Edición no venal de la Fundación SGAE para la promoción y difusión de textos teatrales objeto de estreno
ELISENDA GUIU MAGNETISMOS
Sin la autorización por escrito de la editorial, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra ni tampoco su tratamiento o transmisión por ningún medio o sistema. De igual manera, todos los derechos que de ella dimanen, cualquiera que sea la naturaleza de estos, así como las traducciones que puedan hacerse, incluyéndose igualmente las representaciones profesionales y de aficionados, las películas de corto y largo metraje, recitación, lectura pública y retransmisión por radio o televisión, quedan estrictamente reservados. Se pone un especial énfasis en el tema de las lecturas públicas, cuyo permiso deberá asegurarse por escrito. Las solicitudes para la representación de esta obra, de cualquier clase y en cualquier lugar del mundo, habrán de dirigirse a Sociedad General de Autores y Editores, SGAE, en la calle de Fernando VI número 4, 28004 Madrid, España.
MAGNETISMOS Primera edición, 2014
© De Magnetismos: Elisenda Guiu © De la traducción al castellano: Elisenda Guiu © Para esta edición: Fundación SGAE, 2014 Coordinación editorial: Pilar López. Diseño de cubierta: El Taller de GC. Maquetación: José Luis de Hijes. Corrección: Susana Pulido. Procesos digitales de edición: bolchiroservicios.com. Imprime: Estugraf Impresores, S. L.
Edita: Fundación SGAE Bárbara de Braganza, 7, 28004 Madrid /
[email protected] www.fundacionsgae.org EDICIÓN PROMOCIONAL. PROHIBIDA SU VENTA D. L.: M-27129-2014
Luis.— No somos nosotros los que escribimos el guion de nuestra vida, ¿verdad? Juan.— Pues quien haya escrito el mío se ha quedado a gusto.
Magnetismos Estrenada en versión original en catalán con el título Magnetismes el 24 de abril de 2014 en el Teatre Gaudí de Barcelona.
Reparto Sara Jofre Marc Martina Juan Luis
Cristina Solà Ignasi Campmany Ignasi Guasch Ruth Llopis Isidre Montserrat Sergio Alfonso
Dirección
Pepa Fluvià
Ficha técnica Ayudante de dirección
Xavier Lastra
Dirección audiovisual
Josecho de Linares
Diseño de escenografía e iluminación
Elisenda Rodríguez
Técnico de iluminación
Albert Giner
Música original y piano
Sergio Alfonso
Música del audiovisual
Drew Redman, Alex Palmer, Obadiah Brown-Beach, Tess Tyler, Andrés Rodríguez
Vestuario
Maria Tuset
Fotografía
Ester Villaescusa
Diseño gráfico Producción
Dosbcn Ras Teatre
Personajes Sara: cumplidos los cuarenta Jofre: veintitantos Marc: treinta y pocos Martina: veintitantos Juan: treinta y tantos Luis: treinta y tantos
Espacio La puesta en escena debe situarnos en cuatro espacios distintos: la azotea de un edificio; una habitación; una oficina de teleoperadores; un callejón sin salida. En una pantalla se proyectan las imágenes sugeridas. En la pantalla vemos imágenes de calles de una gran ciudad. Vemos fachadas de edificios; nos fijamos en sus ventanas, balcones y azoteas… Vemos también el ajetreo humano, personas anónimas entre las que van apareciendo los personajes de la obra.
1. Sara y Jofre En una azotea, una cuerda con sábanas tendidas. A lo lejos, algunos ruidos de la ciudad. Oímos a una mujer. Sara (Off).— ¡No, no quiero escucharte! O sea que no digas nada, ¿vale? Total, seguro que es para oír la misma historia de siempre… ¿a que sí? ¡Venga, dilo de una vez! ¡Habla! ¡Si es que tu problema es que no te expresas! Que nunca dices lo que… ¿Hola? ¡Mierda de batería! Sara, furiosa, entra en la azotea. La puerta se cierra de golpe con un fuerte ruido. ¡Agh! Tras las sábanas, aparece Jofre en su silla de ruedas. Jofre.— Se cierra automáticamente. Sara.— (Aún se asusta más) ¡Joder, qué susto! (Se fija en él) Ay, lo siento, pensaba que no había nadie. Jofre.— Tranquila, es normal. A primera vista nadie me ve. Sara.— Bueno, yo quería decir que… Digo que como he visto las sábanas…
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Jofre.— Déjalo. Silencio incómodo. Ella fuerza una sonrisa. Traes la llave, ¿no? Sara.— ¿Qué llave? Jofre.— La que abre la puerta. Sara.— ¿La que…? Jofre.— Solo se abre con una llave especial. Un sistema que la comunidad decidió instalar cuando entraron a robar. Sara.— Pues no lo sabía… Jofre.— Para que el ladrón quede atrapado, ¿sabes? Así no puede salir y… ¡zas! Sara.— (Medio asustada) Ya… Pausa. Jofre.— ¿No serás una ladrona? Sara.— ¿Yo? Jofre.— No sé qué pinta tienen. Sara.— Oye, que yo me alojo temporalmente en casa de Amalia. La del ático. Cuido a su perro mientras ella está de viaje. Bueno, y a sus gatos y a sus peces… Ah, y a una tortuga. Tiene el pelo rizado… Amalia, no la tortuga. Jofre.— Ya sé quién es. Su perro siempre se caga en la entrada.
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Sara.— Vaya… Jofre.— Me ensucia las ruedas y luego las paso canutas para limpiarlas. Sara.— Bueno, mientras esté yo, lo dudo, porque recojo sus cacas con una bolsita. Y, sinceramente, no es que me guste hacerlo. Jofre.— Debería estar prohibido tener perros en una comunidad. Sara.— Pues… Ya se lo comentaré. Pausa. Bueno, yo… Recojo la ropa y me abres, ¿de acuerdo? Jofre.— No creo. Sara.— ¿Perdón? Jofre.— No tengo la llave. Sara.— ¡Pero bueno, ¿tú no vives aquí?! Jofre.— Claro. Sara.— No me lo puedo creer… Sara corre hacia la puerta y la golpea con fuerza. ¡Eoooo! ¡Estamos aquí! ¡Que alguien abra la puerta! Jofre.— Eso es ponerle empeño. Sara.— ¿No podemos llamar a alguien? Jofre.— Ya lo estás intentando, ¿no?
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Sara.— (Le mira atónita y golpea de nuevo) ¡Eooooooooo! ¡Estamos aquí! Jofre.— Yo que tú reservaría fuerzas. A estas horas solo está la del primero, y está más sorda que una tapia. Sara.— ¡Ah! ¡Estupendo! ¿Y ahora qué? ¿Hay que llamar a la policía? Jofre.— A los bomberos, si te parece. Pausa. Sara.— (Insiste) ¡Eooooooo! Sara saca su teléfono móvil sin recordar que no tiene batería. ¡Mierda! Oye… ¿serías tan amable de dejarme tu móvil? Jofre.— Claro. Sírvete tú misma. Ella se acerca y coge el teléfono con delicadeza. No te enrolles, que tengo tarifa mínima. Sara.— (Marca) ¿Amalia? Soy Sara. (…) Sí, sí, todo bien. Es solo que… (…) Desde el teléfono de un vecino. (…) (Lo mira) Pues no lo sé. Es un chico que va en… moreno y pelo corto. Jofre.— Y queda poca batería. Sara.— (…) Eeeeh… Sí, ese. Verás, es que estamos aquí en la azotea y… (…) ¿Qué? ¿Tú qué crees? ¡Tender la ropa! El caso es que se ha cerrado la puerta esta antiladrones que habéis puesto y… (…) ¡Qué iba a saber yo! (…) ¡Por supuesto que lo he comprobado! (…) ¡Pues claro que no la tiene, si no no te estaría llamando! (…) ¡Y a mí qué me cuentas! Mira, Amalia, el tema es que YO
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tengo un millón de cosas que hacer, ¡un millón! ¡Ni te imaginas el día que me espera! (…) ¿No estarás hablando en serio, verdad? (…) ¡No voy a quedarme aquí hasta que llegue la mujer de la limpieza! ¡Ni hablar! Amalia… ¿Amalia? Joder! Jofre.— Te he avisado. Sara.— ¡Pero qué porquería de baterías hacen! ¡Las odio, te lo juro! Jofre.— Tómatelo con calma. Los wasaps chupan mucho. Sara.— ¿Que me lo tome con calma? Oye, te aseguro que esto no entraba en mis planes. Jofre.— Ya. Sara.— Ya, ¿qué? Jofre.— Que no entraba en tus planes pasar el día con un paralítico. Sara.— Me refería a que… (Impotente, aporrea la puerta) ¡Que alguien abra la jodida puerta! Pausa. Jofre.— Lo único que podemos hacer es esperar. Tarde o temprano llegará alguien. Sara.— Tarde o temprano llegará alguien… ¡Madre mía, qué desastre! Jofre.— ¿En serio? Sara.— ¿Qué? Jofre.— ¿De verdad crees que esto es un desastre? Sara.— Es que tengo mil cosas que hacer…
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Jofre.— Un millón, antes has dicho que un millón. Sara.— Y voy y me quedo encerrada en una azotea. Si esto no es mala suerte… Jofre.— ¿De verdad crees que esto es mala suerte? Sara.— … Jofre.— Relájate, tía. Estás estresada. Así no llegarás a vieja. Sara.— ¿Eso crees? Jofre.— Bueno, no soy adivino… Sara.— ¿Por qué has dicho que estoy estresada? Jofre.— Porque lo estás. (Mira el móvil) Joder, has gastado la batería y ahora no puedo mandar más wasaps. Sara.— (Irónica) Oh, vaya, cuánto lo siento. Silencio. Oye… Y tú ¿qué hacías aquí solo antes de que yo llegara? Jofre.— Estaba mandando unos wasaps. Sara.— ¿En la azotea? Jofre.— ¿Qué pasa? Aquí no me molesta nadie. Sara.— Ni que lo jures. Aquí no molestan ni las palomas. Jofre.— Justamente por eso. De repente ella tiene un pálpito.
