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Habana en 1995. La producción musical de Julián Orbón puede cifrarse en su totalidad en un poco más de treinta composiciones, escritas entre 1942 y 1990: ...
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En la esencia de los estilos

JULIÁN ORBÓN

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De la primera edición: © Editorial Colibrí, 2005

De la presente edición, 2015: © Duanel Díaz © Hypermedia Ediciones

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Corrección y edición digital: Gelsys M. García Lorenzo Diseño de colección y portada: Editorial Hypermedia

ISBN: 978-1512367461 Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

JULIÁN ORBÓN (Avilés, 1925 - Miami, 1991) Compositor cubano de origen español. Estudió en el Conservatorio de Oviedo y, todavía muy joven, se trasladó a Cuba. De 1942 a 1949 perteneció al grupo Renovación musical de J. Ardevol y siguió luego cursos con Aaron Copland en el Berkshire Music Center. En 1954, estrenó sus Tres versiones sinfónicas (Nueva York), premiadas en el Festival de Caracas. Fue director del Conservatorio Orbón de La Habana (1946-1960) y profesor de composición en el Conservatorio Nacional de Música de México (1960-1963) y en la Universidad de Washington (1964-1965). Tras afincarse en Nueva York, impartió clases en el Lenox Collage y en el Barnard Collage. Su música refleja diversas influencias, desde Manuel de Falla o Heitor Villa-Lobos hasta ritmos y melodías afrocubanas. En una primera etapa compuso según la tendencia neoclásica, aunque a partir de 1950 adoptó un lenguaje más vanguardista. También el mundo literario le sirvió como estímulo en gran número de composiciones. Su obra incluye canciones (Tres cantigas del rey, 1960) y música instrumental (Homenaje sobre la tumba del padre Soler, 1942, Partita número 4 para piano y orquesta, 1986), de cámara, sinfónica y para la escena (Danzas sinfónicas, 1959).

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Prólogo Julio Estrada Yo tengo un amigo muerto Que suele venirme a ver: Mi amigo se sienta, y canta: Canta en voz que ha de doler. Versos sencillos, José Martí

Julián Orbón nace en Avilés, Asturias, el 7 de agosto de 1925, donde vive sus primeros años al lado de su madre, Ana De Soto, permaneciendo con ella en casa de la familia del padre, Benjamín Orbón Corujedo (1879-1944). Julián, sin siquiera saberlo, es el último hijo de un matrimonio escindido y vive una suerte de primer destierro en España, junto a la madre. Ella, oriunda de Cuba, había estudiado el piano con Benjamín en La Habana. Él, profesor de piano y conocido concertista —condecorado con la Orden de Isabel la Católica— era miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y hombre de mundo; residía en La Habana con los demás hijos al frente del Conservatorio Orbón, en frecuente alternancia con viajes a Europa. La temprana muerte de Ana, cuando Julián tenía apenas seis años de edad, le aísla de afectos profundos, quedando al cuidado de doña Rosalía, la abuela paterna. Al año siguiente, en 1932, viaja por primera vez a Cuba, donde le deslumbran la luz del Caribe y la ternura de la gente. La música es en Orbón un germen que pronto va a desarrollar: comienza a estudiar con Benjamín en el Conservatorio Orbón y con el pianista Oscar Lorié. Regresa a Avilés varios meses después, donde la reclusión durante su infancia va a marcarlo con una sensación de exilio que no le abandonará jamás. Un temprano sentimiento de desamparo le conduce a una precoz autonomía intelectual: en el ámbito excepcional de la biblioteca familiar — que con horror verá desaparecer entre las llamas durante los disturbios de 1934— se inicia en lecturas solitarias que harán de él un erudito en varios órdenes. Su propia hermana, Ana, profesora del Conservatorio de Oviedo, le enseña el piano en clases privadas. Meses más tarde queda inscrito en aquel conservatorio, donde estudia incluso a lo largo de la Guerra Civil Española y vive el difícil momento del asesinato del tío, su homónimo Julián Orbón, director de un diario local conservador, descendiente de otro Julián Orbón, un académico liberal entre cuyas amistades se contaba el presidente de la Primera República Española, Emilio Castelar. Los Orbón deciden instalarse en Gijón después del incendio de la casa familiar y, en 1939, antes de iniciarse la Segunda Guerra Mundial, Benjamín Orbón decide llevar a Julián a Cuba de forma definitiva; ahí estudia piano bajo su dirección hasta 1943, fecha en que ingresa al Conservatorio de La HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

Habana para estudiar, básicamente armonía y contrapunto, con el compositor catalán José Ardévol (1911–81). Orbón, junto con otros jóvenes alumnos de Ardévol, como Hilario González y Harold Gramatges, crea el Grupo Renovación Musical, una de cuyas metas era afirmar la «presencia cubana en la música universal»1. El carácter más bien solitario de Orbón y su formación intelectual le llevan a escindirse de aquel grupo en 1946 y a continuar su formación autodidacta, centrándose primero en el estudio de la música española desde los tiempos antiguos a los modernos. Más tarde, su interés por las expresiones de origen popular español va a extenderse a las manifestaciones de la música mestiza y negra, propias de la isla y del continente americano. Hacia los veinte años Orbón es reconocido como un músico profesional por sus actividades nacionales y en el extranjero. Al morir su padre, en 1944, queda al frente del Conservatorio Orbón de La Habana, institución que extendía su formación musical a las provincias de la isla. Su contacto personal con el director de orquesta austríaco Erich Kleiber (1890–1956), es enriquecedor. Hace gran amistad con él y recibe importantes consejos «fue el músico que más me enseñó», solía decir Orbón. Kleiber estrena en uno de sus programas en La Habana la Sinfonía (1945), lo que da un impulso definitivo a la carrera del joven compositor y a su producción futura para la orquesta. Alejo Carpentier lo señala como «la figura más singular y prometedora de la joven escuela cubana»2, confirmando que «se encuentra en posesión de una obra considerable, que no contiene una página carente de interés»3, para concluir: «¿No hemos de otorgarle nuestra total confianza?»4. En 1946, seleccionado para asistir a los cursos que dirige Aaron Copland en el Berkshire Music Center de Tanglewood, inicia su contacto con música y músicos del continente, próximos a su generación — el panameño Roque Cordero, el venezolano Antonio Estévez, el argentino Alberto Ginastera, el chileno Juan Orrego-Salas o el uruguayo Héctor Tosar. Eduardo Mata señala con tino cómo el contacto con Aaron Copland será en Orbón «una influencia poderosísima, que se hace evidente sobre todo en La música compuesta entre 1950 y 1958»5. Aún después de ese periodo, la relación personal que Orbón mantiene a lo largo de toda su vida con Aaron Copland será entrañable. En 1954 participa con Tres versiones sinfónicas (1953) en un concurso de composición en Caracas, donde los miembros del jurado son Kleiber, Adolfo Salazar, Edgar Varese y Héctor Villa-Lobos: gana un segundo premio compartido con el mexicano Carlos Chávez. Aaron Copland comenta en una breve nota: «Orbón [...] probó ser uno de los hallazgos del festival. Todo lo que escribe para la orquesta "suena"»6. Su obra le abre nuevas puertas en Estados Unidos, donde durante casi cinco años consecutivos es objeto de reconocimientos diversos: se le invita a La universidad de Columbia a presentar su música, las fundaciones Fromm y Koussevitzky le hacen encargos —Himnus ad Galli Cantum (1955) y HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

Concerto grosso (1958)— , se estrenan sus Danzas sinfónicas (1955-56) en Miami dirigidas por Villa-Lobos, recibe la beca Guggenheim y se instala por un breve periodo en Nueva York, donde escribe las Tres cantigas del Rey (1960) por encargo del Festival de Santiago de Compostela, España. Si bien Orbón había sido partidario de la Revolución Cubana y también defensor de dicho movimiento desde 1959, poco tiempo después, en desacuerdo con la orientación política marxista leninista dela la isla para no volver. Abandonó también desde entonces cualquier privilegio para adoptar, en cambio, el más grande recato en el vivir, sobriedad conmovedora en La que enmarcó para siempre su exilio. En 1960 es invitado como profesor de composición del Taller de Creación Musical que dirige Carlos Chávez en el Conservatorio Nacional de México y se instala con su familia en ese país hasta 1963, donde forma, con inigualables devoción y capacidad, a un pequeño grupo de estudiantes de composición del cual creo que Eduardo Mata (1942-1995) y yo fuimos los discípulos más beneficiados por su enseñanza. A través de Carlos Chávez, Orbón entra en contacto en México con Igor Stravinsky, de visita en el país. El inicio del exilio en México le lleva a escribir Monte Gelboé, para recitador, tenor y orquesta (1962-64), a mi entender un parteaguas que va a marcar su obra musical con el sello íntimo del desarraigo. Al concluir con la etapa como profesor en México Orbón se instala de forma definitiva en Nueva York, donde recibe un encargo del clavicembalista colombiano Rafael Puyana para componer Partitas No. 1 (1963). Da clases privadas a estudiantes provenientes de distintos puntos del continente, conferencias y cursillos en universidades norteamericanas —Columbia y Washington in Saint Louis— y es becado nuevamente por la fundación Guggenheim (1969). Hasta ahí, quizás, los momentos de auge, acompañados de la composición de algunas obras nuevas hasta 1974, fecha en torno de la cual se interrumpe la continuidad de su producción, en parte por revisiones obsesivas de instrumentaciones y orquestaciones y en parte también por una tendencia depresiva que acentúa su aislamiento musical. Eduardo Mata, director de la Sinfónica de Dallas y difusor de la obra de Orbón en numerosos conciertos en los Estados Unidos, México y varios países europeos, le encarga Partitas No. 4 para piano y orquesta (1985), en La que se alcanza a percibir una melancolía desgarrada que parece anticipar el final de la producción del compositor. Una última visita a España anuncia, quizá misteriosamente, el fin del ciclo de la vida de Julián Orbón quien, de regreso a Nueva York cae gravemente enfermo poco tiempo después, se muda a Miami y es alcanzado por la muerte el 20 de mayo de 1991. Después de un prolongado silencio producto de una censura ominosa de su nombre —cuando no de La insistente negación de su pertenencia a Cuba—, La música de Julián Orbón vuelve a sonar en La isla gracias a La iniciativa de su antiguo, gran amigo, el poeta Cintio Vitier, quien organiza un HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

concierto en homenaje del compositor en la Casa de las Américas de La Habana en 1995. La producción musical de Julián Orbón puede cifrarse en su totalidad en un poco más de treinta composiciones, escritas entre 1942 y 1990: seis obras para orquesta, un concierto para piano y orquesta, cinco obras de cámara, cinco para instrumento solo, seis para voz e instrumentos, seis para coro y dos obras incidentales para el teatro. Observaré aquí de manera muy breve La obra de Orbón a partir de sus distintos contenidos musicales, lo que me obliga a dividirla en cinco tendencias, al interior de las cuales algunas fechas pueden ayudar relativamente a separarlas en periodos cronológicos7: I. Española Tradicional (1942-1947), II. Hispanoamericana (1950-1958), III. Neo-renacentista (1958-1985), IV. Religiosa (1943-1985) y V. Popular (ca. 1950-1987)8. Tal variedad de vertientes en la obra de Orbón evidencian su apertura hacia horizontes que ensayan fusiones originales entre lo hispano y lo cubano y latinoamericano, lo antiguo y lo moderno, lo profano y lo religioso, lo popular y lo íntimo. Desde esa mirada hacia tantas sendas y metas parece inexacto, o acaso mera apreciación esquemática, el intento de ubicar a Orbón y a su obra solamente en un país, en una época, en cierta música, en una corriente o en un público. El error es aún mayor si se intenta excluirlo de cualquiera de ellos, como ya ocurre al no aparecer en bibliografías, catálogos, diccionarios, enciclopedias, festivales, grabaciones, historias, etcétera, que podrían prestigiarse de objetividad al denotar su existencia. Quienes conocieron a Orbón y quienes se introduzcan hasta ahora en el conocimiento de su obra quizá coincidan en la dificultad de alinearlo en un solo margen para entender mejor la idea de observarlo dentro del espacio complejo de múltiples encrucijadas. Con seguridad así lo mostrarán nuevas investigaciones llamadas a descubrir, con objetividad y con pasión creadora, el interés histórico de la producción musical y de búsqueda de este singular compositor9. Una escasa indagación de la obra musical de Orbón y una serie de estudios hoy extemporáneos han contribuido a esquinarla o a percibirla equívocamente como parte de un par de tendencias, ambas demasiado estrechas: un neo—clasicismo —casi solamente la Sonata para piano podría confirmar tal hipótesis— y un panamericanismo —que se detiene en el Concerto grosso. De lo anterior dan testimonio diversos diccionarios, por ejemplo, que solo consignaron su producción hasta los años sesenta10. Una observación cuidadosa del hondo tono del estilo de Orbón conduciría a entenderlo como parte del inmenso mundo musical de la modalidad, substancia que da unidad a toda su obra y en todas sus vertientes. La modalidad es parte de un vasto sistema que propone el modo de servirse de una escala tradicional —como la diatónica—, en la que los modos son tantos como notas tiene la escala. Decir modalidad es nombrar los distintos HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

