El vampiro de Croglin Grange

... acomodaban en su nueva residencia, la familia. Fisher desempacaba sus pertenencias en una casa más amplia ubicada en Thorncombe, cerca de Guildford.
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El vampiro de Croglin Grange Exist´ıa, en la Inglaterra de mediados del siglo XIX, un condado llamado Cumberland, en donde la familia Fisher pose´ıa una finca rural llamada Croglin Grange. All´ı, en lo alto de una peque˜ na colina, se erig´ıa la vieja casona familiar, de una sola planta y con una amplia terraza que dominaba la vista hacia el camposanto de la iglesia anglicana, ubicada en una hondonada y detr´ as de un bosquecillo vecino. El condado era muy apacible, con casas dispersas sobre un terreno ondulado y con un arroyo que lo delimitaba al sur. Era, al decir del capit´ an Fisher, un idilio de la campi˜ na inglesa. Con el correr de los a˜ nos la casona se hizo peque˜ na para la creciente fortuna de la familia que, por otro lado, comenz´o tambi´en a ser numerosa; decidieron, luego de una reuni´on, que ser´ıa un crimen arruinar su arquitectura con la construcci´on de un nuevo piso. Tras otra larga deliberaci´ on coincidieron en alquilarla a tres hermanos de quienes ten´ıan excelentes referencias. Mientras los Cranswell —los nuevos inquilinos, dos varones y una mujer— se acomodaban en su nueva residencia, la familia Fisher desempacaba sus pertenencias en una casa m´as amplia ubicada en Thorncombe, cerca de Guildford. 3

4 Los hermanos fueron bien recibidos en la comunidad de Croglin. Los vecinos menos adinerados recib´ıan de buen grado su generosidad, mientras que las clases altas ve´ıan en ellos una excelente adici´ on a la sociedad. La disposici´ on de los aposentos no era un problema para ellos; de hecho, la granja les agradaba mucho m´as que a sus antiguos habitantes. En todo aspecto, el lugar era confortable y acogedor, y por primera vez en muchos a˜ nos se sintieron totalmente a gusto en un sitio al que pod´ıan llamar, con toda justicia, su hogar. * **

La llegada del invierno marc´ o un per´ıodo especialmente benigno y agradable para los hermanos; los d´ıas trascurr´ıan afablemente en la sala, donde, sentados alrededor del hogar crepitante, se demoraban en la lectura de los peri´odicos y los libros que acog´ıa la biblioteca. La prensa daba cuenta de algunas misteriosas desapariciones en los poblados cercanos: una ni˜ na de seis a˜ nos, un robusto le˜ nador, un marino escoc´es, una anciana costurera. Tambi´en corr´ıa el rumor, en una plantaci´ on cercana, de que un anciano de rostro enjuto merodeaba por los alrededores al caer la noche, especialmente cuando las nubes ocultaban los rayos g´elidos de la luna. Edward y Michael Cranswell eran ajenos a estas habladur´ıas, pero Amelia era un caso distinto; sol´ıa pasar largos minutos sentada en la terraza, durante las ma˜ nanas, contemplando el horizonte mientras meditaba acerca de la veracidad de estas historias. Cierta noche especialmente g´elida crey´ o ver y oir, a lo lejos, en la direcci´ on del bosquecillo, los gritos de un ni˜ no que parec´ıa huir en medio de una rojiza luz. Sin embargo, nadie denunci´ o m´ as desapariciones, y no hubo noticias de ning´ un ni˜ no en los peri´ odicos locales. Al cabo de unos d´ıas, el ´ animo de Amelia mejor´ o, al punto en que, con la llegada de la primavera, esos incidentes no eran m´as que un recuerdo enterrado en su memoria.

5 Con el cambio de temperatura comenzaron los largos paseos a caballo por los alrededores. Los lugares favoritos de los pobladores eran las plantaciones al este y el bosque que se encontraba m´ as al norte y al oeste de unas colinas bajas. Los hermanos pronto notaron una cierta reticencia, en los pobladores m´ as ancianos, a caminar por las cercan´ıas del cementerio que rodeaba la iglesia anglicana. Dec´ıan que en ese lugar se levantaba cierta cripta, largo tiempo olvidada, que albergaba los restos de una familia odiada por las generaciones m´ as antiguas. Ellos mismos eran demasiado j´ovenes para recordar a sus miembros (cuyo u ´ltimo v´ astago hab´ıa fallecido a mediados del siglo XVII), pero la repugnancia hacia ellos persist´ıa, como un rasgo at´ avico imposible de desterrar. Los m´ as j´ ovenes, como era natural, se re´ıan de los ancianos y sus creencias, a las que consideraban nada m´as que cuentos de viejas. Algunos de los muchachos m´ as osados sol´ıan pasar sus tardes all´ı, en la vecindad del camposanto, desafiando a los esp´ıritus malignos mientras en secreto ard´ıan en deseos de conquistar, con esa dudosa valent´ıa, los corazones enardecidos de las muchachitas que pasaban por all´ı. El vicario, un hombre de mediana edad, sobrio y por dem´as callado, poco ten´ıa que decir sobre el asunto. Su u ´nica opini´on era que los restos, fueran odiados o no, descansaban en paz all´ı, y que su ubicaci´ on en campo santo anulaba cualquier tipo de maldad. * **