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Sara.— ¿No estás demasiado cerca del muro? Jofre.— (Fulminante) ¿Piensas que quiero lanzarme? Silencio incómodo. Sara.— Está bien. (Empieza a tender la ropa) Será mejor que aproveche el tiempo. Jofre.— Sí, claro. A partir de cierta edad el tiempo se vuelve una obsesión, ¿no? Sara.— ¿Disculpa? Jofre.— Supongo que cuando uno sabe que le queda menos, le preocupa más. Sara.— Será posible… Jofre.— Pero no pasa nada. Todos llegaremos al mismo sitio. Sara intenta hacer oídos sordos mientras tiende la ropa. ¿Por qué no le has dicho que voy en silla de ruedas? Sara.— ¿Qué? Jofre.— ¿Por qué te has cortado? Sara.— Pero qué dices… Jofre.— Hubieras podido decir: estoy con el vecino que va en silla de ruedas. Pero no. No lo has hecho. Como todos. Sara.— Mira, chico, no pasa nada por ir en silla de ruedas; es algo muy normal.
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Jofre.— Eso lo dices tú porque no vas en una. Pausa. Sara.— Vamos a dejarlo. Creo que no lo llevas demasiado bien. Jofre.— Qué va. Lo llevo de puta madre. Ir en silla de ruedas me flipa. ¿Quieres probarlo? Sara.— Eres muy cínico para la edad que tienes, ¿lo sabías? Jofre.— Y tú estás muy estresada para la que tienes tú. Silencio. Adelante, pregúntamelo. Seguro que te mueres de ganas por saber qué me pasó. Sara.— No… No es necesario. Jofre.— ¿Por qué no? Me gusta contarlo… Me va bien como terapia. Sara.— Ya, pero de verdad que no… Jofre.— Accidente de tráfico. Típico, ¿eh? El día que cumplía veintisiete años. Moto nueva por estrenar –detalle de mi padre para calmar la mala conciencia–. Fue solo un instante. El conductor dijo que yo iba muy deprisa. Demasiado. Como si me hubiera vuelto loco. Pero aquí estoy… Sara.— Vivo. Jofre.— Eso dice mi madre. (Respira hondo) Mira, pues sí que estoy mejor. Sara.— Me alegro. De que estés mejor. Pausa.
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¿Esta ropa es tuya? Si quieres te la puedo doblar… Jofre.— Como quieras. Ella empieza a doblar la ropa de Jofre. ¿Cómo te llamas? Sara.— Sara. Jofre.— ¿Quieres saber algo, Sara? Creo que tenemos más cosas en común de lo que parece. Sara.— ¿De verdad? Jofre.— Ninguno de los dos está bien donde está. Sara.— Desde luego, no en esta azotea. Pausa. ¿Y se puede saber qué te hace pensar eso? Jofre.— He oído la conversación que tenías cuando entraste. ¿Quién era? ¿Un amante? Sara.— ¿Cómo? Jofre.— Tu marido no creo… ¿Tienes hijos? Sara.— ¿Y eso a qué viene? ¿Es el interrogatorio antiladrones? Jofre.— O sea que no estás casada ni tienes hijos. Sara.— Pero ¿qué pasa? ¿Es que además de estresada tengo pinta de soltera amargada?
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Jofre.— Solo intento averiguar por qué estás de mala leche. Sara.— ¡Yo no estoy de mala leche! Jofre.— Sí lo estás. Sara.— (Furiosa) ¡Mira quién habla! ¡El simpático del edificio! (Pausa) Disculpa… Jofre.— No pasa nada. Yo soy consciente de ello. Sara.— Vale, vamos a dejarlo, ¿de acuerdo? (Busca entre la ropa. Nerviosa) ¡¿Por qué las lavadoras siempre se tragan algún calcetín?! Jofre.— ¿Lo ves? No es normal. Sara.— ¿Que las lavadoras se traguen los calcetines? Jofre.— Echar la culpa de tu malestar a una pobre lavadora. Nerviosa e impotente, a Sara se le cae la cesta de la ropa o de las pinzas al suelo. Sara.— ¡Mierda! Pausa. De acuerdo. Tienes razón. Soy una mujer estresada. Estoy sola y agobiada. Soy un desastre. Tengo un magnetismo maldito hacia lo que no me conviene. Jofre.— Bien. Ahora empiezas a ser sincera. Sara.— Y sí, estaba hablando con alguien que ahora no se digna a dar la cara y que… Da igual, un fracaso más. ¡Siempre me equivoco! No puedo evitarlo. Elijo mal. Pero te digo una cosa, eh, quizá no sea yo… No, no todo tiene que ser culpa mía… A lo
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mejor simplemente tropecé con la generación equivocada. ¡Una generación de alérgicos al compromiso! Con un miedo tremendo a dejar de ser independientes, a tener una responsabilidad, a construir algo, a implicarse, a cuidar de alguien que no sea uno mismo, ¡a dejar de mirarse el ombligo! ¡Miedo a crecer, a madurar, a hacerse mayores, a envejecer! Porque llegar a casa, encargarse de la compra, compartir las facturas… ¡Eso es demasiado para esos peludos! Peludos de abajo, porque de arriba están más calvos que una bola de billar… ¡Y todavía se están preguntando qué quieren ser de mayores! Eso sí, sin renunciar a los cuidados de sus mamás, que les preparan un tupper de macarrones con un sofrito de escándalo o un buen cocido –insuperable, ¡por supuesto!– y que aún les compran la ropa, incluso les doblan los calcetines, ¡siempre emparejados! (Muy alterada ya) ¡Unos putos Peter Panes! ¡Eso es lo que son! ¡Increíble, otro desemparejado! Pausa. Perdona, creo que ya me he desahogado… Jofre.— Veo que el tema te afecta. Sara.— ¿Tú qué crees? Como tú decías, ya tengo una edad y el panorama cada día resulta más desolador. (Ve en el tendedero unos calzoncillos de Superman) ¿Eso es tuyo? Jofre.— Cosas de mi madre, que tiene muy buen gusto. Sara sonríe. Empieza a relajarse. Los recoge y los dobla. Sara.— Ya no quedan superhombres… (A lo suyo) Y mira, por lo menos Peter Pan, el auténtico, sabía volar y llegar al País de Nunca Jamás. Pero este… ¿Sabes qué hace este además de no contestar al teléfono? Esconde las galletas para que no me las coma. ¡Y dice que lo hace por mí, para que no engorde! Menudo egoísta, incapaz de compartir ni siquiera un paquete de galletas… Espero que tú no te conviertas en eso.
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Jofre.— ¿En un monstruo de las galletas? Sara.— (Sonríe) Eso. En un monstruo. (Ha terminado de doblar la ropa) Hecho. Jofre.— Gracias. Sara.— De nada. Por primera vez vemos a Sara un poco relajada. Pasea por la azotea, pensando en todo lo que acaba de contar. Jofre.— Yo tenía una novia. Sara.— ¿Ah, sí? Jofre.— Mi novia de toda la vida. Sara.— Y te dejó cuando tuviste el accidente, ¿verdad? El mundo también está lleno de inmaduras. Jofre.— No. Me dejó mucho antes. ¿Quieres saber por qué? Sara.— Si tú quieres… Jofre.— Llevábamos media vida juntos. Había pasado más tiempo con ella que solo, pero todo se fue al traste cuando empezó a ir a la universidad. Se enamoró del jodido profesor de Guion… “El amor de mi vida”, dijo. Yo siempre pensé que ella era el mío. Que estaríamos juntos hasta que la muerte nos separase. Pero no me he muerto, y no estoy con ella. Gracioso, ¿verdad? Sara.— Francamente, ella se lo pierde. Pausa. Jofre.— A veces pienso que provoqué el accidente adrede… por ella.
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Silencio. Subo aquí. Y me pongo cerca del muro. Y empiezo a pensar cosas… A veces imagino que de repente vuelo. Salgo volando y dejo en esta azotea todo lo que tengo. Y miro la ciudad a vista de pájaro. Con libertad. Pero otras veces… Imagino que de repente sopla un fuerte viento que me empuja… Me empuja hacia abajo. Pausa. Sara.— No deberías estar tan cerca del muro… Jofre.— Ahora somos amigos. Ella sigue siendo quien mejor me conoce. Sara.— Seguro que encuentras a alguien mejor. Jofre.— No tengo a nadie más. Sara.— Bueno, estar solo tampoco está nada mal. Jofre.— (La mira desafiante) Ya. ¿Tú estás sola porque quieres? Sara.— ¿Sabes que puedes llegar a ser muy… muy…? Jofre.— ¿Perspicaz? Sara.— Cabrón. Pausa. Es horrible estar siempre de mal humor, ¿verdad? Jofre.— Ya ves. A veces me digo a mí mismo: “Tío, no te soportas ni tú”. Sara.— Tú siempre dices lo que piensas, ¿no?