perfiles del rostro melódico y armónico de una música, algo que la mano de un compositor como Orbón dela percibir en elegantes rasgos propios de cada directriz de su producción. Es dentro de la modalidad donde Orbón diversifica y unifica; primero, refinando sus cantos con giros que acentúan una personalidad inconfundible, y luego, confiriendo al todo ese carácter de rizoma propio de lo modal que se distingue en su obra. Visto desde la perspectiva de la música del siglo XX, invito aquí a observar cómo el paralelismo entre la modalidad de principios de siglo que une a Claude Debussy y De Falla va a reproducirse en los seguidores musicales más significativos de uno —Olivier Messiaen (1908-1992)— y de otro — Orbón—, cuyas respectivas obras tenderán a su vez de maneras distintas hacia la composición de una nueva música, tanto profana como religiosa. Orbón coincidirá también con Messiaen en su sabia resistencia individual al serialismo que se opone a las identidades musicales desde la postguerra. Durante periodos más extensos de su vida va a sondear las fuentes modales del gregoriano a través de la música española del Medioevo — Alfonso el Sabio— y del Renacentismo —De Victoria, Cabezón, de Milán— para crear una rica paleta que se sirve de los modos de la escala como recurso para transitar de los ámbitos de lo popular a lo religioso. La modalidad es en Orbón un constante juego de claroscuros, capaz de aliar la brillantez de su música que festina lo popular a la sobria exigencia de su pensamiento formal o de adhesión a lo litúrgico. Dicho en términos geobiográficos que rebasan la mera literatura musical, su estilo es la Cuba y el Nueva York de la luz y del ruido frente al mundo tenebroso y de silencios íntimos de Avilés y del sentimiento de destierro. Orbón pertenece a varios mundos culturales a la vez, un factor de riqueza que se opondría a toda idea de integrar exclusivamente su obra a uno cualquiera de ellos: no es el español, ni el cubano, ni el exiliado en México o en Nueva York sino el resultado de un sutil equilibrio íntimo entre esas y otras referencias. En España, su identidad oscila con singular libertad entre un pasado musical —que rescata con un refinamiento digno de los más altos momentos de la música hispana— y un presente que, por fuera de los antecedentes familiares, mantiene estrecha afinidad intelectual con figuras como García Lorca y De Falla. En Cuba, su música se integra al pasado afrocubano con la misma fluidez que lo hace con el grupo intelectual de la revista Orígenes, donde el abanico esencialmente poético incluye desde Lezama Lima y Ángel Gaztelu, a Fina García Marruz, Cintio Vitier, Eliseo Diego y durante la década del 40 al 50, de María Zambrano. En México, Orbón se alimenta de la experiencia de la música popular mestiza, de la amistad de Chávez —quien le hace compartir su vivencia del mundo del prehispánico—, a la vez que su identidad se adhiere a nuevas fraternidades, como la de María Luisa Elío y Jomí García Ascot, refugiados españoles. En Nueva York, Orbón es parte de un círculo aún más extenso: los HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

compositores Stravinsky y Copland, los intérpretes Andrés Segovia, Rey De la Torre y Rafael Puyana, los literatos exiliados Francisco García Lorca o Felipe Teixidor y el músico Gustavo Durán. En Orbón, como en su música, no hay fronteras sino un paso incesante de la iluminación a la nebulosidad —lo que Gaztelu nombra en su Nocturno: «un tañido del aire recorre lo verde/y vibra en la penumbra de una campana»—, ese talento singular hacia lo antiguo y lo moderno que Chávez identifica consigo mismo y atrae hasta México, eso que la óptica del chileno Juan Orrego Salas pide entender, desde la discreta dignidad del exilio neoyorkino, como al Bartok hispanoamericano. La vida de Julián Orbón, como su música, está hecha de destierros cuyas quebraduras parecen ensayar de modo incesante el reencuentro con los orígenes, nostalgia abismal por otros tiempos, casi arquetípica, que habita en su ser desde el nacimiento y durante el desarraigo infantil en Avilés, lejos del núcleo paterno y fraterno. En Cuba va a abrir las puertas de sus sentidos y emociones adolescentes a encuentros que, con la hermana de Ana, la tía Carmen —destinataria de la Toccata—, le reintegran el afecto añorado de la madre muerta, le revelan la festiva vitalidad cubana de Mercedes Vecino, «Tangui», con quien se casa en 1945, y desde la vivencia de esa verdad anticipada del imaginario que es la poética de Lezama Lima, le incitan al goce lúdico que «teje el tiempo» y alambica mundos solo opuestos en la realidad. Una resistencia a coincidir en todo con la Revolución Cubana, en principio su propia vena religiosa y un inimitable desinterés por el poder, le llevan a un nuevo exilio. En el de México alimenta en silencio su reflexión sobre la música hispanoamericana y se adentra en el desconsuelo del rompimiento entre hermanos —Monte Gelboé. Nueva York, el más largo exilio, es el sitio que ha debido oír entre susurros en la voz de la madre y al cual parecería acudir imantado por un recuerdo mítico; su Nueva York es el jubiloso Parque Central y el Village; el de la libre confluencia entre culturas; el de la tertulia hispana, cubana y latinoamericana —que estudios cuidadosos habrán de desvelarnos mejor algún día—; el de exilios musicales vividos más como anonimato que como oportunidad —Bartok, Varese o él mismo— y, desde dentro, el de una irreversible sensación de pérdida que le hace regresar a una España cuyos ayeres y hoyes revive lo mismo desde un claroscuro más que mezclan el goce del reencuentro y el sentimiento de duelo. Para mejor situar hoy a Julián Orbón en el contexto de la música hispanoamericana es útil abordar aquí el asunto, aún poco elaborado, sobre la intensa línea de afinidad que le une a Manuel De Falla, su auténtico padre musical, lazo que le hermana involuntariamente al compositor francés, de origen andaluz, Maurice Ohana (Casablanca 1914, París 1994) 11. En contraste con la oquedad de la mayor parte de la música producida en la península durante la dictadura, y precisamente por haber ocurrido fuera de HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

España, Ohana y Orbón son a mi parecer los únicos que continuaron de manera original la obra iniciada por De Falla a través de nexos temáticos, instrumentaciones o la marcada influencia que ambos guardan del universo sonoro del Concierto de clavicémbalo. En Ohana la influencia se manifiesta a través de su creativa aventura en una música cuya honda raíz hispana deriva en verdadera vanguardia —iniciada con el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (1950)— mientras que, en Orbón, al polo opuesto, su mirada intensamente profunda, sin dejar de ser en esencia moderna, apunta hacia el pasado. En contraste con la xenofobia que esconde la España del pandero y la castañuela, cuando no de una abstracción que la dictadura pretendía promediar con la europea, Ohana y Orbón son parte de un tronco común que crece junto con sus raíces —la música árabe y el microtonalismo en Ohana— y sus ramas —la música afrocubana y la mestiza del continente americano en Orbón. Otra vez el rizoma, además del recio tronco, es la savia que renueva la tradición que ambos reciben de Manuel De Falla y que hacen germinar en otras tierras. En concreto en Orbón, aun si mantiene en sus primeros pasos proximidad con la música española tradicional y en la madurez se perfila por el mismo gusto por el Renacentismo en De Falla, poco a poco adquiere un hiriente tono claroscuro producto de la vivencia de esa condena que fue para él vivir en múltiples exilios. Los confinamientos de Orbón marcan las líneas que unen su obra a la De Falla con una violencia dolorosa y una austeridad resignada que se priva del goce de la tierra. Hay en la música de Julián Orbón una irreversible humildad que parecía intentar convencernos de la belleza de lo otro antes que de lo propio: el coral de Tomás de Victoria, la estructura de la diferencia en Cabezón, la resonancia arcaica de la Cantiga, la sonoridad que continúa al Concerto de M. De Falla, la suave cadencia del ritmo afrocubano, entre otras, son evocaciones que su memoria ha guardado con vigoroso afecto y que recrea dentro del tiempo presente de una obra ciertamente original, concebida tantas veces como la invocación sagrada del absoluto del otro por encima de lo notable en lo propio. La relevancia que Orbón da a la dimensión ajena hace que él mismo sea en su música solo circunstancial, como si su filosofía del componer depurase toda la codicia y se propusiera la individualidad solo como adición de afinidades con el otro. Discreta supresión del ego, Orbón aspira a un yo compartido, heterogéneo, que borda la música en una espiral de finas redes que vivifican la memoria. Ese yo compartido supone en el yo propio una substancia que, ajena a toda competencia, participa de una verdad profundamente esparcida en el ser y nos hace intuir al estilo como esencia. Una voz no es sino todas las voces: «El milagro del gregoriano nos demostró que una síntesis de elementos dispersos, orientales, asirios, hebreos, bizantinos, algunos de ellos tocados de una lejana voluptuosidad u originados en exóticas magias, va a ser el canto más unificado, puro y que nos lleva más cerca de lo angélico12.» HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

Detrás de esa idea yacería también la esencia del propio estilo de Orbón en tanto que summa, tendencia que da transparente consonancia a su obra religiosa con verbos plurales que vienen del gregoriano, las cantigas o la polifonía renacentista, todo ello permeable al resto de su producción como espacio abierto a la confluencia de tiempos múltiples o como una música edificada sobre la abundancia de vectores. Pero también, y en ello va a residir lo más singular del estilo orboniano, esa síntesis en la que se cruzan sensualidad y misticismo, arrebato e inocencia, todo ello manifestación de un «absoluto primario»13. Dicho ecumenismo se resiste a la disgregación de los estilos en la época moderna que rompen con la presencia de lo «infinito como génesis»14, fervor que sitúa una vez más a Orbón en la dimensión de Messiaen, ambos emblemas de una nueva figura católica, la del compositorinvestigador, cuya búsqueda tiende a recuperar lo imperecedero del estilo musical. Desde los primeros escritos de Orbón, precisamente durante un periodo de abstinencia en el componer, entre 1947 y 1950, su preocupación estética por la noción de estilo —«juicio sintético de relaciones simbólicas dentro de la cultura»15— intenta poner en un primer plano lo transcendental. El planteamiento de Splenger sobre el fin de la música occidental con el Tristán de Wagner sirve a Orbón para asumir, con temple, la idea de que el «ser alimentado por una decadencia, supone una plenitud del estilo; solamente en el vórtice de una decadencia se encuentra la cima de una cultura»16. La idea misma de decadencia es para Orbón una experiencia refinada del pensamiento, ese «regusto ante la seguridad de un estilo logrado»17 que permite liberarse a lo que él ve como intuiciones, seducciones y magias. Aun incluso desde la mirada de una auténtica vanguardia no sería difícil coincidir con Orbón en la jerarquía que da al proceso de creación: en la base de La pirámide, la abstracción científica de lo teórico sirve de base al mecanismo selectivo que ordena a la materia musical en un sistema, sobre el cual a su vez La intuición experta deriva en el estilo como preeminencia de lo primario y lo arquetípico. Estilo es imaginación y, por ello, su declaración es más elevada, cuanta mayor destreza hay en el uso y transcendencia del sistema y más pueden ambos vincularse con el sustento teórico. Dicha cadena de relaciones podría observarse en Orbón cuando convoca a Bartolomé Ramos de Parela como origen de la teoría del temperamento, que a su vez sirve al sistema musical fundado por Luis de Milán en El Maestro para, finalmente, verse intensificada en el dominio de un estilo expresivo en Antonio de Cabezón. Es desde esa alta perspectiva que observa al maestro que escoge como modelo, De Falla: «El sentido extático del maestro [...] no intentaba la obra por la obra, sino la obra por el estilo, empedrado riguroso, aprendizaje lento y maravillado de un modo de hacer, de una actitud común que hiciera posible la unificación y La universalidad de los impulsos»18. Dicha observación va a concentrarse en una visión del Concerto como parte del HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

«mundo mágico y real, vieja paradoja hispánica»19 que alcanza la proeza de volver a la esencia del estilo: «El gran estilo español, el estilo que animó en la decadencia el verso de Góngora y de Quevedo, el discurso de Gracián, el estilo que ya mantenía en nuestro humanismo la pasión exaltada; que ya vivía en los diálogos de Vives, en los planos de Juan de Herrera, en la polifonía de Victoria: el Barroco español. Ese barroquismo atormentado es lo que hace crecer en lenta angustia la obra de Manuel De Falla.20» Orbón se alimenta de la raíces de la historia para propiciar la vivencia del pasado en el presente; su reflexión histórica abre una brecha antes inexplorada en La música del continente: propone observar las aportaciones españolas del Renacimiento para crear una nueva música hispanoamericana fincada en «la madurez instrumental de La variación como forma musical, en las diferencias de Luis de Narváez»21, en la «unión de lo popular y la individualidad creadora, La fusión de la poesía y de La música»22 propia de los «cancioneros españoles de los siglos XV y XVI»,23 que encuentra como origen de «la enorme irrupción de música que son las formas de canto y danza en América»24. La preocupación de Orbón por los asuntos del estilo le conduce a considerar la música hispanoamericana como uno de los caminos propiamente originales de la música occidental; acude al nacimiento de la variación en España con el Delfín de música de Narváez para señalar una tendencia característica de nuestra genética musical cuando se compara con la inclinación alemana por el desarrollo sinfónico: «Si en la base de la variación encontramos el ornamento, en el centro de la forma sonata —en la sección de desarrollo— el elemento principal es el motivo. La división de un tema en motivos y la intuición de las posibilidades constructivas de esa fragmentación, supone una situación del pensar musical distinta a la [...] variación ornamental. Se trata ahora de una actitud dialéctica, de una lógica del devenir, en cierta manera de un "sistema"; por eso la forma sonata y su expresión sinfónica alcanza su plenitud en el pensamiento musical de los grandes maestros alemanes. Podemos llegar, desde luego, a esta conclusión: la ornamentación ilumina un tema: el trabajo motívico lo razona»25. A mi entender, el examen del propio Julián Orbón sobre esta disyuntiva en composición —discretamente enunciado en su texto sobre las sinfonías de Chávez— participa del desarrollo del modelo de la variación al interior de las cuatro Partitas. Estas son el resultado de un original diseño que combina, de manera novedosa y conciliadora, lo ornamental con lo motívico. De enfocar ahora libremente hacia el propio Orbón el sentido de sus palabras, podemos entender las Partitas como una auténtica iluminación razonada. Julián Orbón era un dotado intelectual y lo mismo podía escribir ensayos sobre música —crítico musical del periódico Alerta entre 1944 y 1948— que HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

sobre otros temas —miembro de la Revista Orígenes hasta su desaparición en 1956. Baste el ejemplo del extenso ensayo que dedica a José Martí, con quien comparte la identidad en el destierro: México, Estados Unidos y, en el caso de Orbón, también el apartamiento primigenio en España. Desde Martí, Orbón se asume como ciudadano al desnudo de toda patria; no reclama al prócer para nadie, menos aún para sí mismo, pero abre con su reflexión una brecha que induce a entenderlo, por fuera de la dimensión del Estado, desde lo íntimo: «Martí no fue místico; aceptemos que no fue, confesionalmente, un cristiano; sin embargo, alelado de todo dogmatismo, llega a vincularse con la forma específica del amor cristiano: el amor espiritual a la persona»26. Desde ese perfil Orbón desdibuja una relación de identidad que mantendrá con el poeta a través de una «incomparable efusión de amor, comunión que, fuera de la establecida por una fe religiosa —nos dice—, es la más absoluta que conozco»27. Conmovedora suma de integridad, lucidez y bondad, Orbón era también dolor y conflicto, dualidad incesante que parece dar origen a la intensidad de su música, de sus ideas y de su vida, ahí trilogía inseparable. Quienes le conocieron en persona, aun si no alcanzaron a leer textos de escasa difusión en vida del autor, pudieron apreciar con seguridad uno de sus rasgos más distintivos: el conversador capaz de abordar casi cualquier asunto a través de vastos, eruditos discursos, articulados por un talento inédito para asociar ideas —talento que aparece ya en el carácter polisistémico de su música para fusionar lo arcaico y lo moderno. Su sapiencia, de formación tan autodidacta como musical, abarcaba predominantemente la filosofía, la religión, la historia, la política, la literatura o las artes. Presenciar en lo privado una conversación de Orbón era escuchar la cadenza improvisada de un virtuoso en un estilo cuajado de parábolas, imágenes o figuras nacidas de su vocación para la persuasión poética. El parentesco que en particular mantuvo su imaginación en línea directa con la de José Lezama Lima hacía a su vez de Orbón un poeta iluminado por la libertad de reflexiones armadas o improvisadas que deslumbraban al oyente con viajes a espacios reales o de encantamiento. A través de su obra musical y literaria Julián Orbón revela sin ambigüedad alguna los ascendientes en los que han bebido su estilo y su pensamiento: decir Orbón es hacer mención de todo lo que venera y ama convertido en savia de fluencias e influencias. Es también nombrar, en el fondo, la anhelosa búsqueda que le lleva a ordenar raíces extraviadas que su obra nos dela como ofrenda. Y también, largo tormento, es silencio entre líneas que ansía el reencuentro con la «Mujer-Diosa-Mar»28 que yace aflictivamente en lo recóndito de su memoria. La obra de Orbón nos deja esa enérgica, doliente herencia, que da la sensación de añorar desde siempre una pérdida que se funde en un océano de oscuridades. HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