Con la llegada del verano se desencaden´ o una tragedia que ser´ıa recordada durante muchos a˜ nos en aquella zona rural de Inglaterra. Al principio pas´ o inadvertida, pues era normal que algunos j´ ovenes intr´epidos se perdieran en los bosques del norte y aparecieran, d´ıas despu´es, avergonzados, hambrientos y sucios a kil´ ometros de distancia. Pero pronto comenz´ o a ser evidente que exist´ıa algo an´ omalo en la tasa de personas extraviadas o fallecidas. Muchos eran ni˜ nos o ancianos, por lo que los

6 peri´ odicos atribuyeron al fen´ omeno una naturaleza epid´emica. Pocos a˜ nos antes el c´ olera hab´ıa diezmado a los habitantes; el p´ anico comenz´ o a cundir cuando se insinu´ o un nuevo brote. Sin embargo, los m´edicos rurales pronto descartaron esa posibilidad. Tan pronto como lo hicieron, la situaci´on volvi´o a la normalidad. Los d´ıas volvieron a sucederse placenteramente, sobre todo para los nuevos vecinos, que participaban con benepl´acito de todas las actividades sociales que ofrec´ıa el distrito. Pronto, los tres hermanos se convirtieron en celebridades, y no hab´ıa rinc´on en Croglin que no los recibiera con una sonrisa al verlos llegar. En julio hubo una semana particularmente calurosa, que es recordada por los parroquianos por el nombre de los d´ıas nefastos. Las nubes, cargadas, convert´ıan las noches en bochornosas, por lo que era costumbre dormir con las ventanas completamente abiertas —la hospitalidad de la zona lo permit´ıa— e incluso en las terrazas o porches. El u ´ltimo d´ıa de esa semana fue el m´ as t´orrido. Edward y Michael le´ıan bajo la sombra de los ´ arboles de la finca, mientras Amelia intentaba, penosamente, concentrarse en un libro de c´ alculo, sentada en la veranda. Todo esfuerzo era f´ util, y derivaba inmediatamente en un sopor dif´ıcil de sobrellevar. Finalmente decidieron, por unanimidad, cenar temprano para disfrutar el aire fresco que el atardecer tra´ıa consigo. Al terminar la cena se ubicaron en el porche, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Desde all´ı pudieron contemplar c´ omo las u ´ltimas luces del d´ıa pintaban de carmes´ı la iglesia y su camposanto. Pronto todo qued´o en penumbras ba˜ nadas por el reflejo de la luna, que comenzaba a elevarse sobre los ´ arboles que se interpon´ıan entre aquel terreno l´ ugubre y los l´ımites de la propiedad. El calor segu´ıa siendo agobiante, y del arroyo cercano llegaban jirones de una bruma ligera, que flotaban sobre el jard´ın, ahora iluminado por la plateada luz de la luna y moteado por las sombras alargadas de los arbustos del fondo,