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Jofre.— Lo normal. Sara.— No, no es lo normal. En este mundo faltan más personas que digan las cosas sin tapujos. Si los hombres que yo he conocido hubieran sido desde un principio más sinceros… Jofre.— Vaya… Peter Panes, mentirosos… Lo tuyo es tener ojo. Sara.— Sí, ya lo ves. Soy un desastre. Jofre.— Pues a mí me pareces una tía de puta madre. Sara.— Algo debo hacer mal… Jofre.— Y muy atractiva. Sara.— Soy demasiado impulsiva, me dejo llevar… ¿Tú crees? Jofre.— El pintalabios rojo te sienta bien… Pausa. Sara.— ¿Sabes que es un poco cruel reírse de una mujer mayor y estresada? Jofre.— Si no me crees, no sirve de nada ser sincero. Sara.— Por fin te has relajado… Jofre.— No soy yo quien tenía un millón de cosas por hacer… Sara.— Ni yo quien ha subido a la azotea a aislarse del mundo. Jofre.— De acuerdo. Nos hemos relajado los dos. Sara.— Tablas. Sonríen. Silencio.
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Jofre.— Dime una cosa, Sara. Cuando me has visto, has pensado: “¡Pobre chaval, tan joven y en silla de ruedas! No puede hacer nada. Ni siquiera tender sus calzoncillos horteras de Superman”. Sara.— Que lo son, sí, pero… Jofre.— Lo has pensado, reconócelo. Sara.— ¿Por qué te castigas así? No. No lo he pensado. Porque yo no lo veo así. Y no me digas que me siente en tu silla porque no me hace falta. Jofre.— Ahora la cínica eres tú. Sara.— Oh, no me digas. Pausa. Jofre.— Me gustaría volver a estar con una mujer bonita, como tú. Silencio. Ella le acaricia la cabeza con ternura. Él rápidamente abre la boca como si quisiera morderle la mano. Empiezan un juego. Sara.— Me haces cosquillas… Jofre.— Qué suerte… Sara.— No me dirás que tú no las sientes. Jofre.— No me acuerdo. Sara.— A ver… ¿Notas esto? Jofre.— Ajá… Sí, eso sí. Sara.— Y esto… ¿Lo notas?
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Jofre.— También. Eso también… Sara.— ¿Y esto…? Jofre.— Eso más. Sara.— ¿Lo ves? Sí tienes cosquillas. Jofre.— Por tu culpa. Sara.— Y por la tuya yo haría una locura… Jofre.— Es por la silla, es irresistible… Sara.— Ya te he dicho que soy muy impulsiva. Jofre.— Sí, lo has dicho… Ella le besa. Él responde. Pero, en algún punto, él se aparta abruptamente. No… Espera. Sara.— ¿Qué pasa? Jofre.— No puedo. Sara.— Claro que sí. Jofre.— Que no… Déjalo. Sara.— Solo tienes que relajarte un poco más… Jofre.— Déjalo, por favor… Sara.— A mí no tienes que demostrarme nada.
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Jofre.— ¡Que no puedo, joder! Mierda, no puedo. Y no podré nunca. ¿Lo entiendes? Nunca… Ella le abraza. Él se aparta, distante. Sara.— Jofre, yo no quería… Lo siento. No tendría que haber empezado. Jofre.— No pasa nada. Sara.— Ha sido por mi culpa. Tendría que haber tenido en cuenta que… Jofre.— ¿Qué? ¿Que soy un inválido? Sara.— Por favor, no vuelvas a protegerte con tu cinismo… He vuelto a meter la pata. Jofre.— Olvídalo. Sara.— Cómo quieres que lo olvide. Siempre me equivoco. Siempre. Silencio. Estupendo. Y ahora los dos aquí encerrados, sin poder salir… Jofre.— No. Sara.— No, ¿qué? Jofre.— No hace falta que te quedes si no quieres. Sara.— ¿De qué estás hablando? Jofre.— Puedes coger la llave. Está en mi chaqueta. Silencio.
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Sara se queda unos instantes muda, inmóvil. Finalmente, se acerca a él y saca la llave de su bolsillo. Intenta decir algo pero no puede. Va hacia la puerta, se gira y se miran por última vez antes de irse. Se escucha el estruendo de la puerta cerrándose.
2. Marc y Martina Estamos en una habitación. Hay una pequeña pecera con un pez. Marc se dirige a alguien que no vemos. Marc.— “Susana, tenemos que hablar. Lo que voy a decirte no es fácil, ¿de acuerdo? Porque para mí has sido, (se corrige) eres, muy importante. Tú lo sabes. Durante mucho tiempo hemos ido en el mismo tren, en el mismo vagón, uno al lado del otro. Y ha sido un viaje bonito, ya lo creo. Pero… ya hace tiempo que no… que siento que… Sé que debería habértelo dicho mucho antes pero es que… No encuentro el momento. Nunca encuentro el momento y la manera de decirte que… Que ya está. Que el trayecto se ha acabado. Que quiero subir a otro vagón. Cambiar de tren. Ir hacia otra dirección. ¡Y con nuevos acompañantes!” (A sí mismo) Mierda, si le digo esto me pega una hostia… (Pausa) Vale, volvamos a empezar, Marc. “Susana, tenemos que hablar. Solo será un momentito…” ¿Un momentito? ¡Por favor! (Vuelve a cambiar de tono) “Escucha, cariño…” Mierda, cariño no. Está bien, lo diré del tirón: “Susana, amor mío, quiero decirte que…” Mierda, ¡no! (Vencido) No lo conseguiré… Suena el móvil. Tarda un poco en reaccionar. (Aún afectado) ¿Diga? En escena vemos a Martina, una joven teleoperadora, en su diminuto espacio de trabajo.
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Martina.— (Con acento sudamericano) Hola, buenos días. ¿Hablo con el señor Marc García? Marc.— Sí, soy yo. Martina.— Encantada de saludarle, señor García. Le llamamos desde Pagamenos, su nuevo e increíble operador de telefonía móvil, que le va a ofrecer unas condiciones maravillosas a unos precios espectaculares… Marc.— Lo siento, pero es que ahora… Martina.— Mi nombre es Sonia López… Marc.— Pues encantado, pero… Martina.— … y lo que yo quiero ofrecerle no tiene precedente alguno. Marc.— De verdad, es que ahora no… Martina.— Ya verá, ya verá, preste mucha atención, por favor, porque podrá usted hablar y navegar desde su teléfono móvil por tan solo… Marc.— Oiga, es que… Martina.— Escuche atentamente y si puede siéntese, porque puede caerse del susto… Marc.— Mierda, ¡es increíble! Martina.— … por taaan solo diez euros. ¿Qué le parece? Marc.— Me parece que voy a colgar. (Cuelga) Vuelve a sonar el teléfono.
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(Al teléfono) ¡¿Cómo se lo tengo que decir?! ¡Que no me interesa, joder! (…) Ah, hola Susana, cariño… Nada, un rollo de una compañía de móvil. ¿Qué sucede, cielo? (…) Bueno, es que ahora no puedo hablar, mi amor… (…) No, mi vida, ando muy liado, a tope de trabajo… (…) Sí, mejor lo hablamos después. (Cuelga) De nuevo suena el teléfono. Lo mira antes de responder. (Al teléfono) Susana… ¿Qué pasa, cielo? Ya te he dicho que voy a tope. (…) ¿Y no podemos hablar esta noche? Hoy nos toca japonés, ¿no? ¡Pues me lo cuentas comiendo sushi! (…) Pero ¿qué sucede? (…) ¡No comprendo por qué no me lo puedes decir por teléfono! Me lo dices y punto. (…) Está bien, está bien. Adelante. Dispara. ¿Qué querías decirme, mi amor? ¡Dilo de una puta vez! (…) Silencio. (Hecho polvo) ¿Qué? ¿Cómo…? Quiero decir… (Hundido) Pero… ¿tú no tomabas pastillas? (…) Pues si se toman cuando toca no tiene por qué pasar, ¿no? (…) Claro que lo deseo, cielo, pero esa no es la cuestión. Es solo que… que… ¡joder, no me lo esperaba! (…) Bueno, sí, a lo mejor has engordado un poco… Es cierto que últimamente estabas un poco foca, pero… ¿De cuánto estás? (…) ¡¿Qué?! Pero… ¡¿Por qué no me lo has dicho antes?! (…) Que no querías… Por favor, Susana, ¡si a estas alturas casi se podría saber el sexo! (…) Ah. Una niña… Muy bien… (…) Sí, mucha ilusión, claro… ¡¿Pero por qué no me dijiste nada?! (…) No, no hubiera cambiado nada, amor mío, es solo que me hubiera gustado saberlo. (…) Claro que te quiero. Pero esto no es lo que habíamos acordado, ¿a que no, mi vida? Y es que cuando pienso en lo que me está, nos está pasando… (…) Su, Susana… escúchame… Su… (Cuelgan) ¡Mierda! Marc se queda inmóvil unos instantes, devastado. Vuelve a sonar el teléfono y él lo coge enseguida, sin mirar. Susana, escúchame, por favor. Discúlpame si he reaccionado mal. Lo siento, cariño. No quería herir tus sentimientos. Perdóname.
