Enemigo público número uno

Tres años después, con su salud en pésimo estado y su ... creador del psicoanálisis y él le ha- bía confiado la .... en la concepción del teatro o el desarrollo.
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OPINION

Sábado 24 de septiembre de 2011

E

PARA LA NACION

L domingo 2 de febrero de 1913, Lou Andreas Salomé escribe en su diario sobre la gata narcisista de Sigmund Freud. Había pasado la tarde conversando con el creador del psicoanálisis y él le había confiado la irrupción del pequeño felino en su consultorio vienés y el respeto que le inspiraba esa suerte de egoísmo que ostentaba la gata, que sin hacer demostraciones de cariño se había ganado un lugar nada menos que en su casa. Esa misma tarde, Freud le contó a Lou que con el tiempo la gata sucumbió a una neumonía, “sin dejar tras de sí más que el símbolo, plácido y juguetón, del más auténtico egoísmo”. Lou Andreas Salomé vivió una época en la que la cultura del mundo estaba cambiando, y no le costó mucho establecer relaciones cercanas con los principales artífices de esas transformaciones. Friedrich Nietzsche le propuso casamiento cuando ella tenía apenas 20 años. Rainer Maria Rilke, el poeta que deslumbró a Heidegger, fue su amante, y Víctor Tausk, psicoanalista del círculo de Freud, le confió sus más preciados secretos antes de suicidarse. Recordemos que Lou Salomé había nacido en Rusia en 1867, y murió cuando los nazis ya estaban en el poder, en 1936. “El mundo entero –escribió– estaba en erupción. El espíritu de la revolución lo impregnaba todo. El arte, la ciencia, la filosofía, la política, la moral. Todo era debatido, cuestionado. Fue un verdadero privilegio haber vivido en ese tiempo.” Mario Diament, en Por amor a Lou, su última obra, indaga en distintas facetas de la personalidad de Lou Andreas Salomé. Compone una obra en la que se escuchan diversas voces. Y lo hace con sensibilidad,

Lou Andreas Salomé vivió una época en la que la cultura estaba cambiando y todo era cuestionado y debatido equilibrio y talento para hilar fino en zonas oscuras o, al menos, enigmáticas. ¿Por qué Lou convivió con su marido más de cuarenta años sin haber tenido relaciones sexuales con él? En una de las escenas más logradas de la obra, Carl Friedrich Andreas se lo recrimina con violencia. Lou se permitía tener vínculos eróticos con varios amantes, pero no aceptaba que su esposo se acercara a ella. ¿Habrá sido así? Nadie puede saberlo con precisión. Y tampoco es importante. Lo que no deseaba Lou era convertirse en una de las mujeres que Ibsen describía en sus textos, como Nora en Casa de muñecas, o la señora Alving en Espectros. Lou anhelaba cierta libertad y, vaya a saber por qué motivo, pensaba que la sexualidad matrimonial era una especie de condena. Diament, lejos de cerrar el enigma, lo deja abierto. Lo mismo hizo en La banalidad del amor, una de sus mejores obras, en la que indagó en la relación de Heidegger y Hanna Arendt. Allí las preguntas son más angustiantes: ¿cómo fue posible que el mayor filósofo del siglo pasado cayera fascinado en las redes del nazismo? Y algo más: ¿cómo una intelectual judía de la talla de Arendt lo amó casi toda la vida? Diament, como dramaturgo e intelectual, sabe que las leyes del amor no se rigen por la lógica. O mejor: tienen otra lógica. De cualquier forma, ese momento de la historia en el que habitaron, casi en los mismos años, Chejov, Strindberg, Benjamin, Freud, Nietzsche, Kafka y Wittgenstein, entre tantos otros, fue tan luminoso y provocativo que despertó el odio de los enemigos de la cultura y la libertad con tanta fuerza que se abrió paso el nazismo para oscurecerlo todo y convertir el mundo en lo más parecido al infierno. Hemos visto alguna foto de Freud con un perro. De la gata no sabíamos nada. Pero en esa misma invernal tarde de febrero, en Viena, Freud le contó a Lou Andreas Salomé las razones de por qué se había dedicado tan plenamente al psicoanálisis. Y volvió a hablar de la gata narcisista. Y le dijo que el felino se había ganado un lugar porque sus movimientos nunca habían atentado contra su colección de antigüedades. Como se ve, en la vida todo es cuestión de cuidado. De la obra de Mario Diament, se desprende que Lou Andreas Salomé, a su manera, quiso cuidar de los otros. Quiso hacer de su propia vida una obra de arte. Quizá no pudo mirar lo mínimo, lo que estaba al lado, lo insignificante. Como Freud miró a su gata. © LA NACION