Una mirada en retrospectiva hacia todo lo que fue Orbón destacaría la intensa coherencia que guardan su vida y su obra, lo que cualquier proyecto de escribir su biografía difícilmente podría evitar, para propiciar entenderlo como el personaje de una leyenda ejemplar, cuyos contenidos íntimos nos retan a ahondar en los laberintos de una mente y un ser fuera de serie. Figura de la composición e intelectual de primer orden, Julián Orbón deja huellas indelebles en el siglo XX; su independencia musical y crítica son raras en un mundo de coincidencias estéticas e ideológicas que parecían apartarlo de espacios que, por otra parte, no hizo sino florecer; su disimilitud respecto de otros muestra la forja de una obra musical y pensante que concilia un caudal de vertientes que, opuestas o incluso contradictorias, no alcanzan a ser excluyentes; su doble, rico legado para la cultura hispanoamericana, plantea la necesidad de nuevos estudios que dejen advertir su contribución generosa a la historia colectiva y su lugar auténtico en esta; su historia personal, por fin, laberinto novelado de luces y sombras, es un recorrido complejo que solo se explica desde la infinita probidad de su amorosa lucha interior. UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO, MARZO 2000

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Y murió en Alta Gracia

En Altagracia de Córdoba, estirpe y semejanza, cuando el mito americano cruzaba el ancho mar de la mano del verso de Mosén Jacinto, cuando el largo, ecuménico camino realizaba el nuevo descubrir, cuando el hispanismo se aventuraba de nuevo, antiguo peregrinar, sobre la mar Océano, mítica Atlántida, grávida América, Manuel de Falla, ascendió a la Alta Gracia del Señor. Un antiguo paisaje se animó a su soplo y la cetrería castellana penetró en la espaciosa vega, en los viejos jardines, por las rejas y crista les de la alquería al modo de la concepción catequística: como un rayo de sol; sin romperlo ni mancharlo. Porque en la venturosa farsa del Maese cantan las figuras del Retablo de la misma manera que la pícara y honesta molinera hace danzar el castellano minué al viejo corregidor que anuncia en el grotesco de los tres picos del sombrero el jubón del trujamán. La voz generosa de Don Felipe Pedrell clamaba por un gran estilo, exigía impulsada por el heroísmo, por el discurso wagneriano la creación de nuestro heroísmo, de nuestro discurso. Esta voz y el hallazgo debussyano colocaron a Manuel de Falla, ante su realidad, ante su sino difícil. De ahí la devoción al crear, la lentitud de lo creado, el convencimiento de la artesanía necesaria, de la prudencia y firmeza del trazado en la mano de obra. Porque había que comenzar por la creación de un presente y la recuperación de un pasado sin el cual solo era posible la orfandad y la esterilidad de todos los intentos que fueran más allá de la fragua laboriosa y tenaz. Por eso Pedrell, primer español de estilo noble entre los músicos de nuestro tiempo, llevaba consigo la certeza de ser vencido por la potencia de la gran voz que intentaba introducir en la España de su época. Desprovisto de un medio de expresión orquestal, ajeno a la gran creación que significa para la cultura de occidente el sentido de la orquesta romántica, carente del impulso que hizo posible la afirmación del mundo wagneriano, resultado de un movimiento pletórico y vital del espíritu europeo, Leipzig, Weimar, Bayreuth, —el músico español intentaba su logro a través de aquellas substancias que crecían al alcance de su mano. Manuel de Falla comprendió su sino y aguardó su hora. Y su hora de entonces estaba lo suficientemente alejada de la prédica noble del maestro catalán para acudir a la dorada áncora debussysta y afirmar de ese modo su latinidad primera y su recogimiento imperioso. Pedrell, hurgando las raíces de la tierra española, animando su expresión, haciendo actuar un folklore, fue llamado germanizante porque quiso llevar a su pueblo la primera voz europea de sus días. ¿Podemos llamar entonces afrancesado al Falla de las Noches, de las Tres Canciones de Gautier, de la jota del Sombrero, donde Le Matin d'un Jour de Fête se hace síntesis y realidad? Y todo por el hecho de la obra, por el empirismo de lo logrado, porque no se HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

alcanza a ver en el ferviente idealismo de los «pirineos» más que una obra fracasada. Pero el maestro noble y agudo incluye en sus Homenajes el nombre del viejo pregonero de Cataluña y el estilo fue recogiéndose aún más en las esencias, para liberar las fuerzas de los que sigan. La tradición salvada, el presente conciso, todos los impulsos tienen ahora la seguridad de una devota guarda en las espaldas. Por sobre todo fluye el ser de España, creado paso a paso, compás a compás, con la angustia del fervor por el pan nuestro de cada día, nueva consagración del pan y del vino, cuerpo y sangre de España para la comunión de sus músicos. Esta comunión hizo el milagro del estado de gracia y volvieron a descender sobre el viejo cenáculo las lenguas de fuego. Entonces comenzó la predicación y el discurso. El milagro tuvo la verdad del milagro; un profeta y después la liberación recién fundada, porque nunca fue la obra del maestro precursora de nada; fundación y militancia tuvieron la simultaneidad de la gracia y corrieron con idéntica razón, ríos afluentes al gran caudal de España. Para el inicio de esa recuperación fue necesario acudir a una corriente expresiva que había introducido su mirar con las condiciones, reales o accesorias, pero condiciones de la música española. Además el supuesto exotismo fue encaminando sus pasos hacia el origen común. Si en aquel teatro castizo había donaire podía intentarse con él un logro mayor que fue La Vida Breve. En la versión de esta ópera tal como la conocemos hoy, no hay un solo momento que oculte la presencia del músico que recuperó el verbo de su nación. Y es que la obra se iniciaba ya tal como había de sucederse, heroísmo cotidiano, angustia hechizada de la obra hecha cada día. La intuición del creador acogió a su modo la teorética pedrelliana; el concepto de una misión por hacer latía en todo. Pedrell quería que se acudiera a las creaciones, a los hechos concisos y plenos de la música europea; quería que se realizara el aprendizaje por la asimilación de las mejores calidades existentes fuera de las fronteras españolas, para nutrir lo que habitaba dentro de ellas, pero bien cuidó primero de descorrer el telón sobre los objetos que eran recordados por el tacto, que lanzaban los primeros vestigios del diálogo conocido y fa miliar. Cuando aparecieron los cuadernos de la Iberia de Albéniz, se logró la introducción de una manera cultísima de la música europea de entonces: el pianismo. El pianismo de Chopin y de Liszt, gala de la burguesía del salón parisién y vienés, generador del cuadro impresionista, apareció en España, en la obra de Albéniz, integrando un tratamiento pianístico novedoso, violentamente original, español en cada partícula, hasta en cada recurso virtuosista con unos materiales suministrados por una corriente que parecía ajena a las calidades nacionales. No lo eran, porque después, en la triste suavidad de Granados, se logró también por vez primera un timbre romántico entre playeras, orientales, jotas, peleles, manteos, majas y ruiseñores que aún HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

hoy nos tiñe el oído de aquellos tonos melancólicos del madrileño crepúsculo de San Isidro, y nos lo enjuaga con los cálidos y galantes bordados de la enigmática maja goyesca. Así se fue logrando un lugar en la expresión pianística española; sin embargo esto no era suficiente para la actuación de España dentro de la producción europea. La orquesta de Debussy encerraba los secretos que era necesario poseer para la expansión sinfónica de los recursos nacionales. Estos recursos, en la época en que Falla iniciaba su carrera, consistían en la explotación de la cantera folklórica, en la vitalización de un cancionero abundoso y lozano que esperaba su renacer. Contemplado ahora, en la serenidad distante, acude a nosotros la magnitud del genio necesario para comprender y tallar el tema preciso en el tiempo preciso. Si la luminosidad impresionista, su marquetería oriental había desconcertado y conducido al remedo servil a tantos, ¿cómo creer en ella para una solución nacional? La virginidad española es a fin de cuentas la que permite la entrada por los medios difíciles y los remedios heroicos. Esta virginidad es la que hace que la orquesta de las Noches con su debussysmo y hasta wagnerismo, suene con un acento original y propio como razón natural y orgánica para el lenguaje de un pueblo que tenía poder suficiente para lograr su lugar, por la obra y la iluminación del genio más puro de la raza en este siglo nuestro, en el banquete opulento de la más rancia cultura europea. Falla, comprendió que las necesidades imperiosas de la música nacional exigían el tratamiento de sus gérmenes de acuerdo con las condiciones que mejor cuadraran en su ámbito de entonces. De ahí el sentido extático del trabajo del maestro que no intentaba la obra por la obra, sino la obra por el estilo, empedrado riguroso, aprendizaje lento y maravillado de un modo de hacer, de una actitud común que hiciera posible la unificación y la universalidad de los impulsos. La música europea de aquellos años presentaba un panorama desconcertante y suficientemente complejo para animar la duda de cualquier intento de acercamiento a las escuelas impulsoras. El trasunto wagneriano de un lado, espejo del europeísmo más tradicional, comenzaba a producir las primeras inquietudes de un movimiento que proclamaría más tarde su tesis y se llamaría continuador de los sucesos más ilustres de la música occidental, partiendo en su más íntima entraña de un ciclo histórico gigantesco que le llevaría a realizar la más rotunda revolución de nuestros días en el cuerpo mismo del sonido. De otra parte, la aparición de la generosa marea impresionista, ascensional y envolvente, revelando secretas mitologías entre orientalismos y paganismos, descubriendo toda una dinámica interior de la sensación sonora, entusiasmándose con melismas y rasgueados, buscando su acopio en exposiciones internacionales. HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

No era posible dudar mucho y Manuel de Falla, no dudó. Él sabía que aquella música que se escuchaba en las salas de conciertos de París, tenía que servir, por ley natural, para la obra por hacer. Si esa música había llamado a las elementalidades españolas como tejido para construir sus mejores finuras, podía a su vez irse a ellas en busca de un sentido superior para afianzarlas de nuevo en su paisaje natural. Este paisaje natural, contorno y diálogo, era el primer misterio a revelar; después fue necesario remover la clara agua de la historia real, de la historia posible, para crear el discurso, el sino y el estilo. Ya no bastaban aquellas madureces para el deseo desbocado; todo exigía la disciplina de la gravedad, el peso de un gran cuerpo; ya no contaban las técnicas, ya no contaba el procedimiento, solo se imponía la necesidad de datar, la permanencia del estilo. El Retablo de Maese Pedro afina la mirada y el ojo va dibujando por entre las claridades del vergel, la presencia del antiguo verbo, de la imagen antigua, de la fuente milagrosa de la cultura y de la estirpe. El Retablo es el descanso al umbral del estilo; atravesándolo, llegamos al mundo mágico y real, vieja paradoja hispánica, del Concerto para clavicémbalo. Y ya aquí la música alcanza la altura prodigiosa del verbo creado, encarnación de España, nuevo camino para la verdad española. ¿Cómo es posible esta obra singular, extrañamente singular, clamante y precisa en el lugar reciente de la recuperación apenas nació? Solo se acierta a ver en ella la vuelta, la tradición, el dato. Pero, ¿qué vuelta?, ¿qué tradición?, ¿qué dato? Porque es inútil perderse en consideraciones que solo llevan a la comprensión de u na técnica, de unas fórmulas, hasta de una antigüedad de casta, de un existir del lejano espíritu histórico. No puede hablarse del castellanismo del Retablo o del Concerto para explicar una oposición o un nuevo camino respecto a las Noches, al Amor Brujo, al Sombrero de Tres Picos, como tampoco serviría para explicar la raíz de la poesía gongorina. Antecedentes del Concerto en el tiempo de música española, poco menos que no existen; la estructura es un proceder común con las viejas formas de los Concertos da Corte y las Sonatas da Chiesa, que tanto tienen que ver con España, como con cualquier país de buena tradición musical. La técnica del Concerto en nada avanza sobre el contrapunto stravinskyano o la politonía de Milhaud; los recursos son los mismos que juegan en la música de hoy: superposiciones tonales, armonías simultáneas, uso de la modalidad, complejidad rítmica, sencillez temática, todo lo que es una actitud general en las mejores inteligencias del siglo. Imposible considerarlas, en sí mismas, como mensa je y enseñanza del maestro; imposible considerarlas como una norma de trabajo fuera de lo que tiene de sabiduría, de intuición, de originalidad. Además, aceptando solo el proceder, se cae en la continuación, en la escuela, en la facilidad del aliento redimido. La tenacidad del impulso que produjo el gran mensaje no se ha acertado a ver con toda claridad. La claridad es demasiado luminosa, mucho más de lo HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