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Pausa. Martina.— Le perdono, pero no soy Susana. Marc.— ¿Disculpe? Martina.— Me llamo Sonia López y le llamo desde Pagamenos, su nuevo e increíble operador de telefonía móvil… Marc.— ¡¿Otra vez?! Martina .— Que le va a ofrecer unas condiciones maravillosas a unos precios espectaculares… Marc cuelga. El teléfono vuelve a sonar. Marc.— (Al teléfono) ¡BASTA! ¡No vuelvan a llamar! ¡Que no tienen vergüenza! ¡Que invaden la intimidad de la gente cuando les da la gana y les importa un rábano si estamos tristes o alegres, o si nos estamos muriendo!… ¡Dejen de tocar los cojones! Martina.— (Sin acento sudamericano, muy seca) Vale ya. Marc.— (Descolocado) ¿Qué? Martina.— Que se podría haber ahorrado lo de los cojones. Ya le he entendido. Marc.— Ah. Pues no lo parece. Martina.— ¿Ah, no? Marc.— Le acabo de decir que no me interesa y usted, hala, venga a dar la lata… Martina.— (Le corta) No, no, no, usted no ha dicho “no me interesa”. Usted ha colgado ¡y punto! ¡Como si estuviera hablando con
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un contestador automático! Bueno, peor aún, porque con una máquina al menos uno espera a que suene la señal. Pero usted conmigo ni siquiera ha tenido este detalle, ¡no ha tenido la menor muestra de respeto ni educación! Marc.— ¡¿Pero qué coño dices?! Martina.— ¿Lo ve? ¡Y haga el favor de hablarme de usted, que no me conoce de nada! Marc.— (Irónico) Oh, le pido disculpas. Martina.— ¿Se ha parado a pensar que al otro lado del hilo hay una persona? ¿Eh? Per-so-na. De carne y hueso, con un cerebrito y, sobre todo, ¡con un corazón! ¿Es consciente de ello? ¡No, está claro que no lo es! Marc.— Pero qué… Oiga, ¿sabe que esta conversación le puede suponer el despido? ¿Cómo me ha dicho que se llamaba? Martina.— Pero ¿qué pretende ahora? ¡¿Amenazarme?! Marc.— Yo lo que… Martina.— ¿Quiere meterme el miedo en el cuerpo? Marc.— Yo solo le estoy diciendo que… Martina.— Pues ¡no lo conseguirá! ¡¿Me oye?! Marc.— Pero si yo solo le… Martina.— ¿No le han contado en su casa que el mundo es de los valientes? Porque a mí sí, ¡¿sabe?! Yo he tenido el honor de ser educada con unos valores universales, entre ellos ¡la educación! La educación es lo que mueve a las persones a ser mejores, lo que hace avanzar la Humanidad de forma civilizada. ¡Y no voy a quedar-
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me de brazos cruzados mientras la gente pierde los modales a mi alrededor! ¿Entiende lo que estoy diciendo? Marc.— (Tímidamente) Creo que sí… Martina.— Así que no tengo por qué pagar las consecuencias ni aguantar sus impertinencias si usted está nervioso o tiene problemas en casa, porque problemas tenemos todos. (Con la voz quebrada) ¡Que yo también tengo sentimientos, jolín! Silencio. Marc puede oír el llanto ahogado de Martina. Marc.— Oiga, yo no quería… ¿Está bien? Martina.— ¡No! Pausa. Marc.— Vale, de acuerdo. Quizá tenga razón. A lo mejor he sido un poco brusco… Lo siento. Martina.— ¡Es que es terrible! Si yo ya sé que somos lo peor, pero no hace falta ser tan chungo… ¡Es muy cruel! Marc.— Bueno, ya le he dicho que lo siento… Martina.— ¡Pero es que todo el mundo hace lo mismo! Y me insultan. Y me mandan a la mierda y me sueltan lo que les da la gana… y yo… y yo… ¡Ya no puedo más! Marc.— Eh, tranquilícese. Vamos, no llore… Ella ahoga un llanto. De acuerdo, explíqueme esas ofertas tan increíbles que mencionaba. Martina.— ¡No quiero!
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Marc.— Por favor… Martina.— ¡Que no! Marc.— De acuerdo. Total, no voy a cambiarme de compañía… Martina.— ¿Lo ve? Es usted un falso. Marc.— Oiga, ¡que yo estoy intentando ser amable! Martina.— Ya lo veo. Marc.— Pues sí, estoy poniendo de mi parte y… Bah, da igual. No sé qué hago discutiendo con usted… ¿Que me he pasado? Pues ya está, le acabo de pedir disculpas. No creo que tenga que declararme culpable por la falta de educación universal, porque me he comportado dentro de unos límites muy razonables. O sea que ahora –y le aviso para que no se lo tome a mal– voy a colgar, ¿de acuerdo? (Pausa) ¿De acuerdo? ¿Me escucha? ¿Hola? Martina.— Hola. Marc.— ¡Que le digo que voy a colgar! Martina.— ¡Pues cuelgue! ¡Haga lo que le dé la gana! Silencio. Él no cuelga. Marc.— Oiga… Eso que le he dicho antes… Que no se preocupe. No voy a decir ni haré nada que la perjudique. Me refiero a su trabajo. Martina.— Me da igual. No será necesario. Marc.— No la entiendo. Martina.— Que está todo grabado.
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Marc.— ¿Cómo? Martina.— Graban las conversaciones. Marc.— ¿Ah, sí? Martina.— Para controlarnos. Para meternos el miedo en el cuerpo. Marc.— (Con miedo) Joder… Martina.— Y en parte me alegro. Sí, mejor así. ¡Porque estoy harta! (Grita) ¡Har-ta! Marc.— ¡Chisss! Recuerde que se está grabando… Martina.— Ya le he dicho que me da igual. ¡Esto es insostenible! Marc.— Me lo imagino, pero… Martina.— ¡No, no! ¡No se lo imagina! ¡No puede ni imaginarse qué significa estar ocho horas cada día en esta mierda de trabajo! Marc.— Oiga, quizá ahora se está pasando, ¿no? Lo digo por usted… Martina.— ¿Sabe?, yo no estudié Comunicación Audiovisual para terminar así. Marc.— ¿Estudió Comunicación Audiovisual? Martina.— Y no es precisamente una carrera fácil. Marc.— Pero por lo menos está practicando la parte auditiva, ¿no? Martina.— Usted es muy gracioso. Marc.— Perdón.
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Martina.— No tiene ni puta gracia. Marc.— No, no la tiene, disculpe. Martina.— Me duele el culo de tenerlo pegado tantas horas a esta silla. Tengo la oreja frita. Y cuando llego a casa, la cabeza me retumba. ¿Se imagina? Hay días en los que todavía puedo oír llamadas entrando mientras ceno, ¡como si no me hubiera ido de aquí! Tengo la voz destrozada –¡me han salido unos pólipos en las cuerdas vocales!– y, por si fuera poco, me han detectado angustia vital: ¡a mí, que me apasiona vivir! Pero lo peor es que me está cambiando el carácter. Ya ni me reconozco… Siempre estoy triste o de mal humor y todo aquello que quería ya no tiene sentido. (Pausa. Se lo piensa) Un día tomé una decisión: decidí dejar lo que tenía para apostar por aquello que deseaba con todas mis fuerzas. Sí. “El amor de mi vida”… ¡Yo solo quería ser feliz, joder! Le quería tanto… Pero ahora lo único que hago es matarme a trabajar en un curro de mierda para pagar cuatro facturas de mierda, vivir en un piso de mierda y tener, junto a él, ¡una vida de mierda! Dígame, ¿de esto se trata? (Grita) ¡Por favor, que alguien me lo diga! ¡¿En esto consiste todo?! Silencio. Marc.— Ya… Martina.— Ya… ¿qué? Marc.— Que sé a qué te refieres… se refiere. Pausa. Martina.— ¿Ah, sí? Marc.— Yo hace tiempo que hice Derecho y tampoco me dedico a ello…
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Martina.— ¡No compare! Seguro que usted tiene un trabajo mucho más digno que el mío y no tiene que soportar la mala educación de cuatro capullos. Marc.— Gracias. Martina.— Ahora no lo decía por usted. Marc.— Gracias. No, en serio… Sé lo que quiere decir. Entiendo ese sentimiento que me ha expresado. Martina.— “Ese sentimiento que me ha expresado”… ¿No le parece que ya nos podemos tutear? Marc.— Ah. Como quiera. Quieras. Martina.— Mejor. Pausa. Marc.— Tienes razón. Martina.— ¿En qué? Marc.— Cuando has dicho lo de estar pasando un mal momento… Tú no tenías ninguna culpa, y yo he sido un gilipollas. Martina.— Me alegro de que seas capaz de reconocerlo. Marc.— Es un clásico pagar con otros los problemas personales, ¿no crees? Martina.— ¡Ah! Entonces reconoces que tienes problemas. Marc.— ¿Y quién no? Martina.— Exacto, y quién no. ¿Y cuál es el tuyo?