7 que se recortaban n´ıtidamente en el c´esped. El viento apenas soplaba ahora, y la atm´ osfera, recargada y ominosa, cay´o sobre los corazones de aquellos hermanos, convenci´endolos de retirarse a sus respectivas alcobas. Amelia fue la u ´ltima en retirarse y, al comprender que el calor no ceder´ıa sino hasta entrada la madrugada, procedi´o a cerrar las ventanas pero no as´ı las persianas —era tal la calma en aquellos parajes que este acto era innecesario— que permanecieron abiertas, dejando entrar a su rec´amara la luz de la luna, ahora ya alta en el cielo. Finalmente se recost´ o en su cama —que se encontraba directamente enfrente de aquella ventana— y desde all´ı contempl´ o durante un rato m´ as la belleza de aquella noche. El viento soplaba ligeramente ahora, y las ramas de los ´arboles cercanos proyectaban sus sombras en la terraza. M´as all´a de ´esta, el bosquecillo se perfilaba en una negrura casi perfecta, en la que s´ olo las ocasionales luci´ernagas se recortaban, tenues y tr´emulas. Sin embargo, al poco tiempo not´ o que dos de aquellas luces ten´ıan un tono rojizo y permanec´ıan siempre juntas. Parec´ıan m´ as lejanas que las blanquecinas luces de las luci´ernagas. En efecto: al instante comprob´ o que, al mecerse unos ´arboles peque˜ nos con el viento, aquellas dos luces quedaban ocultas moment´ aneamente. Algo en aquel resplandor la alert´ o; su presencia, ahora m´as cercana, refulg´ıa, llameante, entre los ´ arboles m´as pr´oximos. Pronto pudo comprobar, con un sobresalto, que ese brillo estaba unido a una silueta oscura, que avanzaba r´apidamente saliendo del bosquecillo. Sumida en el horror m´ as abyecto, pudo ver c´ omo esa sombra avanzaba entre las dem´as sombras del jard´ın, directamente hacia la casa. Pens´ o en huir, pero la puerta de su habitaci´on se hallaba pr´ oxima a la ventana y estaba cerrada por dentro. Mientras se debat´ıa por ir a abrirla, comprendi´ o que, forzosamente, deber´ıa permanecer unos instantes junto a la ventana, en donde ya se

8 pod´ıa contemplar a la criatura en toda su figura. Intent´o gritar, pero de sus labios no brot´ o m´ as que un susurro. S´ ubitamente, y sin raz´ on aparente, aquel objeto abominable comenz´ o a rodear la casa, y pronto qued´o fuera de la vista. Inmediatamente, Amelia salt´ o de su cama y corri´o hacia la puerta para destrabarla pero, mientras lo hac´ıa, oy´o un ruido como de u˜ nas contra el vidrio. Se dio vuelta. ¡All´ı, en la ventana, el m´ as espantoso de los rostros la contemplaba con unos demon´ıacos ojos llameantes, rojos como dos hierros candentes y carentes de toda expresi´ on! Un g´elido dedo le recorri´ o el coraz´ on mientras ve´ıa c´omo esas garras —descarnadas, afiladas y sucias— ara˜ naban el vidrio. El rostro de aquel horror —enjuto y de un color marr´on oscuro— continuaba all´ı, y su mirada, fija y muerta, segu´ıa clavada en la de Amelia, mientras esta se llevaba las manos a la boca en el paroxismo de su terror, pues la criatura hab´ıa cambiado de estrategia: ¡ahora estaba removiendo el plomo del ventanal! Se oy´ o un ruido de cristales rotos al caer y estrellarse contra el piso uno de los paneles de aquella ventana. Del hueco resultante surgi´ o un brazo huesudo, cubierto por harapos, que inmediatamente gir´ o el pestillo de la ventana, abri´endola a la noche. Por all´ı ingres´ o aquel cad´ aver —Amelia estaba segura de que era eso— a su habitaci´ on. Aquella abominaci´ on cruz´ o r´ apidamente la estancia, se encorv´ o sobre la cama y alarg´ o uno de sus brazos hacia la joven, que yac´ıa all´ı, inmovilizada por el horror. La atrajo hacia s´ı y, en un movimiento repentino, la mordi´o violentamente en el cuello. La repulsi´ on al sentir ese aliento acre cerca, y el dolor de la mordida, le permitieron gritar con toda la fuerza de sus pulmones. Pronto sus dos hermanos estuvieron del otro lado de la puerta, donde forcejearon unos momentos antes de volver con un atizador para romper el cerrojo. Cuando finalmente pudieron ingresar, la criatura ya estaba del otro lado de la ventana. Amelia yac´ıa inm´ ovil a un costado de la cama, sangrando profusamente por

9 la herida del cuello. Mientras Edward ayudaba a su hermana, Michael corr´ıa tras la criatura, que avanzaba a grandes zancadas a trav´es del jard´ın y del bosquecillo; desde all´ı, el joven pudo observarla, a lo lejos, mientras se perd´ıa de vista en el peque˜ no muro del camposanto. Cuando volvi´ o a la casa encontr´ o cerca del porche a Edward y Amelia, quien, con un d´ebil susurro, dijo estas palabras: —Seguramente este ataque, aunque incre´ıble, tiene una explicaci´ on: alg´ un lun´ atico se escap´ o de un manicomio cercano y eligi´ o nuestra casa para atacar. Estoy muy herida, pero creo que sanar´e. Efectivamente: a los pocos d´ıas su herida ya hab´ıa cicatrizado, y poco despu´es, el m´edico que enviaron para atenderla habl´ o confidencialmente con Michael y Edward, aconsej´ andoles que viajaran por un tiempo a otro sitio, donde la joven pudiera recuperarse. Los hermanos estuvieron de acuerdo, y pronto los tres partieron hacia Suiza. * **