que nuestra retina puede soportar. El gran anuncio hace estallar en fragmentos múltiples el ojo asombrado y la pupila herida por el gran gozo de la mejor alegría. Ha vuelto el Estilo; el gran estilo español, el estilo que animó en la decadencia el verso de Góngora y de Quevedo, el discurso de Gracián, el estilo que ya mantenía en nuestro humanismo la pasión exaltada; que ya vivía en los diálogos de Vives, en los planos de Juan de Herrera, en la polifonía de Victoria: el Barroco español. Ese barroquismo atormentado es lo que hace crecer en lenta angustia la obra de Manuel de Falla, es lo que bulle desde el Canto a Granada hasta el Soneto a Córdoba, llevando hasta el último gran mito: Las Atlántidas, eterno viaje de España hacia el Nuevo Mundo, realidad y simbolismo de la expansión barroca. Al darnos el estilo el maestro nos libera de todo, todo vuelve a ser nuestro, no hay respiración en Europa que no podamos acoger, lo que al principio fue recogimiento es hoy expansión, viejo ecumenismo católico de España, el pecho nuevamente abierto, herido de nuevo por nuestro romanticismo. Ahora existe la fidelidad necesaria y esta fidelidad a nuestra razón exige de nuevo tornar los ojos a los grandes temas, a la gran euforia de la que no participamos, creciendo sordamente en nuestro interior la capacidad discursiva, la capacidad de desarrollo suficiente para hacerlo. Al tener otra vez nuestro estilo, nos acercamos al estilo semejante, el que España no pudo hablar en su siglo y que habla ahora con toda la lozanía, la gracia y la pasión de lo recién mostrado. Esta fue la gran misión del maestro, proclamar nuestro centro, darnos la comunión de nuestro cuerpo y nuestra sangre, comunicarnos el estilo vital, animar la llama de nuestro discurso con su soplo gigantesco de hombre criado y mantenido en el gran ardor del Barroco español, de un hombre de nuestro estilo, de un hombre de España. Nunca será bien venerado tu recuerdo, maestro que alumbraste el nacimiento de tantos; nunca serán suficientes para llenar tu espíritu, nuestras bendiciones, nuestra vida y nuestro homenaje perpetuo y dolido; tú que nos diste el verbo, que nos dotaste de voz, que descubriste nuestra pasión, que alimentaste nuestra avidez de canto, nuestra necesidad de plenitud, que nos diste un estilo de obra y de vida, que dejas abierto el camino a toda devoción, a toda verdad, que despertaste nuestra palabra romancesca y romántica; tú que viviste siempre en Alta Gracia y has muerto en Altagracia, descansa ahora, en la Alta Gracia del Señor. Así sea.

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De los estilos trascendentales en el postwagnerismo

Con Tristán muere el último arte fáustico. Esta obra es la piedra gigantesca que cierra la música occidental. La decadencia de Occidente, Oswald Spengler

1 Ante una afirmación como esta, no puede producirse más que un juicio sintético de las relaciones simbólicas dentro de la cultura y un juicio analítico de expresiones correlativas dentro de la técnica, que nos lleve a medir su dimensión sobre lo absoluto, sin que ninguna relatividad de orden esteticista pueda ser eficiente para su planteamiento conciso. Es precisamente simbólico, por lo que tiene de generalización histórica, que Spengler haya notado que únicamente Tristán es el teorema, la razón empírica, en que puede apoyarse su juicio macrocósmico; como es signo del tiempo también, que ningún hombre de oficio haya caído en la cuenta de que la explicación elemental del hecho dentro del oficio reside por ley causal en esta tesis del filósofo. Lo primero que produce la frase, la afirmación rotunda, de problemático pesimismo, es el sonoro reflejo de su grandeza; luego, la verdad en acto y la paradoja aparente, y entre esta actuación y paradoja vive soterrado su rumoroso sentido. La afirmación es producto del exponente de correlación, de estados simultáneos en el espacio dentro de la sucesión temporal de las culturas, de la concepción morfológica y biológica de la historia que es el sistema nervioso de La decadencia de Occidente. Sintiendo la afirmación en sus valores puros, objetivos, desvinculados de este engranaje, es casi inconcebible; también puede serlo observada con la óptica de las técnicas, es decir, del oficio, de la creación como acto de continuidad, pero sobre esto gravita una idea general, una actitud cósmica dentro de la cual es explicable. Hay además, para el músico, una consideración cuya influencia para la captación del tema wagneriano y aun de toda la música sucesiva es de una profundidad crítica asombrosa. Llevado de sus cuadros cronológicos, de sus estados de correlación, de sus nexos espaciales —productos del espíritu cientificista del pensamiento europeo del XIX—, Spengler anuncia la relación esencial entre el cálculo infinitesimal de Leibnitz y el cromatismo wagneriano. La pupila crítica se encuentra aquí ante un hecho trascendente de la cultura europea, ante un nuevo prisma que nos da un factor analítico totalmente nuevo en el HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

pensamiento musical. La llegada de esta definición obliga, no solo por su sustancia musical, sino también por su armazón pitagórica, a una revisión de muchos aspectos que se habían encasillado, o bien torpe o inteligentemente, por lo que se creyó el cesar de su vigencia. Pero resulta que esta vigencia alcanza de nuevo posibilidades múltiples que van a determinar, dentro de un tipo de valorización universal, todas las consecuencias que, en la más pura acepción, en la más oculta raíz estética de su razón técnica, han producido los movimientos musicales del siglo. Ya no es el hecho, la presencia, la realidad, todo lo medido por el empirismo, lo que vamos a conocer, sino el protofenómeno. O sea, que la crítica tiene que asumir una actitud a la vez retroactiva e ilusoria, tiene que ser iluminada, junto con el juicio práctico, por la adivinación; en una palabra, tiene que alcanzar un orden de supravalores que la llevarán al noúmeno kantiano. Solo esta percepción de la idea en sí, solo con la libertad absoluta que nos da el juico puro de lo ideal, o sea, solo la conjugación de la forma histórica con el principio de la idea que es el noúmeno, nos puede llevar ante una nueva perspectiva de este tema central. Por ella, podemos elaborar una teoría del estilo en la cual el sentido de la afirmación spengleriana aparecería de difícil réplica. Pero, por otra parte, la réplica no viene al caso; el juico de Spengler no admite una antítesis sin deformar en lo que tiene de lógica, de continuidad, toda una época histórica. Una antítesis evidente es el Pelléas debussysta, o la diversidad de técnicas que sucedieron al cromatismo tristanesco, pero la aceptación de esta antítesis equivaldría a negar la finalidad, el énfasis conclusivo del Estado hegeliano. La aparición de las modernas formas estatales de origen marxista o los estados totalitarios occidentales ¿impide concebir la teoría del Estado en Hegel como la «losa que cierra el sepulcro de las formas estatales fáusticas»? Por lo tanto hay que considerar la tesis spengleriana en su lógica interna, susceptible solamente de alcanzar una definición sintética sin la previa situación de antítesis, porque solo serviría para reafirmar el juicio original. Ya en el estadio de lo concreto musical, el cromatismo se nos presenta trascendiendo su dimensión técnica para convertirse en reflejo de una dirección honda y dilatada de los más significativos estados de la cultura. Desde la Teoría de los Colores, la plástica impresionista, la experiencia cubista (cromatismo geométrico), el teatro expresionista, pasando por el simbolismo, hasta el fluir tristanesco y la atonalidad, parece como si las voluntades estuvieran ceñidas por la experiencia cromática. Todo lo expresado nos explica por qué Spengler pensó precisamente en Tristán para lanzar su afirmación lapidaria; porque solamente en Tristán se encuentra esa afluencia mágica que va a llenar todas las posiciones del siglo siguiente; porque Tristán es la «obra maestra de la seducción», y el juicio HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

de Nietzsche está formulado a más largo plazo de lo que se creyó; de seducción, de magia iba a estar poblado todo el arte del siglo que se acercaba. Por eso, frente al mundo mitológico y heroico de la Tetralogía, cuya sustancia alimentaría solamente la tierra abonada, sería el maná necesario en el desierto preciso, Tristán protagoniza un modo más general de ser, una expansión que ni el Parsifal, ni la Tetralogía ni menos aún Los Maestros Cantores alcanzaron nunca. Y es significativo cómo a esta última ópera más concreta, más realmente germánica, más nacionalista que la leyenda tristanesca, se la proclama, obtusa e ingenuamente, como el más claro exponente wagneriano. Y todo por su diatonismo, es decir, por su ausencia de futuro histórico, por su pasividad ciudadana, por su medievalismo artesano y localista. Claro que esto solo es explicable por esa carencia de animación, de movimiento sobre los sucesos y sobre las ideas, por ese «purismo» risible que es solo un resultado del sistema de archivo y cultura por orden alfabético que es hoy tan frecuente. Pero ese diatonismo circunstancial, va a cumplir también, pero por consecuencia, por razón inversa, su misión en el operismo alemán siguiente. Este diatonismo va a ser el contrapeso que se mostrará en Strauss y en Paul Hindemith, este diatonismo va a ser, paradójicamente, el que producirá una reacción de tipo romántico-nacionalista y aún más, ayudará a mantener viva una tendencia, pero siempre como elemento de balance, como una especie de contrapunto estilístico, que en su momento, puede producir El caballero de la rosa o la Monna Lisa, pero no un Wozzeck, o un Matías el Pintor, si bien con esta última guarda Los Maestros Cantores una relación más estrecha; ambas acuden a un pasado tradicional y lleno de prestancia. A esto me refiero al señalar en Los Maestros Cantores su influencia menor, como obra animadora, frente a la enorme capacidad de futurición que en su raíz lleva el Tristán. Esta nueva visión produce un cambio de juicio muy curioso; el diatonismo de los maestros cantores, su claridad de tipo clasicista, dentro de la obra de Wagner, origina una reacción de tipo romántico que encierra a la música germana dentro de límites menores; por el contrario, el cromatismo expansivo tristanesco crea un complejo técnico, una transformación que resulta clásica por su estilo, por su lógica sistemática en el tuétano de la materia sonora.

2 «Este desconocimiento de las realidades esenciales es grave en extremo porque nos conduce infaliblemente a la transgresión de las leyes fundamentales del equilibrio humano». «En el orden musical las consecuencias son las siguientes: De un lado se tiende a apartar el espíritu HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

de lo que yo llamaría la alta matemática musical para relajar la música a aplicaciones serviles». (Stravinsky, Poética musical, Lección III). De esta matemática musical es justamente de lo que se trata, de este orden pitagórico, del que el propio Stravinsky se olvida al lanzar su famosa «boutade» en la que con decir que «hay más sustancia e invención auténtica en el aria de la Donna é mobile que en la retórica y vociferaciones de la Tetralogía, echa de lado el asunto. Con esta genialidad Stravinsky aparta todo comentario y deja, como en tantas otras ocasiones, abiertas las puertas del ridículo, con una elegancia oriental, para aquellos que la repiten. Pues en esta alta relación matemática se basa el juicio de Spengler. El cromatismo es exactamente eso: el cálculo infinitesimal en música. Y en este curioso paralelismo entre las conclusiones de las matemáticas y la música occidental deja establecida una nueva escala de valores que va a actuar unitariamente; la técnica musical va a ser profundamente afectada por esa corriente similar, en la tradición germánica, desde el cromatismo analítico elemental del Clave Bien Temperado hasta el cromatismo sistemático trascendente del Tristán. Pero aún es posible extender más este nexo por cuya emanación nos vamos a explicar las transformaciones más ejemplares de la música europea. Siguiendo esta línea de contacto, podemos establecer una relación entre el Discurso de la figura cúbica de Juan de Herrera y De Música Tractatus y la Teoría del Temperamento de Ramos de Pareja. En ambos tratados aparece como ley primaria un afán unitario, una apetencia revisionista del orden geométrico euclidiano de un lado y del orden musical pitagórico y los tratados medioevales del otro. Ya hemos visto cómo este proceso continúa en lo sucesivo hasta llegar a nuestros días al Atonalismo, en el que Arnold Schoenberg no lleva el cromatismo a su última consecuencia como suele decirse, sino que establece por medio de las series tonales unas leyes que son la más recia vitalización de las gamas griegas y eclesiásticas. La atonalidad no tiene que ser por fuerza el «punto final» del cromatismo ni su última réplica; en el cromatismo las bases tonales aparecen difuminadas por medio de una valorización infinitesimal de las sucesiones armónicas; la melodía, a pesar de su aparente individualidad, sigue siendo un resultado. «La tonalidad, "según explica Salazar", no es un concepto férreo, construido de todas piezas como un mecanismo; es, al contrario, movedizo, tremulante. El calor sentimental del cromatismo alemán tiende a disolverse, el gusto francés por las formas netas y cristalinas lo congela». Esta disolución va acentuándose en el Tristán, pero hay que examinar sus raíces técnicas, hay que fijar la atención sobre la manera en que el cromatismo tristanesco opera sobre las bases tonales; afirmar que el HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

cromatismo conduce a la atonalidad es una conclusión simple, de la misma manera conduce a la politonalidad (cromatismo simultáneo) y, por otra parte, a las formas armónicas del cromatismo de Dafnis y Cloe, como del Concierto para violín, de Berg. La lamentación de Isolda, en el final de la ópera, es, en lo emocional, un resultado de la atmósfera sonora de la orquesta, carece de valores melódicos en sí, o sea, que es, en lo técnico, un trasunto de la calidad expresiva lograda por la armonía; las relaciones interválicas están condicionadas por la sucesión de acordes; Wagner es todavía un inventor de impresionismo. En su centro de gravedad, en sus posibilidades, es tan consecuentemente armónico, como Debussy después; en las obras de Schoenberg, posteriores a su teoría atonal, el acorde es un resultado de la ordenación de la gama cromática, en series, el intervalo tiene un valor puro exactamente igual que en los primitivos contrapuntistas. La técnica de los «Ricercari» sobre los tonos, de los Gabrielli, es vitalizada como anteriormente dije y convertida en una nueva especulación, no ya sobre las gamas tonales de los siglos medio y renacentista, sino sobre las series duodécuplas. El paralelismo antes señalado, sigue cumpliendo su misión histórica con la gravedad de las leyes exactas; la creación del sistema atonal por Schoenberg, su ordenación, por ley inversa de lo que parecía representar el cromatismo, corresponde, en actitud ante la materia sonora, a la teoría del temperamento de Ramos de Pareja y a su práctica artística en Juan Sebastián Bach; por lo tanto, Arnold Schoenberg, mantiene una actitud neoclásica en la música de hoy. Y aparece ahora el tema del estilo, lo que he dado en llamar juicio sintético de relaciones simbólicas dentro de la cultura. La frase de Spengler lleva en sí la afirmación de la decadencia; dentro de este concepto, Tristán es la última obra de gran estilo que ha producido la música europea, del mismo modo que la querella entre Nietzsche y Wagner, es «el último gran espectáculo de la cultura occidental». Esta grandeza de estilo, esta enorme expansión del acento, reside precisamente en la decadencia que alimenta la obra wagneriana. Pero ser alimentado por una decadencia, supone una plenitud del estilo; solamente en el vórtice de una decadencia se encuentra la cima de una cultura. Con este punto de partida elabora uno de los hombres de la generación española del 98 todo un ensayo sobre el Quijote. Es en la gran decadencia española en donde germina el tipo del hidalgo manchego como máxima representación estilística, como encarnación milagrosa en un arquetipo de todo un estado cultural en el máximo de tensión. El epíteto decadencia es demasiado sutil, demasiado complejo y lleno de diversidad, de apariencias y realidades múltiples para ser adjudicado a la ligera, que es lo que suele HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