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LA HISTORIA KAFKIANA DE UN FOTOGRAFO MEXICANO

La gata narcisista de Freud OSVALDO QUIROGA

I

Enemigo público número uno JOHN CARLIN EL PAIS

L

Tan convincente fue la retracción que Sánchez fue condenado a seis años de cárcel por falso testimonio. Nada más lógico, nada más justo en aquel momento, a fines de 2005, que declarar acabado el caso contra Dorantes, pedirle mil disculpas y desearle todo lo mejor. Pero no fue así. El ministerio público ocultó la retracción de Sánchez al abogado de Dorantes y ésta sólo salió a la luz por pura casualidad, gracias a la curiosidad de un joven empleado de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, nueve meses después. Aun así, el proceso de extradición contra Dorantes continuó, lo encarcelaron en Estados Unidos y lo encarcelaron después en México. Tres años después, con su salud en pésimo estado y su cuenta bancaria vacía, sigue preso en el Reclusorio Oriente de

MADRID

O que más llama la atención de México, cuando uno se detiene a pensar un momento, es que la gran mayoría de sus ciudadanos se despiertan en sus camas por las mañanas, se lavan los dientes, desayunan, se van al trabajo en coche o en autobús o en metro o a pie, comen su lunch (pronunciado “lonch” en México) al mediodía, vuelven a casa, cenan, ven televisión y a dormir, que mañana se repite la historia. Puedo constatar que lo que cuento es verdad. He vivido en el DF y he recorrido el país de arriba abajo varias veces. La vida de los mexicanos es, en la mayor parte de los casos, de una rutinaria normalidad. Lo cual no sólo es sorprendente, sino digno de admiración. Habla extraordinariamente bien de la capacidad de convivencia civilizada del mexicano. No me refiero al contexto de ultraviolencia que ha generado el narcotráfico. Porque no es ése el contexto en el que vive la mayor parte de los ciudadanos y, además, es un fenómeno relativamente reciente, de 2006, cuando el gobierno nacional les “declaró la guerra” a los carteles. No, a lo que me refiero es al hecho de que México es, como ya escribía Graham Greene en los años treinta, un país sin ley. Los policías son ineficaces y/o corruptos, las fiscalías son ineficaces y/o corruptas, los jueces son ineficaces y/o corruptos. No hay Estado de Derecho en México. O no uno que funcione. Es decir, México, por más elecciones que haya celebrado a lo largo de los últimos 80 años, no es una auténtica democracia. Es un país en el que rige la ley de la selva, el espíritu de sálvese quien pueda. Debería de reinar una anarquía feral; los disturbios que se vieron hace un par de semanas en Londres deberían de ser la norma cotidiana. Pero no. Al contrario. La gente se porta en general con decente moderación. Esto es lo admirable. La sociedad funciona. Es el aparato estatal encargado de administrar las leyes el que es anárquico y feral. Esto lo sabía muy bien un fotógrafo periodista llamado Sergio Dorantes cuando se dictó orden de captura contra él en diciembre de 2003 por el supuesto asesinato de su ex esposa, Alejandra Dehesa. Por eso huyó del país y buscó refugio en Estados Unidos. Escribí sobre él en 2005. Lo volví a hacer en 2008 y repito ahora, otros tres años más tarde. Lo hago porque lo conozco –he trabajado con él– y porque su caso es tristemente emblemático de lo que el sistema judicial mexicano ha hecho a miles y miles de personas. Le han destruido la vida. En el caso de Dorantes, una vida muy buena, fruto de una enorme disciplina, ambición y trabajo. Nacido en la pobreza, Dorantes emigró no a Estados Unidos sino a Inglaterra cuando tenía 24 años, aprendió fotografía, volvió a México 18 años más tarde y se forjó una brillante carrera, trabajando para prácticamente todos los periódicos y revistas más importantes del mundo occidental. Se casó, se separó y en julio de 2003 encontraron a su ex esposa muerta, con un cuchillo clavado en el cuello, en la oficina de la revista Newsweek, en la que ella trabajaba. La policía lo identificó como el principal sospechoso, pero, pese a los

Con su salud en pésimo estado y su cuenta bancaria vacía, Dorantes sigue preso en una cárcel de la ciudad de México

esfuerzos de la fiscalía, un juez dictaminó que no existían pruebas contra él. Poco después el juez fue reemplazado por otro, más ameno a los deseos de los agentes investigadores, y ordenó que Dorantes fuera detenido. Fue entonces cuando se fugó. Permaneció en Estados Unidos durante cinco años. Fue una dura odisea: parte del tiempo prófugo, parte entrando y saliendo de cárceles, parte recibiendo ayuda de ciudadanos estadounidenses escandalizados por la injusticia a la que se le había sometido hasta que, a petición del gobierno mexicano, un juez californiano ordenó, en 2008 y muy a su pesar, su extradición. Dorantes, que hoy tiene 65 años, podría haber apelado la sentencia, pero decidió volver a México, convencido, tras persuadir al brillante abogado mexicano Alonso Aguilar Zinser de que lo representara, de que pronto sería declarado inocente y puesto en libertad.