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Marc.— ¿El mío? Martina.— ¿Qué te pasa? Marc.— ¿A mí? Martina.— Sí. Marc.— Bueno… No quisiera parecer maleducado, pero… preferiría no hablar de ello. Martina.— ¿Por qué? Pausa. Marc.— Esta situación es un poco rara, ¿no crees? Martina.— Las situaciones no son raras, Marc, somos los humanos los que las hacemos rarísimas. Marc.— Hum… Pero así, de repente, entenderás que no me parezca muy normal contarle mi vida a una teleoperadora… Martina .— No veo por qué. Hay quien se la cuenta a los animales… Marc.— Pues, francamente, a mí no me inspira demasiada confianza saber que la conversación se está grabando. Martina.— Ya. Entiendo. Pues quedemos. Marc.— ¿Qué? Martina.— Para hablar sin que te cortes. Marc.— ¡Estás de broma!
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Martina.— Solo tendría que cruzar la calle. Marc.— ¿Cómo? Martina.— ¿Ves delante de ti un edificio enorme? Seguro que más de una vez te has preguntado qué mierda de oficinas albergará… Marc.— Sí… ¡No! ¡¿Pero de qué hablas?! Martina.— Los del último piso somos nosotros. Bueno, ellos. Marc.— Pero ¿cómo sabes dónde vivo? Martina.— No es muy difícil. Por cierto, menuda factura te llegará este mes… Marc.— (Nervioso, empieza a mirar por la ventana) ¿Mi factura? Mira, Sonia… Martina.— No me llamo Sonia. Marc.— ¿Ah, no? Martina.— Ni tampoco López. Me llamo Martina Catalán, como mi abuela. ¡Y deja de mirar por la ventana! Marc.— (Se detiene en seco) ¡Joder! Silencio. Siempre sospeché que los nombres de las teleoperadoras eran falsos, pero… Martina.— Entonces, ¿qué hacemos? ¿Cruzas tú o cruzo yo? Marc.— ¿Estás hablando en serio? Martina.— ¿A ti qué te parece?
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Marc.— ¿Me lo puedo pensar y vuelves a llamarme en unos minutos? Martina.— ¿Crees que esto es una oferta de telefonía móvil? Marc.— No, no… Martina.— Escucha tu instinto, Marc. ¿No hay algo que te dice que esta llamada no es una casualidad? Marc.— Tú has visto muchas películas… Martina.— Algunas. ¿Y? De repente, él ve que tiene otra una llamada entrante. Marc.— ¡Mierda! Martina.— ¿Mierda? Marc.— Verás, tengo una llamada urgente, tengo que responder… Martina.— ¿Una llamada? No es necesario que pongas una excusa. Marc.— En serio, es importante. Martina.— Esto es muy cutre por tu parte. Marc.— No es ninguna excusa, te lo juro. Martina.— (Recupera el acento sudamericano del principio) Bueno, señor García, pues si usted no está interesado en recibir nuestra oferta… Marc.— Oye, no es necesario que vuelvas con esas… Martina.— Le dejo para atender nuevas llamadas de otros clientes. Marc.— Por favor, Martina, te juro que…
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Martina.— Buenos días, señor García. Que le vaya bonito. Martina cuelga. Marc.— ¡Martina! (Se da cuenta de que ya está con la otra llamada) ¡Oh, Susana! (…) Nada, cariño, estaba hablando con una operadora de la compañía de teléfono cuando… (…) Cielo, te lo estoy diciendo, era una chica de la compañía que (…) ¡Pues porque me lo ha dicho ella, joder! (…) Hablo como me sale de… (…) Su, Su, Susana, espera, amor mío… Susana… ¡Susana! (Ella cuelga) ¡Mierda! Marc se queda unos instantes pensativo mirando el teléfono. De repente, marca un número con decisión. Hola, buenos días. Verá, lo que le voy a decir le parecerá un poco extraño, pero… quiero hablar con la operadora que me ha llamado ahora mismo, hace apenas un minuto. (…) Sí, tengo que hablar con ella. Es muy importante. (…) ¿Cómo que no le está permitido? Se llama Martina… Martina Catalán. Bueno, aunque su nombre laboral es Sonia López. Ya lo verá, búsquelo en sus datos, o en mi última llamada recibida, o pregúnteselo a sus compañeras, me da igual, pero páseme con ella… (…) ¡¿Quiere hacer el puto favor de pasarme con ella?! ¡Oiga! (Cuelgan) ¡Mierda! Marc vuelve a mirar por la ventana, ansioso. De nuevo suena el teléfono. ¿Martina…? Martina.— (Seca) Hola. Marc.— Veo que no has cruzado la calle… Martina.— No me lo has puesto fácil. Silencio. Marc sigue mirando por la ventana. Martina, también.
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¿Qué haces? Marc.— ¿No me ves? Martina.— Estás demasiado lejos para poder captar los pequeños detalles. Marc.— Qué pena. Los pequeños detalles suelen ser los más importantes. Martina.— ¿Como cuáles? Pausa. Marc.— Sonrío. Por primera vez en mucho tiempo. Ella también sonríe. Martina.— ¿Eso significa que ya quieres contarme lo que te pasa? Marc.— Eres directa, eso no se puede negar. Martina.— ¿Entonces? Marc.— No sé cómo hacerlo. Martina.— ¿No sabes cómo contarlo? Marc.— No. Me refiero a que… A que… (Va hacia la pecera. Observa al pez) Tengo un pez en una pecera. Martina.— ¿Ah, sí? Marc.— A menudo lo observo. Da vueltas en círculo una y otra vez… Una y otra vez… Le miro y es como si estuviera preguntándose qué debe hacer para salir de ese bucle. Pero él resiste. Aguanta. ¿Comprendes? Se limita a sobrevivir. Ahí dentro puede hacer-
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lo. Pero si saliera de ahí… si saliera de ahí, ¿adónde iría este pobre pez? Pausa. Se moriría. Martina.— ¿Cómo lo sabes? Marc.— ¡Porque los peces fuera del agua se mueren, joder! Pero el pez quiere intentarlo, quiere salir de aquí, pero no puede, no puede nadar fuera de la pecera, ¿lo entiendes? ¡No es que no quiera, es que no puede! Y sigue dando vueltas y más vueltas, preguntándose cómo dar un salto para salir de la puta pecera… Y lo prueba, mueve las aletas, coge aire, respira… Pero no puede. De verdad que no puede. ¡No es ningún cobarde! ¡Es que no puede! Pausa. Joder, nunca había dedicado tanto tiempo a hablar de la miserable vida de un pez. Pausa. Martina.— Marc… A veces hay que nadar a contracorriente. Marc.— Eso es muy difícil, Martina. Hay corrientes tremendas. Imposibles. Fuertes como un tifón… Silencio. Martina.— Tengo un hermano en Berlín. Pausa. Marc.— ¿Y qué?
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Martina.— Hace tiempo que le doy vueltas a cómo salir de este bucle en el que estoy metida… Como tu pez. Quiero irme allí y empezar de cero. Pausa. Vente. Marc.— ¿A Berlín? Martina.— ¿Por qué no? Silencio. Marc está descolocado y al mismo tiempo ve un poco de luz por primera vez en mucho tiempo. Mira la ventana, mira el teléfono, mira la pecera… Mira a lo lejos. Marc.— ¿Podría llevarme a mi pez?
3. Juan y Luis En un callejón sin salida, con aspecto desaliñado y la mirada triste, está sentado Juan. A su lado, algunas latas vacías. Entra Luis, vestido de forma impecable y con un botellín de agua en la mano. Luis.— (Al móvil) ¡Que no, que no estoy interesado en ninguna oferta de telefonía! ¡Y ni se les ocurra volver a llamar, pesados! (Cuelga) Luis enciende un cigarro. Poco después descubre a Juan. ¡Pero bueno! ¡¿Quién está aquí?! Juan.— (Ausente) ¿Qué? Luis.— ¡Juan! ¿Te puedes creer que trabajo justo aquí al lado? Juan.— Qué tal, Luis. Luis.— Pues ya lo ves, todavía no he conseguido dejar de fumar. Este es mi pequeño rincón de placer. Cada día me escapo aquí a la misma hora y hoy… ¿a quién me encuentro? ¡Para que luego digan que fumar es malo! Juan.— … Luis.— Pero dime, ¿qué haces aquí?
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Juan.— (Mira las latas vacías de cerveza) Contemplar el paisaje. ¿Quieres? Luis.— A estas horas, yo soy más de café. Pausa. Te he reconocido al instante. Y eso que no tienes muy buen aspecto… ¿Puedo? Luis se sienta a su lado. Juan parece mareado. ¿Estás bien? Luis le ofrece su botellín de agua y Juan se remoja la cara. Juan.— Ahora mejor. (Observa a Luis) Uau, qué elegante. Luis.— Sí, bueno… Cosas del trabajo. Juan.— ¿Te han hecho director del periódico? Luis.— Qué va. Ya no trabajo en prensa, Juan. Acabé harto de tanto esfuerzo para nada. De cobrar una miseria, de no tener vacaciones… Se acabó. Decidí cambiar de rumbo. Juan.— Bien hecho. ¡A la mierda el periodismo! Luis.— No te creas, lo pasé mal. Pero supongo que, a partir de cierta edad, la estabilidad pesa. (Se lo piensa) Y bueno, ya sabes que mi padre trabajaba en un banco… Juan.— ¿Te has vendido al enemigo? Luis.— Reconozco que fue una salida fácil pero… Juan.— ¡Uuuuh! ¡El enemigo!
