc puede identificarse un elemento común: la prioridad de la subsistencia de la organización sobre cualquier otro objetivo político, y por encima de cualquier tipo de argumentos estratégicos, morales o de autoridad. El impulso inicial, derivado de la fuerza gravitacional de la ideología revolucionaria y del ejemplo cubano, se trasformó en organizaciones político-militares con una identidad construida a partir de mitos y narraciones exclusivas, casi extrañas para el resto de la sociedad, y que con el correr de los años se sedimentaron como creencias absolutas y pervivieron sin necesidad de ningún tipo de confirmación externa ni de apoyo popular. La fe ciega en sus propias verdades y en la posibilidad de realización de la utopía grupal reforzó la idea de que la preservación de la organización, el cumplimiento de sus normas y planes eran más importantes que cualquier oportunidad de negociación, con ofertas más o menos generosas, y aceptación social más o menos amplia. No menos importantes son las adaptaciones cotidianas que llevan a que ser guerrero se convierta en un modo de vida, pues cuando «anda la gente con el costal de plata al lado, entonces ya es otra la visión»70. El acontecimiento que serviría de prueba ácida para verificar la conexión de las guerrillas con la sociedad y calibrar sus propósitos fue el proceso constituyente que se inició en 1990, dio paso a la Constitución Política de 1991 y abrió un fase de iniciativas para hacer operativas las nuevas disposiciones constitucionales. Entre otras cosas, la constitución fue un doble pacto de paz con cuatro organizaciones guerrilleras y, de manera tangencial pero decisiva, con los dos grandes carteles de la cocaína que se oponían a la extradición de nacionales a los Estados Unidos71. La constitución disolvió los bloqueos que desde 1976 habían impedido reformar el régimen político; de manera tácita pero contundente, respondió a las demandas de «apertura democrática» que algunos sectores políticos y sociales, y guerrillas como las Farc, el Epl y el M19 habían efectuado; institucionalizó los derechos humanos y estableció mecanismos

69

González, op. cit., p. 443. León, op. cit., p. 8. 71 Julieta Lemaitre, La paz en cuestión. La guerra y la paz en la Asamblea Constituyente de 1991, Bogotá: Universidad de los Andes, 2011, pp. 63-68, 101-125. 70

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de aseguramiento de los mismos; modificó el ejercicio de la justicia en el país y reformó la rama judicial; y permitió que el espectro político se tornara tan extenso, diverso y disperso como pocos en el mundo. Entre las medidas transitorias, se «otorgaban facultades extraordinarias al gobierno durante tres años más para negociar la paz con las guerrillas» remanentes. La respuesta guerrillera fue de rechazo y sus exigencias alucinantes: las Farc, según el expresidente César Gaviria, «querían tener la mitad de los constituyentes, sin desarmarse y sin siquiera adquirir compromiso alguno al respecto»72. En Tlaxcala, el comandante de las Farc Alfonso Cano exigió la entrega a la guerrilla de 198 municipios73, que equivalían a casi la mitad del territorio nacional y a la extensión de España. Más que un error de cálculo respecto a la correlación de fuerzas, se trataba de una forma de rechazar la mano tendida. El resultado de este proceso —y de anteriores iniciativas gubernamentales como la elección popular de alcaldes— fue que mientras las instituciones públicas y la sociedad se modernizaron, las guerrillas se hicieron anacrónicas. El Estado incrementó sin cesar la oferta de bienes públicos, constitucionalizó los derechos humanos y amplió la participación política. Colombia empezó la construcción de un imaginario incluyente y pluricultural. Y esto se expresó en todos los indicadores imaginables de legitimidad: por ejemplo, en lo que va del siglo XXI, la opinión favorable hacia las Farc osciló entre 1% y 5%, mientras la favorabilidad de las fuerzas militares se movió entre el 64% y el 90% y el apoyo al congreso estuvo entre el 14% y el 54%74. En 2010 Colombia ocupaba el quinto lugar en apoyo a las instituciones democráticas y cumplimiento de la ley, entre 17 países latinoamericanos; el lado negativo de esta evaluación consiste en que el país solo superaba a Haití en los índices de fragilidad estatal y también en cuanto a vigencia de las libertades entre 7 países latinoamericanos considerados en posconflicto75. Como se sabe, la oportunidad abierta en 1991 coincidió con acontecimientos globales que removieron los cimientos ideológicos de la izquierda en todo el mundo: el muro de Berlín cayó en 1989 y la revolución nicaragüense llegó a su fin el mismo año, en 1990 la guerrilla 72