hacerse cuan do solo se emplea la palabra en virtud de una definición dada por el diccionario. Conviene aceptar que la decadencia es originada, entre otras causas, por el refinamiento, por cierta solidez del pensamiento en general que permite la divagación, el regusto ante la seguridad de un estilo logrado por anterior generación. Este refinamiento es en el principio una libertad ideal, un convencimiento axiomático que va a despertar en el creador, al par que sus mejores capacidades intuitivas, sus mejores intuiciones críticas; después, conduce a la magia. La magia, lo mágico es una de las representaciones, una de las tramoyas de los últimos estados de la decadencia; luego viene la creación, lo que suele llamarse «nuevo». Este mundo mágico lo estamos viviendo ahora; lo mágico nos envuelve, es el siglo no ya de las intuiciones mágicas, sino de las razones mágicas. De los secretos oficios medioevales parece como si perdurara en nosotros la alquimia; esta magia, esta alquimia de la cultura nos envuelve en círculo estrecho y facetado, desde el psicoanálisis a la pintura surrealista. Pero antes de la magia, está la seducción; la seducción nos prepara y luego nos induce a penetrar en el mundo de la magia. Y esta seducción siempre tiene que estar engendrada por un último gran estilo, porque en lo sucesivo no habrá sino la diversidad, el nuevo principio; «y la tierra estaba desordenada y vacía», precisamente. El mundo de las creaciones seductivas y el mundo de las creaciones mágicas son pues, consiguientes; y Tristán es la obra maestra de la seducción, como el Pelléas viene a ser la de las intuiciones mágicas. Pero ya aquí se pierde la progresión unitaria del estilo; surgen las individualidades técnicas; ya no se habla del hombre y del estilo sino del «hombre y la técnica»; aparecen los estilos fragmentados, es decir, los no estilos, y el artista se lanza fervientemente, ante la carencia del estilo unitario, a la búsqueda del suyo propio, al par de su biología quiere desarrollar su tipología individual y esto es lo que da al arte del siglo esa angustia, ese agonismo, la búsqueda del estilo; es lo que dilata el ojo crítico, lo que produce el crítico creador, el arte de tesis, lo justificable, la apetencia de historia. Al perderse el orden de continuidad se va perdiendo también la secuencia de las generaciones; es muy difícil establecer hoy una escala cronológica y espiritual de la generación, porque la generación pasa a convertirse en individuo, las generaciones dejan de ser tales para lograr tan solo un clima, un paisaje en el que crece el árbol solitario. No es común el creador que pueda afirmar hoy con todo rigor que ha creado, en su mejor sentido, una escuela, una ley sanguínea y hereditaria dentro de la estética; no produce sino seguidores o una especie de capilla de órdenes menores cerrada de modo hermético. HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

Esta apetencia crea un complejo del estilo; parece como si tuviéramos el convencimiento de que por el estilo nos salvaremos o nos condenaremos. Claro que esto es una consecuencia de lo que hoy impera, pero, en el fondo, es el verdadero dilema del tiempo; se nos va a medir por el estilo y es el estilo lo que se nos escapa, el signo desterrado. Y, ¿puede hablársenos hoy con absoluta propiedad de un estilo? Prefiero, aun cayendo en una contradicción aparente, admitirlo, porque nuestro concepto del estilo es también contradictorio, a menos que aceptemos la diversidad como estilo, el «desorden en estado perfecto» que decía Valery. Al calificar a Schoenberg dentro de una postura neoclásica en la música de hoy pensaba cabalmente en eso. Este neoclasicismo obedece a la actitud ante la técnica, a la postura ante lo posible, es más que un hecho, una idea; me atrevería a definirlo diciendo que se trata de una actitud romántica, revolucionaria e idealista proyectada sobre lo clásico, justamente lo verdadero «neoclásico», lo contrario, es el lugar común del clasicismo adjudicado a Debussy. Y me refiero a esta actitud sobre la técnica, sobre el fenómeno sonoro, para diferenciarla de su reverso esteticista, que esencialmente, no puede alcanzar ningún tipo de neoclasicismo porque la estética es inmutable en sus relaciones temporales de estilo. Es decir, que acudir al sentimiento estético de Mozart ante la música y producir una «sinfonía clásica», por no citar más ejemplos sobradamente conocidos, no puedo considerarlo en realidad como una posición neoclásica. Más claro aún, no puedo aceptar como neoclásico un proceso que parta de la estética para complementar la técnica; por el contrario, sí puedo hacerlo en el caso exactamente inverso: partiendo de la técnica crear la estética; cuando esto aparece en Debussy, puede llamarse, como se ha hecho, clasicismo impresionista, pero en el caso de Schoenberg, no encuentro una definición más apropiada que neoclasicismo. Entendiéndolo de este modo nos llevaría a establecer el árbol genealógico de Schoenberg, por el cual, partiendo del fundador de la escuela vienesa y retrocediendo sobre Malher, Bruckner, Brahms, Wagner etc., llegaríamos, en una perfecta formación lógica, hasta Juan Sebastian Bach. Esta línea genealógica sería tan justa como la genealogía de Jesús, hijo de Abraham, hijo de David, con que San Mateo inicia su evangelio. Se nos aparece de este modo Schoenberg militando vigorosamente dentro de un estilo, estilo que trata, no de romper, sino de continuar, partiendo de su teoría atonal, con su grupo vienés. Pero esta continuación lleva implícita una necesidad de principio que es lo que hace aparecer su propio estilo como un descubrimiento, como un inicio; esta apariencia basta para proclamar a la obra clave inmediata anterior como la última de gran estilo y esta obra es Tristán. HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

Ahora bien, frente a lo que entiendo por neoclasicismo en Schoenberg, ¿cómo situar los movimientos neoclásicos del siglo? Solamente acertaría a clasificarlos de neoclasicismo aparente, de tipo literal, de ágil comentario, ya sobre lo grotesco, ya sobre lo estilizado, exceptuando aquellas obras que representan, no ya una posición estética, sino un modo vital (Sinfonía de Salmos). Esta nueva posibilidad técnica que califica a la escuela vienesa es la que crea una estética anexa cuyo más agudo exponente va a ser la expresión; como todo movimiento de raíz clásica, se manifiesta por vía romántica; este neoclasicismo paciente y analítico, opera de un modo romántico-impulsivo, pero fervientemente cerrado. Al ser la escuela vienesa una consecuencia de la última espiral de estilo de la música europea tiene que mostrarse, naturalmente, inadaptable, en el sentido de que carece de diálogo ecuménico. Pero al actuar en esa forma no hace más que cumplir lo que parece una disposición general de la época, aunque en el caso de la escuela vienesa es más fácilmente explicable. Es el mayor refinamiento a que ha llegado la música en nuestros días; imposible no ver en él una buena dosis de sutileza oriental, parece como si el atonalismo, al mismo tiempo de las series tonales, hubiera creado un sistema de series sensibles en el máximo de poder; en esto reside su esplendor y aislamiento; es necesario estar poseído de ese mismo grado de refinamiento para penetrar en ese mundo, en esa especie de barroquismo, con mucho de bizantinismo austríaco que es su característica más pronunciada. Es como si, para llegar a la expresión absoluta o dicho de modo general, al «expresionismo», comprendiera Schoenberg, que necesitaba primero teorizar, afianzándose en su tradición alemana, cuidando del estilo que lo había engendrado, como si antes de partir a la conquista de lo que Salazar llama tan justamente, «Nuevo Continente de la Atonalidad», Schoenberg quisiera establecer su línea de sucesión, que haga su obra genealógicamente cierta. Pero sucede que a esta razón de ser acuden también muchas de las figuras centrales del siglo. Bach no es solamente el «dios tutelar de la escuela vienesa» sino también el de todo el ciclo que ha predicado el retorno como una vía de salvación. Pero en realidad, ¿qué es lo que va a quedar de estas idas y vueltas? A lo más solamente la intención y si la intención basta podemos estar satisfechos. Y vuelve a aparecer ahora aquel contrapunto estilístico de que antes hablé, representándolo ante Arnold Schoenberg, Paul Hindemith. Pero la figura de Hindemith es el reverso de la misma medalla. «De Paul Hindemith», escribe Salazar, «se ha dicho, razonablemente, que es un músico de raza, pero conviene añadir enseguida, de raza alemana.» Para mí en esto está la clave de la cuestión: Schoenberg es austríaco y hebreo. Hindemith acude a un HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

goticismo que es consustancial con su concepto de la técnica; Schoenberg se sitúa dentro de un refinado barroquismo, de ahí su técnica precisa y de ahí también ese iluminismo, esa exaltación que hallaremos en Alban Berg. Así, ante un gótico en Hindemith, existe un barroco en Alban Berg, cuya motivación sería la existencia simultánea, con la grandeza de la concepción integral, del regusto, el infinito regocijo de las formas henchidas, en una especie de flamígero musical. Que el impresionismo ha influido sobre las bases emotivas del expresionismo, es cierto; pero esto no puedo considerarlo más que desde ciertas aristas accidentales; en esencia, el arte de Schoenberg, me parece lo contrario del impresionismo; no moviliza el núcleo de presencias derivadas de la belleza de la sonoridad que es la propiedad de Debussy. Cuenta cierta anécdota que, en ocasión en que este maestro, cerrado en un aula, dejaba vagar sus fantasías en armonías eslabonadas en transparente juego de sensaciones, fue sorprendido por un viejo maestro que lo interrogó diciéndole: ¿Qué busca usted en esas improvisaciones? A lo que Debussy responde dando toda una definición de su estética: «El placer del oído». Dudo que Schoenberg respondiera de modo semejante. En la conformación técnica, lo que diferencia el arte de Schoenberg, en su entronque con lo clásico, en su común y proclamado punto de origen, del de Hindemith, es el tratamiento contrapuntístico. El de Hindemith, como toda su técnica, está al servicio de la textura de gran rasgo, de gravitación sobre lo extenso, sobre una conjunción polifónico-orquestal de grandes proporciones que, como en Brahms, es la más clara razón de su escritura. Schoenberg, se mueve impulsado por una técnica concentrativa, por ello su concepción contrapuntística se repliega sobre sí misma, no hay que olvidar que estamos ante el caso más señalado de egocentrismo estético que se ha producido hoy; pero no puedo considerar que esto lo aleje, en principio y sobre todo, en actitud, de su punto de partida. Se trata, como ya he repetido, de este dualismo a que dio origen la obra wagneriana, dualismo que sucede con frecuencia en otros aspectos del arte alemán y en las manifestaciones de su cultura. Esto me hace observar la permanencia en la escuela vienesa y en Hindemith de esta constante histórica; es un solo bloque cultural, una única voz, un estilo congruente, concretísimo, lo que produce estos estados capitales de la música contemporánea; la tradición aparece con una milagrosa perpetuidad, extendida como una red de simbolismos culturales, paralelos y progresivos que nos hacen medir en toda su hondura el juicio de Spengler. Frente a estos sucesos centrales, en la biología, en el cuerpo del siglo, se nos aparecen como círculos concéntricos las restantes posiciones claves de la música contemporánea; solo insistiendo particularmente sobre esto HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

podemos llegar a una visión total de los otros; esta motivación trascendente nos perfila con una claridad mayor acontecimientos que en sí mismos solo nos permitirían llegar a una conclusión pedagógica. El considerar cada una en sí las distintas técnicas individuales nos daría, solamente a un largo plazo, una respuesta que, por otra parte, no saciaría nuestra apetencia; es preciso entrar en el tema por la vía cordial y humanística, porque no es prudente intentar el hallazgo de lo verdadero partiendo de fragmentaciones sistemáticas, que es lo que produce esa conformidad con un canon personalista que solo explica por negaciones. Hemos visto cómo un gran ciclo cultural aparece moviéndose en una marea de sutilísimas relaciones que, fuera de lo que puedan tener de especulaciones cosmológicas, nos va adentrando lentamente en lo local, convirtiéndose de valores macrocósmicos en realidades absolutamente corpóreas. Habrá que repetir con Unamuno que lo universal es lo humano y añadir que, para esta seguridad que nos da el cuerpo conocido, es necesario intentar primero la remota aventura.

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En la esencia de los estilos

En el prólogo a América de Kafka, Vogelman, tras la justa memoria de Dostoievsky, cita a J.S. Bach. Lo extraño de la cita nos conmueve: también nos conmueve Eisenstein al narrarnos la blancura de Moby Dick. Partiendo de estas relaciones nombramos dos esencias: lo exacto y lo infinito, que nos dan la definición de lo inerme del hombre en el mundo. Sobre esto, sobre la noción exacta de la infinitud de su génesis, vamos a fundamentar la trayectoria de la música en sus formas operantes. A menudo las cuestiones de lo bello en la estética, esa creación germánicoprotestante de disquisiciones sobre lo absoluto, nos aturden en cuanto consideramos las formas, la exactitud de la Creación, como un misterio católico. Así, el Medioevo establece la situación final de la música en el arte europeo; frente a la subordinación absoluta del hombre a la catedral, o sea, a la narración en piedra de su misterio, a la que asiste absorto e iluminado, la música lo lleva, además, a la participación en lo más secreto, a llenarlo de gracia, como si en el gregoriano habitase el espíritu de Dios. Ya los modos no son afectivos o heroicos, sino participantes, ya no se trata de ilustración, sino de iluminación. Y es que el hombre, que en la tragedia antigua se mostraba escueto y pasivo ante la muerte, es ahora, precisamente ante la muerte, cuando puede actuar al disponer de su salvación. Y es a partir de este momento cuando la música va a iniciar su proceso ascendente en el mundo europeo cristiano. Este hecho me parece suficientemente bienaventurado para conjeturar sobre él a base de cuadros comparativos y puntos de vista. Solo encuentro en el Medioevo dos creaciones o revelaciones semejantes: la muestra de Dios en la tierra: el arte gótico, y la de la tierra en Dios: la participación como criaturas de los animales en las órdenes mendicantes. San Antonio hablando a los peces es la muestra de la unificación absoluta del universo con su Creador, y así pronto veremos a los animales asomando en el arte poética y a los monstruos asomar su risa y su horror en la catedral gótica, y más tarde precipitarse sobre el Santo en los verdes antiguos de Grünewald. La definición más concreta la alcanza la música en su nacimiento al lado de la fe medieval con la grandeza de la multitud de instrumentos que acompañan a David en su entrada en Jerusalén o la suavidad de aquellas voces que clamaban «hosanna» en la otra entrada, cuando el borriquillo, hijo de asna, alcanzaba su lugar como animal bienaventurado pisando las túnicas y las ramas de los que contemplaban, extraños y jubilosos, la mansa mirada que la cabalgadura colocaba tan cerca de los hombres.