¿Cuál es la injusticia? Es sencilla y grotesca, pero nada sorprendente en el contexto mexicano. El argumento “legal” contra Dorantes se basa en una “prueba” (es difícil evitar la torpeza de poner estas palabras entre comillas), la de un “testigo” que dijo haberlo visto salir corriendo del lugar del crimen a la hora en que supuestamente ocurrió (aunque incluso la hora, tal fue la incompetencia de la investigación, no se sabe con exactitud). En una declaración extremadamente detallada, revelando una memoria prodigiosa, el testigo, Luis Sánchez, le atestó una puñalada moral a Dorantes. Un año y medio después, en diciembre de 2005, Sánchez se retractó. Apareció ante el ministerio público y dijo que su testimonio anterior había sido mentira; que el guión lo había preparado una agente que participaba en el caso y que la misma agente le había pagado 1000 pesos (unos 56 euros) para que lo hiciera.

la Ciudad de México. Pese a los esfuerzos de su abogado Aguilar Zinser, no existe al día de hoy ninguna razón de peso para creer que su pesadilla vaya a acabar. No se sabe muy bien qué es lo que motiva al aparato judicial mexicano en su vendetta contra Dorantes; tal vez ni ellos lo sepan. Es el laberinto surreal de El proceso, de Kafka (primera línea del libro: “Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”), hecho realidad. Es, por elegir una analogía más contemporánea, la otra cara de la moneda de lo ocurrido en el caso de Dominique Strauss-Kahn, que fue puesto en libertad por la fiscalía neoyorquina al descubrirse que la testigo en su contra no había necesariamente mentido en lo esencial al mantener que él la había violado, sino que, en términos generales, no era una persona creíble. La vida y la reputación de Dorantes, tan admirable y decente como la de la mayoría de los mexicanos hasta que tuvo la mala suerte de toparse con la trituradora de la “ley”, han sido destruidas por el sistema judicial mexicano, un sistema, por así decirlo, que ha hecho lo mismo con infinitamente más mexicanos, mucho más indefensos que él, a lo largo de muchos años. Los carteles del Golfo, de Juárez, de Sinaloa, de Tijuana y los Zetas también han destruido miles de vidas desde que el gobierno les declaró la guerra en 2006. Unos destruyen de manera descarada y sangrienta; los otros, los responsables en teoría de proteger a los ciudadanos, lo hacen de manera más sutil e insidiosa, pero cobrando, a la larga, más víctimas. La violencia que genera el narcotráfico en México tiene que ver más con la debilidad y la corrupción de sus instituciones de seguridad y justicia que con la fortaleza de los propios criminales. El gobierno mexicano sí tiene que declarar la guerra. Pero se ha equivocado de objetivo. El enemigo público número uno vive en casa. © El País

El melodrama de la política ¿L

OS hechos y las sensaciones que hoy se experimentan en la Argentina podrían ser un resabio del siglo XIX europeo? La pregunta adquiere validez cuando se lee “La personalidad colectiva”, capítulo del libro El declive del hombre público, de Richard Sennett. Profesor emérito en la London School of Economics y en el Instituto Tecnológico de Massachussetts (MIT), Sennett es sociólogo, novelista y, fundamentalmente, un pensador inquieto, lúcido observador de los fenómenos sociales. Prueba de ello son obras como La corrosión del carácter, El artesano, El respeto y La nueva cultura del capitalismo. Hasta el siglo XVIII, según dice, no se consideraba la personalidad algo propio de cada individuo. Se pensaba que las conductas de las personas respondían simplemente a un carácter natural por todos compartido, de modo que las acciones personales no se enjuiciaban como propias y únicas, sino como un reflejo de aquella base común a todas las personas. Por una serie de razones complejas, como el nacimiento del capitalismo, un cambio en la concepción del teatro o el desarrollo de las grandes ciudades, que Sennett estudia con detenimiento, desde finales de ese siglo y sobre todo en el XIX, se empezó a considerar la personalidad algo propio de cada individuo. Cada acción, cada palabra, la forma de vestir o de expresarse venía a desnudar, en la mirada de los otros, la intimidad y la singularidad de cada ser. Eso hizo que se empezaran a ocultar las emociones, a uniformar los ropajes y hábitos (de ahí, las modas y también las severas inhibiciones que marcaron a la sociedad victoriana), en el intento de no quedar en evidencia, de preservar la intimidad, de no verse desnudo. Al mismo tiempo, cada persona fue