Amelia se recuper´ o r´ apidamente de las heridas no visibles de aquel encuentro nocturno. En Suiza escal´ o monta˜ nas, dibuj´o, escribi´ o algunos poemas y disfrut´ o tanto como pudo de los placeres de aquel pa´ıs. Pronto fue evidente que estaba preparada para volver a Croglin Grange; ella misma, una noche luego de la cena, sugiri´o que regresaran. —Rentamos el lugar por siete a˜ nos, y apenas lo hemos utilizado unos pocos meses. Ser´ a muy dif´ıcil convencer a nuestros amigos de que vivan all´ı, pues es s´ olo una casa de un piso. Adem´ as, los lun´ aticos no escapan todos los d´ıas; estoy segura de que el ataque no se repetir´ a. Tras unos pocos d´ıas de preparativos, regresaron a la granja de Cumberland, y encontraron todo tal como lo hab´ıan dejado. Luego de unas pocas reparaciones —entre ellas la ventana que hab´ıa sido forzada— retomaron all´ı la vida que hab´ıan llevado

10 hasta el u ´ltimo verano. El u ´nico cambio visible era que, ahora, Amelia dorm´ıa con las persianas cerradas. S´ olo los pa˜ nos superiores de la ventana quedaban al descubierto, tal como se acostumbraba en aquellas ´epocas. Los hermanos ocuparon las habitaciones contiguas a la de la joven, y siempre dorm´ıan con una pistola cargada sobre la mesa de noche. As´ı, el invierno pas´ o pl´ acidamente para todos, y la vida volvi´o a ser la misma que hab´ıan experimentado un a˜ no antes: alegre y sin m´ as preocupaciones que las de tener encendido el hogar los d´ıas m´ as fr´ıos. Finalmente lleg´ o la primavera, y con ella volvi´o algo que Amelia cre´ıa ya olvidado. Una noche, mientras dorm´ıa sosegadamente, se despert´o alarmada por un ruido que le result´ o familiar: el rasguido de una u˜ na contra uno de los cristales de la ventana. All´ı, en lo alto de la persiana, pudo identificar el mismo rostro apergaminado y oscuro, dotado de dos ojos llameantes que la miraban fijamente, mientras una garra huesuda ara˜ naba insistentemente uno de los cristales. Esta vez, sin perder tiempo, la joven grit´o a todo pulm´on, y en un instante sus hermanos se desplegaron, uno en la habitaci´on y el otro en el jard´ın, donde ya la bestia abandonaba el lugar a grandes pasos. All´ı, Michael logr´ o herir a la criatura en una pierna que, renqueando, se escabull´ o hacia el cementerio de la iglesia, donde desapareci´ o luego de trepar el bajo muro e ingresar en la cripta de aquella vieja familia odiada por los ancianos del pueblo. Al d´ıa siguiente los hermanos reunieron a todos los pobladores del sitio, quienes presenciaron la apertura de la cripta. Ante ellos se abri´ o una escena macabra: todos los ata´ udes estaban abiertos y sus contenidos, retorcidos, despedazados y desperdigados por el suelo. S´ olo hab´ıa un ata´ ud intacto, con su tapa apenas levantada. Los hermanos se acercaron y lo abrieron completamente; all´ı, momificada, arrugada y cubierta de harapos pero entera, estaba

11 la abominaci´ on que hab´ıa atacado en dos oportunidades a Amelia Cranswell, y que hab´ıa causado tantas muertes y desapariciones en el pueblo. En una de sus piernas hallaron un trozo de plomo: el mismo que hab´ıa salido de la pistola de Michael. Tras una breve deliberaci´ on, los hermanos decidieron que s´olo hab´ıa una cosa por hacer ante esa criatura, de la que ahora no ten´ıan dudas de que era un wampyr : incinerarla. Con cuidado, transladaron el ata´ ud hasta el terreno afuera de la cripta y, sin contemplaciones, lo quemaron con el cad´aver dentro. Desde entonces, el pueblo de Croglin Grange no ha tenido m´ as incidentes.