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Este acercamiento de la música medieval con el Antiguo Testamento está representado por la misma multitud que canta, por lo jubiloso o desgarrado de las voces en el culto y lo místico de los instrumentos en el pueblo. El arte monódico nos muestra lo infinito en su más exacta apetencia, a la vez que responde también a la misma idea de unidad del gótico que en el gregoriano se produce por una horizontalidad a veces quebrada, como en el inicial ambrosiano, por la fragmentación del sonido sobre tres o cuatros notas para una sílaba, que se extienden luego en la reforma gregoriana, quizás bajo la influencia de la suntuosidad bizantina, que asimismo iba a deslumbrar a las imaginaciones septentrionales para lograr la conjugación de los estilos en el gótico. Esta unidad que es el gótico manifiesta la ubicuidad de la fe, la creencia en la santidad esperada como el signo de los tiempos, como un anuncio místico de la reproducción de los hechos de la pasión que al fin se muestran en la proclamación de los estigmas franciscanos. Así, el gregoriano y el gótico se nos ofrecen con un paralelismo de circunstancias, con una suma de causalismos comunes donde se funden el bizantino y el románico, el canto en latín, las formas antifonales de Oriente y el primitivo cántico visigótico español. El arte cristiano, la definitiva aventura del hombre en el mundo, cifra la música con un absoluto en principio; las disgregaciones, los estados, las repúblicas, la historia, llevan a su causalidad, a su determinante histórico; al asomar el mundo antiguo su carátula en el Renacimiento, aparece con los tratados una nueva era para el arte: el desarrollo de su fundamentación, el pensamiento sobre el arte, lo que después llamaremos estética. Ya en este terreno asoman las parcializaciones, la posibilidad de relacionar, no como antes con un absoluto, sino con sucesivas posibilidades de ver y de oír; ya entonces la explicación tiene que acudir a los puntos de vista o a las condiciones auditivas; las artes particulares, desligadas música y plástica de su centro unitivo, la catedral, inician su trayectoria estilística donde, no solo todo es explicable, sino que es necesario explicar. Cuando esta apetencia de examen se lanzó sobre los textos evangélicos, cuando se discutió sobre la más absoluta de las definiciones que pudieron escuchar los hombres: Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre, Europa perdió su bienaventurado desorden evangélico, su pobreza real y su pobreza de espíritu, y creó la riqueza de las ideas y el orden caótico. Pero no quisiera que se viera una común distinción de dos mundos en este hecho que me gustaría llamar la diversificación de lo creado. La aparición en el segundo milenio de las nuevas concepciones que ponían fin al dominio absoluto del arte monódico nos lleva por fuerza a otro aspecto de la evolución de la música en los siglos medios. El nacimiento del HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

órganum, la diafonía, faux bourdon y discantus nos colocan ante un nuevo mundo. Creo que las nuevas técnicas conducen, en su camino hacia la estructura vertical, a una fragmentación, a una escisión verificada en el cuerpo del canto llano. No solamente en el ochetus, cuya propia denominación de hipo o canto truncado, nos lo manifiesta con evidencia, sino en el gimel o canto seguido, esta idea de la escisión está representada por la relación interválica de las voces en unísono o en terceras, su tendencia al desarrollo lineal pero partiendo de una verticalidad previa. Corresponde en esto a la esencia del arte gótico, a ese «haz de fuerzas ascendentes, una forma de arrojar en el aire y repartir pesos», según la expresión de Guillet, mientras que su desviación hacia la linealidad contrapuntística italiana nos ofrece un paralelismo con la horizontalidad de la arquitectura en las iglesias de Asís. Es preciso observar cómo la relación entre la verticalidad gótica y las técnicas del faux bourdon y discantus va a resolverse en una manera naturalmente septentrional: el coral, concepción ya enteramente vertical de relaciones armónicas sucesivas, como veremos más adelante. Es frecuente en los textos de historia de la música, con su natural ordenación cronológica, establecer la división en dos épocas del desarrollo del arte vocal en los siglos medios. De una parte, el arte monódico gregoriano viene a ocupar su lugar dentro del románico y las técnicas del faux bourdon y discantus se sitúan dentro del gótico. Si nos movemos dentro de concepciones espirituales, si observamos no ya en la cronología y génesis de los estilos, sino en su fin último, no se establece esta relación como una constante de estilo entre las dos épocas. Si tenemos en cuenta que la riqueza de la salmodia y de las formas antifonales conocidas en los pueblos de Oriente llegan a la fe occidental para formarse en los inicios de los tiempos cristianos como una conjunción ya definitiva en la reforma gregoriana, comprendemos que el arte monódico alcance ese absoluto en la perfección de su estilo que llena todo el primer milenio. El gregoriano es pues, considerado no ya en su trascendencia sino en lo inmanente de su técnica, una realización de absoluta madurez. Por el contrario, el faux bourdon y el discantus siempre se nos muestran como los inicios de una técnica y aún más de un nuevo modo de concebir el sonido, de un mundo que alcanzaría su plenitud en el Renacimiento y aun transformada en formas instrumentales en los Ricercare de Andrea Gabrielli y en los tientos de Antonio . Participando de la esencia de su época el estilo contrapuntístico no dará ya una expresión gótica; el considerar el arte de órgano alemán de los siglos XVI y XVII y aun de la música para este instrumento de Bach, como una ramificación tardía del gótico no pasa de ser una relación establecida por HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

una necesidad de explicación de los estilos. Quizás el gótico no encontró su expresión particular en la música medieval, pero es difícil considerar los primeros intentos polifónicos de Guillaume de Machaut y de los músicos de Notre Dame, como un arte no ya del sentido final del gótico sino ni siquiera de madurez. El gregoriano, no en su constitución, en su concepto de la línea, sino en lo que representa de elevación, de lo ascendente puro, puede ocupar mejor el espacio de las pilastras hasta las nervaduras. Al ir distribuyéndose el hecho musical en una tendencia polifónica constante que alcanza solución de continuidad en el Renacimiento, van apareciendo también las escuelas y las técnicas fundándose no ya en un absoluto del mundo como pudo aparecer en los filósofos de la antigüedad y que es precisamente lo que les vincula a la idea cristiana o como aparecen siempre en la escolástica, sino en la tendencia progresiva a la especulación razonada de lo particular tanto en el arte como en la esencia de las cosas. No trato sino de subrayar cómo al despojarse del absoluto los estilos van fragmentándose, haciéndose modernos; ya lejos de lo sobrenatural, del orden divino, podemos establecer los distingos, la demostración de las «coincidencias» entre pensamiento y arte. Del mismo modo los animales dejaron de ser criaturas de Dios; ya no se pensaba que sobre un borriquillo cualquiera pudo haber cabalgado Cristo, o ver en cualquier paloma al Espíritu Santo; ni los peces se convocan con orden admirable para escuchar un sermón; ahora los perros pueden ser el diablo, los monstruos descienden de su símbolo pétreo, o de sus procesionales grotescos del Corpus que los hacía inermes, y adquieren perspectivas al ser llevados a la plástica; ya ante los animales deben lanzarse tinteros o hacer la señal de la cruz, y no compartir con ellos el dulcísimo pan de los mendigos. Estamos, pues, ante la aparición de lo relativo, de la disgregación de las formas. De esta manera puede intentarse la valoración del hecho artístico partiendo de sus fenómenos constitutivos. Sobre la expresión que nos llevaría a las cercanías de las deliberaciones sobre forma y contenido, tan vacías cuando partimos de la magia de un nacimiento— el milagro del gregoriano nos demostró que una síntesis de elementos dispersos, orientales, asirios, hebreos, bizantinos, algunos de ellos tocados de una lejana voluptuosidad u originados en exóticas magias, va a ser el canto más unificado, puro y que nos lleva más cerca de lo angélico. Esto nos revela que lo esencial en la música es siempre un absoluto primario en el que las participaciones de lo exterior solo sirven, en cuanto son relaciones, para afirmar un orden superior. No deja de confirmar esto el génesis de los dramas litúrgicos y los misterios, cuyas reminiscencias paganas son evidentes; sin embargo, si el misterio medieval no alcanza esa constitución en conflicto, en lucha de sentimientos, propia de la tragedia antigua, no se debe sino a que su propia HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

constitución como representación de un milagro o de una circunstancia evangélica solo adquiere un objetivo plástico de composición o una circunstancia de diálogo de figuras, bien sean las mujeres que acuden al sepulcro, el anuncio a los pastores o la Adoración de los Magos. Por otra parte, el misterio, al mover un mundo trascendental, cósmico, de símbolos, ángeles y demonios, va más allá de la circunstancia puramente teatral, hacia una exposición del mundo a través de las Escrituras, a recordarnos la confirmación de las profecías, a mostrarnos la Redención. En la antigua tragedia, por el contrario, sus orígenes ya implican un conflicto, un desarrollo moral que se disuelve en los siglos medios, cuando no se ventilan hechos morales sino el tema trascendental de la Salvación. Por ello, como tal teatro, el misterio solo se estructura como conflicto de gentes cuando las querellas religiosas del XVI imponen la tesis en el Auto Sacramental creando el diálogo entre dos concepciones de la fe. De esta manera se logra literariamente un teatro cristiano, católico, en el auto calderoniano a través de la pugna viva por los temas religiosos, o a través de la nostalgia poética en el teatro de Claudel. Así en los últimos años de la fe medieval el teatro pasa en las voces de los villancicos en el pueblo a crear el entremés en las representaciones de Juan de la Encina. Esta desviación prueba que a partir de entonces es la imaginación laica, popular, la que va a continuar, a su modo, en una especie de salvación intuitiva de sus formas, la tradición dogmática y ordenada de la Iglesia en los siglos medios. Podemos establecer de esta manera las bases para una interpretación histórica de las diversas artes, ya que bajo sus propias particularidades alcanzan una nueva pureza, un ideal que partiendo de la abstracción del objetivo ciñe en su propia realización su destino primario. Según Ortega el quattrocento representa una pintura de bulto, una corporeidad que permite la similitud de perspectiva, la conjugación de los planos, el trazado de las figuras de igual forma en un primer plano que en el último. Derivando hacia formas instrumentales la monodia litúrgica adquiere un nuevo cuerpo; se trata también de una cuidadosa disposición de perspectiva, sin embargo, es necesario el advenimiento de la gran época polifónica para que se verifique en la escala auditiva un fenómeno semejante a la unidad de un primer y último plano en la pintura del quattrocento. Es curioso observar cómo la armazón polifónica que se logra sobre horizontalidades simultáneas acoge del canto llano no su sentido alargado, su horizontalidad permanente sino un motivo, o sea procede al aislamiento, a la particularidad; una vez verificada esta individuación lo hecho vale para HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

formas sucesivas; si tenemos el motivo podemos alcanzar la fuga o la sonata. La grandeza del arte polifónico se nos muestra como una fe recuperada con ardor y en el mundo de sus cánones e imitaciones, en los planos radiantes de las voces aparece como un renacimiento de aquel principio absoluto e indestructible. La pluralidad vocal, lo polifónico, el acorde, la verticalidad logrando la modulación viene a reemplazar la línea unigénita de lo monódico. Aquí observamos también de la misma manera que anteriormente al tratar del drama litúrgico medieval, cómo la estructura superior del nuevo arte vocal, la misa polifónica, viene a representar un papel semejante al auto calderoniano ante el nacimiento del coral, la creación protestante que alcanzaría su eficacia mayor en la obra de Juan Sebastián Bach. Pero mientras el arte polifónico meridional mantiene una linealidad en principio, una colocación de planos diversos al servicio de un orden contrapuntístico, el coral es ya la verticalidad; una redondez del dibujo y un absoluto del perfil a la manera de un retrato de Holbein o un grabado de Alberto Durero. Ya tenemos de esta forma todos los elementos que formarán la síntesis homófono-polifónica que dará origen al arte instrumental del XVIII, contando, desde luego, con las formas instrumentales puras italianas. La teoría del temperamento igual que Bach lleva a su conclusión exacta, es como el nuevo orden en que se va a mover el cuerpo mismo del sonido. Los preludios y fugas del clave bien temperado, El Arte de la Fuga, alcanza de nuevo ese absoluto de las cosas a través de un incesante nacimiento motívico de una ascensión hacia resoluciones totales. Esta totalidad es la esencia misma del arte europeo cristiano, de sus más puros arquetipos, llámense Don Quijote o Muschkine, lleven como nombre una terrible inicial o una teoría de relaciones tonales. No vacilaría en afirmar que el hombre tiene una nostalgia dolorosa y augusta de las creaciones de la fe, que lo lleva a las sucesivas reconstrucciones del mundo; el siglo romántico se debatió entre esta lucha que le imponían de una parte, las creaciones políticas del XVIII, y de otra, lo perdurable de la nostalgia medieval, bien en sus mitos caballerescos como Tristán o en sus apetencias de lo inefable místico como en Parsifal, pero el mundo romántico siente esta necesidad de símbolos, o de absolutos que la imaginación del XIX convierte en símbolos y aun en el pensamiento esa angustia por el hombre, las cuestiones estéticas, la filosofía del arte, la búsqueda frenética de la justicia política, nos dan el panorama del hombre en pos de su antigua creencia. Pero ante el siglo, ante el mundo no puede hallarla; Muschkine está inerme ante las formas políticas de su tiempo, como Don Quijote ante la pérdida del ideal caballeresco, del sentido medieval de la justicia de Dios. Ante esa justicia se HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