SERGIO SINAY PARA LA NACION

juzgada por sus actos, por lo que mostraba, por cómo hablaba y manifestaba sus emociones. Lo que se ve es lo que soy. En el teatro o en la música importó menos la fidelidad o la calidad esencial con que los intérpretes transmitían las obras: el acento se ponía en la “pasión”, la “intensidad”, la “entrega”, a las que no se consideraba parte de una técnica sino el “ser” del artista. La visceralidad era más preciada que los contenidos artísticos. Lo que la gente no expresaba en sus vidas exigía verlo en los escenarios, a cargo de otros. Esto tuvo su correlato en la política, observa Sennett. La personalidad pública del político empezó a pesar más que el “texto” que tenía para proponer a la sociedad. Sus seguidores no deseaban juzgarlo o pensar con él. Le pedían que los conmoviera, querían experimentarlo. Es demasiado pesado cargar con un “yo” propio, hacerse responsable de las propias acciones, abrirse al mundo y crear vínculos. Y se depositaba todo esto en alguien. Se suspendían los intereses “yoicos” (la percepción de la propia singularidad) por riesgosos y se los fundía en una personalidad colectiva, marcada por las emociones del político al que se sigue. Se suspende el razonamiento, el juicio, la verdadera elección. Sennett estudia este fenómeno a través de episodios históricos que tienen como protagonistas a Lamartine, a Marx, al capitán Dreyfus o a Emile Zola, en la segunda mitad del siglo XIX. La personalidad colectiva es, en fin, eso que nombramos como “pueblo”, “masa”, “gente”, “electorado”. De veras inquieta avanzar en la lectura del capítulo mencionado, es inevitable el déjà-vu. En ese contexto, el político impone su personalidad y sustrae sus argumentos. Importa más su acontecer emocional, lo que suscita su persona y los avatares que vive. Si puede

exhibir sus sentimientos en público, eso lo validará. La multitud pierde la memoria, apunta Sennett, ya no pone a prueba a la figura pública en función de sus acciones, de sus ideas, de la sustancia de su ideología: es como un actor y el público sólo cree en la actuación. Esta apología de la personalidad horrorizó al gran jurista y pensador liberal Alexis de Tocqueville, inspirador de la sociología, que atribuía ese fenómeno de “exceso de idolatría” al miedo. ¿Miedo a qué? A asumir la personalidad propia, insertarla en la realidad y hacerse cargo de las propias acciones; miedo de asumir la propia vida

La política de la personalidad traída a la cultura moderna termina por anular la conciencia de la comunidad, dice Sennett y explorar su sentido intransferible. Así desaparecen las cualidades legítimas de la política, en palabras de Sennett, y se instala el efecto paralizante y oscurantista de una “política de la personalidad”. El autor de El declive del hombre público (obra originalmente escrita en 1977) va mucho más allá en extensión y en profundidad. Pero con esto alcanza para observar el presente argentino. Si a lo sintetizado hasta aquí, se le agrega el desarrollo de lo mediático y el extendido voyeurismo que esto promueve –al permitir estar aún más atentos al gesto, a la ropa, al llanto, a la risa o el enojo del personaje público antes que a sus propuestas o a los fundamentos de sus ideas– las semejanzas asombran. Los “relatos” remplazan a los programas, que ya no son necesarios. De hecho, hace

ya tiempo que no se publicitan ni publican (ni se leen o se buscan) los programas partidarios; se vota en estado de ignorancia al respecto, basta con eslóganes, frases marketineras, fotos, anécdotas que muestren la intimidad del hombre o la mujer políticos, su lado “humano”. El yo dispuesto a abandonar su condición propia y a fundirse en un colectivo sin memoria y sin preocupaciones o conflictos morales necesita un relato que le permita “emocionarse”, identificarse con la peripecia de ese al que sigue. Y basta con que el relato simplemente se relate a sí mismo; no es necesario que cuente una historia verdadera. Suspendida la memoria, postergado lo ético, sólo importa que el intérprete muestre “entrega” (poder melodramático, como lo llama Sennett) en el momento de la actuación. La política de la personalidad traída a la cultura moderna, concluye el autor, termina por anular la conciencia verdaderamente política de la comunidad, degrada el lenguaje político; basta con saber de qué bando está uno y a quiénes hay que atacar; ya no es necesario pensar en perspectiva. Identificados con un actor que encarna la personalidad colectiva, lo que queda es “decidir quién debe ser excluido de esta grandiosa, inestable identidad”. Se es hostil a los “extraños” y, más tarde, empiezan las luchas internas para ver quién, dentro de la personalidad colectiva, es más puro, más fiel, más auténtico. Como advierte Sennett, de esta semilla plantada en el siglo XIX florecieron tragedias en el XX. Que ciertas cosas suelan llegar con retraso a estas tierras, no significa que no lleguen. Existimos en el mundo y en la historia, aunque algún opiáceo consumista pueda crear la ilusión siempre breve y temporaria de que no es así. © LA NACION