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Luis.— Juan, por favor… Silencio. ¿Y tú qué? ¿Cómo van las clases de Guion? Juan.— No van. Luis.— ¿Se te acabó el contrato? Juan.— Cerraron la escuela. Luis.— Vaya… Esta puñetera crisis… Es terrible. Juan.— … Luis.— Pero bueno, conociéndote, andarás por otro lado… Juan.— Por el lado del paro. Luis.— Ah. Lo siento… En fin, no todo en la vida es trabajar, ¿verdad? Por suerte, la vida es mucho más que eso… Juan.— La vida es una mierda, Luis. Luis.— Hum. Estamos optimistas, ¿eh? Pausa. Créeme, Juan. He pensado en ti un montón de veces… Aunque nunca encuentre el momento de llamarte. Pero te busqué en la red… ¡Y no estás ni en Facebook! Juan.— Soy inexistente. Silencio. Luis.— Háblame de Ana. ¿A qué se dedica ahora?
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Juan.— (Le mira, acusador) Cría gemelos. Luis.— ¿En serio? ¡Pero bueno! ¡Qué callado te lo tenías! ¡Enhorabuena! Juan.— … Luis.— Para que luego duden del amor adolescente… Lo vuestro sí que es una historia de amor. Juan.— No son míos. Pausa. Son de otro capullo. Luis.— Ah. No tenía ni idea… Juan.— … Luis.— Bueno, la última vez que os vi Ana me contó que estabais en crisis… Pero pensé que una crisis pasajera la puede tener todo el mundo… Juan.— Tan pasajera que ya nunca más regresó. Silencio. Luis.— (Para romper el hielo) Pues… Probablemente te sorprenda… Yo vivo con Flabio. Juan.— Flabio… Luis.— Mi compañero. De piso, y algo más. Juan.— Puedes ahorrarte los detalles. Luis.— Ven un día y te lo presento. Es un encanto.
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Pausa. Vale. Estarás pensando: tiene gracia que de repente me hable de su novio tan abiertamente, ¿no? Juan.— Sí. Luis.— No es para justificarme, pero ya sabes que antes salir del armario no era tan frecuente, y aunque fuéramos amigos para mí no era fácil hablar de ello… Juan.— A ti no te hacía falta salir del armario, Luis. Luis.— ¿A qué te refieres? Juan.— Ya estabas fuera. Luis.— ¿Qué? ¿Quieres decir que todo el mundo lo sabía? ¿Es eso? ¿Todo el mundo menos yo? Juan.— Sí. Luis.— ¿Y por qué no me lo dijiste? Juan.— ¿Y tú? Luis.— De acuerdo. Tienes razón. Debería haber sido yo. Pero… (Se lo piensa) Te lo diré claro, Juan: si nunca saqué el tema fue porque… porque… Era por ti por quien quería salir del armario. Así de simple. Hubo un tiempo en que me gustabas. Bueno, más que eso… Estaba loco por ti. Vale, ya lo he dicho. Pausa. Juan.— Ah. Luis.— ¿Ah? ¿Eso es todo?
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Juan.— ¿Quieres que aplauda? Luis.— No sé… He guardado este secreto durante tanto tiempo… y ahora voy y lo aireo en dos segundos. En fin, ya está. Ya lo sabes. Por supuesto tú nunca te enteraste de nada. ¡Solo tenías ojos para Ana! Pero si supieras… ¡Ah! Tenía una libreta con tu nombre… Escribí tu nombre en todas sus páginas. Lo escribí cientos de veces… Guardaba esa libreta como un tesoro. Y en casa tenía una foto tuya. Bueno, en realidad era una foto de grupo, pero a ti te recorté y te guardé en el cajón. Estabas muy guapo, con un gorro de color rojo. Y cuando estudiaba, a veces me tomaba mi tiempo, sacaba la foto y te contemplaba durante un buen rato… ¡Cuántas horas de mi pensamiento metidas en esa foto! Cuántos años suspirando por ti… Pausa. Ya está, ya me he quedado a gusto. ¡Es como si hubiera sacado a la luz un secreto de familia oculto durante siglos! Silencio. ¿No piensas decir nada? Estoy preparado para cualquier comentario. Juan.— Luis… Ya lo sabía. Luis.— ¿Qué? Juan.— Siempre lo he sabido. Luis.— Pero… Juan.— Ana fue la que se dio cuenta. Luis.— Ah, Ana, claro, ¡a ella nunca se le escapaba nada! Juan.— Estaba celosa de ti.
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Luis.— ¿De mí? Juan.— Estaba pendiente de cualquier detalle. De tus gestos y tus actos. Luis.— ¡Pero qué me estás contando! Juan.— Se convirtió en una especialista en muestras ocultas de amor gay. Luis.— Estoy flipando. Juan.— Y tuve que decirle que dejara de agobiarme. Ana podía ser muy pesada cuando quería. Luis.— Lo sé, lo sé. Juan.— Pero supongo que continuó espiándote en silencio. Pausa. Luis.— Pero… ¿por qué nunca me dijiste nada? Juan.— ¿Y tú? Luis.— Vale. Supongo que los dos hicimos lo mismo. Callar por miedo a dejar de ser amigos… o algo así. Es increíble… Tanto tiempo suspirando en silencio por ti… ¡y tú lo sabías todo! Pausa. Si supieras cómo te llamaba… Juan.— ¿Cómo? Luis.— Bah, da igual. Juan.— Ahora no te eches atrás.
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Luis.— Que no. Juan.— Luis… Luis.— Es una tontería. Juan.— Adelante. Pausa. Luis.— Robin. Juan.— ¿Robin? Luis.— Tú eras mi particular Robin Hood. Juan.— Bueno, podría haber sido peor… Luis.— Yo alucinaba con todo lo que tú hacías, Juan. Todo. Pero sobre todo por cómo lo hacías. Tu energía, tu fuerza, tu genio… Era increíble. Conseguías todo lo que te proponías. Eras tan testarudo… ¿Recuerdas cuando te enfrentaste al de Lengua por haber cambiado la fecha del examen sin avisar? Juan.— Menudo cabrón. Luis.— Y esa manera de perseguir a Ana, hasta que la conquistaste… ¡Qué envidia sentí! Para ti no había nada imposible. Tenías una fuerza salvaje que podía con todo. Por eso te convertiste en mi Robin Hood particular. Mi héroe. Juan.— Me tenías idealizado. Luis.— No. Para mí entonces lo fuiste. Me quedo con eso. Juan.— Por desgracia, esta historia no tiene un final feliz. Luis.— Bueno, desde la perspectiva de entonces quizá no, pero esta historia todavía no ha terminado.
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Juan.— Sí, sí ha terminado. Y tiene un final patético. Luis.— No digas eso, Juan. Hay mucho camino por recorrer aún. Juan.— Te equivocas. Luis.— ¿Lo dices por el trabajo? ¿Por Ana? El mundo está lleno de chicas. Y, por suerte, de chicos también. Juan.— No, Luis. No. Fui yo quien lo mandó todo a la mierda. Ya está. No hay marcha atrás. Luis.— No te puedes culpar de un fracaso amoroso. Silencio. Juan.— Me enamoré de una alumna. Luis.— … Juan.— Me miraba fijamente en clase. Me hipnotizó. Pero yo la quería… Luis.— ¿A la alumna? Juan.— A las dos. Pero tenía que elegir, ¿no? Luis.— Bueno, sí, así son las cosas… Nuestra sociedad no está preparada para la poligamia. Al menos parece que ha salido adelante. Ana, me refiero. Juan.— Estoy viviendo con ella. Luis.— ¿Con la alumna? Juan.— Martina. Se llama Martina. ¿Y quieres saber algo gracioso? Luis.— Pues estaría bien, para variar…
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Juan.— Me va a dejar, Luis. Lo sé. Y me quedaré solo. Completamente solo. Luis.— Vaya, Juan, yo… Juan.— Por favor, no vuelvas a decir que lo sientes; me hace sentir más desgraciado aún. Pausa. Luis.— No somos nosotros los que escribimos el guion de nuestra vida, ¿verdad? Juan.— Pues quien haya escrito el mío se ha quedado a gusto. Luis.— Al final solo se trata de encontrar la manera de ser felices. Juan.— … Luis.— Mira, hagamos una cosa: te vienes un día a casa, te presento a Flabio y hablamos de la vida mientras nos tomamos un buen arroz. No es por nada, pero hago un arroz con rape que está para chuparse los dedos… Silencio. Juan… ¿Estás bien? Vamos, vas a salir de esta, ya lo verás. Pausa. Juan.— Luis… Me voy a quedar en la calle. Luis.— ¿Qué? Juan.— Ya hace tiempo que no puedo pagar el piso. Luis.— ¿De qué hablas?