debaten en su búsqueda absurda e infinita los pobres de espíritu kafkiano, terribles fantasmas medievales que perecen porque la justicia no es de este mundo y así lo comprendieron los siglos de la fe. En un mundo que participa de la nostalgia medieval, el arte tiene que manifestarse como un absorto incomunicable. Así en la teoría atonal que vuelve a desplazar el sonido hacia fórmulas que parecen tan cercanas a los primitivos modos, encontramos esa apetencia de perduración en lo absoluto tanto como en lo ruso virginal que asoma en la Sinfonía de Salmos. El atonalismo figura como una representación más cercana a lo monódico que ninguna otra de las derivaciones de la técnica musical en nuestro siglo. Su tendencia al fluir motívico, a la relación interválica pura, a la construcción lineal se opone a las conclusiones diatónicas. Partiendo de un sentido cromático de la tonalidad, de una desviación constante de la tonalidad hacia su difuminación permanente, conduce al resolverse en una teoría, a una concepción de la expresión por la técnica que nos obliga a trasladarnos hacia épocas en que se cernían asimismo sobre la materia sonora conclusiones sintéticas o aperturas en el génesis del hecho musical. Por el contrario el diatonismo con sus circunstancias politonales significa también una síntesis pero no ya en sentido lineal sino más bien a la manera en que apareció en los siglos polifónicos. La transformación de la unidad monódica gregoriana, pasando por las técnicas del faux bourdon y discantus, en los distintos planos polifónicos coinciden en una época en que el fenómeno no se produce sobre el aislamiento motívico de la linealidad gregoriana sino sobre la tonalidad con la politonalidad, las liberaciones rítmicas y el concepto de la orquestación como una realidad de primer orden en el acto de crear. El orientalismo, el barroquismo que sustenta y también sus orígenes en sensibilidades hebreas, nos confirma aun más en la opinión de una cercanía entre el atonalismo y el arte monódico. Del mismo modo las variaciones diatónicas actuales, nos llevan a pensar en la síntesis homófono-polifónica y en el fenómeno sinfónico en sus inicios. Así, notamos que en la orquesta de Alban Berg la imaginación expresiva trasciende la realidad orquestal para lograr una creación proliferante, donde la marquetería, la miniatura, en el tratamiento de los grupos instrumentales, nos produce un eidetismo que no percibimos en la orquesta de Stravinsky; una relación empírica entre medios y fines. No voy a pasar por alto la importancia de la construcción polifónica en el atonalismo, pero al fijarse una escala de doce tonos como situación de la idea musical, o sea una sucesión lineal frente a la verticalidad real e ideal que implica el sistema tonal mayor y menor, la esencia del arte vienés es lineal mientras que el diatonismo es siempre polifónico vertical. HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

Una escala de relaciones semejantes a las señaladas al tratar de las derivaciones del arte monódico, se origina de esta manera en las proyecciones transcendentes de la música de este siglo. Partiendo de un absoluto primario hemos trazado un esquema sobre la imaginación musical, sobre los estilos y las técnicas; podemos ver en la música, como en lo esencialmente salvador de todo arte, la presencia de lo infinito como génesis, principio que, como lo entendieron las formas de la fe, trascendiendo lo bello de las cosas nos llevará a perfilar nuestra exacta figura ante Dios.

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Tradición y originalidad en la música hispanoamericana

Parece natural que antes de intentar un bosquejo de lo que es el espíritu de la música hispanoamericana, tratemos de acercarnos a lo que era la música española en los momentos del descubrimiento y de la conquista. Desde luego que no voy a pretender un estudio de la música de los siglos XV y XVI en España. Solo me interesa —como después haré al tratar de la música hispanoamericana— señalar los centros de confluencia de los que parten las posteriores constantes espirituales e históricas de esta música. En los azares de la cultura suceden dos o tres hechos fundamentales que nos van a explicar —o mejor dicho— nos ponen en el secreto de su desarrollo histórico posterior, bien sea en poesía, en plástica o en música; son momentos cenitales, en los que el hombre domina el instante y quiere detenerlo según la vieja apetencia fáustica. El deseo de la canción, ¿no nace en el momento en que el marinero la oculta mientras que el barco esplendoroso se aleja de la costa implorante? He aquí un instante. Tan conmovedor es esto cuando sucede en la pura verdad de la poesía como cuando acaece en el mundo de la experiencia intelectual. Así, cuando Paolo Uccello traza las líneas que van del centro a la circunferencia y de la circunferencia al centro, según nos lo narra Marcel Schwob. En la España anterior y contemporánea del descubrimiento, en esos siglos esenciales se correspondían el instante y la historia en una de las más conmovedoras representaciones que de este hecho se nos puede mostrar. Parece como si todo lo culminante en el hombre se encerrara en el frenético deseo que transcurre en esos siglos. Quizás así lo vio Claudel cuando en El Zapato de Raso señala como lugar de la acción el mundo, o, más bien, España en el siglo XVI, viendo en el tumulto creador de ese siglo una representación histórica trascendente del drama del hombre. Y en efecto, no puede ser por azar que una nación se dispone a cumplir, y España es fundamentalmente eso en los tiempos de su preñez: el pueblo que va a cumplir. No puede menos de verse un paralelo entre esa misión y el designio que impulsaba a la nación hebrea a convertir su historia en un sagrado transcurrir hacia la Revelación. En la figura central del descubrimiento, en Cristóbal Colón, tenemos el testimonio mayor de que un impulso sagrado sostenía la empresa. Así lo declara constantemente el propio Almirante, y a veces tan explícitamente como cuando escribe en la relación de su segundo viaje «Ya dije que para la ejecución de esta empresa de Las Indias no me

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valió razón, ni matemáticas ni mapamundis; llanamente se cumplió lo que dijo Isaías». Pero no es solo en los textos revelados en los que se manifiesta esta predestinación del territorio ibérico; en la poesía griega, en la mitología fenicia, en las propias teogonías indígenas, según vamos conociendo en las investigaciones en torno a Tartessos, se manifiesta la misma representación en la poesía de lo que después será la historia. Vemos como se verifica una confluencia sobre el territorio del que han de partir las naves de la verdad revelada y de la poesía de los principios. No creo que tenga que señalar la trascendental importancia que para nosotros, hispanoamericanos, tiene este hecho: el haber nacido a la historia desde la poesía y a través de la revelación, lo considero nuestro suceso capital. Cuando esto se une a las culturas solares americanas, se produce uno de los más poderosos sincretismos que se hayan dado en la historia. En las Crónicas de la Conquista sigue manifestándose esta correlación entre imaginación e historia, poesía y revelación: por una parte, la evangelización, de otra, la búsqueda del oro. Hay que tener en cuenta que en los conquistadores se representa siempre esta búsqueda de un modo trascendente. No se buscan yacimientos de oro, sino ciudades de oro: por eso, el mito de El Dorado fue la culminación en el imposible de este deseo cenital. En la épica americana posterior, por ejemplo, en La Vorágine de José Eustaquio Rivera, asistimos a una reiteración de esta constante de la imaginación, verificando previamente una reducción que nos lleva a la equivalencia de los términos oro-esplendor-mujer. Es la mujer, centro de un deseo ya encarnado, imposible en su realidad, lo que se busca en esta fundamental novela americana, concepción tan semejante, por otra parte, a las mujeres de El Zapato de Raso y La Partición de Mediodía. Con esta aparente digresión quiero establecer el instante inmenso que es nuestra irrupción en la historia señalando el esplendor de su origen. En la expresión poética y en la experiencia intelectual, España vive en esos siglos del descubrimiento y la conquista, su plenitud. Sin pretender aludir a los hechos homólogos de Spengler, debo señalar una correspondencia específica entre las formas políticas e intelectuales en la historia de estos dos siglos. En el aspecto político, España alcanza su unidad e inicia simultáneamente su expansión. Esto es suficientemente conocido: en la toma de Granada, en el descubrimiento de América, en las posteriores campañas europeas de los Austrias, en la contrarreforma, observamos en la acción de España este constante movimiento de sístole y diástole, cuya representación más conmovedora me parece hallarla en el Rey Gerión, terco, ensimismado en la defensa de sus toros y al propio tiempo HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

combatiendo con la fuerza heracleana, intentando derribar las columnas infranqueables. Desde esa remota figura poética hasta nuestros días, el genio histórico ibérico se manifiesta siempre en ese dualismo de expansión y ensimismamiento. En la música española del XVI, se producen dos hechos en los que esta característica histórica tiene una total correspondencia en el mundo de la experiencia sonora: me refiero a la teoría del temperamento igual, enunciada por Bartolomé Ramos de Pareja, y a la madurez instrumental de la variación como forma musical, en las diferencias de Luis de Narváez. Se trata en ambos casos de dos instantes en el sentido que expresamos anteriormente, de dos principios de la inteligencia, en el orden de la música, cuya importancia en el desarrollo de este arte es realmente fundacional. Dos años antes que Colón arribase al Convento de Santa María de la Rábida, aparece en Bolonia el Tratado de Música Práctica de Ramos Pareja, en el que el teórico español plantea por primera vez la teoría del temperamento igual, estableciendo la división del tono en dos semitonos iguales; es decir, frente a una realidad acústica que significaba la variedad en la concepción de la consonancia, Ramos de Pareja propone una solución de unidad y homogeneidad, sacrificando una verdad matemática a una realidad sensorial, es decir, a la percepción del oído. Quiero señalar, marginalmente, lo seductor que puede ser un estudio de la teoría de Ramos de Pareja en cuanto pueda tener de contacto con la historia del pensamiento español. Ahora me interesa solo dejar sentado el sentido de unidad que encierra el enunciado del tratadista de Baeza. Frente a esto tenemos el carácter expansivo que supone la técnica de la variación. Hasta alcanzar su plenitud en España, en las Diferencias sobre el Canto del Caballero, de Antonio de Cabezón, el arte del desarrollo de un tema va manifestándose en una constan te ascensión en Narváez, Valderrábano, Mudarra, etc. No hay duda alguna que como inicio de lo que después será el futuro esplendor contrapuntístico y sinfónico, la variación es una técnica expansiva, con un contenido dialéctico que hará en definitiva que su culminación sea el pensamiento musical de los grandes maestros alemanes. Estos son pues, a mi juicio, los dos aportes fundamentales de España a la teoría y práctica de la música, en las cuales, repito, me parece ver un ejemplo en este arte de los sucesivos momentos de contracción y expansión que señalé primero en el orden político.

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Examinemos ahora la música que se escuchaba durante los reinados de los Reyes Católicos y el Emperador. Esta música nos es bien conocida en las colecciones de los Siete Libros de Música de Salinas, el cancionero de Palacio, el de Upsala, el de Medinaceli, etc. Lo que primero señalaría en el encuentro con esta música es la unión de lo popular y la individualidad creadora, la fusión de la poesía con la música, esto es tan perfecto que es muy difícil establecer los límites de una y otra acción. Parece normal que en un movimiento formativo se genere esta síntesis; pero si observamos su sobrevivir en las manifestaciones posteriores, por ejemplo, en muchas sonatas de Scarlatti, o en el trabajo de Falla en las Siete Canciones Populares Españolas, percibimos que se trata de una situación constante, que de la mera circunstancia histórica se constituye en ontología, y esto es lo que se consideró la primera cosa a indagar: nuestra situación ontológica ante el hecho musical. Esta síntesis a que aludimos en los cancioneros españoles de los siglos XV y XVI es posible por lo que parece ser una deliberada simplicidad en la técnica musical empleada por los compositores en el intento de acercarse con mayor pureza al texto poético. Es este otro hecho de gran importancia para la comprensión de nuestro pasado musical. Veamos lo que Higinio Anglés nos dice sobre esto en su trabajo crítico sobre El Cancionero de Palacio: «Lo curioso del caso —dice Anglés— es que, a pesar del conocimiento que los músicos españoles tuvieron del arte flamenco, por lo visto fue con todo intento que dejaron de cultivar paulatinamente la técnica florida de aquella gloriosa escuela directora de los destinos del arte musical de Europa, y crearon una música en apariencia simplicísima, pero que sabe adentrarse más que ninguna otra en lo más íntimo del corazón humano». En efecto, en la vasta colección del Cancionero se encuentran muy pocos ejemplos de elaboraciones contrapuntísticas superiores. La inmensa mayoría de las composiciones son de una sencillez expresiva que lleva a una emoción directa, realísima, entrañable. Cuando este despojamiento se une a algunas muestras de versiones a lo divino, se produce el milagro de pureza que es, por ejemplo: «Al Alba Venid, Buen Amigo». En esta actitud de los músicos del Cancionero, hallamos otra muestra del ensimismamiento que contrasta con la naturaleza expansiva de la Obra de Tecla de Cabezón, o con las grandes construcciones polifónicas de Victoria. A través de su deliberada sencillez, de la lógica poética en la conducción de las voces, las composiciones del Cancionero nos ofrecen otra de sus ganancias más preciosas, la transparencia. Despojada de toda complejidad HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

en el tratamiento musical del texto, yendo por el contrario al espíritu de la letra, al par que a la ardiente realidad del lenguaje, estas músicas llegan a una desnudez de la expresión en la que el sonido está penetrado por la sustancia de la poesía, es decir, que una relación interválica, una modulación, un acorde, tienen el mismo sentido que se expresa en el verbo poético. Al establecer esta identidad quiero decir que la música no es un acercamiento al texto, ni siquiera la expresión simultánea de una emoción semejante, sino que las relaciones puramente musicales transcurren en la misma morada en que habita la palabra poética. Sería más fácil expresarlo diciendo que un acorde puede ser una imagen, y una modulación puede tener un carácter metafórico, pero en estos textos poéticos, no hay imagen ni metáfora, ni figuras del lenguaje, sino realidades bienaventuradas, radiantes epifanías, jubilosos retornos de ver el aire sobre los álamos, espera del amigo, nocturna muerte del caballero... Estas nupcias de la palabra y el sonido solo pueden celebrarse en la transparencia, en una comunicación inefable; por eso su plenitud está en los kiries, en los sanctus, en los aleluyas, en el milagro, en fin, del gregoriano. En la música del Cancionero están presentes también desde luego, en la misma relación de identidad con el texto, las esencias tocadas con mayor frecuencia por la poesía tradicional española: el alba, la soledad, la noche, transcurren en la música, otorgándole la misma lejanía, suspensión, misteriosa memoria con que se muestran en la poesía. Este es, pues —expresado, desde luego, en estrecha síntesis— el sentido de la música que pasa a América. No soy folklorista, ni está en la naturaleza de este trabajo indagar el complejo período de transposición por el que pasa la música española al contacto con las grandes culturas indígenas, y con el posterior aporte africano, hasta integrarse en lo que es la música hispanoamericana. Sin duda alguna que las características de la cultura española la hacían propicia como ninguna otra a crear un mestizaje que es la raíz del ser americano. Por otra parte, las poderosas culturas sola res del nuevo mundo habían llegado, como puede observarse en sus teogonías, a un tenso instante de espera, a la premonición de un nuevo, extraño acaecer que en los años inmediatos a la conquista se presentía inminente. Desde las profecías del libro de Chilam Balán, las imponentes figuras premonitorias, extraordinarias representaciones de la esperanza y la memoria, de Viracocha y Quetzalcóalt, hasta el melancólico testamento de Huaina Cápac, percibimos que la cultura americana se hallaba en un instan te detenido, en un silencio sagrado, en espera de una nueva fecundación solar, momento HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