Ibidem, pp. 12 y 69. García Durán, op. cit., p. 229. 74 Gallup Poll, 102, septiembre de 2014. Se comparan las Farc con las instituciones más y menos valoradas por los colombianos, las fuerzas militares y el congreso, respectivamente. 75 Dinorah Azpuru, «Democracy and Governance in Conflict and Postwar Latin America: a Quantitative Assesment», en Cynthia Arson (ed.), In the Wake of War: Democratization and Internal Armed Conflict in Latin America, Washington: Woodrow Wilson Center Press, 2012, pp. 41-65. 73

41

salvadoreña accedió a una negociación después del fracaso de su ofensiva final, en 1991 la Unión Soviética se desintegró. Si la guerrilla colombiana estuvo enmarcada alguna vez en la lucha ideológica mundial, para estos años esos referentes ya no importaron. Carentes de respaldo significativo en la población, siguieron apoyándose en su riqueza relativa y su poderío militar convirtiéndose de manera primordial en máquinas de guerra. Cuando se superó la crisis de legitimidad del gobierno Samper, las fuerzas militares iniciaron una restructuración, los Estados Unidos desbloquearon la cooperación militar y se puso en marcha el Plan Colombia, ya estaban sentadas las bases para que el Estado recuperara la iniciativa y se modificara dramáticamente el teatro de la guerra. La administración de Álvaro Uribe obtuvo el respaldo de la población, movilizó las instituciones públicas y desarrolló una estrategia de seguridad desde el poder civil, por primera vez en la historia del país. Así se crearon las condiciones para que en 2010 la administración de Juan Manuel Santos tomara la iniciativa para propiciar una nueva salida diplomática, lo que condujo a que el gobierno nacional y la dirigencia de las Farc firmaran un «Acuerdo para la terminación del conflicto», bajo presupuestos distintos a los que llevaron las experiencias pasadas al fracaso y bajo manifestaciones creíbles de las partes de que tratarán de cumplir con el cometido publicado.

6. RECAPITULACIÓN Cualquier ejercicio de política comparada demuestra que no hubo en Colombia —ni en otro país— ninguna característica que pueda llamarse «estructural» u «objetiva» que determinara fatalmente la ocurrencia de la guerra. En general, en las guerras no hay causas distintas a las decisiones de las unidades políticas y en Colombia la guerra se inició por la voluntad de grupos revolucionarios que desafiaron mediante las armas al gobierno y a la sociedad, y que fueron imitados después por los narcotraficantes. Asunto diferente es la inusitada prolongación de la guerra colombiana. Para explicarla, aquí se ha propuesto una confluencia de factores que constituyeron las «estructuras de oportunidad» para la persistencia de la contienda: 

la debilidad del Estado, la dificultad para lograr acuerdos entre élites para superarla y la ineficiencia de varios gobiernos para identificar y actuar en coyunturas críticas;

42



dos de la mayores crisis políticas de la historia del país, generadas ambas por los carteles de la droga, y facilitadas por la fragilidad de las instituciones de seguridad y justicia, y por el alto grado de corrupción de la clase política;



la existencia de organizaciones revolucionarias armadas de carácter predatorio, insensibles a las demandas y condiciones de la población, y convertidas en el único fin valioso para ellas mismas;



el florecimiento del narcotráfico que sirvió de fuente de financiación de los aparatos armados, y la subsistencia de condiciones sociales que proveían motivos y estímulos para que muchos colombianos engrosaran las filas de los ejércitos privados;



la multiplicidad de frentes de la contienda que, además del conflicto entre Estado e insurgencia, abarcó enfrentamientos de guerrillas, paramilitares y narcotraficantes, y de cada uno de ellos con sus similares;



la utilización reiterada de las negociaciones por parte de la insurgencia como tácticas para escalar la guerra.

El resultado fue una feroz guerra civil que asoló gran parte del territorio nacional, convirtió —en cálculos conservadores— al 10% de la población en víctimas directas y afectó los indicadores democráticos y de desarrollo humano del país, así como las libertades civiles. Este ensayo procuró atender las exigencias de responsabilidad planteadas al principio. De ellas, las responsabilidades política y moral cobran mayor relevancia tratándose de los actores y protagonistas directos de esta historia, en el entendido de que cualquier acuerdo para la terminación de la guerra será más sólido mientras mejor trate de entender nuestro drama desde una perspectiva colectiva y mientras más respeto guarde por los que han sufrido.

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