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Juan.— Si no pago, me echan. Luis.— Pero… ¿lo dices en serio? Juan.— Claro que lo digo en serio, Luis. Más allá del amor adolescente, esta es la auténtica realidad. Luis.— ¿Qué pasa, Juan? Juan.— Que se quedarán con mi casa, eso es lo que pasa. Que me quedaré en la calle. Que estoy solo. Que ya no puedo más… No imaginabas esta historia, ¿verdad? Qué guion más patético. Todo lo que un día conseguí ya es casi humo. Perdí el trabajo. No encontré otro. Hace dos años que no trabajo. No puedo pagar mi casa. Martina no me soporta. Yo no me soporto. Todo se ha derrumbado… Te aseguro que he hecho todo lo que estaba a mi alcance para evitarlo. Pero, Luis, ya no me quedan fuerzas para seguir luchando. Ya no. Pausa. Luis.— … ¿Cómo es posible? No sé qué decir. Silencio. Juan.— Necesito que me ayudes. Luis.— Juan, yo… Juan.— Si me echan de casa, si estos cabrones se quedan con mi piso, caeré en la miseria para siempre. ¿Comprendes? No saldré del pozo nunca más. ¿Lo entiendes? Luis.— Pero ¿qué puedo hacer yo? Mira, Juan, que yo trabaje en un banco no significa que… Juan.— No te estoy pidiendo que robes el banco, no soy ningún loco. Pero necesito que me ayudes.
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Luis.— Ni siquiera mi padre puede hacer nada. Juan.— Si tú pudieras asumir mi deuda… Luis.— Juan, eso… Juan.— Tú podrías hacerlo. Estás en otra situación. Luis.— Espera, espera. Siento muchísimo todo lo que te está pasando, de verdad, estoy muy afectado, pero… Yo no puedo ayudarte. Juan.— Sería un préstamo. Luis.— Sabes que no podrías devolvérmelo. Juan.— Supongo que no. Pero en eso consiste la amistad, ¿no? Luis.— ¿Por qué me pones en este aprieto? Joder, Juan, esto no se le puede pedir a un amigo, no se puede… Juan.— ¿De verdad? Luis.— Se me parte el corazón viéndote así, pero… Juan.— Soy tu Robin Hood, ¿recuerdas? Luis.— Por favor, no sigas por ese camino… Juan.— No te lo voy a pedir a cambio de nada. ¿No lo entiendes? Luis.— No, no lo entiendo. Pausa. Juan.— Quiero… Te ofrezco un intercambio… Luis.— Pero ¿de qué hablas?
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Juan.— Es la ley de la oferta y la demanda, ¿no? Yo tengo esto, tú tienes aquello. Luis.— Oye, Juan, lamento mucho lo que te ha pasado pero… Juan.— ¿No te das cuenta de que hoy no nos hemos encontrado por casualidad? Luis.— ¿A qué te refieres? Juan.— ¿Por qué crees que estoy aquí, al lado de tu oficina? Luis.— Pero ¿tú sabías que yo…? Juan.— He venido a ofrecerte un pacto. Luis.— No sé de qué pacto me hablas, y creo que es mejor no saberlo. Juan.— Ningún pacto está libre de inocencia. Luis.— Deja que te meta en un taxi… Juan.— ¡No quiero ningún taxi, joder! ¡Quiero un pacto! Luis.— Pero ¿de qué estás hablando? En un arrebato, Juan da un abrupto beso a Luis. ¡¿Qué haces?! Juan.— ¿No es esto en lo que pensabas cuando suspirabas por mí? Luis.— ¿Estás loco o qué? Juan.— ¿No es esto por lo que hubieras vendido tu alma al diablo? Luis.— ¿Es una broma? Porque si se trata de una broma, es de muy mal gusto.
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Juan.— ¿Acaso tengo cara de broma? Quizá sí que estoy loco, Luis. O quizá solo soy uno más que intenta sobrevivir. ¡Pero no quiero perder mi casa! ¡No quiero! Es lo único que me queda para vivir dignamente. ¿No lo entiendes? Eres mi esperanza para seguir dentro del sistema… Supongo que ahora pensarás: pobre desgraciado, Juan. Y sí, tienes razón… ¡Soy un jodido desgraciado! Abandonado por todos, incluso por la suerte. Es desolador, Luis, cuando no tienes el soporte de nadie y los que te ayudaban ya no están. Cuando estás solo y no tienes ninguna salida. Ya ves en lo que ha quedado tu Robin Hood de pacotilla. No, Luis, no. No soy ningún héroe. Nunca lo fui. Solo era un creído de mierda que pensaba que iba a comerse el mundo y no ha conseguido nada, ni siquiera ha sido capaz de conservar a una mujer maravillosa que lo quería con locura y que dejó escapar porque se encaprichó de una alumna que lo miraba fijamente en clase. Y no me lo voy a perdonar en la vida. ¡Pero el mal ya está hecho, joder! No se puede retroceder en el tiempo. ¡No se puede! No podemos hacer las cosas distintas a como las hubiéramos hecho o a como nos hubiera gustado que fueran. ¡No podemos volver a escribir un guion que ya se rodó! No podemos… Pausa. Luis.— Juan, yo… Juan.— ¿Sabes? Hoy he venido aquí… he venido expresamente para encontrarte. Sí. Pretendía tocarte la fibra… Quería creer que todo lo que decía Ana podía servir de algo. ¡Soy patético! Quería aprovecharme de un sentimiento del pasado de alguien que siempre llevé por donde quise. Porque esto es lo que Ana decía. Y se enfadaba conmigo porque yo hacía contigo lo que me daba la gana. Y ahora veo que tenía razón. Yo, estúpido, pretendía repetir aquel esquema como un idiota… y como un egoísta. Esto es lo que soy. Un idiota y un egoísta. Silencio. Luis, conmovido, le abraza. Algo se remueve en su interior. Luis.— Siempre pudiste conmigo, Juan. Siempre.
Epílogo En la azotea, al atardecer, cerca del muro, Jofre mira fijamente a lo lejos. Suena su móvil. Voz Martina.— Le llamamos desde Pagamenos, su nuevo e increíble operador de telefonía móvil… Jofre.— Corta el rollo, Martina. ¿Dónde estás? Se abre la puerta. Entra Martina. Sonríe. Martina.— Sabía que te encontraría aquí. (Muestra unas llaves) Todavía sirven, ¿eh? ¿Ya habéis atrapado a algún ladrón? Jofre.— Por ahora solo atrapamos unas sábanas del vecino. Ella repasa el espacio con la mirada. Martina.— Parece que todo continúa igual… Jofre.— Todo no. Antes podía embestirte contra la pared. Martina.— Te gustaba provocar a la sorda. Jofre.— En realidad se volvió sorda por nuestra culpa. Martina.— Te veo en plenas facultades…
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Jofre.— ¿Cuándo te vas? Martina.— Mañana. Jofre.— Un poco más, y me envías un wasap desde el aeropuerto. Martina.— Venga, no te enfades. Tu cumpleaños es hoy. Me gusta felicitarte personalmente el día que toca. Jofre.— ¿No deberías estar haciendo la maleta? Martina.— No te preocupes. Lo tengo todo bajo control. Silencio. Jofre.— ¿Y tu profesor? ¿Ya tiene trabajo en Alemania? Martina.— (Se lo piensa) Juan no viene. Jofre.— ¿Qué pasa, lo dejas solo para ver si se tira a otra alumna? Martina.— Sabes que no me gusta que hables así de él. Además, ya no da clases. Jofre.— ¿Qué sucede, Martina? Martina.— Nada. Me voy. Y me voy sin él. Jofre.— No lo entiendo. Martina.— Empiezo de cero. Eso es todo. Jofre.— ¿Eso es todo? Mira, no voy a decir que lo sienta por ese capullo. Pero es triste. Rompiste una relación para empezar otra que ahora se acaba. Nada tiene sentido. Martina.— Vamos, no te pongas profundo. (Se lo piensa) Además… No me voy sola a Alemania.
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Jofre.— Eres imparable. Martina.— Escuché una voz y le hice caso. Jofre.— La puta vocecita… Martina.— Lo quiero probar. Ya sabes lo que opino. Jofre.— Lo que no entiendo es por qué te vas, Martina. ¿No bastaba con cambiar de trabajo? Martina.— Sabes que aquí no hay trabajo, y no estoy dispuesta a dejarme la vida en el intento. Jofre.— Pero no es necesario irse. Martina.— No quiero vivir en esta mierda de país, Jofre. No así. Jofre.— Si todos hacen como tú, los que nos iremos a la mierda somos los que nos quedamos. Pausa. Martina.— Oye… seguiremos en contacto. Hablaremos por Skype. Te tendré al corriente de todo. Pero venga, vamos a dejar de hablar de mí. He venido a felicitarte y te traigo un regalo. Se sienta en su regazo. Jofre.— ¿Unas botas de fútbol? Martina.— Te propongo que aparques tu sentido del humor un rato. Tú estate calladito y déjame a mí… Ella le besa. Él se mantiene inmóvil. Le acaricia. Jofre.— Martina…
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Martina.— Chisss… ¿sabías que estás muy guapo hoy? Martina se quita la camiseta. Jofre.— ¿Qué haces? Martina.— Me los regalaste tú, ¿recuerdas? Quedaron bonitos… Jofre.— Martina, déjalo. Martina.— Vamos a tomarlo como un homenaje de despedida. Jofre.— Si estás haciendo esto por lo que te conté… Martina.— Sabes que yo te puedo ayudar. Te conozco más que nadie… Jofre.— ¡Basta! La puerta se abre. Entra Sara, con un barreño lleno de ropa. Sara.— ¡Oh, lo siento! (Va a cerrar la puerta) Jofre.— Tranquila, este es un espacio comunitario. Sara.— Puedo volver más tarde… Jofre.— No hace falta. Ahora estás aquí. Martina.— Jofre, si quiere volver más tarde, déjala… Jofre.— Os presento. Ella es Sara, vive temporalmente en el ático. Sara.— Hola. Martina.— La imaginaba mayor.