que hace pensar en la narración maravillosa del Popol Vuh, de la espera de los sacerdotes y de la nación caktchiquel sobre el monte Hacavitz, de la aparición del sol, «que al fin se alzó como un hombre». En el encuentro de estas dos culturas, todo fue propicio para que las características de cada una, por otra parte con tantas semejan zas, siguieran manteniéndose al producirse su fusión. Alba, soledad, melancolía, memoria, van a mostrarse con la misma pureza con que aparecieron en los viejos cancioneros españoles, en la maravillosa música del altiplano de Bolivia y del Perú, transidas de la misma suspensión, de la misma esencial nostalgia que discurre por la prosa del Inca Garcilaso, o en la menesterosa, implorante realidad de la poesía de César Vallejo. Por otra parte, viejas imágenes de las culturas primigenias americanas sobreviven en la memoria poética; sobrecoge leer en España, aparta de mí este cáliz el retorno, esta vez enternecido por el diminutivo, del conmovedor comparativo quiché, cuando el peruano escribe: «el cielo mismo, todo un hombrecito». Estas condiciones se van mostrando en la música hispanoamericana y acentuándose, según el ámbito geográfico en que se manifieste. Las distintas formas de mestizaje van estructurando concepciones específicamente diferenciadas de la herencia musical española. Ya en la organización de la vida colonial, el aporte recibido de España consiste en las riquísimas muestras del arte popular español de los siglos XVII y XVIII, en los días de las cortes, alegre e ilustrada monarquía borbónica, donde los vecinos se rebelaban por la anchura del ala de un sombrero o lo largo de las capas; un mundo bullanguero, festivo, poblado de seguidillas, sevillanas, polos, tonadillas, que alcanzan su expresión superior en la obra de Scarlatti o en las Sonatas del Padre Soler. De este festival cortesano arranca la enorme irrupción de música que son las formas de canto y danza en América. Imposible dejar de ver en el pericón argentino toda la galantería dieciochesca, que se encuentra también en sones costeños mexicanos como «La paloma y el palomo», y una directa relación con seguidillas tonadillescas en canciones venezolanas del corte del «San Pedro», de las Haciendas de Guatire, o en el superior tratamiento de los temas dieciochescos en las contradanzas de Saumell, formas corteses que se manifiestan a veces en medio de la mayor violencia rítmica, como sucede en el principio de algunos sones jarochos, cuando los cantadores saludan a la concurrencia: «Muy buenas noches, señores», o en el ceremonial del maestro de baile, versallesca figura que avanza en medio de la polirritmia y la telúrica melodía de la tumba francesa, la prodigiosa danza HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

de los negros de Santiago de Cuba. Entre las más puras muestras que la imaginación musical americana pueda ofrecer existe una en la que me interesa detenerme: me refiero a la concepción de una figura rítmica persistente, moviéndose generalmente en un ámbito armónico elemental de tónica-subdominante-dominante. Con diferencias métricas específicas, esta figura es común a casi toda la música hispanoamericana. Su carácter más poderoso me parece hallarlo en el bajo del son cubano, inmutable representación métrica de un concepto del oído en el que la libertad de la expresión melódica está acosada por la persistencia inexorable de esta trágica formación de un ritmo detenido. Al llamarlo trágico, pienso en el conflicto establecido entre la voz, siempre clamante de estas músicas, transcurriendo en una expresiva temporalidad, y el tiempo inalterable en que está sustentado su fundamento métrico. Adquiere entonces esta figura rítmica un carácter que nos hace pensar en la máscara de la tragedia, es decir, el drama expresado por la voz está cercado por lo impasible. En algunos ejemplos del son esto se evidencia de una manera obsesionante. Considerablemente suavizado métricamente por el punteo en sones guajiros y tonadas llaneras, la concisa insistencia armónica sigue produciendo una emoción ática, de una clásica desnudez, que se hace entrañable al mostrarse en el espacio americano, y, para mí, al llenarse de sustancia insular en la Guantanamera. Considero esta música una de las expresiones más puras del ser americano, quizás su instante más absoluto. Despojada de toda teluricidad, llenándose de pura esencia, transmutadas todas sus realidades formativas, queda esta música morando en una soledad insular, mostrándonos un tiempo suspendido en la gozosa memoria. En la marcha armónica se verifica una sustitución de la subdominante por el acorde de segundo grado, lo que le otorga un arcaísmo vivo, colocando lo inmediato en una transfigurada lejanía. Solo en la sabiduría naciente de lo popular puede concebirse que una simple sustitución armónica aparezca traspasada de sentido, iluminación posible solo desde la inocencia. Sobre este transcurrir, ahora desasido de toda dramaticidad, de la cual solo persiste un leve contacto con la húmeda tierra insular, se alza la transparencia del canto. Cuando las décimas que se escuchan son los Versos sencillos de Martí, estamos de nuevo en presencia del remoto misterio de comunión entre poesía y música que se mostró en los cancioneros originales. Sin ninguna deliberada alusión a formas tradicionales, por una simple continuidad, fuera del tiempo, en el reino de la pura permanencia poética, vuelve a tocarnos el absorto, el éxtasis producido por «Al Alba, Venid, Buen Amigo» o «De los Alamas Vengo», y la poesía vuelve a hundirse en la HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

música, en el glorioso anónimo que Cintio Vitier nos señala como «el triunfo mayor de la persona poética». Por otra parte, existen muestras de la perduración en América, ya dentro de relaciones específicamente musicales, es decir, de determinados enlaces armónicos y discurso melódico, de la música vocal e instrumental española del siglo XVI. Debo a mi amiga, la señora Eva Benamím, el conocimiento del ejemplo más extraordinario que pueda existir en este sentido. Me refiero a una música popular de la Isla Margarita, en la costa oriental de Venezuela, cuyo nombre ya nos seduce con su rica sugerencia musical y belleza idiomática: el «Polo Margariteño». Su audición nos revela de inmediato un arcaísmo natural, tanto en su procedimiento armónico como en la inmensa belleza de la melodía. En su imagen armónica notamos también la existencia del «obstinato» a que aludimos anteriormente como una constante en la música americana, pero esta vez considerablemente más elaborada. En vez del movimiento de tónica, subdominante y dominante, se procede por una marcha armónica de cuatro acordes, que sucede dentro del ámbito del primer modo gregoriano, con la tendencia modulatoria al 62 modo, característica de muchos ejemplos del 1er modo. Una secuencia semejante a la armonización posible del Dies Irae, por ejemplo. Otorgándole una equivalencia tonal de Re menor, la armonía procede por una marcha de Fa mayor (tercer grado), Do (séptimo), Re (tónica) y La, con carácter de dominante en el que, como sucede con frecuencia en otras muestras de música hispanoamericanas, finaliza. Esta sucesión de acordes crea una pequeña Chacona, sobre la cual la voz establece un número de variaciones que puede extenderse libremente, dentro del ámbito tonal, desde luego, según la imaginación improvisadora del cantador. El poema, por otra parte, es también extraordinario. Comienza con una extraña advertencia sobre la misteriosa logicidad de lo que se va escuchar: El cantar tiene sentido/ El cantar tiene sentido/ Entendimiento y razón. Sigue luego una curiosa arte poética: La buena pronunciación,/ La buena pronunciación,/ El instrumento, el oído. Establece más adelante una relación entre la poesía y una fabulosa nobleza: Pero mi corazón, nunca se sacia/ De ensalzar la inefable poesía,/ Y encarecer la inmensa aristocracia. De ahí, súbitamente, pasa a una deslumbrante imagen insular, del acercamiento de un navío a la costa, y el amor que en él llega: Allá lejos viene un barco,/ allá lejos viene un barco,/ Y en él viene mi amor. La próxima estrofa, llena de fervor femenino en la descripción del hombre que se aproxima, con una HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

hermosa alusión cargada de americano concepto de la gallardía del gesto: Se viene peinando un crespo,/ Se viene peinando un crespo, al pie del palo mayor. Los versos finales, sombríos, aluden a un misterioso cadáver hallado en la playa, de un lejano marino: Ese cadáver, que por la playa rueda,/ Ese cadáver,/ ¿De quién será? Y la respuesta, con cierta ironía muy venezolana: Ese cadáver, bueno, será de algún marino/ Que hizo su tumba/ En el fondo del mar. Para retornar de nuevo a la primera estrofa que en esta reiteración adquiere aún un sentido más oculto: El cantar tiene sentido,/ El cantar tiene sentido,/ Entendimiento y razón. Volviendo al ámbito armónico del Polo nos aguarda otra sorpresa al observar que este es idéntico al del viejo romance «Guárdame las vacas», tal como aparece en las diferencias que sobre esta vieja melodía escribieron Luis de Narváez, Enrique de Valderrábano y Antonio de Cabezón. Además, la línea melódica que acompaña a la primera estrofa del Polo es casi idéntica, con levísimas variantes a la del inicio del romance. Nos damos cuenta entonces que los posteriores episodios del polo no son sino «diferencias», en el correcto sentido del término del motivo melódico inicial y que la estructura de estas variaciones en su desarrollo episódico y métrico es muy semejante al concepto de la variación que aparece en los ejemplos clásicos en la música de tecla, arpa y vihuela. Impresionante muestra de sincretismo, de perduración de una sustancia musical que al contacto con el ser americano alcanza un segundo nacimiento en su glorioso mestizaje que lo presenta de nuevo con todo el esplendor del origen al par que con la inaudita potencia de un nuevo acto creador. Y en esto reside la esencia del hombre hispanoamericano, dominador de un vasto universo de poesía naciente desde la heroica voracidad de su desamparo. En cuanto a nuestra situación ante la música, el hispanoamericano se encuentra rodeado por la más asombrosa afluencia de música natural que haya existido en ninguna cultura. El término «música natural» felizmente hallado por Pedrell expresa con exacta claridad lo que en denominaciones como «popular» o «folklórico» no se muestra así. Además, va a la entraña de lo que luego constituye esa música popular, es decir, los caracteres que van a determinarla. Ampliando el término, se puede entender por música natural la circunstancia «en» que se halla el pensamiento creador, o sea, las conclusiones armónicas, métricas, melódicas que la tradición ha ido estableciendo como permanencias. Estas permanencias no crean un objeto ante el pensamiento sino que constituyen el pensamiento; esto provoca un cambio de situación en la relación folklore-individualidad creadora; las consecuencias de la música natural son realidades lógicas de la expresión musical formadas por la experiencia con idéntica razón que la forma en que HYPERMEDIA EDICIONES Infanta Mercedes 27. 28020 — Madrid www.editorialhypermedia.com [email protected] +34 91 220 34 72

se va constituyendo un lenguaje. Quiere decir esto que el creador no tiene que contar con las formaciones de la música natural como un objeto ante un pensamiento, sino que estas formaciones son parte de su ontología. Esto se manifiesta con mayor claridad aún cuando observamos que la persistencia de las constantes musicales de una cultura no solo están alojadas en las expresiones generales, anónimas de lo popular, sino que aparecen con parejo sentido en la experiencia intelectual superior. Cuando Falla toma en consideración el libro de Luis Lucas Acoustique Nouvelle para crear su sistema de la resonancia natural llevándolo a una expresión armónica en el Concierto para clavecín, asume una actitud ante la teoría de la música semejante a la de Ramos de Pareja al enunciar la Teoría del Temperamento Igual. En ambas conclusiones se piensa fundamentalmente en percepciones naturales del oído, es decir, se trata de una actitud cargada de realidad sensorial, esencialmente distinta a la organización artificial que supone la Teoría Dodecafónica de Schoenberg. No tengo que señalar lo totalmente española y germánica que son respectivamente estas dos actitudes. De ninguna manera quiero establecer, por otra parte, un fatal determinismo; el hispanoamericano es un hombre situado ante la cultura con un radiante sentido de la libertad; asimilador voraz de toda experiencia, su acercamiento a la expresión puede ser múltiple pero estará siempre tocado por una realidad traspasada de símbolos. Hombre sincrético, se verificará siempre en su persona la reunión de los instantes sagrados que constituyen su historia. Es esta una idea que está siempre implícita en la exégesis, en las tesis, en los libros, en fin, que tratan de explicarnos. Sin embargo, como suele suceder en nuestra cultura, no es en los textos en donde debemos buscar nuestra verdad sino en su encarnación, en su manifestación viviente. Yo la vi en su milagrosa realidad en un film documental sobre el Perú. En una fiesta celebrada en la plaza frente a la iglesia barroca de uno de los prodigiosos pueblos andinos, los indios celebraban un extraño auto; ante el silencio de la congregación un cóndor luchaba con un toro en la plenitud del mediodía. El cóndor lucha amarrado sobre el lomo del toro; la bestia avanza cargando al ave inmensa sobre sí, que lo cubre con sus alas: los enemigos forman así un nuevo animal sagrado. El narrador nos explica que el toro representa a España, el cóndor a América; el ave vence cuando el toro comienza a girar sobre sí mismo; entonces se desata al cóndor, se le lleva a las cimas y con unas cintas amarillas atadas a sus garras se le suelta; el ave se lanza en un vuelo inaudito sobre las cumbres. El toro permanece en la plaza. Esto se repite todos los años.

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Como hispanoamericanos debemos penetrar la naturaleza de este símbolo y cuidar que esta lucha entrañable y tenaz no cese nunca, que el toro permanezca solo y eterno en la plaza y que el cóndor con la sangre enemiga en sus alas, siga volando por siempre, hacia el sol.

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