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Jofre.— Martina… una amiga. Sara.— Ah. Martina… Será mejor que suba a tender la ropa en otro momento. Ahora veo algún nubarrón… Jofre sonríe. Sara se da la vuelta para irse. Jofre.— Sara… Sara.— ¿Sí? Jofre.— Si vuelves más tarde, aparta las sábanas… No vayas a pensar que no hay nadie. Sara.— (Sonríe) Claro. (Secamente, a Martina) Bueno, pues encantada. Sara va a salir pero se da cuenta de que se dejaba el barreño. ¡Uy, qué despiste! Sara coge el barreño y sale rápidamente. La puerta se cierra. Silencio. Martina.— Lo siento. Jofre.— Tranquila, no te lo tendrá en cuenta. Martina.— ¡No me refería a ella! Hablo de nosotros. De lo que ha pasado. Jofre.— … Martina.— Supongo que cortar un vínculo tan fuerte no es fácil… Jofre.— Fuiste tú quien lo rompió, ¿recuerdas? Martina.— ¿Y vas a odiarme por eso? Yo solo quiero ayudarte…
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Jofre.— Pero si yo no te odio, Martina. Fui muy feliz a tu lado. Idiotamente feliz, porque pensaba que siempre sería así. Y no te lo echo en cara, de verdad. Solo tenemos una vida, tú siempre lo has dicho. Pero la mía es una mierda y quiero hacer algo de una vez para que deje de serlo. ¿Dices que quieres ayudarme? Pues no lo entiendo. No entiendo por qué quieres llamarme cuando estés en Alemania. O que hablemos por Skype. ¿Y sabes? No entiendo ni siquiera por qué estás hoy aquí. Silencio. Martina.— Será mejor que me vaya. Aún tengo que hacer la maleta. Pausa. Jofre.— Martina… Martina.— (Se gira, esperanzada) ¿Sí? Jofre.— ¿Te importaría devolverme las llaves? Martina, vencida, le devuelve las llaves. Sabe que no se verán nunca más. Martina.— Nunca entendí que te gustara tanto este lugar. Martina sale. Se escucha, por última vez, la puerta de la azotea cerrándose. Entra Marc en escena con un cubata en la mano. Está anocheciendo. Se dirige a alguien que no vemos y que podría ser un camarero asiático. Marc.— (Visiblemente ebrio) Alemania… ¡Qué gran país! Guten Morgen!… No, espera, ahora es de noche… Guten Nacht! ¡Qué grande, Alemania! Ellos sí que saben… ¡son los jefes! Saben mandar, imponerse… Mira la Merkel qué caña mete… Diciendo a todo cristo lo que tiene que hacer. Pero yo no me voy a cual-
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quier parte, no… ¡Yo me voy a Berlín! ¡Es una ciudad fantástica! Tiene que serlo. Dicen que aún conserva trozos del Muro, de cuando la ciudad estaba dividida en dos… ¿Sabes cuánta gente murió intentando cruzar ese muro? Gente que quería ser libre… ¡libre! (Canta. Se detiene en seco. Recapacita) ¿Y qué pasa si la niña vive aquí? Berlín está muy cerca. Dos horas en avión y… ¡fiuuu! ¡Hola, ha llegado papi! Que nadie pueda decir que no soy un buen padre. ¡Nadie! ¡Pero si el mundo está lleno de padres separados! ¡Lleno! Además, quién sabe… quizá al final la cosa no sale bien. En el parto, nunca se sabe… Entonces ¿qué pasaría, eh? Sería un hombre libre… ¡libre! (Vuelve a cantar) ¿Qué pasa? Crees que soy una mala persona, ¿verdad? ¡No me mires así! ¡Sé lo que estás pensando, merluza asiática! Pero antes de juzgar a las personas hay que saberlo todo. ¡No sabes nada de mí! ¿Cuánto hace que me conoces? ¿El tiempo de tomar dos, tres… o cuatro cubatas? ¡No me conoces! Soy buena gente, joder, todo el mundo lo dice. Pero no es eso lo que habíamos hablado… No lo es. Y entonces, de repente, aparece ella: “Hola, buenos días. ¿Hablo con el señor Marc García?”. Así… Como un cohete que estalla en el cielo. ¡Bum! Pero ¿por qué no debería irme con ella? ¿Porque no la conozco? ¿Porque no sé nada de su vida? A lo mejor es una pirada… ¿Y qué? Al menos seré un pez nadando donde quiere, y no en una pecera dando vueltas como un imbécil. ¡Seré un pez libre! (Vuelve a cantar. Se detiene en seco) Oh, cuando Susana lo sepa… Pero yo ya estaré frente a la puerta de Brandeburgo comiéndome una buena Bratwurst… ¡porque eso sí que es comida, joder, y no el pescado crudo que coméis vosotros! Sushi, sashi, sashimi… Lo odio, joder, ¡lo odio! ¿Por qué me miras así? (Se da cuenta) No has entendido ni una palabra, ¿verdad? Bah… Da igual. Brindemos por mi nueva vida, en alemán. Guten… Guten… Nasdrovia! De repente suena su teléfono. Pero no es el único: pronto empiezan a sonar muchos otros a la vez. Marc duda si responder. Paulatinamente, todos los personajes, móvil en ristre, entran a escena. Voz contestador.— … Deje su mensaje después de la señal.
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En primer término, Juan, con buen aspecto, se dirige al público. El resto de los personajes mantiene conversaciones telefónicas independientes entre sí. Juan.— El magnetismo es una de las fuerzas fundamentales de la naturaleza. Sara.— Vaya… Una vez más, no respondes a mis llamadas. Jofre.— Hola, vecina de labios rojos… Juan.— Es la fuerza de atracción que ejercen determinados cuerpos en una región del espacio llamada campo magnético. Sara.— Pero hoy será mejor así. Jofre.— Hoy por fin ha salido el sol. Juan.— Cuerpos que, por su composición, poseen propiedades magnéticas. Sara / Jofre.— Solo quería decirte que… Sara.— … no te llamaré nunca más…, Monstruo de las Galletas. Jofre.— … esta azotea es demasiado grande para mí solo. Sara.— ¿Hola? (Se ha cortado) ¡Odio las baterías! Pausa. Juan.— Los imanes poseen dos polos. Uno negativo y otro positivo. Luis.— Juan, necesito hablar contigo. Martina.— Marc… Estoy en el aeropuerto.
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Juan.— Si se juntan dos polos iguales, el campo magnético tiende a separarse… Luis.— He cortado con Flabio. Martina.— No consigo dar contigo. Juan.— … y la atracción magnética se reduce tanto que aparece un espacio neutral. Luis.— No quiero engañarle más ni engañarme a mí tampoco. Martina.— Supongo que estás de camino y que dentro de nada subirás conmigo al avión. Luis.— Llámame. Pausa. Juan.— Sin embargo, los polos opuestos se atraen… Finalmente, Marc responde al teléfono. Marc.— Hola, Susana… Juan.— … y cuando se unen, el campo magnético que se forma entre ellos es muy fuerte. Martina.— No tardes… Marc.— ¿En el japonés? Pausa. Juan.— Irresistiblemente fuerte. Marc.— (Vencido) Claro, ahora voy hacia allá.
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Martina.— Berlín nos espera. Todos cuelgan. Fin de las llamadas. Juan.— Y este es el tema que les propongo para hoy. Piensen en ello. Busquen el magnetismo que ha existido en sus vidas. Ese imán que se apoderó de su voluntad. Esa fuerza que les arrastró inexorablemente. ¿Se dejaron llevar por ella o pudieron dominarla? Quizá lo intentaron pero les fue imposible detenerla. ¿Lo fue? Si es así, no es necesario que busquen más, ya tienen material para su nuevo guion. Y recuerden: incluso lo más inexplicable tiene una razón de ser. ¿Alguna pregunta? Música. En la pantalla vuelven a aparecer imágenes urbanas. Vemos a gente andando por la calle. Una azotea. Unas sábanas tendidas. Un avión yéndose y dejando su tenue rastro en el cielo.
Fin
Elisenda Guiu (Barcelona, 1974)
Es guionista y autora de narrativa y teatro. Tras su paso por Humanidades, se licencia en Periodismo en la Universitat Pompeu Fabra. Paralelamente se forma en Dramaturgia en L’Obrador de la Sala Béckett de Barcelona, con José Sanchis Sinisterra y Sergi Belbel, entre otros, y acude a los seminarios impartidos por Martin Crimp y Roland Schimmelpfennig. Como guionista ha trabajado en una decena de programas de televisión, entre ellos, Los Lunnis (TVE), Peter and Jack (Clan) y Escena (TV3). Ha publicado varios cuentos y relatos, entre otros, El Raïm Inquiet (Arola Editors) y Un superheroi amb poca traça (Editorial Everest). En teatro debuta con Síndria o meló en la sala MiniTea3 de Barcelona, donde posteriormente estrena Escúpidos y Knocking on toilet’s door. Además de Magnetismes, ha llevado a escena Pedra, Paper, Tisora; Quotidianitats narrades y Vins escènics.